El sueño de una muñeca

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1 El Sueño de una Muñeca La insignificancia de Terry Cue puede dar para escribir un guión de una película barata. Desde donde una vida poco sobresaliente puede ser observada, podremos apreciar detrás del desánimo debido a uno y otro fracaso, el orgullo propio desde el desaliento y la necesidad de convencerse a sí mismo de valores ocultos que nadie más podía conocer. Nadie, salvo él mismo, podía ser consciente de sus capacidades, sobre todo porque se obstinaba en mantenerlas ocultas. Es verdad que, antes de intentar destacar como rockero en los ambientes más refinados, había sido revolucionario y figurante en películas documentales de unos amigos de sus padres; pero pasar de una actividad a otra, sin apenas transición, no lo indujo a sospechar que sus limitaciones podían ser mayores de lo que él sospechaba. Muchos eran los que lo miraban con la lástima por su falta de perspectivas, y, sin embargo, el creía en sí mismo con la fuerza del primer día; en ese conflicto se movía. Empezar mil cosas y no acabar ninguna podía parecer mediocridad o el desánimo que nos llega de la impotencia, pero en su caso, toda aquel microcosmos debidamente ordenado, podría alumbrar un hombre nuevo, un aventurero, o, tal vez, un soldado dispuesto para ofrecer su vida por la patria. Resultaba irónico que un hombre que no encontraba su camino en la vida, procediera de unos padres tan preparados. Y que, el padre, doctor en medicina, fuera incapaz de curarle un cansancio que arrastraba desde la niñez, y que, la madre, profesora y escritora de poesía, no hubiese conseguido que siguiera estudiando justo cuando todos anunciaban que iba a ir a la universidad. En aquel momento de su vida, la señora del Kiosko de revistas y golosinas, le preguntó que iba a ser de él si dejaba su estudios, y lo hizo apiadándose y de forma tan lastimera que casi se echa a llorar pero él creyó que estaba loca. Barina, la madre de Terry, era una mujer capaz de atraer la mirada de los hombres a pesar de haber pasado los sesenta. Tenía buena figura y solía llevar ropa ajustada. Parecía una persona sofisticada pero ella se empeñaba en creer que era sencilla y fácil de tratar. Había recibido cursos suficientes para aprender a estar a la altura de sus alumnos con métodos didácticos, había aprendido a ser paciente y buscar lo mejor de ellos en cada momento, pero le preocupaba no haber sido capaz de no hacer nada realmente sobresaliente con su hijo. Sin embargo, tal vez, en el caso del fracaso de Terry, no se trataba de falta de capacidad, sino que del desinterés y desencanto de sus padres por considerar que los retos que le proponían, una vez alcanzados, merecían la pena y que él consideraba lo contrario. Lermontov consideraba que su hijo no había llegado al mundo con un destino escrito, ni con un “pan debajo del brazo” como algunos pensaban. No le gustaba la forma en que los veían los vecinos, aquellas miradas codiciosas e insidiosas existían, a pesar de sus sonrisas y sus buenos deseos. No le satisfacía aquella “relación sin relación” con ellos, y que por eso creyeran que no les eran nada y podían decir las peores cosas sin apenas conocerlos. No podía asegurar que no estuvieran en una franca competencia, sin embargo, a pesar de llevar una vida más o menos desahogada, su futuro no estaba resuelto, y mucho menos el de Terry Cue. En cambio, había algunos amigos que no vivían muy lejos, con los que le gustaba realmente cruzarse y pararse a hablar sin restricciones. Ellos le preguntaban abiertamente sobre los problemas de Terry, sobre la abuela Franchesca y sobre las últimas epidemias de gripe, virus estomacales y demás rarezas del 2


aire que colapsaban el servicio de urgencias del hospital donde trabajaba -este último era un tema recurrente que solía perseguirlo en sus conversaciones por alejadas que estuvieran de él-. Una noticia desagradable sacó al doctor del hospital una mañana de noviembre, la abuela Franchesca se había caído en casa cuando estaba sola y había permanecido tirada en el suelo cuatro horas, hasta que Terry pasó por casa y la encontró consciente pero incapaz de incorporarse. El mismo telefoneó a su padre mientras los sanitarios introducían a la abuela en la ambulancia. Trató de explicarse con la mayor claridad posible y su padre entendió que no se trataba de algo tan grave que debiera temer de forma inmediata por su vida. Aunque, Lermontov Cue le dijo a su mujer que no hacía falta que alarmara y que ya se ocupaba él, Barina se presentó en urgencias y habló con la anciana y con los médicos, Todo bien, una torcedura, había habido suerte y en unos días estaría en casa. Hubo una pequeña disputa en el matrimonio al hablar del tema, Lermontov insistía en la necesidad de contratar a alguien para que cuidara de su madre, o tendrían que llevarla a vivir a una residencia, y como ya no podían permitirse más gastos, tendrían que aceptar que la propuesta de tenerla en una residencia era la más acertada. A decir verdad, no era una decisión fácil para nadie, pero Lermontov había hablado con algunos colegas que habían tomado aquella misma decisión anteriormente y le habían dicho que era lo mejor para tener todas sus necesidades atendidas. Como conocía a algunos de sus colegas que habían optado por la residencia -porque según le habían dicho, lo de la chica que la atendiera en casa no serviría más que para salir del paso de forma momentánea, y la preocupación por que pudiera pasar otro accidente más grave estaba muy presente, nadie se sorprendió de que después de hablar en casa de ello y tratar de hacerle ver a Franchesca que aquello iba a ser lo mejor, buscaron un lugar que no iba a ser barato pero disponía de un ambiente sobresaliente, con estanque de patos y hamacas para tomar el sol, buena comida y habitaciones compartidas con desconocidos pero abiertas al cambio si no se llevaban bien (todo un lujo que no ofrecían en otras residencias). Siguieron dándole vueltas a la decisión tomada aún cuando Franchesca ya estaba instalada en su habitación de la residencia. La directora fue muy atenta y les explicó todos los extremos de la vida en aquel lugar triste, aún cuando parecía que hablaba más de un hotel de maravilloso confort y nivel, que de una residencia de ancianos, un lugar de dolor, de enfermedades y de muerte frecuente. Si su edad no hubiese sido tan avanzada, Franchesca habría decidido volver a vivir en su piso del centro de la ciudad, pero ya no se valía por sí misma y había dejado pasar demasiado tiempo poniendo todas sus expectativas en que su hijo se hiciera cargo de ella cuando aquel momento de debilidad llegara. La mujer fuerte que había sido, se fue consumiendo hasta necesitar ayuda para levantarse de su sillón o para asearse y vestirse por la mañana, eso era un hecho, y que nadie podía estar en casa acompañándola todo el tiempo, también. El empapelado de la habitación en la residencia era de los años ochenta, descolorido y despegado detrás del sillón al lado de la ventana. La mesa que separa las camas es de plástico de color índigo, no puedo dejar de mirarla. Las dos ancianas que allí duermen comparten una lámparita sobre la mesa y en el hueco en el que debería haber calzado hay revistas viejas de bodas de sociedad y vacaciones de los famosos. Terry, en su primera visita, comprobó que olía a colonia de litro y no fue agradable, porque se sintió invadido sin poder defenderse, más que poniendo sus dedos bajo la nariz. Terry Cue estimó la decisión que tomó al empezar a visitarla, aunque no fuera agradable. Eran esas decisiones las que lo definían mejor que cualquier éxito, no podía sentirse más satisfecho y triste a la vez. Lo creían incapaz de tomar importantes decisiones, y a él visitar a Franchesca le parecía de lo más sobresaliente. Pero, claro, como aquella señora estaba presente, no podían hablar con la libertad que a los dos les hubiese gustado. Por eso esperaban los momentos en que se levantaba para el baño, o bajaba a merendar y entonces ella le preguntaba por la familia y la marcha de sus asuntos personales, la chicas y los trabajos, sobre todo. Se miraba en el espejo sobre una de las paredes se sentía más él que nunca. “Todo esto es muy de verdad, abuela. Pero yo voy a visitarte”. Franchesca fue capaz, en tales circunstancias, de inventar un juego de recuerdos que sabía que a 3


Terry le iba a complacer. Sus visiones del pasado eran como el transcurso de un viaje y veía como su nieto se esforzaba por conocer cada personaje, cada costumbre enterrada y cada lugar desaparecido. Torpemente iban avanzando en la historia familiar en extremos que ya, nadie más que ellos, conocería. Comenzaron sin demasiados referentes, pero más adelante, intentaron relacionar cada historia y sus personajes y se esforzaron por mejorar el trazo seguido como si de un dibujo se tratara. Bajo estos juegos, debe ser sustancialmente comprendido el tiempo que pasaron juntos desde que ingresaron a Franchesca en la residencia de ancianos, y cuando se ingresa en uno de esos sitios, al ser una decisión muy difícil, no se hace para volver a salir más adelante. En varias ocasiones, Terry Cue acudió a sus visitas, armado con una cámara fotográfica. No deseaba enseñar a nadie aquellas fotos de ella, de los dos, e incluso, de los dos con la otra señora de la habitación. Su idea era guardarla para tener un recuerdo de ella cuando ya no estuviera, y si algún día después de que hubiese desaparecido, accidentalmente, sus padres las encontraran, que se quedaran mirando y pensando, solo Dios sabe en qué. Pero no fue capaz de convencerla, no fue capaz de dejar de hablar, y ella no quiso fotos, así que ni un solo disparo salió de aquella cámara. Cuando comprendió lo mucho que le molestaba verlo llegar con aquella idea peregrina y turista a la vez de sacar fotos, entonces dejó la cámara en casa y nunca más la volvió a llevar consigo en sus visitas. A pesar de todo lo que intentaba animarla, Terry era muy consciente de que las fuerzas de su abuela eran tan limitadas, que el desenlace podría ser fatal en poco tiempo, podía ser cosa de unos meses, de un año o de algo más, pero era pesimista acerca de eso, sobre todo porque iba perdiendo la voz y los recuerdos eran limitados. Tal vez por eso aquel juego de memoria que cada vez le costaba más. Solamente se reía si él expresamente, al despedirse, le pedía que le echara un sonrisa y, aunque fingía que no le importaba, cada vez le costaba más hacer aquel gesto que dejaba a la vista la dentadura postiza. No se trataba de un acto de coquetería, no era por el postizo, era que interiormente nada la motivaba para poder sonreír de forma espontánea. Llevaba mucho tiempo instalada en esa edad en la que se piensa que nada va a durar y que por lo tanto no merece la pena empezar nuevas “aventuras”, se conformaba con estirar lo más que podía los minutos de tranquilidad. Por aquel tiempo Terry empezó a salir con una chica a la que conocía de hacía tiempo, Missi Ladder. No se atrevía aún a perdirle que lo acompañara en sus visitas, por eso, el tiempo que pasaba allí era un misterio para ella. De hecho, Missi le había preguntado en varias ocasiones que hacía todas de las tardes de cuatro a seis y él respondía con evasivas, o se inventaba recados. Una de aquellas tardes, después de comer y de que él partiera para la residencia, Missi lo invitó a pasar a su dormitorio y se desnudó para él con música y velas, como si lo hubiese estado preparando concienzudamente durante más tiempo del que él pudiera imaginar. Algunas de sus formas, libres de ataduras, mostraron el desmesurado convencimiento de atraer su atención por completo. El se sentía muy cómodo, había tomado vino y aceptaba el show sin perder detalle, como si esperase el desenlace moderando su excitación. El plan dio un somero resultado, porque Terry llegó una hora tarde a su cita, pero cuando lo hizo (cargado de excusas y bombones) fue recibido con la misma dulce paciencia de cada día. De camino se había encontrado con la señora Matius, una amiga de su madre que los visitaba con frecuencia y que buscaba momentos para hablar con él. Le complacía que fuera tan atenta y que lo besara al encontrarlo y al despedirse, pero empezaba a creer que sus muestras de afecto eran excesivas. El encuentro le resultó muy conveniente, como de costumbre, porque Matius se empeñaba en resaltar su buen aspecto físico y en recomendarle practicar algún deporte. Llegaba tarde y el esfuerzo físico al que lo había sometido Missi no le permitía atenderla son distraerse, pero, a pesar de que lo intentaba, no consiguió enterarse de todo lo que le decía. Sin embargo se había duchado antes de salir de casa de su amiga, y la señora Matius reparó en ello y le dijo que olía muy bien. Cuando se dieron un beso para despedirse, ella lo retuvo con su cara pegada a su mejilla e inspiró como intentando reconocer el el gel de baño que había usado. Él se ruborizó, pero respetó se afán por aquellos pequeños momento de señora mayor abusando de la confianza de un joven, rebosando simpatía, pero que parecía, desde luego, que Matius esperaba de él más 4


atención de la que había conseguido. Aquella noche, cuando Terry se levantó a beber agua de madrugada, oyó a alguien hablando en el salón, no era más que un murmullo pero suficiente para despertar su curiosidad. No era nada nuevo que su madre acostumbraba a quedarse hasta muy tarde viendo la televisión, pero hablaba por teléfono con alguien. Su voz era dulce y su tono bajo pero apasionado. Terry no había tenido el mejor de sus días y descubrir que su madre posiblemente tenía un amante, terminaba de joderlo todo. Lermontov tomaba pastillas para dormir, y tal vez por eso Barina se había confiado más de lo acostumbrando llamando desde casa para una conversación tan tórrida. Barina se había encaprichado de uno de sus alumnos, un muchacho de no más de veinte años con el que se veía a escondidas. Terry no podía reprochárselo porque él mismo mantenía sus relaciones en secreto y era muy posible que su padre hiciera lo mismo. El matrimonio de sus padres no era abierto sexualmente hablando, es decir, no se habían puesto previamente de acuerdo para consentir, pero a ninguno de los dos parecía importarle demasiado si el otro tenía algún desliz, siempre y cuando, claro está que lo mantuviera con discreción, si se quiere, en secreto, o sin alardes. Era un tema complicado, sobre todo a Terry le costó años entender aquella frialdad, la ausencia de celos o la falta de pasión y reproches entre sus padres. A cualquiera le hubiese pasado lo mismo, porque después de verlos besarse y darse muestras de afecto, podían pasar a un silencio o una separación que durara semanas, eso sí, siempre tenían alguna buena excusa laboral para hacerlo. Por algún motivo que ni el mismo Terry llegó a entender. Se quedó escuchando en el pasillo, y después de oír como su madre se despedía prometiendo a aquel muchacho que en cuanto lo viera le iba a hacer aquello que tanto le gustaba, Barina volvió a marcar para hablar con la señora Matius y contarle algunas de las cosas que le pasaban por la mente y que estaban complicando su vida hasta no poder confiar en si misma. El arreglo matrimonial de sus padres había funcionado hasta entonces, pero Barina parecía realmente tentada de ir a vivir na temporada con aquel muchacho, lo que se solucionaría posiblemente, con unas vacaciones a un lugar paradisíaco que ella le pagaría de su bolsillo. Terry no llegó a tener coche propio porque no se creía capaz de sacar el permiso y porque le aterraba la idea de atropellar algún animal involuntariamente. Barina, sin embargo había tenido todo tipo de coches, pequeños y grandes, caros y baratos, pensados para la familia y tuvo un descapotable de sólo dos plazas en el que Terry nunca quiso subir. El origen de aquel rechazo se debía a que ella tenía la costumbre de olvidar el mantenimiento de sus coches y se averiaban con frecuencia en los sitios más inesperados. Es muy posible que una parte de su timidez se debiera a la inseguridad que le producía tener unos padres tan imprevisibles. A pesar de todo, a su madre le gustaba sacarse fotografías con Terry sentado en sus autos, y tenía una colección de ellas en las que se podía ver como el muchacho iba tomando altura, como cambiaba de ropa según la moda de los tiempos o como había tardado en afeitarse su primer bigote, que mimó y arreglo después de lo quince años. Toda su juventud la pasó intrigado por el hecho de que a su madre le gustaran tanto los coches y suponía que para ella era un signo de independencia al que nunca iba a renunciar. Después de asumir que tenía que aceptar su vida tal y como era, ocupando el lugar que ocupaba sin reprochárselo abiertamente a su progenitores, intentó hacer una revista literaria en el instituto pero no tuvo ningún éxito -de hecho los ejemplares que regalaba aparecían en las papeleras y rodando por el suelo arenoso del patio-, e intentaba recordar aquellos primeros fracasos cada vez que sentía la necesidad de enfrentarse a una nueva empresa. Aún con todo, se creyó capaz de repartir algunas de aquellas revistas en la residencia de ancianos, dejó un montón sobre la mesa de las revistas de la entrada y descubrió con agrado que algunos de aquellos nuevos amigos las leían y se las llevaban a sus habitaciones. Para Terry, aquel acto gratuito, era como decirse a sí mismo, “mira chico, todos piensan que no vas a llegar a nada, como te dejes llevar por los prejuicios nunca serás tú mismo”. No podía transigir en semejante trampa ni admitir las mismas voces de siempre, entre otras cosas, porque ya no era ningún niño. Creer en sus posibilidades era su refugio, no iba a renunciar también a sus expectativas por ridículas que fueran, o si iban y venían sin demasiada resistencia. Su destino no 5


estaba escrito, y necesitaba maldecir al sentirse acorralado. Pasaba un tiempo hasta que las chicas se daban cuenta, por así llamarlo, de su falta de ambición. Pero esta vez, con Missi, parecía que iba a ser diferente, ella le reñía y le premiaba con un afecto digno de ser valorado. Se sentía en su elemento, no podía herirlo por conducirlo acerca de lo que no le convenía, algo que en otro tiempo había hecho Franchesca. No le temía a ser un adulto, a tener que tomar decisiones ni tener que renunciar a cosas que le parecían importantes. Había tenido amigos verdaderamente aterrorizados ante esa idea, por eso creía que al final, cuando llegara el momento y tuviera que tomar una decisión realmente importante, haría lo correcto. 2 Axilas Era incapaz de explicar a Missi a que se debía su apatía, pero ella parecía aceptarlo hasta aquel momento. Le contaba que había conocido a una chica contorsionista que era capaz de doblarse hacia atrás hasta abrazar la piernas y poner las manos en los tobillos. Missi lo dejaba hablar pero no creía todo lo que le decía. Seguía contándole sobre aquella novia que tuviera y con la que había estado tan unido que se sintió especialmente defraudado cuando lo dejó. Al parecer, tenía todo su cuerpo rasurado y blanquecino. El único pelo que tenía era en la cabeza, las cejas y las pestañas. Se estremecía sólo de recordar aquella palidez venosa que acariciaba como si fuera una figura de mármol. Quizá aquello le ayudaba a no desear separarse de Missi, que lo escuchaba con paciencia, como si no le importara que la provocara con su pasado. Cualquier otra chica en su lugar se hubiese sentido desafiada de que la compararan con una novia aún no superada. Se llamaba Aliset y tenía el pelo corto cuando lo dejaba crecer hasta que decidía que era suficiente y se lo volvía a rasurar. Fue en ese momento, en medio de tales reflexiones, cuando Terry volvió a besar a Missi y se hizo un ovillo en su regazo mientras se preguntaba si sería capaz de soportar sus desbordantes reflexiones por mucho tiempo. Se decía que hablaba demasiado y que al fin se dedicaba a elucubrar sin demasiado sentido, sin que ni a él le importara demasiado aquel maremágnun de ideas que intentaba conectar. “Intento ser coherente, por eso necesito darle tantas vueltas a cosas del pasado que parece que ya no importan”, le decía. Después de las primeras lluvias de noviembre, la ciudad pareció estancarse a pesar del intento vivo y desesperado por conservar su vitalidad. Las tiendas luchaban en favor de mantener abiertas sus puestas, en los bares entraban las corrientes de aire como ráfagas, los clientes dejaban señales sobre la humedad del suelo al arrastrar los pies y los coches se apelotonaban sin sentido. Nadie parecía dispuesto a ceder a los paraguas que venían amenazadores por la acera y Terry, siempre en contra, se refugiaba en casa, en la residencia de ancianos o en el apartamento de Missi, pero no parecía dispuesto a pasar en la calle, más tiempo del estrictamente necesario. Missi, que había empezado a apiadarse de su conformismo, no había cedido al invierno y se sumaba a la legión de los que intentaban seguir moviéndose con la misma libertad de unos meses antes. Se iba a la universidad sin dejar de pensar en todo lo que dejaba atrás, porque cada día permanecía tirado en un sillón, bebiendo café y leyendo revistas de dudoso gusto. Lo dejaba desperezándose y cerraba la puerta con llave como si temiera que huyera o que lo asaltaran. Él no parecía avergonzarse de que las cosas fueran así; ella tan activa y resuelta y él tan perezoso y sin sueños por cumplir. Para acabar de complicarlo todo llegó una epidemia de gripe que parecía dispuesta a aplastar la ciudad. En la cola del supermercado, Missi esperaba paciente entre toses, primero cerca, otra más lejos, después la cajera, entonces, la señora que estaba a su espalda. Todos parecían empeñados en señalar con aquellos ruidos que estaban a punto de contraer la enfermedad, pero dispuestos a seguir moviéndose 6


sin ceder por la fiebre o las náuseas. A última hora de la tarde, después de una de sus visitas a Franchesca, Terry volvía a casa intentando estar en la calle el menor tiempo posible, sin que nadie lo reconociera y sin detenerse en los semáforos, Cruzaba en lugares inverosímiles, se subía el cuello del impermeable hasta taparse la nariz y con las manos en los bolsillos, avanzaba sin tregua. No pretendía demostrar nada con su actitud, es posible que estuviera intentando vivir al margen todas las convenciones sociales y ni siquiera se hubiera dado cuenta. ¿A quién iba él a darle lecciones de nada? No había valores ni objetivos que mostrar, nada, ni siquiera veía al resto del mundo como un juego, ni era realmente genuino en nada, sólo indolencia. Al margen del invierno, era un momento de crisis para la familia de Terry. Se transformaba sin remedio, o, lo que era peor, se desintegraba. Había una chica que acudía dos veces en semana para ayudar con la limpieza y el orden doméstico y, por algún motivo que Terry no entendió, se despidió voluntariamente. Era como si Franchesca se hubiese llevado con ella el espíritu de la casa y todo se volviera triste, sombrío y desorganizado, sin que nadie le pudiera remedio. A los pocos días de despedirse la asistenta, había ropa sucia o sin planchar encima de todos los sillones, y mediante unas cuantas llamadas telefónicas creyeron poder solucionarlo, pero ninguna de las chicas que se entrevistaron con Lermontov para la sustitución duraban más de una semana. La casa, más vacía que nunca empezó a volverse de un silencio siniestro, pero como Terry se encerraba en su habitación eludía esa sensación, como antes había hecho con otras, sin demasiados problemas. Si alguien en un extremo de la casa, hubiera abierto un cajón, en el otro extremo, cualquier otro hubiese podido sentir el arrastre de madera sobre sus guías. Terry movió algunos muebles sin que a sus padres pareciera importarles. Les dijo que de aquella manera el salón estaba más cómodo para todos, lo que no dejaría de ser cierto si lo compartieran, pero rara vez el hijo coincidía con sus dos padres en aquel lugar. Al menos, esa, rara iniciativa en él, le llevó a intentar probar que su idea tenía valor, y se pasaba algún tiempo haciéndose en distraído en el sillón más grande, con la televisión apagada y la mirada fija en el techo. De visita a la residencia creía que la lluvia no lo pararía, pero tuvo que abrir su paraguas poco antes de llegar, y mientras lo hacía, vio el coche de su madre aparcado delante de una cafetería. El agua empezaba a caer con fuerza en gotas gordas y brillantes sobre la carretera. Se quedó mirando una pareja que sin pudor se cogían la mano y se besaban pegados al cristal que daba a la calle, justo delante del auto. Era Barina y aquel muchacho que al que doblaba la edad, como mínimo. Terry siguió andando y decidió que no iba a joderle el día. Las frecuentes visitas a Franchesca terminaron por ser conocidas por sus padres. A ellos les parecía que no había necesidad de tanto, que no podían oponerse a ello, pero que los estaba dejando en mal lugar y podía reducir la frecuencia con que las realizaba. ¿Los estaba dejando en mal lugar? Después de eso, le preguntaron que tal estaba y si se acostumbraba a su nueva vida y prometieron que ellos mismos también le harían una visita uno de aquellos días. Sabía, de forma general, que sus ideas solían incomodarlos, pero aquello superaba todo lo conocido hasta entonces. De la conversación de aquel día no salía nada bueno, Terry no estaba inspirado, así que terminó por confesar que sus padres querían hacerle una visita. La respuesta de Franchesca estuvo llena de u convencimiento previsible, “se lo pueden ahorrar, saben que no quiero verlos”. Barina y Lermontov no podían adivinar que no se trataba de que el muchacho estuviera predisponiendo a la anciana en su contra, sino todo lo contrario. El mundo se ha construido sobre errores parecidos que no tienen relevancia sobre el resultado final, después la gente se muere y la vida sigue. Como hijo de ellos, no era capaz de concebir lo diferente que se sentía y con que desazón era capaz de mirarlos. Aquel diciembre llegó mucho más rápido de lo que hubiese cabido esperar, a pesar de todo lo que los padres de Terry habían argumentado, la idea de la residencia a nadie le parecía tan buena, pero, eso sí, les había quitado muchos dolores de cabeza. Aunque todos fingían que había sido la mejor solución, en realidad intentaban por todos los medios no pensar en ello. “Franchesca estará bien”, le había dicho Barina a Terry mientras consultaba los mensajes en su teléfono. Franchesca ya no bajaba todos los días al salón social donde se veía la televisión, se charlaba o se jugaba a las cartas, 7


de hecho, algunos días no salía de su habitación. Había pasado demasiado tiempo desde que Terry pensara que la vejez era un accidente al que había que hacer frente con la misma fortaleza con la que uno se enfrenta a la cirugía después de estrellarse con el coche a ciento veinte por hora. En aquel momento no había considerado lo que sufrían los ancianos y lo solos y abandonados que podían llegar a sentirse. No se sentía nada bien observando la habitación, aun cuando Kalina, la compañera de habitación de su abuela, no se encontraba allí. Entró la camarera con la merienda, llena de autoridad e impostada simpatía, actuando con aparente eficacia, inspeccionándolo todo, observando que la tarde caía y apenas entraba luz por la ventana. Fue un momento extraño en la vida del muchacho, que sentía como se transformaba sin poder evitarlo, lo que había evitado hasta entonces y empezaba a significar precisamente que su madurez era inevitable. Era lento, lo sabía, y eso excluía de su vida todo lo rancio que detestaba de sus mayores. Algo dentro de él se construía alrededor de su espina dorsal y lo mantenía en una posición que nunca había sido la preferida y eso le hacía aceptar la placidez pacífica de aquella habitación residencial que sus padres no soportaban. Lo sentía al acercarse, al entrar y andar por los pasillos de aquel lugar, al dejarse perseguir por el eco de sus pasos porque allí creía haber encontrado en minúsculo refugio que necesitaba y nadie más reconocía como tal. Era preciso que nada llegara a alterar aquellos momentos que él y Francesca necesitaban y tiraba de ella hacia la vida con una imaginación desbordante que le hacía preguntas y planteaba sin pudor las viejas cuestiones familiares. A menudo creemos que podemos controlar nuestra vida, que hay experiencias determinadas que podemos ver venir en la distancia y prepararnos para reducir su golpe y que no suponga nada definitivo ni trascendental en nuestro cotidiano discurrir. Pero por experiencia empezaba Terry a adivinar que, al menos en su caso, cada día que pasaba, pintaba un poco menos en las decisiones que debía tomar, como tampoco era ajeno a que tendría que pasar mucho tiempo antes de poder ser él, y tan sólo él, el dueño de su vida. Se tomaron la merienda después de que la camarera auxiliar se desapareció. Terry le ayudaba a romper el celofán que envolvía las galletas perfectamente sellado. Estaba tan cerca que podía oír su respiración mientras se bebía la leche coloreada de un sucedáneo de café. Bebía despacio y le temblaba la taza. Se negaba a sentir lástima por alguien a quien quería porque eso sería como sentir lástima de sí mismo, por eso lo planteaba como una lucha, a pesar de saber que las fuerzas eran limitadas. Era verdad que otros habían pasado por aquello antes, pero, tal vez habían sido vencidos antes de tiempo; ellos lucharían hasta el final. Debido al invierno, la calefacción aún en los valores relativamente moderados del edificio, creaba en Terry una sensación de confort que no encontraba en, por ejemplo, el apartamento de Missi. Durante el verano había conseguido sentirse también allí, muy a gusto, pero el invierno convertía aquel lugar en una heladera. Su objetivo en la vida no era ir dando lecciones de como vivir en parámetros de confort, ni mucho menos, estaba en condiciones de exigir. Además la calefacción subía mucho la factura de la electricidad y Missi tenía un presupuesto ya muy ajustado. Se sentía muy a gusto con la conversación de las dos mujeres que más importaban en su vida, porque a Barina parecía haberla olvidado. Con Francesca y con Missi podía pasar horas en silencio o hablando de cosas intrascendentes sin echar nada en falta, nada menos algún tipo de estufa en el apartamento de su chica. Quería ser amable y demostrar que no se iba a quejar antes de poner todo su interés en solucionar aquel asunto, así que juntó algo de dinero que nadie supo de donde lo sacó y compró un pequeño aparato eléctrico que Missi miró con desconfianza y añadió, “eso consume mucho, no ha sido una buena idea”. ¿Qué esperaba? ¿Qué se pasaran el invierno metidos en cama? Los adornos navideños empezaron a crecer en las calles como si de forma espontánea cada año surgieran de la nada, pero lo cierto era que por la noche los operarios del ayuntamiento se subían a las escaleras o se dejaban llevar por un elevador con cabina sobre una camioneta para darles luz y forma. Le agradaba caminar volver a casa iluminado por aquellos artefactos de colores intermitentes. Era una sensación que recordaba desde niño y que iba a quedarse para siempre, de 8


eso estaba seguro. Una sensación de cual conservaba recuerdos de una familia unida, de cuando vivía el abuelo y los visitaba un tío que tenía en la habana, que era hermano de su padre y que no había visto desde entonces. Su vida se hacía triste y solitaria a medida que pasaban los años. Si no fuera por Missi... Podría soportarlo, ya había pasado por cosas peores, nadie iba a ser tan despiadado como hacerle renunciar a todo lo que amaba o ¿encerrarlo en un psiquiátrico? No estaba tan mal; sólo era un inadaptado. Mientras cenaba en la casa solitaria de sus padres, empezó a comprender lo difícil que era pretender recuperar a su familia, ni siquiera intentarlo. No era capaz de hablar con sus padres sin un buen pretexto, a lo que sólo atenderían si tenía que ver con su futuro, con un interés futuro por matricularse en tal o cual cosa, o de trabajar en esto o en aquello. Entonces, cada vez que había intentado aproximarse a ellos con alguna conversación intrascendente, había sentido una gran frustración. No sin cierta pereza, después de haber lavado el plato de sopa y escurrido el agua sobre el fregadero, toleró cada uno de los recuerdos que lo situaba rogando un poco de atención. Terry era alto, pero no era un muchacho corpulento. De costumbres difíciles de cambiar, llevaba ya unos meses cenando sopa sin haber programado una dieta ni nada parecido. No le prestaba demasiada atención a su imagen en el espejo y no parecía que necesitara demasiada energía para su vida. Como aquella noche, además de la sopa se había tragado unos croissants que Missi le había puesto en una bolsa, lo cierto es que se quedó dormido en el sofá con la televisión encendida y con una sensación de bienestar a la que no estaba habituado. Su habitual antipatía por el mundo parecía haber cedido al estómago caliente y se soñó a sí mismo durmiendo en aquel mismo sofá, pero era verano y tenía el torso desnudo. Su imagen era diferente a la que conocía, era musculoso y se creyó un deportista del equipo de atletismo de la universidad o algo parecido. Estaba solo en casa como era habitual y la puerta de la calle debía estar abierta porque entró la amiga amiga de su madre, la señora Matius que iba de camino a la iglesia y se había detenido por si él la quería acompañar. Ella le contó de todo lo bueno que tenía conservar la inocencia y él lo aprobó de buen grado. A pesar de que le era un mundo muy ajeno aceptó que era bueno para ella todo lo que le contaba. Entonces reparó que sólo llevaba una blusa que le transparentaba los pezones y mientras seguía hablando (ya no escuchaba lo que decía), ella le había tocado el pecho y los abdominales que abultaban como una cordillera y había podido sentir la delicadeza de sus dedos como su hubiese pasado realmente . En aquel momento despertó ostensiblemente envarillado y su cuerpo volvió a ser el de un adolescente flaco y sin futuro. Missi pasó temprano a recogerlo al día siguiente. No tenía clase y no llovía, así que se decidió a sacar la scooter. Fueron hasta la playa y casi se quedan helados por el camino. Missi conocía aquel sitio desde hacía mucho y quería mostrárselo. Fue ella quien dispuso que aquel día pasara así, sin rutinas ni compromisos y que fueran juntos a aquel lugar porque pensaba que era el gusto por sitios comunes lo que unía a las parejas y les permitía refugiarse en ellos de la más dura realidad. Bastaría con dárselo a entender, no era necesario ser tan explícita en eso y con el tiempo crear una costumbre. De ese modo, por muy cerrado que Terry viviera en su mundo, terminaría por aceptar que ya no era un ser solitario y debía compartir algunas cosas. Cuando algo más tarde decidieron tomar un bocadillo en un bar del puerto, habló por teléfono con su padre para decirle que no iría por casa hasta la noche y que tenía en el frigorífico lo que había sobrado del espagueti del día anterior. Él le respondió que saldría a comer algo a la cafetería del centro comercial en el que hacían la compra pero que no lo invitaba a acompañarlo porque comprendía que estaba ocupado. Según Lerontov tenían na especialidad nueva de bocadillos con salsa de pimienta que merecían ser probados, pero a pesar de toda la tentadora imagen con la que le pintó la escena, no consiguió que su hijo lo acompañara. Después añadió que se verían por la noche, que estaría en casa sobre las diez y que intentaría llevarle algo de aquella cafetería para que probara sus nuevas especialidades. Debido a las fechas que se presentaban llenas de fiestas y consumo, parecía que todo el mundo estaba llamado a un trabajo por humilde que fuera, a veces, no remunerado. Eran numerosos los comercios, restaurantes y cafeterías que ponían carteles pidiendo personal, e incluso antes de 9


planteárselo en serio, Terry entró a preguntar en uno de aquellos restaurantes que necesitaban alguien que fregara platos y recogiera mesas. Su idea era dejarlo en enero, pero hasta entonces sacar el dinero suficiente para comprar algunos regalos a su familia. La tarde playa terminó lloviendo y aprovechó para contárselo a Missi. No le atraía especialmente ninguno de los carteles y empleos que se ofrecían, pero no iba a quedarse tanto como para llegar a apreciarlo. Quería mostrarle a todos que podía hacer cualquier cosa que se propusiera, hasta las más humildes. Que su determinación y fortaleza iba mucho más allá de lo que imaginaban y que podía seguir dándoles sorpresas mientras deseara hacerlo. El trabajo le duró dos días, rompió algunos platos y otros los presentó en la cocina deficientemente lavados. No hubo bronca, no hubo excusas ni justificaciones, nadie necesitaba una razón que esgrimir, “no vales para esto, mañana no vengas”, le dijo el dueño del negocio; eso fue todo. La noticia debió correr entre los vecinos con cierta virulencia y a la señora Matius, que empezó a visitar a su madre por aquel entonces, tuvo que darle todo tipo de explicaciones cuando le preguntó directamente ¿qué había hecho para perder el trabajo tan pronto? Tuvo que sobreponerse para adoptar una actitud desprendida e intentar controlar la respiración porque parecía que aplastaba como si le dolieran los pulmones de complejo. ¿Será verdad que no sirvo para nada?, se preguntaba. Aunque no todo el mundo se le aparecía accidentalmente en la calle o lo observaba detrás de los visillos, aunque no todos parecían dispuestos para mirarlo con reproche, para acusarlo sin soltar una palabra, había un número lo suficientemente grande de ellos que no parecían tener otra cosa en mente que demostrar que era un perfecto inútil. A decir verdad, como los conocía a todos o casi todos con cierta prudencia, no le sorprendió la actitud vigilante y el hecho de que evitaran que sus hijos se relacionaran con él. Aún así había unos cuantos de su edad con los que había coincidido en el colegio desde niño y que lo saludaban cuando sus padres no los veían. Terry no consideraba que hubiese sido una pérdida de tiempo como le espetó la señora Matius después mientras lo acorralaba contra la mesa del salón y se le acercaba tanto que podría ver sus muelas empastadas si se lo propusiera. De todo aprendía, estaba en un proceso de experimentación, de conocer la vida y sus gentes, y nada era como todos ellos pensaban desde fuera. “No era el tipo de trabajo que yo pudiera hacer con solvencia”, le replicó. Tuvo que estirarse como una anguila para salir rozando sus caderas, entre las sillas y una mesita de jarrón y cenicero, para subir a su habitación a toda mecha. Había habido un tiempo en que Terry era un chico sincero y bastante creído de todo lo que le contaban. Pero seguir manteniendo ese tipo de inocencia después de cumplidos los veinte lo podríamos considerar de una generosidad consigo mismo que sólo podía traerles problemas, y ya bastante tenía con lo que tenía. A las cuestiones a las que debía hacer frente a partir de entonces no admitían una franqueza abierta ni unas emociones a la vista. Si la vida le iba a dar problemas, necesitaría aliados, pero, sobre todo, ser indulgente con sus errores y no venirse abajo con facilidad. Y en eso parecía tenerlo todo controlado, tenía una moral a prueba de bomba. Habían pasado ya casi cinco meses desde que dejara los estudios definitivamente con la intención de encontrar un trabajo adecuado a sus capacidades y sus necesidades, pero ni sombra de nada que se le pareciera. Se trataba de algo mucho más fácil de lo que era en realidad, al menos mientras había durado la decisión de cambiar de estatus. En el principio todo parece siempre fácil, y conseguir un objetivo complicado depende de las veces que se obstinara en intentarlo de nuevo. Llevaba tanto tiempo dando vueltas por la ciudad que parecía que todos lo conocían, que se habían prevenido los unos a los otros en su contra, o que notaban que su interés en solía estar al nivel que se hacía por contratarlo. Ahora, a mediados de diciembre había aceptado lavar platos porque estaba desesperado, no porque no considerase que no podía estar capacitado para algo mejor, y ni squiera en eso había durado. Empezó a notar que Missi había llegado a su vida en el momento más oportuno para ocupar un gran vacío. Lo hizo un poco mejor al posibilitar el sosiego que echaba de menos para poder pensar. Era capaz de escucharlo durante horas sin entenderlo, como también de aconsejarlo sin conocer sus motivos. Con sol, con lluvia, con frío o con media luna, siempre esperaba que estuviera. Es más, si 10


tenía urgente necesidad de su presencia y no estaba en casa la esperaba el la puerta de la universidad y siempre aparecía, con un sonrisa y una carrera. Se despedía de todos haciendo oscilar su mano nerviosa y desaparecía sin pretextos cogiéndose a su brazo. Eso provocaba que le subiera la autoestima, pero seguía pensando de sí mismo que no era gran cosa. Siendo al mismo tiempo, el uno para el otro, una excusa para amarse en el inconformismo, en el ensueño, ¿por qué iba a haber una causa mejor de equilibrio para los peores momentos, que aquella que Missi proponía? 3 La Perrera de Satán Entre las emociones que Terry podía inspirar a las mujeres, la más característica, de la que daba más información, era el desamparo. Posiblemente por eso, algunas de sus novias habían explotado en él todas sus dudas, su fragilidad y su falta de carácter. En cierto modo es un juego bastante general, todo el mundo parece dedicarse a buscar las debilidades ajenas para intentar ocupar un lugar de supremacía en los grupos que les permiten la entrada, aunque de todas, Missi era la que más había consentido sin aprovecharse de sus debilidades. Y precisamente esa naturaleza menos decidida que otras le había valido una parte hasta entonces insondable de su confianza. No recordaba que le hubiese dado consejos sobre los que poner en claro que ella sabía exactamente como manejarlo y llevarlo a su terreno, ese era el motivo por el que le molestaba la gente, por sí decirlo, “de consejo fácil”, así que cuando le dijo iba a pedirle a sus padres que invitaran a Franchesca a pasar la navidad en casa ella se limitó a decir, “eso no puede salir bien”. Por entonces, Missi ya sabía a donde iba Terry cuando desaparecía misteriosamente por las tardes, y, aunque no conocía a Franchesca, comprendía lo unido que estaba a ella y la necesidad de visitarla sin decírselo a sus padres. Fue un momento de dolor para él cuando recibió la negativa de Barina. Ella pensaba que de ninguna manera se podía andar jugando con aquella situación. No era agradable para nadie, y no iban a invitar a Franchesca a cenar con ellos en las fiestas navideñas, sobre todo porque le volverían a romper el corazón al dejarla por segunda vez en la puerta de la residencia. Eso en el supuesto de que ella accediera a la invitación. Lermontov lo llevaba peor, después de todo era su madre; pero callaba porque sabía que no debía complicar las cosas aún más. Terry esperó que su madre cambiara de idea mientras la perseguía por la casa y se sentaba en el sillón adyacente al de ella en el salón, sólo por darle la oportunidad, según pensaba para sí. Algo se había roto y era imposible recomponerlo de nuevo. Su familia de sangre se reducía ahora a Lermontov y Barina, y le resultaba extraño creer que no había vuelta atrás. Hay gente que no sólo pierde a su familia, algunos llevan esa sensación consigo. La utilidad de semejante experiencia lo iba a marcar de porvida. Nadie lo iba a ayudar a menos que estuviera muerto, y entonces, tan sólo para sacar su cuerpo inerte del estorbo que supondría dejarlo tirado en medio de la calle. Al fin y al cabo, eso también se hace con los animales. A sus padres le unía una raíz a la que no podría renunciar sin que algo se le rompiera por dentro, pero eso no quería decir que estuviera de acuerdo con las cosas que hacían, ni que no le pareciesen tan frías y extrañas. Los tres sabían que a pesar del distanciamiento seguirían unidos por un vínculo familiar, y eso parecía valer también para Franchesca aunque nadie pudiera entenderlo y ella menos que nadie. Con Missi era diferente, no había pasado el tiempo suficiente para saber hasta donde podrían llegar en su compromiso, pero podía abrirse a ella como no lo hacía con nadie. Se habían conocido porque el solía frecuentar la cafetería de la universidad donde ella iba cada día con sus amigos, al poco tiempo de empezar a hablar con ella, ya creía conocerla de toda la vida. Fue preciso que Missi le propusiera acompañarla un día de compras con una estúpida excusa, para que 11


se conocieran mejor. Él comprendió entonces que podía compartir sus dudas con alguien, contar lo que pensaba de tal o cual cosa sin que lo juzgaran, y, sobre todo, podía dedicar todo el tiempo del mundo a estudiar sus respuestas sobre aquellos temas que le parecían tan cruciales y que a lo mejor no lo eran. Parecía haber encontrado una de esas certezas que cambian nuestra visión de la vida, que nos hacen comprender cosas pasadas y otras que están por venir, con absoluta claridad. Hasta Terry nunca había llegado un dominio de sus propias inseguridades como el que había conseguido al lado de aquella chica a la que consideraba tan maravillosa. Por lo pronto, había considerado bajar la postura defensiva que siempre había adoptado con sus novias y amigas. Y ella actuaba con la claridad de un poder absoluto y soberano que se le concede a aquellos de los que se espera una respuesta honrada; demasiada responsabilidad para cualquiera. En el pasado había sufrido hasta la exasperación no poder confiar en nadie, así que sólo le quedaba resignarse a un nuevo amor que lo comprendiese como ella hacía. Fue por todo eso y por su necesidad de encontrar otra vez la normalidad alterada con la marcha de Franchesca, por lo que aceptó que sus padres quisieran conocerla y la invitaran a cenar. Después de todo, era eso o que Terry cenara con su novia en la habitación de su abuela en la residencia. Nadie era tan consciente como él de todo lo que se jugaban, si bien, era muy posible que sus padres supieran el desenlace de antemano, sobre todo porque eran capaces de programarlo sin mostrar una sola emoción ni un mal gesto que denunciara sus propósitos. La fogosidad de su madre, resuelta a una edad avanzada, lo hacía todo más complicado y a Terry lo volvía incapaz de juzgar. La impaciencia de Barina, en tal momento, confrontaba en secreto con la meticulosa lentitud de Missi; la que no tenía interés alguno en cenar con los padres de su pareja la noche de navidad. “Tal vez no sea buena idea andar a mover a Franchesca, pero podías presentarnos a Missi y que venga esa noche”, le dijo a su hijo. Todo aquel triste capítulo, no se debía sólo a la falta de afecto que demostraban por la anciana, o a los reiterados fracasos sentimentales de Barina con sus jóvenes alumnos, Missi podía intuir con toda claridad que la invitación perseguía destruir cualquier amor que no fuera el propio: el rechazo por las novias del hijo se producían siempre, desde mucho antes de conocerlas. De tal modo, la cena de navidad empezó a convertirse en un hipotético campo de batalla en el que poder recrearse en la sibilina y equilibrada lentitud del desgaste, en él intervendrían todo tipo de insinuaciones, ironías, falta de confianza y dudas acerca de la estabilidad de las nuevas relaciones. No habría apoyos ni escape, una vez sentada a la mesa, Missi estaría expuesta a toda la inventada y artificiosa degradación a la que Barina fuera capaz de someterla. A pesar de todo aceptó y lo unida que sentía a Terry iba creciendo hasta el punto de creerse capaz de pasar aquella prueba con la templanza necesaria. Una vez que supiera a lo que se enfrentaba quizá llegara el momento de prevenir a Terry, como otras chicas lo habían hecho antes, y tomar la determinación de no volver a ver a aquel ser inestable y que era su madre. Misi estaba encontrando sin haberlo pretendido, las claves de la relación familiar en una familia que se descomponía, y, aún así, se aferraba a todo lo suyo con la violencia de un felino copulando. Se creaba una idea, tal vez superficial, de lo que veía en ellos, pero sin capacidad de intervenir. No podemos decir que se tratara de una etapa de su vida, precisamente excitante y arriesgada, pero intentaba comprender. Y, bajo su apariencia inofensiva, lo cierto es que quería lo mismo que Barina, y eso era que Terry fuera sólo para ella. Claro que no estaba dispuesta a admitir que lo tenían tan difícil que debían renunciar a sus sueños, eran jóvenes y eso era mucho más de lo que Lermontov y Barina tenían. Y fue precisamente esta idea la que añadió nuevas fuerzas a su determinación de acudir a aquella cena sin el más mínimo temor, sin timideces, pero sin esperar demasiado de todo ello. Mientras Terry se sentaba en la única silla de la habitación, Franchesca le obsequiaba con una sonrisa dulce y eterna. Él se contenía para no llorar y le respondía con el artificial gesto de tranquilidad que le permitía los músculos de su cara. La complejidad de mantener ese gesto y luchar por reprimir su contrariedad de saber que pasaría la nochebuena sola en aquella habitación, hacía 12


crecer la contrariedad en su interior. No parecía importarle, el mundo exterior sólo llegaba hasta ella con las visitas de su nieto. En el momento en que había entrado en la residencia se había excluido de todo y ya ni siquiera preguntaba por sus amigos, por lo que habían muerto o por los que enfermaban, como ella, de pura vejez. Terry lo sabía, conocía esa forma triste de proceder, y lo soportaba con ruda convicción cada vez que entraba en aquel sitio. En la residencia esperaban el momento en que iba a salir para interceptarlo y hacerle algunos comentarios acerca de su abuela. No solían pasar de algunos consejos para que no la fatigara o no le llevara dulces, pero aquella vez fue diferente. La lucha por la salud a esas edades es de resultado incierto. Aquella vez la enfermera lo llevó aparte y lo hizo sentarse: la salud de Franchesca empeoraba y no parecía sentir ningún interés por la comida. Cuando aquella muchacha le habla en los términos de familiaridad y condescendencia en que se le habla a los que sufren, comprendía que debería de estar sintiendo un dolor que ella suponía y que aún no se había manifestado. No se negaba a asumir aquellos argumentos como ciertos, pero además de darle él mismo la merienda, no sabía que otra cosa podía hacer. Al principio de sus visitas no era tenido tan en cuenta y cuando existía alguna novedad sobre la salud de su abuela o su estancia en aquel lugar, llamaban primero a sus padres y, tal vez, si alguien así lo consideraba, lo compartían con él. Médicos, enfermedades y vejez, van de la mano, lo sabía muy bien, y nada podía mejorar más que circunstancialmente. No se consideraba un pesimista, pero necesitaba estar preparado para cuando el momento llegara. Mientras Terry le leía un libro viejo que ella había leído los últimos treinta años, ella, sentada en un sillón frente a su silla, parecía dormida pero estaba escuchando. Después le contaba de Missi y de sus últimos fracasos en los trabajos que iniciaba, pero no parecía muy interesada porque rara vez hacía alguna pregunta. Cuando levantó los ojos del libro y volvió su mirada hacia ella, la encontró mirando a través de la ventana con la expresión más melancólica que había vista jamás. ¿Cómo habían sus padres podido renunciar a tanta belleza concentrada en una sola persona? Franchesca no hubiese ido a aquella estúpida cena navideña, pero ella sabía que la negativa a, ni tan siquiera preguntarle, se debía a Barina. Con más exactitud debemos señalar que las dos nunca se gustaron, que la manipulación sobre Lermontov era evidente y que tampoco estaba segura de los sentimientos de su propio hijo. En realidad toda objeción respecto al mantenimiento familiar, tenía que partir de un proyecto que ya no existía. La decisión de la separación definitiva se tomó de un modo tan frío que Terry apenas podía creerlo. Sus padres, por primera vez en vida, estaban de acuerdo en todo. Fue una cena muy correcta, con todo lo necesario pero sin excesos. Barina compró todo lo necesario para no tener que cocinar más que lo imprescindible y Terry se ocupó de poner la mesa, y, al terminar, el lavaplatos. Missi recogió y dio conversación a Lermontov, que no estaba demasiado animado pero aceptaba como una buena solución a sus preocupaciones, el divorcio. No se verían más después de aquello, a menos que los trámites legales les obligaran y sus vidas empezarían caminos que necesariamente tendrían asumir. Lo nuevo cuesta, pero nos obliga a estar en movimiento y parecían necesitar ese tipo de reto. Un día de finales de enero, Franchesca lo recibió en cama, estaba enferma. Apenas lo miraba y Terry se sintió más avergonzado que nunca, por él y por su familia, por ser como eran sin poder evitarlo. Alargó la mano para tocar la suya y ella apenas lo notó, parecía como si le hubiesen dado un tranquilizante. La última vez le había dicho que sus padres se iban a separar, le contó todo sobre su madre y lo mucho que había llorado contándole su fracaso sentimentales con aquel joven y como la señora Matius acudía siempre en los peores momentos para escucharla llorar de rabia. Franchesca conocía a la señora Matius y en otros momentos, hubiera dicho que disfrutaba con los fracasos ajenos, pero aquella tarde enmudeció y no parecía capaz de prestarle atención. Terry estaba a punto de perder su inocencia, o lo que era lo mismo, de creer en los hombres y la bondad que existía en el mundo. Pensaba razonablemente en el fracaso de los buenos sentimientos y la necesidad que la gente parecía tener de pensar que “los otros”, eran sus enemigos y se comportarían de forma mezquina por marginar sus aspiraciones. Tal vez se trataba de eso en sus limitaciones, nadie se lo 13


iba a poner fácil, eso lo sabía, pero parecía que aquellos que lo espiaban detrás de las cortinas de sus casas rastreaban cada uno de sus movimientos y le deseaban la peor de las suertes. Divagó acerca de la separación de Barina y Lermontov Cue, le dijo a la abuela que su padre se había ido definitivamente a vivir a un apartamento, que había empaquetado todas sus cosas y que se había marchado conduciendo una furgoneta alquilada. No sabía si a ella le podía importar pero también le dijo que no lo había vuelto a ver desde entonces y que si lo quería ver tendría que llamarlo y posiblemente quedar en una cafetería del centro. El haberse divorciado sin que nadie lo esperara, tenía sus inconvenientes. Barina no entendía a los que se compungían por su libertad. No sabía como hacerles ver que era una descarga de viejas tensiones y que se encontraba bien. Llevaba tanto tiempo viviendo en el mismo sitio que los vecinos se interesaban por ella, y hasta al tendero, un soltero empedernido, tuvo que explicarle que aquellas cosas sucedían con cierta normalidad. Claro que su relación con su alumno permaneció en secreto y los que lo veían entrar en la casa, pensaban que era un amigo de Terry. Pero no tenía motivos para desconfiar de las malas intenciones de los curiosos, todo lo contrario de lo que le sucedía a su hijo. La vida sucedía y no permitir que se torciera más de lo debido sólo dependía de ellos, de lo que otros pensaran al respecto. Claro, que termina siempre por hacerlo, pero es cuestión de libertad intentar poner a cada uno en su sitio. Además, el tiempo pone a cada uno en el orden que le corresponde y muchos envejecen sin haber vivido pero con el sosiego difícil de interpretar de los que duermen sin pecado. Terry tardó algún tiempo en volver a la residencia de ancianos, lo del divorcio de sus padres lo deprimió y no salió de casa en muchos días. Sólo recibía las visitas de Missi y como Barina trabajaba y estaba muy ocupada en sus romances, Terry pasaba mucho tiempo solo. Cuando se decidió a salir y dejar de compadecerse de sí mismo, había salido el sol, hacía frío pero no había humedad en el ambiente. Cuando llegó a la habitación de la residencia su abuela no estaba, la habían llevado a un hospital, se lo habían comunicado a Barina pero ella no le había dicho nada. Tampoco estaba la otra anciana, vecina de Franchesca, en su cama o sentada en el sillón. Dejó la puerta abierta y vio la habitación con las cortinas descorridas, llena de luz. Por primera vez reparó en un retrato de su abuelo sobre una repisa al otro lado de la cama. Tuvo que franquear la cama de al lado, la que no sólo le obligó a pasar de costado, sino que tuvo que apoyarse para no caerse al enredar los pies en la colcha que colgaba hasta el suelo. Había más fotos sobre aquella estantería, algunas no eran de la abuela y tal vez por eso nunca había hecho aquel descubrimiento. El abuelo era joven y sonreía feliz. Era una de esas fotos que se hacían en un estudio con el mejor traje para regalársela a los familiares o a la prometida de uno. Encendió una lampara diminuta a pilas y observó la foro con atención. El abuelo había muerto de un accidente laboral cuando él aún era muy joven. Una enfermera apareció a su espalda y le dijo que no podía estar allí, que iba a cerrar la habitación con llave hasta que Franchesca volviera del hospital porque su compañera de habitación, Clara, se había muerto una semana antes y estaban esperando a sus familiares para que recogieran sus cosas. Terry salió, en silencio, una gran cansancio pesaba sobre sus hombros y le oprimía los pulmones hasta dificultarle la respiración. Pasó la tarde en casa de Missi y cenó con ella antes de volver a la casa de su madre. Lo peor de todo era que las cosas iban sucediendo como esperaba que sucedieran desde hacía mucho.

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