Historias de burgueses decadentes

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El Fuego Del Adiรณs

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1 El Fuego Del Adiós A partir de cierta hora después de medianoche, todo el mundo en el camping hacía lo posible por alcanzar el silencio y nunca se conseguía del todo. Los ruidos de origen humano eran variados, desde conversaciones hasta ronquidos, si bien, mucho antes todos habían apagado las luces, los motores de los coches, las radios, e incluso las televisiones, que también las había. Entonces, en ese momento crítico, Donajiú creía que podría dormir un poco, pero no, a partir de entonces y hasta el amanecer, era el momento de los insectos, los búhos y los ladridos de los perros de las fincas adyacentes. Algún vigilante se movía también entre las sombras, pero eso no lo inquietaba, aunque salía de la tienda y se recostaba a ver las estrellas mientras se fumaba un pitillo y el tipo nunca lo había saludado; pero sabía que andaba por allí. Es posible que a esas horas, algún grupo de despistados volvieran de una noche de diversión en los nigth clubs de los alrededores, y se dispusieran a una acalorada discusión con el vigilante porque no los dejara pasar. En su entusiasmo romperían alguna cosa, y al día siguiente serían expulsados del camping, al que por otra parte le hacían falta plazas porque tenía, lo que se dice: precios populares y costumbres relajadas. Si hubiera sabido interpretar los signos de la noche y de la vida, en su conjunción, habría interpretado las señales que empezaban a decirle que ya era un hombre, pero por algún motivo se resistía a separarse del orden familiar. En una ocasión, adormecido en su silla, oyó un ruido que le pareció que llamaba a la emergencia, abrió lo ojos y miró el reloj; aún era muy temprano. Entonces levantó la cabeza y aparcada delante de la valla había una ambulancia con las luces encendidas; algo inesperado sucedía al otro lado. Oyendo el marchar persistente de los pasos de los sanitarios sobre la grava adivinó que se trataba de algo grave, y poco después comprobó por sí mismo que sacaban de una de las casetas a un hombre al que portaban entre cuatro en una camilla. Él siempre había sido muy consciente de sus virtudes, de sus defectos y vicios, sobre todo porque tenía una amiga enferma que se declaraba gótica -lo que no le hubiese hecho falta porque su enfermedad era incurable y su aspecto cadavérico-. Feiby tenía todo un repertorio de adornos tétricos en su habitación que había ido comprando por correo y todo eso acentuaba la piedad que no podía dejar de sentir por ella y que ella detestaba. Cualquier cosa que lo ilusionara y lo sorprendiera, terminara por apagarse en poco tiempo y perder cualquier sentido que anteriormente le hubiese dado, porque se le daba por pensar en lo frívolo que era si se comparaba con su amiga. Aquella terrible melancolía que Feiby se encargaba de poner en su entorno creaba también en él una carga negativa que cuando vio a los enfermeros portando a aquel hombre en la camilla, dijo de forma casi imperceptible: “otro al que se la ha roto alguna víscera”. En un sentido amplio, no se podía decir que se tratara de un joven cruel o desinteresado por el dolor de los demás, aunque imperceptiblemente ese dolor también le afectara. El susurro de la noche, si era capaz de extraerlo de otros ruidos, se confundía con su propia respiración, que a veces le parecía la respiración de Feiby, y otras, las dos respiraciones marchando en conjunto después de una larga carrera. Tras las primeras pruebas y después de llevar un tiempo con su medicación, el 4


cuerpo de Feiby parecía haber entrado en un letargo y ella misma respetaba aquellos cambios y se adormecía. Nunca había estado tan delgada y parecía agradarle estéticamente, lo que no dejaría de ser una estupidez aún no estando enferma. Cuando, por primera vez se besaron para el fue como si se encendieran todas las luces y ella sintió que se le sofocaba el pecho debajo de la blusa, desde entonces, lo habían hecho dos veces más, y podían encontrar momentos en la habitación de la chica para besarse y tocarse sin que en ninguna ocasión, la madre de Feiby se hubiese presentado por sorpresa, pero por algún motivo que no se confesaron habían dejado de hacerlo. Nunca habían dejado de ser amigos, por eso ella sabía que no debía intentar retenerlo y se conformaba con saber que volvería para hablar y reírse un rato. Pero había algo más que no sabrían decir que era, que no confundían con la atracción física y que los hacía pasar horas juntos como si necesitaran gastarlas de esa manera tan inestable, a veces anodina y a veces divertida. No se extrañaban de su amistad, entregaban la parte común de su juventud que les hacía ver el mundo de forma parecida. Y después de aquellos primeros pasos en el mundo del amor y los sentimientos, si él la tocaba ella reaccionaba con un sobresalto, así que preferían hablar y reír; intentaban no complicar las cosas. Donajiú como amante había sido muy torpe, así que no podía forzar a que las cosas fueran de otra manera, y lo cierto es que la soñaba como si se tratara de una contorsionista desnuda y cosas parecidas, pero empezaba a ser consciente de que los límites los ponía ella y no había más que hacerle. Aquello era algo que no había planeado, que había sucedido y que Feiby había sabido parar tiempo. Algo nuevo y sorprendente a lo que tendría que ir abriéndose poco a poco, pero que ella parecía no compartir, no sólo por su juventud sino porque -aunque a no se lo había dicho ni lo haría- si las cosas iban mal y terminaba por sucumbir a la enfermedad prefería no lamentarlo por una cosa más. Bastante peso tenía ya por todo lo que dejaba atrás. A veces, a pesar de toda su dureza, una lágrima asomaba entre sus párpados y caía sobre la piel dispuesta a escurrirse por la mejilla, en una ocasión había acercado un dedo a su cara o lo había puesto suavemente sobre el líquido salado, después lo había visto con el mismo estremecimiento que hubiera sentido si se hubiera tratado de sangre (pero ya nadie sangra por los ojos a pesar de sus dolores). Feiby se sintió contrariada y le dijo que dejara de hacer el idiota, para levantarse un momento después e ir al baño a lavarse con jabón hasta casi arrancarse la piel, las cejas y las pestañas. Sus padres dormían sin problemas y eso era una ventaja para un chaval de su edad. Desde que habían llegado al camping, cada noche se repetía la misma escena, una cena copiosa y sobremesa de anécdotas que los obligaban a reír escandalosamente, después fregar la loza y fumar hasta que caían rendidos. Y él, como si se viera en la obligación familiar de congeniar con las viejas costumbres, se iba a su tienda y hacía como que dormía. Imaginaba como sería un verano sin vacaciones en el camping y como podría recuperar aquellos días perdidos por no poder estar al lado de su amiga. Notaba que aquellos años eran decisivos y que todo cambiaría sin poder evitarlo, y que la conducta que todos esperarían de su mayoría de edad haría que ese peso que representa ser un adulto se precipitara sobre él. En tres años sería mayor de edad y ya no habría vuelta atrás, su padre solía repetírselo como una tortura, “serás responsable de tus propios actos, no esperes entonces que vaya yo a sacarte de los líos”. Si la condición para madurar era atender a los consejos de los mayores estaba claro que jamás tendría una vida propia, llena de experiencias personales con sus fracasos y sus expectativas de moderado éxito. De tal modo, que era como un recipiente en el que se dejaban caer todas aquellas advertencias, pero sus padres sabían de su inquietud y que podían esperar de él cualquier nuevo sobresalto porque nunca había sido de otra manera. Estaban terminando sus vacaciones y le habían parecido más largas que nunca, así que el día anterior lo había dedicado a recoger. Sus padres pudieron notar que estaba deseando volver a la civilización, por así decirlo, pero no les dijo nada al respecto, se limitó a emitir aquellas señales involuntarias de cansancio. A su padre, el señor Reburns le vino muy bien aquella actitud porque había estado hablando con su mujer de volver un día antes. Cuando quisieron darse cuenta se encontraron empacando y preparando la partida. Parecía que no había mucho que llevar, pues creían no haber llevado tantas cosas como años anteriores; sin embargo, Donajiú se atrevió a sugerir que 5


pusieran algunas cosas más dentro, a su lado en el asiento de atrás del auto, porque la baca iba tan llena que le asustaba la idea de que fueran cayendo cosas por el camino y que sólo él se diera cuenta. Pero Reburns, que se creía un experto en ese tipo de cosas, no estaba dispuesto a ceder un milímetro en su programada organización, y en su distribución, lo que debía ir sobre el techo tendría que ir sobre el techo, aunque tuviera que subirse a una escalera y sentarse encima de las maletas para ello Precisamente en esos días había descubierto el muchacho que en realidad, que su padre se creyera el dueño del camping, no los hacía ni más ni pobres de lo que eran; comprendió que tener un padre trabajando en la administración pública los convertía en algo corriente y la insistencia de su madre por hacerlo estudiar en un colegio privado le ofrecía a sus compañeros de curso la posibilidad de marginarlo a su gusto. Para su madre había supuesto un gran alivio dedicarle tanto interés a la educación de su hijo, porque si su padre era el más sobresaliente cliente del camping, ella creía haber recuperado un estatus familiar perdido en su matrimonio, cuando por fin había conseguido plaza en el colegio privado para su hijo. Al menos eso se lo podían permitir y no era barato, pero ella creía que gastar mucho dinero en la educación les daba una categoría frente al mundo, un error. Antes de estudiar en el colegio de élite católica, Donajiú había conocido la educación pública y allí había hecho algunos amigos que a su madre no le parecían “convenientes”, algunos de otras razas y otros de familias con problemas. Conservaba algunas de aquellas amistades, de tal modo que los esfuerzos de su madre por tenerlo todo controlado eran infructuosos. A pesar de su insistencia para conseguir no ser cambiado de colegio, su madre tramitó la nueva matrícula en tiempo record y a los once años empezó a vestir de uniforme en un nuevo ambiente en el que la exigencia terminaba por secar todos los sentimientos. Uno de aquellos días de verano, poco antes de la partida, descubrió que en el camping estaba pasando unos días con su familia una de aquellas antiguas compañeras de clase. Se hallaba en la cafetería tomando un refresco cuando la vio a través de la ventana y la reconoció enseguida. Estaba apoyada en la barandilla de la piscina, llevaba un bikini floreado y su piel era negra y brillante. No dijo nada de Charo a sus padres aunque se reunía con ella cada día para fumar a escondidas. Fue un gran estímulo en aquel ambiente y aislamiento al que lo sometían en vacaciones, si bien no duró más de una semana y cuando partió ella se despidió con un gesto en la distancia. Sólo por aquel encuentro ya le valía la pena volver al camping el año siguiente, si es que eso llegaba a su suceder, porque siempre que hacía planes, por alguna combinación astral que no podía entender terminaban por truncarse. Mantuvo su aire melancólico y, a pesar de encontrarse moderadamente feliz por como habían ido aquellos días, su madre no pudo notar ningún cambio en él; nunca sonreía y se mostraba ilusionado con la vida sin motivo y así debían seguir las cosas. Más tarde, sólo en su habitación la iba a recordar en sujetador, dejando que una de sus asas se cayera del hombro sin recogerla, mostrando un pezón rosado mientras él la miraba. Su mirada era dulce entonces, lo que no era habitual en él durante las vacaciones, el silencio cómplice y el lugar seguro (no sé que clase de experto enseña a los jóvenes a retirarse a lugares a los que los adultos jamás podrán llegar). Una inquietud enamoradiza resonaba dentro de él, pero sabía muy bien que ella sólo pasaba el rato. Lo desesperaba saber que no podía hablar con Charo de lo que sentía, o mejor, de lo que se siente a esa edad, mientras se torturaba por pensar que a ella la veía tan niña y, a la vez, tan vieja. En ocasiones era como hablar con una mujer de ochenta años, sin ilusiones ni sentimientos aparentes. Él mismo conocía esa sensación, pero no cuando estaba con Charo y su mundo de gominolas y chocolate. Pacientemente había esperado cada día en aquel lugar a que ella apareciera, en un ejercicio de madurez difícil de entender en él que nunca esperaba por nadie ni por nada. En su habitación, cuanto más la recordaba más ganas tenía de volver a verla para pedirle cosas que creía que nunca se atrevería a pedir a una chica; tampoco a Feiby. A decir verdad, a pesar de sus diferencias las dos chicas tenían en común la fuerza de sus ojos y la insistente mirada del que no comprende algunas cosas, se replegaban en esa forma de interrogar de un sólo vistazo, para hacerlo encogerse y que sus emociones no permanecieran al descubierto más tiempo del necesario. Pero esa timidez exacerbada, era precisamente lo que a las chicas le gustaba de él, era 6


una circunstancia que añadía a su forma de relacionarse la delicadeza necesaria en las manos de un hombre. Su aspecto indefenso y aquella delicadeza hacía que Charo, como antes sucediera con Feiby sintiera la necesidad de ser tocada y ser besada por él. No era fácil disimular llegados a ese punto y solía ser el momento en que uno de los dos desaparecía hasta el día siguiente. Charo, sin embargo, no era ese tipo de chica a la que le gustaban las lisonjas de los hombres, al menos si le resultaban gratuitas con con el objeto de sacarle algún beneficio. No se consideraba guapa y delicada como otras chicas de su edad a las que conocía y solía tratar. Era simple y fuerte, no cabía duda al respecto y por eso él empezó a pensar que le gustaban las mujeres duras y hombrunas. Era un modo de ver las cosas que no lo hacía más delicado de lo que era, y sabía que por muy rudas que ellas fueran les iba a seguir gustando y su atractivo se iba a mantener en el tiempo. A juzgar por todo lo que iba aprendiendo, nadie se atrevería a juzgarlo como demasiado joven para sentir todo aquel caudal de atrayente seducción y el tiempo -lo sabía muy bien- pasaba rápido. Una imagen de un caballero abanderado en piedra al final de la avenida era la señal de la llegada. Hasta aquella estatua se asomaban los vecinos que paseaban sus perros. Cuando pasaban al lado de aquel parque un pequeño estanque de agua magenta empezaba a verter hacia la acera, todo estaba encharcado, la vegetación desaparecida bajo el torrente y algunos peces muertos habían llegado a la calzada. Entre los operarios que intentaban ponerle solución a la cañería rota estaba uno inquieto que movió la camioneta y la puso de modo que nadie pudiera aparcar en aquel lugar. El señor Reburns soltó una maldición y tuvo que buscar un sitio más alejado del portal, lo que no iba a ser nada conveniente porque había cosas que subir por las escaleras y llegaban cansados del viaje. Encontró un sitio como a unos cincuenta metros y debido a un repecho había que subir por las escaleras del mercado. Se sintieron aliviados al ver a Jessy, el vecino, que se ofreció para ayudarlos en la operación de desembarco y que se quedó para comer con ellos. El vecino se había separado hacía poco, había sufrido lo que se dice un desengaño y ya nada iba a cambiar eso. Cuando aquella chica con la que estaba viviendo cogió sus cosas y pudo tierra por medio, los padres de Donajiú habían sido un gran apoyo para él. Ya era un hombre para muchas cosas pero ellos parecían verlo como a un hijo y eso, unido a que congeniaba bien con el pequeño, casi lo convertía en un miembro más de la familia. La separación le había llegado apenas dos años después de mudarse a vivir en el mismo rellano que sus amigos y les contaba todo tipo de detalles sobre su separación. En estos casos, no siempre es agradable escuchar, pero Betty parecía muy interesada en las historias románticas que rompían el corazón de los hombres. En efecto, se había tratado de un amor inclinado a lo romántico y lleno de situaciones muy sentimentales, lo que les hacía llegar a la conclusión de que había estado bien el tiempo que había durado y sólo los últimos meses se habían convertido en una insoportable tormenta. Todo el mundo ha deseado alguna vez ponerlo todo en riesgo a cambio de un amor así, pero muchos seguían adelante con sus medios amores y aún envidiando los pormenores, nunca le dirían abiertamente a Jessy, que puesto en una balanza lo ganado y lo perdido, había tenido bastante suerte. Con su interés creciente y irreparablemente emocionada, Betty afirmaba que las vidas necesitan algunas historias bonitas que poder recordar y que no debía estropearlo culpando a la novia a la fuga de los errores cometidos. A veces las cosas más insignificantes parecen suficiente para tomar una decisión aplazada durante mucho tiempo, decía Reburns. Jessy preguntaba entonces cómo era posible que la gente cambiara tanto en tan poco tiempo, a lo que el padre respondía poniendo voz de experto que a veces no es que se cambie, sino que el tiempo descubre cosas de nuestra personalidad que no tienen necesariamente que gustar, o lo que parecía ser lo mismo, que con el tiempo nos conocemos mejor y descubrimos que nada es tan perfecto como nos había parecido. Betty intuía detrás de aquella respuesta algún desengaño amoroso en la juventud de su marido del que no le había contado nada y eso la hizo fruncir el ceño y quedarse pensativa. Unos días después, o tal vez algunos días antes, del día de se vuelta de vacaciones, había estado buscando un argumento convincente para convencer a sus padres de que seguir estudiando era una pérdida de tiempo. Hasta aquel momento no se le había ocurrido más que no era buen estudiante y 7


que sentía que ante una mayor exigencia sus capacidades iban menguando cada nuevo curso. Al menos aquella vez debían tomarlo en serio, porque ya no era un niño y porque su convicción no era el capricho de nos días. En su exposición tendría que ser convincente y mostrar una seriedad en la que no le iba a ayudar su aspecto infantil y que parecía suficiente afeitarse una vez a la semana. Pensó que cuando empezara a afeitarse tres o cuatro veces en semana, todo cambiaría. A nadie le regalan los galones de la madurez antes de tener una barba cerrada o antes de haber pasado por el ejército, se decía tocándose el mentón. Por supuesto que no iba a conseguir abandonar sus estudios, digamos de forma oficial, tampoco aquel año. Cuando Betty le dijo “de ninguna manera”, cuando pronunció esas palabras como si lo hubiesen acusado de un asesinato, Donajiú quedó sin alma, derrumbado, caído de fuerzas y proyectos que aún no había hecho. Pensó que de forma tajante, aquella voz decidida había conseguido meterse en sus huesos hasta hacerlo temblar y que nunca antes había sospechado que sus diferencias pudiera hacerla mirarlo de aquel modo, casi con rencor. Nunca había entendido el concepto de autoridad hasta que ella respondió a una demanda de adulto, cuando, obviamente, aún no lo era. De tal modo había sonado aquella negativa que no se volvió a hablar del tema, pero Betty había añadido un problema más a sus preocupaciones. ¿Cómo era posible que su hijo, aún tan joven e infantil a veces, quisiera dejar sus estudios? ¿De dónde había salido semejante idea? Y de nuevo, como había hecho en otro tiempo empezó a querer saber de quién se acompañaba, aparecía por sorpresa a recogerlo en la puerta del colegio con la excusa de hacer algún recado, y en su afán controlador, llegó incluso a pedir una reunión con el tutor para preguntarle quienes eran sus amigos y exponer sus preocupaciones. La vida familiar es terreno abonado para la discordia, donde la verdad es cambiante y los secretos imperecederos. Los hijos saben desde muy pequeños que no todas sus preguntas van a encontrar respuestas razonables, y que tener razón no les otorga ningún derecho. Nadie les obliga a creer lo que sus padres proponen, pero deben cumplir con lo que proponen; esa es la medida de los castigos. Es posible que Donajiú creyera, a su corta edad, saber más del amor que sus padres. Nunca los había visto en una actitud verdaderamente amatoria y los accesos cariñosos de la madre solían ser rechazados por el padre con un gruñido. Pero lo que él creía era muy limitado y en los años siguientes tendría la oportunidad de ir haciendo descubrimientos que le harían sentir vergüenza por lo estúpido que había sido. Tendría, al final, que salir al mundo. De una forma o de otra tendría que hacerlo, a pesar de su madre y el resto de riesgos, tendría que hacerlo. Lo que sintió al volver a Feiby fue conmovedor. Ella estaba especialmente sensible aquellos días y lo besó llorando, apelando al miedo que le producía la sensación de que lo iba a perder. Ella había oído algo acerca de sus nuevas amistades, de que lo habían visto frecuentando lugares de moda y bebiendo, lo que pronto dejaría de ser una novedad. Se enteró de que había chicas que lo frecuentaban y sobre todo, supo que había un mundo alrededor de sus quince años del que él no le había contado nada. Se besaron con una intensidad que él había olvidado, después de todo, eso lo habían dejado claro, sólo eran amigos. Por fin, ella había vuelto a necesitarlo e intentaba retenerlo, aunque eso no iba a cambiar nada. Ese día le estuvo contando sobre su vida en el camping, aunque eludió hablarle de Charo. Se les hizo tarde y la luz de última hora de la tarde entraba con tristeza en la habitación de Feiby. Él llevaba una camiseta negra con la portada de un disco de Los Doors serigrafiada, ella llevaba una camiseta negra también pero de asas, no llevaba sujetador y al moverse le mostraba sus pechos diminutos haciendo como que se había tratado de un descuido. Le decía que era un salvaje en algunos aspectos pero era ella la que se rompía las medias negras para comulgar abiertamente con su filosofía de vida y de muerte. Casi se quedan dormidos abrazados, ella con la cabeza hacia la ventana abierta, y el apoyando la suya en su regazo leyendo las etiquetas de los medicamentos sobre la mesilla de noche. Hasta los quince años, debía reconocerlo, no había pasado en su vida nada reseñable. De hecho, no había pasado nada; si no hubiera existido el mundo no se habría dado cuenta (tal vez sus padres sí, empeñados en construir no sé qué). Tampoco es que fuera algo extraordinario, a casi todos los chicos de su edad les había pasado lo mismo, y a los que les había pasado algo, eso había sido malo 8


y grave. Algunos de sus compañeros de clase querían madurar lo antes posible, pasar por todos sus retos para alcanzar el momento en el que pudieran disfrutar de todo lo que les estaba prohibido, que era lo que, a sus ojos infantiles, le daba el sentido a la vida de los mayores. No había que lamentarse por ella, él sin presumir tanto siempre parecía tener alguna amiga cerca con la que poder hablar de sus cosas y eso era mejor que todo. Pero tampoco era suficiente, y le causaba una gran perturbación no atreverse a la zambullida en el mundo real, porque él, como los otros aunque sin tantas alharacas, también lo deseaba. Su problema era que no se creía capaz de guardar sus propios secretos y tenía derecho a ello, tenía derechos a unos secretos inconfesables y otros vergonzosos, como todo el mundo. Pero, sin haberlo buscado, su había ido forjando en él una personalidad constante sobre la que debía reflexionar y modelar, hasta conseguirlo. Llega un momento en la vida de un adolescente en el que ya no pude seguir acumulando culpas. Esa situación los conduce a la depresión, la situación se convierte en desesperada si se aíslan y no buscan el apoyo familiar. Donajiú solía soltarse a hablar cuando se sentía agobiado o descubierto por alguna intimidad que guardaba con recelo; en ese momento, todos lo miraban con extrañeza y sabían que hablaba por hablar o por confundir, él a su vez, miraba a sus interlocutores sabiéndose expuesto a juicios malintencionados, y en el caso de que debiera seguir existiendo -lo que no estaba claro después de haber pasado el último año obsesionado con la enfermedad de Feiby y la muerte como amenaza-, la mentira debía continuar hasta preservar sus más íntimos deseos. Sólo en una ocasión habló con sinceridad de sí mismo, y fue en una conversación que tuvo con precisamente con Feiby, su mejor amiga y objeto de algunos de sus mejores sueños. Ella le preguntaba y el respondía, todo era natural y nada podía evitar aquella complicidad que abría sus corazones en una comunión próxima a la mística de aquella foto que Feiby tenía en su habitación: un atardecer en el Ganghes, la gente lavándose, los muertos flotando entre flores, llevados río abajo por la corriente. La mística del “vamos a morir”, ahora somos iguales; la confianza es necesaria. Tal y como él lo ve, es cierto, incluso aquella gente con la que se cruza en la calle y a los que no conoce, parecen escrutar sus movimientos, se giran y lo observan tratando de descubrir quién es, cómo se define, si representa un peligro o simplemente si lleva alguna mancha en el pecho que pueda descubrir qué ha desayunado o si ha estado llorando. Cualquier cosa vale para satisfacer tanta curiosidad. Feiby comparte su punto de vista, nadie parece tener suficiente con su propia vida, todos necesitan compararse y conocer cada nueva tendencia, la pregunta entonces era si a ellos, aún tan jóvenes, no les pasaba lo mismo. A decir verdad, no creerse con derecho a tener secretos decía mucho de él y Feiby tenía razón cuando afirmaba que eso se le pasaría si se decía a madurar. Esa circunstancia que lo volvía tan inseguro era precisamente lo que a ella le gustaba de su carácter. La delicadeza con la que se enfrentaba a sus problemas, intentando no romper nada, cuidándose de no molestar y contentándose si no conseguía solucionarlo era mejor que nada que conociera en otros chicos. En ese momento ella había dejado de ir a clases, pero en el pasado, aquel rasgo que lo hacía tan transparente, que lo confundía si intentaba disimular era una maravillosa oportunidad para la amistad. Y llegó el día que tanto habían esperado y temido, la sorpresa de una nueva aventura sexual entre los dos. Cuando más había deseado besarla, ella más se había alejado de él con forma de barreras y excusas. Pero, aquella vez no necesitó excusas, porque siempre era ella la que decidía la forma, la intensidad, los límites, el momento o si aplazaban los pormenores una vez más. No se oía ni un ruido, ni una voz en la casa y Feiby le pidió que posara desnudo para ella. Así pues, la primera en ponerse en situación fue ella, pero en un minuto él había dejado caer sus jean sobre la alfombra, había hecho volar su remera sobre la cama y se había bajado el slip hasta los tobillos, dejando al descubierto una incipiente sombra de pelo que intentaba cubrir su pene delgado y largo. Feiby hizo un gesto de agrado y se puso a garabatear con un carboncillo sobre un enorme cuaderno de dibujo. Inmediatamente él empezó a sentir que su pene se erizaba pero ante la orden de no moverse que su amiga realizó con energía, se quedó a la expectativa. Se daba cuenta de que se trataba de un nuevo juego para ella y de que él no conocía las reglas, debía esperar cada indicación, cada condición y cada sorprendente propuesta y no hacer nada que la pudiera enfadar. Feiby estaba recostada sobre la cama, vestida con 9


ropa negra y maquillada como si fuera el día de los muertos vivientes, él, de pie, no sabía muy bien que hacer con los brazos y las manos, y optó por recogerlos en la espalda. Ella le pidió que se acercara porque quería pintar su pene, lo que dicho así a él le pareció una extravagancia como parte de su rol de artista, y una tortura si se trataba de un juego. Lo mejor, bajo su punto de vista, hubiera sido estar con ella sobre la cama, besándose y acariciándose como otras veces -ella nunca le había enseñado su parte más íntima, pero le permitía tocarla sin sacarse los pantalones-, él podría terminar y ella esgrimir aquella sonrisa maliciosa que tanto le desesperaba, para esperar por tiempo ilimitado por otro de sus juegos. Pero no fue así, al contrario de lo esperado, aquella vez no le permitiría recostarse a su lado, simplemente permaneció de pie al lado de la cama mientras ella le cogía el escroto y lo levantaba examinando los detalles más curiosos, le tomaba el peso, separaba el bello y cogía el pene con dos dedos para acercar la cabeza y mirarlo concienzudamente. Y precisamente en ese momento, la madre de Feiby abrió la puerta de la habitación cargada de bolsas de los grandes almacenes y se quedó sin saber que decir, mirando la escena con la boca abierta. Feiby la veía sin mover la cabeza, con un simple giro de ojos y sin parecer importarle demasiado, pero Donajiú estaba atónito y se cubrió son ambas manos. La señora Feders cerró la puerta sin decir una palabra, pero Feiby le espetó que creía que debería irse y eso le hizo sentirse culpable, no tanto por como había sucedido todo, sino por el tono que ella empleó en esa última orden de la tarde. Con la misma rapidez con que se había desnudado, levantó su slip desde los tobillos, se puso el pantalón y la remera y salió disparado. No volvió a pensar en ello, y quizá debería sentirse preocupado por lo que pensara todo el mundo, hasta donde iba a correr la historia, si se trataría de un secreto compartido entre los tres o si la señora Feders se lo contaría a su marido, pero no lo hizo. Se dedicó a dar vueltas por el parque y a mirar a las parejas que pasaban abrazados besándose, y en un momento pensó, que por muy raro que le pareciera las cosas que pasan en el mundo debería de ir acostumbrándose. A diferencia de otros alumnos de su escuela, solía llevar ropa que no pertenecía al uniforme, en ocasiones por diferenciarse de aquello a lo que no se sentía tan próximo, otras veces porque sólo tenía dos piezas de uniforme y la colada no había secado a tiempo. Era provocador para muchos, sin que pudiera darse cuenta de cuanto llamaba la atención, sobre todo entre los profesores. Una desafiante actitud, bajo el punto de vista de unos, para él era un complemento de su realización personal. Podía encariñarse con unos zapatos rotos y llevarlos todo el curso aunque a cada paso le cayeran del talón, y habiendo empezado ese juego en el desorden, podía deshilachar el escucho del colegio que llevaba en la chaqueta, sobre el pecho, pretendiendo aquel desperfecto había sido causado por el uso. Sobre este extremo, debo señalar que le llamaron la atención en varias ocasiones, pero como el curso avanzaba y nadie sabía si el siguiente año iba a seguir con ellos, se iba aplazando. Después la inminencia de las vacaciones de verano terminaban por hacer desistir a aquellos que lo habían amenazado con una falta de orden, y se salvaba a pocos días de acabar el curso, lo que se dice por los pelos, de que convocaran a sus padres para una entrevista con el tutor. Sin embargo, a pesar de todas esas preocupaciones, Donajiú era un buen chico, capaz de enternecer a cualquiera que lo sepa ver en su esencia. Todavía se aferraba a su inocencia pero había en él una necesidad de rebeldía. En absoluto había pensado en hacer daño a nadie, esa actitud negativa iba, en realidad, contra todo lo que le obligan a hacer como si aún fuera un niño. Naturalmente que intentaba cumplir con sus deberes, pero sin dejar de protestar. Tal vez fue por esa inocencia que no terminaba de arrancar que su padre le pidió a Jessy, quería que se lo llevara de juerga a un bar de carretera antes de empezar el nuevo curso y justo después de que cumpliera los dieciséis.

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2 La Persuasión De Un Reflejo Donajiú tenía presente el recuerdo de la primera vez que había visto a Jessy, grabado como un acontecimiento de suficiente importancia en su vida. Había sido unos años antes y Jessy acababa de mudarse, así que llamó a la puerta de sus vecinos para presentarse, y abrió un niño que no debía de tener más de diez u once años, estaba solo en casa y Jessy le dijo que volvería en otro momento que estuvieran sus padres. Donajiú se quedó allí, sin moverse, con la puerta en la mano viendo como se alejaba en dirección a su propia puerta al otro lado del rellano. No era una sensación de abandono porque estaba acostumbrado a estar solo, pero le hubiese gustado hablar un poco con aquel tipo. Lo miró dar la vuelta y exhibir una enorme espalda esculpida en algún gimnasio de barrio, caminar son el aplomo de un marinero y no mirar atrás. Guardaba en su memoria aquel momento porque con el tiempo se habían hecho buenos amigos y porque a partir de entonces, cuando sus padres no estaban y se lo encontraba en la escalera, tenía con quien hablar. Para un niño de once años, un chico independiente y sacando adelante todos sus deseos, era como un modelo. Creía entonces que Jessy tenía todo lo que un hombre podía necesitar. Además de eso, le contaba todo tipo de aventuras y tenía una moto, lo que acaba de estimular su imaginación hasta convertirlo en un héroe juvenil. Donajiú estaba totalmente convencido de que al llegar a casa encontraría a sus padres cenando y que podría deslizarse hasta su habitación sin llamar mucho la atención, pero Jessy estaba invitado a cenar y había llevado a un amigo. Y no sólo se estropearon sus planes de poder pensar en todo lo acontecido aquella tarde, sino que lo llamaron para que cenara con ellos, porque según dijo su padre ya era un adulto. Betty parecía muy ocupada en convencer a Reburns en que preparara la ropa del trabajo porque al día siguiente se acababan las vacaciones y creía que él aún no lo tenía muy asumido, y como era habitual, se quedaría dormido. Reburns estaba concentrado en una interesante conversación con Jessy acerca de las habilidades de su hijo para la mecánica, pues según dijo, nada le gustaría más que tener en casa a alguien que le arreglara el coche sin tener que llevarlo al taller. Jessy, que se había atrevido a recoger y llevar lo platos a la cocina, se dio la misma prisa en responder que le parecía un chico muy espabilado, como en preguntar donde estaba la cafetera. Esta familiaridad era tan normal entre ellos y tanto Jessy como el resto se sentían tan cómodos, que estas cenas se repetían con cierta frecuencia. En la etapa más simple y corta de la vida de un hombre, toda la niñez y parte de la adolescencia, es difícil si todo transcurre en un orden, que uno mismo se pueda inclinar por lo salvaje hasta vivirlo. En el caso de Donajiú, además, se plegaba fácilmente cuando necesitaba algo, desde un poco de afecto, un pacto de libertad, una merienda inesperada o una libreta para el colegio. Nada de lo que conformaba esta forma de ser tan floja era lo que parecía, porque su carácter era recio, a pesar de las apariencias. Le costaba poco renunciar a sus caprichos, pero del mismo modo, no le daba importancia a doblegarse por cosas sin importancia. Así que cuando Jessy lo invitó a salir un día a festejar su mayoría de edad, comprendió que aquello había sido pactado con sus padres de antemano y, aunque no le gustó la manipulación que se cernía a sus espaldas, aceptó. En otra ocasión Reburns había hablado de l preocupación que sentía por su hijo y la impresión que tenía de que no maduraba con la rapidez necesaria. Habían dejado el tema por un tiempo, pero el desasosiego que el padre sentía por no ver crecer a su hijo como era su deseo, había vuelto a ponerse de manifiesto. Al principio, Jessy se horrorizó, porque pensó que quería que lo llevara a un club de alterne, y teniendo en cuenta que el chico era menor y que la madre no sabía nada de aquellos planes, pensó que aquello podía llevarlo fácilmente a la cárcel. En aquel punto de la 11


conversación, Jessy no pensaba más que en disimular su terrible turbación al pensar que tal vez no conocía los insondables desequilibrios de la mente humana, ni siquiera en las personas que creía conocer bien. Le desagradó la imagen de un joven de apenas dieciséis intentando desenvolverse con naturalidad entre mujeres que lo intimidaban. Intentaba digerir aquella conversación con el recuerdo de algún otro joven forzado por su padre a ir visitar a algunas de aquellas chicas y que terminó en urgencias con una crisis de ansiedad. Al final, todo quedó en que lo llevaría a tomar unas cervezas para celebrar su cumpleaños y que tal vez podría presentarle a algunas amigas. Poco tiempo después estaban en una cervecería que Jessy frecuentaba y las amigas de Jessy, que eran muy cariñosas, se habían enternecido con el muchacho y jugaban con él una partida de dardos. Los dos estaban plenamente convencidos de que al llegar de vuelta a su casa, Donajiú encontraría a sus padres durmiendo y por la mañana se encontraría recuperado y que no tendría que dar muchas explicaciones. Fue por esto que se tomó una cervezas y no le sentaron nada bien. Pero no solamente iban, sus padres, a notar su estado, sino que se pasaría la noche devolviendo, no se levantaría hasta mediodía y un terrible dolor de cabeza le impediría comer aquel día. El señor Reburns tuvo que confesar a su señora el plan urdido por él mismo para la celebración del cumpleaños de su hijo, pero le quitó toda importancia. Como en unos días, el chico recuperó su vigor habitual, todo se quedó en un susto, pero lo cierto es que en su cabeza no dejaba de darle vueltas a la idea de que su vida tenía que dar un paso adelante y liberarse del estricto control parental, aunque pareciera que, en realidad, no era su padre el que ejerciera ese control. Para llegar a entender el secreto del padre, no pude entrar en los detalles, aún sabiendo que eso es lo que muchos esperan de las partes más escabrosas de las historias. No, porque visitar a aquella chica a escondidas, fuera sólo una traición, sino porque no me parecía muy sano entrar en ellos, además de que, como ya habrán adivinado, nadie puede hacer otra cosa que imaginar aquello en lo que no ha sido protagonista y eso es suficiente para saber parar a tiempo. En parte por un anticuado sentido del decoro, en parte porque el amarillismo siempre me ha parecido deplorable, creo que lo más conveniente es contar la historia del muchacho sin recrearnos en los pecados de los padres, si ben es necesario exponerlos. Tenía que llegar un momento en su recién estrenada pubertad en que pudiera demostrar lo que valía como adulto, llenarse de orgullo y exigir respeto por su aún débil reputación. Hasta no hacía tanto era un chico obediente, se dejaba sacar a pasear como un perrito y aceptaba las condiciones de los mayores sin preguntas. Después de su fiesta de cumpleaños estaba preparado para comenzar un nuevo curso con algo que contar que asombraría a todos, pero no lo haría, se lo guardaría para sí, sin que los otros pudieran comprender por qué tenía aquella mirada de estúpida superioridad. En ocasiones había pensado en pasar la noche fuera de casa sin previo aviso, pero eso preocuparía mucho a sus padres y no tenía prisa, era algo que empezaría a hacer de forma natural en un tiempo no muy lejano. Desde luego que si Feiby se lo pidiera se quedaría a dormir con ella y no llamaría a casa para pedir permiso (sobre todo porque conocía la respuesta). Hay oportunidades que no se pueden dejar escapar, y aquella muchacha, a pesar de su debilidad, lo tenía completamente dominado. Su cabeza daba vueltas y vueltas intentando retener una libertad que, en realidad, aún no había llegado. Al despertarse una de aquellas mañana a la vuelta de sus vacaciones en el camping, sus padres ya se había ido y estaba solo en casa. Desayunó unas galletas y un poco de leche. Apenas podía abrir los ojos con claridad y le costó mantenerse sentado mientras rompía las galletas y las sumergía en el líquido blanco. Sus pensamientos iban de Feiby a Charo y sus comparaciones eran de una infamia que no me parece adecuado comentar, dado que en aquellos últimos días estaba obsesionado por los pechos femeninos, y esa obsesión era cambiante en las partes del cuerpo que observaba y miraba fijamente hasta llegar a molestar a las chicas. Es muy posible que en esta ocasión, la elección de los pechos como parte preferida de las mujeres tuviera que ver con el recuerdo de Charo en bikini y la abultada resolución de su sexualidad a pesar de su edad. En aquel momento de su vida, no había nada más interesante que las mujeres, y, en su defecto, las jovencitas que eran sus compañeras de 12


clase y que estaban a punto de serlo. Y eran lo más interesante del mundo, en la medida que ninguna otra cosa podía ser más excitante, representar una ocasión mejor para madurar y aprender y, al mismo tiempo, llenarlo de ilusión por el resto de cosas que la vida le ofrecía, dado que a su edad la vida lo ofrece todo, mientras que a edades avanzadas, todo lo niega. Esa situación personal que le conferían sus obsesiones repercutían en todos y cada uno de sus movimientos y en el seguimiento que su madre, sobre todo, hacía de ellos. Tal vez se trataba de una oportunidad para imaginar acerca de otros cuerpos y así alejarse de de su cabizbajo adolecer habitual. No podía negarse cualquier momento de alegría ya que en su vida todo estaba tan medido que eso le era muy necesario, y se abandonaba sin remordimientos a sus imaginaciones. Esa mañana, salió a dar una vuelta por el bloque de casas del final de la avenida, pues no iba a tener oportunidad de hacerlo cuando empezaran las clases, pero al final se llenó de atrevimiento y se fue en bus al otro lado de la ciudad. Y en lo que se refería a volver a ver a Feiby, mejor dejaba pasar un tiempo antes de volver por su casa o tal vez lo recibiera su madre a golpe de escoba. De manera que dejó la taza de la leche en el fregadero y se precipitó dentro de un día soleado, entre todas aquellas personas que iban de un sitio a otro mecánicamente y el tráfico denso con forma de monstruo humanizado. Había unos chicos jugando jugando a basket en una cancha anexa a un colegio cerrado y se sentó en un banco para ver si había alguno realmente bueno o todos eran tan mediocres como él. Uno de los chicos se torció un pié al apoyarlo después de un salto acrobático y se hizo tanto daño que se retiró hasta el banco en el que él se encontraba. Se acercó cojeando y se sentó a su lado haciendo todo tipo de muecas, sudaba, y parecía sufrir también por el cansancio pues era un poco gordo y respiraba con dificultad. Donajiú se estiró ligeramente y comentó que a pesar del sol, que caía plano sobre ellos, por la mañana aún se podía jugar porque se conservaba algo de fresco, pero el otro no contestó. Se quedaron mirando la evolución del partido y durante aquel tiempo, el muchacho lamentaba cada canasta del equipo contrario haciendo ruidos, gruñidos y bufidos, como si se tratara de la final de la copa de Europa. Alrededor de quince minutos más tarde, miró algo que lo paralizó, caminando por la acera en la que se encontraba, justo a su izquierda unos metros más allá, iba su padre acompañado de una muchacha a la que doblaba la edad. A Donajiú hacía rato que ya no le interesaba el partido, pero aunque así no hubiese sido, su atención hubiese quedado totalmente cautivada por lo que acababa de ver. Vaciló un momento y luego se irguió como si su presencia pudiera resultarle incómoda a Reburns y eso fuera a ocasionar algún problema. Su padre y aquella chica caminaban en dirección a él, pero no lo habían visto, iban hablando y su padre señalaba algo al otro lado de la calle, algo posiblemente intrascendente, pero que le hacía pontificar como si cada palabra que pudiese decir a la chica le fuese a parecer mejor que una conferencia. Tenía ganas de rascarse la cabeza pero no lo hizo, se removió una vez más en el banco de madera mientras el muchacho a su lado se levantaba y se iba cojeando. Todo aquello lo llenaba de cuestiones que le gustaría solucionar, preguntas sin respuesta que nunca se iban a realizar. Entonces, al llegar a su altura, se pararon lentamente a su lado, y Reburns preguntó sin gana, ¿qué? ¿viendo el partido?, y su respuesta fue lacónica, sí, dijo mirándolo mientras su padre se alejaba. Los dos eran partidarios de las conversaciones cortas y a los dos les gustaban las personas de pocas palabras, por eso todo fue tan normal que asustaba. Entonces, Reburns, como si hubiese encontrado un inconveniente que debiese resolver antes de seguir con su día, se detuvo unos metros más allá y dio la vuelta, se dirigió a él y en voz baja para que la chica no pudiera oírlo añadió, “de ésto, a tu madre, ni una palabra”. Y eso fue todo, se perdió con su amiguita al final de la calle y Donajiú quedó muy confundido, y no sabía si debía estar contento por tener, al fin, un secreto que compartir con su padre. Estaba convencido de que en cuanto su madre se parara un minuto a mirarlo fijamente a los ojos, descubriría que le ocultaba algo. Pero no solamente no desconfió de que algo pudiese estar pasando a sus espaldas sino que ni siquiera reparó en él. Estaba demasiado ocupada atendiendo el teléfono porque una de sus amigas había tenido problemas con su novio y necesitaba consejo, así que Donajiú cenó a toda prisa y desapareció en su habitación, aunque todos sabían que era un poco 13


temprano para irse a dormir. Posiblemente, Reburns tendría menos problemas para mantener ocultos sus secretos y apenas habló con él durante la cena, pero cuando se levantó para retirarse a descansar, le guiñó un ojo y sonrió. Le pareció una sonrisa floja, desinflada, sin vigor ni la complicidad que pretendía, una sonrisa de perro fatigado y sin solvencia, así que le devolvió una sonrisa de resignación, que era lo menos que podía hacer en tales circunstancia; después de todo y aún con aquel desagrado en el cuerpo que no se le iba, se estaba mereciendo la confianza de un adulto de esos que se creen señores, en el mejor de los casos. Saber callar iba a ser un arte al que nunca se iba a acostumbrar, ni siquiera, en el futuro, sería capaz de asumir que era una buena forma de evitar problemas o de prosperar en la vida. Deberíamos intentar comprender que en estos sórdidos sucesos de juventud, Donajiú no pertenecía a las directrices de ninguna moral, no se dejaba pertenecer por ninguna forma ordenada de pensamiento y, si eso fuera posible, desearía no pertenecer al mundo. No había fórmulas ni artificios ingeniosos para escapar de algunos tristes compromisos, y en situaciones similares o se encogía, o reaccionaba violentamente, así era la juventud en sus descubrimientos. En su caso, no solía mostrar fácilmente su mal carácter, sino que evitaba las pendencias y discusiones, pero aquel principio de curso fue diferente. Como, a pesar de su desparramada reputación, se aficionó aún a fumar y juntarse con los chicos con más problemas, no sólo dio un recital de peleas y conflictos, sino que intentó engañar a los profesores con mentiras y teatrales actuaciones, acerca de su salud y su equilibrio mental. Él creyó entonces que todos los alumnos lo respetarían por sus atrevimientos, pero ya cada cual tenía sus propios problemas y no reparaban tanto en sus denuncias y sus proclamas en favor de una pretendida justicia perdida en el orden mundial y en su caso en particular. Ésta acérrima maniática nueva inspiración que lo transportaba enloquecido contra el orden establecido, contrastaba con su comportamiento en su casa, en donde mantenía su carácter más sumiso y colaborador. Sabía que, él mismo estaba provocando un desdoblamiento de personalidad y que las dos le pertenecían, y de las dos, que con tanta frecuencia mostraba, tenía algo que se había enraizado en su alma, sin considerarse por ello una persona falsa o fingida. Por consiguiente, no pudo echarle toda la culpa de su expulsión a aquel muchacho, al que calificó de cobarde chivato -como si falta de valentía, o el miedo a sufrir un castigo doloroso nos hiciera peores personas por contar todo lo que sabemos o hemos visto-, cuando en la oficina del director se explayó a gusto acerca de quién había sido el autor intelectual de los encuentros de fin de semana con chicos de otros institutos para zurrarse a gusto.

3 Tormenta De Bisagras En El Llanto Del Diablo Betty intentaba convencerse de que el engaño de su marido era algo pasajero, se decía que aquella chica era demasiado joven para él con el único fin de evitarse más sufrimiento y cabreo del que ya tenía. La imaginación jugaban esta vez en su contra y cada nueva imagen suscitaba la toma de decisiones que no iban a ser buenas para nadie. Cada mujer tiene una forma de enfrentarse a los maridos díscolos y algunas les imponen condiciones de vida muy difíciles que les lleva a ellos a ponerse en la posición de tomar una determinación que termine con el silencio, comer solos, dormir en el sillón o llegar a casa y encontrarla vacía sin saber a dónde a podido ir su mujer. Desde el 14


primer momento, Reburns sabía que se había metido en un buen lío y que aquello iba a durar aunque dejara de verse con la chica. Todo había cambiado, la vida no era la misma y su mujer parecía una desconocida, pero sobre todo él, que ya no podía expresarse abiertamente y con su espontaneidad habitual esperando que todos le creyeran y confiaran en él. Nada de su affaire le había resultado conveniente, hablando de forma general sobre cómo había influido en su vida. La chica -sigamos llamándola así-, ya no parecía el adorno inocente del principio y sus juegos tampoco resultaban tan divertidos. Se había alejado mucho de ser aquella tentación sin consecuencias y vista de cerca, la magia de lo prohibido desaparecía bajo el remordimiento. Se había reído mucho con ella, eso sí, lo que en aquel momento echaba mucho en falta, en todo lo demás, no había relación alguna con todo lo que él siempre había buscado en una mujer que, a su vez, tuviera que ver con lo que siempre había querido en la vida. Un par de años antes de esta terrible desavenencia con Reburns, él había regalado un gato negro a su mujer, un gato feo y flaco que tenía una orina fuerte que les llevaba a ocuparse de su caja de arena con frecuencia. Todo el mundo sabía que, a pesar de tener un ojo ciego y haber perdido parte del pelo del lomo en un incendio, Betty le había cogido un cariño extremo y podía dejarse ver en el parque con el animal al que no soltaba de sus brazos. Esa conducta la había llevado a discutir con otros vecinos que llevaban sus perros sueltos y no abría permitido en ningún caso, que uno de aquellos feroces animales le hiciera daño. Es por estos antecedentes que comprenderemos sin demasiadas dificultad, que en el momento que renunció a amar a su marido, además del amor que pudiera profesar a su hijo, se volcara incondicionalmente con el gato tuerto. A decir verdad, tampoco Donajiú fue ajeno a su conducta, que por otra parte, si bien se pensaba, parecía una consecuencia lógica de cuanto había querido al gato desde siempre. Esta situación se demoró tanto que los dos renunciaron a volver a tener una vida conyugal normaliza, compraron camas separadas y desde entonces se dedicaron a aparentar que todo seguía su curso a pesar de las dificultades. En este extremo, no es difícil comprender que Reburns renunciara a sus juegos enamoradizos y sentimentaloides, pero no lo hizo a ausentarse sin motivo y fomentar su afición a la bebida y a los bares de toda la ciudad. A decir verdad, su carácter cambió tanto que ni su propio hijo lo reconocía, y aunque intentaba pasar desapercibido, nadie podía ser ajeno a las idas y venidas de su sombra seguida de sus pies pesados y su torpe andar. Le habían reducido la jornada en el trabajo, y por lo general disponía de tiempo suficiente para dar vueltas y vueltas sin demasiado sentido por las calles del centro. Su carácter había cambiado tanto que ahora apenas podía decir que se sintiera feliz por nada que sucediera a su alrededor y su aspecto era casi siempre rayando el abandono. De modo que con aquellos que lo habían conocido en tiempos mejores y que creían saber (sin poner en duda sus sospechas), que estaba intentando controlar la debilidad y los problemas que le suponía enternecerse ante una cara bonita, prefería ser amable y condescendiente, que someterse también al ridículo de no aceptar sus críticas. Se había vuelto una pantalla fría e impersonal porque esa había sido la única salida que Betty le había dejado: vivir bajo el mismo techo pero dudar de que seguían siendo una familia. Disimulaba ante ella, haciéndose pasar por un hombre de mundo capaz de soportar cualquier cosa, fingía ante todos haciéndoles creer que sus preocupaciones eran de otra naturaleza y se engañaba a sí mismo creyendo que era capaz de reconducir una situación semejante. No sabía que lo que le producía aquel desasosiego era la idea de volver a casa. En su inmenso cansancio, apenas distinguía las puertas y el número de escaleras y pisos. A veces, había bebido tanto, que no veía más que sus párpados que se cerraban y se quedaba un rato sentado en el banco del parque soñando con otras latitudes. No tenía en absoluto, nada que reprocharle a aquel animal, al que de pronto le cogió una inesperada manía, como si fuera fuente de una parte de sus padecimiento, un sustituto o como si el consuelo que constituía para su mujer cuando lo acariciaba no estuviera convenientemente justificado. Reburns, en un ataque de ira, lo tiró por la ventana y lo estrelló contra el pavimento entre la mirada atónita de los conductores que lo vieron volar. El gato se llamaba Hugo. 15


Pasaban los días y todo iba a peor, nadie parecía capaz de mostrar el camino de vuelta al equilibrio y nadie parecía capaz de ofrecer a Donajiú un mínimo consuelo en la deriva de su juventud problemática. Reburns afirmó en una reunión familiar a la que también asistió Jessy, así como la madre de Betty, que estaba de paso por la ciudad, que si todos hubiesen tenido la imaginación menos calenturienta y le hubiesen dado una oportunidad para poder demostrar que, en realidad, no había sucedido nada de lo que arrepentirse con aquella chica, las cosas no habrían llegado tan lejos. Desafiante calculaba que podría seguir sintiéndose muy orgulloso de sí mismo y no daba un paso atrás en lo que se refería al equívoco del que era víctima. Pero no le habían dado ni una oportunidad, y añadido a eso, constatar que su suerte le era desfavorable y que parecía que ya nunca iba a volver, lo hacía todo aún más difícil. Y como la imaginación de todos parecía ser como era, según se ha visto, las camas separadas y la vida en “guerra fría” parecía pasar a formar parte de la normalidad. Todos parecían sospechar que había sido Reburns quien arrojara al gato por la ventana, pero él nunca lo dijo, ni siquiera cuando escuchaba a su hijo especulando acerca de lo increíble que le pareciera que pudiera volar hasta el medio de la calzada, y añadía, “debe ser que planean como las ardillas”. Aquella situación familiar no era agradable para Donajiú que salía de casa con más independencia. Era como si su madre ya no tuviera tanto interés en sobre-protegerlo, o si las decepciones la hubiesen llevado a renunciar a todo lo que se exigía y exigía a los demás. Vivían en una pausa de objetivos, de sueños y de pretensiones; una pausa que con el tiempo podría llegar al derrumbe. En aquellas escapadas que lo llevaban a volver a media noche sin ningún reproche por parte de sus padres, Donajiú volvió a visitar a Feiby, se presentó una tarde sin avisar y se mostró muy tímido porque le abrió su madre. Feiby tenía otro amigo que estaba sentado al lado de la cama; ella tenía mal aspecto, había adelgazado y sus ojeras eran sombras pronunciadas que abarcaban lo mejor de su cara, sin embargo, sus ojos parecían haber crecido y miraban con inocencia y miedo. Se alegró de verlo y le presentó a Jarvey, que saludó tocándose la frente como los militares se tocan la visera de la gorra o algo parecido. Había una silla vacía y se sentó comprendiendo que algunas cosas habían cambiado. Tal vez Feiby ya no se levantaba de la cama y tal vez ya no lo hiciera nunca, y esa idea lo asustó. Sentado en la silla, dejando caer la tarde, debió quedarse dormido y si Feiby y su amigo hablaban, lo hacían en susurros. Creyó despertar y mirar a su alrededor pero es posible que siguiera durmiendo. Todo parecía normal pero no era así, a pesar de la oscuridad en la que se había sumergido la habitación, nada se movía, a sus amigos, no podía ni sentirlos con vida, ni siquiera oírlos respirar. Se acabaron los cuchicheos, las miradas de reojo y las desconfianzas, se habían convertido en estatuas de sal. Si hubiese sucedido algo a continuación, algo como que Feiby pidiera un poco de agua, o como que Jarvey se levantara y anunciara que era tarde y que se iba, su recuerdo hubiese sido más real y por lo tanto tener más elementos que le pudiesen hacer distinguir si lo había soñado o no. Volvió la modorra y se fue apagando de nuevo, cerrando los ojos lentamente y cambiando a un sueño que ya no parecía real. Cuando por fin se despertó, entonces sí, Jarvey se levantaba y se preparaba para irse. El anunció que sí, que se había hecho muy tarde y se dispuso a salir también. Feiby, a pesar de su debilidad argumentó, “me ha alegrado verte, aunque vengas a mi casa a dormir”; se rieron y prometió que la próxima vez le contaría alguna anécdota divertida porque, como ya habían acordado en alguna ocasión, el mundo estaba muy loco y la gente hacía cosas muy locas. Un día, Jarvey se puso en contacto con él porque Feiby le había dicho que escribía poesías y quería incluirlo en una revista escolar. Estaba muy interesado en su trabajo porque le era difícil encontrar estudiantes con esas inquietudes y un mínimo talento: en eso también se fiaba de lo que ella le había dicho. Donajiú se sentía halagado. Aquel muchacho era buen estudiante y por lo que parecía estaba especializado en bellas artes, había conseguido que le imprimieran la revista en el instituto y sólo tenía que entregarla enmaquetada. Donajiú no solía mostrar sus poemas, de hecho, creía que no mas de tres o cuatro personas podían haberlos leído en alguna ocasión y eso había sido 16


debido a su timidez. Tuvo que emplearse a fondo para encontrar algunas que no parecieran canciones de Hip Hop. Estuvo algunos días corrigiendo y escogiendo, se dejó influir por la opinión de Feiby y releyó algunas de aquellas cuartillas que casi había olvidado por completo. Era indudable que se lo tomaba en serio, aunque nunca había considerado que lo que escribía fuera tan bueno como para ser publicado. En realidad, no decirle a sus amigos que había sido expulsado de su colegio y que se dedicaba a holgazanear todo el día sin que a nadie le importara, tuvo mucho que ver con que, al fin, publicaran algunos de sus poemas en la revista escolar. Durante los últimos años había sentido verdadero temor a ser descubierto, a que alguien pudiese encontrar sus diarios o leer sus poesías, ese era entonces su secreto mejor guardado, y ahora ver aquellos poemas en papel le parecía lo único que podía salvar aquel año ruinoso. Es posible que hubiese algo de vanidad en ello, de considerarse mejor de lo que era, o de tener alguna vieja aspiración infantil, pero una cosa estaba clara, lo que detestaba era hacer las cosas por costumbre y en publicar unos poemas no había nada de eso. Algunos vecinos decían de él que no tenía nada bueno, que no servía para estudiar, que le daba problemas a sus padres, que era violento y desagradecido, que se trataba de un inadaptado y terminaría por convertirse en un frustrado, resentido incapaz de evitar un estruendoso fracaso. Se estaba encasillando y parecía transparente como un suspiro. A pesar de ser incapaz de mantener una mentira, sí que podía mantener un silencio y eso lo salvaba y le proporcionaba la habilidad para perder unos secretos, pero también tener otros nuevos. Jarvei, así se lo demostró, tenía una alta opinión de él. Lo tenía por una persona sensible, solidaria, amable y capaz de una profunda amistad -y esto último no era fácil de encontrar entre jóvenes lanzados a competir por las cosas más extrañas-. A partir de tal situación, le resultaba imposible contarle a Feiby lo de sus peleas y la expulsión de su colegio, lo cual no parecía sacar lo mejor de él y se interponía en el tipo de sinceridad que los había caracterizado en el pasado. Se dijo que ya se sinceraría con ella más adelante y mientras, podía dejar que Jarvey le tomara algo de distancia también en eso, a quien, por cierto, a pesar de su sabionda exposición de las cosas, no era capaz de encontrarle un defecto y eso le preocupaba. A parte de lo anteriormente expuesto, a Donajiú no le importó demasiado abandonar el colegio. Ni siquiera, el grave golpe que sufrió su madre al tener que ocultarlo y pretender que todo seguía igual, pareció conmoverlo. Hasta donde podía recordar, a ella no le vino mal aquella vuelta a realidad, rebajó el nivel de sus excentricidades al dejar de presumir en la tienda de la esquina, al no volver a ponerse algunas ropas más propias de una recepción real que de una vida de barrio y al cambiar incluso su voz y sus expresiones; además, dejó de ser la persona exigente protestaba para mantener una imagen de sí misma que no la ayudaba -los exigentes lo son porque guardan secretos, esconden capital no declarado o tienen trastornos de personalidad-, y, en fin, asumió que los exigentes no le gustaban a nadie y menos si pretendían pertenecer a una clase superior. Por cuanto hasta aquí podemos saber así como por cuanto podemos imaginar, las circunstancias que se cernían sobre Betty y su familia lo cambiaron todo, también sus más profundas convicciones. No parecían las mismas personas, aunque intentaban mantener las apariencias, y se iba descubriendo que lo de sus pretendidas aspiraciones a salir de su clase, ya no había una sola posibilidad de que se pudiera producir, y, posiblemente nunca había existido -si dejamos a un lado ese vicio tan ordinario que es jugar a las loterías, a las que, por otra parte, tampoco eran aficionados-. Eran una familia trabajadora de clase humilde, venían de familias trabajadoras y su hijo, a pesar de los esfuerzos económicos por pagar un colegio privado, iba camino de arruinarse la vida por ser incapaz de encontrar el lugar en el que encajaba socialmente. Todo se había complicado, su vida iba perdiendo sentido y el futuro no le ofrecía ni una posibilidad, ni una sueño por el que luchar ni una esperanza que lo contuviera. Había vuelto a visitar a Feiby y su estado lo alarmó, se fatigaba al hablar y tosía con frecuencia. Se sentó como era habitual en la silla cerca de la ventana y pensó en todo lo que se derrumbaba sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Tenía miedo, cualquiera en su situación lo tendría, ni siquiera lo consideró un secreto. Feiby había expresado su deseo de morir en casa, no quería que la fueran cortando a trozos 17


ni nada parecido. Pero, la mayor parte de los enfermos eran trasladados de urgencia cuando los familiares no sabían que hacer para contener sus dolores; en esos casos ya no los intervenían porque era del todo innecesario. En cuanto a la planta que le tocaba si quería trasladarse, él podía imaginar el panorama de tristezas, lamentos y desesperanza, y no creía que pudiese visitarla allí. Posiblemente, tampoco le dejarían visitarla en su casa llegado el momento de la peor parte de la enfermedad. Si Dios no intervenía no tenía ni una posibilidad, y Dios no iba a intervenir, eso era seguro, aunque, para ella era un consuelo tener a quien recurrir y con quien hablar de su resignación -si bien sabía que Él nunca le contestaría-. A pesar de todo lo expuesto, los padres eran optimistas. Cada vez que salía, la señora Feders le hablaba de lo bien que progresaba su hija, o al menos, eso era lo que los médicos le habían dicho, de las posibilidades de nuevos fármacos y, como última posibilidad podía salir a operarla al extranjero, pero al parecer, se lo había desaconsejado porque aquí había tan buenos médicos como allí. Él la escuchaba con serenidad, y no lo iba a decir, pero se sentía muy asustado. Feiby murió en Enero, hacía un frío capaz de congelar los mejores sentimientos y el entierro se hizo rápido y, después de lo pasado en una larga enfermedad, sin ánimo para seguir sufriendo. Aquel día, Donajiú se enteró de que Feiby había tenido un amigo con su misma enfermedad y que se acercó a saludar a la señora Feders; cuando alguien a quien conoces se muere de la misma enfermedad que te afecta, debe ser como si tú mismo empezaras a morir, a pesar de cualquier consuelo. Se veían de vez en cuando, pero Donajiú no supo nada de él hasta que alguien lo señaló en el entierro y, en la distancia, hizo un comentario triste acerca del aspecto demacrado de aquel muchacho. Al terminar la ceremonia, Jarvey y él salieron juntos y pararon para tomar alguna bebida en un bar, no tuvieron que andar mucho porque Jarvey conocía aquel lugar y lo condujo con una seriedad propia de un adulto. Fue una gran ayuda porque le ayudó a no seguir pensando en todo lo triste que acababa de suceder, tomaron cerveza a pesar de que no estaban muy acostumbrados y or primera vez, se sintieron como adultos de pleno derecho. Al acabar aquella tarde, hicieron una locura que nadie hubiese esperado de ellos, cogieron un tren y se fueron a un pueblo que estaba en fiestas, no más de media hora de viaje, lograron divertirse pero perdieron el último tren de vuelta y pasaron la noche fuera. Lo más sorprendente fue que a su vuelta, nadie le preguntó nada, su padre se había ido a trabajar y su madre apenas reparó en él cuando entró por la puerta y se echó a dormir hasta mediodía. Había un dolor que no se expresaba, que se pegaba a sus vísceras sin terminar de manifestarse del todo y salir de su cuerpo como un estallido, miserablemente escondido para volver cuando menos lo esperara. Unos días después, sin saber por qué ni cómo, se acostó temprano y se quedó mirando al techo recordando los buenos momentos que había pasado contándole sus cosas a Feiby, la única persona en la que había confiado algunos asuntos escabrosos. No le dio tiempo a aconsejarle sobre su futuro, ni a sorprenderse de su expulsión y el rasgo violento que tomara su vida al creer que podía solucionar sus problemas zurrándose con otros estudiantes -es posible que pensara que eso quitaba relevancia a otras cosas que iban mal en su vida y que dolían de forma permanente como un ahogo-. Aquella noche, apenas una semana después del entierro, lloró tapándose la cara con la almohada para que sus padres no oyeran su llanto, por la mañana se levantó con los ojos muy hinchados y más desamparado que nunca. Betty empezó a sentir una incontrolable impaciencia aquel enero, le había sucedido alguna vez en el pasado pero nunca había durado tanto, después de dos semanas de mantenerse en la crisis, seguía creyendo que su vida nunca iba a mejorar. En esos casos, no se limitaba a compadecerse de sí misma, sabía que indefectiblemente esa situación la llevaría a comer sin control intentando mitigar tanta ansiedad. Podía sospechar el origen de sus inseguridades pero no se atrevía a hacer un drama de ello como si tuviera pruebas irrefutables. Con la excusa de nuevos recortes en su empresa, Jessy empezó a pasarse a media mañana y ella lo invitaba a tomar café y comer algo, lo que el vecino agradecía haciéndole todo tipo de bromas. Él no podía rechazar tanta amabilidad y el carácter familiar que siempre habían tomado aquella forma de relacionarse con sus amigos. Por lo regular, las relaciones de amistad entre hombres y mujeres siempre son más complicadas, 18


aunque, por supuesto, existen honrosas excepciones, las relaciones entre hombres son más simples y las relaciones entre mujeres son subterráneas, o al menos así lo veo. En aquel tiempo, Jessy parecía vivir sin demasiadas preocupaciones, como si hubiese tomado la determinación de dejar que todo lo malo que le pasara tuviera el camino libre, sin oposición por su parte. No abría la boca para manifestarse en contra de aquello con lo que no estaba de acuerdo, ni siquiera en temas triviales de conversaciones de bar. En su caso, esa laxitud desbocada, iba apeando de sí cualquier impedimento moral o regla impuesta por una equivocada educación, que pudiera ponerle las cosas aún más difíciles de lo que las tenía, lo que no era poco. No es trivial que después de grandes esfuerzos y sufrimientos, mucha gente adopte esta postura ante el desamparo y la soledad. Su vida era un relato de fracasos y consecuencias, pero a pesar de lo duro que se había vuelto su corazón, deseaba, en los momentos que precedían a sus horas de aislamiento, se querido por sus amigos, que desaparecida su familia, era lo único que le quedaba. Había sido Reburns, con sus traiciones el que empezara todo aquello, y si en otro tiempo, Betty habría rehuido estar a solas con otro hombre en casa, ahora lo consideraba natural. Parecía esperarlo a la hora que Reburns nunca estaba en casa, y miraba llegar a Jessy con satisfacción y tranquilidad de espíritu. Sosegadamente lo miraba sin dejar de pensar en como le iba pasando la juventud sin sentido. Aquello duró más tiempo del deseado y cada día que Jessy aparecía, ella posponía cualquier tarea por estar con él. Con las rodillas juntas y la espalda erguida esperaba que se sentara a su lado en el sillón de la sala, porque la mesa de la cocina ya se les quedaba incómoda para sus largas conversaciones. Lo que pensaba Jessy de aquello nadie lo sabrá nunca, o, posiblemente no pensaba nada en absoluto, se limitaba a vivir el momento. Sin embargo, algo les hacía cambiar el semblante cuando sus brazos o sus manos se rozaban y se miraban a los ojos en silencio esperando algo que no tardaría en llegar. Todo lo que en la vida les rodeaba ya no importaba, el orden establecido en la vecindad, o el equilibrio que mantenía cada cosa en sus sitio, corría un obvio peligro. Una de aquellas tardes, los dos se vieron como pobres e inocentes, frágiles porcelanas sin futuro, y no pudieron hacer nada por evitarlo. Al final de una tarde oscura Reburns volvió a casa como de costumbre y observó que su mujer estaba sentada en el salón, a oscuras, en completo silencio y se aproximó con aire cansado. Él llegaba de hacer algunas compras y dejó las bolsas en el suelo. El día expiraba y en la calle cerraban los negocios y disminuía el tráfico. Apenas sin haberlo pensado ella lo miró y le dijo que tenían que hablar, el acababa de pasar entre ella y la mesa de cristal que había justo delante del sillón y Betty le pidió que se sentara a su lado. Quizá, ni de lejos, ninguno de los dos había estado dispuesto nunca a arruinar del todo su matrimonio, y, por ende, el sentido de familia tan arraigado en las culturas populares de tantos sitios. De pronto, sin pausa, ella empezó a hablar y mientras se sentaba, Reburns comprendió que debía dejar que se desahogara, que no se trataba de más que de dejarla hablar hasta el final y no interrumpirla. La vio tan fuerte y tan frágil a la vez, tan tierna y tan decidida, que creyó no haberla visto nunca así y haber estado perdiendo el tiempo todos aquellos años. Se trataba de aspirar a las confesiones pero, a un tiempo, no hacerse preguntas, de pasar página y creerse en igualdad de condiciones para volver a empezar. La postura de los dos era incómodo y aquello se alargó más de lo esperado, repasando una y otra vez los últimos acontecimientos y abordando repetidamente la idea de que había que seguir adelante y no mirar atrás. Es interesante precisar, que se detuvieron en el momento justo, porque un exceso de palabras y un abuso de la disculpa en un discurso aparentemente interminable terminaría por tener el efecto contrario al esperado. Cuando Donajiú llegó a casa comprendió enseguida que algo había cambiado y vio a sus padres como lo los había visto nunca antes, hablándose y escuchándose, pero sobre todo dejándose un espacio que resultaba nuevo tratándose de ellos -y cuando digo dejándose un espacio, intento referirme a esa sensación de respeto al hablar que las parejas toman en las reconciliaciones-. Al año siguiente, Donajiú volvió a la escuela pública y todo le pareció más fácil y llevadero, y más adelante terminaría sus estudios y escribir poesía dejaría de ser un secreto, pero asumiría otros en el encaje que siempre había buscado, tener, al fin, secretos de adultos. Posiblemente convivió con algunos de 19


ellos hasta el final de sus días y eso fue más de aquello a lo que muchos pueden aspirar por quedarse sin ellos demasiado pronto.

Ponle Nombre A La Culpa

1 Ponle Nombre A La Culpa Debo, antes de empezar, aclarar que esta historia me fue revelada por un extranjero al que conocí en un viaje en autobús y al que llamaré Dr. Bernstein. El viaje duró dos días con parada en París para cenar y dormir, y terminó en Berlín, y no puedo, de ninguna manera, asegurar que todo lo que aquí dejo escrito pueda ser verdad, ni siquiera parecido. O, tal vez, no desee comprometerme en intentar probar aspectos de algo de lo que nunca formé parte, a lo que nunca pertenecí, ni exploré debidamente y lo que no compartí más que como un mero mediador. A decir verdad, la profundidad y la elocuencia con la que aquel individuo se molestaba en llenar tantas horas de tedioso viaje, terminó de convencerme para dar el paso de escribir acerca de Mirna More y el café “El Submarino” -donde cada noche de sábado, Mirna exhibía su belleza inusual y cantaba viejas canciones con voz penetrante y de gravedad cautivadora-. La constancia y la terquedad con la que el Dr. Bernstein iba formando el reflejo de Mirna y el carácter de otros personajes abrió sin pausa los caminos de la imaginación en mi y se dirigió al formato que que la historia tomaba en mi cabeza. No obstante, intentaré no caer en el estilo del exceso o en las formas sinuosas de una exageración sin control, lo que podría llevarme a intentar convertir un personaje que, probablemente, ni siquiera fue de carne y hueso -más cerca lo considero de una fantasía- a un Dios, o, en este caso, si hablamos de Mirna More, en una Diosa. Eso podría llevar a algún lector a creer que yo la conocí y me siento aún turbado por su esplendor de diva y que creyéndome incapaz de hacerle justicia, me dejara llevar 20


por un recurso que habitualmente no utilizo cuando escribo. Tampoco puedo negar, que tal y como me fue descrita, no hubiese generado en mi la fantasía del que cree en la memoria haber asistido en realidad al lugar donde todo sucedió, haber extraído de allí las sensaciones y emociones que lo guían y confundir realidad y ficción en el recuerdo. “Hubo un tiempo en que la fulgurante carrera de Mirna More como vocalista pareció llegar a su fin. La artista se encontraba fracasada, incapaz de avanzar y de calcular hasta dónde no había podido llegar. La ansiedad hacía efectos devastadores en ella y creía que estaba perdiendo la voz y que nunca podría recuperarla. Reprimía la emoción que en otro tiempo liberaba en sus shows y eso la llevaba a estallar en llanto de vuelta al camerino, liberando así todo aquel sentimiento del que fuera incapaz minutos antes delante de su público”. Así comenzó su relato el desconocido mientras la imagen de, El Submarino, acudía a mi imaginación como una ruina que se resistía a desaparecer. Y aún, al cabo de los años, me inquieta la voz del viajero que lo relató como si se hubiera tratado de un guía espiritual, pero sobre todo un guía de la carne y sus debilidades. Cada imagen pone a preba la certidumbre del último show de Mirna, derrumbándose bajo los luces como un muro viejo que no resiste la tormenta. Confusamente, bajo sueños tenebrosos, sus noches en vela seguramente tomaban la forma de sus peores fantasmas y cuantas más vueltas le doy a aquellos últimos días de desenfreno, creo que más me acerco a desentrañar la violenta sombra que, en su cabeza, desencadenó un final tan operístico. Es el resplandor que engaña a los hombres después de una gran guerra. La disparatada conducta de los soldados que esperan para ser licenciados y volver a sus casa y el adormecido devenir de los acontecimientos, el ahogo y el agotamiento de la reconstrucción. Mujeres y hombres se relacionaban como si no desearán despertar jamas de su sueño de paz y amor en los clubs nocturnos. Sin embargo, la realidad a la luz del día suele ser más cruel que de costumbre, y lo que unas horas antes pareciera mágico, perdía el maquillaje y la peluquería hasta convertirse en medusa. Los falsos amores y las falsas promesas dan paso a la resaca y las aspirinas, y ahí acaba todo hasta la noche siguiente. Una noche, Mary Muller, la mujer del dueño y en ocasiones productora de artistas y, antes de la guerra, dueña también de una sala de exposiciones, se quedó a ver la actuación de Mirna hasta el final. Llegó con su habitual grupo de amigos, con su habitual distinción y cogida del brazo de un enorme hombre de raza negra que le separó la silla para que se sentara. El hombre llevaba un traje, obviamente apretado en brazos y espalda, y se sentó a su lado. La flamante Mary Muller bebió mucho aquella noche y empezó a dar muestras de encontrarse mareada en la segunda canción (en las condiciones habituales, Mirna More no cantaba más de tres canciones seguidas, retirándose a descansar a su camerino en cada pausa). El marido de Mary se encontraba sentado en la barra, en su asiento habitual, muy cerca de donde los camareros solían recoger sus bandejas y desde allí controlaba el negocio. Después de la última canción Mirna recibió la visita de Mary en su camerino, aduciendo que se encontraba enferma y desconfiando de las mismas caprichosas jaquecas de la cantante. Las persianas estaban corridas pero a través de los agujeros debidos a la polilla y las esquinas descuadradas, entraba una ligera luz púrpura de un farol que alguien había colocado a la altura de la ventana y que se hacía todavía más evidente cuando se apagaba la luz. De cualquier modo, el camerino de Mirna nunca había sido un espacio especialmente iluminado, porque también el exceso de luz la molestaba. Se frotaba la cara con una toalla húmeda para sacarse el maquillaje y no parecía dispuesta a volver a salir a cantar esa noche. Derrotada por un antiguo dolor en el alma, Mary no era capaz de encontrar la paz que necesitaba entre tantos amigos y fiestas. Para muchos, era una mujer con suerte, una mujer que había triunfado en todo lo que se había propuesto, y lo cierto era, que había triunfado en mucho más de lo que podían imaginar, porque nunca había tenido rivales en el amor, siempre había tenido los hombres que había querido, e incluso, en ocasiones, cuando se rivalidad se había producido, había tenido a esos hombres tan sólo por destrozar a otras mujeres que los amaban de verdad. Entonces, después de permanecer en silencio un segundo, se acercó a Mirna More que le daba la espalda sentada ante el espejo de su coqueta. Sus pasos eran 21


torpes, pero reparó en el reflejo del espejo que su -en otro tiempo- amiga, bajaba los ojos aceptando su proximidad sin protestar. Se trataba de pedir perdón por algún motivo que sólo las dos conocían. Mary sacó de un bolsillo de su americana un valioso collar que había comprado aquel mismo día en una tienda de antigüedades y se lo puso al cuello. Mirna permanecía inmóvil, con pensamientos lejanos, y cada uno de ellos se reflejaba en su mirada sombría y huidiza. Por su parte, como contrapunto a tanta perdida melancolía, Mary ahogaba en alcohol el flujo salvaje de su perdido ardor. Su mano temblaba porque aún no se sabía perdonada. El cierre del collar hizo un imperceptible click metálico, y como Mirna no hiciera el gesto de retirarlo, se fue separando lentamente hacia atrás, paso a paso hasta chocar con la puerta, observando sus ojos vencidos en el espejo de la cómoda de maquillaje. En otro tiempo habría sido una gran representación, pero se trataba entonces de un ofrecimiento sincero para renovar la amistad rota, y algo en la sumisión de Mirna le hizo comprender que podía albergar algún tipo de esperanza. Juzgué a aquel hombre en el autobús como un mago de la voz, lleno de fantasías, pero capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Por otra parte, tenía reacciones infantiles, le gustaba comer dulces y se movía constantemente; eso me hizo pensar que había una parte de él que nunca se mostraría, desconocida hasta para los más allegados y que, sin pretenderlo, ocultaba contando historias. Con cierta frecuencia, después de un largo viaje que haya compartido con personas abiertas, creo conocerlas en profundidad porque hemos hablado extensamente de nuestras vidas. Acepto con buen tono todo lo que me cuentan sobre sus vidas, y del mismo modo yo aporto sin reticencias cualquier precisión acerca de la mía, esto sería, entre personas bien educadas; un acto de confraternidad sólo equiparable al que crece después de una gran celebración, una opípara comida en la que te toca un compañero de mesa al que jamas has visto pero que te gustaría considerar de la familia por el carácter que demuestra. Por supuesto, no siempre hay tanta suerte, y en ocasiones he pasado horas sentado al lado de individuos dispuestos a responder lacónicamente a mis preguntas, o directamente a no abrir la boca. En esta ocasión resultó que mi interlocutor era más hablador que yo, y debido a sus historias apenas hablamos de nosotros mismos y las lagunas acerca de su vida, o de quién, en realidad podía ser, aún permanecen. Es por esto que sigo creyendo que algunas personas muy habladoras nos enredan en mundos fantásticos para distraer nuestra imaginación de su identidad. ¿Seré yo uno de ellos? Ni una sola señal, por pequeña que fuera, podría revelar lo que Mirna tenía en la cabeza en ese momento, ni aquello en lo que, de forma obsesiva, había estado pensando los últimos días. Ningún cambio que pudiera hacer sospechar, todo seguía igual en el camerino, todo en su sitio. Su forma de vestir era igual de descuidada que siempre, y, una vez retirado el maquillaje, su aspecto igual de duro y desprovisto de adornos, ni sombras, ni lápiz de labios, ni otras florituras que la pudieran hacer parecer alguien diferente a quien realmente quería ser. Creo que si me pusiera a ello, podría recordar palabras específicas de la descripción del Dr. Bernstein, el reflejo de Mirna en palabras que funcionaban a modo de espejo, el flujo fantástico y personal que denunciaba una personalidad detrás de la cual, como nos pasa a casi todos al pasar a la edad madura, escondía algún drama. A pesar de que Mirna se ocupaba especialmente en no dar pistas, aquel malestar lo ocupaba todo, a donde ella miraba, cualquier objeto, persona o animal, le hacía sentir que su dolor lo apagaba todo; también su voz. Era la tiranía, que impone como hecho consumado la obligación de ir retirándose de la vida y sus pasiones, de todo lo que se conoce y se ama, y, en suma, abandonar todo lo que pudiera hacerla feliz. Que Mary hubiese decidido, en ese momento crucial y sórdido, dar un paso para recomponer la amistad rota, tampoco la hacía temer por la trascendencia de su secreto. Que la hubiese evitado durante tanto tiempo, que la hubiese acusado públicamente de haberla traicionado -con la rabia y el rencor con que lo había hecho-, que hubiese intentado arruinar su carrera pidiéndole a Steve, su representante, que terminara con su contrato, todo eso no podía pasarlo por alto, ni siquiera en su situación; es decir, con su mente en problemas de mayor gravedad. A pesar de todo, le producía un comedido placer que Mary hubiese rebajo su tono habitual (eso era casi como derrumbar un muro, o peor, la muralla china). Al fin. El orgullo reprimido y masticado, su altivez, 22


por una vez, desconectada del mundo, y todo para poder dar un paso, que a esa altura de sus vidas, ninguna de las dos podía ya considerar humillación. Cualquier otro que hubiese estado en mi lugar y hubiese recibido la historia que yo recibí, tendría que considerar, como yo lo hice, a los personajes dentro de su heroicidad y singularidad. No pude entonces, ni puedo ahora, examinarlos en formas generales. Cuando nuestras dos figuras femeninas se mueven, hablan o piensan, no podemos esperar las sentencias de otro tiempo, enseñanzas del pasado, unicamente conscientes de su aislamiento (incluso del tiempo que les tocó vivir) encontraremos la esencia de su dolor y el sentido de sus decisiones. Esto sólo lo reconoceremos en un tiempo posterior, este tiempo en que podemos separar el polvo de la paja, donde ya no juzgamos la vida que a cada uno le toca como un desafío o una extravagancia. Sé, que intentar hacer caer viejos mitos, no es una idea nueva, ni un invento de nuestro tiempo intentar comprender para seguir adelante rompiendo viejos tabús. Afanarme pues, en lo que entonces era un extremo de lo posible y hoy tan sólo una curiosidad, no deja de ser un punto de partida con pocas pretensiones, pero que resultaría satisfactorio al tacto, si lo que escribo se pudiera tocar y sentir a través de la piel, como siente el gozo el perro pastor cuando adivina la mano de su dueño sobre su lomo agradecido. Era de esperar que el capitán Basing acudiera esa noche para acompañarla en su paseo a casa por las calles solitarias, pero eso no sucedería hasta una hora después. Al renunciar al último pase -un maestro de ceremonias anunció la suspensión por causa de una gripe que afectaba a la voz de la estrella, lo que no era del todo mentira- tuvo que hacer su paseo en solitario después de despedirse de Steve en la puerta del Submarino, y lamentar lo ocurrido. Él se interesó por su salud, le dijo que si quería podía llevarla a casa, a lo que ella se negó, y finalmente, Steve la miró y como en un sueño rosa le pidió que se cuidara. Nada en la vida sucede conforme a lo esperado, cuanto antes nos demos cuenta, mejor para todos. Porque, naturalmente, nuestros deseos nos superan y nuestras ambiciones por muy grande que sea la inversión, así lo veremos al final de nuestros días, no son más que fantasías. Se paró en la esquina para escuchar el bullicio del café-concierto, las risas y los aplausos seguían ajenos a su huida. Encendió un cigarrillo e hizo un gesto extravagante de agradecimiento por los buenos momentos que había pasado allí. No se podría decir que la visita de Mary Muller lo hubiera cambiado todo, ni siquiera alteraba los planes que su amiga había hecho a corto plazo. Pero a Mirna tampoco le gustaba que todo le resultara indiferente, sobre todo que pareciera que no valoraba gestos como el que acababa de suceder y que tan pocas veces se dan en la vida. El conocimiento de su enfermedad en la garganta seguía actuando sobre ella, modificando, no sólo su conducta, sino su posición ante todos y ante todo. No había vuelto al médico, no quería que la enganchara en procesos de curación largos e inútiles. Lo que estaba escrito, nadie lo podía mover, sucedería a pesar de todo. Era algo así como rebelarse contra la vejez y la debilidad que supone ante la muerte, llega siempre por mucho que nos neguemos a reconocerlo. Cuando pensaba en la vejez, se refería a ella misma y el reconocimiento de la última imagen en el espejo; tendría que asumirlo, ya no era ni sombra de lo que había sido. La visita de Mary le había traído a la mente algunos recuerdos que solía tratar selectivamente. Después de haber contraído matrimonio con el hijo de Mary Muller, había pasado el tiempo más feliz de su vida. Habían viajado y pasado su luna de miel pasando estancias cortas en diferentes balnearios de europa. Mary nunca estuvo de acuerdo con aquella unión, desde el principio se manifestó en contra y lo hizo de forma vehemente. No sólo porque Mirna era mayor casi veinte años que Roscoe, sino porque había hecho grandes planes para él y aquello los desbarataba y la dejaba temblando en el aire sin nada a lo que aferrarse para seguir teniendo el control de su vida. Un año más tarde, aquella pasión seguía intacta y estaban planeando nuevos viajes y aventuras, cuando Roscoe cayó enfermo. Primero dijeron que se trataba de algo de pulmón. Tosía con frecuencia y todo se iba complicando, subía la fiebre sin motivo aparente y más tarde, parecía que se iba a restablecer, todos creyeron que la medicación hacía su efecto, pero alguna influencia insana lo impedía. Había algo en el aire o en las comidas que lo devolvía una y otra vez al mundo real y sus peores momentos de fiebre y delirios. A continuación de otro episodio de convalecencia, volvían a 23


creer que mejoraba, sin embargo, transcurridos algunos días de optimismo, la fiebre volvía a subir y de nuevo, caía en un estado de somnolencia en el que perdía todo contacto con el mundo real. Después de un mes de cuidados y momentos muy duros, la enfermedad se acentuó y todos se alarmaron porque pasó dos días en los que apenas despertó para comer alguna sopa y un poco de leche, pese a que lo vomitaba minutos más tarde. Los médicos lo visitaban con frecuencia, aunque manifestaron que se encontraban incapaces de dar un diagnóstico claro. En todo aquel proceso, Mary Muller no quiso visitar a su hijo que se murió sin volver a ver a su madre. Mirna More, por el contrario, no se había separado de él ni un momento, y cuando murió fue como si le hubieran arrancado el corazón. Esta parte del relato del Dr. Bernstein la hizo sin pausa, se atenía a esa tristeza de muerte como a un contrato y, ante una de mis preguntas, terminó por intentar matizar algunas de sus partes repitiéndola y extendiéndola. Se había puesto muy serio, lo que incidía en la pretensión de que era una historia real y de que, cuando se habla del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte de personas reales, el tono debe ser trascendente, como mínimo. No parecía dispuesto a ser interrogado de nuevo y mostró un somero desagrado ante la pregunta, cuando hasta ese momento había sucedido lo contrario. Permanecía pegado a la ventanilla y yo en el asiento de pasillo, observándolo como quien se encuentra ante una rareza de la naturaleza, un huracán sin viento, un carnero de dos cabezas, calabazas de doscientos kilos o un árbol sin raíces, sin molestarlo. En ocasiones se frotaba una oreja y se quedaba pensativo mirando el horizonte, para retomar sus recuerdos como esos motores de auto que no terminan de arrancar del todo hasta que encuentran un lugar por el que tirarse cuesta abajo. Era una noche triste, de nubes bajas y luna ausente, una noche oscura a pesar de las farolas clavadas en las fachadas de casas bajas. Mirna se encogía para cruzar las grandes avenidas en busca del camino más corto a casa. Dio unas cuantas vueltas por lugares que no le eran del todo desconocidos y finalmente, si saber muy bien como había sucedido, se encontraba delante de la puerta de su casa. Estaba nerviosa,¡ y si un gato del vecindario, se hubiera movido cerca de ella, la hubiese hecho gritar del susto. Su espíritu, ya a esas alturas enfermo de soledad, recibía las sombras con un intento de atemperar toda aquella inquietud. Miró a su espalda un momento antes de introducir su mano en el bolso y buscar la llave e introducirla en la cerradura. Le temblaban las manos y no iba a ser tarea fácil. Volvió a mirar atrás porque oyó los pasos de alguien que empezaban una leve carrera sobre el eco de los adoquines. Se trataba del capitán Basing, la persona que más se había ocupado de ella que aquel tiempo que le sonaba a final. Lo esperó con tristeza pero con la puerta entornada, sin soltarla, para dejarlo pasar sin decir una palabra. Necesitaba creer que había algo en su vida que, al menos, no se había torcido y que había estado claro desde el principio. Ella estaba firmemente convencida, de que el capitán Basing era un tipo de hombre que vivía el momento, y en el momento que le tocaba vivir podía contar contar con él. Y pensaba eso a pesar de saber que una mujer lo esperaba al otro lado del mar, y lo pensó al principio de una seducción que partió de ella y en la que él se dejó enredar. Sabía que se sentía lejos de su casa, un extranjero inoportuno y que cuando terminara su servicio en la base, regresaría con su mujer y no lo volvería a ver más. A pesar de toda la confianza que le demostraba y también, de valorar la sinceridad que le había demostrado el capitán, a pesar de toda la intimidad y ternura que compartían, la vida de su amante era un misterio. No hablaba de ello y ella no hacía preguntas. Lo mismo podría decir el capitán si alguna vez -tal y como a ella le sucedía- hubiese sentido la necesidad de saber. Lo observaba, le gustaba como trataba a la gente, lo generoso que podía ser con los desconocidos, y la buena voluntad y lo discreto de sus palabras cuando era cuestionado. Jamás la había traicionada ni en la más leve conversación, nunca había revelado aquello que se sabía por lo que se decía (en ocasiones sin pensar) en la intimidad. También creía conocerlo por la paciencia que reaccionaba a la dificultades, porque eso era una característica de la personalidad difícil de encontrar en los tiempos que corrían. Nunca, por cansancio o por inseguridad, comenzara discusiones sin sentido. En suma, 24


creía que estaba obligada a valorar al capitán en todo lo que valía. Y, aunque nada supiera de su familia, de su niñez, de su vida anterior a la disciplina militar o de sus amigos, esa carencia -de decía mientras ponía sobre la mesa del salón dos combinados-, no habría de salpicar ni influir en los días de felicidad que les quedaran por vivir. Ni sus dudas, ni las deudas, ni la trasmisión hasta aquel presente de antiguas pendencias, resentimientos, fracasos y frustraciones iban a llegar para cuestionarlo como antes hiciera con otros hombres. Ningún error del pasado iba a llegar para envenenar un nuevo amor. En un momento, el doctor Bernstein dijo que necesitaba orinar y se levantó para ir al servicio. Me aparté para dejarlo pasar y que accediera al pasillo. Como no era un hombre que se anduviera con urgencias, o sometidos a la prisa de no haber pensado previamente cada uno de sus pasos, se tomó su tiempo, y a continuación avanzó por el pasillo con una parsimonia pasmosa. Sonreía y saludaba hacia todo en dirección a un cuartito que había al fondo y que había sido habilitado como toilette. Algunos de aquellos pasajeros que lo saludaban, es posible que estuvieran deseando saber de qué hablaba todo el retrato, de qué se trataba aquel discurso interminable que parecía capaz de durar todo el viaje, pero también observé en la cara de algunos de ellos que se sentían aliviados por no tener un compañero de viaje tan... “entretenido”. Algunos lo considerarían un charlatán, en mi caso, sin embargo, se trataba de una oportunidad para el saqueo de su historia, el anuncio de un nuevo cuanto que podría escribir conectado con una realidad que me parecía interesante, no sólo por la historia de Mirna Mora y su vida dramática, sino por el mismo personaje que representaba el doctor. Lo ponía todo muy fácil, y cuando descansaba, yo aprovechaba para tomar notas, sin que nadie pudiera sospechar que aquello sobre lo que escribía, estaba más cerca de lo que todos pensaban. Cuando despertaba de sus sueños, en la siesta, o después de dormir una horas durante la noche, el doctor me preguntaba si me molestaba que fuera tan hablador, si me parecía interesante su historia, o si quería que continuara, porque era muy correcto también en eso. Guardar las formas era algo muy importante para la gente de edad como él, según dijo, y, claro está, con la vista en mis papeles yo estaba dispuesto a seguir escuchando de forma intermitente, porque el cansancio a veces nos juega malas pasadas y porque algunos de sus pasajes me parecían repetidos. Entonces me asaltó una duda, ¿cómo saber si se trataba de una historia original? ¿Y si lo hubiese leído en una novela barata, y yo simplemente tuviera la intención de reeditar una idea que otro había imaginado antes? El doctor Bernstein decía tener un pase que le permitía entrar en todos los locales nocturnos de Berlín de forma indefinida y que se lo había proporcionado el sindicato de músicos, porque había trabajado para ellos en una época de su vida. Era difícil creer algunas cosas que contaba, pero aún suponiendo que sus historias fueran tomando la forma de la realidad y los detalles y especificaciones así lo corroboraran, era como si estuviera jugando con su interlocutor, que en ese caso, era yo, claro está. Como ninguno de los dos íbamos a ir a ningún sitio, ni por llenarnos de urgencias íbamos a llegar antes a nuestro destino, intentábamos ponernos cómodos y convertir en hábito la conversación, que apenas lo era porque yo preferí dejarlo hablar que hacerle demasiadas preguntas. Si yo me levantaba para ir al servicio a refrescarme o hacer aguas menores, el parecía volver a ordenar lo que le quedaba por contar, y yo, al volver algo más relajado, toleraba sin interrupciones algunos pasajes confusos o contradictorios. En un momento, cerca de la frontera alemana, el autobús tuvo que detenerse porque dos coches habían chocado frontalmente y las ambulancias lo ocupaban todo. Muchos se levantaron porque querían ver lo que sucedía, y lo cierto es que el espectáculo no era nada agradable. Los sanitarios y algunos policías intentaban sacar los cuerpos que aún estaban dentro de los coches, y uno de ellos estaba acostado en la carretera con un brazo amputado, sin moverse, parecía muerto. Eso duró unos segundos, porque unos de aquellos hombres se acercó y lo tapó con una sábana. Cuando el autobús empezó a detenerse, pensé que se trataba de un cuerpo de trabajadores que hacían obras en la calzada, la realidad, por desgracia no siempre se es tan amable. En esa parte del viaje, algún tiempo antes de llegar a aquel punto, me sentía muy incómodo. Llevábamos demasiado tiempo sin parar y un olor desagradable empezaba a subir de intensidad. 25


Algunos pasajeros habían empezado a gruñir y revolverse en sus asientos, mientras, una señora sentada cerca del conductor había empezado a cantar una especia de canción popular desconocida para mi, y todo se volvía confuso e incontrolable. El doctor Bernstein hizo una observación acerca de aquella música y lo desagradable que le parecía, porque al parecer, sus oídos estaban acostumbrados a cosas más selectas. Sin duda, al doctor le hubiese gustado meter una orquesta de cámara en el autobús, pero eso no iba a ser posible, ni siquiera para proteger su alma tan exquisita. Un hombre que sobrevivió al accidente permanecía de pie al lado de una ambulancia, balanceándose y a la espera de ser tumbado en una camilla. No era un espectáculo agradable, sobrecogió a todos y podía sentir como nuestros corazones batían con fuerza de la alarma, olvidando cualquier otra circunstancia que nos molestara hasta aquel momento. Cuando el autobús se puso de nuevo en marcha, hubo un murmullo acerca de lo sucedido, todo el mundo quería dar su opinión al respecto, y la mayoría hacían alusión a lo mal que les había echo sentir y lo terrible de que pasaran cosas así en el mundo. No pasó desapercibido para mi, que mientras todo iba volviendo a la normalidad, el doctor había abierto su maleta en busca de una pastillas y que se había puesto una en la boca. Tuve la idea de que a su edad, cualquier cosa que tomara debía ser buena para su salud, ni importaba si era para la gripe, para el mareo o para hacer funcionar alguna víscera perezosa, las pastillas y cumplir años parece que van de la mano sin que podamos evitarlo. Bebió un poco de agua de una pequeña botella de plástico y extrajo un recorte de periódico que casi se deshace al manipularlo. Forzosamente se hubiese desmembrado si no lo hubiese tratado como un pergamino muy valioso. Había en él, una foto en blanco y negro de una mujer joven cantando, vestida con un traje negro. Delante, las cabezas del público le tapaban las piernas, todo muy apretado, como si se hubieran puesto de acuerdo para caber en aquel pequeño espacio que permitiera el fotógrafo. El encabezamiento estaba en alemán, y obviamente se trataba de dar a conocer a una nueva artista de la que decían cosas tan maravillosas como que: “Berlín está de fiesta”. Debajo de la foto aparecía claramente su nombre, “Mirna More en uno de los momentos más brillantes de la noche”. La escena no dejaba lugar a dudas, Mirna More había existido, pero ahora debía relacionarla con la historia que Bernstein me contaba, porque, debo de ser sincero, cuantos más artificios aparecían ante mis ojos, menos creía la historia. Quiero decir que si me hubiese mostrado, joyas, o un vestido de los mejores momentos del estrella de Mirna, me hubiese convencido del montaje y hubiese desistido de mi idea de tomar notas sobre ella. Creo que, si hubiese seguido en contacto con el doctor, una vez terminado el viaje, hubiésemos terminado por hacer buenas migas. No nos mostramos especialmente confiados en nuestra “relación ocasional”. Sin embargo, nos mostramos corteses y pacientes todo el tiempo. Del mismo modo en el que Mirna administraba todo lo que le era desconocido de su amante, como si eso la pusiera a prueba y al mismo tiempo fuera garantía de amor incondicional, la incipiente amistad que creí tener con el doctor, igualmente parecía sustentarse sobre el hecho de ser dos desconocidos. No sabóa a ciencia cierta nada de él, si se trataba realmente de un doctor o era un farsante. No sabía nada de sus costumbres y de su forma de vida habitual porque no hablaba nunca de él, de si era un millonario o malamente subsistía con una pensión, si era una persona sana o enferma, nada sabía sobre su familia o si estaba solo en el mundo, y sobre todo, me hubiese gustado saber que pensaba sobre mi y por que me había elegido para contarme la historia de Mirna More. Claro esta, puestos a pensar, que cabía otra posibilidad, y esa era que hiciera el viaje Madrid-Berlín con cierta frecuencia, y que a todos sus compañeros de asiento les expusiera la misma historia sobre le final de la guerra, con la misma precisión con la que ahora lo hacía. Llegados a ese punto, yo ya me sentía singularmente interesado, incluso intrigado, por todo lo que tuviera que añadir y me pareció que el dosctor fue consciente de ello en el momento en que ese cambio se produjo en alguna expresión que no pude controlar, lo que me convierte en un lamentable jugador de póker. Y tuve esa impresión porque cuando se disponía a seguir contando, se detuvo, se volvió errático y reflexivo a la vez, si las dos cosas pueden ir unidas. Y ese fue el momento en que me pidió mi opinión, no sobre todo lo que me 26


estaba siendo revelado, sino sobre Mirna, quería saber si yo creía que ella se había comportado como una diosa inalcanzable, una diva y una estrella de las que ya no quedan, hasta que, como estamos viendo, su mundo empezaba a resquebrajarse. Considerablemente entretenido en la pregunta que se me acababa de hacer y no había sabido responder, dejé, a continuación, volar la imaginación y me fui acompañado del doctor al Berlín de los cabarets. Me encontraba en una sala llena de gente en la que habían dispuesto mesas diminutas, y unas chicas se habían sentado con nosotros. Nos animaban con sus risas escandalosas y nos alagaban con sus atenciones, por muy estúpido que fuera lo que estuviéramos diciendo. No regateaban con sus muestras de cariño y el doctor bebía como un cosaco del río Don. El dueño del Submarino, Steve, aguardaba en una esquina para tirar de la cortina de terciopelo rojo cuando fuera dada la señal de que el espectáculo debía comenzar. Una extraña forma de sentirse el centro del espectáculo, era haber desarrollado durante años la maestría en hacer callar al público moviendo sus brazos y dejando el escenario al descubierto, después se sentaba o se apoyaba en la barra, y asistía a la función como un invitado más. Mis pensamientos dejaban que esta y otras cosas parecidas sucedieran porque en cierto modo intentaba vestir la historia que quería contar. El café-concierto donde todo iba a suceder debía representarse ante mis ojos con absoluta claridad, así que lo imagine todo preparado con abnegada dedicación por el dueño, y listo para oír y ver a Mirna More por primera vez en mi vida. Alguien, nos había cedido su mesa con deferencia y allí estaba acompañado y dispuesto con inmejorable disposición. Mirna apareció rodeada de una digna expectación, alcanzó el micrófono sintiendo cientos de ojos expectantes y abrió los brazos. Sonó la música y su voz se quebró, una y otra vez, su voz se rompía. El público asustado, se estremeció y se detuvo la actuación mientras ella no era capaz de articular más palabras que un “lo siento”, que apenas se oyó.

2 Acontecimientos Intervenidos Amanecía cuando el capitán Basing salió de la casa de Mirna. Estaba lejos de su base pero no tenía prisa por volver. Estaba considerablemente cansado pero no iba a tomar un taxi, de hecho, casi nunca tomaba un taxi a esas horas porque le gustaba caminar respirando aquella quietud. Era la típica calle del centro, con una hilera de portales a cada lado de una calle de doble dirección y sitio para que los coches pudieran aparcar al lado de la acera. Antes de salir se paró un momento delante de la puerta y pensó acerca de la terrible noticia que Mirna le acababa de dar entre sollozos. Caminó hacia las afueras, sin pasos largos y sin tomar atajos. No miraba atrás, pero se detenía en cada intersección, como si no conociera exactamente el camino, o como si estuviera examinando cada nuevo detalle para tomar una decisión. Emprendía la marcha de nuevo distrayéndose mirando al suelo a las estrellas, pero sumido en profundos y tristes pensamientos. Como era de esperar, todo en su vida tendía a desordenarse sin previo aviso. El destino exponía sus normas con tiranía y entonces resultaba imposible cualquier oposición. Un poco más adelante, pasó por una plaza con fuente, conocía aquel lugar. Una pareja se había sentado en unos peldaños y se besaban; eran muy jóvenes. UN poco más adelante pasó una señora en bicicleta con una cesta de pan colgada en la parte trasera, la ciudad despertaba y en un rato empezarían a pasar los papás con los niños perfectamente acicalados para el colegio. La vana intervención de su dolor en los acontecimientos de la vida tampoco iban a detener aquel funcionamiento, aquel bullir ajeno a todo. Anduvo hasta que encontró 27


un café abierto y entró para tomar algo caliente y poder orinar. Leyó la prensa que acababa de llegar, y en las páginas de ocio aparecía una foto de Mirna y un artículo extenso sobre su éxito en la ciudad. La recortó sin que lo vieran y se la metió en el bolsillo, pagó dejando una propina y siguió su camino. Hacia mediodía, la señora que limpiaba el apartamento de Mirna la encontró muerta. Todo estaba en silencio así que entró con confianza, pensando que no había nadie y al entrar en el baño, tuvo dificultad en abrir la puerta porque el cuerpo estaba en el suelo, cubierto de sangre y las muñecas abiertas. Al principio no hizo más que empujar hasta que pudo meter la cabeza y ver la escena en toda su crueldad, no quiso saber nada más y estuvo a punto de salir corriendo. Pero cuando ya había abierto la puerta de la calle y se disponía a salir, pensó que esa no era forma de proceder y que le traería muchas complicaciones ser tan cobarde. Ante su voz asustada y su insistencia para que le permitieran irse a su casa, la voz del policía se puso firme y le “ordenó” no moverse de allí hasta que ellos llegaran. Se sentó en un sillón con as piernas muy juntas y la espalda muy erguida y eso hizo, no moverse hasta que la policía llamó a la puerta. A los dos agentes, acostumbrados a ese tipo de cosas, la presencia del cuerpo muerto no pareció importarles demasiado, pero a la pobre señora la frieron a preguntas. Ninguno de ellos conocía a Mirna More, ni habían estado nunca en El Submarino. Cuando la portera, alarmada por la presencia de la policía preguntó que sucedía le dijeron la verdad pero le exigieron discreción, ella los miró con desconfianza y respondió, “deben estar ustedes equivocados, esas cosas no pasan en esta vecindad”. Lo que el doctor relató a continuación me pareció tan abstracto, que aún incidiendo en el ánimo que lleva a contarles todo aquel afán, debo pedirles que no tomen en cuenta la fantasía que viene a continuación, o, en suma, que traigan a cuenta que la imaginación a veces juega extrañas bromas y que se mezcla con la memoria, hasta hacernos dudar de qué parte es real y que parte imaginaria. La idea de que le capitán Basing hubiese podido matar a Mirna era absurda. Pero, aún lo era más que para intentar justificar esa idea, se inventara que él ya había matado con anterioridad -lo que para un soldado no debe ser tan extraño, pero no en la vida civil-. No pretendía escuchar el final de semejante desafino; coincidí, sin embargo, en que yo también había oído hablar de hombres que matan por un sentimiento religioso. En mi caso, se trataba de una noticia del extranjero que situaba las declaraciones de un hombre condenado a muerte minutos antes de su ejecución. Ese hombre había afirmado que había cometido su crimen porque necesitaba sentirse en el estado de gracia de aquellos que están en su penitencia. Es notable aceptar que alguien pueda pensar que la Divina Gracia de la penitencia, pueda sacarlo de una vida mediocre y anodina. Sin entrar en supersticiones u otros asuntos religiosos, cualquiera puede aceptar que esos actos serían un obstáculo en sus creencias más que cualquier otra cosa. Pero, dada la naturaleza superficial de aquel hombre colgado hasta morir, cualquiera puede adivinar, desde la lógica aplastante, que hay gente para todo, hasta para las cosas más sórdidas, pero que el capitán Basing no era uno de ellos. Desde luego, cada vez que vuelvo a esta parte en la que el doctor Bernstein sugiere que el capitán podría haber sido un desequilibrado, sólo puedo imaginar que un profundo rencor lo mueve hacia ese hombre y me pregunto si esto debería estar aquí, o si suprimir esa parte. La teoría de la redención se me viene abajo cada vez que pienso en Mirna y el capitán Basing. Mary Muller pagó el entierro e hizo llamar al doctor Bernstein, que en aquel momento era un prometedor estudiante, para que se encargara del papeleo. Le pidió que acudiera a una cita aunque los dos se conocían de antes y el llevó algunos libros de leyes que le pidió a un amigo que estudiaba para ser abogado. Era mediodía y ella lo esperaba sentada en una mesa al lado de una ventana, en un piso justo enfrente de El Submarino. Él entró y se la quedó mirando sin decir nada, porque conocía el motivo de aquella entrevista y porque era muy triste para él trabajar en aquellos términos, cuando acudía cada noche a ver a su diva. Mary no solía pasar mucho tiempo en casa, pero cuando lo hacía solía sentarse cerca de aquella ventana, para mirar la calle, y además, porque por la noche le gustaba ver las interminables colas que se formaban en la entrada. Había decidido encargarse de todo porque le parecía inexcusable no hacerlo, porque en cierto modo empezaba a 28


sentir el parentesco que siempre había eludido con Mirna, y porque cuidar de sus amigos era lo menos que podía hacer por ellos. En aquella ocasión, el doctor también pudo ver a Steve que fumaba un pitillo en la habitación de al lado. Todo parecía normal, sin embargo, algo notó en el rostro del dueño del Submarino, posiblemente había pasado toda la mañana llorando y, aunque intentaba dar una imagen de normalidad, lo cierto es que estaba muy afectado. En un momento se levantó para vaciar el cenicero y pasó a su lado sin saludarlo, se movía con dificultad y volvió a su sitio sonándose con un pañuelo tan grande que parecía una servilleta. Todo el interés que ponemos en construir una vida, se ve de pronto y sin previo aviso, destruido, cuestionado y desafiándonos, porque nadie tiene siempre fuerzas para empezar de nuevo. No sería extraño que en aquel momento, Steve estuviera pensando en vender el café-concierto, incluso, en cerrarlo. Mary lo llamó y el doctor, como un joven tímido que era en aquel momento, se sentó a su lado poniendo los libros sobre la mesa y se dispuso a escuchar lo que ella tuviera que decirle. Aquella mañana era tan triste que hasta el tráfico parecía hacerse más y más lento, y ella no podía dejar de mirar la calle mientras le decía que necesitaría que él buscase a su familia en el extranjero para que conocieran que había fallecido. Hasta las más pequeñas satisfacciones, los más insignificantes signos de felicidad se fueron apagando aquellos días entre los que habían conocido a Mirna. Por una parte estaban todos aquellos que la habían conocido en su faceta artística, y por otra, aquella sensación de ser el día de difuntos en septiembre, aquel frío que se iba contagiando hasta hacer de la ciudad un lamento. Hubo algunos privilegiados de la prensa que pudieron asistir al entierro; muchos otros esperaron en las inmedidaciones, pero se resolvió no abrir el espacio de la ceremonia religiosa al público. En estos casos, el cura hacía lo que le decía la familia, y el doctor Bernstein le dio una buena propina. Eso fue al principio, pero una vez terminado, cuando se disponían a introducir la caja en la tumba, en un acto de compasión, se dejó pasar a algunas personas que lloraban desconsoladamente delante de las vallas del cementerio. Pero, al instante de realizar aquella acción, de nuevo, los fans de Mirna se agolparon en aquel lugar y creo que tumulto que aconsejó abrir las puertas completamente. Eso ocasionó una gran confusión y persuadidos del giro inesperado en los acontecimientos, Mary Muller, Steve, el doctor Bernstein y el resto de sus amigos, dieron por terminado el entierro y se retiraron para intentar salir de allí y volver a sus casas. Las notas de prensa fueron increíbles, tal vez exageradas, algunas apelaban a “la mejor cantante dramática de todos los tiempos” y otras, “la incomparable diosa de la canción dolorida ha muerto”. Y como cuando la mayoría de los periódicos se ponen de acuerdo en la importancia de una noticia, el resto les siguen sin preguntar demasiado, en la edición de tarde fueron muchos los que la sacaron en la portada. Y en tal momento del relato, el doctor, revolviéndose en su asiento, sacó de su bolsillo otro de aquellos papeles fotocopiados que parecían un montaje, pero que tenía forma de portada de la época, y que reflejaba un entierro multitudinario en algún cementerio de Berlín. A pesar de toda la dificultad que me suponía entender la conducta del doctor y lo que él tenía realmente que ver en esta historia, no me costaba trabajo aceptar que había buena voluntad en su gesto. Mis preocupaciones, aquello me movía a Berlín en aquel viaje, no evitaba que mientras el mismo duraba, le prestara una especial atención a las notas que iba tomando. No sabía aún lo que iba a salir de todo ello, pero la concentración en la que me sumía debería haberme hecho suponer que no lo iba a echar en un cajón de olvidos. En su mayor parte, eran notas superficiales, sobre todo en lo que tenía que ver con como había sucedido los acontecimientos de aquella noche, la visita en el camerino, andar por las calles hasta que el capitán al fin encontró a Mirna en la puerta de su casa, o el paseo de Basing en una ciudad que amanecía; todo notas escuetas esperando ser desarrolladas. Alguien en alguna parte es posible que estuviera muy cabreado porque apagué el teléfono hasta llegar a nuestro destino, y sólo lo encendí cuando al bajar del autobús me despedí del doctor y me dirigí a tomar un taxi. Hasta ese momento, el viaje se había convertido en un entretenimiento que fue tomando la forma de un propósito, pero que me había privado de recibir noticias de fuera que tal vez fueran importantes. Consulté las llamadas perdidas y comprobé que eran números habituales sin 29


repeticiones, por lo tanto ninguna urgencia. No todo encajaba, no estaba muy seguro de si por equivocación, o por la imaginación desbordada del doctor, el cual, sin embargo, había puesto buena voluntad en su historia. Por otra parte, me habría convenido seguir en contacto con él o haber dispuesto de algo más de tiempo para aclarar algunas dudas, yo ya no podía dejar de pensar en todo aquello que me daba vueltas en la cabeza. Me sentí malhumorado por el cansancio, pero también porque era consciente de mis limitaciones como escritor y ese cansancio empezaba a dirigirse hacia el doctor Bernstein por haberme puesto en semejante compromiso. Había llegado a comprender, porque el doctor no siempre hablaba con claridad, que Mirna había tenido un niño. Dondequiera que fuera ella tenía que recordarlo, una madre nunca olvida a sus hijos. Más de una vez tenía que haber sentido la tentación de reunirse con él, pero por algún motivo ya no le pertenecía. Es posible que a él desde chico le hubiesen dicho que ella había muerto y que ella lo hubiese perdido durante la guerra, pero iba a ser imposible que hubiese seguido pensando que un día se reencontrarían. Decía el doctor que ella dejaba caer la cabeza sobre el pecho cuando pensaba en él, y que solía decir en voz muy baja, “mi chico”, pero que algunos habían interpretado aquellas palabras como el lamento por su marido muerto, Roscoe. Era bastante corriente que a las familias de deportados les faltara alguno de sus miembros, muertos o perdidos huyendo de los bombardeos. Y ese era otro punto que tampoco estaba claro en la vida de Mirna. Hay acontecimientos que siguen la forma de la melancolía con que los hemos imaginado. Nos hemos acostumbrado a modificar la transición de los mismos buscando consecuencias o relaciones que no existieron en realidad. Esa falsificación de nuestros recuerdos pretende que nuestra vida ha sido mejor de lo que fue en realidad. Interpretamos la realidad con una paciente perfección que espera una mejora en el “efecto espejo” al que nos someten. Hasta en los artistas más inhóspitos y furibundos, pocos hay que alguna vez no se hayan dejado llevar por sus propias propuestas de realidad, para un pasado al que se vieron sometidos sin poder hacer nada para evitar sus dramas. Supongo que todos los artistas intentan intervenir en la conexión con la realidad de la que dotan a sus obras. Una noticia en la prensa, el locutor de televisión revisando las condiciones meteorológicas, una fotografía de un suceso poco habitual, una estrella de cine acariciando una pantera, una leyenda popular, un chisme entre vecinos o un secreto entre amantes, todas esas cosas reales que los desafían a desmontarlas y rehacerlas con forma de canción, de cuadro o de cualquier otro soporte que los haga sentir aún, parte del mundo. Ahora bien, en el caso de Mirna, su exigencia le hacía pensar que todas sus canciones estaban inacabadas, nunca nada era suficiente y saber que nunca volvería a cantar porque había que operar su garganta tuvo que hacerla enloquecer. Como mis ansias por tener información sobre Mirna era más que obvias, al pretender sonsacar información al cocinero del hotel en el que me alojaba (que ya debería de haberse jubilado y era el único que podía conocerla), el viejo se encogía y terminaba de ser todo lo elocuente que me hubiese convenido. Por consiguiente, decidí invitarlo a unas copas al terminar su jornada y él aceptó. No estoy diciendo que fuera el tipo de hombre que perdiera la voluntad por su afición a la bebida, pero lo cierto es que conocía la historia de Mirna y eso lo hizo soltarse a hablar con inesperada confianza. Por lo que pude saber entonces, Mirna había sido bastante conocida y querida en Berlín, si bien no lo había sido tanto fuera de allí. A juzgar por el creciente entusiasmo del cocinero había dado con el tipo de persona que recordaba a Mirna envuelta en un halo de éxito y románticas veladas en el Submarino. Me dijo que él y su mujer se conocieron allí y que eso fue un momento crucial en su vida. Además de todo, nos hicimos buenos amigos, y aunque en un par de días volvería a Madrid, esos dos días recibí todo tipo de atenciones cuando bajaba a comer y disfruté de las brühwurst y el sauekraut como no lo había hecho antes. Deseaba tanto tener información sobre aquella mujer que desatendí los otros motivos que me habían llevado tan lejos. Caí enfermo de puro cansancio y obsesión, aunque, es posible que tuviera algo que ver lo poco preparado que iba para el frío de aquella ciudad. A pesar de la fiebre alta y de haber pospuesto mi partida, empecé a escribir allí mismo, tumbado en la cama y con fiebre muy 30


alta. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sé que a muchos les resultará chocante que pudiera encontrar entretenimiento, sosiego y felicidad en un reto tan pueril pero lo cierto es, que mientras duraba la obsesión por darle forma a un nuevo cuento conectado con, al menos, una parte real, no pensaba en otras cosas menos constructivas. Abandoné durante aquel viaje todas mis preocupaciones pasadas y no dejé de sentirme aliviado por ello, la presión social, en el trabajo y en la familia me estaba llevando a un estado de estrés difícil de asumir. Escribir por evasión, esta debe ser mi realidad. No sé aún lo que pudo significar Mirna para mi, más allá de una borrosa fotografía de un periódico viejo, que alguien había fotocopiado sin ninguna calidad. Pero, aquel viaje me marcó decisivamente, hasta el punto de cambiar mi forma de enfrentarme a la vida cotidiana. Nada sucedió de especial relevancia, las proporciones de la historia eran mínimas, y definitivamente no podía sacar petróleo de donde no había más que buenas intenciones. Hasta el momento en que empecé a valorar como beneficioso para mi salud mental sentirme entretenido con mis notas y tachaduras, no se me había ocurrido que aquello pudiese durar tanto. Cuando, durante mi estancia en Berlín, indagué sobre la existencia de Mirna, traté de antemano de asumir mi primaria incredulidad y no fue hasta que encontré una persona con suficiente edad como para haber vivido en aquella época, que empecé a encontrar indicios de realidad tales, como que el café-concierto El Submarino, había existido, si bien las circunstancias en las que me relataron que había desaparecido habían sido terribles. Hubo un incendio y muchas personas que asistían a un espectáculo de cabaret murieron en él, también los propietarios. El lugar fue reconstruido y se ha convertido en la actualidad en un supermercado, los que tienden a parecer en el centro de las grandes ciudades como hongos en octubre. Podría haber aducido el poco interés que despertaba en mi visitar un súper, y sin embargo lo había hecho unos días antes acompañado también en ese caso por el cocinero del hotel el señor Rulf Steigen. Pero, a pesar de todos mis reparos, debo reconocer, que una vez realzado aquella curiosa visita, sería necio, incluso pretencioso, no reconocer que me causó una fuerte impresión, hasta el punto de comprar unos pepinillos y un poco de queso. Una vez resulta esa incógnita y las imágenes que generó en forma de pesadilla, en la que la gente salía ardiendo del supermercado, golpeándose contra la puerta de cristal a brazados a sus lechugas y a sus bandejas de ternera, cerdo y tomates, me preocupó seguir sin encontrar un rastro fiable sobre la vida espectacular de Mirna. Seguía sin darle crédito a la historia del doctor y todo estaba muy confuso. Me dije, sin embargo, que por mi parte no habría de quedar y me dirigí a una biblioteca pública, en la que pude consultar las páginas de espectáculos de periódicos de la época. Plácidamente sentado en aquel lugar, me había dejado llevar por aquel ambiente tranquilo que tan bien conocía y me dejé llevar por todo tipo de fantasías y ensoñaciones que iban dando forma en mi mente al cuento que quería escribir. Tomaba notas, y, en cierto modo, empecé a entender la forma de divertirse y de enfrentarse al ocio de los berlineses. Me sorprendieron aquellas páginas de cabarets y opera, que tan lejos quedaban del Berlín entregado de rudos trabajadores. Aquello demostraba, como pasa en otras partes del mundo, que tememos no saber que hacer con el tiempo libre y que tan sólo descansar para volver al trabajo no parecía una solución. Eso me recordó que tenía otros motivos por los que había viajado hasta allí y que debía atenderlos. Debo insistir, sin reconciliación, en que es importante atender a ese rasgo inviolable que nos diferencia como seres humanos, entre los que saben que hacer con su ocio y los que no; y además están los artistas. Por fin, bajó la fiebre, la gripe empezaba a ceder sus posiciones y me animé a leer algo en la cama. Un amigo del cocinero, cuyo padre había muerto en la guerra tenía fotos de aquella época de Mirna con algunos hombres en una fiesta, y aseguraba que aquel señor que aparecía en ellas era el padre. Todos en la foto parecían divertirse, pero si me preguntaran, no sabría decir si aquella imagen de mujer se parecía en algo a aquella otra de las fotocopias de Berstein. Cuando el amigo de Rulf Steigen finalizó su visita -que agradecí levantándome de la cama y ofreciéndoles a ambos unos licores y una galletas saladas-, prometió hacer unas copias y enviármelas a través de nuestro común amigo. El único amigo que tenía en aquella ciudad era el cocinero, y era un amigo tan reciente que no quería abusar de su generosidad, pero él insistía en visitarme y traerme cada día alguna cosa de 31


la cocina. Me veía como si pensara que estaba demasiado flaco o mal alimentado, y aquel gesto de tristeza cuando me ofrecía algún alimento, era más que suficiente para que yo aceptara su ofrecimiento y allí mismo, comer lo que fuera mientras él me observaba sonriendo. A la semana siguiente me encontraba muco mejor, aunque no completamente recuperado y empecé a pensar que no quería volver a mi país. Era como si la gripe, la historia de Mirna y las nuevas amistades que hacía, en realidad, respondieran a una orden del inconsciente que deseaba alargar aquel viaje. Un día, sin previo aviso, compré unas entradas para el fútbol de un encuentro amistoso e invité a Steigen. Sabía que era un gran aficionado a seguir los partidos en la televisión del hall, pero además jugaba el Barcelona y el Hertha BSC, y por algún motivo pensé que podía ser una buena ocasión de hermanar las dos ciudades a través del deporte y la amistad, por encima de cualquier resultado que se diera en el encuentro. Se trataba pues de una amistad que avanzaba y en el descanso de aquel partido, Steigen me mostró una fotografía de su mujer. Parecía tener poderosas razones para que aquel hombre estuviera tan enamorado de ella y que llevara en su cartera una foto de ambos en una playa durante unas vacaciones en España. Todo me resultaba muy lógico, y descubrí que habían veraneado en mi país con frecuencia, y entonces empecé a entender que si alguien había sido amable con él en España en alguna de aquellas ocasiones, él se sintiera capaz de devolver la misma amabilidad. Ahora bien, cuanto más amable se mostraba, yo más olvidaba el nexo primero de aquella fluida comunicación, e iba perdiendo interés por mencionar a Mirna, por preguntar por ella y por situarla en aquellas visitas. De vuelta a Madrid no podía dejar de pensar en lo amable que había sido Rulf Steigen. Llegué a casa a eso de las seis de la tarde y me metí en cama. Tenía como un sarpullido por el largo viaje y el cansancio hacía que lo viera todo doble, pero mantenía el tono de voz y eso fue suficiente para rogar a los niños que no hicieran ruido. Tengo dos hijos, creo que no lo he mencionado, dos diablos que corren por casa como si estuvieran en el parque. Mientras intentaba dormir, pensaba en mi mujer; tampoco les he dicho que soy viudo. En un pensamiento lejano, sumido en los vapores del sueño, la veía joven, jugando conmigo en nuestro noviazgo, corriendo por la sierra y escondiéndose detrás de los árboles. A mi estas cosas me parecen como si me pasaran cada vez que las recuerdo, de modo que si muriese en el comienzo de uno de mis sueños, me encontrarían sonriendo como un niño que se va para cama la noche de navidad pensando en la visita de del señor que le traería los juguetes. Más aún, cuando esos sueños son recuerdos de mi mujer, a la que me gustaría contarle todas las aventuras vividas en este viaje, que no ha sido fácil, pero me ha llenado de propósitos. Es probable que haya pasado otros viajes parecidos, pero ausentes de esa intensidad porque no les haya dedicado la misma atención.

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Dos Perritos Inclinados

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1 Dos Perritos Inclinados A pesar de los mejores momentos vividos en su barrio, si le preguntaran un motivo, sólo uno, no sabría decir. Los periodistas extranjeros se ocupaban de sacar fotos a todo, no dejaban de registrar las costumbres de las señoras, de los ancianos, de los adolescentes que no solían estar en el mismo sitio mucho tiempo, pero a los que también les seguían la pista, y de todo lo demás que sucedía en la calle. Si un perro se meaba en una esquina, allí estaban ellos para sacarle una foto. De ordinario, la gente no les prestaba mucha atención, pasaban a su lado y los saludaban pero atentos a sus recados y quehaceres cotidianos. El reportaje entraba en una campaña europea para la recuperación de las viejas costumbres, la vida sosegada y la arquitectura popular. Aún, en tal momento, no se habían dado cuenta del cambio que supondría exponer estos espacios de vida predecible en las páginas de sus revistas y que todo el mundo lo viera. Lo de descubrir qué había detrás de aquel ambiente ajeno a las prisas del mundo y sus problemas, eso iba a ser algo más difícil y probablemente imposible de publicar. Pero esa sensación permanecía en el aire y debían consolarse con contar que ellos lo habían notado, que era real y cuando terminaron su trabajo, que les había costado abandonar aquel lugar. Había un hombre en la plaza que vendía joyas, parecían buenas, pero no lo eran. Se las ofrecía a los turistas, e insistía en que se probaran los collares y los pendientes, pero con los relojes era un poco más comedido, nadie sabe por qué. El viejo insiste en colocar su maleta, que se abre como una mesa, cerca de la salida de la plaza, por si los municipales llegan sin avisar. La hija de Samuel, el vendedor de joyería, celebraba su mayoría de edad el sábado, y se ofreció sin demasiada claridad a ayudarlo unos días para conseguir algo de dinero y preparar su fiesta. Por cada pieza que ella pudiera vender se quedaba un porcentaje, y además, Samuel prometiera darle algo más por ayudarle con la maleta. Precisamente, su hermano Raulet se había ofrecido para ese trabajo, pero ella era la mayor y en ese momento lo necesitaba más. Fue de tal magnitud la ofensa, que el muchacho llevaba dos días encerrado en su habitación sin apenas comer, y en general, en aquellos momentos de descrédito por su capricho, se sentía muy decepcionado por el mundo y la poca atención que le prestaban. El motivo oculto por el que Shara intentaba aprender el oficio era que quería casarse pronto y le parecía mejor eso que limpiar escaleras, y de momento lo que tenía claro, era que iba a tener que luchar también con su hermano. Cada uno, en su vida, tiene que llevar pesos con los que no cuenta de antemano pero se convierten en responsabilidades a las que no se puede renunciar, y para ella Raulet estaba a punto de convertirse en uno de esos pesos. Nadie en el mundo, a medida que va creciendo, puede renunciar a los compromisos vitales que la misma vida nos ofrece, que forman parte de nuestro carácter y nuestra solvencia. Sabemos que somos observados y puestos a prueba para que, todos a nuestro alrededor, conozcan nuestra solvencia, o integridad, o valía, o mejor llamarle fidelidad. Nadie se fía de los cobardes, pero sobre todo, nadie se fía de los que rehuyen sus compromisos vitales, de los que rehuyen cosas como una madre enferma, un hermano irresponsable, un hijo deficiente psíquico, este tipo de cosas. Pero también suele suceder, que en algunos casos, por amor, se llega a creer que la vida es una huida hacia adelante, y se renuncia a todo poniendo tierra por medio. Este no era el caso de Shara, pero ya le empezaba a causar cierta fatiga ser responsable de su hermano todo el tiempo, y como no encontró otra forma mejor de contentarlo por haberlo desplazado portando la maleta de joyas de su padre, decidió que si lo invitaba a la fiesta de cumpleaños -lo que no tenía pensado hacer de antemano por miedo a que se la 35


estropeara-. Todo sería más llevadero. Bernie fue invitado al cumpleaños de pura casualidad, y en cambio, Shara rehusó invitar a su compañero y amigo Sterny Brigthy porque “no encajaba”, según sus propias palabras, por eso el viejo Sterny puso toda su confianza en que más tarde, Bernie le contaría todo lo que allí aconteciera, por eso y porque no le permitirían sacar fotos. Parte del material recogido en formato fotográfico y las impresiones personales con forma de artículo periodísticos que los acompañaban ya habían sido enviados, y posiblemente no estarían más de una semana allí. Trataban con su trabajo de reproducir la atmósfera de un lugar peculiar, de retratar a sus gentes y sus costumbres más secretas, pero el excesivo celo por conseguirlo, en ocasiones había provocado que los vecinos los rechazaran y hubiesen perdido algunas buenas oportunidades de retratarlos. Con aquel trabajo, Bernie esperaba obtener una mención especial en el periódico para el que trabajaban, y que eso le supusiera un contrato estable, o al menos, que contaran con él con más frecuencia; así estaban las cosas. No es innecesario añadir que, después de la invitación, se entregó con todos sus sentidos en prepararse para la fiesta, pero también hay que aclarar que no esperaba otra cosa que conocer un poco más de aquellas gentes, ni tontear con las chicas, ni diversión liberada. Sin embargo, Sterny no era hombre apocado ni de pocas palabras, no tenía el temperamento de los grandes hombres con grandes responsabilidades sobre sus hombros. Y lo cierto era, que esa forma de ser tan desprendida, tan libre y ligera, no le había sido de mucha ayuda, sobre todo en la opinión que otros se formaban de él. Además, después del tiempo que pasara recorriendo las calles de aquel lugar, hablando con todos y mostrándose como una persona amable y confiada, no quería echarlo a perder, consciente de que su personalidad ya lo había estropeado todo en otras ocasiones. Es posible que en su preparación olvidase ponerse perfume, planchar de nuevo su camisa, o alguna otra cosa, pero le parecía más importante que se notara que había puesto mucho de su parte, que se había puesto a ello y que había pasado la tarde acicalándose porque apreciaba la invitación y el gesto que tuvieran con él, que, por otra parte, aparecer como un reluciente galán dispuesto a molestar a todos los otros chicos que posiblemente tendrían sus aspiraciones con algunas de las invitadas. Durante la fiesta que se celebró apenas una semana después, los muchachos “hicieron piña” al principio con bromas y carcajadas, sin que Sterny pudiera saber acerca de que iban aquellos chistes que parecían tan graciosos, y sin dejar de dudar un momento, que en alguno de ellos pudiera aparecer él mismo. Cada uno de los chicos se había preparado para la fiesta con sus mejores galas, llevaban camisa blanca en su mayoría, recién lavadas y planchadas. Algunos usaban sombrero americano, con largas viseras de béisbol, lo que le pareció notable y sorprendente a la vez. Había uno que llevaba un reloj cromado grande y brillante, y se esforzaba por tirar de la camisa hacia atrás para poder ver la hora, lo que hacía con frecuencia. Un chico menudo e inquieto no dejaba de acercarse al lugar donde dos chicas ofrecían vino, colas y licores, procuraba dos o tres vaso de cada vez y se lo llevaba a sus compañeros. Ninguno parecía fumar, o si lo hacían, no querían llenar el local de humo, porque a las chicas no les gustaba, y además habían elaborado unos carteles de colores donde explicitaban que no se hiciera. Es posible que a la madre de Shara tampoco le gustara, y como la fiesta se hacía en los bajos de su casa, justo allí donde solía tender la colada, es posible que hubiera dado un aviso explícito de que no deseaba llegar por la mañana y encontrar ahumada la ropa, recogida sobre una mesa en una esquina. Poco a poco, el periodista iba entrando en conversación y rompiendo el hielo. A eso de las doce se abrió la puerta y apareció Samuel al que nadie esperaba, estaba vez sin su maletín y un poquito achispado. Era un hombre corpulento pero no intimidaba porque todos lo conocían y le fueron haciendo sitio para que pudiera pasar. Por pura lógica, su inquietud se debía al sentimiento que invade a los padres más posesivos cuando su hijos crecen y sienten que los pierden, o al menos, eso era lo que Sterny imaginó en un primer momento. Se hizo el silencio como esperando su aprobación, y él comenzó diciendo que estaba muy bien, que todo estaba muy bien, y se giraba intentando ver a través de la niebla que lo invadía. No era hábil en los discursos pero, de lo que se podía desprender de sus palabras, estaba muy orgulloso de su hija. Se apoyó sobre el hombro de uno de los muchachos con una mano fuerte que parecía una garra y ya 36


no veía más que su propio pecho a punto de echar unas lágrimas. Su voz se iba quebrando y la pasión por la vida y sus etapas lo dominaba. Así las cosas, cuando por fin pudo de nuevo, levantar lar la cabeza y coger fuerzas dijo: “Amigos, este es mi mejor joya”, y abrazó a su hija, para después con un escueto, “pasarlo bien”, se dirigió a la salida y desapareció. Sterny aceptaba cualquier cosa que pudiera suceder con una curiosidad sin límite, pero era consciente de que una explicación de los aspectos tan diferentes de una cultura que no le era del todo ajena, le vendría bien. Con la excepción de los aspectos religiosos que estaban en decadencia y no eran tan diferentes de los de su país, nada podía decir como crítica más que cada persona acepta o no las costumbres de sus padres según como las ve. Los aspectos más oscuros de la inclinación al alcohol de las clases populares deberían ser encuadrados en la insatisfacción de sus vidas programadas en los planes del gobierno, en el rol que se les destina y en su propia incapacidad para salir de los prejuicios que otros tienen sobre ellos, por eso Sterny lo miraba todo con la inocencia de un niño y nunca aceptaba valores preconcebidos ante cada nueva sorpresa. Al salir pasó al lado de él y dijo algo indescifrable, como no cabía duda de que se había dirigido a él, se sintió confuso y sin saber que hacer. Mientras se iba alejando uno de los muchachos se le acercó y le dijo que no se lo tuviera en cuanta, que era un buen hombre. En su vida no había hecho otra cosa que intentar ganar un poco de dinero para que a su familia no le faltara de nada, ese había sido el motor de su existencia. Se sintió inquieto al oír lo que le estaba diciendo Claudio porque, en verdad que no había interpretado aquellas palabras del viejo como una afrenta. Le contestó que conocía otros hombres así, que de hecho, su padre se le pareciera bastante en vida y que estaba acostumbrado a diferenciar resentimiento y gratuita crueldad. Claudio se tomó sus palabras como una ofensa y se retiró sin responder. Un momento antes del amanecer, después de una noche de bailes, cerveza con ron y algunas escapadas de unos y otros para estar solos, los pocos que quedaban en pie se fueron a la plaza del pueblo y allí se sentaron. La hija de Samuel se había mareado y la habían tenido que llevar a casa. Además, se había caído un par de veces y llevaba las rodillas rascadas y sangrando, por lo que tuvieron que introducirla furtivamente en el baño, hacerle una cura y después meterla en la cama sin que nadie en la casa supiera lo que pasaba. Su madre, que se había pasado la tarde ayudándoles a organizar la fiesta después de un terrible día de trabajo, había caído dormida como una roca, y era como si se hubiese aislado y estuviera en otra dimensión, así que, posiblemente, tantas precauciones para no hacer ruido no hubiesen sido necesarias porque no se hubiese despertado ni aunque le pusieran una bomba debajo de la cama. Sterny, deseando aprender las costumbres de todos, ponía de su parte lo que hiciera falta para no llamar la atención y permanecer en un segundo plano, pero su exceso de educación y celo bienintencionado al pedir las cosas empezaba a molestar. La noche daba a su fin, y los síntomas del cansancio el descontento y las viejas rencillas, por algún motivo que sólo Dios conoce, hizo pasar a aquellos adolescentes de la diversión al malestar y después a reacciones violentas y fanfarronadas difíciles de entender. Algunos se sentían abatidos, una chica se había echado a llorar porque la había dejado su novio recientemente, y a Sterny le faltó tiempo para comprender que alguien había puesto algo en las bebidas que no resultaba nada divertido o que la tolerancia al alcohol no era muy alta por aquellos lugares. Intentó reconocer aquellos síntomas sin tener en cuenta a los que seguían bebiendo, o a los que habían dejado de hacerlo y experimentaban una especie de resaca que los excitaba. Cuando Sterny miró más allá de la plaza, se encontró con la figura opulenta de Samuel desplazándose como si anduviera sobre un barco y se alejaba por una callejuela, los había estado mirando y también parecía mareado. En un momento se paró y se llevó la mano a la boca para detener sus arcadas, después siguió caminando y desapareció. A Sterny lo acababa de dejar su novia y estaba buscando un sitio para vivir que le gustara, para así poder desplazarse y empezar en otro lado. Era por eso que deseaba que aquellos chicos le cayeran bien, que ellos y sus familias y otras personas en el barrio, lo reconocieran como un amigo. Pero algo no funcionó, intentaba ir demasiado deprisa y no era bien vista ese ansia artificial por ser reconocido. Ya había pasado otras veces por situaciones parecidas, cuando había estado solo y no había sido 37


porque realmente lo deseara, había sentido entonces en la piel un calor humeante, casi de sudor hervido, que sin embargo soportaba mejor en los días de aventuras. Entonces, su espíritu rejuvenecía y se sentía con ganas de moverse, de correr por la noche, de tomar un auto y conducir sin final a pesar de su carrocería ardiente bajo un sol vengativo. Pero, la idea frenética de dejar atrás otro destino fallido, se llevaba por delante algunos sueños que había tardado mucho en construir. A esas alturas del terrible final de fiesta, ya podía hacerse una idea del carácter violentamente insospechado en la novedad del forastero. Y, a pesar de todas las provocaciones a las que sometía a su entorno, le pareció inteligente. Con frecuencia adoptaba una postura indiferente con este tipo de adolescentes, dispuestos a comerse el mundo y pasar por encima de cualquiera que se pusiera en medio como si pasara con su coche por encima de un gato viejo. Y luego, una vez todo hubiera acabado y se hubiese salido con la suya, aunque no valiera su esfuerzo más que su ego, se echaría a reír con ojos brillantes, respirando profundamente y ya dispuesto para recibir su corona. Tal vez, Sterny no supo ser lo suficientemente hábil con él. Normalmente sabía como tratar a chicos difíciles, pero no fue el caso y su forma de evitarlo fue tan evidente que pasó a la brusquedad ante la insistencia. Le repetía que bebiera como una orden, y Sterny se levantó y se alejó unos pasos indicándole que lo dejara en paz. Más tarde se inició una pelea en la que Sterny medio, y por supuesto Claudio estaba en ella. Hubo movimientos muy violentos, navajas y rotura de botella, y cuando parecía que todo terminaba, Sterny dio un empujón a Claudio que cayó por unas escaleras y se rompió la cabeza, la muerte fue instantánea.

2 Los Jardines Repetidos El devenir de una vida tan sórdida le hacía acordarse de su vida antes del accidente. Aquello lo había cambiado todo y lo cierto es que, en cierto modo, tuvo mucha suerte. Nunca había sido problemático ni violento en ese punto y eso le ayudó para apenas pasar un par de años en la cárcel y salir un par de meses antes por buena conducta. Allí, en sus últimas reuniones con su abogado, le informaron de que le habían echado una mano desde el periódico con lo de las referencias, y que el juez había tenido en cuenta que todo señalaba a un accidente, pero que la gravedad de los hechos y la insistencia de la familia del muchacho muerto, le dejaban claro que sólo su trayectoria en la vida, le había rebajado el castigo. Dentro de aquellos muros aprendió a hablar para sí, sin que nadie lo notara y alargando las conversaciones consigo mismo hasta que era la hora de salir al patio. No todo lo que se decía tenía sentido, pero sí tenía sentido intentar evadirse con juegos semejantes. Esos juegos los mantuvo cuando salió y se dedicó a deambular por las plazas de diferentes ciudades como sonámbulo. Ninguna cosa que hubiera a su alrededor parecía interesarle, cunado no hacía tanto que todo lo emocionaba y sorprendía, la arquitectura, el clima, las voces de la calle y sus gentes. Un año después de su dolorosa escapada empezaron los remordimientos. Era verano y no podía deshacerse de la idea de volver al barrio donde todo sucediera, de creer que mantenía sus impresiones y que podría recuperar las sensaciones perdidas. Apareció por sus calles como un turista empobrecido, irreconocible, barbudo y sin asearse. Había escrito a su familia para tranquilizarlos, pero no deseaba volver al hogar de sus padres y sus hermanos. Se incorporaba a su vida una día de sol tras otro, y aceptó buscar la sombra entre los indigentes. Incluso a la sombra el 38


calor del aire dificultaba la respiración. Fuera de los arcos de los soportales algunos transeúntes despistados pasaban sin miedo a cocerse, enrojecidos y sudorosos, no era buena idea, aún entre aquellos que buscaban una terraza con sombrilla. No le importaba dormir en la calle, pero le quedaba algo de dinero y la primera noche en el barrio decidió dormir en una pensión. Por la mañana, al despertar y bajar a la recepción le dijeron que habían estado preguntando por él, un muchacho joven con cara de pocos amigos al que el conserje había visto pasar varias veces por la acera pero al que no conocía. Al parecer, el muchacho tenía el pelo afeitado y portaba camiseta, jeans y zapatos negros. Sterny se ha duchado y se ha afeitado y por su forma de expresarse le hace comprender al conserje que no se trata de un solitario abandonado a su suerte, tampoco le parece un viajero o un turista, pero, por no equivocarse, prefiere ser tan correcto con él como lo sería con el rey si apareciera por aquella puerta (a pesar de que era un convencido republicano). Todo sigue normal en las horas siguientes. Sterny se da una vuelta por el barrio, que, es necesario decirlo, es una ciudad en pequeño y haría falta más de un día para ir de una punta a otra. La vida trascurre con normalidad, lo que le hace recordar viejas impresiones acerca de los signos de vida que le emocionan, chimeneas humeantes y sus olores, ropa oreando sobre las fachadas, las madres llevando a los niños al cole sin perder un segundo, los jardineros regando los parques, los taxistas en su para leyendo la prensa apoyados en sus coches, todo forma parte de ruleta que no se detiene. El paseo no es en vano, se situa en la plaza para fumarse un pitillo, y un poco más tarde aparece Samuel, con su mesa portátil de joyas falsas, y se pone a la sombra de un edificio de piedra, un edificio oficial de puerta de cristal que abre y cierra cuando alguien se aproxima. No es precisamente un hombre de recursos, y menos ahora que recién salido de la cárcel no tenía a nadie a quien recurrir en caso de catástrofe, más que su familia más cercana, pero eso no le asusta. Consigue facilmente cambiar de posición y sentarse en otro ángulo de una escalera, más cerca de Samuel y más sumido en la sombra. Todo lo que podía ver se hallaba aparentemente en el sitio exacto que lo dejara unos años antes y, en su pensamiento, había tomado una forma definitiva y real que, al menos allí, nunca podría cambiar. Pero también, y aunque nunca se lo contaría a nadie, notaba como en un periodo relativamente corto de tiempo, todo había envejecido de forma acelerada, y el mismo había sucumbido a esa brujería. El viejo Salomón estaba aún más viejo, y la mesa donde guardaba sus joyas tenía una pata rota a la que le habían puesto cinta americana y unas grapas. No se trataba de algo ruin e indignante, no es que no quisiera gastar dinero en una mesita nueva, es que la gente se encariña con las cosas que usa cada día y se ve que a él le parecía bien así. Esa naturaleza que nos lleva a dejarnos acompañar en nuestra vejez por cosas que lo han hecho toda nuestra vida, nos hace parecer ajemos a un mundo que se moderniza y cambia a cada minuto. Con contenida felicidad (era la primera vez que se sentía así después de su paso por la cárcel), se dispuso a permanecer inmóvil el tiempo necesario, cubierto por una sombra ligera, soportando el calor, pero a salvo. La luz del sol era tan fuerte a aquellas horas, que apenas se podía mirar directamente a las casas con sus reflejos de paredes brillantes; en ellas, la sequedad del ambiente rebotaba y convertía las calles aledañas en tubos de calefacción por aire. No era tan viejo, pero se sentía como si le hubieran puesto sesenta años encima, y como hacía en sus años de juventud, ya no sería capaz de pasar horas en una piscina municipal tirándose de cabeza al agua sin descanso, y sobre todo, ya no sería capaz de aquel ánimo que desafiaba todas las quemaduras y cualquier temperatura por aterradora que la hubiesen presentado en el parte meteorológico. La libertad de su cuerpo desnudo corriendo entre los bañistas, saltando sobre cuerpos y toallas ajenas sin respeto alguno. ¿Qué embriagada resurrección tendría que ocurrir para volver a ser el mismo? No era bueno ponerse melancólico a mediodía, así que intentó no pensar en la felicidad de la juventud perdida. La atracción de regresar a aquel lugar, a los ruidos de sus calles y las voces inconfundibles de mercados y bares, le producía una sensación muy fuerte. No podía pensar en si corría peligro, en si podía quedarse al margen del mundo y sus inquietudes, y aún así, aunque no se percatase de que el tiempo era precioso y no conseguía arrancar, continuaba imbuido por aquel caballo atropellado de sensaciones, enredado en su laberinto, recorriendo la espiral que él mismo creaba en su vértigo. No 39


había preocupaciones, y la angustia de verse de pronto libre, incapaz de tanto aire, empezaba a retroceder. El aspecto del hombre en la plaza, mirando a su alrededor, le hizo comprender que no se había esforzado lo suficiente por comprender que no sólo lo tranquilizaba, sino que tenía que haber algo más que lo había llevado hasta allí. En los primeros minutos en su nuevo emplazamiento creyó descubrir que había sido un error estar tan cerca de Samuel, primero porque él apenas se movía y segundo porque hasta allí llegaba el olor a comidas de un bar y eso lo mareaba. Había otro inconveniente que se manifestaba en ese momento: de alguna manera, empezaba a creer que nada era como lo recordaba. La observación ininterrumpida de Samuel, tampoco era un entretenimiento especialmente gozoso, si tenemos en cuenta que apenas nadie le compraba nada y ya no comunicaba las excelencias de su producto a pleno pulmón, tal y como hiciera en otro tiempo. Por fin, apenas media hora después, apareció ante sus ojos la figura de Shara exquisitamente vestida para una tarde de calor, con unos pantalones cortos y una blusa casi transparente. En ese momento una nueva duda se manifestó en la mente del aspirante a periodista, y era que tal vez había vuelto a aquel lugar, había esperado el momento, y se había pasado la mañana sentado en aquel punto, porque en su inconsciente esperaba verla de nuevo. Estaba muy crecida, y sus formas eran las de una mujer madura, aunque por otra parte le seguía pareciendo una estudiante. ¡Allí estaba ella! O, más bien, su imagen y la forma súbita de un nuevo rubor desconocido. Por fin, ante sus ojos, encontraba el significado de su desamparo. Ya no quería ser periodista, ya le daba igual si volvía a la cárcel o si por hacer las cosas que hacía terminaba por perder la razón, todo daba igual porque la había vuelto a ver. En su mente ideas absurdas y otras más realistas tomaban forma sin control y eso lo hacía feliz. ¿Estaba recuperando sus ilusiones? Parecía haber pasado una eternidad desde cualquier tiempo de su vida que alumbrara cosas importantes. Mucho había cambiado en los últimos pocos años, y todo lo que no había conseguido ese cambio, al menos lo había doblado hasta hacerlo apoyar la cara en el suelo. Sucesos concretos que parecían destinados a minar su moral y dejarlo caer carente de todo orgullo. Pero era aquella tarde la que al fin, después de su última gran derrota -esta vez nada menos que ante un respetado tribunal de justicia-, creía estar recuperando la lucidez y las ganas de vivir. En ese tiempo, hasta que terminó el verano, pudo asistir a la misma operación cada día, ella llegaba para plegar la mesa y ayudar a su padre a volver a casa. Parecía que nunca se hubiese sentido tan confundido por una presencia femenina, o que a la mujer con la que había vivido hasta entonces, nunca la hubiese querido, o al menos, no hubiese sentido algo, ni de lejos tan firme, como lo que ahora sentía. En lo que respecta al amor nunca somos del todo objetivos. No se encontraba del todo preparado para eso, y ni siquiera sabía si ella había alguna vez pensado en él. En ocasiones parecidas en el pasado, lo había visto todo como la solución de una tormenta, pero ese no era el caso esta vez. Intuía con aquella chica un horizonte despejado de dificultades añadidas, y digo añadidas porque la primera dificultad sería convencerla de que él era el hombre que le convenía. Al fin, un día en que el sol se tomó un respiro y aparecieron unas pequeñas nubes que jugaban a esconderlo, Shara lo reconoció. Lamentó entonces haberse expuesto tanto, pero esperó mientras ella echaba a andar desde el centro de la plaza y se dirigía hacia él. Lo acusó de inconsciente y descuidado por estar allí, de querer provocar a la familia de Claudio, el chico muerto y le informó de que todos sabían que andaba rondando por aquellas calles y que a nadie le gustaba. Desde aquel momento comprendió que había una oportunidad, que su voz sofocada no era casual y que él le importaba. En otras circunstancias, todos los que lo conocían lo sabían, sería capaz de la empresa más descomunal y aparentemente imposible. No daba por superada ninguna prueba inicial, era consciente de las dificultades. Habló con ella y dijo lo que se suele decir en estos casos: cuando había salido, que tenía pensado y si sus planes eran realistas, si tenía algún trabajo o forma de vida y si había quedado arrepentido para ya nunca volver a caer en un error parecido. Fue en ese punto que comprendió que muchos de lo vecinos del barrio no creían que se hubiese tratado de un accidente: posiblemente, el juez tampoco. Esta era la forma de perder de nuevo, el estigma. Cada día, al igual que Samuel, iba a la plaza y hacía como que se entretenía leyendo algo, 40


propaganda de los buzones o cosas peores. La miraba cuando acudía para acompañar al viejo de vuelta a casa. No podía evitar acudir a su cita, había algo de irresistible en aquella dinámica. Pero también había algo de seductor en ella, en su apariencia cambiante y su forma de conducirse. Tenía una forma de andar característica, poco común en las mujeres -a él siempre le había parecido que las mujeres caminaban apretando las piernas, al contrario que los hombres-, daba pasos cortos, pero eso le posibilitaba darlos con cierta rapidez y moverse con energía. No había nada de refinado en eso, más bien parecía una moda que se extendía a las dependientas de los centros comerciales o al ritmo de las madres que salían de trabajar para recoger a los niños en el cole sin descanso. Es un detalle que a otros les parecería carente de cualquier importancia, pero para él, nada que tuviera que ver con Shara dejaba de serlo. Además, le producía un placer no del todo alcanzable, poder estudiarla, observar sus gestos y manías, coincidir con sus gustos y disfrutar de sus cambios en la forma de vestir, el calzado, el peinado, todo ese tipo de cosas que las mujeres interpretan como un puzzle. No podía frenar su entusiasmo, y no sería exagerar afirmar que no parecía sano todo lo que interpretaba, la obsesión, como se dejaba llevar y lo que le hacía sentir. Otro día, mientras Shara lo disponía todo para echar a andar manteniendo cogido a su padre por un brazo, pasó a su lado uno de los chicos del pueblo al que Sterny pareció reconocer como uno de los que asistieran a la noche de la fiesta fatal. El chico saludó a Shara y dijo algo que Sterny no consiguió entender, pero que interpretó como un piropo, después el muchacho echó una carcajada y se alejó orgulloso de sí mismo. A esa hora, con todo el calor y con las calles solitarias, resultaba chocante que el viejo se empeñara en acudir a su cita con la plaza. Es posible que se acabara de levantar y que no encontrara un modo mejor de pasar el tiempo hasta la hora de ir a comer. A una edad no queda nada mejor que hacer que mantenerse en las costumbres para que el equilibrio del cuerpo no se venga abajo y posiblemente algún médico que le aconsejara que se moviera, cuando su tendencia era a sentarse y no moverse. Shara comprende su propia dedicación y parece asumirla sin queja alguna, su padre y su dificultad al andar es parte ya de su vida, de la nueva vida de una juventud comprometida, aunque sólo fuera en parte, por los achaques de aquel anciano. Los mira, sabe que se irán en dirección opuesta y como un acto reflejo, cada día mira el reloj de la torre: las doce del mediodía. No variaba, alguien se encargaba de engrasarlo y mirar cada día de que no variara ni un minuto. ¿Era posible que se tratara de un reloj de cuerda y que cada día alguien se encargara también de girar una palanca para que anduviera, además de todo el mantenimiento? Llevaba allí sentado casi dos horas y en ese tiempo no había pasado nada reseñable, nada que lo pusiera en tensión, a él o a otras personas que andaban por allí, sentados o paseantes. Y eso lo consideraba una cuestión de suerte, que le proporcionaba la posibilidad de seguir acudiendo cada día sin que nada cambiara, y que su imaginación siguiera alimentando aquella fábula con forma de incipiente mujer. Para él, sería en vano que alguien intentara convencerlo de que la vida era otra cosa y que debía salir de aquella pereza que lo ataba y buscar una salida, no por buscar la aprobación general o de su familia, ni por demostrar que aún podía concebir una solución para sus sueños golpeados, sino porque de eso se trataba todo. Se cumplía con el Estado y la sociedad tal y como mandaban las leyes, se podía considerar a sí mismo -y todo apuntaba instintivamente a que debía hacerlo- una partícula intrascendente del fenómeno terrestre, o si se prefiere de los acontecimientos de la nada y por lo tanto aceptar, que debemos hacer lo que debemos hacer, allí donde encajamos, sin grandes razones ni la promesa de una solución final. Pero si bien, su dolor no era definitivo, visto desde fuera, tal y como actuaba y el aspecto que se empeñaba en abandonar a propósito, daba la impresión de transitar el borde del abismo. Esta lamentable confusión no era culpa suya, pero ayudaría que se esforzara, aunque sólo fuese un poco, por agradar a sus semejantes, a la gente con la que se cruzaba por la calle, a su casero, y so no lo hacía por ellos debería haberlo hecho por Shara. Nadie, en esa confusión, podía sentir el verdadero ruido interior que lo movía, la cuerda que vibraba y lo hacía levantarse cada mañana en busca de un lugar a la sombra donde sentarse un par de horas. Pero en cuanto a Shara, era tarde para pensar en acicalarse como un pretendiente, ella lo había visto y había 41


halado con él en alguna ocasión y si le había desagradado su aspecto, el mal ya estaba hecho y no tenía muchas oportunidades de parecer algo distinto de lo que era, un forastero sin destino ni mayores inquietudes. Todo en él era un inconveniente y tenía la cualidad de provocar un efecto que se detenía en la superficie, y puesto que en ese tiempo todos en el barrio parecían dispuestos a una mejora en el orden, la limpieza y las dotaciones para instalaciones municipales, nadie podía estar contento con seres como él que deambulaban sin motivo aparente.

3 El Cajón De: Prefiero El Silencio A La Fuga El casero lo despertó un día de principios de mes, estaba muy pesado con eso de que quería cobrar antes del día cinco, porque él también tenía que pagar sus recibos, o eso dijo. En ese momento, sin darse demasiada prisa en buscar la cartera en sus pantalones y extenderle un billete, comprendió que deseaba deshacerse de él y que si demoraba el pago lo echaría sin contemplaciones. Era un hombre severo, acostumbrado a tratar con sus deudores, incapaz de la duda y resuelto a los peores modos si fuese necesario; un maleducado en toda regla. Sterny le había pedido pagar a mediados, que era cuando recibía algo de dinero de su familia, pero no hubo forma. Y aún peor, se lo tomó como una debilidad a explotar, y por eso, sólo dos semanas después de que su huésped se instalara, el día primero estuvo allí para cobrar la parte del mes que le correspondía. “El mes siguiente le tocará entero”, le dijo, pero a Sterny no hacía falta que se lo recordara, lo sabía muy bien. El señor Balleck siempre había exigido de sus clientes tres cosas importantes, que no hicieran ruido, que fueran limpios en los espacios comunes y que pagarán sin demoras, si bien, Sterny sabía que algunos de sus mejores clientes sí tenían crédito. Sin darse cuenta por completo de que eso era un secreto mal guardado. ¿Se ponía exigente con él como acusándolo de ser una persona de la que nadie se podía fiar? Como se dio cuenta de que aquel tipo lo iba a molestar más de la cuenta, se dispuso a limpiar la mirilla de la puerta y ponerla de nuevo en uso, y una vez concluido ese proceso de defensa, estaría dispuesto a no abrirle si se ponía muy pesado. Alguien había sido muy descuidado al pintar la puerta y había pasado la brocha justo por encima. Se preguntó si el señor Balleck había seguido el mismo proceso de pintado en todas las habitaciones y si esa decisión había sido debida a algún pensionista que se le hubiese atrincherado, tal vez insultándolo mientras lo miraba a través de la puerta. Aún cuando durante aquellos días no dudó un instante de que conseguiría tener la mirilla limpia para observar las idas y venidas del casero, lo cierto es que la pintura se resistía al disolvente. No dejaba de frotar cuando creía que nadie podía oírlo al otro lado de la puerta, jadeaba y maldecía y no parecía que consiguiera su objetivo. Conforme su paciencia se fue agotando iba cambiando de producto y sus métodos se iban volviendo más expeditivos cada minuto que pasaba. Pasó al malestar, a la impaciencia y finalmente a la desesperación, cuando por fin se decidió a rascar con un cuchillo de cocina el pequeño trozo cóncavo de cristal de cristal que sobresalía de la madera de la puerta. Era importante para él tener la visión del pasillo si iba a vivir allí un tiempo, pero nasabía cuanto. Al fin después de tanta entrega consiguió su objetivo, no sin algunos arañazos lo que hacía que todo se viera sucio y segado al otro lado; limpió la parte exterior y se sintió orgulloso de haber, al fin, conseguido su objetivo. Estar ocupado en pequeñas cosas como la que acabo de relatar era para él un placer más que trabajo, darle vueltas a su habitación, limpiando o cambiando muebles de 42


sitio era otro de esos entretenimientos. Pero no quería que todo pareciese demasiado a su gusto, ni que cada cosa estuviera ordenada y en el sitio preciso porque sabía que su vida estaba abocada a las mudanzas, y era mejor eso que andar moviendo cosas que, al fin, serían prescindibles. En ese momento, su presencia en el barrio era ya de sobra conocida, y provocaba algunas discusiones entre el grupo de amigos de Shara, a los que ella intentaba contener. Y así como Sterny caminaba por las calles sin interesarse por aquellos a los que una vez había querido conocer, los que sí asumían que lo conocía, se paraban para verlo pasar sin dejar de mostrar su desagrado. No se sentía del todo fuerte, y tosía con frecuencia, y tal vez era debido a que no se alimentaba lo suficiente que adelgazaba cada día y se sentía fatigado. Ese podía ser otro de los motivos de su carácter en transición, de su reticencia a hablar abiertamente con gente en plena calle, a los que no conocía, o a ser menos servicial o colaborativo. No deseaba ser malinterpretado y su posición ya no era de superioridad como se había considerado en otro tiempo. Algo había cambiado que le hacía creer que si se ofrecía a ayudar a una de aquellas señoras en el mercado que portaban bolsas tan pesadas, es posible que desearan darle una propina; así de confundido se encontraba y tan estrafalario era su aspecto que provocaba ese tipo de confusiones. Uno de aquellos días Samuel dejó de acudir a su cita con la plaza y los turistas. Pasaron unos días y todo seguía igual, la plaza sin la presencia del joyero, y el igual de abandonado sin la visita diaria de Shara. Y entonces, cuando más afectado se sentía decidió preguntar a un hombre que se sentaba cada día en la terraza del café de al lado, y con el que había entablado cortas conversaciones otras veces. “¿Cómo es posible que Samuel no esté en la plaza, precisamente esos días en los que él sabe que habrá más gente por allí debido al buen tiempo y las nuevas cafeterías?” Pero el hombre no parece prestarle demasiada atención, está con la mirada perdida en alguna parte indefinida de la calle y no le contesta. Entonces pasa a su lado una señora cargada de bolsas en las que sobresales hortalizas y una barra de pan y también le pregunta. Pregunta repetidamente a todos los que pasan a su lado pues no es la primera vez que se siente perdido y parece que sabe como abordar a los desconocidos sin producir ningún temor. Aquella señora con bolsas del mercado, le parece una cara conocida, y en el caso de que no esté equivocado, es posible que tenga alguna relación con los chicos que acudieron a la fiesta de mayoría de edad de Shara la noche fatal. Si es ella, es posible que estuviera entre el público que asistió a su juicio, o también que se esté obsesionando con algunas cosas que no le hacen bien y sólo se trate de un parecido familiar. Esto le hace pensar en su situación personal, en como todo derivó en una perdida de aspiraciones, de ilusiones y de la vida que tenía, desde entonces. Se siente apesadumbrado, y se queda mirando el lugar de plaza en donde debería estar Samuel, con su maleta de joyas falsas y Shara, manteniéndolo firme para evitar un desafortunado derrumbe. Muchos lo miraban con desconfianza, pues ya sabían quien era o lo que lo ataba al barrio desde su pasado. Sin embargo, él sentía un gran respeto hacia ellos, tal y como se representaba en su llegada en medio de aquel bullicio de familias y juegos. No quería ser malinterpretado. Pero hay un mandato de solidaridad, una regla de vecindad, que lo convertía en aquel que les había causado un daño. Eso iba más allá de la desaprobación, y tal vez Shara y otros no lo vieran así, pero le iba a costar un esfuerzo descomunal superar todo aquel rechazo. Por mucho arrepentimiento que sintiera, aunque el siguiera creyendo firmemente que se había tratado de un lamentable accidente, el perdón era algo que no estaba en sus límites. Y consideraba que lo necesitaba y asumía que no lo iba a conseguir nunca. Para Sterny, no había nada de provocador en su conducta, lo repetiría un millón de veces si fuera necesario. Se asombraba de la capacidad de alguna gente para estancarse en un hecho pasado y comportarse como si el mundo le debiera algo. Según necesitaba creer, la primera parte de su vida había sido un completo fracaso, un error inesperado, pero que debía asumir. A partir de ahí, necesitaba recuperar la confianza en el mundo, y ese era otro de los motivos de volver a aquel lugar, saberse señalado, y aún así, ser capaz de superarlo. En aquella lucha, sus días ya no le pertenecían, porque esperaba poder demostrar algo que no sabía exactamente lo era, pero que tenía que ver con su orgullo. Y que justamente, siendo así las cosas, ya no podía renunciar a permanecer en el Barrio 43


Sosiego, entre sus gentes y en el centro de sus conflictos. Estas reflexiones también le servían para darle a sus pensamientos una forma asumible, pero no podía ir a ciegas, creer tanto en ellas que, por así decirlo, fuera dándose con la cabeza contra los marcos de las puertas. No había ricos en el barrio, al contrario de lo que suele suceder, pues hasta en el lugar más pobre y olvidado de Dios, siempre hay algún pretencioso paseando su mercedes entre la necesidad de los demás. La expresión más amarga de la necesidad, el hambre, por fortuna no siempre se manifiesta en los barrios humildes porque parece que a la organización política les sale más barato ayudarlos que soportar sus protestas, y es posible que ese sea el motivo que haga la vida tan llevadera en estos lugares. Digamos que nadie les ofrece oportunidades para salir de su condición de pobres, pero posibilitan que el lugar sea habitable y que los ciudadanos que lo habitan, lo conviertan con sus costumbres y el aprecio que le demuestran en un hogar. Todo podía suceder, cualquier cosa se podía hacer en busca de algo de dinero, y la venta ambulante era una de esas cosas. Aquella práctica estaba tan generalizada, que de una forma u otra, con un producto u otro, todos en el barrio eran comerciantes desde niños y esos niños se esforzaban por serlo en serio, de modo que cuando llegaran a una edad conveniente pudieran montar sus propios negocios, lo que era como cumplir una vieja promesa. El hermano de Shara había ingresado en el ejército recientemente y eso lo alejaba de las pretensiones familiares de ayudar en la tienda bisutería. Se acercaba el otoño pero aún hacía calor y los jardineros habían mantenido su horario de agosto, que era más amplio porque los parques parecían resecos y desatendidos después de un verano duro y caliente. Es posible que aquella parte de la ciudad, inesperadamente baja y con los edificios extraordinariamente pegados los unos a los otros, contribuyera a convertirlo en una hoya a presión en la que, ni en las calles más anchas, corría el aire. Sterny aprovechaba el papel higiénico del baño comunitario en su planta, para llevar un poco en el bolsillo y secarse el sudor de la nuca donde, incidía especialmente en su caso, se concentraba y terminaba por bajar por la espalda. Esperaba que el casero no apreciara un aumento en el consumo de papel porque protestaría, como solía hacerlo por todo el resto. Seguía yendo a la plaza a diario, pero como Samuel no aparecía y tampoco lo hacía Shara, después de pasar allí una hora u hora y media, se dedicaba a dar paseos por las calles aledañas. Se decía que si tenían que portar con sus manos y brazos la mesa, con las “joyas” hasta la plaza la distancia hasta su destino no podía estar lejos y así era. Un día, de forma inesperada, al lado del mercado vio una persiana y a un lado una puerta de cristal, sobre las dos un pequeño cartel pintado de forma artesanal decía, “Bisutería Samuel”. Los clientes del mercado pasaban delante de él como si no importara demasiado que estuviera cerrado. Fuera por lo que fuera, aquellas viejas oficinas en las que apenas cabían dos personas de pie, y en las que se vendía de todo de todo, iban cerrando una tras otra y parecía haberle llegado el turno a la del padre de Shara justo en aquel momento. Había un timbre que sonó triste y enfermizo, pero que no hacía falta por que con golpear los nudillos sobre la persiana, si hubiera alguien dentro de aquellos deis metros cuadrados, no podría obviar la llamada. El destino parecía especialmente interesado en ponérselo difícil, ¡no dejaba de castigar su iniciativa! Ese era el resumen de su situación, cada vez que tomaba interés por algo, el destino lo castigaba y precisamente era por eso, por lo que nadie lo podía culpar por su indolencia. Una mañana, sentado de nuevo en los soportales de la plaza, se puso cómodo sobre una piedra al pie de una columna en la que podía apoyar la espalda. No era lo más cómodo del mundo pero ese día no tenía dinero para tomar un café en una terraza. Ya todos a su alrededor lo conocían y comprendían que nada lo haría cambiar de costumbres fácilmente. Unos minutos después, aún sentado en la misma espartana posición, su cabeza se volvió al centro de la plaza desde donde llegaba una música de acordeón malamente interpretada. Esta música sombría nacía de un músico callejero que se había situado muy cerca del punto en el que hasta entonces Samuel colocaba su mesa y su falsa sonrisa de tahúr. Era, posiblemente, el lugar más frecuentado y perfecto para recibir propinas, o al menos si no gustaba aquel arte, ofrecer a los viandantes la posibilidad de deshacerse de pequeñas monedas que le pesaban en los bolsillos. La instalación había sido tan rápida, que 44


Sterny bajó la cabeza para pensar mirando al suelo, y cuando la volvió a levantar, ya el músico había colocado una silla, había abierto el estuche y extraído su instrumento, se había colocado cómodamente y había empezado a tocar una melodía popular. Si hubiese aparecido después de una cortina de humo, como en ocasiones los magos hacen aparecer a lindas señoritas en los circos, no hubiera sido más efectivo. Las manos de dedos largos y peludos se movían vertiginosamente sobre los botones y las teclas, y los brazos sobresalían sobre la camisa remangada abriendo y cerrando el fuelle repintado como si se tratara de la cola de un pavo real. Aquella música, al principio, pareció embriagarlo, se dejó llevar y cerró los ojos. De pronto, los abrió de golpe y empezó a sentirse nervioso. ¿Qué estaba haciendo? No podía permitirse tanto placer; no mientras no encontrara lo que buscaba. Aquel tiempo de desamparo le había dado una sensibilidad especial, una capacidad de emocionarse y dejarse llevar que nunca antes había experimentado. Tal vez también eso lo había alarmado al salir de sus ensoñaciones. Había sido capaz de escuchar aquella música con el corazón. Sin haberlo pretendido le sería imposible decir todo lo que había sentido porque hasta sus manos temblaban por no haber sido capaz de controlar aquella “fuerza” desconocida. Entonces, una nueva idea lo alarmó, si había desarrollado sus sentidos y emociones en aquella dirección, si no se había dado cuenta hasta aquel momento, ¿era posible que su cólera se hubiese desarrollado del mismo modo? ¿Se habría convertido, sin haberlo apreciado todavía, en un ser violento incapaz de controlar sus reacciones? Cada vez que ese pensamiento volvía, el corazón se le aceleraba y las manos le empezaban a sudar sin control alguno. La muerte de Claudio había sido un accidente, necesitaba, al menos estar seguro de eso, pero... ¿Si en aquel momento se viera involucrado en una situación semejante, obraría de forma violenta consciente de la consecuencia sus actos? Aquellos viejos amigos, ya no los vio a su vuelta durante el tiempo que pasó hasta ese día. Si no formaban parte de aquellos que deseaban deshacerse de él hasta marginarlo, como era de suponer por su naturaleza, al menos debían asumirse como parte del cuerpo vecinal silencioso, el que nunca se compromete ni sale en ayuda del débil. Así pues, saliendo de aquellas reuniones en el bar por los motivos realmente extraordinarios que el pueblo considera, aquellos que en otro tiempo conociera, se resistirían a abrir los viejos cauces de la amistad en las nuevas circunstancias pero no se resistirían al halago de dejarse fotografiar, para ocupar de nuevo unas páginas del semanario en el que Bernie, su colega, aún seguía trabajando. Y aunque para algunos vecinos, que parecían seguir todos sus movimientos desde sus ventanas cerrada, esa reacción a favor de la prensa, sería una prueba de la salud, equilibrio y buena voluntad de su juventud, para él era objeto de profunda tristeza y reflexión, y esos pensamientos giraban alrededor de sus propias dudas, inseguridades y la confianza perdida. Los encontró en un callejón de puertas cerradas con trancas y candados viejos, pintadas de verde y rojo, algunas de maderas podridas. Lo empujaron contra una pared y lo amenazaron de muerte. Sobre sus cabezas hondeaba la ropa de la colada de las vecinas como banderas y cada golpe de viento dejaba caer unas gotas de agua sobre sus cabezas. De las ventanas abiertas salían conversaciones de cocina y se oía el ruido de los cubiertos al chocar con los platos: era la hora de la comida. Algunos viandantes pasaban a lo lejos por la calle principal, pero si alguno pensó en entrar o pasar por allí, no lo hizo, y por el tiempo que duró la escena nadie hizo presencia en el callejón. Sterny se sentía mal, no por la violencia con que lo humillaban, sino por aquellas caras tan reconocibles a las que aún les tenía algún aprecio. Le preguntaron por sus intenciones y si no se daba cuenta del daño que le hacía a los padres del chico al nadar por allí luciéndose libre, mientras él estaba muerto. Las últimas palabras de aquellos chicos fueron pronunciadas con mucha rabia y con la garganta rota de ira, y a continuación fue como si lo hubiesen dejado todo muy claro y no hubiera más que hablar; la mañana daba a su fin y el sol de otoño golpeaba con fuerza contra una de las paredes. Se cogió con una mano el costado donde había recibido uno de los golpes y el lugar que más le dolía, se quedó un momento sin poder respirar y se inclinó sobre las rodillas mientras los veía alejarse. En los primeros pasos de su aventura, nada había importado más que volver a verla y que sentirse 45


en el sitio preciso en el que ese acontecimiento podía suceder. Pero una vez conseguido, había entrado en un bucle de inconstantes contrariedades que truncaban el plan diario de sus encuentros y eso lo llevaba a nuevas y profundas tristezas. Poco antes de su encuentro con los chicos del barrio, se había conmovido con la idea de que tal vez, ese día, de nuevo apareciera Samuel con su mesa de abalorios, y más tarde, tal vez, Shara para recogerlo y llevarlo a su casa. El prodigio de la esperanza y su capacidad de sentirlo era lo que le hacía creerse capaz de todo, fiel a un sueño sin grandes pretensiones. Lo trastornó el enfrentamiento con los amigos de Claudio y también los suyos (en otro tiempo, ahora enemigos declarados) y eso lo llevaría a hacer algunos cambios en sus costumbres. Samuel parecía definitivamente desaparecido, pero aquel día en el que todo parecía dispuesto a suceder, justo antes de su tropezón con Grusso y los otros -Grusso había estado muy unido a Claudio, y había llorado mucho por el después de su muerte, prometiendo venganza, sin terminar de creerlo del todo), en aquel momento del mediodía, entró Shara en la plaza, en el lado opuesto del que él se encontraba, y en ese momento creyó que ya nunca podría combatir contra aquel fuego (tal vez fue por eso, que minutos más tarde no se sintió intimidado por Grusso, ni sus golpes le dolieron, ni pensó en retirarse y no dar aquella batalla). A través de los brillos de los escaparates, en día soleado y claro como los mejores días del verano, desde su puesto bajo los soportales, envuelto en un bullicio de cafeterías a derecha e izquierda, la vio dirigirse a él como un animal mitológico, una fuerza nostálgica y convincente a pesar de su juventud, dispuesta a todo, decidida contra cualquier amenaza o crítica, la miró acercarse con el afán de su voz, no como una mujer de carne y hueso, sino como una respuesta de la naturaleza. Llegó hasta él con paso ligero y su habitual palidez parecía acentuarse por el reflejo de la luz del sol en el blanco de su vestido. En su rostro había una apacible sonrisa y eso lo tranquilizó. Le hizo un gesto con la mano en la distancia, como un saludo, después se acercó y se sentó a su lado. Cuando recuperó el aire y dejó de respirar con la fatiga de la carrera, le habló con un susurro pausado. Apenas era un soplido articulado entre dientes pero suficiente para que pudiera entender cada palabra. La expresión de su voz fue tomando un matiz triste cuando le contó que Samuel, su padre, había caído y se había golpeado la cabeza. Todo se había complicado a partir de entonces y la familia no pasaba por su mejor momento, Entonces, ella mostró preocupación por su aspecto, delgado, y como dijo, “desatendido”. No quiso profundizar en su aspecto, pero le señaló la cara con el dedo índice, y observó que iba sin afeitar, que su ropa hacia mucho que no pasaba por una lavadora y que sus zapatos estaban rotos. Se fijaba en cada detalle y volvió a hacer un largo silencio. Pausadamente puso su mano sobre su hombro y añadió, “tienes que cuidarte”. Después le pidió que pasara a comer por casa uno de aquellos días, que lo estarían esperando y desapareció atravesando la plaza, voluptuosamente, casi flotando, mientras a Sterny se le taponaban los oídos y un pitido desconocido se mantuvo hasta que dejó de verla.

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1 El Músculo Estremecido Era una hora avanzada de la tarde y todos sus amigos se habían ido, Lamparina y Garcés Tévez, que seguían acostados al sol, un cuerpo junto al otro, apenas se movían. Lamparina no parecía muy cansada, casi nunca lo parecía, pero era una de las que tenía mucho más que hacer a pesar de sus escapadas. El sol ardía como un soplete y la peor parte se la estaba llevando en la espalda, que se sometía a la aplicación constante de un castigo buscado cada día, pues así parecía si no fuera que el descanso por la noche después de estas jornadas, era mucho más profundo. Inesperadamente, algunos gritos que procedían de la playa y las carreras de algunos bañistas por congregarse en la orilla le hizo pensar que podía tratarse de un ahogado, pero no era así. El entusiasmo iba subiendo y algunos señalaban el horizonte como si se tratara de la salvación que acudía sin motivo aparente, a sus vidas. Lamparita se puso panza arriba y se apoyó sobre sus codos para tener una visión más elevada de lo que estaba sucediendo. Cada vez que hacía, esto un mezcla de olores, de protectores solares, de tabaco, de fritangas del chiringuito y de sal marina, volvía para invadirla y recordarle donde estaba. No era desagradable del todo, sobre todo si corría una leve brisa e impedía una excesiva concentración de fritangas y humo de barbacoas. No podía dejar de mirar aquella escena histérica que relacionó en algún sentido con el fanatismo religioso, y por un momento fantaseó con la idea de que Jesucristo estuviera andando sobre las aguas. El peso de la tarde se mostraba sin piedad en las marcas rojas del bikini sobre a carne quemada y el escozor al moverse o al volver a tumbarse sobre las partes más sensibles de la espalda. La desagradable sensación de encontrarse en un mundo de shows gratuitos fue disminuyendo cuando escuchó aquellos gritos de salvación, “es la Rosse Grosse”, repetían con reconocimiento emocionado. Se incorporó sobre sus codos y se dispuso a contemplar lo que sucedía. Del brillo cristalino del mar emanaba nuevo giro del barco como un fluir que se apoyaba en los aduladores. Un continuo y zigzagueante navegar en busca en busca de la corriente de fans, como si alguien a bordo diera órdenes precisas de seguir aquel canto de sirenas. Se acercaba a la orilla y los ánimos se exacerbaban en busca de una foto, mientras Garcés Tévez, ajeno a todo, ponía su mano dulcemente sobre el brazo de Lamparina y jugaba a que se trataba de una distracción; ella no lo retiraba. Apoyando su cabeza en la toalla, abrió un ojo y la miró, estremeciéndose de aquella imagen de ceño fruncido y ojos perdidos en el horizonte. Se mezclaba en esa sensación de plenitud otra menos inspiradora, lo más parecido a la inquietud de una certeza, un pensamiento que quería rechazar sin éxito, y ese era el que ella expresaba con su indiferencia; nada, en sus términos, en realidad parecía importarle. Por fin lo dejó ir, y de nuevo se sumió en sus imaginaciones sensuales y hedonistas. En demasiadas ocasiones, asustada y acosada por los admiradores, había salido huyendo o se había refugiado en un comercio o un taxi inconsciente de su importancia para tanta gente. No era agradable para Rosse Grosse someterse a esa falta de libertad, pero al fin y al cabo era su profesión, a muchos otros les pasaba parecido y, sobre todo, ella lo había elegido. Demasiado tarde y demasiados intereses en juego para orientar su carrera hacía algo menos popular. Por fin salió a saludar, el barco se mantuvo a distancia suficiente de la multitud porque algunos se habían metido en el agua y nadaban hacia ellos, ¿qué pretenderían? Acerca de estos comportamientos deplorables, 48


debo decir que la conducta humana siempre ha resultado para mi un misterio, pero también sé que tienen sus motivos para hacer cosas semejantes y que eso, posiblemente forma parte de las pasiones que alimentan su supervivencia. Tristes de nosotros, los anodinos, los que vamos perdiendo por el camino todas nuestras aspiraciones e ilusiones sin apenas percatarnos de ello. Garcés le pasaba algo parecido, y empezaba a aceptar como algo normal que todos menos Lamparina se creyeran mucho más divertidos que él. Debo añadir en su defensa, que los tontos se ríen de tonterías y no deben esperar que algunos menos tontos compartan su noción del humor. Por su parte, en ocasiones, Lamparina estaba ocupada en algo similar, deseaba conocer su valía y tener la certeza de que la confianza que demostraba en sus capacidades no la estuviera traicionando. ¿Inseguridad o prudencia? Garcés terminó por abrir los dos ojos del todo, sus miradas se cruzaron por un momento pero ella estaba interesada en algo que pasaba en la orilla. Su aspecto era de satisfacción por el espectáculo, pero también de incredulidad. Parecía que no iba a hacer ningún comentario al respecto, lo que terminó por provocar, también en él, un comedido interés. Sin percatarse de su sincronización se han puesto los dos sentados y cogiéndose las rodillas como en la grada de un cine de verano en el que todos se sentaban sobre la hierba. Siguen sin hablar, se dirían que han discutido, pero no es así. Por eso Garcés intenta una sonrisa perenne que no convence a nadie. Sin intentar encontrar el punto de partida de su amistad, eso nos llevaría a algún momento en una vacaciones en el extranjero, no nos resulta difícil adivinar el efecto sedativo que ella le infringe, casi siempre contra su voluntad. No hay más que verlos para entender que le sirve de apoyo, un gran apoyo sin duda, por muy injusto que nos pudiera parecer. Verlos pasear por sitios retirados o a él salir pitando cuando recibe una llamada porque desea que la lleve a una fiesta, es suficiente para comprenderlo. De eso a entrar en los motivos de tan paciente dedicación, sacar de Garcés todas las posibles implicaciones psicológicas en sus cada reacción que tuviera que ver con esa desigual relación, habría un puente largo de cruzar, incluso, si me apuran, de peligrosos descubrimientos. No siempre estamos preparados para asumir más de lo que podemos aceptar, por muy claro que nos lo muestren. Si no fuera por ese retorcido entramado de la psiquis, cualquiera habría renunciado a sus pretensiones y habría buscado el calor de otros besos menos intermitentes. El amigo de Garcés, un joven de familia adinerada, le había pedido que se fuera del país lo antes posible, pues tenía información contrastada por su familia, de que estaba a punto de estallar una rebelión que derivaría inexorablemente en una guerra civil. Era una petición extravagante para unos jóvenes que no tenían preocupaciones políticas ni necesidades económicas, y en verano se dedicaban a pasarlo lo mejor que podían. Tal vez intentaban que el último verano fuera siempre un acontecimiento, un referente y, por supuesto, superar al verano anterior. Odele tenía fórmulas para todo y consejos para cualquiera, pero aquello no se lo hubiese esperado. ¿Salir del país? ¿A dónde? Se trataba entonces de saber donde terminaba su ateísmo y donde empezaba su pasión por la literatura. Sólo de una relación semejante podía haber salido una idea tan absurda. Me pregunto por qué algunas historias prefieren de gente así, tan ajena a lo se cierne sobre ellos. No es que los considere personajes menores, después de todo, yo también soy de la opinión de que no vinimos al mundo a estar tristes, al menos, desde el principio. No eran conscientes de lo que se les venía encima, eso parece cierto, a todos nos pasó; y en el momento en el que empezamos a darnos cuenta de que iba esto, entonces, la lucha contra la tristeza, en estos personajes y en mi, debería haberlo sido todo. No son menos dignos los seres inconscientes por no sentir esa tenaza. Lamparina era la persona más sana que conocía -hablando en un sentido extrictamente físico, claro está-, sobre todo porque se cuidaba al contrario de sus otros amigos que hacían sufrir sus vísceras con exceso de comida y de bebida. Y él mismo, tuviera que someterse a una dieta porque durante un tiempo sentía náuseas después de las comidas y eso le hacía volverse irascible y enfadarse con todos a su alrededor. En uno de aquellos momentos tuvo una discusión muy fuerte con su progenitor lo que casi termina a golpes, y tuvo que comprometerse a ir al médico. Desde aquel lamentable episodio y su posterior consulta, seguía con seriedad la dieta impuesta, lo que 49


tampoco contribuía a mejorar sus enfados. Lamparina hizo un comentario acerca de lo fuerte que estaba el sol con eso quería decir que estaba más roja que de costumbre y que esa noche no iba a poder dormir por el escozor que le iba a producir. Debía haber tomado las precauciones necesarias, y tenía crema protectora en el bolso, pero había olvidado ponerla. Al intentar pasar su mano sobre uno de sus brazos notó el dolor y la separó de repente, casi de un golpe. Garcés revisó el bolso (lo hacía con frecuencia sin que a ella le importara) y le ofreció la crema protectora, “demasiado tarde”, dijo ella. Ninguno de los dos era ajena a situaciones parecidas en momentos muy parecidos de otros años, ni de la frecuencia con la que podía caer en el mismo error, sin que parecieran dispuestos a tenerlo en cuenta en ocasiones posteriores; sin duda sus cabezas estaban en cosas bastante más excitantes que ponerse crema, si es que eso puede existir. En tal situación, como no deseaba irse todavía, se refugió bajo una sombrilla y al momento apareció un muchacho para cobrarle por ello y también por la hamaca en la que se había acostado. Habitualmente no usaban esos servicios, de hecho, él se quedo en su toalla a su lado. Acostumbraban a tomar el sol en sus toallas sobre la arena, sin más, pero parecía una ocasión especial que tenía que ver con el interés que el espectáculo de Rosse Grosse estaba creando con su presencia. Como no encontraban la más mínima relación entre lo que estaba sucediendo y sus propias vidas, ella intentaba no ser absolutamente explícita en el interés que demostraba -miraba pero se hacía la distraída, por así decirlo-, cuando él hizo notar que si no se iban a quedar mucho rato no debería haber pagado media hora de hamaca. “Todos quieren salvarse”, se dijo, como si el aburrimiento fuera la muerte y las estrellas del entretenimiento, líderes de audiencia y sin los que nadie puede conocer qué es lo último en moda, pudieran redimirlos. Las fiesta de la pasada noche la había fatigado, mucho bailar y aguantar a un pesado que no dejaba de repetirle que su padre tenía derecho a empezar una nueva vida; el tipo estaba borracho. Por fortuna había dormitado sobre la toalla hasta lo del incidente en la orilla, pero la somnolencia continuaba. Así que, en lugar de hacer planes para volver a salir esa noche, pensó que lo mejor iba a ser quedarse un rato más en la playa, llegar a casa, cenar algo ligero y meterse en cama. No era mala idea, en ocasiones tenía tintes de sensatez que la asustaban; ¿se estaría haciendo mayor? Por supuesto que su padre no tenía derecho a rehacer su vida después de la muerte de Selena. Vanamente se había esforzado los últimos meses, por hacerle entender que ella había sido una diosa, y que el lugar en que se encontraba ahora no restaba un ápice de realidad a esa afirmación y que por eso le exigía un respeto. Por otra parte, era consciente que se descubría todo lo infantil que llevaba dentro cuando pensaba en su madre fallecida y la imposibilidad de ser sustituida. Estaba espantosamente decidida a impedir que ninguna mujer, por llena que estuviera de planes, de ilusión, de alegría y de inteligencia, pudiera restarle valor a esos recuerdos. En ese momento de la tarde en que el sol ya permitía que se viera el poder de su bola de fuego sobre la linea del horizonte, los socorristas hicieron una linea en la orilla, e inútilmente intentaban convencer a la gente de la necesidad de mentenerse sobre la arena y no nadar hacia el barco. Había tenido la idea, unos meses atrás, de llevarse a su padre lejos, de proponerle un viaje a un país diferente, posiblemente con un invierno largo y cubierto de nieve; ese habría sido fantástico. Así que lo intentó, lo puso con las espada contra la pared y lo amenazó, “te quedarás totalmente solo si tu devenir egoísta toma presencia en mi vida”. En aquel momento ella ya sabía que la otra mujer existía, que era maravillosa y que el momento de que se la presentara era inminente. Luego, las largas discusiones, los recuerdos traídos a la conversación sin motivo, las discusiones, los razonamientos imposibles; parecían más un matrimonio frente a su posible separación, que un padre y su hija. Para terminar de reafirmarse en su posición, y convencerlo a él de que podría perderla, le dijo que el año próximo quería estudiar en el extranjero y que eso le dejaría vía libre en sus “aspiraciones otoñales”. Otoñales, así lo dijo. Y no tardó en obtener una respuesta a su rabieta, él estuvo de acuerdo y desapareció unos días. Apenas hubo comprobado que no podía seguir por ese camino, se convenció de que debía tener en cuenta un nuevo argumento; el padre severo, el que había hecho todo por 50


mantener la familia unida hasta el último momento, el que le había enseñado a valerse por si misma, en realidad, se ponía a su altura, y eso constataba de que podía ser más niño si no se le permitía acceder a sus caprichos. Media hora más tarde seguían en la playa, el espectáculo continuaba, sobre todo porque la diva estaba encantada y se había puesto a cantar sobre la cubierta ( y cantar no era lo que mejor sabía hacer). No parecía que nadie se fuera a mover aún y entonces ocurrió algo que si se trataba de un hecho realmente notable, una columna de carros blindados pasó por la carretera con un estruendo que robó el protagonismo a la estrella de moda por un minuto. No eran muy grandes y Garcés hizo un comentario al respecto porque conocía algunos de aquellos aparatos. Iban correctamente alineados y probablemente se dirigían a la base americana que lindaba con el fin de la playa un kilómetro más adelante. Lamparina se lanza a su bolso, y si hasta el momento no lo había considerado necesario -posiblemente por coquetería-, ahora saca sus gafas de lejos y se las pone apresuradamente para poder ver los tanques antes de que desaparezcan detrás de una hilera de casas. Eso si que no se lo esperaba, pero sabía que a veces sucedía. Pronto le queda claro que en su país, sin que nadie le prestara verdadera atención, estaban pasando cosas que les afectaban y que algún magnate dirigía desde su torre de oro. Recordaba perfectamente las palabras de sus maestros que, dirigidas en clase a sus alumnos, los animaban a tomar parte en las grandes decisiones y no permitir que otros lo hicieran por ellos. Pero ella no era más que una jovencita que apenas asomaba a la vida exponiendo su sangre efervescente a todo tipo de pasiones, menos a la política; ya de eso deberían encargarse los adultos, daba por sentado. La playa, donde por primera vez se sintió deseada y feliz, quizás el único lugar de la ciudad donde podía estar sin escuchar que alguien repetía las alarmantes noticias que había oído en la radio o la televisión. Si bien, los riesgos de la playa también eran evidentes: si pasaba demasiado tiempo rodeada de todos aquellos fans acabaría por pensar como ellos y creer que el mundo era un lugar tan simple que no merecía la pena preocuparse por nada. Con frecuencia la vida la ponía a prueba, la actualizaba de su dejadez y la interrogaba sobre su futuro. Cuando pasaba temporadas de absoluta inacción, fuera de horarios escolares o cualquier otra actividad útil o creativa, se soportaba mejor, de una forma insípida y carente de remordimientos. Entonces volvía el verano lleno de inocentes sensaciones que creía que habían desaparecido para siempre y no lo quería estropear. Se dejaba adormecer por la tiranía de una arena recalentada por su mejor aliado, el sol impío. En tal estado de quemazón, aún no aliviado por la tardía sombrilla, volvió a pensar que no estaba bien valorada, o al menos, tan valorada como esperaba. Esta insatisfacción era en parte culpa de ella y de su desgana, pero se negaba a admitirlo. La única disposición verdadera en las jóvenes de su edad, ella se incluía en esa categoría, era dejarse seducir y seducir a todos, daba igual si eran hombres o mujeres y su edad. Detestaba sus contradicciones, creerse capaz de juzgar al mundo por una falta de justicia que sólo existía en su cabeza y hacerlo desde una exacerbada frivolidad. Un hombre se hallaba apoyado en una farola, y si a Lamparina todo aquel ruido de gritos y tanques le pareciera sórdido, al hombre aún le había parecido peor. A veces se frotaba los ojos como si tuviera sueño, pero también daba en rascarse y en atusar el pelo de cejas y cabeza como un acto reflejo. Venía de lavarse en una de las fuentes de agua potable, y el pelo largo se pegaba a su cara como una maldición. Más allá de sus propios prejuicios, intentaba leer un cartel en un idioma que no era el suyo pero que entre otras cosas dejaba algo claro, “No perros en la playa”. Era un cartel de hierro con letras en tinta azul, y se dijo que aquellos carteles no eran baratos, así que se iban a quedar allí mucho tiempo. Lejos estamos de alcanzar nuevas enseñanzas si todas las órdenes son de un origen tan simple, se dijo. Había un sentido retorcido de la realidad, tan sólo permitida a los que aceptaban la conclusión de aquel cartel y otros tantos que se encontraba en su camino, en cualquier parque o plaza. Todo se había determinado mediante el uso del “no está permitido” y, por el contrario, la ausencia de metáforas sólo dispuestas para la inteligencia y la razón. Siendo ese entretenimiento una razón fugaz para existir, se puso derecho y se echo su saco a la espalda, muy digno sin mirar todo el rato al suelo, afortunadamente. Dos hombres de uniforme le dieron el alto 51


en la distancia y él, sin pensarlo, tiró lo que llevaba encima, y se dispuso a salir a la carrera. Parecía acorralado y su mirada era de susto. Saltó a la arena como única salida para escabullirse de sus perseguidores. Corrió hasta que no pudo más, para caer en medio de la multitud, escupiendo y regirgitando un trozo de pan que había comido un poco antes. Rosse Grosse seguía cantando y cambiándose un pareo por otro como una artistas de varietés. Todos se separaron del hombre e hicieron sitio para que la policía pudiera llevárselo. Lo más notable de la playa en el centro de la ciudad es la facilidad que cualquiera tenía para estar al tanto de todo. Era fácil incluso asistir a los acontecimientos más extraños e inesperados, cualquier cosa que pudieran mostrar en los informativos locales, posiblemente se podía conocer allí con tiempo suficiente. Es una ventaja tener un lugar así en la vida ordinaria de las clases populares, si bien, para ser justos, a los burgueses también les gustaba ir a husmear por allí. Un burgués no se siente cómodo en cualquier parte, necesita sus apoyos y aparatos, pero las clases trabajadoras lo tienen aún más difícil si intentan acceder a los clubs de la parte refinada del centro. Un burgués tiene un discurso, una forma de ver el mundo y es estricto en eso, lo que no encaja, no encaja y punto. Y de eso es una de las cosas de las que intento hablar, de lo difícil que suponía para Lamparita aceptarlo, aceptarse y reconocer que allí se sentía muy a gusto a pesar de las pequeñas diferencias. La escena del hombre huyendo de la policía y cayendo en medio de aquellos que lo encontraron divertido, o lo que es peor, les resultó totalmente indiferente, le resultó muy impresionable, sin reparar que aquello sucedía con frecuencia de forma más discreta. Su hamaca estaba situada en la parte más alta de la playa, así que pudo observar la “cacería” con toda claridad. Había otros hombres con aspecto de haber dormido en la calle por allí cerca y a pesar de que sabían que todos los días, más o menos a esa hora, una patrulla aparcaba su coche allí mismo y se daba una vuelta, no parecía ser suficiente para disuadirlos de organizar en aquel lugar, su único medio de subsistencia, el cambalache. Los policías, el uniforme limpio, algunos gafas oscuras y calzado reluciente, solían ponerse guantes de cuero negro para evitar marcas en las manos y en los detenidos, si consideraban que iban a necesitar ponerse violentos. Se acercaron sigilosamente a su presa, evitando ser vistos, por la espalda y cuando estuvieron tan cerca que casi lo podían tocar, él los vio y salió como un rayo. Cuando cayó vomitando se acercaron a él y sin miramientos le pusieron esas cintas de plástico en las muñecas que deben lastimar como cuchillas. Lamparina no podía culpar a la playa por lo sucedido, aunque, el despistado Garcés pagó su mal humor al principio. Al pobre hombre metieron en un furgón y allí lo tuvieran sin que nadie se percatara. Algunos minutos después, totalmente descompuesto fue puesto de nuevo en libertad. Sus ojos parecían sin vida, incapaces de llorar, resecos y hundidos. Miraba alrededor desorientado y abría la boca respirando como si le faltase el aire. Sobre la remera seguían las manchas de vómito de unos minutos antes. La detención del indocumentado señaló el final del día de playa lo que desconcertó a Garcés que aceptaba todo lo que ella proponía porque aquel tono no era el mejor como para intentar llevarle la contraria. Era relativamente fácil huir de los conflictos, mirar para otro lado e intentar calmarse. No había miedo en sus ojos como en los del mendigo, o el refugiado, o como le llamemos, en los ojos de Lamparina había incertidumbre pero también odio.

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2 Tropezar Con Los Acontecimientos Aquella misma noche, Lamparina sintió remordimientos por como había tratado a su amigo en la playa. El había aceptado solícitamente cada una de sus imposiciones, casi órdenes. Su impresión era la de haber interpretado un papel difícil de justificar y quería desprenderse de aquel sentimiento de culpa, así que no esperó y aquella misma noche lo llamó para invitarlo a una fiesta que había organizado el hotel en que se había alojado su padre por unos días -al menos mientras aquella mujer siguiera en la ciudad-. No era una fiesta muy grande, se esperaban entre treinta y cuarenta invitados, la mayoría alojados en el hotel. Uno de los camareros subió asustado de la cocina para decirle al gerente que unos gamberros habían puesto petardos en la puerta del patio y que habían salido corriendo. No parecían chicos alojados en el hotel porque se metieron en un coche y salieron pitando. Además de eso se habían dedicado a pintarlo todo con spray rojo, aludiendo al final de la burguesía. El camarero parecía realmente alarmado y el Gerente tuvo que tranquilizarlo diciéndole que por la mañana llamarían a la policía, pero que en aquel momento era importante centrarse en que la fiesta saliera bien, y añadió que le llevara de beber a los músicos. Garcés, que por casualidad llegó cuando los petardos hacían explosión, los vio huir y exclamó: “¡Malditos terroristas!” Después decidió entrar por la puerta de atrás y antes de que nadie se diera cuenta, estaba tomando Martinis sin necesidad de dar las explicaciones oportunas. En realidad no había para tanto, todos le parecían de lo más ordinario allí, pero debería haber avisado a Lamparina, y haber esperado fuera para entrar juntos, porque ella tenía los pases y porque su aspecto no era tan lustroso como deseara. Encontró al primer borracho de la noche apenas un momento más tarde. Aquel hombre ya tenía que venir perjudicado de su habitación porque a ningún mortal le hubiese dado tiempo a ponerse en el nivel de caerse contra todos, si así no fuera. En uno de sus movimiento hizo tres carambolas, y uno de aquellos hombres al que derramó su bebida casi lo golpea. No parecía un diplomático de tantos que se alojaban en el hotel, más bien, por sus rasgos, tenía el aspecto de un rudo campesino que había hecho fortuna y se la gastaba bebiendo y relacionándose con otros nuevos ricos. Solía ir junto a él, su mujer, que no bebía y se aburría horrores a su lado, y que ya se había ido a dormir. En el momento que Lamparina entró en el salón de baile, se paró antes de bajar las escaleras y se percató del desequilibrio poco natural que llevaba aquel hombre entre sus hombros y sus rodillas, así que fue hábil y dio un rodeo hasta reunirse con Garcés que no la vio llegar y seguía divertido con las evoluciones del invitado mareado. Una mujer con un traje negro muy apretado y un rubio nórdico difícil de obviar hizo su aparición más tarde. Lamparina la reconoció aunque sólo la había visto una vez antes de aquella. Era como la carta de presentación de su padre, que se habría entretenido a hablar con alguien y que llegaría sin resuello, siguiendo sus pasos como un perrito de compañía. Venían a bailar, ni siquiera sabían que ella estaría allí, y por su parte, Lamparina creyó que le resultarían indiferentes, pero no era del todo así. Nadie se ocupaba de nadie, se seguían unos a otros como en la manda se sigue el carácter como si se tratara de un signo de inteligencia. Cuando por fin los vio a los dos juntos comprendió que lo haría sufrir toda la vida, y que se había puesto aquellos tacones, siendo más alta que el doctor Terans, sólo por humillarlo. Era mucho más alta que él aún descalza, también se había maquillado en exceso y le sonrió cando la vio en la distancia, pero se movió en dirección contraria evitando que padre e hija pudieran reunirse, al menos en un primer momento. Lamparina aprovechó aquel momento para decirle a Garcés que había sido muy brusca con él aquella tarde y que tenía que perdonarla. Él no que no entendía nada, se encogió de hombros y miró a las parejas que se abrazaban y bailaban viejas canciones ligeras. En los alrededores del hotel los músicos habían pegado unos carteles anunciando la fiesta y eso no 53


había sido del gusto del gerente. Habían llegado también hasta una emisora de radio local para hablar de como se encontraban en la ciudad y como iba todo. A los ciudadanos le debió de parecer muy chocante todo aquello, porque conocían la reputación de exclusividad del hotel y sabían que si se acercaban hasta allí no los dejarían pasar. Aquel discurso en busca de popularidad ensuciaba aquella imagen que quería dar el hotel. El gerente mandaba a un empleado a sacar los carteles por la mañana, y algún gracioso, por la tarde los volvía a poner: eso estuvo a punto de costarle el contrato a los músicos. Se hubiera dicho que el mundo se estaba volviendo loco y ya no se respetaba nada. Sé que no es fácil ponerse en la librea de un gerente y mucho menos en su mentalidad después de tantos años sirviendo a la idea de un hotel clásico que empezaba a notar su decadencia. Ya nada era lo que parecía, hasta el punto de que algunos notables de la ciudad preferían hoteles más modernos y apeados de una moral y orden tan estrictos. Hasta ese momento a nadie le había parecido un problema poner barreras, letreros y órdenes que dejaran claro que las viejas normas, para ellos, seguían teniendo importancia. Al tiempo que la sala se iba llenando, antes de que las pequeñas incomodidades que producían los hombres que habían bebido más de la cuenta, desaparecieran arrinconadas por los bailarines, Lamparina creyó sentir la emoción de la primera vez que asistiera a una de esas fiestas, que por lo demás no habían sido tantas. Podía sentir sus quince años recién cumplidos la primera vez, y a los hombres guiñándoles el ojo con picardía, podía recordar el traje que le dejara su madre y podía recordar a su madre, aún con vida. Se trataba, más que nada, de creer que la falta de pistas para seguir con el mismo ánimo de entonces, no se debía a que las cosas hubiesen cambiado tanto. Y, sobre todo, sentirse exactamente igual de mimada y atendida por su infalible interlocutor, Garcés. De tal forma que al amor debe surgir de lo desconocido, y de que es un error salir en su busca, el respeto por los admiradores, tal y como a ella se le presentaba, debe ser irrenunciable. Sin la menor duda, se ponía en una situación, como tantas veces ocurre, de romper un corazón sin haber advertido de su desprendimiento. Era por eso que ella considera que aquella dedicación era la expresión máxima de la amistad, pero sabía que en algún momento se quebraría, como tantas otras cosas se habían quebrado en su vida. Vivir es ser susceptible a las decepciones que seguro nos aguardan y que sólo podía obviar con sus secretas travesuras. Si la vida se trataba de eso, debería sentirse obligada a no ser menos que otros. Solía repetir que en el amor y en la guerra todo vale, y eso en sus labios sonaba muy atrevido e insoportable, a veces. Nunca nadie podría ver a Garcés como realmente era, y sobre todo, a pesar de su forma de conducirse en la atracción que sentía por ella. Era algo así como un amor ciego, que parecía que mostraba sus cartas para comprometerla, pero tal vez sin hacerlo del todo. Ella se dejaba comprometer en apariencia, conmovida, pero o convencida. “Siempre hacemos las mismas cosas”, le decía pensando en que la juventud se les estaba yendo entre los dedos. Y, de repente, con la falta de conciencia y de ligereza en que ella a veces hacía algunas cosas, lo introdujo en el baño de mujeres, y allí lo sentó en un retrete mientras encendía un porro. Tal vez, él nunca conseguiría de ella lo que quería, pero le daba mucho. No sabía si aquello lo hacía madurar, pero se dejó besar y ella metió su lengua en su boca como si no le importara lo más mínimo lo que él pensara, o como si estuviera acostumbrada a hacerlo por puro compromiso. Después de aquello, sabía que no lo oiría quejarse en una temporada, pero podría seguir manteniendo sus posiciones y contando con él como muleta. Al salir del baño, contra la pared, en el angosto y mal iluminado pasillo, ella siente que resbala sobre el diminuto tacón de sus zapatos de fiesta. Posiblemente no era la primera persona que se había puesto sobre el vómito del borracho y se miraba los zapatos levantando las piernas mientras un camarero acudía en su auxilio armado de un caldero y una fregona. A todo el mundo se le daba por vomitar ese día, se dijo, tapándose la boca y la nariz con una mano. Se hubiera dicho que se trataba de un mal augurio, de un anuncio desastroso de un mal día que terminaba para empezar una era de hambre, tortura y desolación. “No leas más novelas clásicas” dijo Garcés mientras las sostenía por uno de sus brazos. Por primera vez, desde que la conocía, Garcés se muestra frío ante sus besos, ya conoce su 54


significado y ya no lo mantener la esperanza como en otras ocasiones, no se trata más que de un juego de una niña malcriada. Ella se pronuncia a favor de la revolución, a pesar de que no entiende nada de política, y él cree que ha bebido demasiado y lo hace por molestar a su padre que desde donde se encuentra puede oírla. Han vuelto a pedir de beber y se ponen muy cerca de la pista de baile, Garcés intenta hacerla callar. La mujer rubia pone una mano enguantada sobre el hombro del padre de Lamparina, el señor Rouxere. La mujer rubia vigila, está atenta a todo, y su sonrisa no parece demasiado sincera; además, sus manos no son comprometidas, se apoye en el señor Rouxere, pero sin fuerza, sin ánimo de retener, sin hacer presente ni aceptarlo, dispuesta para desaparecer ante cualquier inesperada jaqueca. A Lamparina le gustaría prevenirlo una vez más, le gustaría despertarlo contra el amor y sus fantasías, ahuyentarlo como a un perro que sigue su rastro con devoción ciega, pero todo sería inútil. A las doce de la noche, como si se tratara de fin de año, el gerente se subió al escenario y anunció na gran sorpresa, lo que en realidad no debía ser para tanto, pero que el componía como el resultado más exigente de su carrera. “Esta noche, queridos amigos, está con nosotros, recién llegada por mar en su yate particular, la gran estrella Rosse Grosse. ¿No es una gran suerte? Les aseguro que cuando le he pedido que nos cantara una canción, se ha comportado con una cordialidad que sólo de puede esperar de la más exquisita educación, y por eso, hoy está con nosotros..... (sonó un redoble de batería mientras aparecía seguida por un foco de luz) Rosse Grosse.” Los acordes de Crazy, la canción de Willie Nelson, comenzaron a sonar a ritmo de Jazz, tal y como la conocían los músicos, si bien, la mismísima Patsy Cline, tendría poco que argumentar en su contra, hasta que la voz desafinada y fingidamente pasional de Rosse Grosse empezó a sonar. En ese momento los nervios y la excitación general alcanzó niveles difíciles de entender. El anuncio del gerente provocó una reacción brusca en los invitados y todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para situarse lo mejor posible delante del escenario. Sin embargo, fue también en ese momento, cuando Garcés vio entrar por la puerta a su amigo Olsen Odele y pasar directamente desde la puerta del hotel hasta la sala de música y a continuación hasta donde él se encontraba. Se conducía como si estuviera fuera sí, excitado y con los ojos fuera de sus órbitas. De ninguna manera podía saber que se encontraba allí, así que Garcés lo atribuyó a un encuentro fortuito. Lo cogió por un brazo y lo arrastró a un esquina, entonces con una voz aflautada e insegura le dijo que todo había acabado. “Se terminó, los tanques están en la calle. Los medios de comunicación están intervenidos y silenciados, hay controles en todas las salidas y entradas de la ciudad. Es como si hubiesen anunciado un toque de queda que nadie conoce; horrible. Dan el alto a cualquiera que ande por la calle y si no se detienen disparan. Hasta llegar aquí me pidieron la documentación tres veces y me dijeron que me fuera a casa. Por fortuna mi apellido no parece comprometerme. Este lugar es seguro; aquí se alojan muchos secretarios de embajadores y otros miembros de cuerpos diplomáticos de varios países. Yo de aquí no me muevo.” Al salir de la pista de baile, Rouxere se cruzó con su hija, ella de mirada recia, mascullo algo como, “eres patético”, él, por su parte, sólo le sonrió. Ya habían estado otras veces en situaciones parecidas, como si le gustara provocarla cruzándose en su camino, buscando los lugares que frecuentaba o, simplemente, distrayéndose de la precaución de tropezarse con ella, lo que inevitablemente, en una ciudad pequeña tenía que suceder. Garcés no dejaba de escuchar a Olsen Odele, pero miró a Rouxere con indulgencia, como si las críticas que continuamente su hija vertía hacia él, estuvieran fuera de lugar. Se rascó la cabeza y la metió entre los hombros hasta casi tocar el pecho con la barbilla, levantó las cejas y respiró. No podía haber esperado una velada tan emotiva y sorprendente, sin embargo, nada de lo que sucedía tenía que ver, o al menos eso pensaba hasta el momento, así que respiró con resignación y continua en su postura inmadura de quitarle importancia a todo y no permitir que nada lo comprometiera. Llegados a este punto, la ternura que Garcés siempre había sentido por Lamparrina empezaba a disiparse. El hielo casi se había diluido en el vaso y el combinado sabía a algo químico; eso no ayudaba, pero se rehízo poniendo cara de sorpresa y atención, se llenó de paciencia e intentó 55


escuchar todo lo que pasaba a su alrededor. Si le preguntaran posiblemente no podría concretar ni representar completa ninguna de las conversaciones en las que se vio envuelto en apenas unos minutos, y en las que no abrió la boca. No quería ser cruel, ni pretendía mostrarse desinteresado, pero las inquietudes de su amigo o partían de una inventada preocupación, o partían de alguna exageración que oyera en un bar del puerto. Todos hemos sentido alguna vez la necesidad de impresionar a nuestros amigos, o hemos necesitado un poco más de la atención normalmente retenida y era por eso que la incredulidad de Garcés iba en aumento. Finalmente, Garcés Tévez, se desconectaba psicológicamente de ella, fue como una revelación que le hiciera ver que perdía el tiempo. Definitivamente, sus años de dedicación daban un vuelco; el carácter aventurero de Lamparina la haría abrirse a un nuevo amor cuando llegara el momento. Vivía conforme a sus propios códigos, a él lo movía como un juguete y no lo tomaba en serio. Hasta aquí la historia se rodeaba de muy diferentes inquietudes; la banalidad de una hija malcriada que quiere imponer al padre una forma de vida, la inminencia de un cambio político y la necesidad de distracciones del pueblo, desde las clases populares hasta la burguesía más refinada, que prefieren vivir ajenos y distraerse voluntariamente del ruido militar que se desarrolla a sus espaldas. Es difícil conocer el significado del amor y si algo bueno se puede llegar a desprender de él. Era por eso, que el relato de amores imposibles termina siempre imponiéndose al drama de la vida, a la vejez y la inminente posibilidad de no poder valerse por uno mismo. Así fue como mientras los soldados rodeaban el hotel y hablaban con el gerente para indicarle que era por su seguridad, el padre de Lamparina subía a una habitación con aquella rubia dispuesta a un alarde de imaginación para extraer de un cuerpo viejo la poca pasión que aún le quedara. Nadie podría salir ni entrar, pero el gerente, hombre de orden, lo consideró una atención del comandante con la importancia de sus invitados. Como era hombre que gustaba de hablar por el micrófono, explicó a sus invitados la situación y a nadie pareció importarle demasiado. Después los instó a brindar por que cada nuevo tiempo fuera para mejor, y a continuación, anunció que la orquesta seguiría tocando hasta el amanecer. De inmediato, Odele se puso muy pesado, con su letanía de “os lo dije, os lo avisé”. Comenzó de nuevo una descripción de lo que había visto en la ciudad, el toque de queda y el maltrato a los que no podían identificarse. Los camiones que entraban en algunas casas y se llevaban a la gente sin que nadie pudiese preguntar a donde, y las persianas de los vecinos que caían dándole la espalda al mundo. La brutalidad se estaba instalando y nadie iba a poder hacer nada por evitarlo. En la confusión que asomaba tras los ojos de Lamparina, estaban todas aquellas películas americanas de grandes familias venidas abajo, enredándose en su propia decadencia. Se miraba a sí misma en cada una de sus facetas representando aquellos papeles en la vida real, se veía actriz sin luces ni cámaras. Incluso, en momentos concretos, ponía todo de su parte por intentar parecerse a algunas de ellas en escenas de gran carga emotiva. Conseguía, sin demasiado esfuerzo, que algunos de sus seres más queridos se creyeran aquellas interpretaciones de jovencita disgustada por su fracaso en una vida que aún no comenzaba. Además todos debían estar predispuestos a aceptar sus caprichos porque día a día se ganaba que claudicaran con un encanto que más bien se diría encantamiento. El último año había sido determinante para Garcés. Le pesaba hacerse adulto, y esa angustia, en ocasiones, hacía que le molestara respirar. Tal vez era por esto que esa noche había empezado a sentir una gran decepción de sí mismo y eso era debido a que creía que se había dejado manipular por Lamparina durante demasiado tiempo. Tal vez debería analizar someramente qué parte de esta historia permanece en la oscuridad (si es que hay algo oculto en ella), si en verdad el amor lo puede todo y si debería pasar por encima del resto como si no hubiera un mañana, y ese tipo de cosas que nos ayuda a buscar un final. Pero no parece lo más apropiado, eso nos llevaría a seguir profundizando en la personalidad de nuestros personajes, y nadie tiene derecho a entrar tanto en las intimidades de nadie, ni siquiera de personajes de ficción. Lamparina y Garcés han cometido algunos errores de juventud y seguramente 56


aún les quedaban unos cuantos por cometer, pero no creo que debamos juzgarlos con severidad para justificar contar lo peor de ellos, y que al fin nada tiene que ver con su historia. Para algunas cosas, el señor Rouxere era bastante temperamental, sobre todo si hacía mucho tiempo que deseaba algo y de pronto, sin que pudiera haberlo adivinado, se presentaba una oportunidad de conseguirlo. Además, para vivir prudentemente uno escoge otro tipo de vida, y a su edad, tener el ánimo de andar de fiestas no era un rasgo menor de su personalidad. Tampoco era un hombre tan popular que tuviera que justificar cada uno de sus movimientos, por eso, cuando aquella noche el gerente volvió a subir el estrado para preguntar si había un médico en la sala, en realidad ni conocía su nombre. El médico y él tuvieron que hacer algunas preguntas hasta que dieron con Lamparina, la que confirmó su identidad, encontró su carnet de socio del club de campo y así pudieron certificar su muerte. A pesar de todas las incomodidades, la mujer rubia seguía en paños menores, sentada en una silla y llorando, parecía paralizada, incapaz de sobreponerse, y repetía entre sollozos que nunca le había pasado algo así. A Lamparina ya no le quedaban fuerzas para odiarla, la miraba de reojo, pero no tenía fuerzas para llorar antes de salir de aquel sofoco que suponía todo lo que estaba sucediendo. Este hecho definitivo, debió tener lugar entre las cuatro o las cinco de la mañana y eso no la tranquilizaba porque la fatiga la llevaba a excitarse; Y, enfadarse con un muerto reciente hasta alcanzar el cabreo no conducía a nada. A pesar de todo lo malo que obviamente estaba sucediendo aquella noche, Garcés no se sentía con fuerzas para apoyarla, o, al menos, para decir las palabras adecuadas. Se decía que debía desaparecer de su vida y lo haría en ese momento, si no fuera porque no lo iban a dejar salir del hotel. Supongo que escogió el peor momento para que se le notara esa distancia que sentía, ese frío que ella podía interpretar como una venganza. Ella se separó de él, y se quedó en silencio, sola, pensativa. No era venganza, estaba siendo sincero consigo mismo, más sincero de lo que lo había sido en los últimos años. Hay silencios que expresan más que las palabras, se acababa el verano y era muy desagradable comprender que con él se iban a ir muchas buenas cosas que no volverían nunca. Todo se derrumbaba aquella noche, una forma de vida. La vida nunca sería igual, y lo peor de todo, es que ni siquiera sabían si eso iba a ser lo peor de todo. Aprenderían a vivir de otra manera; a sobrevivir de otras maneras. Cuando salió de la habitación de Rouxere, estaba derrotado, sin ánimo para dar un paso, así que se fue directo al bar y tomó un combinado de los más fuertes. Después se quedó mirando a las sombras al otro lado de las cristaleras, los fusiles, los cascos militares y las luces de los focos que mantenían el perímetro controlado. No había otra que esperar a que decidieran que hacer con ellos y quedarse allí sentado bebiendo durante horas, o sumarse a la fiesta y echar unos bailes; prefirió quedarse en el bar. Desde que conocía Lamparina se había comportado como un perrito fiel, y había escogido el peor momento para fallarle; era un capullo sin solución. En un momento, Odele se le acercó y se quedó a su lado; no hablaba. La pista de baile empezaba a vaciarse. A los invitados les había costado entender lo que sucedía pero empezaban a sentarse y apoyarse en las esquinas porque alguien había prohibido que subieran a las habitaciones. Cuando se oyeron gritos y disparos por una alarma de fugitivo, la orquesta, que llevaba ya un tiempo tocando sin ganas se detuvo y los instrumentos no volvieron a sonar. Se encendieron un par de focos, y de una oscuridad casi total, pasaron a soltarse los murmullos a media luz. Eran conversaciones entrecortadas, aún no de incertidumbre, pero sí de querer saber, de no entender y de sentirse incómodos. Vagamente iban volviendo a la realidad de el sueño hedonista en el que se habían creído intocables. A pesar de su nuevo estatus, en la realidad de su secuestro, los camareros los seguían sirviendo y el gerente, no dejaba de moverse para atender las órdenes, que alguien que se habían instalado en una de las habitaciones, le iba dando.

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3 Después de pasar un tiempo en silencio al lado de Odele, rompió a hablar acerca de todo lo que tenía el la cabeza y parecía que se la iba a hacer estallar. “Rouxere ha muerto; Lamparina está arriba, en la habitación, con el cadáver. Supongo que, en los momentos más inesperados pasan las cosas más extravagantes. Estaba echando un polvo con su novia; el corazón. Nada pasa en mi vida como yo espero, siempre coge por sorpresa. No sería para tanto si fuera uno de esos tipos que egoístas que buscan desahogarse y evitan comprometerse, lo que me resulta insoportable es que todo lo malo que nos ha de suceder, parece agazapado, paciente, observándonos mientras intentamos sacar la vida adelante con el mejor humor posible. Me he comportado como un crío con Lamparina y creo que debo dejar de verla. Recuerdo que hace unos años pasábamos el tiempo dando vueltas por la ciudad sin que nada más nos importara, volviendo a los sitios que más nos gustaban, sólo por besarnos a escondidas. Cunado llegaba a casa, cada anoche, mi último recuerdo del día era para ella. No exigía nada de mi, todo era perfecto. Ya sé que soy muy joven para entender las cosas del amor, pero me parece que en este caso ella ha crecido más rápido que yo. Nos hemos distanciado sin remedio”. Y así seguía hablando y hablando como si le hubiesen dado cuerda. Por si el oficial al mando necesitaba alguna cosa, el gerente lo acompañaba y hacía las indicaciones necesarias para que fuera servido. Se había instalado en una de las mejores habitaciones y estaba pidiendo la documentación a todos. Para él, aquel lujo no debía ser más que una ofensa porque se empeñaba en poner sus botas sucias sobre cualquier mueble por caro que le pareciera. Eso de sentarse cómodamente y apoyar los pies sobre los muebles debía ser un símbolo de poder y a la vez un extravagancia. El oficial Tiwin, no parecía tener prisa y debía conocer cada caso para saber que hacer con ellos por la mañana. Los diplomáticos estaban muy esperanzados porque había echo correr la voz de que los llevaría al aeropuerto y los mandaría de vuelta a sus países. Empezaron las declaraciones, de las que se tomaba nota y se registraba con sello oficial. No llamaban a todos, sólo algunos subían a la habitación del oficial para aclarar su situación, o, como el decía, para entrevistarse. Garcés entró, conducido por el gerente y un soldado, y se trataba precisamente de la habitación contigua a aquella en la que se encontraba Lamparina acompañando el cuerpo de su padre. Dudaba si acercarse a la mesa hasta que le indicaron que se sentara. Era lento en sus movimientos y no parecía decidido a facilitar las cosas. Un camarero le trajo un café al oficial, lo que lo puso de mejor humor y apenas lo miró mientras se lo tomaba. En las ventanas la claridad indicaba que empezaba a despuntar el día y le pareció que los cascos de los soldados, algo de lo que no se había percatado hasta ese momento, brillaban como si hubiesen estado meses limpiándolos y esperando aquella noche de acción y protagonismo. En aquella habitación silenciosa le preguntaron por quien era, quienes eran sus padres y a lo que se dedicaban, encontraron alguna documentación y alguien dijo que debía ser apartado del resto. Eso era preocupante, porque si lo apartaban de los otros invitados sólo podía ser porque lo fueran a llevar detenido. Pero se mostró sereno, era preciso no adelantar acontecimientos y siguió escuchando y respondiendo sin prisas. Cuando le preguntaron por el tiempo que había trabajado para el sindicato de estudiantes, aunque formaba parte del pasado y casi lo había olvidado, comprendió cual era su situación. Mientras intentaba asimilar el cambio en los acontecimientos, seguía preguntándose sobre si él tenía implicaciones políticas, o si sólo en algunas ocasiones se había visto implicado. Y las respuestas que se daba no le parecían demasiado atinadas, no acertaba a saber el grado de realidad de éstas, o si se mentía a si mismo buscando una solución a sus problemas. Se trataba de la incertidumbre, del miedo de pasar de ser considerado un “ciudadano de bien” a un revolucionario, y si eso ocurría... Al volver de su ensimismamiento, el comandante se había levantado y se había apoyado en la mesa, justo delante de él. Le llamó la atención que se había desabrochado el botón del cuello y que se disponía a fumar un pitillo, dado que comprendía su situación no quiso mirarlo de frente y se 58


limitaba a bajar la cabeza y sólo levantarla cuando le preguntaba. Nada de aquel hombre le parecía dentro de los límites de la cordura, no sólo lo creía capaz de matar, sino que estaba seguro que lo haría sin sentir absolutamente nada si lo creía necesario, y aún a sabiendas de que su víctima fuera inocente de cualquier cosa. Inspiró profundamente y exhaló el humo como si pudiera vaciar los pulmones del todo, con sólo desearlo, no dejaba de mirar, y posiblemente ya había notado que estaba temblando. Le preguntaron algunas cosas más, pero como se sentía tan nervioso no alcanzaba a responder con coherencia y entraba en contradicciones. Lo registraron y lo dejaron en paños menores, pero no encontraron nada, aunque él, en su inocencia no podía concebir que pudiesen creen que fuese armado o que llevara información revolucionaria relevante. Sin duda, en todas las revoluciones, muchos espíritus inocentes han pagado por no entender lo que sucedía. Le haría falta un amigo importante que pudiese utilizar y que diera buenas referencias de él, pero ni con sus profesores tuvo buenas relaciones. Entonces pensó en el padre de Lamparina, pero estaba muerto, y para cuando ya se había cansado de imaginar una forma de convencer a sus secuestradores de que era un “buen chico”, se lo llevaron y le dieron una paliza antes de meterlo en un furgón. Allí estaba también Odele, en una situación parecida. Lo reconoció por sus ropas, pero su cara, contra el suelo estaba desfigurada. Al intentar incorporarse, descubre que tiene algunas costillas rotas. Intenta hablar pero tampoco puede. Odele no responde, pero parece que respira. El único recurso posible en una situación así para evitar que te sigan pegando, debe ser hacerse el muerto, y para eso no hacía falta convencerlos, porque apenas podían moverse. Les dijeron que los llevaban detenidos, lo que le quitó un peso muy grande de encima porque creyó que los matarían allí mismo. Entonces pensó que Lamparina, si habría corrido su misma suerte o si la habrían considerado una persona lo suficientemente relevante para no estar confrontada con los poderosos. Se hizo de día, la luz se filtraba por las grietas del furgón. Ya nunca la volvería a ver, nunca se volvería a dejar tomar el pelo y ni sería objeto de sus bromas y sus risas. ¿Cómo era posible que en su situación estuviera pensando en ella? Le resultaba incomprensible estar pensando en Lamparina, en temer por el destino que le hubiese tocado, desear volverla a ver. El mundo no respetaba el amor tal y como lo jóvenes lo conciben y, en ocasiones, lo desprecia. Pero entonces comprendió que para él, pensar en ella, era una tabla de salvación, lo más importante que podía tener y una imagen preciosa a la que no iba a renunciar aún.

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El Constante Mar Aún, Huye

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1 Hay Sangre En El Tejado Como naciendo del Subtítulo de una película sueca, Mirna Love intentaba hacerse entender y su interés por comunicarse era más fuerte que el dolor de garganta y la debilidad propia de una intervención así. El más fuerte de los hombres sería incapaz de extraviar todo el dolor o distraerse de una recuperación como aquella. Pero en su caso, tenía el vigor y las ganas de vivir de quien lleva tantos años esperando un cambio, que podría hacer un discurso gesticulando y expresando sus emociones con sus ojos, sus manos y el movimiento de su cuerpo. Además, estaba la libreta en la que apuntaba lo que le parecía más importante y que no debía darse a malentendidos. Según Rodden, que nunca se había esforzado demasiado por escucharla, las confusiones eran frecuentes, y añadía que, a pesar de eso, él era capaz de evitar que algunas cosas dejaran de funcionar en casa porque se daba cuenta a tiempo. No habían hablado de que la despensa necesitaba un vistazo y llamar al centro de ultramarinos para que les sirvieran algunas cosas, o que había que estar pendiente de la electricidad porque solía fallar y se les podían echar a perder algunos alimentos; estas y otras cosas parecidas eran la dimensión más clara de la libreta con la que Mirna intentaba comunicarse sin conseguirlo del todo. Hablaban (él hablaba mayormente y ella lo acompañaba con gestos) de cosas ligeras que no parecían importantes, hasta que Mirna se aburría y escribía, “estoy fatigada, déjame un rato”. Los posibles cambios en su estado sólo podían ir a mejor, no se trataba de nada grave y, por consiguiente, esperaba estar de vuelta en casa en unos días, aunque la vuelta al trabajo en la cafetería iba a tener que esperar, al menos un mes más. El buen tono y el ánimo que había desplegado en un momento semejante, aludían a la posibilidad de hacer un alto en su rutina por un tiempo, y eso no era poco. La evolución de estos primeros días después de la operación resultó sorprendente para los médicos, hasta el punto de que decidieron que podía tener el alta antes de lo previsto, y así, una mañana, con el pelo aplastado en la coronilla de pasar horas durmiendo boca arriba, recogieron sus cosas y se fueron a casa. El libro que estuvo leyendo durante su convalecencia la “enganchó” inmediatamente, era el tipo de libro que necesitaba en aquel momento de su vida, el libro que había estado esperando y que podía ayudarla a interpretar su desasosiego, su fracaso matrimonial, la decepción que representaba su rutina y su miedo a la muerte. No era un libro fácil de leer como otros a los que ella acostumbraba a acercarse por pura distracción, se trataba de un ensayo sobre las crisis del optimismo después de los cuarenta (ella leía, debo decirlo, novelitas ligeras), y en cuanto se aproximó a las primeras páginas, creyó que tenía mucho que ver con su propios problemas, pero que no era un libro para principiantes; también podía estar segura de eso. Su marido nunca se había interesado por su afición a la lectura ni por ninguna otra cosa que le causara interés. Ella, en verdad, había estado esperando los últimos años algún cambio de actitud al respecto, alguna muestra de cariño que demostrara que había estado pensando en ella y en sus necesidades, pero ese momento no iba a llegar. Podía estar segura de que no se trataba del tipo de hombre que llena a una mujer de atenciones, que la hace sentirse importante o que le demuestra, de una u otra forma, que sin ella no podría vivir. Tampoco se trataba de un presumido, o uno de esos hombres pagados de sí mismos y la categoría que esperan de sus acciones, pero era cierto que desde que se jubilara prematuramente no había dejado de embarcarse en proyectos que situaba en un lugar preponderante en su vida. Ella lo seguía sin demasiado entusiasmo cuando se desplazaba para aprender a montar a caballo, asistir a 60


una conferencia de un escritor famoso en la sala de congresos de alguna ciudad cercana, o cuando quería visitar una ermita con romería en una montaña que nunca habían visto antes. Durante el tiempo que duró lo de su recuperación de garganta, Mirna creyó observar en él algunas atenciones fuera de lo común, Rodden suspendió algunas de sus visitas deportivas o culturales, pero el espejismo se diluyó en cuanto ella se encontró más fuerte, se levantó de cama y empezó a hacer una vida normal a pesar de su afonía. Los daños que les podría acarrear una separación no eran tema que se hubiera tratado de forma minuciosa, pero habían hablado de ella en alguna ocasión, sobre todo, porque Mirna le habría preguntado si él también se lo había planteado alguna vez. Él, entonces, había respondido como un entendido en la materia y con absoluta ligereza había respondido que no tenían demasiadas cosas que repartir y que por lo tanto, sería una separación limpia y fácil. Le hubiera gustado que él hubiese aludido también a los sentimientos, a como lo superaría y a cuanto le costaría sobrellevar un fracaso así en su vida, pero no lo hizo. Sostuvo que sus efectos personales eran perfectamente identificables, y que no tenía demasiadas cosas; eso lo facilitaría todo. Y mientras él se obstinaba en hablar de cosas materiales, el mundo se derrumbaba bajo sus pies, la decepción de su mujer crecía y su matrimonio de tantos años se convertía en un sinsentido. El mundo la hastiaba, la gente, la familia, los compañeros de la sección de libros del almacén, todos estaban empeñados en vivir como si el tiempo precioso de sus vidas pudiera pasar sin importar que no les pasara nada. Como no podía hablar con su propia garganta tenía largas conversaciones con sus dos amigas, Marlenes y Araucaina. Sin rubor, en esas conversaciones manifestaba su actual falta de compromiso del mundo, y aunque no quería discutir con ellas, era categórica al sentir y decir que todo en su vida se estaba yendo al traste. Su alimentación, casi completamente se hizo a base de líquidos los primeros días, y después empezó a tomar sopas y cremas lo que fue un alivio porque no era mujer de poco comer. Rodden ponía mucho de su parte los primeros días en casa a la vuelta del hospital, le llenaba la mesita de noche de zumos, agua y leche y el mismo le daba a cucharadas un complemento de vitaminas que había ordenado el doctor que tomara tres veces al día. Mirna Love mostró una gran piedad por el esfuerzo de su marido, rebajando por unos días el concepto que tenía de él, lo que unido y enfrentado a su deseo de venganza constituyó un gran reto. Se preguntaba si otros hombres podían ser igual de imprevisibles, pero sus dudas duraron poco y Rodden la dejó sola durante dos días porque lo habían invitado a la opera en la capital de provincia, arguyó que se trataba de una oportunidad única y desapareció. Cada desaire, por pequeño que fuera, cobraba dimensiones catastróficas en su mente, por eso aquel gesto duro y gélido a la vez de forma permanente en su rostro. En ausencia de Rodden, Araucaina aprovechó para visitarla, pero más que una visita a una enferma, lo planteó como la necesidad inaplazable que dos mujeres tienen de hablar de sus cosas después de no verse por un periodo prolongado de ausencias en sus lugares comunes. No podía dejar pasar la oportunidad del marido ausente por motivos de placer y realmente ansiaba volver a ver a su amiga y compañera de trabajo, aunque sólo fuera para hacer algunas ácidas críticas al funcionamiento del sistema de salud y sus plazos. Aquel deseo por encontrarse también lo compartía Mirna, y lo de todo el tiempo que había tenido que esperar para ser intervenida no parecía molestarle demasiado, pero fue un buen punto de partida para su conversación (Araucaina hablaba sin parar, y Mirna matizaba con voz ahogada o usando su block de notas, no daba para más). En unos minutos estaban retrocediendo en el tiempo buscando momento mejores que alguna vez habían compartido, recordando anécdotas que las hacían reír y desposeyendo a algunos de sus compañeros de trabajo de sus corazas para poder diseccionar sus personalidades sin piedad. Profundamente sumergidas en sus consideraciones acerca de lo que las dos conocían del mundo intentaban darle sentido a aquella amistad y confianza que se demostraban, socialmente conscientes de que aquella conversación las convertía en firmes aliadas en los espacios que compartían en sus rutinas. Mirna sabía que a su amiga le costaba demostrar que sus fidelidades podían funcionar de forma perenne, pero también era comprensiva en ese; después de todo, ella misma no se 61


consideraba la persona más consecuente del mundo, por así decirlo. Exclusivamente intento poner de relieve esa sutileza con la que algunas mujeres son capaces de sacar a la superficie los temas más delicados -y para eso demostrar la necesaria complicidad- y a continuación pasar página como si nada de eso acabara de suceder. Al día siguiente, Rodden volvió muy temprano y dejó sobre la mesa de la cocina unos croisants que había comprado para el desayuno. Después de mirar un rato por la ventana como la ciudad se ponía en marcha, se asomó a la habitación para saber si Mirna se encontraba bien; dormía. Cogió todo lo necesario de las estanterías de la cocina para preparar café, y en un momento así le hubiese gustado tener el periódico para echarle un vistazo, pero lo sustituyó encendiendo la radio en el canal de noticias. El canal que le gustaba estaba poniendo un anuncio publicitario sobre las ofertas de un gran centro comercial, y entre frase y frase, sonaba una música impactante que parecía subir de volumen con cada golpe de batería. Pasaron a las noticias, el locutor era un hombre correcto, de formas tendentes a la moderación, sin inesperadas salidas de tono y, aunque nunca lo había visto, lo podía imaginar vestido cada día con traje y americana al viejo estilo. Escuchó aquella voz envolvente mientras ponía la cafetera al fuego y buscaba la taza que le gustaba en el escurreplatos. El matrimonio había durado treinta y dos años y habían tenido un hijo, pero se había ido a trabajar al extranjero y sólo lo veían en vacaciones. Algunas parejas dejan de entenderse, o de amarse, con el paso del tiempo, en su caso, la decadencia había durado desde el principio y por eso Mirna no podía explicarse como seguían juntos a pesar de tantos sinsabores. Durante su etapa de gestación. Rodden había sido un poco descuidado y la había dejado demasiado tiempo sola, en aquel momento todas las ilusiones propias de una amante primeriza se habían venido abajo. No necesitaba esgrimir argumento alguno en su contra, se sentía tan decepcionada que su rabia era más instintiva que cerebral. Cuando se había encontrado sola y deambulaba por la casa arrastrando su vientre ya muy desarrollado y sus dolores en la misma medida, guardaba un silencio resentido, en cuyo caso no podía atender razón alguna, y avanzaba mordiéndose los labios y las sinrazones de uno de los peores momentos de su vida. Una hora más tarde, él había vuelto a salir. Ella se levantó con los ojos semicerrados y el efecto de descompresión que le producían las pastillas para dormir. Realizó la tarea de prepararse el desayuno medio dormida, pero comprobando que había café en la cafetera y que eso significaba que él había vuelto. Intentó adivinar si aún seguía en casa, y hubiese sido suficiente decir su nombre en voz alta esperando una contestación, pero no lo hizo. Se limitó a ponerse un café con mucha azúcar, a sentarse en la cocina y a comer un croisant que descubrió en el fondo de la bolsa de papel. Cayó sobre su hombro derecho, la silla salió despedida hacia un lado y también cayó de lado con un estruendo del que el cuerpo humano no es capaz. Después se hizo el silencio. Ella permaneció allí tirada una hora, hasta que Rodden volvió y la encontró para llevarla al hospital. Se golpeó la cabeza contra el suelo, pero ese no fue el motivo de que quedara inconsciente, había algo que no funcionaba bien, y no tenía nada que ver con su operación de garganta. Mirna fue ingresada y operada de toda urgencia. Como surgiendo de un fantasma inesperado, la realidad rompía todas las ilusiones. Hasta en la debilidad extrema, con el dolor confundiendo su cabeza, era capaz de calcular la gravedad de la situación. Había otros daños de menor importancia, y la deuda de resentimiento arrastrada durante años también estaba, pero en su cabeza ya no había mucho sitio para elaborar minuciosas venganzas. Los médicos hablaban en un lenguaje confuso que ella no quiso entender más allá de que tenía que ser operada de urgencia; esta vez en su cabeza. Aludían a la garganta como un tema menor y pasado, y centraban toda su atención en algo que habían encontrado en las últimas pruebas. Un signo de su gravedad era que varios médicos participaban del diagnóstico e intentaban ponerse de acuerdo en las conclusiones, por eso ella estaba tan asustada. Y mientras los médicos intentaban ponerse de acuerdo, de nuevo, Rodden cesó cualquier actividad y ya no la dejó sola; hasta él era capaz de comprender la gravedad de la situación. Permaneció a su lado muchas horas, y le dejó su teléfono a las enfermeras para que lo llamaran 62


cuando iba a casa a asearse o a descansar un poco. No hubo un exceso de cortesía cuando le comunicaron la fecha de la operación, y tampoco le dieron expectativas claras de curación. Nadie parecía demasiado optimista, y en este proceso la que estaba sufriendo por encima de todos los silencios era Mirna. Mientras los médicos hablaban al pie de su cama, ella los observaba, cogidos a sus carpetas, obligados a mirar por encima de la montura de sus gafas sin sonreír. Observaba cada uno de los movimientos de sus caras, sus facciones y sus perfectos cortes de pelo, y se preguntaba si ellos también, algún día, pasarían por una situación de parecida duda, si se sentirían igual de desvalidos y si la incertidumbre los haría temer lo que habría de venir como lo hacía con ella.

2 Depresión Lunática Pero ya nadie tenía el amor en mente, se dijo Rodden al conocer la noticia de su fallecimiento. ¡Oh Dios! ¿Por qué a él? Entraba en la delirante y subjetiva atracción por su propio dolor, el de aquellos que se niegan a reconocer la realidad. Ansiaba entender lo que le estaba sucediendo, entenderla a ella de unos años para aquí. Le gustaría saber, qué había hecho mal que ella no le perdonaba, y eso lo llevaba a recordar situaciones, sus expresiones, su risa y sus arrebatos de ira, todo se la recordaba. Se iba hundiendo en sus recuerdos sin poder evitarlo. No encontraba sentido a sus últimas discusiones, y sobre todo, a lo consciente que le había parecido en cada uno de los reproches a los que él no había prestado atención. Cada uno de aquellos recientes enfados le habían dejado claro que su convivencia se estaba volviendo muy difícil, pero por su parte nunca había pensado en dejarla; esa era la verdad. La sensación de desamparo que sintió después de la muerte de su mujer duró más de lo que podría haber esperado. Pasaban los meses y se instaló en una triste soledad que no decaía. Para año nuevo había conseguido, de forma involuntaria, que todos se compadecieran de él, y llegó a estar en las conversaciones de la familia y los amigos de la pareja. Si por su parte hablaba con alguien de cómo le iba la vida, no podía traer a cuenta más que recuerdos de Mirna y todo lo que había sentido que le faltaba al desaparecer ella. Cuando no estaba muy deprimido pensaba que podía volver a tener ilusiones si se lo proponía, pero no lo creía con demasiada firmeza. Vivir se estaba convirtiendo para él en una mecánica de dudosa utilidad que no le producía ninguna ventajosa satisfacción. Rodden empezó a no salir, a esperar en casa por el pedido de la tienda de ultramarinos, a ocupar un sillón frente a la ventana, durante horas. Era enero y se sentía muy conmocionado, se había enredado en una madeja de recuerdos y arrepentimientos, y hubiese sido necesario un psicólogo para ayudarlo; en su lugar, Araucaina empezó a visitarlo para intentar levantarle la moral, o al menos eso decía a todos los que conocía y sabían que lo hacía. En aquellos momentos estaba desorientado, sumido en una parte de su dolor que lo convertía en un ser desvalido, incapaz de poner orden en los más cobardes pensamientos. “Creo que Mirna no sabía cuanto la querías”, le soltó Araucaina en un momento de sinceridad. A última hora de la tarde, cuando el invierno convierte cualquier momento en noche, aparecía la amiga de su mujer a pesar de cualquier cansancio. En muchas de aquellas visitas no había más que acompañarlo, y los temas de conversación se escurrían por la falta de ánimo. Parecía estar tranquilo, después de haber renunciado a sus pasiones favoritas, los viajes y el deporte, si a haber perdido la ilusión por todo se le puede llamar tranquilidad. Como no podía escapar de sí mismo, Rodden incurría en el peor de los 63


errores, creer que había merecido cada uno de los castigos que la vida le ponía delante, cada falso suelo que habría de llegar y que habría de pisar. En otro tiempo había estado atado a cada pueril conversación sobre la supervivencia, sobre formas de vida sana y saludable, sobre las dietas y el deporte y todo ese tipo de cosas. Mientras aquel espejismo de juventud había durado, se había creído inmortal, o al menos, que aquella situación de potencia en la que mantenía sus fuerzas iban a durar siempre. Había estado dominado por la ilusión de creer que la mecánica del mundo funcionaba a pesar de todo, que en la naturaleza podía conservar su energía al lado de toda aquella vida que se manifestaba en pequeños trinos, frondas de árboles expuestos al calor de la brisa en verano y a los vientos violentos de la galerna en invierno, en rocas que rompían y se precipitaban ladera abajo y en la hierba que se movía bajo las patas de los insectos. Entre esas ideas locas de perpetuación de sus actividades había olvidado su propia existencia, y el poder de los años que al pasar lo devolvían a la realidad de todo lo que empezaba a fallar y a faltarle. Por aquel tiempo, Araucaina se había vuelto una persona mística, ajena a cualquier religión conocida pero sensible a todas ellas. Eran muchos en un tiempo de confusión los que buscaban interpretaciones a sus propias vidas y al universo y las buscaban en explicaciones mágicas, fantasías poco convincentes, milagros improbables y profecías incumplidas. En viejos libros sagrados intentaban encontrar interpretaciones que se hubiesen pasado por alto a la humanidad durante siglos, los leían con fruición, los conservaban con devoción y respeto, y, a veces aquellos libros les respondían con interpretaciones a la intranquilidad que nos produce la muerte de seres cercanos. En esos meses, Araucaina había vuelto a buscar respuestas en esos libros, a frecuentar viejos amigos que militaban en sectas recientes y, ella misma, había vuelto a hablar en voz alta con su creador cuando en el silencio de su habitación creía que su marido y sus dos hijos no podían oírla. ¿Qué había motivado semejante rescate de sus más antiguas creencias? Posiblemente la muerte de Mirna Love había tenido algo que ver, pero también su empeño en ayudar a Rodden, el viudo desconsolado. Deberíamos entonces suponer que sus rezos y súplicas iban encaminados en encontrar respuestas a la desesperación de aquel hombre. Y si encontraba una respuesta, un camino que hacerle transitar en busca de sosiego... ¿Acaso ella no se hubiese sentido mejor? No digo que realizada o algo semejante, pero sí satisfecha por haberlo ayudado. Cuando alguien como Rodden se quedaba solo en la vida, muchos que habían seguido su evolución desde un segundo plano, pensaban que se había tratado de un fraude. Eso parecía pesarle más que otras cosas. No tenía argumentos contra esos rivales que sólo estaban en su imaginación y así se lo hizo saber a su amiga y así se lo relató Araucaina a Cobourn. Los aspectos más crudos de la vida no son para principiantes, del mismo modo que los trozos más duros de carne que los cazadores aportan a la manada, no son para los que aún tienen los dientes de leche. Rodden, sin haberlo esperado, se había convertido en una caricatura de sí mismo, y si todo seguí igual, en unos años moriría sin haber sido capaz de superar que sus circunstancias le hubiesen jugado la maña pasada de dejarlo solo, completamente solo, en la vida. Fue por eso que Araucaina creyó que debía pedir ayuda a Cobourn, un amigo profesor, miembro de una corriente mística de la comunidad, que había atendido en el pasado a algunos alumnos con problemas psíquicos y que en este caso podría echarle una mano ya que Rodden se negaba a ir a un psicólogo. Primero tuvo que convencerse ella misma de que estaba haciendo lo correcto y después lo discutió con su marido, que seguía las evoluciones del problema desde un segundo plano -de hecho, apenas había visto a Rodden un par de veces en el entierro de Mirna y ni siquiera había hablado con él-. En una ocasión, Rodden había tenido un vecino solitario, uno de esos hombres que se mueren rodeados de bolsas de basura que recogen en los contenedores y pasan días antes de que alguien los eche de menos. Aquel hombre tenía una mirada huidiza y llevaba un abrigo que olía a orines en cualquier ocasión y temperatura. Mirna no había querido hablar de eso, posiblemente creía que si se interesaban por él sólo podía ser para intentar ayudarlo y no para censurar sus actuaciones y hacerle las cosas más difíciles. Tal vez habían hecho lo correcto, nadie podía ayudarle, era de manos deformes, colérico y cabeza rotunda. No deseaba ser molestado y no respondía cuando lo saludaban, pero no parecía peligroso. Los 64


vecinos decían que tenía mucho dinero y propiedades, pero que no sentía el menor interés por saber nada al respecto. Alguien lo denunció, y la policía estuvo varias veces en la puerta, cuando los llamaban los vecinos alegando desórdenes, pero nadie pudo sacarlo de su casa hasta que se murió. Entonces, pasado un tiempo, Rodden se encontraba en una situación parecida, y eso era cómico. Al menos, en su caso, no quería ser una carga para nadie y así se lo dijo a Cobourn el día en que Araucaina se lo presentó. La insistente idea de la soledad lo atormentaba, y era cierto que eso producía terror a muchos hombres que el profesor conocía, y sin embargo, él mismo era un solitario y no le parecía tan amenazadora esa idea. En aquella época la gente vivía obsesionada por formar una familia, o tal vez siempre fue así, pero no seguir una corriente general no debía ser motivo de preocupación, o como sucedía en el caso de Rodden, por haberse quedado sólo habiéndolo intentado. Quizás Rodden necesitaba algún modelo que le sirviera de ejemplo, y por medio de las ideas del profesor, empezó a pensar en cuántos hombres viudos en el mundos seguían adelante con sus vidas con absoluta normalidad. Se trataba de una parte más de la condición social del hombre, aceptar que las familias no permanecen siempre unidas y que eso no es tan terrible. Cobourn intentaba comprobar si sus argumentos causaban alguna reacción positiva en la depresión de Rodden, le proponía actividades y le prevenía contra lo que no debía hacer: era simple, no quedarse inactivo mirando al techo y pensando demasiado, y para eso debía salir a la calle y distraerse todo lo que pudiera. En ayudar a otros con sus depresiones, Cobourn lo sabía, no había grandes respuestas, y hacía más el que vieran que alguien se interesaba por ellos y acompañarlos, que la toda la química que proponían los métodos tradicionales de medicina. Pero, sus éxitos eran limitados, había conseguido mantener algunas conversaciones con él, pero cuando se detenían para darle una nueva vuelta a su visión de las cosas, entonces Rodden se decía cansado y lo tenían que dejar por ese día. “Tal vez a Cobourn le produce algún placer ayudar a gente con problemas”, se decía Rodden cuando lo veía llegar con su aspecto de intelectual fracasado. “La vida ha pasado sobre mí como un rodillo”, se repetía amargamente mientras le abría la puerta. Muy de tiempo en tiempo algunos investigadores se ocupan de ese mal psicológico llamado de Diógenes, y no le dan una trascendencia especial, pues si todos estamos llamados a morirnos, parece que lo realmente trascendente, sería curar virus y tumores, o cosas que afecten directamente al deterioro de lo físico. A veces, seguir esta idea a dado buenos resultados, pero hoy sabemos que la soledad produce un deterioro físico mayor que una bacteria asesina, pero que actúa en las entrañas y hay que fijarse para encontrar signos externos que nos alarmen más allá de la pérdida del apetito. Aquellos que hayan compartido una enfermedad de la mente, desde una simple depresión hasta una esquizofrenia paranoide, sabe que sus efectos y signos externos son evidentes y en ocasiones devastadores. Tal vez estamos llevando este análisis a un límite que nada tenía que ver con la depresión que aquejaba a Rodden, pero supongo que todos los males psicológicos surgen de un mismo patrón, la necesidad de despegarse de un mundo que te ha decepcionado y que te daña. No es muy ilógico sentir dolor, identificar su causa y no alejarte de su fuente. Así que Rodden seguía encerrado en su casa, y ya ni las visitas de Cobourn le animaban a salir. Es cierto que el profesor preparó el camino para ganarse su confianza y consiguió distraerlo por un tiempo, pero hubo una recaída y ya no lo quería ver. En ocasiones, Araucaina tenía dudas, remordimientos acerca de su forma de actuar y preocuparse por Rodden. El noble impulso de rescatar a un antigua amigo de las garras de la depresión la habían llevado a dar más de lo esperado y se preguntaba si Mirna -al fin y al cabo, ella había conocido a Robben a través de ella- aprobaría sus desvelos. Aquel hombre no contaba para nadie, muchos que en otro tiempo habían pasado por su vida ni se acordaban de él, y los conocidos que había hecho en el periodo que iba desde que empezara a correr carreras populares, ni se acordaban de su cara. El mundo omitía su nombre o que alguien pudiera en una conversación sacarlo a relucir podría tratarse de un milagro, pero de ninguna otra cosa. El mundo podía pasarse sin él hasta el punto de que si desapareciera nadie acudiría a la policía a preguntar si sabían algo, o a pedir si lo podían buscar, o simplemente a denunciar su desaparición. Era como si ya hubiese desaparecido para todos menos 65


para Araucaina y los que la rodeaban que se sometían a sus comentarios. Cobourn le explicó en qué consistía la labor de sacarlo de sus pensamientos más negativos, y como ya no le quedaban muchas ideas, y como último acto de piedad, decidió llevárselo de vacaciones con su marido y su hijo. ¿Conocen a alguien que fuera capaz de hacer algo así por otra persona sin apenas conocerla? Un gesto semejante no podía pasar inadvertido para nadie, pero lo cierto es que apenas lo comentó, y salieron juntos hacia la playa esperando que aquella inesperada idea no se convirtiera en un infierno. Si Rodden se ponía pesado, o si intentaba convertir el viaje en un infierno no podrían hacer otra cosa que volver y dejarlo en su casa definitivamente. Pero eso no iba a suceder. Aceptó ir a aquel viaje porque cuando estaba cerca de Araucaina pensaba con más claridad en Mirna Love. Cerca de ella se atrevía a recordar que una vez había amado a su mujer, aunque eso no fuera lo mejor para mantener el equilibrio que le pedía su médico y Cobourn -al que no parecía que fuera a ver de nuevo- Araucaina notaba avances, y no sólo no los rechazaba, sino que se aplicaba en ellos. En cada una de las etapas de su viaje amenazaba el desasosiego y el marido de Araucaina, Josué, empezaba a dudar de que hubiese sido buena idea haberlo invitado. Pero también hubo momentos de vigoroso encaje, de bromas que el seguía aunque no entendía del todo, y hasta intentó hacerse amigo de Deandrés el hijo de sus amigos -pero Deandrés andaba demasiado ocupado en perseguir a las chicas que iba conociendo en hoteles y campings, y apenas permanecía con sus mayores-. Se contenían con audacia en busca del equilibrio perdido, y nunca podría agradecer lo suficiente lo que aquella familia estaba haciendo por él. Luchaban por encontrar el sentido de las cosas de vuelta en la cabeza del enfermo, cuyo único diagnóstico era depresión y cansancio. ¿Cansancio? Eso había dicho el médico, y se lo repetía a Josué luchando contra su incredulidad. Iban pasando los días, y el marido de Mirna empezaba a dudar de que la dolencia psíquica de Rodden fuera, al menos, tan profunda como parecían creer. En ocasiones se adelantaba a las respuestas de su mujer, añadiendo que no existía una razón bien mentada, una señal, un síntoma claro, que justificara tantos desvelos. Ella respondía entonces, que sabía que su dolor era tan grande que podía invitarlo al suicidio, y que jamás se lo perdonaría si eso llegaba a suceder. Todos aquellos gestos de bondad de aquella familia no pasaron desapercibidos para él ni para nadie. La horrible enfermedad que él decía tener, deformaba su rostro día a día, y eso parecía un síntoma no facilmente eludible, pero Josué no terminaba de entender algunos extremos de cuanto estaba sucediendo. Prepararon el camino de vuelta unos días antes de o esperado, no porque la presencia de Rodden fuera tortuosa, sino de puro aburrimiento y deseo de estar en casa. Alegaron que no podían descuidar algunos compromisos como si hubiera necesidad de justificar ese adelanto de fechas. Habrían podido intentar una nueva etapa, y ocupar una actitud templada de desinterés, pero recogieron sus cosas y volvieron a casa. Después de aquello no volvieron a ver a Rodden en un tiempo. Dejaron pasar los meses deliberadamente, como si aquellas vacaciones hubiesen sido un premio y una despedida a la vez. Cualquiera hubiese notado hasta donde llegaba la artificialidad de aquel silencio, pero no querían saber nada de Rodden, tal vez, porque preferían pensar que se encontraba mejor, y Araucaina decidió que había sacrificado a su familia más allá de lo necesario. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, Araucaina había adivinado que Mirna moriría pronto cuando nadie más lo había sospechado. Había sido un par de semanas antes de que cayera en la cocina y fuera ingresada, se la había quedado mirando mientras ella se esforzaba por hablar, y le había causado una profunda impresión. Ella no se dio cuenta, hablaba de cosas sin importancia y de pronto, Araucaina dejó de oírla. Fue como un silencio que duró segundos, y esos segundos la sintió muy enferma, pero no dijo nada. Se acercó a ella y la tocó, pero no quiso alarmarla preguntándole cómo se encontraba o si se había hecho alguna analítica después de su alta hospitalaria. No hubiese sido buena idea asustarla con sus manía, pero ahora lo pensaba y no podía dejar de creer que si le hubiese dicho algo sobre aquella sensación que la dominó, tal vez, sí, tal vez, le hubiese salvado la vida. Después de aquello, se había ido a casa, se había dado una ducha y había estado llorando sin motivo aparente. Cuando Josua llegó la encontró en pijama y a punto de irse a la cama, no hablaron de ello. 66


3 Contemplaciones Ella sabía que le costaría convencer a su hermana de que su historia era cierta y que Josua no aprobaría que se lo contara; de hecho, Josua quería que pasara página lo antes posible y no volver a oír hablar del enfermo insondable, como una vez le había llamado. Jena vivía a mil kilómetros y los visitaba un par de veces al año y en esa ocasión se iba a quedar con ellos unos días. Tenía el aspecto de una soltera saludable, sin demasiado interés por los hombres y con dotes y optimismo para la mejor proyección profesional. Había ido de compras nada más llegar, y disfrutaba paseándose por el parque con sus vestidos nuevos mientras Araucaina le contaba aquella historia increíble de su amiga muerta y el marido que no deseaba salir a la calle desde entonces. No se trataba de faltar al respeto al dolor que él pudiera sentir por la muerte de un ser querido, pero para Jena no era fácil concebir, en su mundo de velocidad imparable, que aquellas cosas siguieran pasando después de que el hombre hubiese alcanzado la luna. “Se muere y ya está”, le dijo a su hermana, “no hay que darle más vueltas”, añadió. Lo cierto era que Rodden seguía imponiendo la tiranía de su enfermedad. No había llegado a convertirse en el centro social de todas las conversaciones, pero la gente que lo conocía no podía dejar de hablar de él y de su actitud frente a su depresión. Los ciclos de su vida le habían durado poco en el pasado, sin embargo, ahora parecía enfrentarse a algo nuevo, tal vez la última etapa; pensar eso le daba miedo, pero que aquel agujero en el que había caído durara tanto, le daba que pensar. La primera noche que Jena pasó en casa de su hermana. Habían pasado el día visitando a unos amigos, y cuando Josua salió de trabajar, habían ido con él a cenar fuera. Había sido cuestión de una llamada por teléfono y él estuvo de acuerdo, pero por cierto que para él no fue muy buena idea idea debido a su cansancio. Ninguno de los tres parecía a gusto, era como si Araucaina fuera tan posesiva que sólo pudiera estar a gusto con las personas que quería, por separado. La tarde dejaba un aire espeso, y las noticias en la televisión no parecían dispuestas a dar un respiro. A la mañana siguiente, cuando Jena se levantó, Josua ya había salido para el trabajo y las dos hermanas estaban de nuevo dispuestas para hacer planes y llenar el día de franca ilusión, lo que a él le hubiese molestado y se hubiese considerado un estorbo de haberlo sabido. Todos menos Josua parecían creer que Rodden no superaría su depresión, o tal vez, Josua también lo pensaba aunque una oculta animadversión por él le impidiera expresarlo abiertamente. Había intentado convencer a todos de que, en realidad, no estaba tan enfermo como decía, pues no deseaba que siguiera aprovechándose de su enfermedad, pero para ser sincero consigo mismo, tenía un aspecto que en ocasiones le había alarmado. Rodden parecía ajeno a todo lo que se pudiese hablar o pensar de él, seguía haciendo sus pedidos a la tienda y sacando la basura por la noche, a escondidas. No le molestó, en absoluto, la distancia que Araucaina puso entre ellos después de las vacaciones, había empezado a pasar las noches en vela con el televisor encendido, y en cierto modo, recuperaba su estado natural y empezaba a considerar las salidas de casa, como una rareza. A Jena le hubiese gustado conocerlo, por pura casualidad sin que mediaran otras opiniones, o al menos, aunque fuera en la distancia, le hubiese gustado verlo y valorar por sí misma su enfermedad. Ella, por su parte, se encontraba mejor que nunca, dispuesta para todo tipo de chismes e historias 67


delirantes que contar a sus amigos de vuelta de su viaje. Además, económicamente le iba bastante bien en aquellos tiempos y estaba valorando hacerse una intervención quirúrgica para ponerse unos pechos firmes y algo más voluminosos. Es posible que perdamos el interés por darle sentido a la vida, por intentar interpretarla, cuando nos convencemos de que morirse lo simplifica todo bastante, y en una posición parecida se encontraba Rodden, justo antes de empezar a adelgazar y de que Jena se acercara para hacerle una visita. No le costó mucho que la dejara pasar a su apartamento, pues a él pareció agradarle la idea de que fuera la hermana de Araucaina. Se sentía en deuda con ella y no podía hacer menos que pasar un rato charlando con su hermana. Jena declinó tomar café ni ninguna otra cosa porque el fregadero estaba lleno de loza sin lavar, y a pesar de que apenas había luz ni aire allí adentro, se apreciaba la suciedad y un olor desagradable. Que le resultara imposible ceder a los buenos sentimientos, formaba parte como reacción al sentimiento de culpa que alimentaba al menos, una parte de su enfermedad. Por ello podemos afirmar que la prematura y espontánea lucidez del hombre golpeado por la vida debería servir de advertencia al hombre en su vida cotidiana, ajeno a todas las pérdidas que le esperan. Al respecto de la visita de Jena, creo que podríamos situarla en esa parte inconsciente del mundo que desea saber, pero sin complicarse demasiado. Para que una persona como Jena, entregada a la vida, dejándose seducir por todo tiempo de pasiones, pudiera asumir los males que la acechaban, es necesario comprender que ni muriendo ni resucitando después, cambiaría el entramado de su vida tal y como lo había armado y entendido. Todo lo bueno está siempre por acontecer, pero muchas veces no llega, y cuando lo hace, pocas veces se deja su disfraz de estruendoso confuso movimiento hedonista. Nuestros sueños, envueltos en anuncios publicitarios de playas paradisíacas no permitirán que renunciemos a vivir. Esa era la realidad a la que había renunciado Rodden involuntariamente, después de sufrir aquel golpe mortuorio, aquel altercado de hospitales que rompiera la constancia. Se preguntaba: ¿si en lugar de haber perdido a Mirna por su muerte inesperada, la hubiese perdido por un divorcio, se hubiese sentido igual de solo? Ya nada lo invitaba a vestirse, a asearse, a afeitarse y salir a dar un paseo cada mañana, no había nada en la calle que lo animara a desafiar la inseguridad que sentía. La exposición que Jena hizo a su hermana de los motivos que la llevaban a desear conocer al “hombre enfermo” no duraron demasiado. Tampoco iba a convertirse en un problema entre ellas. Araucaina simplemente pensó que uno más de los caprichos de su hermana había terminado por excitarla hasta la pasión, y no hablo de sexo sino de curiosidad insana, algo que algunas personas sienten sin poder controlarlo del todo. No se acababan en ella los periodos de caprichos en los que -lo sabía desde la infancia-, aún cubierta por una primera idea de ayudar, terminaba por hacerle daño a todo el mundo. Tal vez, sólo se trataba de intentar tener suerte donde había fracasado su hermana. ¿En verdad pretendía en un par de visitas curarlo de su inapetencia por la vida, cuando ella lo había dado por un caso perdido? Tras su primera visita empezó a comprender que era como una caja que no se podía abrir y que había sido demasiado optimista. En los últimos minutos, por ridículo que parezca, hasta se permitió flirtear con él sin conseguir respuesta. Le dijo que era un hombre muy guapo, y que no le importaría salir a pasear algún día juntos por el parque, pero cuando se lo contó a Araucaina se reafirmó afirmando que se lo había propuesto totalmente en serio, aunque si él aceptara habría que asearlo y comprarle algo de ropa. Antes de que acabara su visita ya esperaba con ansia poder volver. De vez en cuando hablaban de nuevo de la enfermedad de Rodden como tema recurrente y era como si ese interés por él les hiciera sentirse mejor. Unas horas antes de partir, con las maletas hechas y todo el resto preparado para llamar a un taxi, las dos hermanas se sentaron en la cocina y prepararon café. Mientras Araucaina iba y venía de los fogones, Jena había puesto los pocillos, las cucharillas y el azúcar sobre la mesa, y después esperó sentada a que su hermana le sirviera el café y aportara la leche de la nevera. Todo se realizó con nervios y movimientos constantes, posiblemente por la inminencia del viaje. Araucaina se sentó y adoptó un tono sombrío; dejaron de hablar. Deandrés había ido al colegio y Josua había salido de mañana para el trabajo y no lo esperaba hasta más tarde. Entonces Araucaina le anunció que la acompañaría a la estación porque no quería quedarse sola tanto rato, y porque se 68


encontraba un poco deprimida. Jena se permitió bromear previniéndola de que la depresión de Rodden podía ser contagiosa, que él podía ponerse bien en el momento que le pasara a alguien toda aquella tristeza. Araucaina cerró los ojos y respiró profundamente significando que no, como si no fuera obvio que se trataba de otra cosa. Antes de despedirse definitivamente, en el andén le dijo a su hermana que las cosas con Josua no iban bien. Alrededor de un año después, cuando Jena volvió a la ciudad, Araucaina hacía un par de meses que se había separado pero no la había querido ver hasta entonces. Ella y Deandrés estaban tomando café en una cafetería esperando el reencuentro cuando apareció con una sola maleta, lo que indicaba que no iba a quedarse mucho tiempo. Estaba a punto de anochecer y no había nada más que hacer ese día que volver a casa y hacer la cena. No hablaron nada de la separación, y ni siquiera mencionaron a Josua; si bien es cierto que ya habían hablado por teléfono al respecto desde hacía mucho y durante tiempo suficiente. Jena parecía animada a pesar del largo viaje y de que se quejaba de un característico en ella dolor lumbar. Después de acompañarlas en silencio y de tener todo tipo de atenciones con su tía, Deandrés esperó al momento posterior a la cena para decir que iba a salir, que había quedado con unos amigos y que no volvería hasta tarde. A su tía no le importó aquel desarraigo tan típico de su edad, ella en cierto modo también era así, aún se consideraba una mujer joven, y sabía que atraía las miradas de los hombres jóvenes, otra cosa sería cuando atrajera las miradas de los hombres mayores unicamente. La reconfortaba haber renunciado a un par de relaciones que no la satisfacían plenamente, y resistirse a una nueva relación con una voluntad admirable. Su hermana, cuando hablaban de este tipo de cosas, la contemplaba como si creyera que había tenido mucha suerte, cuando ella había temido quedarse sola y se había precipitado con un hombre al que no parecía haberle importado demasiado haberla dejado a ella y a su hijo, y que en menos de un mes ya se acompañaba de una chica rubia mucho más joven. Ahora ya no se trataba de Rodden, en pocos años las dos hermanas entrarían en la cincuentena y no resultaría fácil evitar convertirse en dos solitarias solteronas. Cuando compartió sus miedos con Jena, ésta hizo como que no la entendía, a continuación se enfadó y la recriminó por tener una imaginación tan negativa. No iban a empezar a sentir lástima de sí mismas antes de tiempo. “No te quejes, al menos tú siempre tendrás a Deandrés; y nos tenemos la una a la otra, eso también debes tenerlo en cuenta.” Después de una conversación en los términos de la soledad y la vejez como la que acababa de tener, Jena se fue a dormir sin poder evitar un momento de recuerdo para Rodden, el depresivo “amigo” de Araucaina. Y entonces, lo comprendió mucho mejor que un año antes, entendió su postura, su enfrentamiento a las ilusiones de la vida que lo apartaban de su dolor y la inminencia de la muerte. Descubrió que su visita de un año antes había sido muy frívola, pero que ahora podía sentir una sincera tristeza por él porque en la conversación que acababa de tener se veía a sí misma de igual manera, o muy parecida en un tiempo no tan lejano. Ella, llena de vida, perdería todas las ilusiones al ir perdiendo a sus seres queridos, posiblemente a sus padres, y no quería ni pensar de lo sola que se sentiría si no tuviera a su hermana. Eran cosas tan simples que se avergonzaba de no haberlo pensado antes, y de que hubiese sido Araucaina quien le hubiese “abierto los ojos” de tal forma. Esa noche tuvo una amarga pesadilla en la que aparecía Rodden, Mirna Love, la mujer muerta que una vez había visto años atrás, y Josua, todos jugando a la ruleta rusa, afortunadamente sin consecuencias. Nunca había tenido sueños de brutalidad, si de despertarse empapada en sudar por miedo a algo indefinido, pero no de brutalidad, digamos por emplear un adjetivo, de brutalidad gore. Se despertó aún conmocionada, y aquel estado que la hacía temblar, se fue disipando entre la ducha y el café. No podía ver a Rodden como a un familiar, porque amaba a su familia por encima de todo, pero empezaba a sentir ternura por él, aún sabiendo que en vida de su mujer, según contaban, había sido un marido muy egoísta -pero, ¿quién no lo es? Lo excusaba en silencio. Se sentía fatigada y no respiraba bien del todo, así que se puso el termómetro. Tomó una pastilla de paracetamol y esperó. Tener fiebre era algo insólito en ella, pero algo le pasaba, eso era una evidencia. Tenía la boca pastosa y la cabeza le daba vueltas, pensaba con dificultad y los sentidos no respondían con claridad. Le molestó la luz del sol en una ventana y la voluntariedad transparente de 69


los visillos en dejarla pasar hasta sus ojos. Se sentó en un banco y se apoyó en la mesa de la cocina, por unos minutos suspendió todos los planes. Miró el termómetro, no tenía fiebre, ¿a qué venía entonces aquella extraña sensación de debilidad? ¿Había sido efecto de su pesadilla? La desproporción de los síntomas que era incapaz de analizar la hubiesen desmoralizado de encontrarse sola en su apartamento (lo que tampoco hubiese sido corriente en ella), pero se encontraba en la casa de su hermana y se hizo la fuerte, se vistió y dejó pasar la mañana sin más sobresaltos. Empezaba a tener la sensación de que cada cosa tenía su importancia y que no podría mantener indefinidamente la postura evasiva de la juventud. Haber elegido la soltería y no desear tener hijos, era haber elegido un estado de cosas que no la retiraban de sus revelaciones. En aquel estado de nuevos descubrimientos la mañana le pareció profundamente inmóvil e innecesaria, cuando hasta ese momento le había parecido, de siempre, el mejor momento del día, mejor que la noche y su paz, mejor que los ocasos y mejor las siestas al aire libre. La vida seguía para todos menos para ella, estaba sola, apenas se había movido en la última hora, nada la había perturbado o exaltado y lo consideraba agotador. No estaba obligada a la inacción, ¿por qué tanto pensar? Por la tarde, sin haberlo planeado, salió para visitar a Rodden. Quizás debería empezar a creer que la verdad sólo se encontraba en las grandes cosas, y que esas son las definitivas, aquellas en las que el hombre no puede interferir. Como mujer y como parte de la existencia humana, tenía la obligación de buscar respuestas, encontrar un modo de estar en el mundo sin contentarse con lo feliz que es contentarse con todo y sacarle partido a todo, como había hecho durante años. Ya lo he dicho antes, había pasado de los cuarenta y los cincuenta se acercaban peligrosamente; a esas alturas todo empieza a dejar de sorprendernos. Jena descansaba la cabeza sobre el asiento del taxi dejándola caer hacia atrás, lo que debía resultar gracioso visto desde el espejo retrovisor, pero no le importó ser observada, pues la conciencia de necesitar hacer acopio de fuerzas era superior al decoro. Cumplía con una exigencia moral, lo que no era equiparable a la caridad de los que visitan enfermos creyendo cumplir con un mandato divino, en absoluto. Rodden la reconoció al instante y se alegró de la visita. Se apreciaba en la casa un notable cambio, todo limpio, despejado y ordenado, nada que ver con el espantoso caos de la última vez. Una asistenta acudía un par de veces a la semana y atendía algunas cosas muy necesarias según él contó más tarde, y se alegró por ese cambio. Y tal y como hubiese esperado su mirada se había vuelto más amable y ya era capaz de mirar a los ojos de su interlocutor mientras le hablaban. Pero el cambio más extraordinario que pudo notar, se había operado en el cuerpo y la cara de Rodden, había adelgazado al menos quince kilos, y eso la preocupó. La vida nos cambia a una determinada edad, eso lo sabía. Lo había presentido a pesar de lo mucho que le había gustado divertirse y moverse en ambientes sofisticados. Sabía ahora por aquel hombre que tenía delante que había grandes verdades irrenunciables que habrían de llegar a pesar de todas las mentes evasivas. Eso era lo que había estado haciendo los últimos veinte años, evadir toda tristeza, toda realidad, la responsabilidad de pensar en como algunas de las peores cosas que sucedían a su alrededor eran mucho más que accidentes. La gente, eso también lo sabía, le es fiel a sus muertos, rezan, hacen misas, se acuerdan de ellos, los recuerdan en interminables conversaciones y lloran por haberlos perdido. Y aunque había considerado que todo eso era recrearse en la desgracia hasta emborronar el cuadro de la vida, podía comprender que el morbo era otra cosa. Como humanos tenemos la obligación de asumir nuestro dolor y nuestras pérdidas, y, en algún momento, dejar de pensar en la vida dirigida a la diversión, al hedonismo y a la búsqueda de la juventud que se nos escapa entre los dedos. Y allí estaba, sorprendida de sí misma por haber vuelto a aquella casa, vestida como para ir a misa. No le extrañaría que el vestido la empezara a rascar en el cuello y descubrir que era nuevo y que se había olvidado de quitarle la etiqueta, pues en un momento así, su cabeza no funcionaba abiertamente, no estaba segura de nada, y cualquier cosa podía pasar sin acabar de entenderla del todo. Se sentó comedidamente, y hablaron de como había ido todo el último año. Al mover la mandíbula, al intentar articular las palabras, Rodden resoplaba, y comprendió que había perdido piezas dentales, lo que unido a su extrema delgadez le hacía 70


pronunciar con una especie de bufido y el músculo facial se colaba en su boca temblando como un baile de zancudos. Estaba mejor en algunos aspectos, el orden había llegado a una vida que se contentaba. Se había acostumbrado a no salir a la calle a menos que fuera imprescindible, y asumía sus otras enfermedades; las físicas. Usualmente no lo hubiese aceptado, si embargo, ahora lo veía como un ejemplo perfecto, un ser consecuente con sus decisiones, tal vez, dispuesto para morir. En cualquier otro momento lo hubiese hallado terrible, y sin embargo aceptaba que todos estamos sometidos a la misma inminencia de la muerte y se limitaba a participar de aquel enfrentamiento, de aquella batalla violenta, de un hombre con su destino y contra las condiciones que la vida le había impuesto. Estaba con vida, ese era su nexo principal, no necesitaba palabras gruesas para definir una posición común, al menos una posición con la que ella simpatizaba. Había ido a visitarlo porque se interesaba por él, no por lo que provocaba su depresión. No temía llegar algún día a pasar por lo mismo y no se estaba preparando para ello, si es eso lo que puede parecer. Había ido esperando escucharlo en una amabilidad que conocía de un año antes que resultaba reconfortante para los dos. Los seres humanos tienen la obligación de hacer este tipo de cosas, pensaba, cuando aún estaba reciente en sus sentidos y en su sangre la última fiesta en la que había bebido más de la cuenta en el ambiente más sofisticado y selecto de su ciudad. En aquel momento, sentada frente a la delgadez extrema de Rodden comprendió que algo estaba cambiando en ella. Intentaba sacar respuestas desde su agotamiento, sobre todo le preguntaba sobre Mirna y la naturaleza de lo que había sentido por ella. Intentaba descubrir que parte de su amor por ella había provocado aquella devastación, o si como su hermana pensaba, no se trataba más que de una crisis existencial, un dolor personal ante un mundo que se derrumbaba. Todo mucho más normal. 4 La Inmaterialidad De Las Grandes Cosas Aquella tarde, según pudo recodar, la conversación había girado alrededor de sí misma; si es que se le puede llamar conversación a abrirle la caja de secretos a un hombre al que no parece importarle nada, que se limita a asentir y al que no se quiere agobiar con preguntas que no es capaz de contestar. Tal vez, hablaba consigo misma, y se ponía al corriente de las cosas que pensaba de su propia vida, de sus amores fracasados, de sus amistades superficiales y de su éxito profesional. Todo iba “de perlas”, tal y como lo había planeado, capaz de taparle la boca a los que la habían criticado o simplemente habían apostado por su fracaso, y sin embargo, no era feliz. Ese era el significado de su reunión con Rodden. Ella era también buena en saber escuchar, y lo demostraba cada vez que se ponía, en silencio, al servicio de la necesidad de su hermana de desahogarse. Pero con Rodden era diferente, primero porque no tenía esa necesidad y no apenas hablaba, segundo porque estaba empezando a entender que lo que la llevaba a visitarlo era una terapia personal, un ejercicio de piedad con sus propias necesidades. Naturalmente, las condiciones de su vida, las lineas de exigencia y autoimponerse una soledad tan sobria como exigente, podían desequilibrar a cualquiera. Además, llevaba demasiado tiempo haciendo las mismas cosas en la gran ciudad y eso empezaba a convertirla en un ser previsible. Como una vez dijera Araucaina, “la muerte nos gana la partida siempre, cuando morimos, por supuesto, pero en vida cuando nos hace perder toda esperanza, las ilusiones, la alegría de vivir.” Hablar con Rodden era como hablar con un moribundo, la muerte le había ganado la partida. Ella había perdido sus ilusiones y su capacidad para dejarse sorprender por todo lo maravilloso que tiene la vida, pero por otros motivos. Erika no estaba obsesionada con los cortos espacios de vida que se nos permiten, no creía que se fuera a morir 71


pronto, y no pensaba habitualmente en sus problemas de salud como le sucede a tanta gente. La tarde que de nuevo pasara con Rodden la había ayudado a pensar en el rumbo de su vida, no había sido una conversación exactamente, pero él la había ayudado con su silencio. En aquel momento terrible, cuando ya se iban a despedir le confesó que se encontraba mejor en lo psicológico, pero que físicamente no se encontraba nada bien y que estaba seguro de que si iba al médico le encontrarían “algo malo”. Ella lo relacionó con su delgadez y le dijo que debía ir al médico, que no lo dejara, que era importante saber...” De vuelta a su vida cotidiana, después de una vacaciones anodinas en casa de su hermana, Jena deseaba enfrentarse a los nuevos retos de la gran ciudad. Debía ponerse al corriente de los cambios operados en su entorno en el tiempo mínimo, porque un par de semanas en los ambientes en los que se movía, podían significar una diferencia insalvable para los profanos. Ella, por su parte no tenía mucho que contar más allá de su aventura con el hombre que se negaba a salir de su casa. A todos les parecía una historia increíble y estaban deseando saber como acabab, pero eso tendrían que aplazarlo hasta las vacaciones del año próximo. Los amigos de Jena eran gente que admiraba la vida en provincias, y hacían escapadas siempre que podían, aunque sabían que eso no les proporcionaría historias excitantes que contar a su vuelta, por eso, la historia de Jena merecía un cierto respeto. En sus fiestas, todos bebían y tomaban pastillas excitantes lo que los hacía reír sin sentido y esa era una soledad diferente a la de aquel hombre que conociera y al que visitaba. Aquella gente ansiaba ser feliz, pero no sabían como hacerlo, por eso se reían tanto. Era una forma de convencerse de que vivían vidas mejores que las del trabajador medio y que su “hora feliz”, nadie la pondría en duda si reían aún sin ganas. Por una vez se dejaba guiar por algo que no era su sentido del deber y las necesarias distracciones que lo soportaban como en una tarima de piedra. En casos parecidos, ella lo sabía muy bien, otros habían puesto en cuestión la forma en que vivían la vida, y llegados a ese punto no había retorno. Vendedores que dejaban de vender, comerciales que se jubilaban prematuramente y ejecutivos que se iban a vivir a la playa para siempre. Debía reconocer que ella también se sentía desorientada y asumir que había llegado un momento de duda en su carrera. Lo siguiente fue inevitable, que alguien lo notara y le dijera, más como una orden que como un consejo, que necesitaba un descanso. ¿Cómo era eso posible si acababa de llegar de vacaciones? La sugerencia podía tener otro significado: “No sabemos que hacer contigo y vete una temporada mientras tomamos una decisión”. Entró en pánico. Posiblemente era la persona más preparada de su empresa, más que cualquiera independientemente de su posición jerárquica, otra cosa eran sus decisiones y hacia donde estaba orientando su vida. Naturalmente todos esperamos los mejores resultados de la gente con un brillante historial académico, pero la vida es otra cosa. Después de los primeros diez años en la empresa había dejado de sorprender y la exaltación que sintiera al principio había terminado por dejar paso a la costumbre, si bien en ese tiempo su indudable preparación había recibido los apoyos necesarios para situarse en una buena posición, o al menos, de menor exigencia de lo que ella había esperado y mejor remunerada que otras. Deseaba encontrarle sentido a su vida, lo deseaba profundamente, pero al final todo se reducía a beber y fumar excesivamente, a rechazar a los chicos con pretensiones y tener relaciones esporádicas con desconocidos que no la beneficiaban en nada. La descomposición del sentido tradicional de la familia no era algo fácil de asumir, pero saberse incapaz de un compromiso con tantos riesgos aún era aún peor. Trataba de analizar cada cosa que podía salir mal -nadie lo hacía a su alrededor, la gente que conocía se había casado y habían tenido hijos porque consideraban que era lo que debían hacer-, de establecer un porcentaje que le demostrara que valía la pena arriesgarse, y de tal manera nunca lo iba a conseguir. Si hubiese creído en Dios, el miedo a los resultados de unos análisis médicos no le hubiesen dado tanto miedo. Todo empezaba a torcerse en su vida, las noticias de amigos y familiares con enfermedades o fallecidos iba en aumento, y esa la hacía incapaz de manejar la situación sin miedo. No sin cierta simpleza, desde que recordaba, cuando se enfrentaba a situaciones semejantes, había pensado que ese tipo de cosas no le pasaban a ella. Eso había sido una gran ayuda en su existencia, 72


pero di de algo estaba convencida ahora era de lo contrario, en cualquier momento, una dolencia o unas pruebas médica rutinarias podían descubrir la enfermedad fatal. En cuanto se ponía a pensar en ello, su mente discurría sin freno por territorios dolorosos, caras que ya nunca volvería a ver, gestos que echaba de menos y llamadas de teléfono que esperaba pero nunca se producirían. “El miedo es libre”, había leído en alguna parte, y ahora lo podía entender mejor que nunca; no era libre, se tomaba la justicia por la mano. A pesar de que el resultado de los análisis no era tan malo como esperaba, una de aquellas tardes se encontró mal. Estaba en su apartamento, sentada en una silla y con las cortinas corridas, sin luz natural pero con dos lámparas encendidas sobre una mesa. Había abandonado la limpieza durante un tiempo y el desorden era evidente. La televisión estaba encendida sin voz y en la calle discurría la vida con forma de automóvil evitando atascos. Había cogido el correo al volver a casa y tenía unas facturas de pagos relacionados con el alquiler, la luz y la limpieza de la escalera, sobre la mesa. Cuando por fin creyó que lo mejor era meterse en cama no pudo controlar un acceso de vómito y ensució la moqueta del salón. Antes de dirigirse a la habitación intentó limpiarlo sin demasiado éxito. Le dolía el estómago y no podía pensar con claridad, nadie la llamó y no llamó a nadie en los dos días siguientes. Nadie la echó en de menos en dos días y eso no la alarmó, después de todo ella había decidido vivir así. En ese tiempo apenas ingirió algunos líquidos calientes, café y uno de esos caldos de brick que toma la gente solitaria y que calientan al microwaves. Al parecer, después de sudar hasta mojar la cama, y alcanzar niveles de fiebre desconocidos para ella, empezó a encontrarse mejor, lo peor había pasado. En la lucha contra la enfermedad -posiblemente un virus del principio del verano que se había cebado en su debilidad- había perdido mucho peso, y no se trataba de una mujer corpulenta, así que su aspecto se volvió preocupante. Para ella ese episodio tuvo un significado clarificador, había tocado fondo y debía hacer algunos cambios en su vida. Somos testigos de nuestros padres, eso lo sabemos, pero en su caso, de padres fallecidos unos años antes en accidente de automóvil, ni siquiera ese cometido había podido mantener. ¿Sólo le quedaban Araucaina y Deandrés, y el resto era vacío? Empezó por ese entonces, a frecuentar los paseos solitarios, los parques y las grandes avenidas a horas poco habituales. Desorientada, intentaba distraerse sin ser capaz de pensar en cual sería su próximo paso, unicamente se centraba en su equilibrio. Cuando salía de casa temprano, la mañana se le hacía agradecida y frecuentaba un café en el que desayunaba un café y una magdalena. Aquel lugar lleno de actividad le recordaba su puesto de trabajo, al que probablemente ya no volvería. No exageraba si pensaba que otros compañeros de su oficina, viviendo momentos parecidos antes que ella, se habían sentidos atrapados en una situación que no les daba la posibilidad de avanzar y seguir con sus vidas y que los rechazaba si miraban atrás. En lo que se refería al trabajo, el cambio era total e inevitable, y eso lo cambiaba todo; quizás en su caso, al no implicar a una familia con hijos y marido en ello, todo sucediera en menor medida. Podría parecer que los seres sin grandes responsabilidades en la vida estarían capacitados para sufrir menos los cambios impuestos, tal vez fuera así, pero en su caso no lo estaba pasando nada bien. Pasó algún tiempo sin que nada se moviera en su vida, y de pronto, sin saber por qué, sin poder identificar el origen de un recuerdo, pensó el Lucas. Parecía incapaz de desarrollar el único afecto que aún conservaba y se dijo que eso no podía ser posible. Decidida a mover pieza, buscó el teléfono de su compañero de oficina de un verano que había durado poco hacía unos años. Sin darse cuenta, estaba entrando en una linea nueva de conducta en ella, lo llamó y quedó con él para verse. Hubo una significativa distancia al principio, pero les apeteció volver a verse otra vez. Lucas le preguntaba sobre la marcha del trabajo desde que él ya no estaba allí y ella al principio, mientras le acariciaba el pelo, no se atrevía a decirle que ella tampoco seguía trabajando, “todo como siempre”, afirmaba sin interés. Le estiraba el cuello de la camisa y lo besaba. En algún momento le confesó sus peores intenciones cuando lo telefoneó y a él no le importó ni quiso saber cuales eran. En su primer encuentro se dieron cuenta de que tenían mucho más en común de lo que habían pensado, que habían perdido su mejor oportunidad desde que se conocieran y de eso hacía mucho. Se 73


sentaban en las cafeterías y ponían las manos encima de la mesa esperando el momento de entrelazarlas, como dos maduritos en busca de un amor adolescente. Aquello revelaba de ambos algo sorprendente, no había circunstancias en sus vidas que impidieran un amor de verano o si lo deseaban, una relación algo más duradera. No existían indecisiones, dudas o confesiones dolorosas, se movían por impulsos y fue Jane la que quiso dejarlo todo muy claro desde el principio, en aquella confusión no había graves compromisos. Lucas no quiso saber más, si ella deseaba seguir siendo libre tenía que comprenderlo, pero no iba a dejar pasar la oportunidad de amar a aquella mujer por la que se había sentido tan admirado en el pasado, y eso, aunque estableciera que sería por tiempo determinado. Era sobre todo la sensación de saberse utilizado lo que trascendía de las reglas de juego. No había más pistas que las de una relación esporádica y eso a Lucas no le agradaba, pero como ya he señalado, no le quedaba más remedio que aceptarlo. Una de aquellas tardes en las que se amaban en la habitación de un hotel del centro, a él todo se le antojó muy sórdido y tedioso, le parecía indigno que ella expusiera que lo podría dejar en cualquier momento y se rebeló con palabras muy gruesas que no deseo repetir. Aquella reacción de protesta, al menos durante un tiempo, le parecería una expresión de libertad contra la tiranía del amor programado y con fecha de caducidad. Y también se trataba de expresar lo malo que provocaba en su interior para que algún día, cuando en el futuro recordara lo débil que había sido y pudiera ser un poco más indulgente con la cobardía que lo invadía la idea de perder aquel momento. Es extraordinario reflexionar acerca de que cuando el amor andar por medio, hasta las ideas más repugnantes pueden parecer aceptables. Y en esa reflexión no esconder ni escamotear todo lo que de bajos instintos tenía aspirar a pasar una nueva tarde ahogándose de placer primario y líquido. Los dos se conocían y sabían lo que podían esperar el uno del otro, y eso lo confundía todo aún más. Cuando hablaban, se referían al pasado como si fueran viejos amigos y en realidad no había para tanto. Lucas se consideraba una persona fuerte, capaz de soportar los embates del destino con entereza, pero también parecía adivinar que si ella le hacía daño le iba a doler como nunca. Apenas estuvieron juntos un año, el tiempo necesario para que Jane asumiera su nuevo estatus, se convenciera de que debía tomarse un tiempo antes de volver a trabajar y volviera a visitar a su hermana, esta vez con una incipiente barriga de mamá primeriza de la que Lucas no sabía nada. Araucaina vivía con un hombre que había conocido y que representaba una nueva oportunidad de enderezar su vida; Deandrés lo aceptó con optimismo pero ya estaba en una edad en la que empezaba a plantearse su independencia. Precisamente fue la idea de que Deandrés la dejara sola y empezara la vida por su lado, lo que la decidió a comprometerse, incluso empezó a buscar un piso más pequeño y acorde con la vida que quería llevar. Con todos estos cambios en marcha les llegó el anuncio de la visita de Jane, y no era extraño que estuvieran deseando verse para contarse los pormenores de unas vidas que habían cambiado tanto en tan poco tiempo. Según parecía la salud de todos marchaba mejor cuando se llenaban de actividad y se entregaban de lleno a la vorágine de vivir, pero eso, sobre lo que ya habían conversado en el pasado es una falacia, olvidar que las enfermedades avanzan porque nuestra mente esté en otra cosa no nos hace inmunes. Araucaina no quería hablar de Rodden porque lo había visitado hacía poco y había quedado muy impresionada por su aspecto físico; se estaba muriendo. En cualquier caso, Jena esperaba que en esa ocasión la acompañara a su visita: la tercera en tres años. Todo parecía perder importancia o bajar de intensidad, ante la visita al drama que habían voluntariamente poner en sus vidas al seguir la enfermedad de cerca. En realidad Araucaina tenía más motivos para sentirse contrariada ante el anuncio de los médicos de que a Rodden le quedaba poca vida, y lo digo porque las tres visitas en tres años de Jena no parecían nada más que un apoyo simbólico. Ni la nueva relación romántica de Araucaina, y la barriga embarazosa de Jena parecían capaces de llegar a coger la importancia que se esperaba de noticias tan relevantes y la emoción se apagaba cuando innecesariamente surgía al lado de ellas la conversación sobre la pendiente visita a casa del enfermo. Como si no hubiesen podido esperar más, a la mañana siguiente, llevadas por una convencida piedad, se levantaron temprano y 74


se arreglaron para realizar la visita. Por el camino hablaron de como el valor infranqueable de las enfermedades, los accidentes y otros dramas humanos, y de como ponía a prueba la entereza de todo aquello en lo que necesitamos creer para seguir viviendo. Nadie, en un momento de su vida, podrá eludir enfrentarse a esta realidad. Se nos mueren los amigos, los familiares, los compañeros de trabajo, los vecinos, y se nos mueren hasta los conocidos que nos servían de apoyo con su conversación cuando hacíamos algo tan simple ir a comprar la prensa el fin de semana. Jamás podremos entender lo que tiene de sistemático y de qué manera nos afecta la muerte de todos aquellos a los que apreciamos. Deseamos que sigan a nuestro lado, tener nuestro mundo controlado, pero lo cierto es que poco a poco nos vamos quedando un poco más solos. Hablaron del enfermo, y en ese momento, Araucaina se sintió un poco más dispuesta para preparar a su hermana con lo que se iba a encontrar. Por fortuna, los dos últimos años, una chica a la que pagaba por sus servicios se había hecho cargo de la casa, y lo tenía todo muy atendido. Cada día, cuando lo dejaba al caer la tarde para volver a su casa, la muchacha lo había limpiado y ordenado todo y lo dejaba cenada y con todas sus necesidades cubiertas. Pero, en eso Araucaina fue muy clara, la enfermedad lo había deteriorado hasta el punto de no resultar agradable hablar con él mirando las heridas en su cara y en sus manos -posiblemente las ulceras cubrían todo su cuerpo añadió Araucaina en un alarde imaginativo-, y su extrema delgadez lo convertía en un esqueleto con voluntad, y a pesar de todo, capaz de levantarse para ir al servicio, lo que en un enfermo de estas características era toda una victoria. Les abrió una mujer joven y las dejó pasar. Rodden las reconoció y pareció sonreír. Jane sintió un leve mareo, se apoyó en su hermana y expresó su deseo de sentarse. Había una silla cerca de la cama, la chica trajo otra silla de la cocina y se sentaron cerca del enfermo. Rodden parecía haber superado aquel ensimismamiento que lo encerrara en sí mismo dos años atrás, sus ojos parecían comunicar una gana inmensa de expresarse y dijo, “me alegro mucho de veros, de verdad”.

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1 Ese Grito Ya No Retrocede En la misma noche de los disturbios, Jeremías consiguió que Lourditas se quedara a pasar la noche. Ella se había resistido hábilmente hasta entonces pero esa resistencia había durado demasiado y era el momento de tomar una decisión, si quería seguir adelante con su relación debía pasar al siguiente nivel como si de un juego se tratara. Acababa de perder todo su dinero apostando en las quinielas y no iba a poder pagar el alquiler, pero no era la primera vez que le pasaba y eso no influyó en su decisión, si bien en una semana se había mudado al piso de su amigo. En la calle había luces de los ruidosos coches de la policía que exhibían su fortaleza dejando sonar sus alarmas, también había ruido de cristales rotos y carreras, pero a ellos, en su amor incipiente, les parecían fuegos de artificio. Apenas una hora después los enfrentamientos habían terminado y sólo quedaban un par de furgones y un grupo pequeño de muchachos a los que no iban a dejar ir antes de identificarlos. La disputa por la calle nunca terminaba ahí, más tarde o más temprano las peticiones de libertad tendrían de nuevo que ser reprimidas, pero aquel control le daba al orden establecido una sensación de poder controlar cualquier cosa. También era cierto que los cristales de los escaparates pintados con frases más o menos ingeniosas y la difusión de algunos enfrentamientos en el telediario del mediodía, hacían dudar del resultado inocuo de la solución política dada. En ese contexto, se levantaron de la cama para hacer café, y a continuación Lourditas manifestó su deseo de salir a dar un paseo; creo que él en ese momento le hubiese concedido la luna si se la hubiese pedido. A pesar a su vida caótica, Lourditas estaba considerada entre sus conocidos y amigos, y también algunos compañeros de la facultad que aún conservaba, como una persona extremadamente inteligente. Hacía más de un año que no veía a sus padres porque volver al barrio de la infancia suponía un trastorno considerable. La última vez que había estado allí no había sido una experiencia agradable, casi nunca lo era. Hacía aquel viaje al extrarradio porque se sentía obligada, pero se lo pasaba en su habitación con los recuerdos adolescentes, porque no había nada más que le interesara realmente, y mucho menos encontrarse con algunas personas que la juzgaban sin remedio. Aprovechaba en esas ocasiones para releer sus viejos libros, algunos ensayos y novelas de autores latinoamericanos, y biografías de estrellas del rock. Pese a los sinsabores pasados en la escuela secundaria, no era tan extraño en las chicas de su edad en aquel momento, adaptarse al castigo social que suponían las familias rotas, sin trabajo y resignadas al fracaso y en eso había tenido suerte. En tal situación podríamos convenir que a pesar de sus limitaciones, había sido admirable su valentía al moverse en busca de mejorar sus posibilidades. Debemos añadir a esto, que tampoco corría riesgos innecesarios y que pocos de sus amigos lo sabían pero uno de los entretenimientos de su infancia y posterior adolescencia fue acudir 78


a diario al gimnasio municipal para aprender un arte de defensa oriental, y que todo lo que eso pudiera tener de sofisticado para algunos chicos, para ella había sido una forma simple y cómoda de hacer deporte y adquirir flexibilidad. Quiero decir que nunca lo había visto como una defensa o un arma, simplemente como un entretenimiento, algo saludable y un desafío físico, no era en ningún caso una chica agresiva. Nada de su primaria etapa escolar tendría tanta importancia si no fuera por sus trofeos. Había algo desafiante en la visión de su habitación de infancia cada vez que entraba en ella y se quedaba mirando todos aquellos trofeos sobre las estanterías, que por otro lado, daban mucho trabajo a su madre en su tendencia natural a cubrirse de polvo en poco tiempo. En ocasiones tomaba uno de ellos entre sus manos y lo observaba añorando un tiempo que no iba a volver, y no volvía a la realidad hasta que con mucho cuidado lo devolvía a su lugar entre todos los demás. Si uno de aquellos objetos hubiese desaparecido, el vacío dejado en una de aquellas hileras superpuestas habría roto el equilibrio constante que se esperaba de aquel orden minuciosamente planificado por una joven que en aquel tiempo había disfrutado de la competición y de sus triunfos. No hacía mucho, en su última visita, su madre le había dicho que ya no podía ocuparse de la limpieza de la habitación como en otros tiempos y que sería conveniente guardar algunos de aquellos objetos y llevarlos al trastero. Esta observación aparentemente inocente, pretendía llamar la atención de Lourditas sobre el paso del tiempo y de como la vejez avanzaba sobre sus padres, y no le hubiese dado mayor importancia si antes de despedirse también su padre hubiese incidido sobre la necesidad de que aligerara su habitación. En un sentido antiguo podría pensar que querían disponer de su habitación para que alguien viviera en ella, tal vez un cuidador, un familiar o una asistenta que les ayudara con las cosas de la casa. Todo le resultó muy confuso y llenó sus pensamientos de dudas en el viaje de vuelta. Damian, el padre de Lourditas, había sido durante años un buen amigo de Jeremías, y conocía profundamente las fobias de su hija, por eso le costaba creer que pudieran estar juntos. La lectura inmoral de sus actos, el secreto que habían mantenido durante todo un año, y lo poco que les habían durado las relaciones anteriores, desmontaba cualquier argumento a favor. Semejante situación empezaba a ser bastante habitual en la vida social de la ciudad, los separados de cierta edad ponían toda su energía en seducir muchachas jóvenes y en muchas ocasiones se trataba de familiares o hijas de sus amigos. Era tan grande el desprecio general por los aspectos culturales que iban contra la libertad de amar, que ya nadie podía menos que sentir simpatía por la pareja, por el tiempo limitado que sabían que iba a durar su relación. Aspirar a relaciones de largo alcance, o hacer proyectos que llevarían una vida entera, ya no gozaba de la admiración que supusiera en el pasado. Todavía, en el contexto histórico que se movían, la fidelidad era importante, de hecho, había cobrado relevancia desde que la gente había empezado a tomarse en serio las nuevas y terribles enfermedades de trasmisión sexual. Era por esto que el habitual pesimismo del padre de la muchacha se veía relegado a un segundo plano al enfrentarse a su desarrollo emocional. Había sido tratada como una adulta desde que recordaba, como si nunca hubiese tenido una infancia, y por otra parte, Jeremías siempre iba a ser mejor que algunos jóvenes libertinos con los que ella se relacionaba. Cuando amaba, a Lourditas la sangre le subía a la cara, y como si se sintiera azorada, las mejillas enrojecían, las aletas de la nariz se desplegaban como las alas de una gaviota, fruncía el ceño y en el momento de mayor excitación apretaba los labios como si le preocupara sentir lo que estaba sintiendo. Nunca abría la boca con los gestos lascivos que Jeremías había visto en algunas revistas, eso tampoco le permitía exhibir sus dientes blancos, aunque pare ser del todo honestos, una vez concluido el momento del éxtasis solía sonreír dulcemente, casi con vergüenza. La expresión de su cara recuperaba la naturalidad con más rapidez de lo que a él le hubiese gustado, pero cuando se estiraba el pelo, aún montada sobre él en su postura preferida, su cuello era pura pura poesía y sobre eso no había demasiado que decir, simplemente recrearse en la imagen que representaba sin molestarla. 79


Cuando cerró la fábrica, Lourditas decidió que no iban a tener hijos, al menos hasta que su situación económica estuviera resuelta, lo que podía emplazar esa decisión a mantenerse durante años. Aquel día salió de casa con sus mallas, listas para una larga carrera. Como corredora no era muy buena, pero tenía resistencia y le gustaba el aire de la mañana en la cara. Las zapatillas estaban tan gastadas que empezaban a dar síntomas de flojedad, lo que le hacía pensar que en cualquier ocasión tendría que volver a casa con un pie descalzo porque se hubiera roto del todo. No iba demasiado deprisa y apenas había paseantes un sábado a aquellas horas. Tal vez hubiese llorado si ella fuera de llorar, pero prefirió salir a correr y así quemar la rabia contenida que la embargaba. Estaba más sensible que de costumbre, y apretaba los labios intentando sacar de sí los pensamientos que la entristecían. No había hablado de ello con Jeremías y no deseaba hacerlo de momento, pero su decisión era firme; nada de hijos. Naturalmente, esperaba recuperar el tono antes de mediodía, ya le había pasado otras veces sentirse así de mal, y sabía que era capaz de recuperarse rápidamente sin que nadie notara cómo se encontraba. En algunos sitios de la pista que recorría una linea de árboles, las raíces habían levantado el pavimento y las losetas eran desiguales, algunas fracturadas había que saltarlas para no tropezar y caerse. Su cuerpo respondía con juventud y energía, al menos de eso no podía quejarse, pues era mucho más de lo que mucha gente tenía. No le gustaba pasar cerca del lago porque las miasmas producían un olor desagradable y cuando lo hacía pasaba mala tarde, como si todos lo virus de la ciudad se concentraran allí; posiblemente se trataba de alguna estúpida superstición pero cuando ya llegaba a aquel punto dio la vuelta. La primera noche que se quedó a dormir en casa de Jeremías, en la calle los trabajadores de la fábrica quemaban contenedores de basura, y el humo era de un olor desagradable. Aquel olor lo inundaba todo y, más tarde, cuando el ruido de las carreras terminó, aún sofocados por calor de las sábanas salieron a la calle y se alejaron de aquellas ventanas cerradas que no impedían la entrada del humo pero llenaban la casa de un calor asfixiante. La primera noche que entró en el apartamento de Jeremías creyó que el color de las paredes era tan oscuro como cualquier cosa que pudiera pasar por su cabeza sin intención de ser descubierta. Los noticieros habían dicho que se esperaban unos días de calor extremo y él no tenía aire acondicionado, pero al menos había un ventilador en el salón que enchufó en la habitación mientras ella se desnudaba. Más allá de la habitación estaba la cocina, con cacharros apilados, en equilibrio, esperando la ocasión para organizar una gran escandalera. Estaban contentos por cuanto les había sucedido y ella especialmente, parecía sentirse llena de excitación y alegría. En aquel momento era Lourdes la que mandaba, la que con su gana de jugar lo llevaba de la mano y salía corriendo para que él corriera tras ella. Tenía la complaciente felicidad de los que necesitan compartir su risa, ampliar su gozo en otros cuerpos como en vasos comunicantes. No se iba a sentir colmada hasta que él lo entendiera y se volviera tan loco como ella, así que terminaron luchando en el parque, una disciplina en la que ella llevaba las de ganar. Empezó apoyando una de sus piernas sobre un árbol y apoyando su cabeza cerca de su pie. No intentaba impresionarlo pero su flexibilidad era la de una muñeca de goma. Después le habló de las disciplinas orientales y de su deseo de viajar algún día a china, nada menos. Jeremías ya tenía que haber supuesto que ella tenía planes para sí misma desde mucho antes de conocerlo y que sus sueños no entraban en la negociación como materia a la que se renuncia sin luchar. Volvieron a correr, a luchar, a abrazarse y a rodar sobre la hierba del parque. Y todo esto ocurría porque él, mucho mayor que ella, resultaba especialmente influenciable e inclinado a sus locuras. En un momento así, cualquier cosa que ella dijera o hiciera, sólo podía parecer maravillosa, el delirio se sirve acompañado de sueños que nunca se cumplirán cuando dos amores recientes se reencuentran. Algún tiempo después, entre la rutina y la búsqueda de estabilidad, podían decir que habían conseguido un grado de entendimiento que no desaparecería. Lo cierto es que en esos casos se pueden alegar otras dificultades, incluso poner freno a la expresión y buscar la dificultad voluntariamente para eludir ese hilo de comunicación. Al menos, entre las formas de liberar la tensión necesaria para una ruptura, nadie es capaz de hacer creer a su beligerante pareja, que la 80


forma en la que una vez se entendieron no existía nada más que ficción. En definitiva, las dificultades iban creciendo, pero seguían hablando de sus problemas como si eso les fuese a ayudar; y hay mucha gente que lo piensa, incluidos unos cuantos psicólogos. Se trató pues, analizado con un tiempo de convivencia, de una relación con altibajos, con momentos de dulzura y juegos apasionados, pero también con momentos de depresión y profunda decepción. Al despertar una mañana, Lourditas comprobó que una vez más, Jeremías se había levantado temprano y había salido en busca de trabajo. Antes de irse había bajado al portal y había subido la correspondencia, eso le hizo pensar que estaba esperando la contestación de alguna solicitud a una gran empresa multinacional. Ninguna carta, pero entre las facturas había una propaganda para viajar a las playas paradisíacas de América del Sur. Las fotografías a todo color parecían haber sido hechas con la intención de convencer de la tranquilidad y soledad que se puede vivir en aquellas puestas de sol paradisíacas. Hacía el final de la mañana había vuelto a ver aquellas fotos una y otra vez y había dejado volar la imaginación como si se encontrara en aquellos lugares. Sintió tristeza por su vida malgastada y pensó que a pesar de su juventud, nada cambiaría y que lo único que le quedaba por hacer en la vida era aceptarlo. Como Jeremías no andaba cerca para molestarla con sus preguntas inquisidoras, no evitó mostrar su aflicción llegando al punto de las lágrimas. Apenas consiguió recomponer su gesto para mediodía, y aún después de que él regresara y se dedicara a rebuscar inquieto alguna documentación extraviada, ella seguía viéndose a sí misma corriendo desnuda por aquellas playas y zambulléndose en un más violento y cristalino. En un momento llamaron a la puerta y al abrir, Lourdes contempló la imagen de una mujer que pide para sus hijos porque no puede pagar las facturas de la luz y el agua y puede ser desahuciada. Le dip algo de dinero dudando si se trataba de un engaño y sin preguntarse cuánto dinero se puede hacer al cabo del día con un argumento semejante. Al volver al sillón de la sala, lloró. Jeremías no podía entender lo que le pasaba. Se acercó moviéndose con precaución, lentamente, compadeciéndose de un dolor evidente del que le gustaría saber más. Ella no acertaba a explicarse pero era consciente de que no sería justo culpar a su pareja enteramente de su malestar. Durante tres años vivieron la relación lo mejor que pudieron, no fue fácil, él encontró otro trabajo pero parecía incapaz de resistir al desaliento. En el momento en que la relación tocaba a su fin ella legaba a casa cada tarde y se sentía tan deprimida que podría gritar. Se recostaba sobre la cama e intentaba recordar el último momento en el que habían sido felices. Perseguía aquel momento en la distancia como si fuera lo único que pudiera calmarla. Se trataba de un enlace natural entre la felicidad perdida y un presente dudoso. No podemos pensar que nosotros mismas no hayamos, alguna vez, distraído nuestra imaginación en busca de pensamientos positivos como único medio de eludir el presente y sus preocupaciones. Posiblemente lo hacemos con más frecuencia de lo que reconoceremos, incluso en muchas ocasiones de forma inconsciente. Entonces el ya había dejado de moverse a su alrededor preocupado por lo que le pudiera pasar, e intentaba evadirse saliendo o encendiendo el televisor hasta muy tarde, acostándose cuando Lourdes ya se había quedado dormida, o simplemente quedándose dormido en el sofá.

2 Excéntrica Vida Líquida Lourdes desapareció. Se fue al extranjero sin despedirse pero se supo que viajaba sin rumbo fijo 81


por las cartas que le mandaba a sus padres. Estaba dispuesta a enfrentarse al mundo por su libertad, según su forma de pensar, sacrificada esos últimos años por un amor que no conducía a ninguna parte. A todos sus amigos y familiares les resultó una justificación muy pobre, pero a ninguno de ellos les pareció que Jeremías no pudiera encajar algo así, había jugado un juego peligroso y había perdido, así eran las cosas. Todo estaba viciado de un sentido práctico en esos tiempos y hasta los adolescentes, siempre con sus exigencias de integridad, parecían comprender y aceptar, que los amores van y vienen sin dar excusas. En sus viajes (mayormente en tren), Lourdes aprendió a valorar el paisaje como no lo había hecho antes, a emocionarse mientras los ocres, marrones y amarillos pasaban delante de su ventanilla sin permitirle apartar sus ojos de ellos durante kilómetros. Los arbustos rezumaban naturaleza y las aves salían volando a su paso. Los atardeceres también le producían una desinteresada melancolía, una sensación de desamparo y amor por los viejos tiempos que parecía poder con todo. Estaba aprendiendo a formar parte de un nuevo escenario, y en ese aprendizaje comprobó que su inquietud de los últimos años iba desapareciendo. Ya no pretendía demostrar nada, ya no quería establecerse ni competir en una sociedad desigual. Había sido mucho más que un presentimiento o un rechazo por lo que suponía que quedaba por llegar. Se trataba de la certeza de sus propias fobias: La ausencia de total de romanticismo puede ser causa de desesperanza en algunas personas, y posiblemente Lourdes era una de ellas. El piso se hizo grande, oscuro y silencioso. Demasiado el vacía que expresaba y que Jeremías ya conocía de otros tiempos. Se acostaba en el sillón y al poner la cara sobre los cojines le parecía recuperar su olor. La madre de Lourdes era una señora, encantadora, amable y comprensiva, así que decidió dedicarle el tiempo necesario en la primera visita, pero cuando una vez al mes visitaba a Damian ella desaparecía y en ocasiones partía sin despedirse porque nadie sabía donde andaba. Ella había escrito a sus padres para decirles que se encontraba bien y que estaba de viaje sin destino fijo, pero que seguiría en contacto, sin embargo no daba una dirección en la que pudiera ser encontrada. Como Damian suponía que ella se sentiría traicionada si le contaba a Jeremías particularidades de aquellas cartas, que por otra parte no eran frecuentes, se limitó a decirle que se encontraba bien, y entonces pasaban a hablar de la fábrica, de fútbol y de la crisis, como dos viejos amigos que al fin era la excusa perfecta para seguir viéndose. Sin duda, si Damian se preguntara por los motivos de aquellas visitas, se equivocaría en su respuesta. Cuando el tiempo era inmejorable para las actividades al aire libre, aparecía Jeremías con su charlatanería infinita, y si el tiempo era lluvioso, incluso de tormenta, y todo el mundo prefería quedarse en casa holgazaneando, aparecía él, esperando dar conversación a su buen y paciente amigo. Se sentaban en la terraza cerrada y tomaban licor y galletas. Aquella galería acristalada había sido pintada en un amarillo chillón que resultaba muy incómodo, y Damian aprovechaba cada encuentro para resaltar que no había quedado contento con el resultado, pero a Jeremías no le importaba lo más mínimo. Era consciente que, sobre una de aquellas estanterías, en algún momento de sus visitas familiares del pasado, había visto fotos de Lourdes que alguien había retirado a lugares que a él ya no le eran accesibles. Ponían la radio y en ocasiones, juntos escuchaban partidos de fútbol, resultados electorales o los partes meteorológicos, esas eran algunas de sus aficiones. Eran capaces de tramar salidas a escondidas para que la madre de Lourdes ni siquiera pudiera verlos -parecía que había manifestado su molestia por las visitas alguna vez-. Entonces iban al bar y bebían cerveza. Sus peores costumbres se estaban convirtiendo en sus mejores diversiones, sin que, en ningún momento saliera a relucir ningún tema relacionado con Lourdes, tal era el grado de respeto que los dos le tenían. Debo añadir a esto que Damian llegó a dudar de si se trataba de escrupuloso respeto, o de que su amigo hubiese empezado a olvidar su reciente amor y acudiera a las aquellas visitas como un amigo busca la compañía de otro amigo; simplemente. ¿Qué era lo que Lourditas sabía de sí misma y de lo que iba dejando atrás? Dulce y rencorosa en las mismas proporciones, capaz de las más ingeniosas propuestas y audaz hasta lo heroico, nadie se atrevería a crearle problemas. No sólo por su capacidad física y su formación en artes de lucha orientales, sino porque una mirada suya, si esa mirada era de resentimiento, era capaz de congelar el 82


infierno. Desde luego, su último truco había sido el más estimable de su vida, desaparecer sin dejar rastro, “¡Muy bonito!” Se decía Jeremías mientras daba los pasos necesarios para olvidarla. Un vecino de Damian se unió a algunas de sus tertulias, era el hombre que le suministraba botellas de vino que traía de sus visitas al campo y que eran embotelladas por su propia familia. Aquellas botellas se iban abriendo una tras otra en las mejores ocasiones. Cada uno aportaba algo en aquellas visitas que empezaban a parecer fiestas. La falta de control que Jeremías tenía sobre su duodeno le hacía perder gases sin control cuando se pasaba bebiendo, eso le hacía pedir disculpas reiteradamente, pero a sus nuevos amigos no parecía importarle tanto como su conversación, por eso abrían las ventanas de par en par sin darle mayor importancia a estos incidentes. Todo iba de perlas hasta que Damian empezó a discrepar con frecuencia acerca de los temas que tocaba su vecino. Como lo conocía bien era capaz de imitarlo con cierta pericia, y cuando se iba el primero se burlaba de él sin piedad gesticulando o poniendo una voz aflautada muy parecida a la del otro. Este tipo de informalidades no eran del gusto de Jeremías y tal vez ese fue uno de los motivos que lo llevó a ir tomando distancia de las etílicas reuniones del viernes noche. De nuevo pasaban cosas que irremediablemente lo cambiaban todo. Cosas que llegaban sin que nadie las viera acercarse en la distancia y lo hacían todo condenadamente difícil. Esas situaciones que te muestran la realidad para indicarte que ya cualquier excusa está de más. Mucha gente lo asume con facilidad, pensando que la vida dispone de ocasiones suficientes, de nuevas promesas y sensaciones para llenarte de ganas de vivir, y eso le iba a suceder a Jeremías. Sólo al desprenderse de aquellas visitas al padre de Lourditas, tuvo la ocasión de enamorarse de nuevo, y de creer que el amor vuelve con la misma intensidad por mucha profundidad que se haya dado en las entregas precedentes. Con Regina todo parecía fácil, y las dudas desaparecieron rápidamente. Se trataba de una compañera de su nuevo trabajo como oficinista en una empresa de aluminios, nada demasiado emocionante pero estable, al menos. Cada vez que se acordaba de Lourdes lo sentía como una traición a su nueva pareja, así que, poco a poco, también fue consiguiendo dejar aquellas imágenes del pasado a un lado. Quizás, alguien pueda imaginar que se trata de una historia corriente y que este tipo de cosas pasan todos los días. El reto de contar un hecho conocido con un mínimo de credibilidad reside en la precisión, en ser específico y adornarlo con los más pequeños detalles, sin embargo eso no es siempre posible, pero no le resta veracidad. Constatar que un hecho es real desde un relato es muy difícil, y hay escritores que son expertos en conseguir ese efecto de verosimilitud. Por mi parte no me crea ningún tipo de malestar no ser capaz de distraer al lector de lo que parece real para llevarlo al terreno que, a los que aspiramos a artistas nos gusta dominar, lo que existe puramente modelado desde nuestra imaginación. Ya que, Jeremías no pensaba, ni por lo más remoto volver a amar a Lourdes si ésta apareciera de nuevo en su vida, se propuso empezar de cero con Regina y darse una nueva oportunidad. A Regina le gustaba representar el papel de mujer inocente, pero al contrario que Lourdes, ésta era una mujer de avanzada edad y más experimentada de lo que pretendía. Ponía todo de sí para parecerse al tipo de mujer que ella creía que le podía interesar a su nuevo amor, de tal manera que llegaba a resultar cargante cuando le preguntaba sobre su ropa, su calzado, su peinado o cualquier otra cosa, ¿te gusta así? ?ésto te gusta? ¿qué te parece...? No fue fácil para ninguno de los dos acostumbrarse a la convivencia. Una vez superada esa etapa, las cosas ya sólo podían ir a mejor, se decía él con absoluta confianza. Llegar a ese grado de complicidad en el que las parejas empiezan a congeniar, se convirtió pues en su principal objetivo y entretenimiento Aunque, visto en la distancia, el esfuerzo realizado empezaba a ser odioso, al menos en pequeños detalles que son capaces de acabar con la paciencia de cualquiera, Definitivamente, dejar de pensar en Lourdes no mejoraba nada, y se lo hacia todo aún más difícil. Por unos días, después de saber que estaba en cinta, Regina olvidó decirle que había ido al médico y que los resultados eran positivos. Al tercer día sonó el teléfono, no se trataba de nadie conocido. Aquella voz no se parecía ni de lejos a la de nadie a quien pudiera ponerle cara. Preguntaron si en 83


esa dirección habían puesto un anuncio en una revista de segunda mano para vender una cámara fotográfica. Respondió que no, pero la persona en cuestión seguía dándole vueltas al tema como si no quisiera colgar. “Extraño mundo el de las llamadas perdidas a desconocidos”, se dijo. La voz empezó a sonar con un tono de anciana y cuando comprobó que Regina estaba dispuesta a dedicarle unos minutos y prestarle algo más de atención de la que se suele prestar a las llamadas fallidas, entonces le empezó a hablar de su vida y la necesidad de comprar una cámara como aquella, para que la necesitaba, el tipo de cosas que quería fotografiar y el objeto final escondido detrás de otros; tener fotos de sus nietos. Hablaba de la cámara, pero al mismo tiempo construía un mundo de anciana solitaria y su único placer en la vida, las visitas de sus nietos. Desgraciadamente, Regina no tenía todo el día, y aclaró el pormenor de que en aquel número de teléfono nadie vendía nada, las dos decidieron colgar. Fue algo revelador, inesperado, pero capaz de hacerla pensar y decidir tener su hijo. Después de aquello, aquella misma tarde se lo dijo a Jeremías, su proyecto se consolidaba, tendrían un bebé. Y seguían pasando los meses y parecía existir en la pareja un desprecio por los amores previos. El olvido era voluntario y tan enervante que no se hubiesen atrevido a preguntar. A la vez, parecían vivir en un mundo optimista acerca del futuro y las posibilidades que les ofrecía, lo que con la edad de Jeremías resultaba chocante, como mínimo. El mundo los llenaba de buenos deseos y atenciones y eran deudores de tanta felicidad. Oportunamente, en su mejor momento económico nació Jerry y una nueva cantidad de excitantes tareas ayudaron a dejar atrás cualquier vieja inquietud. Hubiera sido necesario un derrumbe, una inconmensurable tragedia para extraerlos de su mundo de pañales y biberones. En aquel estado de encantamiento, cuando Regina comenzaba uno de sus razonamientos, bien sobre noticias que había leído en la prensa o en al radio, o sobre chismes que oyera en el mercado, sus ojos cogían un brillo vengativo, pero eso no le quitaba, sin embargo, un ápice de equilibrio a su vida. Jeremías intentaba seguir el juego, que consistía en encontrarle el punto de vista más favorable para sus propias condiciones de vida a las cosas más simples y que menos tenían que ver con ellos. La voz de Regina, chillona y malhumorada, encontraba, por ejemplo, que si a los minusválidos les daban una ayuda para las sillas de ruedas, como mínimo, a ellos deberían darle una ayuda parecida para para el cochecito del bebé. Este era el nivel que la hacía abrir la boca hasta que se le veían las manchas de los empastes, y batir los brazos y las manos en el aire con desesperación como si se sintiese estafada. Creo que jamás hubiese perdonado a Jeremías si le hubiese llevado la contraria en momentos así. En las conversaciones de la pareja, tal vez debido a sus limitaciones económicas, o a que las aspiraciones de ambos eran inasumibles para un trabajador que apenas llega a final de mes, solían girar alrededor de las injusticias sociales. Para ellos, las injusticias sociales eran sus limitaciones y la burgesía a la que aspiraban y nunca conseguirían llegar. Creían descubrir un mundo al razonar acerca de todo lo caro que no le podrían dar a su hijo, los colegios privados, las vacaciones pagadas y la ropa de la calidad necesaria para poder alternar con otros niños hijos de jueces, médicos o políticos de la vida local. Debatían acerca de su propia condición de su realidad, sin reparar en que no era la ropa que pudieran comprarle a su hijo en los lugares con mejores marcas, lo que lo limitaba, sino que se trataba de su background del que ellos formaban parte irrenunciable. Empezaban centrándose en todo lo que de importante tenía para ellos vivir como lo hacían y eso los llevaba a considerar su propia elegancia como algo importante a poner en valor. Tenían fuerza suficiente para darse la razón mutuamente cuando argumentaban que si se relacionaban con gente de menos categoría perderían el “buen gusto”. Quizás se saciaban de su mediocridad pretendiendo que en los tiempos que corrían se la daba más categoría a la gente con fortuna que a aquellos con estilo y buena educación. Eran dos ridículos, sin duda. Encontraban en que defender su posición dependía de subestimar a los que consideraban menos refinados. Volvían una y otra vez sobre estos temas sin solución de continuidad. Ella intentaba ser precavida acerca de algunos hombres notables que había conocido y no traicionar algunas confidencias, pero le hubiese gustado hablar claramente 84


para convencerlo de que eran peores que él en todo, pero más resolutivos. Estaba convencida de que si él fuera un hombre un poco más decido y despiadado con sus rivales ascendería en la jerarquía sin problemas. El arte de conversar pasaba en ellos de una velada cambiando pañales, a asumir cada pequeño detalle de la competencia social entre iguales como lo más importante del mundo. Y en su delirio se les escapaba que ser competitivo es la mediocridad misma, la ordinariez más corriente, y la más soez de las posiciones ente la vida que nos espera con sus retos, enfermedades, muertes, dolores y decepciones varias. El arte de conversar en pareja depende de que ambos pertenezcan a parecidas sensibilidades y aspiraciones. Los proyectos en común dan mucho tema. El resto parecía ir todo con el ritmo que se esperaba de la vida, su hijo crecía y se fortalecía, y colmaban algunas pequeñas aspiraciones de siempre; eso contenía su descontento. Empezaron a reconocer algunas de sus equivocaciones, pero no se lo confesaron mutuamente. En una ocasión, recibieron un regalo con forma de cheque de la empresa por la dedicación de Jeremías. En esa época también recibió una llamada del padre de Lourditas, que le pedía que se pasara a visitarlo pero no se lo dijo a su mujer. Otro empleado había recibido un regalo parecido en las mismas circunstancias, poco después había sido atacado por unos desconocidos que le robaran y lo había dejado tirado dándolo por muerto en plena calle. La suerte tiene extrañas formas de manifestarse. Tal vez algo malo estaba a punto de manifestarse y debía contener toda su espontánea alegría. Habían pasado unos años sin ver a Damian, Regina se había consolidado en su papel de madre atenta y el hijo que ambos tenían en común era un mocito que decía que tenía novia porque una compañera del colegio se quedaba con sus làpices. A menudo Damian se había comportado como un auténtico padre con él y se trataba sólo del padre de su ex pareja. Su amistad se había consolidado al superar aquella dolorosa ruptura sin que ello les afectara, así que Damian le daba consejos desde el aprecio que le tenía, y lo cierto era que le habían sido muy útiles. Sobre todo en asuntos de dinero, donde poner sus ahorros o que tipo de inversiones eran tóxicas en los tiempos que corrían, había acertado, le había animado a casarse con Regina y había tenido algo que ver en la consecución de plaza en su último trabajo -que desde luego era aquel en el que había estado mejor visto-. Es posible que muchos pensaran que había algo de sumiso en su relación con Damian, también Regina, y por eso había dejado de verlo durante años; pero ahora lo llamaba por teléfono porque quería verlo y no podía dejar de atender su llamada. El lugar de la estima que le tenía seguía estando muy alto, eso era obvio. No era una persona pretenciosa acerca de las grandes amistades. Tampoco se trataba de uno de esos tipos que lo banalizan todo con grandilocuentes imágenes que pretenden llevar las cosas más allá de donde realmente están. Se trataba simplemente que a pesar de sus diferencias, había conseguido con él un grado de confianza mayor que con otras personas que conocía, y eso sólo lo daban los años. De nada sirve todo el reconocimiento si se vive ajeno a la fuente que lo alimenta. La visita que planeó minuciosamente podía no salir como esperaba y echar por tierra todos aquellos recuerdos y pensamientos, por lo tanto no tenía derecho a esperar nada extraordinario de ella. El sentido que tenía aquella llamada lo comprendería enseguida, cuando Jonas le fue presentado. Era un poco mayor que su propio hijo, Reblanq que tenía seis años. Los dos jugaron en el jardín como si se conocieran de siempre. Pero no adelantemos acontecimientos, puesto que Jeremías intentaba mantener la calma. Aún así, al intentar abrir una cerveza se pilló uno de los dedos y se hizo daño. Damian había dispuesto unas bandejas con pan, queso y aperitivos, así que los chicos llegaron corriendo para pedir algo de comer, después volvieron a sus juegos con la misma energía portando sus pequeños bocadillos. Jeremías no se creía con derecho a esperar una revelación que cambiara su vida, por eso se abstuvo de preguntar, lo que Damian se tomó con mucha elegancia. Mientras comían el queso, saltaban entre los árboles. El jardín había sido un patio en otro tiempo y había trozos de cemento aún en las esquinas que le daba un aspecto abandonado, pero que servía para jugar a la pelota. Desde la galería acristalada se notaba el calor de la tarde sobre la madera de las ventanas y la hierba seca, pero a los niños no parecía importarle. 85


Los recuerdos que le venían a la mente al entrar en aquella casa no eran los de Damian y su mujer en familia, sino los de Lourdes en su apartamento del centro. Para Regina, todo lo que tuviera que ver con Lourdes iba a ser siempre tiempo perdido y así lo había manifestado en varias ocasiones. Jeremías no entendía como podía odiarlas tanto sin conocerla, pero parecía por la expresión de su rostro, si alguna vez surgía su nombre en medio de una conversación, que al oírlo se ponía al borde de una explosión interior. Le parecía vulgar seguir hablando de ella después de tantos años, lo que no era cierto, porque apenas la mencionaban. En definitiva, era algo así como una falsa sensación o el sentido fallido de las apreciaciones que cada uno le diera a cada cosa. Si en un año, en una conversación intrascendente, el nombre de Lourdes salía a relucir una vez, a final de año Regina decía que aquello había sido demasiado y que no lo podría soportar por más tiempo si seguía sucediendo. Solía decir, sin temor a ser malinterpretada, que cualquier cosa que tuviera que ver con Lourdes estaba tan podrida que olía con sólo mencionarla, lo que le otorgaba una importancia que Jeremías no le daba. La sombra de Lourdes volvía para inundarlo todo, y lo no era para tanto. Su padre había sido compañero de Jeremías en la fábrica antes de que cerrara y procedía de una familia humilde lo mismo que su madre. No se trataba al fin de la persona exquisita que concebía la imaginación de Regina. Su singularidad se debía a su juventud no a los dones heredados como a otras chicas caprichosas de buena familia. Su abuelo había sido cartero y ese había sido el empleo más notable de los miembros de su familia. Para aquella familia, la honra de haber tenido un miembro en la función pública era recordada siempre que podían en cualquier conversación.

3 Mis Amigas Las Ratas Todos creemos saber que marcharse para no volver no es como morir, aunque, a veces, nos lo parezca. Nuestro primer espacio, al que nos acostumbramos como un hogar, sólo puede ser sustituido en esa idea de amparo familiar por las propias personas que lo componen, y si se ha de vivir en viaje permanente, al menos hacerlo juntos. El desprecio que Lourdes había creído entender por la idea que acabo de traer a discusión, parece suficiente cuando uno es joven. La juventud invoca la aventura como la única magia capaz de interpretar ese tipo de vida nómada. Voluntariamente, en la comprensión casi irresistible de ver otros países, sus ciudades y sus costumbres (no como una huida) abrió los ojos cuanto pudo creyendo con absoluta fe en la compensación de semejante decisión. Eso Damian no lo diría, pero volvió y se fue algunas veces, y en todas ella iba acompañada de su bebé. Seguramente no saldría de una correcta imaginación poner en duda su sacrificio y la estima que le tenía a sus padres que formaba parte de él. Es posible que algunas cosas de la vida se nos escapen, y un día alguien nos llame para inducirnos a un determinado descubrimiento. Damian parecía decir, “piensa, no te voy a decir que es tu hijo, pero... sospéchalo”. Después de aquello, la confusión de Jeremías fue total; además, tuvo que terminar por contarle a Regina todo lo concerniente a su visita, porque Reblanq le contó primero que había hecho un nuevo amigo y en qué términos. No sabía que hacer, todas aquellas ideas y suposiciones se amontonaban en su cabeza poniéndolo en un estado de nerviosismo evidente, pero eso, lo más importante, Regina no lo supo. Quería contarle a alguien lo que le pasaba, así que una tarde fue a visitar a un viejo 86


amigo de la infancia al que hacía algún tiempo que no veía, pero está vez fue sólo porque Reblanq y Regina se iban a hacer una compras. Saúl Osvaldo no vivía tan lejos como los padres de Regina, ni siquiera era necesario coger un tren de cercanías ni salir del centro de la ciudad. Lo mismo que él, estaba a punto de jubilarse y no salía mucho de casa, pero le avisó de su visita antes de ir para allí. Al parecer iba a clavar algunas tablas en un galpón medio desvencijado por causa de las tormentas, y Jeremías se ofreció para echarle una mano y así poder hablar de las cosas de la vida que les habían pasado en los últimos tiempos; después de todo, tener buenos amigos es una forma de poner en orden todos esos pensamientos de cosas absurdas y que no sabemos donde acabar de aparcar y que revolotean libremente en nuestras cabezas. En aquella casa los niños habían crecido pero a él, lo seguían recordando como una persona alegre, dispuesta para las historias divertidas y los juegos. Esa era una imagen que había explotado sin rubor en el pasado, y ahora, en su papel de padre de familia, ya no le gustaba que lo identificaran con todo lo que de divertido aún tenía la vida. Se había apagado como una vela gastada y a punto de extinguirse, y su vitalidad se quedaba a menudo entre las cuatro paredes de su casa. Pero allí estaba, y su relación de amistad era aún sólida. Saúl Osvaldo lo miraba con sus ojos pequeños sin necesitar saber más, no eran unos de esos ojos que cuando miran interrogan, nada de eso. Sin embargo, no iba a pasar mucho tiempo sin que Jeremías le contara los pormenores de su amor con Lourditas, su posterior matrimonio y paternidad, y la reciente aparición de Jonas. La solución de su amigo era simple, “mientras nadie lo haga oficial, Jonas es el hijo de Lourdes, pero no es hijo tuyo”. Parecía que lo había tenido delante de la nariz todo ese tiempo, no obstante, no parecía contento ni convencido. Buscó una segunda opinión en un compañero de trabajo al que no hacía mucho que conocía, pero en el que creía que podía confiar, Xan Valjean. El significado de aquella reunión era expreso y el resultado, teniendo en cuenta la personalidad práctica de Xan, sólo podía ser concreto. Se trataba de un hombre capaz de defender hasta la extenuación, en cada mínimo problema, la capacidad del hombre de salir adelante por sus propios medios; todo lo contrario de un soñador, un teórico o un idealista. Los hombres de acción no necesitan demasiados motivos o razones para ponerse en marcha porque estar activos forma parte del proceso psicológicos los hace considerarse capaces de afrontar cualquier reto, dure lo que dure. Lo malo que tenía Xan era que apenas le dejaba hablar y eso contrarió a Jeremías desde el principio de la reunión. Alguna gente permanece en silencio mientras hablas sin estar escuchando, en absoluto, cualquier cosa que les digas, pero Xan, directamente interrumpía y demostraba un desprecio manifiesto por los detalles. No era la primera vez que se encontraba en esa situación con él y con otras personas, era una actitud corriente cuando no querían entrar de lleno en algún tema que les era incómodo, y parecía que para Xan, conocer la vida pasada de su amigo no era plato de buen gusto. No había sido buena idea esperar de Xan una comprensión así. “Nadie puede poner sus brazos para un reconfortante abrazo alrededor de un remordimiento”, dijo entonces. Hay razones para especular acerca de la posibilidad de que Jeremías se hubiese equivocado completamente con su amigo. En la parte de comprensión que había esperado, resultaba inexplicable su frialdad, pues había sido claro cuando le propuso aquella conversación, y como si no hubiese sido suficiente se veía dudando de sí y de todo en aquel momento. En efecto, había sido muy claro, sólo se trataba de la ajena falta de interés. La sensación de estar solo en la vida es muy dolorosa. El hecho de no encontrar a nadie en el momento decisivo en que se necesita un apoyo, convierte al mundo que te rodea en una broma. “Si al menos Reblanq fuera un adulto, podrían contar con él; eso en el supuesto de que siguieran llevándose bien en ese momento. Cuando pasaba así, por algún motivo médico desconocido (es posible que le bajaran las defensas según le decía el médico), le daban ataques de hipocondría, sentía todo tipo de dolores y decaimientos, y creía que algo grave lo perseguía. No podía evitar que aquello sucediera, no obstante, la posibilidad de comprar una botella de whisky de malta y beber hasta perder el sentido estaba también presente. Mientras permanecía la duda, el dolor lo avocaba a tirarse en su sillón y evitar el contacto con todos, también con Regina. Debemos suponer que ella no 87


era ajena a su depresión, pero podía achacarlo a cualquier cosa, incluido al paso del tiempo, y así no tener que preguntar. Cuando se encontró mejor, se levantó y puso un LP de vinilo en el tocadiscos; se trataba de la Missa Solemnis de Beethoven, que lo relajaba a pesar de ser un ateazo convencido. De acuerdo, debía conformarse. Damian le había dicho todo lo que necesitaba saber, y no iba a soltar una palabra más, de eso estaba seguro. Pero ni siquiera estaba seguro que supiera todo lo que sabía era lo que quería saber, o que sus sospechas le convinieran. Entonces empezó a correr el rumor de una nueva reducción de plantilla en su trabajo. La historia se repetía y por su poca antigüedad, si existía una lista de “prescindibles”, él debía estar en los puestos de cabeza. El ambiente en el trabajo es siempre difícil, se compran y se venden la lealtades y la presión es tal que la psicología lleva algunos a creer que el resto de su vida depende de sus aptitudes allí; horrible sí. Por su edad ya no se sentía tan alineado como otros, pero sabía que si se quedaba sin trabajo tendría que optar por una jubilación anticipada. Había mucho en juego, y se trataba de una preocupación más, pero cualquier diagnóstico iba a ser prematuro y no deseaba dar un paso en falso. Ante la duda, la abstención siempre es lo mejor, también en el sexo, se dijo sonriendo estúpidamente. Nadie iba a apoyarlo tampoco en eso. Sin embargo, parecía más animado desde que la lucha por salir adelante se volviera tan carente de cualquier piedad. En tal situación se percató de que no sólo había empezado a pensar en Lourdes con frecuencia, sino que si se sinceraba consigo mismo había gestos, movimientos, imágenes y ruidos que echaba de menos de ella. El tono de su voz era especialmente seductor y la forma en que se mordía el labio cuando no era capaz de responder a una pregunta sencilla, tan sencilla como donde había puesto sus gafas, ese tipo de cosas eran motivo de desesperanza al comprender que nunca volverían. No se atrevía a indagar en la parte de sus recuerdos más íntima y comprometedora, porque sabía que Regina eso lo notaría especialmente y ya no podría más que terminar por ceder a sus preguntas. Después de haber visto a Jean y el las facciones de su cara el vivo retrato de Lourdes, intentaba ser optimista acerca de ella y la vida que hubiese construido pues le deseaba lo mejor. Imaginarla pasando necesidades, agredida o insultada con la promiscuidad de amantes despechados, eran el tipo de cosas que se le pasaban por la cabeza en su imaginación arruinada por novelas baratas. Pero como he dicho, para hubiese sido necesario encontrarse en un momento de flojedad, y lo cierto es que necesitaba ser positivo en todo, rechazar los malos pensamientos, y si me apuran, diría que hasta recuperó una olvidada tradición creativa (pues su padre se había dedicado en algún momento de su vida a pintar cuadros al óleo y él había empezado a pintar también). Volvió a ver a Jean a escondidas, sin bajar de su coche aparcado al otro lado de la calle, desde el lugar exacto en el que se veía sin obstáculos el porche de Damian. Tal vez no se entienda fácilmente, pero ver a aquel muchacho jugar al basket en el patio, lo conmovía. De pronto, entraba en la casa y salía corriendo comiendo un enorme bocadillo. ¿Acaso su propia infancia no había sido también así? Todo era lo mismo, también lo había observado en Reblanq y otros niños que conocía, el mundo no cambiaba tanto. Justo un segundo antes de poner su coche en marcha a tenido la sensación de que él lo veía, de que se volvía inesperadamente y miraba hacia el coche. Lo interrogaba con aquellos ojos que eran los de su madre, y volvía a morder su bocadillo como si le importara un pimiento de quien se tratara. Le gustaría poder seguir tirando a canasta mientras se come su bocadillo, pero no le resulta fácil. El coche está en marcha, lo mira por última vez y se aleja. Aquella noche, en la cena, se mostró muy torpe. Se obstinaba en ayudar a Regina a mover platos y poner un mantel, cosa que habitualmente no hacían y sustituyeron esos por otros individuales de loneta. Dio vueltas sin sentido desde la cocina al salón intentando entablar una conversación con Regina, pero no acababa de arrancar de pura artificialidad. Reblanq lo observaba con curiosidad, lo seguía, no le quitaba ojo y parecía divertido. En tal situación, de encontrarse solo, sería capaz de mover el piso de arriba a abajo y dejarlo de nuevo en su sitio sin que se notara su hazaña, pero delante de Regina se sentía torpe. Nunca le había pasado antes y asumió que podía tratarse de un 88


sentimiento de culpabilidad por no contarle lo que tenía en la cabeza. Aquella noche, se levantó de la mesa para ir a la cocina a buscar algo que se le había olvidado: entre cinco y seis veces sucedió esto. Regina no parecía darle importancia, sabía bien que no era un hombre muy espabilado, o al menos, eso es lo que ella pensaba. Hubiera terminado por olvidarlo todo, por reprimir su obsesión y volver a sus problemas cotidianos, si unos meses después no ocurriera algo realmente notable. Tuvo el honor de ser invitado a unas sesiones de seguridad y defensa ciudadana que organizaba la asociación de barrios en colaboración con el ayuntamiento. Se trataba de mostrar que las mujeres podían defenderse de sus agresores si aprendían algunos trucos sencillos de artes marciales. Todo aquello requería un estado de ánimo y una atención para la que no se sentía muy preparado, pero se sentía al lado de Regina en el polideportivo del colegio al que asistía Reblanq. Desde una de las gradas, sentados como is fuesen a asistir a un partido de basket, se hubiesen comportado como serenos y formales espectadores, si él no se hubiese levantado unas cuantas veces para ir al servicio y aprovechar para comprar cerveza en el bar. La fluidez del presentador posibilitó que todo empezara en tiempo y forma y que el horario se fuera cumpliendo conforme a lo previsto. La megafonía no ayudaba mucho, pero con aquella voz cubierta de ecos y distorsiones, aquel señor anunció que una asociación de europa central les había enviado a algunas profesoras de artes orientales que estaban realizando una gran labor en aquellos barrios, y que ellas iban a hacer una demostración. Reconoció a Lourdes enseguida. Trabajaba en la seguridad, llevaba gafas de sol y un cinturón cargados de balas y una pistola. ¿Era ella? Habían pasado los años, pero la impresión era tan fuerte que tenía que tratarse de su ex pareja. Tenía que hacer algo. No podía quedarse mirando como si el mundo pudiera seguir dando vueltas a pesar de todas las intrigas que se gestaban en él. No podía esperar que Regina dijera que se aburría y decidiera volver a casa sola. Ese día parecía especialmente motivada, sonriente y feliz, y el estaba elaborando un plan que irremediablemente le iba a arruinar la salida familiar. Tal vez fue una cobardía esconderse en el baño de hombres, dejándole un mensaje a través de Reblanq: “dile a tu madre que me encontré repentinamente mal y que me fui a casa”. Era mentira, por supuesto. Regina se hubiera enojado muchísimo de haber conocido ese extremo de su personalidad, aquel que era capaz de hacer cosas semejantes. Ella podía tener todo tipo de defectos, pero siempre lo había tratado con lealtad, y además, a pesar de su madurez, hubiese tenido muy fácil conseguir a cualquier otro hombre que se propusiera. No trato de decir que debería sentirse agradecido, pero había tenido con ella una suerte que no merecía. Cuando terminó el espectáculo, por así llamarlo, él seguí encerrado en el retrete, fumando y vigilando furtivamente a través de una puerta entreabierta. Ella tendría que pasar por allí, y cuando recibió el recado se creyó culpable por haber propuesto aquella salida del “día feliz”. No se movería de allí hasta verla pasar, y eso sucedió unos minutos más tarde. Ese hubiese sido el momento correcto para sentir algún tipo de remordimiento, porque Regina legaría a casa y no lo encontraría allí. Hizo acopio de fuerzas, y revisó los pocos recuerdos de Lourdes abrazándose a él en la habitación de un edificio que se caía mientras en la calle, los sindicalistas corrían perseguidos por la policía. Sentía cierto temor por ser tan viejo que ya no tuviera derecho ni a saludarla. La vida había seguido, el globo terráqueo no había observado ningún cambio a pesar del amor perdido; seguía en su afán de dar vueltas y vueltas sin sentido. Estaba completamente vencido, entregado, sin defensas ni criterio, tantos años después y seguía creyendo que era una diosa, ¿cómo podía ser posible? La extraordinaria importancia de lo que estaba ocurriendo, residía en la observación de lo débiles que reconocía a los hombres observándose a sí mismo. No se creía con una psquis diferente a la de otros hombres, y por eso sabía que Damian lo entendería perfectamente, aunque lamentaría aquel episodio. Faltaba muy poco para que terminara el evento, todo el mundo se levantaría y sería arrastrado por los cuerpos que buscaban la salida. Debía buscar una posición privilegiada desde la que pudiese ver la pista, y la esquina en que la había descubierto nos minutos antes. Rápido, sin descanso, moviéndose entre la gente, oteando como un ave rapaz. Allí estaba, sí, era ella. Bajó corriendo y 89


bordeó la pista. La música anunciaba el final apoteósicamente y la banda municipal salía al centro de la pista tocando, trombones, clarinetes y trompetas; un aplauso general lo llenaba todo. ¿Sería posible que albergara la idea de dejar a su mujer y a su hijo, abandonarlo todo, su vida tal y como la había estructurado, y pedirle a Lourdes que volviera con él? Y si eso ocurría y era rechazado, ¿tendría valor y falta de conciencia suficiente, para volver con Regina como si nada hubiese sucedido? Unos hombres se afanaban en mantener inútilmente a la multitud dentro de las vallas que los debían conducir a la salida. Dirigían sus brazos contra cuerpos enormes a los que apenas podían mover y eso les hacía resoplar como atletas. Nadie se iba a enfadar esa tarde, a pesar de que a algunos no les agradaba que los tocaran y mucho menos que los empujaran. Mientras fueran capaces de aguantar en ese lugar unos minutos, la densidad de la marea humana descendería significativamente y ya no haría falta tanto empeño. Los guardias se miraban, una valla fue arrastrada y cayó haciendo un grave estruendo, pero no parecía tener el propósito del desorden que se suele presuponer en estos casos. Fueron hasta allí y la levantaron. Lourdes estaba detrás, guardando la puerta que conducía a los vestuarios. Desde allí podía ver lo que sucedía y echarle una mano a sus compañeros si surgía un altercado; pero no se trataba de la final de copa de campeones, era tan solo una demostración de la comunidad de vecinos. Resultaba ridículo verse a sí mismo esperando el momento de colarse como un colegial, que lo hace por conseguir un autógrafo de su ídolo deportivo preferido. Pero su decisión era mucho más dramática, no se trataba de autógrafos, se trataba de un momento de debilidad que en su locura transitoria lo hacía comportarse como un niño. No es tan extraño si lo pensamos fríamente, al fin, de eso se trata el amor, ¿no? Dejarse llevar por la locura. Al final de la primavera, justo en el instante en que todo aquello estaba pasando sobre su vida y sobre él mismo, había otras preocupaciones que deberían tenerlo abrumado y desalentado, pero ya no era así, al menos por el tiempo que durara la excitante búsqueda. El recuerdo de un amor desigual lo llenaba todo esta vez, y no aceptaba la enseñanza de que la diferencia de edad lleva la desastre en esos casos. Los prejuicios tenían a la gente entumecía, y cuando decía la palabra “gente”, se refería a todos los que conocía en un mundo equilibrado de trabajo y responsabilidades, como había sido el suyo durante años. Se creía un optimista incorregible, pero en realidad se trataba de uno de esos soñadores que rayan la estupidez humana. La insoportable necesidad de cumplir sus sueños, sus deseos y sus esperanzas lo llevaba a vivir en un mundo de ilusiones que parecía uno de esos cuentos del unicornio rosa que leen las adolescentes. Por eso, cada palabra del final de la historia que estoy escribiendo me resulta una denuncia, un golpe a lo ridículos que nos volvemos, lo patéticos que somos si nos convertimos en viejos enamorados de mujeres mucho más jóvenes y llenas de vida que nosotros. Uno de los guardias lo vio a punto de saltar una valla y le hizo una seña mientras se acercaba a él. Adivinó sus intenciones en una fracción de segundo y cuando llegó hasta él le preguntó que pretendía, a lo que no supo responder. La situación era sorprendente, pero al guardia no debió parecerle peligroso porque se limitó a permanecer delante de la valla, obligándolo a desistir de su intento. Nadie puede imaginar lo que sintió en aquel momento, había fracasado y la única solución iba a ser intentarlo en otro lugar y en otro momento. Todo aquello tomaba un tinte oscuramente dramático en su interior. La dimensión del desastre le hacía suponer que si ella cogía el tren, o el autobús, o lo que fuera, aquella misma noche para volver al país centroeuropeo en el que vivía, no sólo no lo vería, sino que posiblemente ya nunca, él mismo, la volvería a ver. Hasta entonces había mantenido la esperanza como un pequeño hilo que mantiene suspendida una gran roca, pero ese hilo parecía haberse roto definitivamente. Aquel lugar que conservaba el olor rancio de los deportistas, el murmullo de las personas que se dirigían amontonadas hacia la puerta de salida, la perspectiva del lugar en el que se encontraba con aquel “armario” justo delante de sus ojos, incluso la idea equivocada de como todo aquello podía afectar al deseo de verla de cerca, no eran exactamente lo más propicio para la serenidad que 90


hubiese necesitado de haberlo conseguido. No era un monstruo en busca de una salida fácil por la puerta de atrás, pero al guardia se lo había parecido, o cuanto menos, un desconocido de conducta sospechosa. Todo se volvía confuso en aquel estado inamovible de cosas. Tenía la impresión de ser el verdadero protagonista de la noche (para aquel guardia que se lo había asignado como el que se asigna una tarea lo era), de haber participado como parte consciente del espectáculo e incluso de tener el poder de ser el final apoteósico que necesitaban todas las portadas de los periódicos locales al día siguiente. Por el contrario, permaneció en silencio hasta que todos salieron, sin un movimiento en falso, sin una provocación, sin creer en sus posibilidades físicas para una carrera hasta las bambalinas. “¿Conoce a Lourdes Carbian?” Le dijo entonces al tipo, “Necesitaba hablar con ella”. El otro se encogió de hombros y no respondió. Aquella noche, de vuelta a casa todo se desarrolló con la normalidad habitual; Vieron la tele, cenaron y hablaron sobre las últimas medidas económicas del gobierno y su intención de bajar la pensiones. La enseñanza esencial de todo aquello no es fue la irracionalidad del deseo o la falta de lealtad a la familia de un hombre enamorado, no existía en eso una diferencia grande de otras locuras humanas. La enseñanza importante era la fuerza que representaba Regina y su propia debilidad. Aquella noche se sintió miserable, incapaz de dar la cara e indigno de cualquier confianza. ¿Era preciso pasar por semejante experiencia para conocer ese aspecto de sí mismo? Por la mañana fue paseando hasta la empresa para conocer cómo iba lo de la reducción de plantilla de primera mano. Desde el principio estaba claro que el sindicato condenaría la decisión e intentaría movilizar a los trabajadores y él estaba más dispuesto que nunca. La corriente oficial anunciaba disposición por parte de las bases sindicales y creían poder conseguir la retirada del proyecto, o al menos hacer tanto ruido que la empresa se lo pensara la próxima vez. A mediodía fue a casa de Damian y llevó a Reblanq para que jugara con Jonas, lo que se iba a convertir en una costumbre en los meses y años siguiente. Sin embargo, nunca le diría a Reblanq que sospechaba que Jonas era su hermanastro. Cada persona actúa en la vida intentando no causar daño innecesario, pero locamente si el amor y el deseo está en juego; tal vez por eso debe desconfiar de que el amor sea siempre una cosa positiva. Los daños causados por el amor suelen llegar de un exacerbado egoísmo, un manifiesto repunte del “a mi que me importan los demás” y de nuestra falta de humanidad (aunque esto último se manifieste de forma pasajera). La pregunta bien planteada en estos términos sería: ¿Es nuestra falta de confianza en nuestras oportunidades lo que nos hace tan débiles?

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Falso Cerebro Inocente Febrero de 2016 Ludvesky

1 Falso Cerebro Inocente Cada vez que Sonite afrontaba un problema de pareja, podía adoptar una actitud diferente, como una careta necesaria ante un auditorio que espera que les entretengas con una buena disculpa. Un confuso razonamiento, como otros hacen encontrando placer en las piruetas, no parecía ser de su agrado, y utilizar más palabras que ideas, o alargar innecesariamente el esfuerzo de su proverbial imaginación, tampoco iba con él. Sólo cuando Kolima dos Sohos llevaba el asunto a niveles disparatados, y pedía explicaciones amargamente, intentaba envolverlo todo en un encantador mundo de promesas, de planes maravillosos que aseguraban mejores momentos para los dos. Establecía para su futuro compartido, en un tono de misteriosa dulzura un raro e increíble bienestar, e incluso entonces, sabiendo que ella sabía que estaba construyendo una ficción, conseguía que se calmara y se permitiera soñar con él. Sonite contaba con un viejo amigo, Raustles, para hablarle de este tipo de cosas que afectaban su imagen. Raustles era un tipo muy ocupado que trabajaba para una emisora local de televisión, y él, tal y como se veía a si mismo, hablaba demasiado, y no sabía por qué su amigo lo soportaba. En cada una de las ocasiones en que quedaban para tomar unas cervezas, terminaban hablando de Sonite y de sus problemas para parecer comprometido, y eso no se cernían unicamente a sus relaciones de pareja. Y sólo cuando estaban lo bastante borrachos, Raustles perdía su afable condescendencia e intentaba hacerle ver que su problema no era la falta de compromiso, sino que resultaba muy cargante para todo el mundo. E incluso entonces, era incapaz de adivinar si se trataba de un consejo y podía seguir en buscando solución en uno de sus temas preferidos (él mismo), o, si como parecía, Raustles empezaba a aburrirse y le decía entre líneas de que como siguiera por allí, mejor se volvía a su casa a pasar el resto de la tarde en la soledad de sus discos y su whisky. Kolima había encontrado un trabajo en una oficina no hacía mucho. En apenas unos meses había demostrado que era capaz de hacer lo mismo que sus compañeras que llevaban muchos años 96


trabajando allí, y que además, como aspirante a relevarlas en alguno de sus puestos, podía quedarse algunos días a terminar su trabajo sin tener en cuenta los horarios. Comprendía cuan difíciles podían ser las vidas de sus compañeras, algunas muy establecidas y comprometidas en los horarios de la casa y los niños, pero no lo importó, pues lo consideró un problema de supervivencia; era ella u otra y no había que darle más vueltas. En la última semana, algunas de ellas, comprometidas por su desprendimiento le habían dejado de hablar después de una bronca en la sala de café, y otras simplemente la ignoraban. Así las cosas, cuando Sonite, ajeno a estas particularidades del trabajo, quedaba con ella para ir a comer algo antes de volver a casa y pasaba a recogerla, notaba con absoluta nitidez ciertas miradas de desprecio que las otras chicas vertían hacia él, como si eso pudiera cambiar algo. Una de aquellas veces en las que la esperó a la salida del trabajo, un grupo de aquellas chicas estaban hablando con cierta desenvoltura, así que Sonite se acercó disimuladamente y se dedicó a escuchar, y el resultado fue chocante. Kolima había salido a relucir en aquella conversación y no parecía que tuvieran para ella la indulgencia que se espera con los novatos y sus errores. Andar fisgando en conversaciones ajenas es lo que tiene, introduce en nuestro mundo piezas con las que no contábamos y que parecen encajar el puzzle y entendió de repente la animadversión que notara con anterioridad. Por aquel tiempo, la crisis había llevado a muchos a perder su trabajo y a otros, a permanecer indefinidamente en el desempleo, por lo tanto no podía considerar como anormal que las prácticas laborales por conservar un empleo se hubiesen vueltas más sucias de lo que recordaba. En ocasiones en las que miraba fijamente a Kolima, bien porque lo hubiese sorprendido con una inesperada respuesta insultante y cortante como un cristal helado, o bien porque hubiese despreciado su opinión (obviando que se trataba de tener un compañero idiota dando su parecer por algo absolutamente intrascendente), en esas ocasiones entraba en una incontrolable dinámica de odio que le hacía desear que se atragantara con su comida. Al menos, aquella situación tenía algo de ventajoso, no entraban en discusiones en bucle como les sucedía a otras parejas, y sus espectáculos de desencuentro en público eran muy leves. Por otra parte, la animadversión que le producía el trato recibido por la persona amada, se veía compensado con algunos gestos silenciosos que el observaba sin decir palabra. Mientras cenaban, ella movía sus manos con absoluta precisión, cogía los cubiertos introduciendo el grasiento espagueti entre sus dientes con tal maestría y dulzura, que podría estar pintando un cuadro y... ¿sólo él podía haberse dado cuenta? Era igualmente experta en buscar pañuelitos de papel en su bolso para retirar retirar una mancha que viera en la cara de Sonite, y cuando hacía esto, él podía oler aquella crema que ella se ponía con frecuencia en las manos y entonces creerse muy afortunado. Si en alguna ocasión se le caía algo de las manos, un cubierto, un ticket de la compra con el que jugueteaba, un bolígrafo, o algo parecido, daba un respingo de sorpresa como si eso fuera la cosa más extraña del mundo, y exclamaba sin poder evitarlo, “nadie es perfecto, supongo”, y ese supongo llevaba implícito que aquellos detalles ponían a prueba el tremendo esfuerzo que hacía por no fallar en todos y cada uno de los órdenes de su vida. Aquellos pequeños errores de precisión que la podían hacer romper una taza en un restaurante cuando estaba más lleno, lejos de cohibirla o intranquilizarla, la llevaba a tomárselo con humor, a hacer gracietas sin esperar respuesta y a oscilar con una sonrisa que ya no se desvanecería en toda la noche. Por ese tipo de cosas, pasaba Sonite del amor al odio en cuestión de segundos, y por eso Kolima perseguía ser tan exigente con salir de sus imperfecciones. Un cambio de humor inesperado en los dos, les hizo terminar con su cena de fin de semana sin esperar al postre y salir de la cafetería deseando volver a casa. El sonido de una recia lluvia los detuvo en la puerta. Al otro lado de la calle el agua caía sobre los toldos metálicos de las tiendas chinas. Los neones de colores daban un aspecto mágico a los chorros de colores que se precipitaban sobre el óxido de los toldos desde los tubos de desagüe atascados. La lentitud de la lluvia sobre aquellos toldos la hacía parecer aceite, y parcialmente daba forma al contorno final de aquellas feas viseras de escaparate. El agua al precipitarse se curvaba dinámica intentando una linea hasta el suelo que terminaba por romper antes de llegar hasta él. El aire caliente de la calle iba a ser mejor 97


que el humo tóxico de la freiduría, cerraron la puerta y esperaron un taxi. El cielo estaba negro, y ellos mismos no debían dar el aspecto de las personas más alegres del mundo bajo sus propios neones de toldo cobrizo. Tal vez no estaba preparado para amarla, de hecho, tal vez no lo había estado nunca. La extraordinaria firmeza de Kolima dos Sohos sólo podía hacerlo chocar sin quebrantarse, sin desequilibrarse ni retumbar, porque lo que le había atraído de ella en el pasado, su descomunal firmeza, su corpulencia granítica nunca podría ser abatida. La mejor aportación que podía hacer a su relación, aún en los preparativos de una nueva vida juntos, debía ser la fortaleza de la paciencia que arrojaba contra si mismo. Desde niño lo había puesto en práctica en favor de todos los que eran capaces de sacarlo de sus casillas, en favor de sus profesores, sus padre y sus amigos, y ahora, en favor de Kolima. Quería que su relación tuviera una naturaleza sana y floreciente, tal y como predicaban en los colegios de curas en los que había estudiado. Resultaba complicado mantener aquel nivel amatorio de pureza, sobre todo en las largas veladas del viernes por la noche, en las interminables cenas románticas previas al cine o las sesiones de sillón frente a la tele que compartían. Podía decir que gracias a ella estaba superando algunos de sus miedos y frustraciones, y que eso lo tendría en cuenta siempre, a pesar de su carácter.

2 Exploraciones Mutantes Su compromiso no estaba siendo como había esperado, de alguna forma se sentían en un noviazgo no del todo resuelto, limitados por sus propias convicciones que chocaban con las del otro. No se enfrentaban a ello, ni lo hablaban, ni posiblemente conocieran su extensión y formas reales. Pero, por supuesto, había momentos muy sentimentales, caricias, dulzuras y algo que algunas parejas hacen sin saber por qué, lloraban juntos ante acontecimientos aparentemente superficiales, como puestas de sol, escenas tiernas de films extranjeros o noticias dramáticas en la prensa local. Aunque sabían de otras personas que por mucho menos habían expuesto sus interioridades delante de psicólogo, a ellos no les parecía que lo necesitaran. Raustles pasó por pura casualidad justo delante del toldo amarillento en el que se protegían de aquella aburrida y pertinaz lluvia, y frenó al creer reconocerlos y a pesar de que Kolima había abierto su paraguas y apenas se les veía la cara. La casualidad nos descoloca por la diversidad de sus formas y lo inesperado que acontece en su raíz de juego de bolos. Un mundo sin casualidades perdería a muchos amantes que se reencuentran, muchos artistas que pasarían al olvido después de muertos porque nadie encontraría sus obras, o también, muchos gobernantes sobrevivirían al envenenamiento por equivocarse de copa de copa en la cena y preferir la de su mujer, o directamente, la de un invitado. Se nos arrima en silencio y es posible que nos observe buscando la utilidad de un efecto dominó que nunca busca la primera pieza que se viene al suelo. La angustiosa alianza con aquellos que no se desean ver también es notable, y cuando estaba Kolima, la presencia de Raustles era pura dinamita. Aceptaron que los acercara hasta su casa, y por el camino hizo a Sonite una proposición sorprendente, quería que contara su vida en la emisora, un programa de madrugada para recordar los acontecimientos más bizarros, románticos, caóticos o esperpénticos que un muchacho de apenas treinta años podía recordar de su vida sin arrepentirse. Raustles y él era buenos amigos y desde mucho antes de conocer a Kolima, eso era un hecho. Y era por eso que Raustles lo conocía bien y sabía que si aceptaba lo iba a contar todo, con 98


absoluto desprendimiento; y por supuesto, también conocía que su historia era..., ¿cómo decirlo? Como mínimo, sofocante. Habían crecido juntos, y mientras Raustles había tenido siempre en mente buscar la parte de beneficio que había en sus entretenimientos, también los juveniles, Sonite se había dejado llevar por su romanticismo y sus distracciones más hedonistas, no encontrando el sentido práctico en ninguna actividad que desarrollara. Raustles era fuerte, enérgico, alegre, positivo y capaz de convencer a una vaca de que comer carne era mejor que ser vegetariano. Por su parte Sonite era la otra cara de la moneda, callado, propenso a las frustraciones, sumido en meditaciones inútiles, melancólico y ojeroso, y a pesar de eso, capaz de explosiones de ira que asustarían a cualquiera, aunque, en honor a la verdad, debemos decir de que pasaban meses, a veces años, sin que esas explosiones de paroxismo fruto de la rabia y la incomprensión se produjeran. Aquella noche, muy a pesar de la oposición mostrada por Kalima, teniendo en cuenta su desempleo y temiendo instalarse definitivamente en un desamparo, que por extraño que pueda parecer, podía llegar a resultarle propio dentro de un estado de comodidad, se dedicó a reflexionar con atención abstracta en la proposición que le había hecho su amigo. La noche pasaba y seguía mirando al techo mientras Kolima dormía apaciblemente. No despegaba su atención ni un milímetro de las imágenes que lo posicionaban dentro de la televisión del salón, o recogiendo la atención del público en un bar que lo dejaban todo por prestar atención a lo que él tuviera que decir, ¡su público! Dejarse llevar por la leve luz de una persiana mal cerrada y las sombras que provocaba en las paredes lo ayudaba a abandonarse a la somnolencia de sus imágenes preferidas en la ilusión que montaban en su cabeza y se veía a sí mismo como el más extravagante de los colaboradores televisivos de los programas de entretenimiento y morbo variado. La dolorosa imaginación de Sonite solía acabar en desastre, perdía el sentido de la realidad, y con frecuencia, del mismo modo que esa noche le sucedía, se sumía en un prolongado estado de excitación que podía derrumbarse sin razón aparente a la mañana siguiente. Era por ésto que no era aún segura la respuesta que le iba a dar a Raustles, pero ya estaba cansado de deambular por las calles en espera de la hora en la que Kolima salía del trabajo, uno y otro día sin horizonte y sin tener más que hacer que pasar a recogerla. Entre los numerosos compromisos sociales y amistades con las que compartir sus vidas, Kolima dos Sohos y Sonite Viana tenían una afición que respetaban especialmente, la obstinada asistencia a un taller de poesía. Empeñados en aprender a pesar de su entrada triunfal exponiendo algo de su trabajo a los otros alumnos -eso los hizo reír mucho a todos, que por su parte tampoco eran poetas pero se creían muy expertos en la materia-, debemos saber que se pasaron meses intentando hacer alguna frase, no más de un párrafo, que tuviera el equilibrio de las palabras elegidas, la sonoridad y el ritmo de otras poesías antes escuchadas, pero, a la vez, alcanzando la despreciada condición de un corazón abierto pero una mente demasiado simple para hacer oficio. En semejante estado de compromiso con las emociones, les azotaba el ansia de volver una y otra vez al taller, la creencia de que era un tipo de actividad que unían a los amantes, y que con el tiempo haría que de una forma elevada sus almas llegaran al fin a tocarse. Entretanto, sus propias atenciones debían sustituir la belleza de las palabras y lo que debía ser dicho, pues nadie podría decir que en ausencia de tan alto propósito de aprendizaje, su amor fuera a verse irreparablemente perjudicado. Entre las devastadoras críticas de las que Kolima era objeto por su incapacidad para las letras, la que ocasionó su retirada parcial fue aquella que la situaba como una persona egoísta y sin corazón. Eso la revolvió por dentro hasta el punto de cuestionarse en cualquier cosa que pudiese decir, al responder a preguntas simples porque le buscaba una trampa o una segunda intención, o a creer que la gente era capaz de ver cosas de ella que ella misma no podía. Debemos añadir que este descubrimiento fue de tal gravedad que la hizo, quizá por primera vez en su vida, sentir vergüenza y dejar que su afición pasara a un segundo plano. Era más que probable que se sintiera incapacitada para aquella disciplina tal y como ella la había interpretado desde el principio, y dejó de acompañar a Sonite de forma regular al taller, haciendo su aparición en momentos disparejos con la única intención de reclamar la atención de su novio por encima de cualquier otra distracción que pudiese 99


encontrar allí. En realidad no temía que el pudiese encontrar en aquella actividad nada que lo separase, lo desconectara, o descentrara de ella, sobre todo porque no era una actividad frecuente, pero además porque no parecía tener un especial interés en ello, y acudía a escuchar los poemas de sus compañeros con cierta pereza; eso la tranquilizaba. Después estaba lo de las visitas de los padres de Kolima y sus pasteles de obsequio de fin de semana. Sonite se sentía muy incómodo con aquellas visitas, que solían durar toda la tarde del domingo, después de una comida formal y abundante. Le turbaba especialmente los comentario de la madre de Kolima, buscando algún tipo de crítica a las nuevas formas de vida, como si ellos formaran parte de esa etiqueta, y buscara avergonzarlos por algo que no sabían bien lo que era, o en todo caso, era algo cambiante semana tras semana. Si Sonite hubiera sabido como justificarse lo habría hecho, pero muchas de aquellas interpretaciones desde la madurez y la seguridad que la señora proponía para su hija, tenía planteamientos difíciles de asimilar. Había hablado de eso con Kolima en más de una ocasión, le había repetido frases que le parecían ofensivas, si no exactas, muy similares a las que su madre pronunciara aquella misma tarde, y había sugerido hablar de ello tratando de convencer a Kolima de que era una molestia grande para él soportar esa fuerza inquisidora. Le dijo en más de una ocasión que el desembarco de los domingos por la tarde le parecía muy bárbaro y destructivo para su relación. Kolima entonces propuso que fueran ellos los que se desplazaran a casa de sus padres y eso lo complicaba todo aún más. Podía imaginar con cierta exactitud que los mismos reproches con el añadido de verse cohibido -aquella casa lo aplastaba especialmente- en casa extraña, engrandarían el efecto pernicioso que Vergana, la madre de Kolima, buscaba. La animadversión creada era real, y no deseaba agrandarla con una oposición frontal, así que dejaba pasar unos días y no lo volvía a mencionar, pero estaba seguro de que Vergana ya estaba buscando un hombre más “adecuado” para su hija. Quizá no debería mostrarse tan desentendido de sus problemas, o tal vez, no lo estaba tanto como quería hacer ver, y llegaba de nuevo el domingo por la tarde y la presión a la que era sometido le volvía a parecer intolerable, y lo peor de todo, entre hombres deberían apoyarse (pensaba él), pero el padre de Kolima se desentendía de todo. Aún con todo a Sonite su relación le parecía bien, y si hubiera sabido como proponer algunos pequeños cambios sin que eso hubiese supuesto una tormenta de problemas en el horizonte, lo habría hecho, pero era imposible justificar que cualquier alternativa al presente que se le ocurriera, en realidad no había sido pensada desde lo que Kolima pudiera necesitar (física o psicológicamente). Así que si él hubiese tenido alguna propuesta que le permitiera dar rienda suelta a algún deseo realmente acuciante, tampoco habría podido expresarlo libremente, porque su situación era de desventaja, o como la madre de Kolima solía decir, “para mejorar debemos primero salir de nuestro estado confort”. Como tantos otros parados de larga duración que conocía, los esfuerzos por mantener su economía dentro de lo razonable y sin provocar una catástrofe en el subsidio, le llevaban a realizar todo tipo de esfuerzos que convertían su vida en una carrera de largo recorrido. Se entregaba a largas caminatas para ir a comprar algún encargo que Kolima le había hecho, ella decía, “he visto tal cosa a buen precio en tal sitio”, o... “creo que deberíamos comprar tal otra cosa en tal sitio antes de que se acabe, esta un poco lejos, pero no lo volveremos a ver a ese precio”. Mayormente se trataba de productos de alimentación, y como Sonite se prestaba a encargarse de ese tipo de cosas mientras ella trabajaba, se convirtió en una autoridad en lo que se debía comprar y lo que no en cada sitio, si merecía la pena, si era de una calidad aceptable o donde abusan con el precio. Descubría con placer que su vida estaba dentro de un orden a pesar de las dificultades, y que lo estaba haciendo lo mejor que podía para un chico de barrio, sin estudios universitarios ni familia que lo pudiese ayudar con su empleo, que era lo que le había sucedido a la mayoría de sus amigos. Había llegado al mundo en un lugar en el que apenas tenía contactos, “contactos”, esa cosa que no parece nada y lo es todo. Casi todos los chicos de su edad que conocía y con los que compartía un perfil subalterno, habían terminado por trabajar en alguna empresa familiar, de parientes o amigos de sus 100


padres, pero él no; nadie había tenido tan mala suerte. Llegaron cuando un coche salía justo delante de la puerta del portal y Raustles aprovechó para aparcar y no lo dudó cuando lo invitaron a subir a tomar una copa. La lluvia había enloquecido llevada por el viento y golpeando desde los lados, de nada hubiese servido un paraguas, así que salieron corriendo para refugiarse debajo de la cornisa y a continuación entrar en el edificio. Raustles salió del coche y quedó inmóvil pegado a la puerta para dejar pasar un coche. Temió no ser visto porque la intensidad de la lluvia parecía convertirse en niebla por momentos, aunque se trataba de sus ojos y el pelo que empezaba a chorrear sobre la frente. Miró la superficie luminosa del asfalto y la piel de agua que se deslizaba calle abajo reflejando las luces de las farolas y los semáforos. El aire estaba cargado del olor que desprendía una gabardina aceitada que llevaba y que se mezclaba con la humedad hasta su boca. Ya puestos, olvidó cualquier prisa, si tenía que mojarse lo haría a conciencia y caminó despacio hasta la acera para reunirse con la feliz pareja.

3 Las Horas Engordan De toda la numerosa serie de justificados rechazos que Raustles provocaba de forma irreparable en Kolima, de entre aquellos que denunciaban su ausencia de moral y buen gusto, debe mencionarse como uno de los más ofensivos y que causaba en ella más rechazo, los chistes que escogían a la mujer como escarnio de las frustraciones machistas del tipo de hombre con el que parecía sentirse tan identificado. Se trataba de algo incapaz de superar, que trascendía de los simples comentarios al malestar físico en los oídos de la mujer sensible, y en algunos casos sobreviniendo un vuelco en el estómago del que era incapaz de recobrarse sin salir apuradamente hacia el servicio en el que recibía en la garganta y en la boca que los hombres podían oír desde el salón. En la disolución de aquel repentino ataque de nervios y asco, miraba la taza del váter sobre el que se había inclinado y descubría que afortunadamente no había regurgitado. Descubría entonces que ya nada podría ayudarla comprensiblemente a eliminar la irritante sensación de desamparo que le producía aquel ser incompatible con ella de todo punto. Y era más que probable que ya nunca fuera capaz de intentar comprender aquella forma tan cínica que su mente tenía de razonar, pero temía ser una barrera entre Sonite y las pocas amistades que aún le quedaban -no era la primera vez que le pasaba eso con uno de sus amigos, y en otras ocasiones le había instado a dejar de verlos por la incomodidad que le causaban-. Tal vez, para algunos de los lectores resulte difícil de entender que exista gente tan sensible que se sienta dolorida por comentarios ajenos, o por enfrentarse a personalidades que le parecen intrusivas, pero sucede con frecuencia. Había pensado acerca de ello en algún momento y había llegado a la conclusión de que en tales ocasiones debería de intentar armarse de un cinismo aún superior al de sus interlocutores, y hacer como que no pasaba nada, y que en esos casos el cinismo era una forma de condescendencia. Con la atención puesta en la trivialidad de las miradas y la superficialidad de los comentarios al volver a la sala, puesto que sabía que la habían escuchado en el imposible intento de reprimir sus arcadas, respondió que la cena le había resultado algo pesada, pero que ya se sentía mejor. Pero, tampoco en esto, Sonite debe ser mal interpretado. Es inexacta la aparente falta de atención o la falta de intensidad en esas atenciones, que le dirigía a su pareja. Su tendencia a soltarse a hablar con Raustles no era tan provocadora, si se tiene en cuenta que lo veía esporádicamente, mientras con ella lo creía casi todo hablado. 101


Especialmente en el tipo de personas que ellos eran, contárselo todo, analizarlo todo, escudriñar la realidad de nuevas relaciones de amistad, los hacía pasar de hablar sin cesar de cosas que a los dos le importaban, a guardad largos silencios por creer que, como he dicho, ya se lo habían dicho todo hasta el momento. Tampoco es exagerado pensar que cada nuevo día les ofrecía nuevas oportunidades para especulación, pero era ya tarde, estaban cansados, y no parecía que desearan estar solos para hablar de ninguna cosa en especial. Tal vez fue por eso, por lo que Sonite se enfrascó en una conversación en la que ella no parecía encajar, y después de una cínica sonrisa, Kolima anunció que se iba a la cama. La reunión duró un par de horas, y entre los ronquidos de Kolima y la ansiosa expectativa de Sonite, las ideas para un “programa de confesiones” se fueron volviendo brillantes. Seguramente, hasta ese momento, Raustles no había creído del todo en el proyecto, seguramente no había visto la pasión y el corazón necesario en él, y ahora si lo veía, y, en todo caso, habría decidido sustituirlo por inteligencia, y además no iba a encontrar otra oportunidad tan necesariamente barata como la que su amigo proponía. A Través de la noche todo fue quedando en calma, y pusieron algunos discos nuevos de Dizzy y Thelonious que Sonite se había encontrado en un mercadillo, aquel día había desayunado sin bollos, pero el cambio había merecido la pena. Tenían algo de sueño y no se percataron de que habían estado hablando con demasiado entusiasmo hasta que el vecino bajó a protestar. Emiliano no era mal tipo, pero demasiado aficionado a quejarse por cualquier cosa, así que Sonite lo tranquilizó como pudo y prometió apagar la música para que pudiera dormir. Su relación era desconectada, se saludaban de forma fría en la escalera y habían dejado atrás otros tiempos en los que conversaban sobre las necesidades de la comunidad. Lo miró a los ojos después de excusarse y el otro ya no profirió una palabra más, dio por concluido el incidente y se fue escaleras arriba envuelto en su bata de franela a la que le colgaban dos rabos del cinturón. Cerró la puerta con cuidado y miró a Raustles con un levantamiento de cejas y apretando los labios en un gesto inequívoco de que lamentaba lo ocurrido. Sonite tenía el pelo castaño oscuro, los ojos del mismo color hundidos en sus órbitas, las mandíbulas gruesas y definidas, como si todas sus muelas hubiesen salido temprano y si en otro tiempo había llevado barba espesa durante años, ahora aparecía esmeradamente afeitado. Adoptó una actitud de falso cansancio, bostezando sin gana y Rautles cogió su abrigo y se dispuso a cerrar aquel capítulo. Dijo que sería mejor dejarlo por aquel día, pero que seguirían hablando de como podrían ir dándole forma al programa, y lo conminó a escribir todo lo que se le ocurriera en un cuaderno, sobre todo, que fuera pensando en los temas que deseaba tratar. Cuando se quedaba solo, en silencio, a reflexionar como le sucedió esa noche, tenía la deferencia de no ser demasiado exigente con las personas con las que había estado hablando y en las que pensaba. Se trataba de algún tipo de complejo que le hacía sentirse maltratado por los discursos ajenos, y eso era debido a su incapacidad de controlar las situaciones como otros, entre los que se encontraba Raustles, si sabían hacer. Se obstinaba en intentar aprender aquellos trucos de voz imperiosa, de seguridad, de escoger el momento para introducir un elemento nuevo en la conversación, y en la tardía sublevación de su consentimiento a esos discursos, tenía que llegar a la conclusión de que aquellos seres superiores lo llevaban todo preparado. Era incapaz de discutir en tales términos, o oponerse a por capricho a una idea que le pareciera buena, pero si Kolima adivinara que se tenía en tan poco, entonces sí que iba a recibir una buena reprimenda. Conocía sus limitaciones y estaba resuelto a aprender, lo necesitaba, su estima dependía de ser más convincente y respetado en su exposición. Todas las luchas son por respeto y no había aprendido a luchar lo suficiente. Una semana antes, el padre de Kolima le había dicho que conocía a alguien que lo podía emplear de guardia de seguridad en la puerta de un comercio, y eso podía no ser lo más conveniente, pero estaba obligado a aceptar cualquier trabajo por muy desagradable que le pareciera. Como la mayoría de los desempleados en tiempo de crisis aceptaban empezar a trabajar sin ni siquiera preguntar cuánto iban a cobrar, sin conocer los pormenores de sus contratos y muy alejados de 102


moverse con desenvoltura entre los entresijos de horarios amañados que les preparaban. Había nacido en una época en la que seguir trabajando fuera de su jornada un tiempo que no iba a cobrar parecía lo normal; era algo así como pagarle al empresario por haberlo empleado. Él en su inocencia asistía a estos ritos permitiendo que se aprovecharan de él, pero asimilando la incredulidad que le produjo al principio empezaba a comprender el mundo en el que se movía. O incluso, en el caso de momentos concretos en los que se sentía profundamente contrariado por alargar su jornada sin previo aviso, aprendía a disimular y tragarse toda aquella ira. Por otra parte, no era tan extraordinaria esta conducta en Sonite, ese remordimiento de haber aceptado y de seguir aceptando más de lo que la dignidad supone, iba con él en también en otros órdenes de su vida. Desde su adolescencia había aprendido a “tragar”, a no decir abiertamente lo que pensaba, y a ser plenamente consciente de que en la mayoría de las ocasiones en las que esto le pasaba de cualquier otro modo, el resultado hubiese sido peor. Quería superar su forma de pensar, sus prejuicios y sus lamentos, pero de tanto frustrar su rabia, terminaba por explotar días más tarde, a veces meses, con alguien que pagaba su desahogo totalmente sorprendido por su reacción de ira y sin comprender qué era lo que realmente le sucedía. Se dijo que no era para tanto y aunque no le gustaba ser guardia, ni siquiera iba a llegar a eso, no pasaría de portero abriendo y cerrando puertas con un uniforme ridículo, y esperando de él un control de apoyo los que sí eran guardias y pulularían a su alrededor. ¡Menos mal!, se dijo. No había nada en aquel trabajo que le gustara, pero al menos no era un guardia de pistola, ni lo iba a ser sin los exámenes necesarios, y eso si que podía ser un problema si con el tiempo llegaba a estar en la cabeza de todos menos en la suya. Desde aquel momento decidió que iba a ser un trabajo que no iba a durar demasiado, pero que tenía que darse una oportunidad. Como casi todos los vecinos en aquel edificio, Sonite deseaba convivir sin estridencias, sin salidas de tono, sin discusiones propias o ajenas, y eso no era nada fácil. A la mañana siguiente descubrió, no sin cierto sonrojo, que en más de una ocasión había juzgado a Emiliano a la ligera. Había asumido que el episodio de la noche anterior era agua pasada, pero muy temprano, Emiliano volvió a llamar, esta vez vestido de americana, zapatos relucientes y camisa de un amarillo desvaído, y visualmente todo el afeitado, repeina y planchado, y sin dejar a de mirarlo a los ojos le ofreció unas galletas que él mismo había horneado. Sonite lo observó con incredulidad y simpatía el tiempo que duró la entrega. Le hubiese gustado haber encontrado las palabras adecuadas para poder, en el mismo tono, recíprocamente, demostrar su agradecimiento, o incluso, si no estuviera aún bajo los efectos del sueño, haber correspondido haciéndolo pasar, para entregarse a un rato de charla. La aportación definitiva que Emiliano hacía a la comunidad, era su soltería en la que desenvolvía una difícilmente rechazable simpatía. Era una buena comunidad; un poco fisgones a veces pero no más que otras. Todo parecía conveniente, sin embargo, Sonite y Kolima estaban haciendo los trámites para cambiar de vivienda y parecía que su cabeza estaba ya en otra parte y no en todo lo bueno y la gente que conocían que iban a perder con el cambio.

4 Convencional Aportación Precedida De Sueños En el baño se miró al espejo mientras el agua corría en la ducha. No le pareció su cara, tal vez por el efecto blanqueador de la fuerte luz fluorescente o por el vapor neblinoso que empezaba a cubrir su espalda. La boca desfigurada por un gesto de desagrado, el contorno de los ojos oscurecido por 103


las ojeras azuladas le daban un aspecto que no podría definirse más que como derrota. De su garganta brotó un sonido, casi un soplido de desánimo y un entumecimiento en el costado izquierdo le preocupó hasta palparse repetidamente sin encontrar nada extraño. Kalima ya había salido para su trabajo, estaba solo en casa y sonó el timbre. Como tardaba en abrir debieron de pensar, quienquiera que fuera, que el timbre era insuficiente y golpearon la puerta. En ese preciso instante estaba enjabonado, casi a ciegas buscó una toalla y se cubrió con un albornoz que los padres de Kolima le habían regalado después de un largo viaje en busca del sol. Se trataba de Katherine Periñón, la portera que deseaba saber si iba a poder cobrarles para poder pintar la escalera, porque casi todos los vecinos habían pagado y se había corrido la voz de que ellos iban a dejar el piso. En aquella mañana después de un fin de semana en el que no recordaba mucho, el piso todo estaba tan desordenado como su mente y apenas la entendía. La hizo repetir su argumento y le respondió que tendría que hablar con Kolima de esas cosas, pero que creía que no les correspondía a ellos porque ya habían pagado su alquiler sin demora por lo tanto deberían preguntar al dueño. Se la quitó de encima lo mejor que pudo, y practicamente le cerró la puerta en las narices, aunque muy despacio, y ella arrimando la nariz al espacio que se iba estrechando sin dejar de hablar. Después la escuchó alejarse en el rellano sin dejar de maldecir en un susurro, aunque a él le pareció que se iba rezando. Aquella mañana creyó descubrir una de esas cosas que influían en su vida sin revelarse. Encontró un hilo de pensamiento y le dio vueltas y vueltas mientras se desplazaba en autobús, mientras hacía la compra en el supermercado, al volver a casa, al volver a salir para recoger algunos documentos que le harían falta en su nuevo trabajo. Se trataba de la relación que encontraba entre Emiliano bajando a protestar y la portera pidiéndole el dinero para pintar la escalera, y también, algo que ella había dicho acerca de que se había corrido la voz de que se iban a vivir a otro lugar. No quería pensar que la portera, con la que nunca habían tenido una mala relación, apareciera a mediodía con usa galletas caseras, un bizcocho, un pastel de chocolate, o cualquier otro dulce hecho por ella misma. Intentó descifrar cada uno de los gestos de la señora aquella mañana y reflexionó acerca de su significado, mil veces examinó las características de aquellas visitas y se estremeció al llegar a la conclusión de que los vecinos, de algún modo, le estaban pidiendo que no se fueran. Había leído en alguna parte, que se ha establecido a lo largo de siglos de historia que muy pocas cosas suceden por azar. De forma muy sensata aceptó que debía estar en lo cierto y que si se producía una nueva visita, haciéndole ver sus insensibles reacciones con sus vecinos, para a continuación ser agasajado con lo mejor que la gente da sí, que es dedicarle tiempo en la cocina para hacerles algún pastel, entonces tendría que hablar seriamente de ello con Kolima dos Sohos. Cuando lo tuvo todo listo para empezar a trabajar, después de someterse a una entrevista y entregar la documentación que le pidieron, Sonite necesitó prepararse psicológicamente para ello. Era plenamente consciente de que no podía dejar pasar aquella oportunidad (al menos durante tiempo) para recuperar la confianza de Kolima y de sus padres. Se abstuvo de escuchar música y dejó de leer algunos de sus libros favoritos en los días que precedieron a la fecha en la que debía incorporarse a su puesto. Eso fue duro, pero creía que esas actividades lo predisponían en contra del trabajo disciplinado, aquel que no le permitía pensar y que incidía en que no había nada más importante en la vida para ser respetado que las órdenes de los jefes, y ese trabajo iba a ser así, porque no sabía de ningún trabajo que no lo fuera. Cuanto más se acercaba la fecha, su sueño se fue volviendo más inquieto, más interrumpido y ligero. Se levantaba varias noches, a veces despertaba con remordimientos de no sabía qué y necesitaba comer o beber algo. Y esa inquietud por la inminencia del trabajo quizás demostraba una responsabilidad desconocida en él, era como un combate contra lo que iba a suceder inevitablemente, como tratar de cambiar las cosas que no van a cambiar. Sin embargo, esa nueva sensación que no le gustaba nada, tenía algo positivo, Kolima lo veía con renovada ilusión, como si ese miedo, o inquietud, o desasosiego o como le queramos llamar, fuera lo normal, como si todos los hombres sufrieran ante la idea de no ser lo suficientemente buenos para u trabajo, y después, una vez conseguido, ante la idea de poder perderlo. No se trataba de una tortura innecesaria, pero lo veía como el que se enfrenta a la 104


enfermedad terminal de un pariente, esperando cada día que las cosas e, que el doctor de un diagnóstico que arroje alguna esperanza de vida, pero aún sabiendo que todo es inútil conservar cada minuto esa desesperación que niega que las cosas tengan que ocurrir porque sí. Sí, realmente lo veía como algo parecido a eso y a la impotencia cuando la vida se va por su lado. Podría jurar que a pesar de todos las precauciones tomadas, no sabía en que momento había sido descubierto por las compañeras de trabajo de Kolima, cuando ni siquiera lo habían visto nunca cerca de ella. Los minutos transcurrían largos en la espera a la puerta de su trabajo, y como tardaba tanto en salir, para cuando lo hacía todo el mundo se había ido ya. Quizás ya no iba a recordar con agrado aquel pitillo que se fumaba distraídamente en aquella acera, haciéndose de noche y acercándose a aquellos grupos de chicas para escuchar sus conversaciones porque empezaron a señalarlo y a murmurar de él, y cuando intentaba rescatar de sus conversaciones alguno de sus chismes, se dispersaban como gatos asustados. A decir verdad, aquel momento tampoco tenía la magia del principio, y el último día que podría recogerla porque al día siguiente en empezaba también a trabajar, arguyó la excusa de la preparación de todo lo necesario y acostarse pronto para no acudir a aquella cita, que por otra parte ya no podría ser para salir a cenar, ni siquiera para demorarse en un paseo. Su forma de actuar, sus excusas y su pereza, no solían ayudarle en su relación, sin embargo, esta vez Kolima lo aceptó sin protestar, dejó el camino franco a sus argumentos, y él, consciente de su nuevo estatus intentó no parecer tan cauteloso y resignado como antes. Años más tarde. Como si su mente hubiese hecha para retener imágenes, recordaría aquel primer día de trabajo como un juego en el que todo lo iba a salir mal. Primero que todo recordaría que estaba hecho un figurín. Con su uniforma índigo y camisa rosa desde luego podría pasar por cualquier cosa menos por un guardia de apoyo. Otra las asombrosas interpretaciones de su imagen eran unos zapatos negros de invierno que había rescatado del trastero, se había pasado horas lustrándolos y como el efecto no era el deseado terminó por aplicarles un producto que lo que hizo fue pintarlos. Pero ya era demasiado tarde para salir a comprar zapatos, así que acudió con ellos confiando que nadie tuviera especial interés en ver sus pies en lugar de hablarle mirándole a la cara. Cualquier otro ante una cadena de desastrosas circunstancias hubiese entrado en pánico, pero él se aferro a su puerta y la abría y la cerraba como un portero profesional. Estaba a punto de acceder orgullosamente a la bolsa de un cliente al que paró para un registro, cuando uno de sus jefes se le acercó y le dijo que tenía que ser amable, que no estaba allí para eso. Nadie pudo imaginar lo que le pasó por la cabeza en aquel momento, sabía que no aceptaba de buen grado los reproches de los superiores, eso estaba claro, pero se sintió engañado por un anuncio que pedía un guardia debió creer que eso le proporcionaba algún estatus-, y en realidad era un portero al que terminarían pidiendo que llevase las bolsas hasta el coche de los clientes más relevantes. Pero aquel desamparo no llegó a tomar sus definitivas dimensiones, el decisivo enfrentamiento con la torpe creencia de su valía, hasta que a una señora le sonó la alarma y la trató como a un delincuente cuando finalmente se demostró que se trataba de un lamentable error. Eso casi le cuesta el puesto el primer día de trabajo, pero aún más, estuvo a punto de hacerle decidir sin que nadie lo forzara, salir corriendo de vuelta a casa y no volver más. Al cabo de los años lo contaría como un momento gracioso, pero lo cierto es que lo pasó extremadamente mal. Su memoria, además (lo sabía porque cada noche escuchando música solía recordar las cosas más locas de su infancia y adolescencia), funcionaba como ilusión óptica: creía ver cosas que no habían sucedido, partía de un recuerdo y derivaba en invenciones o adornos que nada tuvieran que ver con la realidad, y en ocasiones, montaba historias tan fantásticas que eran difíciles de creer hasta para él. La radio local en la que empezó a contar su vida, hoy ya no existe, estaba situada en el centro de la ciudad desde antes de la guerra, de eso hacía más de medio siglo, y había sido mucho antes de que Sonite naciera. Al margen de que era una radio sin definirse políticamente, cualquiera podía ir allí y contar lo que quisiera -prestando a asistir a uno de los programas de encuestas ciudadanas y cumplimentando las necesarias solicitudes por escrito, claro estaba-, entre otras cosas porque casi 105


nadie la escuchaba, y de madrugada, a la hora que Sonite empezaba a “soltar”, la gente con insomnio o los que permanecían en pie por diversión, hacían otras cosas. La decadencia era evidente en su mobiliario y en la parte técnica, había allí aparatos que no funcionaban desde hacía años, incluidos algunos micrófonos que podrían estar en un museo. Muchos de los técnicos trabajan relativamente, tenían horarios relativos y cobraban de la misma manera; no se prestaban a abandonar otros trabajos para compensar su precariedad y apenas se tomaban en serio lo que hacían, ocupados como estaban en la prensa deportiva o en cubrir quinielas. Las estadísticas les otorgaban una de los peores cuotas de radioyentes de su historia, y eso los mantenía en un conformismo que no apetecía de grandes retos profesionales, creativos, sociológicos o artísticos. Pero, Sonite no se sentía con fuerzas de hacer grandes juicios al respecto, ni siquiera de comparar aquella decadencia con la suya, ni con la imagen desorientada que tenía de sí mismo. El edificio era tan viejo que los dos primeros pisos estaban abandonados y a través de las ventanas se podían ver estancias diáfanas, de pintura desconchada y maderas podridas, y el tercer piso al que subía cada noche si mucha idea de lo que iba a decir, le faltaba un ascensor y practicamente lo escalaba, escalera a escalera, sin demasiadas fuerzas, pero movido por el ánimo que le producía aquella nueva experiencia. También recordar es sugerirse y dejarse reunir con voces y gestos. Lo asombroso de todo era la facilidad que exhibió desde el primer momento para hablar de su pasado con tanto detalle. Nadie puede imaginar lo que le pasó por la cabeza en aquel momento absolutamente rompedor, extraordinariamente motivador y peligroso para una lengua tan suelta como la suya. Todo aquello empezó a funcionar como una rutina, un relleno entre cuñas publicitarias, y con el convencimiento de que nadie lo escucharía. Hasta una semana después no vio a Raustles, que acudió a primera hora para saludarlo pero apenas estuvo un minuto y con el convencimiento de haber acertado con una voz tan monótona. Sonite no esperó demasiado para hablar de su trabajo, y eso no era una de sus historias del pasado, como había prometido descubrir en el primer programa, pero necesitaba desahogarse acerca de lo ridículo que se sentía con aquella librea y con la exigencia de tratar a todos los clientes de usted, daba igual la edad y la condición. En cualquier caso, aquella presentación también había previsto un cierto margen para sus elucubraciones, para entroncar temas con noticias del presente o para relacionar sucesos famosos con pequeñas anécdotas que le pasaran a él. El técnico al mando del sonido lo veía con desgana, pero en pocos días se fue recuperando de su impostura como si hubiera consumado un primer desprecio necesario para establecer su posición. Al terminar cada sesión de confesiones nocturnas, le indicaba a Sonite que había en la ciudad historias como las que contaba. Al principio, Sonite se alarmó de que no sonaran reales, pero enseguida pareció recuperar la fuerza porque se dio cuenta de que a Redding se le había despertado un interés insano por lo que tuviera que contar al día siguiente, y eso le hizo pensar que había ganado un oyente. Le respondió que quedaba a su criterio creer semejante cosa, pero que él sabía que no era así, que debía creerle, había historias mucho más increíbles que las suyas, pero que lo que creía que pasaba era que las personas a las que les sucedían no querían contarlas, y que eso era debido a que su naturaleza era la de los inadaptados. Nadie lo tomaba en serio, no necesitaba que lo recibieran majestuosamente pero sí que echaba de menos un poco de atención. Nadie le decía los límites de sus trabajos, nadie le dedicaba un poco de tiempo una vez que lo tenían en el punto que deseaban, y no esperaba que Raustles estuviera con él en la emisora, pero las noches eran tan solitarias... Aunque había superado los tiempos del psicólogo una vez a la semana, no era habitual verlo feliz por sentirse querido o acompañado, tal y como le había manifestado al médico que necesitaba. Pero los avances en su fortaleza mental habían sido suficientes y aún sintiendo las mismas convulsiones ya no le afectaban de la misma manera. Una noche habló de cómo había conocido a Kolima, cuando ni siquiera era un jovencito al que le gustaban las scooters y veía competiciones de coches en la tele. Mucho tiempo había pasado desde aquel día viendo reallys en un bar, pero aquel recuerdo se había fortalecido en su memoria sin que supiera por qué le sucedía que había momentos de su pasado, aparentemente dentro de la normalidad, que se pegaban a su memoria mientras que otros más recientes e importantes, pasaban 106


al olvido. Quizás tenía que ver con el número de veces que se sentaba imaginariamente de nuevo en aquel café y la veía entrar acompañada de algunos de sus amigos, se producía las presentaciones y ella se sentaba a su lado. No obstante, creía haber reconocido con tristeza, las veces que volvieron al mismo lugar sin que se produjera de nuevo aquel encanto, aquella magia rememorada una y otra vez. Y mientras contaba en antena aquel momento y lo que le hacía sentir, ya no le cabía duda de que la intensidad con la que se ama las primeras veces se pierde en pos de otra cosa más obstinada pero menos profunda. Estaba seguro de ser capaz de establecer una diferencia real sobre la intensidad de momentos vividos, pero de eso no habló porque era un camino que se abría en el momento sin saber a donde lo podía conducir. Mientras contaba como había llegado a un grado de pasión y enamoramiento que nunca antes había conocido, lo asaltaban ideas que anunciaban lo vivo que estaba en su mente todo lo que tuviera que ver con Kolima y la fuerza de su relación. Cuando entró por primera vez en la radio, y sobre todo, cuando se sentó delante del micrófono y le dieron la señal para que empezara a hablar se sintió fuera de la tierra, como en una nave espacial. Esa sensación que muchos han sentido de no pertenecer al mundo, una mezcla entre nervios y el cumplimiento del deber. Todo el que se había sentado en aquella silla había sentido el contagio de la radio, aunque muchos de ellos se habían dedicado a construir un personaje con su vez, de tal manera que les permitiera encubrir mucho de lo que decían o no decirlo todo. Anhelaba cada tarde, abriendo y cerrando puertas en el centro comercial, que llegara aquel momento, eliminaba cualquier pereza o cansancio y se entregaba al éter sin reservas.

5 Un Juego Después De todas las cosas que se le pasaban por la cabeza en su desmoronada imaginación, hubo uno por aquellos días que se centró en las escasas posibilidades de su memoria, refrenó la dispersión habitual en él, y empezó a darle vueltas a ese tema como si nada fuera más importante. Todos sus intentos por sacar más de sus historias para poder contarlas en condiciones reales, eran vanos. Y así, una y otra vez intentando retraerse a tiempos vividos que se parecían más a un sueño lejano que a la respuesta a ilusiones, que ya no se producirían en la misma intensidad, sentía que estaba perdiendo algo de sí mismo, desvaneciéndose la historia de su vida, ocupando su lugar entre la multitud, en los números de los registros de nacimiento, entre los extraños que se cruzaba en la calle y que como él, no conseguirían una vida tan relevante que alguien consintiera en contar su historia después de que hubiesen muerto. Al menos, en su caso había aún una posibilidad, un nuevo esfuerzo para hacer presentes aquellos momentos que ya, tantos años después, no parecían significar nada para nadie. Entonces imaginó a esas personas que llegan después de muchos años y le dicen, te acuerdas... y vuelven sobre un momento que tuviera un significado especial para ellas. Antiguos amores, juegos, aventuras de infancia, travesuras, momentos difíciles compartidos, viajes, reencuentros familiares, todos parecían sensibles a aparecer en cualquier momento y evocar algo que la memoria había perdido. Después de una hora él y el técnico se quedanban solos, libres de dejarse llevar por una nueva atmósfera, de levantarse y sentarse cuantas veces quisieran mientras ponían música o cuñas publicitarias. Una vez, una noche de una extraña historia, el teléfono sonó repetidamente. Sonite podía ver a Redding responder, reír, disculparse, asentir... Colgó el teléfono por última vez y lo 107


desconectó sonriendo, entonces le hizo un gesto positivo, todo iba bien, no debía preocuparse. Oyeron las señales horarias, era muy tarde y debían ir terminando. En aquel momento empezaban a estar cansados y no razonaban con claridad, Sonite no había acabado su historia, algo sobre un colegio de curas en el que había estudiado, así que decidió aplazar el final para la noche siguiente. Apenas se estaba dando cuenta de sus contradicciones, pero era dueño de moldear las historias a su gusto siempre fiel a un principio de verdad, o dicho de otra forma: siempre había algo de verdad en medio de todo lo inventado. Los años que Redding había pasado al frente de su mesa de control, le habían ofrecido la intuición de saber lo que pasaba sin verlo u oírlo del todo, y de nuevo, como le había sucedido otras veces, tenía un presentimiento. La intensidad de ese ánimo que de repente se le presentara dislocado, le hizo afirmar que no era normal que hubiera tantas llamadas a esa hora, y que eso era buena señal. ¿Buena señal, de qué? Se preguntó Sonite. Podía ser un buen resultado del tiempo que habían estado haciendo en el programa nocturno, que por otra parte no era tanto. Había programas que se pasaban años en antena sin acabar de encontrar su público. Se trataba posiblemente de una buena cosa, y ver a Redding tan animado ya era un factor a tener en cuenta en las ganas que nunca le faltaban para enfrentarse a una nueva historia cada día. De todos los trabajos que había tenido aquel era el que más le gustaba, pero estaba tan mal pagado que no podría sobrevivir con él. Una noche empezó a contar lo del psicólogo, lo de que había sido un adolescente problemático, hasta que su padre le había dado “cuatro hostias”, pero que se las merecía y que ahí se le había acabado toda la tontería. Fue una historia especialmente dolorosa, pero contada con humor, y Redding la siguió con el interés de quien se ha encontrado en la calle una entrada para la ceremonia de los Oscars, y la sigue sentado en medio de sus actores favoritos, sin rechistar, sin hacer un ruido, sin moverse, temiendo en cada instante ser descubierto y expulsado. Así iban sucediéndose las semanas cuando en advirtió que se estaba distanciando de su mujer porque apenas le dedicaba tiempo. Intentó prestarle un poco más de atención en los ratos que pasaban juntos, pero como ella trabajaba y él se había enredado en una actividad loca de la que no era capaz de salir, esos momentos de intimidad apenas existían. Además, si en el desayuno o en la comida se ponían de acuerdo para verse, él recordaba alguna extraña historia de su pasado y se lo pasaba escribiendo en un papel para no olvidarlas lineas generales. Se frotaba las manos en las pausas, como si en lugar de un recuerdo estuviera delante de un saco de billetes, y cuando levantaba la vista del papel, posiblemente Kadima ya había partido llena de ansiedad y prisa hacia su trabajo. En esa nueva etapa, intentó hacer desaparecer las notas y los bolígrafos de sus bolsillos a la hora del desayuno, la miraba ensimismado y la escuchaba sin rechistar, y parecía que había dado resultado porque empezó a notar una restitución de la vieja comunicación que reinaba entre los dos antes de los cambios. Sus esfuerzos no fueron en vano, podía seguir con sus locas historias de radio, asistir a su trabajo (no sabía por cuanto tiempo) y recobrar la atención que le debía a la mujer que tanto había hecho por él. De pronto el amor nació de nuevo, como un animal que se hubiese estado escondiendo, se entregó en cuerpo y alma a noches de sexo desenfrenado en aquellas horas que los fines de semana le quedaban libre, y todo resultaba tan bien, que Kolima esperaba con ansia cada día que llegara el sábado por la noche para volver a inspeccionar aquella inspirada faceta de Sonite que tenía tan olvidada. Una noche que se sentía fatigado y presa de una gripe insoportable decidió quedarse en casa y tomar ponche caliente para intentar sudar y echar fuera el mal que lo aquejaba -se trataba de una creencia popular sin base científica alguna, pero creía que le funcionaba-. Se había puesto a prueba con una actividad desenfrenada, apenas tenía tiempo para nada que se saliera de sus horarios habituales, y cuando volvió la pasión, sin extrañarse lo más mínimo de lo que lo había echado de menos, su cuerpo, aún joven pero no invencible, empezó a dar síntomas de agotamiento y fiebre. Kolima por su parte, parecía más animada que nunca. Había dejado de recriminarlo por pequeñas cosas sin sentido, parecía apreciar el esfuerzo que estaba haciendo. Lo atendía en sus horas libres, y entraba y salía sin que él, en su duermevela, pudiera advertir esas desapariciones. Volvía a casa 108


cargada con medicamentos, verduras para el caldo que él apenas tocaba y hasta compró un termómetro, algo que nunca les había hecho falta pero que era el síntoma de una relación que se asienta, como si un termómetro también pudiese tomar la temperatura de sus afectos. El primer día de ausencia en el trabajo lo unió al fin de semana, y aún se tomó un par de días más para recuperarse del todo. Fue el tercer día que empezó a sonar el teléfono, pero no era del trabajo, se trataba de Raustles. La inquietud que mostraba era real, y descubrió en él por primera vez la anomalía competitiva que su amigo se había reservado para los negocios. “Ya sé que no te pagamos mucho”, le había dicho, y añadió, “pero esto es un negocio”. En el intenso devenir de su conversación le confesó que nunca el teléfono de la emisora había sonado ininterrumpidamente como en su ausencia, habían llegado cartas pidiendo su vuelta, y a pesar de haber dicho en un programa afín, indirectamente lo de su gripe, nadie se lo había creído. Quiero decir que, después de que Raustles hiciera todo lo posible por contener una hola de protesta que una emisora pequeña no está acostumbrada a tener, al fin se había decidido a pedirle, a suplicarle, que volviera lo antes posible con su programa y sus insanas confesiones. “El morbo está funcionando”, dijo ofreciéndole un pequeño sueldo y un contrato. Raustles llevaba la vida de un hombre de negocios -porque tal y como todos sabían, no tenía una ocupación fija que pudiéramos decir que se tratara de un trabajo al uso, con sus derechos y obligaciones-, acudía allí donde le llamaban sus intereses, y eso lo hacía concluyendo temas de una radio a la que apenas le prestaba atención; y a pesar del cargo que ostentaba en ella. Todo el mundo lo trataba con un cierto respeto porque sus actividades eran tan variadas que parecía realmente una persona importante, aunque nadie sabría decir si tenía más deudas que ingresos. Caía bien, y era considerado hasta con aquellos que le resultaban cargantes. Con Sonite había tenido bastante paciencia y así había salvado su amistad durante años: en todo caso, no se atrevería a decir que se trataba de un amigo pesado, o en los términos que empleaba con los desconocidos “un cargante ambicioso”. En casa de la señora Vergana todo empezó a complicarse porque su marido, Milton Nascido, recibió un golpe en una rodilla y ya no salía de casa a menos que tuviera que ir al hospital, y eso lo solucionaba llamando un taxi porque ya no podía conducir. Kolima y Sonite acudieron a la llamada del accidente, ofreciéndose para ayudarlos en momentos tan difíciles, aunque sabían que eso también iba a ser complicado para ellos que no vivían tan cerca como para poder hacer todo lo que hubiesen deseado. Habían puesto buena voluntad en su ofrecimiento, y acudían los fines de semana para hacerle compañía a los padres de Kolima y para llevarles algunas cosas que les podían hacer falta, sobre todo productos del supermercado, de la farmacia o del banco. Si los padres de Kolima se sentían agradecidos por su inmediata reacción lo disimularon bien, porque en realidad, su postura no cambió mucho de lo que era habitual en ellos, al menos al principio de aquellas visitas. En una de aquellas visitas, tal vez Kolima pensó que el accidente terminaría por unirlos un poco más, y que la continuada presencia de Sonite sería una salvaguarda de su compromiso. Pero la señora Vergana, enfundada en su aspecto de dignidad irreprochable, de pelo de medias canas, frente espesa y ceño rápido, no parecía dispuesta a cambiar a esas alturas y empezar a simpatizar con el mundo, muy a pesar de sus desgracias. Les reprochó no haber llamado por teléfono y llegar inesperadamente. Sonite intentó acercar posturas con una cordialidad poco habitual en él, y como había tenido también una lesión de rodilla en el pasado, intentó animar al señor Milton Nascido afirmando que era una cuestión de reposo, que llevaría su tiempo pero que se recuperaría. Vergana observaba severamente cuando se dirigían a su marido sin tenerla en cuenta, se le notaba tensa, pero no dijo nada. Todos en aquella casa parecían más sensibles y dispuestos a la emoción que de costumbre. Kolima lo miraba con una mirada que no era habitual en ella, la del desamparo. Era como si estuviera pidiéndole prudencia; y él, que se sentía más fuerte que nunca debido a la intensa actividad de la que había llenado su vida no parecía muy dispuesto a aceptar los desagravios de momentos menos felices. Sin conocer los códigos de aquella familia, interactuaba sin terminar de interpretar las 109


ironías de la señora Vergana, pero entendía perfectamente que no le había gustado que perdiera el tiempo en la radio, y si bien nunca había escuchado el programa de su “yerno”, sabía que apenas le reportaba ningún beneficio. No quería ver a su hija unida a un perdedor, y desde luego Sonite no parecía tener claras sus prioridades. Debido a las circunstancias especiales que los rodeaban, Vergana también fue un poco más comedida que de costumbre y se sentaba al lado de su marido como si creyera que eso lo reconfortaba, y posiblemente sería así, en el caso de que dejara de mirar a Sonite como a un extraño. Durante un número no determinado de fines de semana acudieron para ayudar y reconfortar a la solitaria pareja madura, que habiendo pasado de los sesenta, aún no se consideraban en absoluto, viejos. Kolima hablaba con sus padre con una voz apagada en la que dejaba ver un sentimiento de culpabilidad que nadie sabía a que se debía, y ella, desde luego, no era culpable de la lesión de rodilla de su padre. Sus padre la recibían cariñosamente si Sonite no estaba delante, pero tal vez, además de saber que él no era de su agrado, creía que haber sido la buena hija que habían esperado, pero ya no había vuelta atrás. No, desde luego, Kolima no habría querido ser de ninguna de las manera, la hija que sus padres hubieran querido que ella fuera.

6 La Recepción Del Cuartito De Atrás Por aquel tiempo ya se habían instalado en su nuevo piso, y no quedaron del todo contentos con el cambio porque descubrieron que el casero era un poco pesado y los llamaba por teléfono con frecuencia con diferentes excusas, pero suele suceder que en los cambios siempre hay circunstancias que se nos escapan. Sonite iba perdiendo algunas de sus costumbres de hombre casero y con mucho tiempo libre. Redding empezó a llamarlo por teléfono también con frecuencia, para encontrar tiempo y así preparar mejor los programas, pero él creía que ya le dedicaba suficiente interés a la radio. Entonces Redding insistía haciéndole ver que tenían algo bueno entre manos y que no debían dejarlo pasar. Él no sabía muy bien que hacer, si comentaba algo así con Kolima, se iba a molestar, y le agradaba lo suficiente como había cambiado su vida como para tener que proteger todas y cada una de sus nuevas experiencias. El ánimo de Kolima no era bueno, trabajaba mucho y no conseguía ganarse las simpatías de sus compañeras, pero lo interpretaba como una circunstancia previsible de la competencia propia en esos casos. Los dos deseaban que las cosas no cambiaran demasiado, seguir siendo la joven pareja con ilusiones y dispuesta a luchar que habían sido, pero la tierra se les movía debajo de los pies. Sonite tenía un buen montón de historias en su memoria, historias que era capaz de moldear en su beneficio. Podía contarlas como quisiera, darles la vuelta a su antojo y, si lo deseaba, cambiarles el final o el principio, nadie lo notaría. Kolima nunca le había dado motivos para pensar que su amor se movía, y no siempre en la misma dirección, pero aquel sentimiento no dejaba de desplazarse. Era demasiado hermética y distante cuando se lo proponía, y si eso sucedía, esa frialdad podía durar semanas o meses, dependiendo de su estado de ánimo. Analizaba cada uno de sus movimientos y el entusiasmo que ponía en hacer tal o cual cosa, y si ella creía que la desgana se apropiaba de él, entonces reaccionaba inesperadamente, eso daba lugar a una bronca y después a la “guerra fría”. Si bien, ésto no sucedía con frecuencia, y desde que empezara a trabajar no había vuelto a ocurrir. En realidad, no podemos decir que se 110


tratara estrictamente de caprichos, solía exhibir en sus enfados los motivos concretos que la llevaran hasta allí, en eso era bastante condescendiente. Y si Sonite, al principio, no hacía mucho caso de sus enfados, con el tiempo había aprendido que era cuestión de respeto escucharla e intentar no enfadar la más. “No le tires del genio inútilmente” se decía en silencio mientras la miraba. No había duda al respecto, su relación iba a ser así para siempre; ella molestándose y él dando explicaciones. Para cualquier otro hubiese sido motivo de preocupación, pero tenía otras cosas en mente, y no iba a dejar de hacer lo que le gustaba sólo porque ella pudiera ponerle alguna vez una cara más que dudosa cuando volvía a casa cada madrugada. Además, ella solía dormir a esas horas, y la ocasiones de verla enojada por eso apenas se daban. Sonite, a pesar de su carácter, aparentemente distraído, no dejaba de analizar a su pareja, pero sobre todo a la madre de su pareja, a Vergana. Tal vez lo consideraba necesario porque había notado una amable hostilidad, ese tipo de rechazo contra el que es necesario ponerse alerta, y pensar en ello también era una defensa. Ella no le había dado motivos para una discusión, pero la tensión parecía mantenerse en los límites de lo transparente. Todos eran demasiado racionales para dejar que aquello se les fuera de las manos, pero en realidad, la incomodidad que suponía vivir en una situación de permanente desconfianza, aún parecía peor. En verdad no le había agradado como se habían entregado en el asunto del accidente, y como había sentido aquella mirada de señora dolida; lo había hecho, de nuevo, sin decir una palabra al respecto, sentirse como un intruso. Creo que por aquel tiempo nadie había creado mejor la sensación de incomodidad contando algunas cosas, en apariencia absolutamente personales, a través de un medio tan íntimo como la radio. En la voz se podía notar cada emoción, el motivo de cada pausa, el cansancio y la intención de proximidad de una voz susurrante en la madrugada. Enmarcaban cada historia como si se tratara de una fotografía de otro tiempo, rebajaban la tensión cuando sucedía, que no eran pocas veces, con música de jazz que el mismo Sonite se encargaba de escoger, y en un tríptico perfecto, introducían la publicidad, estableciendo que el tiempo era un muro infranqueable y que después de la tercera cuña debían cerrar. A pesar de la inseguridad que le producía contar algunas cosas, un noche soltó aquello de que en su adolescencia, un amigo de su padre había querido intimar con él. Que se habían producido algunas caricias inesperadas, y que le había propuesto cosas que no podría repetir en antena. La historia se movía entre una vacaciones a la costa del sol, y una navidades en la que aquel hombre fue invitado por su relevancia social, a pasarlas con la familia. Llegado a aquel punto, lo más probable era que las protestas empezaran a producirse, porque tenía dudas acerca de si no estaría moviéndose desde el morbo hasta el porno: así de explícitas resultaron algunas partes de su historia; algo que yo no me atrevería a repetir. El escándalo estaba servido. Desde su imaginación cualquier cosa era posible, en una cabeza como la suya cabía el recuerdo, pero también cualquier fantasía que pareciera real o tuviera la apariencia de ser algo que le pudiera haber pasado a él. Pero sólo cuando llegó el momento fue capaz de medir la importancia de sus palabras, y a pesar de eso, contar lo de la abolladura injustificada en la defensa de un coche antiguo que ya no usaba por estar averiado, pero que mantenía guardado en un garaje. Durante las horas que precedieron a aquella noche de radio se estuvo planteando si contar aquello, pues aunque no era fácil de creer podía no gustarle casi a nadie. Desplegó toda su simpatía para quitarle importancia y contarlo en los términos de la gracieta, pero un horror. Redding lo miraba con incredulidad y cuando terminó no le dijo nada, se hizo el distraído y ni se despidió de él. La historia, según contó, había sucedido después de una fiesta de fin de curso, todos habían bebido y volvía a casa en su coche. Hasta ahí nada parecía tan raro, pero en su lucha por no perder la pasión de sus recuerdos hasta sentirlos vivos, lo contó de un tirón: Aquella noche creyó que iba a morir, estaba muy dolorido porque había bebido más de la cuenta y se había quedado frío. Cuando decidió coger el coche para volver a casa sólo tenía ganas de vomitar pero abrió la ventanilla y se sintió capaz de moverlo con cierta normalidad. Después de conducir una media hora, había sentido un golpe, y acto seguido, las ruedas se saltaron como si hubiesen cogido un cuerpo. Había golpeado algo, pero no oyó ni un lamento, ni un grito de dolor. Pensó que había sido un perro y no se detuvo. No le dio mayor 111


importancia y siguió conduciendo como si tal cosa. Al meterse en cama cada noche contemplaba el cuerpo de su mujer, escuchaba su respiración profunda y su sueño reposado le hacían comprender que, un día más, se había acostado rota y necesitaba descansar por encima de todas las cosas. Sólo en aquellos momentos en los que él también necesitaba dormir, era capaz de medir sus necesidades, se acurrucaba a su lado y eso le producía un bienestar inabarcable. Durante largos minutos, apoyaba su cara en su espalda y olía su pelo intentado no despertarla, y retenía ese sentimiento de apasionada idolatría hasta que se quedaba dormido. Era incapaz de describir tanta felicidad, y le daba igual que no se quedara a escuchar algunos de los programas de radio de los que se sentía tan orgulloso, daba igual que nunca lo dijera, él sabía que lo valoraba en su justa medida; tenía que ser así. La siguiente noche, contó una historia de amor idealizado hasta perder la razón. Él había pasado de los veinte y tenía una compañera de clase que se sentaba a su lado y con la que hablaba con frecuencia, Irma. Aquella muchacha era la más bonita que había conocido, con su coleta rubia, sus pantalones ajustados y sus uñas siempre cortas y nunca pintadas, siempre sin pendientes, siempre con zapato bajo; era como un prototipo de la sencillez; pero para su resignación llevaba cuatro años casada con un multimillonario. Su marido vendía coches de alta gama y ella, sin ser demasiado explícita, se quejaba de él con cierta amargura. No habían tenido hijos, y cuando había una exposición de automóvil en el palacio de congresos municipal (que también se utilizaba de sala para conciertos de rock, mitines políticos en tiempos de elecciones, y cenas de empresa), ella se ponía una minifalda y actuaba de azafata al lado de un ferrari que era el orgullo del marido. Se fue enamorando de ella estúpidamente, mientras ella salía a la pizarra para resolver algún ejercicio, el no dejaba de calcular su cuerpo y sus movimientos. Un día, a mitad de curso, ella dejó de asistir a clase, desapareció sin que nadie supiera por qué o donde se había metido. Pasaron dos años y aunque pensaba en ella, su amor se enfrió. Se la encontró en unos grandes almacenes, iba con muletas acompañada de su madre y se paró a hablar con él. Había tenido un accidente de automóvil y había perdido una pierna, el choque había sido frontal, la persona que viajaba en el otro auto había muerto. Él se preguntó si seguiría casada, si había vuelto a estudiar o si el recuerdo que guardaba de él era lo suficientemente amable. Nunca más la había vuelto a ver, y la imagen guardada en su cabeza, fue aquella, apoyada en sus muletas y su pierna ortopédica mientras se alejaba en dirección al pasillo de ginebras y whiskys. Esta vez, Redding entró en la cabina al terminar y sonriendo le puso la mano sobre el hombro, “todos sufrimos de amor alguna vez”, le dijo, y le pidió que cerrara la puerta y apagara las luces al salir. El pasar de los días hacía que todo pareciera más estable, que habían entrado en una dinámica normalizada en sus horarios, y por fortuna todo en los trabajos de la pareja iba más o menos bien. Sin embargo, en el momento más inesperado Kolima cayó enferma. Súbitamente, pasó de fiebres muy altas a consumirse por la debilidad y el frío. En su inquietud deliraba, hablaba en sueños y rechaza las atenciones de Sonite. Los movimientos que se producían a su alrededor, aunque fuera para recoger el cuarto, o para llevarle la comida, eran contestado con desgana y malos modos. Sonite pidió unos días en el trabajo para poder atenderla, pero por la noche cuando se quedaba dormida, hacía una escapada a la radio para hacer su programa, Volvía sin demora, y el trayecto a casa lo hacía en tiempo récord, aún así no parecía muy satisfecho, ni podía concentrarse en lo que hacía. Cuando Kolima se recuperó, le pidió que dejara la radio. Lo había estado escuchando aquellas noches de fiebre, sin más que hacer que tomar analgésicos y dejar que el proceso gripal pasara, se había entretenido escuchándolo, y no le había gustado. El contaba de su habitación de infancia y como intentaba dormir mientras su hermano, que dormía en la cama de al lado llevaba allí a sus amiguitas a escondidas de sus padres, o que en unas navidades había llegado borracho y que sin tener en cuenta los invitados se había llevado de la mesa las botellas más caras y se había ido tambaleándose para tomarlas en la escalera, o que el abuelo se negaba a que le cambiaran el pañal y que en esa pelea todo terminaba manchado, también sus manos que luego le ofrecía llorando para que lo ayudara a levantarse. Eran casi todas historias vergonzosas o lamentables que 112


la gente no cuenta por decoro, pero que son más habituales de lo que pensamos. Alguien se había suicidado porque se había quedado solo en el mundo, así se le dijo a Kolima, y después también contó aquella historia. Aquel chico no tenía a nadie en el mundo más que su madre, una anciana enferma que mantenía la llama del hogar. Cuando su madre murió el mundo se le vino abajo, y se tiró al mar un día de tormenta. Su cuerpo apareció flotando en el muelle, nadie conoció sus verdaderos motivos. También contó la historia del viejo galán que salía del geriátrico para intimar con señoras viudas a las que invitaba a merendar en las cafeterías del centro, y con las que organizaba fiestas a las que invitaba a algunos amigos que apenas eran capaces de andar sin quejarse de la próstata. Se meaban en todas las esquinas y por eso algunos tenían que cambiarse el pantalón varías veces un mismo día porque lo mojaban de orines. Sintió por primera vez que no debía contar algunas cosas y ser más comedido en la parte real, cuando acudió a su viejo domicilio a recoger alguna correspondencia. Había un buen montón de sobres en el buzón, pero tuvo que subir a pedir a los nuevos inquilinos que se lo abrieran. Ellos lo habían llamado por teléfono y tenían algunas cartas que habían subido para casa y que también le entregaron. Todo muy formal. Los dedos se deslizaban intentando no diluirse entre aquellos papeles, intentando encontrar algo que fuera de importancia; y todo lo era. Cartas en su mayoría de admiradores del programa de radio. Las palabras son importantes, y empezó a tener una idea de que algunas de aquellas personas esperaban el momento de sentarse a escucharlo contar intimidades exageradas que, a veces, ni el se creía, ¿lo creerían todo? Hubiera querido calmarse, se despidió, y en aquel estado de excitación bajó lentamente las escaleras sin levantar la vista de todos aquellos sobres. En un momento, tropezó con Emiliano, el anciano que vestía como un actor de cine antiguo, con su bigote exiguo y su pañuelo a medio salir del bolsillo de la americana. Lo miró como si fuera la primera vez, volviéndose a sorprender de aquel aspecto tan caballeresco y falso a la vez. No supo por qué, pero aquella mirada confusa a un hombre viejo, cargado de inseguridades y vestido para ir a una fiestas en zapatillas de andar por casa, le causó una profunda tristeza. Se saludaron, pero el hombre parecía reticente, resentido por alguna causa desconocida. “Me alegro de verle, pero su programa de radio me parece un cloaca”, le espetó sin más. Siguió su camino ascendiendo a su apartamento, y aquel desprecio le produjo un malestar mayor a cualquier otro conocido en los últimos meses. Si lo que estaba haciendo al contar “sus cosas”, producía esa reacción, ya tenía que ser irremediable, demasiado tarde para cambiar. Concluyó, fuera de cualquier titubeo, que era suficiente una opinión tan simple, tan poco elaborada y condicionada por lo que los que lo conocían pudieran pensar de él, para condicionar su libertad a la hora de pensar. No iba a estar todo el día abatido por aquella escena tan pueril, y por eso, a esa primero decepción le siguió una indignación poco reflexiva, “¡qué se habrá creído el viejo!”, pensó. Empujó los pies escalera abajo, y cada peldaño le pesó por no haber tenido tiempo de preguntar, de responder, de entender. Imposible seguir descendiendo con la alegre carrera que solía imprimirle a aquel lugar, pero tampoco detenerse. Aunque durante el tiempo que fueron vecino habían mantenido una relación cordial en realidad nunca habían salido de las historias de vecinos en lo que sabían el uno del otro. Siempre se habían guardado cierta distancia, pero en las historias de viejos que contaba lo había tomado como modelo y eso le había hecho tomarle cierta simpatía. Le solía pasar que algunas personas a las que no parecía tener un aprecio especial, se tornaban amables y hasta les cogía cierta simpatía cuando las convertía en personajes de sus historias. El podía ignorar muchas cosas de todos ellos, sin embargo, haberlo conocido los convertía sin que lo supieran en posibles caracteres, que debidamente mezclados le servían para crear pequeños mundos en los que actuaban con todo tipo de emociones, pasiones, rencores, mezquindades, amores y luchas. Podía llegar por ese sistema a la extraordinaria concepción de vidas y actuaciones que por no haber sucedido no las hacía menos importantes, y con divertida dedicación iba tejiendo una afición que con el tiempo se convertiría en pasión y finalmente en adicción. Nunca había desarrollado, en ninguna etapa de su vida, una afición tan duradera y que lo estimulara de tal forma y estaba agradecido a la vida por ello; dicho de otra 113


forma, ya nada iba a poder limitarlo en interpretar aquellas historias que se cruzaban en su camino. A partir de entonces podría dejar la radio, incluso olvidar escribir o registrar cintas, pero tendría que seguir asumiendo la realidad como un cuerpo que debía ser diseccionado para poder curiosear en cada uno de sus órganos, sus funciones, sus formas, sus relaciones, sus texturas, sus fallos y enfermedades, sus virtudes y como envejecían, todo, cualquier cosa que pudiera ayudarlo, en casa nueva ocasión a desarrollar nuevas visiones, nuevas teorías y fantasías. Al fin, tendría que asumir el riesgo de que alguno de sus referentes se identificara en sus historias, y era posible que eso le hubiese sucedido al viejo Emiliano, así que también debía estar preparado para reacciones inesperadas, a sentir el rechazo de unos y el interés de otros; nada era fácil en la relación con otras personas, aunque, tal y como él lo veía, lo importante era el momento de la creación, el instante en que la imaginación se echaba a volar y deseaba no dejar nunca de relacionar y estimular aquellas curiosidades que se le presentaban como piezas únicas rozando su propia existencia. En esto he estado y así lo he mirado, se decía. De vuelta a casa, Kolima lo esperaba sentada en una silla de dura madera haciendo como que se arreglaba las uñas. Se incorporó al verlo y se quedó mirándolo por encima de sus dedos sin decir una palabra. Al principio le pareció malhumorada pero no quiso ahondar en esa idea y dejó la correspondencia en la mesa a su lado en la que apoyaba un codo. Intentó convencerse de que al día aún le podían quedar muchas horas para entenderse, cuando ella le preguntó por el programa de radio. Había estado hablando de sus relaciones últimamente y calculó que de una forma o de otra ella lo sabía. Siguieron mirándose, se sentó a su lado, también apoyó uno de sus codos en la mesa y entrelazó sus manos colgando en el aire. Durante unos segundos permanecieron en silencio y se observaron como se observan los desconocidos que se gustan, invitando al otro a “romper el hielo”, pero deseando que no lo haga para poder seguir en su zona de confort. Seguramente nada de lo que hubiera podido contar de ella debería molestarla si lo hubiera escuchado, pero parecía que otra persona le había contado algo que había oído y, de alguna forma, le había dado un tono ridículo que rayaba en el menosprecio. Le dijo que había contado lo de la tarde que habían pasado viendo motos en los comercios del centro, que ella se había empeñado en llevar su mascota, un hámster gordo y peludo, y que los habían echado de un comercio porque habían pensado que se trataba de un ratón, intentando aclarar ese extremo, el encargado concluyó respondiendo que no se admitían animales. Tenía un especial recuerdo de aquella tarde porque después habían paseado por el puerto hasta que se hizo de noche, y no habían hablado demasiado pero a él le había gustado. En realidad, el motivo de su historia era compartir que desde que empezara a trabajar, y se llenara de actividades ella había dejado de repetir la cantinela de que necesitaba estabilidad y que la intranquilizaba si se situaba cómodamente en una situación de desempleo. Eso había sido todo, y ella lo escuchó terminando de limarse las uñas, y levantándose con un gruñido para ir al baño y recoger todos los objetos de manicura. A duras penas podía admitir que su relación no se siguiera moviendo o que no transitara por una linea de inseguridad, pero todo quedó ahí, y a pesar de que ella le había pedido no hacía tanto que dejara lo de la radio, ese día no volvieron a hablar del tema. En el tiempo que pasó desde aquella conversación ella pareció comprender que si la tenía en cuenta en sus historias tenía que ser porque le importaba, y aunque él tuvo que ir otras veces a buscar el correo a su antiguo apartamento, ya no volvió a tener una recepción tan exigente a su vuelta a casa. Y también fue por aquel tiempo en que le dieron vacaciones en su empelo abriendo y cerrando puertas, lo que no lo estimulaba en absoluto y ya le empezaba a pesar. Hablaban menos y aprovechó aquellas vacaciones para esperarla a su salida del trabajo, y como hacía antaño. De allí ir a cenar algo antes de volver a casa. En ese periodo intentó aliviar sus tensiones acerca de lo poco que encajaba en casa de sus suegros y lo difícil que Kolima se lo ponía a veces. Fueron saliendo todas las compañeras de Kolima y ella quedó para el final y en aquel momento anochecido, algunas de las que hacían grupos lo señalaban y parecían comentar algo acerca de él sin demasiadas sutilezas. Y así, a medida que iban pasando los minutos y Kolima se demoraba en salir, oyó la palabra radio y una de las chicas, con bastante descaro, se le acercó para preguntarle si era él el que 114


hacía el programa de historias en la noche. Respondió que sí, y ella le dijo que lo escuchaba con fruición siempre que podía. Eso fue todo, porque en ese momento apareció Kolima y la chica se retiró para al volver al grupo del que había salido. “¿Qué hablabas con ésa?”, fue lo primero que dijo. Él la miró con desagrado por aquel terrible recibimiento y respondió que sólo quería decirle que escuchaba su programa de radio. Todo se iba complicando y uno de aquellos días, Kolima le dijo que prefería ir sola a casa de sus padres, que la situación estaba controlada y que no hacía falta que la acompañara. A Sonite le sonó como una excusa, pero por otra parte le proporcionaba la posibilidad de dormir un poco más los domingos y no se lo pensó. En los días que siguieron a aquella primera ausencia ni mencionaron el tema. Ni ella le contó como iba todo por casa de sus padres, ni él quiso interesarse por la pierna dolorida de Milton Nasciso y la esforzada Vergana. Una apatía inesperada se fue apoderando de él, creando una nueva situación en la pareja, algo nunca antes experimentado y de consecuencias imprevisibles. Hasta entonces, Sonite había soportado con estoica y admirable resignación el papel de sufridor que le había tocado en la vida, y hubiese aceptado que todo siguiera igual si no fuera por la frialdad que Kolima empezaba a mostrar. Ella se negaba a hacer ningún esfuerzo por coincidir en sus horarios, y él estaba tan lleno de actividad que apenas se veían. Ninguno de los dos parecía ver su futuro con claridad y ambos se entregaron a pequeños placeres y salidas con amigos que les aliviaba de la pesadumbre que se había instalado en su relación. Redding lo notó y hablaron de ello, Sonite le dijo que tenía problemas con su pareja y que entendía que se le notaba en las ondas. Al hablar comunicamos nuestra estado de ánimo de forma involuntaria y Redding lo instó a solucionar sus problemas porque estaban llegando correos que preguntaban si le pasaba algo. Después hizo un comentario absolutamente machista porque creía que las mujeres en su afán por tenerlo todo controlado solían crear problemas y sabían como hacerlo “sin apenas despeinarse”. Y así, a medida que los días pasaban sin cambios aparentes se fueron acostumbrarse a saludarse fríamente, a no tocarse ni besarse ni nada parecido, y aunque había cosas de común acuerdo que tenían que hablar para su subsistencia, lo cierto era que habían entrado en un camino sin retorno. Al menos, él tenía claro que no serían esos días tristes los que recordaría de Kolima, sino que los mejores momento se habían clavado en su memoria como una prótesis necesaria para vivir. Los buenos recuerdos nos dan motivos para ser optimistas, para verlo todo con mejor humor y para confiar en que en adelante volverá a haber momentos increíbles que desean ser vividos. No habló de estas cosas con Redding, ni comentó sus problemas de pareja por el micrófono, eso hubiese sido demasiado, aunque muchos lo hubiesen esperado de él. Idealizó aquellos años al lado de Kolima como no lo había hecho con nadie ni con ningún momento de felicidad de su vida. Las largas horas de soledad que vivió cuando al fin se fue a vivir a otro apartamento se dedicó a pensar en lo feliz que había sido a su lado, pero convencido de que no había lugar para recomponer aquello, las segundas partes nunca funcionaban y ellos no iban a ser una excepción. Entre otras cosas, conservó pequeños recuerdos de ella, cosas insignificantes que marcaban momentos vividos, servilletas de cafeterías, bolígrafos, prendas de ropa que ella le regalara y que ya no le servían pero se resistía a poner en el contenedor. Sin embargo, sabía que por muy positiva que intentara ser su actitud se trataba de un fracaso más. Y al menos esperaba sacar algún aprendizaje de todo aquello. “Es un problema de encaje”, se dijo, y añadió, “necesito relaciones menos complicadas y en las que encaje mejor”. Sin duda, Kolima tenía aspiraciones en las que él no parecía tener un lugar, ni se esforzaba por tenerlo, y en el momento que ella se dio cuenta de que su vida iba a ser igual de provisional buscó la ruptura. No podía decir que le llegara por sorpresa, pero había sido todo muy rápido y menos doloroso de lo que había calculado.

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7 Asalto A Las Últimas Emociones Siempre la tendría presente porque le había enseñado que en la vida las cosas importantes no pueden esperar. Sin embargo, aquel sentido práctico de la vida, del que él no tenía ni idea hasta que la conoció, empezaba a sentirse como una mordaza, y tampoco quería eso. Lo había inducido a una realidad absoluta, sin tonos parciales o el derecho a no terminar lo que una vez empezado no resulta como se esperaba; en su caso particular, también ella ahora había dejado algo a medias. La memoria empezó a gastarle una nueva mala pasada cuando se centró en un hecho doloroso de hacía algunos años, la operación de su padre. Andaba como incapaz de salirse de ese bucle, obstinado en recordar cada detalle de su operación a corazón abierto y lo que había sufrido pensando que no lo volvería a ver. Y esa obsesión pedía un lugar entre sus historias de radio. Fue por eso que mientras contaba pequeñas cosas sin sentido iba preparando la gran historia, la fantasía del dolor y la enfermedad, de la vejez y las enfermedades de corazón, el miedo a la orfandad y al desamparo. La antigua idea de la tristeza por los muertos recientes, los muertos propios y asumidos volvía a tomar forma definida en su nuevo estatus de casa vacía y pocos gastos; pero no quería calificarse así mismo como la burda broma del dolorido solitario, pues poco había en su inquieta imaginación de un constante sufrimiento obsesivo como otros recordando cosas parecidas suelen tener. Sin embargo, en ese momento era el único recuerdo que se manifestaba con una fuerza liberadora semejante, y así iba alimentando día a día la imagen del cuerpo abierto, dispuesto a mostrar su corazón latiendo, palpitando, ofreciéndolo para que lo tocaran si ese era su deseo. Indeciso corazón dejándose hacer de válvulas y respuestas. De haber sido juzgado aquella navidad por su ausencia de lágrimas, lo habrían condenado en falso, porque cuando nadie lo veía, en la opacidad de su cuarto, lloraba lloraba como bendecido. Podrían juzgarlo ahora por su programa de radio, por no decir la verdad, y eso hubiese sido una condena mucho más justa. Por increíble que parezca, para la noche de navidad el viejo estaba de vuelta en casa, dolorido, lleno de heridas que no terminaban de curar y descansando. No hicieron demasiado ruido, lo dejaron dormir mientras esperaban que todo se normalizara. Habían llegado a esa parte de la vida donde algo empieza a fallar, y a veces, falla todo. Al terminar la cena de navidad, su madre, su hermano, una tía que vivía con ellos y el mismo, habían dado gracias porque todo había salido bien en aquel momento tan delicado, pero lo hicieron susurrando porque el viejo dormía en la habitación de al lado y no lo querían molestar. La tele estaba sin sonido y bajaron las persianas para que los vecinos no molestaran con los petardos y su algarabía festiva. Le había parecido entonces, que de alguna remota manera, llegaban a sus oídos músicas celestiales, coros religiosos o algo parecido. Confusamente intentó descifrar, él que escuchaba música de los ochenta y otras cosas más ligeras, donde había escuchado aquello que se repetía en su cabeza como un homenaje. Posiblemente se trató, sin intentar darle un origen místico ni celestial a aquella cosa que parecía ser capaz de repetir moviendo sus labios o silbando, que dejó atraer su atención por algún anuncio publicitario tan propios de la época o la música de algún centro comercial, así que visto con la perspectiva del tiempo se había tratado de un cúmulo de coincidencias y la rápida recuperación de su padre no se había tratado de ningún milagro musical. Al terminar de hacer apuntes sobre aquella parte de su vida tan dolorosa se quedó pensativo, por un momento le pareció que todo lo vivido hasta aquel momento había tenido sentido, para así al fin poder interpretar las navidades pasadas hacía unos años, en las que su padre había sido operado del corazón. Le habían llegado las ideas con claridad y había sentido emociones muy fuertes recordando como era la vida en casa de sus padres. Había sido, sin lugar a dudas, la mejor historia, el mejor encaje y el artesonado y cimientos más fieles a su memoria. 116


Los elementos de sus programas de radio, como suele suceder por espectadores que siguen este medio en la sombra, estaban siendo analizados, muchos lo criticaban, otros disfrutaban con su voz mecánica, pero ninguno se retiraba una vez que Sonite había empezado a contar. Todos parecían coincidir en que había dado en el clavo con el formato y que sabía escoger los temas a tratar, y entre todos también estaban Redding y Raustles. Durante un tiempo no quisieron saber de qué manera había afectado al programa la rotura sentimental de su amigo, pero cuando también acabó su contrato abriendo puertas en el centro comercial, entonces empezaron a preocuparse. No querían creer el resultado de actividad de sus encuestas: Sonite se había convertido en la estrella de la cadena. Tanto tiempo viviendo en el olvido, y de pronto recibían felicitaciones y peticiones de colaboración también desde los directores de las ciudades más grandes del país. Y fueron sometidos a todo timpo de consideraciones acerca de los cambios que debían hacer y los consejos que debían seguir. Pero lo cierto era que el único que podía saber el giro que iban a tomar los acontecimientos era Sonite. Al principio empezó a plantearse descansar de su actividad como una necesidad, pero cuanto más lo pensaba menos le apetecía seguir indefinidamente contando pequeñas cosas que le sucedían como si fueran tan importantes. Hubo discusiones, insistencias, la obstinación de Raustles lo llevó a visitarlo con frecuencia para hablar de su futuro, pero nada lo hizo cambiar de idea y al final comprendieron que no podían pedirle que fuera en contra de lo que sus tripas le pedían. La opinión según la cual la felicidad ofende a los que no se creen capacitados para competir, no era compartida por Sonite, aunque Raustles lo empleaba como argumento con cierta frecuencia para forzar a otros a cumplir sus compromisos. Ante semejante argumento, y para demostrar que no era cierto, muchos que habían decidido abandonar alguno de su proyectos, aún seguían a su lado. Perdía fuerza la idea de que lo que él dijera podía tener una etiqueta que ofreciera la seguridad de encontrarse ante algo serio. Raustles ya no convencía como antes, y quedó demostrado cuando Sonite, a pesar de encontrarse en uno de sus peores momentos, no quiso seguir escuchándolo. Cuando tuvo el ataque de paroxismo que lo llevó a destrozar su apartamento en una aburrida y interminable tarde domingo, los razonamientos de Raustles seguían resonando en su cabeza como si hubiese intentado tomarlo por idiota, y eso era lo que más e molestaba de todo. “No estas preparado para darle a una mujer la seguridad que necesita y poner en ello el esfuerzo necesario”, le había dicho buscando, a la desesperada, que siguiera con el programa de radio. En aquella convulsión por destrozar muebles y objetos de decoración, repetía llorando, que a él no le ofendía la felicidad de otros. Y mientras los vecinos que se agolpaban en la puerta de su apartamento ya habían llamado a la policía, había tomado una lámpara de pie de aproximadamente dos metros y la arrojaba por al ventana en un estruendo de cristales. Se sabía desde hacía mucho que aquello podía pasar; o al menos, sus familiares y también Kolima y sus padres y algunos de sus amigos lo sabían. No era un secreto que tenía reacciones inesperadas, que, a pesar de no suceder con frecuencia, acumulaban tanta tensión que terminaban en una explosión violenta. Las señales al principio del desequilibrio eran sutiles pero claras, dejaba de contrariar exteriormente a las personas más cercanas y se contrariaba a sí mismo sin decir una palabra, desaparecía en medio de una conversación, salía a la calle sin previo aviso y sin cerrar la puerta, como si de pronto hubiese necesitado aire. Para él, en esas crisis, era absolutamente necesario huir de las zonas de conflicto, cuando en situaciones normales simplemente desconectaba y dejaba hablar sin escuchar. Un exceso de pasión en los planteamientos ajenos, si los consideraba equivocados, o que iban a influir en los patrones de su vida cotidiana, eran suficiente para provocar el desajuste mental y nervioso que terminaba por llegar. La exaltación de todo lo bueno del ser humano era la reacción posterior. La necesidad de creer en los hombres y sus bondades ocupaba su mente los días que pasaba internado en un hospital después de dejarse llevar por el vértigo de romperlo todo. Todo lo que había provocado su depresión tenía que ser reducido, y reafirmarse en la idea de que si creía en una fuerza bondadosa en el interés que otros demostraban por él, terminaría por volver al equilibrio de forma permanente. Después de aquello se convirtió en una sombra para los que lo habían seguido a través de su 117


programa de radio. No hubo más aventuras de popularidad ni egos compartidos, y Raustles dejó de verlo. Cuando alguien quiso interesarse por él descubrió que ya no tenía domicilio conocido y que posiblemente se había cambiado de ciudad. No se volvió a saber nada de él.

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Espacio De Silencio

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1 El Espacio Del Silencio Un cúmulo de circunstancias favorables tuvieron que ver con que Andreia Sanha y Vernón Adri se conocieran. Todavía en medio de un enorme atasco a los dos se les ocurrió dejar sus coches aparcados uno al lado del otro en el mismo instante, y seguir andando hasta sus respectivas ocupaciones. La circunstancia que favoreció que se reconocieran fue la foto que Vernón llevaba de su mujer, Erika Vernstein, pegada sobre el cenicero y el aire del salpicadero de su Toyota, y la propicia mirada de Andreia y sobre todo, su sonrisa que simplificó, a su vez, que él se fijara en ella y tuviera esa sensación familiar de quien cree reconocer una cara pero no sabe exactamente de qué, duda, y está dispuesto a dejarlo pasar en un intento decoroso por no ser malinterpretado. La volvió a encontrar más tarde, en la misma estación de metro en la que él entró para sacar un billete que lo llevara al centro de la ciudad; el mismo recorrido que ella pretendía hacer. Se situó detrás de ella con tan sólo, dos personas delante. A pesar de la cola exigua que guardaban él apenas respiró y no dejó de observar su cabello y de oler aquel perfume que también le resultaba conocido. El empleado apenas necesitaba hablar para realizar su trabajo, y la pregunta a la que más respondía cada día era, cuánto costaba el billete. Andreia rebuscó en su bolso algo de dinero suelto, casi lo vacía allí mismo, ante la mirada atónita de Vernón y otros pasajeros que iban llegando y eternizando la cola a sus espaldas. Por apenas unos céntimos tuvo que cambiar un billete, y lamentó haber sido tan inexperta en el transporte metropolitano, así que se echó a un lado y siguió recogiendo con su billete entre los labios, mientras Vernón Adri en un segundo recibía el suyo. En ese momento a ella le cayó la carpeta que llevaba prendida con el brazo bajo su sobaco y una gran cantidad de papeles se esparcieron por el suelo. Mientras Vernón intentaba ayudarla a recoger, otros salían disparados al recibir su pasaje pisando algunos de los papeles, aparentemente distraídos, aunque tenía el aspecto de una venganza por el tiempo que les había hecho perder, ¿es posible que el mundo sea tan cruel? Dijo ella entre desconcertada y divertida mientra levantaba una de las hojas de papel con la mancha de huella de zapato perfectamente definida entre las letras. El metro iba lleno de trabajadores, de los que muchos se conocía y mantenían conversaciones punzantes que apenas dejaban un segundo al sosiego. Todo aquel activo interés por temas absolutamente triviales, sólo se veía interrumpido por las paradas, que por la hora acrecentaban su actividad en una frenética y agitada imposición de cuerpos adentro y cuerpos afuera. Acostumbrado a hacer diariamente aquel trayecto en su auto, se preguntó si no hubiese sido mejor tomar un taxi, aunque eso lo hubiese privado de abrir los ojos a un mundo nuevo, un mundo de fiambreras, bolsos de ordenador, tribus urbanas, señoras muy gordas y caballeros muy secos, solitarios desconfiados y lectores concentrados y aislados del mundo con música, todo debidamente sumido en en un movimiento de roces y olores en las frenadas y las arrancadas, en las curvas y los cambios de vías, y sobre todo, en aquellos cargados de bolsos que pedían espacio para acercarse a la puerta y salir en la siguiente estación. Si hubiese tomado el taxi podría pensar en Jess Traven y su pretensión de abandonar a su familia por una chica muy joven; demasiado joven tal vez. Podría haber pensado en su hija y el niño que esperaba; eso le iba a complicar mucho las cosas en los próximos años, y sobre todo, podría haber pensado en su aniversario de boda y la necesidad inminente de encontrar un 119


momento para comprarle un regalo a Erika. Durante un momento intentó aceptar que aquel vagón lo tenía prisionero de sí mismo y otros pensamientos que no eran los suyos, y resignarse a la idea de que, en cierto modo, aquel iba a ser un día perdido. En el momento que la acción relatada tenía lugar, en la ciudad en la que se desarrolla, una gran celebración se anunciaba hacia mediodía. Se trataba de la vuelta a casa de los gimnastas secuestrados en competición atlética en el extranjero, lo que después de una declaración unilateral de hostilidades hacia un país vecino, aquel en el que se había celebrado el encuentro de variadas y, algunas poco convencionales disciplinas deportivas, podía desencadenar una guerra. Aquel acontecimiento tenía en vilo el ardor patriótico de todo el país, y las calles se llenarían de banderas y ríos de enfervorecidos ciudadanos que deseaban resarcirse de la humillación que habían sentido, al ver escenas en las pantallas de sus televisiones del maltrato al que habían sido sometidos los atletas. A pesar de que Vernón había sentido la misma frustración que el resto de sus compatriotas, como tantos otros, aquella mañana debía asistir a su trabajo, y no podría pensar hasta mediodía en como estar compartiendo con algunos otros miembros de la oficina, la tremenda marea de cuerpos que se esperaba en la calle. A su forma de ver, y entre todas las posibles conjeturas a las que algunos sometían aquella demostración de afecto por los deportistas, pero también de apoyo al gobierno en su discurso militar, la emoción de todos los actos programados tendría que terminar de convencer a los indecisos de que la franja de tierra en disputa debía ser motivo suficiente para liberar a su ejercito de sus cuarteles y enviarlos al frente. Sólo con el paso de los años comprendería que los hombres que creen que pueden controlar a la bestia que vive dentro de cada guerra, son unos locos. Ya de anciano recordaría aquel momento de su vida, y como se había dejado llevar por las emociones colectivas de la insondable masa que aquella tarde salió a la calle, de la manifestación de cuerpos que pedían, “liberar al monstruo, liberar al monstruo”, “guerra, guerra”. De ninguna manera aquel acontecimiento hubiese parecido tan extraordinario, si las fuerzas políticas y militares que gobernaban, no se hubiesen puesto de acuerdo para, desde primera hora, cerrar calles, desviar el tráfico, revisar el alcantarillado en un alarde de seguridad y montar un desfile patético de autos negros blindados, policías y soldados de diferentes cuerpos, a los que ya se veía esperando en algunas calles reservadas para el acontecimiento. Aunque nadie se atreviera a protestar públicamente, resultaba notorio las molestias que estaban causando al intentar exacerbar los sentimientos que justificaran su última decisión al respecto -al menos hasta el momento, o hasta que la dictadura dejara de encarcelar y multar a críticos y disidentes- y había muchos, entre los que debían acudir al trabajo puntuales en un día semejante era muy necesario, que se esforzaban por sortear todas las medidas que parecían destinadas a impedirlo. Hacia el final del trayecto en metro volvió a ver la cabeza de rubia de rubia larguirucha de Andreia Sanha asomar entre hombres bajitos, que se iban moviendo para permitirle acercarse a la puerta. Se encontraban en la parada más céntrica, y esta vez no fue casualidad que él también decidiera bajar y hablarle. Ni de lejos podía parecer una acción fuera de lo normal, poco habitual o forzada, si sabía expresarse con la convicción del que no pretende ventajas ulteriores, o lo que era lo mismo, no aspirar a más que saciar la curiosidad que le había provocado que aquella cara le resultara tan familiar. Las noticias habían informado toda la tarde anterior y toda la mañana; lo habían hecho a conciencia pero apenas lo había tenido en cuenta. Habían acertado sobre el impacto que iba a tener en el desarrollo de la vida corriente, o al menos lo habían inducido con su canción infantil para aprenderse los primeros números. El metro estaba lleno, la calle atascada, algunos se habían quedado en casa, otros habían tomado rutas alternativas, los signos del acontecimiento que se fraguaba dejaban claro que a nadie le podría ser indiferente. El día era de nubes y claros pero no amenazaba lluvia, y al salir a la calle volvió a ver la cabellera de Andreia con una halo coronando el pelo amarillento como si el tinte pudiera producir semejante efecto. Después de todo, ¿quién podía negar que los tintes rubios no tuvieran un efecto espejo y enviaran leves reflejos? Tal vez no todos lo notaban, no habría que fijarse para apreciarlo, o también podía ser el resultado de su imaginación 120


desbordante, pero de lo que estaba seguro era que a él le agradaban los cabellos teñidos con misma maniática sensación que a otros le producían los cabellos naturales. El aire rasposo culminaba unas semanas sin llover y al caminar por la calle se daba cuenta de que de eso tampoco podría escapar. Quiso culpar a la mala calidad calidad del aire por su dificultad al respirar. Por primera vez desde hacía mucho tiempo necesitaba andar tanto sin pararse a descansar. Necesitaba hacer el trayecto en un tiempo record si quería llegar a tiempo y ya no era el joven deportista de otro tiempo. Sentía que los pulmones se habían hecho pequeños en aquellos años de necesitar el auto para todo absolutamente, los sentía llenarse de aire insuficiente y como se le ablandaba el estómago. Andreia, por su parte, no parecía dar señales de fatiga, seguía en su misma dirección un poco más adelante, y la perdería si al llegar al puente no lo cruzaba y seguía paralela al río. El juego continuaba ella avanzaba a buen paso, y él intentaba mantener el rumbo para seguir observándola. Miró su reloj, no iban mal de tiempo, si seguían así llegarían al centro de la ciudad a la hora habitual, y eso suponía que podría repetir esa carrera en otras ocasiones en las que necesitara despejarse, dejar atrás una semana en la que hubiese comido demasiado o simplemente, algún problema mecánico en su auto lo forzara a ello. Casi podía sentir los latidos de su corazón en el cuello, pero estaba dispuesto a correr ese riesgo, nadie se moría por un paseo semejante, no era un maratón ni tampoco era un viejo, o al menos intentaba convencerse también de eso. Obviamente, Andreia debía tener diez o quince años menos que él, eso le otorgaría una ventaja si decidía forzar el ritmo. Pero, ¿por qué iba a hacer una cosa así? Si el iba cumpliendo sus horarios a ella debía pasarle lo mismo y por lo tanto, aunque consultaba su reloj con frecuencia, no debería apurar el paso. Durante su viaje en el metro se había sentido adormecido, eso podía ser porque tenía un sueño ligero, había despertado varías veces durante la noche y su descanso había sido tan relativo como un café blanquecino que le habían puesto en el bar antes de salir.

2 Magia Invisible, Relativa, Sin Cuerpo Soportable en la distancia, el escozor de de los ojos y la garganta le hizo desear una fuente de agua. Un poco alejado de su camino vio un parque, no había niños y sólo algún distraído deportista corría alrededor, o un hombre paseaba un perro que se había puesto a ladrar sin motivo aparente, allí había un surtidor y se sintió tentado de abandonar su carrera por unos minutos y tomar un descanso en aquel lugar. No parecía buena idea, no tanto porque perdería definitivamente la estela de la chica rubia, como por el tiempo y esfuerzo añadido que supondría volver a su carrera matutina. Además, estaba seguro de encontrar algún otro surtidor si no se separaba de su camino. Los tejados gélidos de la escarcha de aquella hora de la mañana empiezaban a despertar al primer sol del día provocando emanaciones neblinosas, sucias corrientes de vapor que se mezclaban con el humo de las chimeneas. Todavía sofocado por el vivo paso que se había impuesto iba dejando atrás el terrible enfrentamiento de otros atascos desconocidos con los que se iba encontrando a ambos lado de la avenida. No podía esperar que su mujer creyera el relato tan loco de aquella mañana, pero todo aquel trajín de cabeza sin freno estaba sucediendo. Ni siquiera estaba seguro de contarle lo de la chica con la que el destino hacía encontrarse una y otra vez en su misma dirección y a la que había terminado por seguir en la obsesiva creencia de que si la volvía a ver de frente, cara a cara, recordaría de qué 121


la conocía. Su propósito no era otro, sin embargo, cualquiera que hubiese observado su proceder en aquella última media hora, hubiese creído que sus pretensiones tenían algo de secreto y dañino. Las consecuencias podían ser terribles si la chicas se sintiera acosada, si simplemente se acercara a hablar con ella y se pusiera a gritar de una histeria injustificada. Pero no, no debía contarle a Erika nada de de aquel estúpido juego que jugaba aquella mañana, nada más que había dejado aparcado el coche por el atasco y se había ido andando al trabajo. Tal vez estaba menospreciando a su esposa, presuponiendo una malicia al respecto que no tenía, tal vez ella, como en otras ocasiones se riera de las cosas que le pasaban y que nadie más parecía compartir, porque nadie se alejaba tanto de sus quehaceres, nadie se dispersaba ni se distraía dejando volar la imaginación como el lo hacía, y Erika no parecía dispuesta a tomar en serio sus distracciones. De cualquier forma, prefería no correr riesgos esta vez, y librarse de un enfado de silencio, uno de aquellos enfados que conocía de las mujeres cuando se limitan a ignorar a sus parejas durante un par de días en los que apenas le dirigían la palabra, y como castigo podía no estar mal, pero él no había hecho nada por lo que debiera ser castigado, se decía mientras apuraba una vez más el paso dispuesto a no perder la cabellera rubia en el siguiente cruce. En realidad, el temor a ser descubierto ya era señal de su sentir culpable, aún en el caso de una sosegada inspección nocturna a cada una de sus palabras; en ocasiones el resultado de un juicio no es por tus culpas, sino por como te hacen sentir. Consideraba muy inapropiado tener secretos con su mujer, cuando sabía que casi todos sus amigos y conocidos no sólo los tenían, sino que les mentían deliberadamente sin ningún tipo de complejo por ello. Hubiera sido un milagro llegar a alcanzar a la chica rubia, que por aquel momento ya lo había convencido de su condición de atleta. En un momento en el que creía sentirse más fuerte, un río de cuerpos lo abordó desde una calle paralela. Dedujo que se trataba de los trabajadores de la fábrica conservera. Se interpusieron entre él y Andreia sin que pudiera hacer nada para poder mirar en la distancia hacia donde se dirigía en el siguiente cruce de caminos. Comprendió que había llegado el momento decisivo de la separación, la iba a perder irremediablemente a menos que echara a correr, y eso era imposible intentando avanzar a contracorriente de todos aquellos impetuosos trabajadores. Alguno lo empujo y se quejó, pero no con la suficiente contundencia porque nada bueno podía salir de enfadar a uno de ellos. Se rieron de él y siguió su camino. Entonces, como una visión fugaz, sin apenas haber convocado a la memoria recordó su nombre, Andreia, y que la había conocido acompañada de un amigo de Jess Traven, que él a su vez había visto un par de veces y con el que se había detenido unos minutos en alguna parte. En aquella ocasión se la habían presentado, pero apenas había cruzado con ella un saludo y cada uno había seguido por su lado. Seguro de haber recuperado una parte de sí mismo, el desasosiego que le hacía seguirla desapareció, se detuvo, dejó pasar a unos cuantos más de aquellos obreros que ya iban tarde a su trabajo, y seguro de ya no verla cuando alcanzara el cruce siguió a paso mucho más relajado. Miró el reloj, había desaparecido la angustia, estaba cerca de su destino y aún tendría tiempo de detenerse a comprar tabaco en el bar de abajo, antes de subir a la oficina. La imperceptible sensación de haber recuperado algo no parecía una influencia notable en sus actos o en la forma en la que se condujo desde entonces, pero parecía conforme con todo. Si le hubieran dicho que le iban a quitar la cartera y el reloj hubiese sonreído y lo hubiese aceptado. No podía creer que Jess le fuera a costar tanto acordarse de Andreia. Ni siquiera podía pedirle que creyera que la había visto y que sus caminos se habían cruzado toda la mañana. En realidad, Jess había discutido con su mujer y tenía sus propias inquietudes, algunas de ellas lo llevaban a un callejón sin salida. El asunto de dejar a la familia por una chica joven empezaba a ser más corriente de lo que todos estaban dispuestos a reconocer. En un relato sucinto y muy alejado de cualquier floritura, Jess le contó como estaban las cosas en casa, y lo sometido a tensión que aquello lo ponía. Aún así, Vernón Adri continuó acosándolo acerca de lo que le importaba, y eso era obtener información sobre Andreia. Se la describió intentando ser preciso y eludiendo los cambios más recientes que observara en ella y, a su vez, intentando ser fiel a la imagen que guardaba del primer encuentro, tal vez eso fuera suficiente para que Jess conectara con ese recuerdo. La consecuencia de 122


todo aquello fue que un coordinador les llamara la atención por su pérdida de tiempo y les instara a volver al trabajo. Podían hablar pero en su tiempo de descanso, así que un par de horas más tarde tomando un café en la máquina del pasillo, Vernón lo asaltó incansable con el mismo tema, pero consciente de que Jess empezaba a hartarse la enigmática Andreia y de que se le estaba empezando a poner una mirada de distante extrañeza. Es difícil, conociendo el carácter reservado de Vernón, conocer cuánto le estaba costando hacer aquellas preguntas, lo fuera de sí y extraño que debía sentirse obstaculizando cualquier movimiento o mirada que pudiera distraer a su amigo. Por un momento tuvo la impresión de no ser él, y de actuar bajo el influjo de una fuerza sobrenatural,y de hecho, a la curiosidad que deriva en pasión, se la puede identificar de tal modo. Durante menos de un segundo los dos pudieron pensar la misma cosa, todo aquello era demasiado extraño introducido, así repentinamente, en la conducta habitual, pausada y controlada de Vernón. Jess dio un respingo y como golpeado por un resorte se movió un paso atrás cambiando de conversación. Entonces respondió a la pregunta de ¿cómo va lo tuyo?, que le hizo su amigo. Ensombreció su gesto para decir que seguía pensando en empezar una nueva vida al lado de aquella joven a la que nadie conocía más que de verla a su lado, de acompañarlo hasta la puerta o recogerlo sin bajar del coche. Él había preferido no presentársela a nadie, y eso parecía comprensible. Y antes de que aquella expresión de cansancio terminara por hacerse del todo sombría, le dijo, sin dejar de pensar en sus propias tentaciones, que Andreia estaba casada, que trabajaba dos calles más abajo y que si le gustaba, estaba perdiendo el tiempo, a ella no le gustaban los extraños que se inmiscuían en sus cosas. Vernón tuvo la buena idea de adelantar trabajo para poder salir un poco antes y así intentar librarse de la marea humana que se esperaba esa mañana. Apenas terminaba algún informe, registro o memorandum, pasaba a archivar fichas de nuevos clientes, a separar aquellos asuntos ya concluidos o que pasaran a otra oficina y a hacer llamadas por teléfono para responder a quejas y sugerencias. En tal día era necesario reflexionar, o pararse con clientes indecisos, tenía mucho que hacer y quería acabar cuanto antes. Jess hablaba con algunos compañeros intentando distraerse y le hizo algunas señales para que se acercara, pero no le hizo caso y siguió a lo suyo. Todo aquello encajaba en la dinámica normal de la oficina, y también, que el encargado llegara por sorpresa y todos recordaran que tenían algo pendiente que hacer en otra parte. Se trataba de conservar la dignidad del trabajador activo sin darle tiempo a la menor queja, pero lo que se desprendía de que aquel movimiento repetido era que “cuando el gato llega, las palomas salen corriendo”. Sin duda había visitas que hacer en la calle, y el único que se quedó en la oficina fue Vernón, lo que le valió que los paquetes de nuevos clientes que el encargado traía debajo del brazo se lo endosara a él. Hasta el momento en que aquella mano peluda y decidida no dejó aquellos papeles sobre su mesa, justo encima del trabajo que estaba realizando en aquel momento, albergó la esperanza de que al fin, un día tan especial como aquel en que todo el mundo se sentía hermanado en la desgracia de una posible guerra, a aquel hombre sin amigos, la piedad le hubiese tocado al fin su mezquino corazón. Hacia el final de aquella terrible mañana comprendió que no iba a poder salir a su hora, que de ninguna manera manera iba a poder evitar los atascos y que debería llamar a casa para a visar que comería algo por el camino y que no lo esperaran. Se encontraba absolutamente solo en la oficina -al menos en lo que a sus compañeros de trabajo se refería-, todos se había ido ausentando sin decir que ese día ya no volverían y cuando se quiso dar cuenta, la señora de la limpieza rondaba a su alrededor incómoda porque no podía esperar de él que no se levantara y le pisara el suelo húmedo. Todas las puertas lo invitaban a irse, y pasaba con mucho del un horario racional, así que a pesar del enfado que suponía de su jefe, dejó la parte del trabajo acabado sobre su mesa y el resto lo guardó para acabarlo al día siguiente. Se asomó a la ventana con aire distraído u cuando menos lo esperaba vio cruzar entre la multitud, a Andreia, decidida, con la cabeza alta y los tacones sin freno. Se preguntó si se habría detenido desde la mañana, si se habría sentado a recuperar fuerzas en alguna parte, o si no había dejado de jugar desde entonces a dejarse perseguir por otros hombres que creían 123


conocerla. Nada había sido programado, sin querelo, cuando creía que no la volvería a ver, ella estaba otra vez en el punto de hacerle sentir que eran demasiadas casualidades para una mañana, y como un adolescente se vio en la linea exacta de su destino. De pronto, cogió sus cosas y salió a la calle como alma que lleva el diablo, dispuesto esta vez a detenerse a su lado y hablar con ella. Por fortuna la calle que transitaba no era muy grande y estaba convencido de poder alcanzarla. Todo el mundo cerraba sus negocios, los autos aparcaban ante la posibilidad de avanzar, y se veían banderas exaltando el sentimiento nacional que les haría recuperar el orgullo perdido, eso sí, poniendo muchas vidas humanas encima de la mesa para ello. Después de varios intentos en calles adyacentes, de pasar a la altura de gentes con ropas extravagantes y músicos que había visto a su lado, llegó a la Plaza de la Feria, lugar en el que se reunían muchos manifestantes antes de salir para la gran avenida en la que harían su aparición los héroes deportistas liberados de su secuestro. Se incorporó al medio de la calzada por parecerle que por allí podría avanzar más rápido, pero los cuerpos empezaban a estar tan cerca los unos de los otros que apenas dejaban sitio para avanzar a otro ritmo que al de la masa misma. Sin más motivo para semejante hostigamiento que el deseo de encontrarla en medio de aquel descomunal ruido de cabezas parlantes marchando incansables, tuvo que armarse de paciencia mientras buscaba un lugar elevado para poder mirar a la multitud y reconocerla. Un momento antes, mientras caminaba entre la gente, se consideró muy atrevido por su forma de enfrentar sus urgencias contra los cuerpos que lo hacían tropezar. Nadie le prestaba atención hasta que los empujaba para hacer un pequeño hueco y poder avanzar. Del mismo modo que otros parecían disfrutar en su lentitud, disminuyendo la presión de la marcha en franca conversación con otros, él intentaba lo contrario. Nadie daba señal de impaciencia salvo Vernón, porque todos conocían el funcionamiento de aquel cuerpo de miles de patas, cada uno en su lugar, todos llegarían al final. Después de una mañana de trabajo estaba mucho más cansado de lo que había pensado, y empezó a sudar. Entonces decidió que el mejor sitio al que subirse era una farola, y así lo hizo. Sus piernas enflaquecidas por la edad, no le facilitaron la maniobra, pero era hombre terco, y conservaba algunos trucos que aprendiera en su juventud de montañero para escalar a lugares peores. Se puso cómodo, alrededor brillaban todas aquellas cabezas esparcidas bajo un sol que se abría paso entre las nubes. Intentó establecer que su fatiga se hacía más pronunciada porque muchos de aquellos seres a su alrededor habían descansado ese día, se habían levantado de cama y habían afrontado la jornada como una festividad. Por increíble que parezca, toda aquella vitalidad alrededor, lo hacía sentirse aún más derrotado que después de una dura jornada de trabajo. Se le enredaron los pies con los brazos de un tipo que también se abrazaba para subir a la farola, por fortuna desistió al ver la decisión con la que Vernón se aplicaba en hacerlo. Ya no era la misma persona, ya no pensaba con claridad y estaba haciendo cosas que nadie esperaría de él. Algunas voces y gritos alejados empezaban a diluirse en la distancia. No muy lejos de allí, en las operaciones de propaganda, unos operarios colocaban un gran cartel sobre la fachada de un edificio, Se trataba de la foto del presidente animando a todos a no ceder ante el “chantaje del terror” -este era un término-cliché que se había repetido mucho los últimos días y que posiblemente volvería a ser repetido al terminar la manifestación frente al palacio presidencial-. En aquel momento ocurrió un accidente inocente, como suelen suceder la mayoría de los accidente. Uno de los chicos que intentaba elevar el cartel, calculó más sus fuerzas y sobrevaloró el andamio sobre el que se encontraba. Se vino abajo con un grito y desde donde se encontraba, Vernón pudo ver que intentaban sacarlo hasta un lugar en el que pudiera llegar un ambulancia. Solamente los que estaban más cerca al lugar del suceso, y otros como él situados en sitios elevados, se dieron cuenta de lo que había sucedido. Los que estaban al pie de la farola habían oído el grito y preguntaban que había pasado, pero dejaron de hacerlo y volvieron a sus conversaciones al no obtener respuesta. El suceso ocurrió en el momento en que todos se ponían en marcha, y él como testigo, evitó escandalizar a otros o dejarse llevar por los nervios. En cualquier caso, el motivo que lo llevó a subir a la farola no había dado un resultado satisfactorio, y volvió a dar por perdida a la joven Andreia. Desde su punto de vista, muchas de las interpretaciones que se harían posteriormente sobre el accidente en las 124


noticias iban a ser exageradas. Constituía una oportunidad política tener un nuevo héroe en una jornada así, pero lo cierto es que las condiciones en que habían trabajado aquellos publicistas habían sido de riesgo, posiblemente, de mucho más riesgo del que él mismo había corrido subido y apenas asido a los brazos de su farola. Todas las cabezas, vistas desde suposición, le parecían iguales. El rumor consistente e la multitud lo intranquilizaba, del mismo modo que algunas voces que de repente se elevaban buscando la aprobación del resto a alguna consigna patriótica. Las manos empezaban a dar síntomas de adormecimiento, y necesitó aún algún tiempo para descubrir una cámara de televisión que lo estaba grabando. Supuso que había estado allí desde el principio, que habían visto también al hombre caer, y desde una altura superior a la suya, un balcón que alguien les había alquilado para la ocasión, hacían barridos sobre la multitud, pero siempre parecían volver a la farola. Se dijo que, tal vez, un par de periodistas avispados estaban haciendo todo tipo de bromas sobre él y no le agradó la idea. Los contornos de la plaza se habían cubiertos de camionetas con focos que acompañaban la marcha de la manifestación y que posiblemente se encenderían al llegar a su destino a una hora en la que la luz del día empezara a declinar, buscando una vez más, un efecto que tocara los admirables e inocentes sentimientos de un pueblo necesitado de alguna alegría militar. Parece que las heroicidades levantan el ánimo de la población, a la que no gustaban los mandatarios del momento llamar “Pueblo”, y no sólo el ánimo, sino el orgullo de creerse poderosos, cuando, bajo un punto de vista puramente militar, o de ejércitos modernos, no lo eran en absoluto. Lo que lo tenía subido a aquella farola no era tanto el deseo que la chica inspiraba en él, como la necesidad de escapar por unas horas de su propia vida. Precisamente en aquel momento, nada parecía haber ido como habría sido de esperar unos años antes, y aún conociendo que alguna gente amaba profundamente sus rutinas, y que los que escapaban de ellas habían demostrado un nivel frustrado de desarrollo personal, tenía que asumir aquel vértigo que lo llevaba a hacer una cosa tan extraña. De forma confusa alcanza a admitir que su forma de proceder era caótica y signo de un fracaso, pero no podía hacer nada por evitarlo, algo parecido a la intranquilidad lo dominaba.

3 Arrancado, Hallado, Permitido De ninguna manera parecía dispuesto a renunciar a su búsqueda, que no cacería (como lo llamaría Jess), sino fuera porque al descender de su posición y tocar de nuevo tierra con los pies se dio de bruces con su hija Mariña y sus amigos. Lo primero que pensó fue que uno de aquellos muchachos debía ser el padre del bebé en camino, pero, además de una mirada inquisitorial a cada uno de ellos, no pudo hacer mucho más por adivinar cual. Hubiera sido poco pedir que su hija tuviera la deferencia de presentárselo, pero la conocía bien y sabía que no lo iba a hacer, especialmente cuando había manifestado su intención de seguir adelante con su embarazo ella sola, sin hombres que la complicaran. A pesar de todos los esfuerzos que hicieron él y su mujer para que ella les presentara al muchacho, todo fue inútil. No pretendían unirlos en una relación, no querían interferir en algo que dependía de sus propios sentimientos, pero sí, darle un padre físico al niño para que en un futuro no tuviera que avergonzarse de vivir cada día deseando conocerlo, una carencia dolorosa, sin duda. Al contrario de lo que hubiese supuesto, pensando en aquel concreto problema familiar, no fue él, el que preguntó primero, sino que su hija se le adelantó muy contrariada por su conducta, la que lo sometió a un rápido interrogatorio de extrañeza. Posiblemente, lo último que hubiese imaginado en el mundo sería encontrar a su padre subido a una farola, y menos aún que le respondiera con balbuceos e incapaz de articular una idea coherente. Por la forma en que lo miraba 125


su hija tuvo la impresión de que ella creyó que estaba mareado, pero no hizo la incómoda pregunta que los hijos hacen en casos similares, “¿papá, has bebido?”, y eso fue un alivio. Había ya pasado lo peor de su encuentro, las cuestiones iniciales, sin embargo, mantenían en el aire la duda principal, ¿qué hacía él allí? Y la respuesta más lógica era que estaba celebrando la vuelta de los atletas, tal y como hacían todos. Pero, no deseaba excusarse, ni inventarse nada, dijo que había tenido una mañana complicada y que ya le contaría en casa, y en ese momento su mano resbaló en el bolsillo de su chaqueta buscando un cigarrillo, lo encendió e inspiró con ganas. Durante un momento miró a la gente distraído, y los jóvenes seguían allí, sin moverse, mirándolo, tal y como creían que debían actuar para cumplir con lo que se esperaba de ellos aunque estuviesen deseando deshacerse de él. Entonces se despidió deseándoles que pasaran un buen día, y se alejó buscando los callejones más cercanos para no volver a verlos y alejarse de la multitud. Desafortunadamente, al decidir volver a su auto y olvidar a Andreia definitivamente, se percató de que le iba a resultar imposible encontrar un medio de transporte desde allí, todo estaba bloqueado en superficie, y e Metro abarrotado, además, no podría llegar a su destino sin volver a atravesar aquella marea humana. Sopesó cada una de sus posibilidades y decidió que era mejor ir dando un rodeo y que ya buscaría algún lugar apropiado para pasar al otro lado del río. En la forma en que consideramos nuestros impulsos, intentamos desembarazarnos los aquello que nos resulta incómodo o vergonzoso, queremos olvidar que o nos convertimos en uno de esos seres odiosos, autocontrolados y reprimidos, o tendremos que aceptar que el deseo viva libre dentro de nosotros. Incapaces en algún momento de reducir a semejante “animal”, experimentamos todo tipo de pequeños trucos para, al menos, reducir el efecto que causa sobre nosotros. E involuntariamente, en el caso de Vernón, perseguir a su deseo hasta caer casi exhausto, iba a terminar por convencerlo de que no valía la pena haber llegado hasta allí. No era de una estirpe de gran fuerza física, ni de una constitución inquebrantable de la que pudiera decir que debiera a la soberbia salud de sus progenitores, pero aún en las peores condiciones, era capaz de sacar un último gramo de energía que le permitiese acabar algún esfuerzo continuado al que se sometiera por uno u otro motivo. Se sentó en uno de los bancos de piedra de un pequeño parque porque ese último afán que podía añadir a su esfuerzo ya lo había cumplido con creces ese día. Miró a lo lejos el característico humo de los petardos, las explosiones controladas, campanas y gritos, todo parecía flotar en el mediodía. La densidad de esas horas, de la masa apasionada y de su propia boca, pastosa como un caramelo podrido le hicieron beber en la fuente. Emprendió de nuevo su camino de vuelta al auto, entre callejuelas en las que no había estado nunca. No recordaba haberlo dejado tan lejos, sin duda, el trecho recorrido en Metro había sido mayor de lo que creía. Intentó por todos los medios no perder la noción del espacio, y no separarse tanto de su primera dirección como hubiese deseado; la multitudes le producían un fuerte desasosiego y no quería volver a verse encerrado entre miles de cuerpos que lo harían avanzar bajo condiciones muy estrictas de participación. Alrededor de media hora más tarde, había cruzado la manifestación y el puente sobre el río entre gritos patrióticos y gestos de indignada amenaza. Crecía en su asombro a medida que se alejaba, porque la sorpresa de haber visto mucha gente armada lo terminaba de convencer de que la vuelta a casa debía realizarse sin demoras. La exultante sensación de que podía unirse a aquel grupo se fue apagando, la emoción que generan los sentimientos compartidos por tantas almas, fue dejando paso a una nueva ruta de parques y plazas, y al fin vio su auto a lo lejos. Respirando por la boca y las sangre a punto de reventar las venas en sus sienes, extenuado por el esfuerzo realizado, comprobó que el coche de Andreia seguía aparcado delante del suyo. Y por esas casualidades de la vida, que insisten en una determinada solución, tuvo la misma idea que ella, entrar a tomar una cerveza en el único bar abierto que había visto desde que saliera de la oficina. A través de la gran ventana gris de un sol que se había decidido a salir con fuerza, lo invadía todo. La imagen de Andreia, ligeramente recostada sobre la barra, atraía por completo su atención. Apenas un par de clientes más se hacían los distraídos en una mesa, y el dueño que hacía que limpiaba mientras le respondía a sus preguntas. “No, no soy mucho de celebraciones. Hemos quedado aquí 126


cuatro pelagatos”, le dijo a Vernón justo antes de que éste se acercara a Andreia para saludarla. Le dijo que era amigo de Jess, lo que no sabía si era la mejor señal para una presentación, pero también que se habían conocido fugazmente en otra ocasión, y que l recordaba perfectamente. Ella, al contrario, dijo no recordarlo en absoluto. Un silencio flotó indomable, mientras el corazón de Vernón se aceleraba. Palpitante en el pecho como un morador independiente, con sus propios pensamientos, prejuicios, impurezas y vergüenzas, aquel corazón le preguntaba si debía abandonar en ese momento, aunque, en la reacción de su piel se anunciaba que deseaba insistir hasta hacer el más espantoso ridículo.

1 Acerca De Un Admirable Subsistir Se pertenecían como se pertenecen las ideas, apoyándose o incapaces de encajar, pero incrédulos y hastiados como las palabras de un discurso. No se entusiasmaban con cada nueva carta, ni se tenían como enamorados sin conciencia, pero a ratos y de permiso, se les veía juntos. Y cuando se consolaban no hablaban de la guerra sino del futuro, porque para él, la guerra había sido cosa de apenas unos meses y unos cuantos tiros antes del armisticio. “Llego tarde a todo”, solía decir a su vuelta. La madre de Srina tenía la costumbre de entrar en su habitación como un inesperado vendaval, y hasta para decirle alguna cosa sin importancia, hacía eso. Lo habían hablado alguna vez, pero no se daba por enterada, o tal vez, entraba en un estado de confusión difícil de entender para los que tenían facilidad de comunicación y no sólo hablaban, sino que también escuchaban. Así conoció a Raamírez, abrió la puerta de golpe y allí estaba aquel chico, con su uniforme militar y un macuto que debía pesar más que él, al pie de la silla en la que se encontraba sentado. No dijo nada al principio, hizo como que se le había olvidado el motivo de entrar de aquella manera tan ruda, y después saludó al chico con unas palabras acerca de lo horrible de la guerra y salió disparada para el trabajo. A primera vista, la madre de Srina, complacía, en principio, a los que gustaban de ver fuertes complexiones, cuerpos magros pero contenidos, el cuerpo de una mujer enérgica y carnosa como parte de cualquier otro merecido reconocimiento. No parecía capaz de exagerar en eso, era, en todo, 127


una exquisita naturalidad de formas y gestos, porque dejarse llevar con moderación por los apetitos y todo lo que se derivaba de tal actitud en la vida, sólo podía verse como virtud. Si sabía que no era del tipo de persona y cuerpo que pasaba desapercibido, entonces tenía que vivir en la contención, porque nadie en su sano juicio aceptaría más que llenarse de orgullo de la sorpresa generada a su paso. Era decidida y capaz, pero también inteligente. De lo último que recordarían de ella sería acerca de esa combinación de inteligencia sometida a la energía que generaba tanta atracción en hombres y mujeres, y de la sencillez con que lo asumía. Insistía la madre en convencerla de evitarse males mayores, e intentaba explicar con ejemplos y detalles que el mundo era cruel, y que tal y como parecía, a ella no le había ido demasiado bien. La vida, según ella, no daba oportunidades pero ofrecía desafíos a cada momento, y añadía que los jóvenes podían equivocarse porque disponían de tiempo de rectificar, pero ella ya no. Debía intentar convencerla de no ponérselo fácil a la vida, que tal y como se le iban a poner las cosas todo tendía a empeorar con el tiempo y los caminos se cerraban para los pusilánimes. La vida es un abuso, decía consternada, los malos tiempos siempre llegan hasta para los que nadan en la abundancia. Y cada vez que repetía su discurso ponía dos ejemplos cinematográficos, dos de sus películas favoritas, “Esplendo en la hierba” y “La gata sobre el tejado de zinc”. Había algo en aquellas películas con las que pretendía ilustrar su discurso, y tal vez fueran los padres fracasados cuando se creían en la cima de su éxito. Y ese resentimiento femenino también se manifestaba contra el patriarcado, a pesar de que Srina no se lo tomaba demasiado en serio. “No dependas de nadie”, y añadía, “la vida te va a pedir cuentas, aprovecha el tiempo”. Después la muchacha salía corriendo, y la emprendía con Raamírez que no comprendía su enfado. Lo insultaba, todo lo que hiciera o dijera le parecía mal, y se sentía traicionada, y sólo se calmaba cuando al final le confesaba, “mi madre odia a los hombres”. Eve cantaba en el coro de la iglesia y se tomaba los ensayos muy en serio. Tal y como Srina lo veía, después de tanta dedicación debería haber despuntado como una excelente voz hacía algún tiempo, sin embargo, ella se mantenía entre las otras voces sin ningún interés por destacar. No resultaba tan relevante su excelente voz como su imagen desbordante, eso estaba claro, pero su forma de ser la hacía conducirse como si no se enterarse de algunas cosas le pudieran parecer más o menos vulgares, así que no solía ponerse condiciones al arreglarse sólo porque hubiese notado algunas miradas de más ese día. El comandante Jeremita tenía buen oído para las voces nuevas y se permitía hacerle sugerencias a Jones, el director del coro acerca de tal o cual voz, que ocasionaba algún disturbio en tal o cual parte de según que pieza. Y además de buen oído tenía una vista excelente a pesar de sus años, lo que lo llevaba a acercase para charlar e invitar a Eve siempre que podía. Cada vez que él encontraba que alguna voz no funcionaba conforme a lo esperaba iba corriendo a contárselo al director, y ya de paso que subía al lugar desde donde se ejercitaban, aprovechaba para continuar sus comentarios con la madre de Srina. Durante aquel tiempo de juventud, Srina tenía mucho tiempo libre, no sólo por su rechazo a los estudios, a tomárselos en serio y dedicarle la atención necesaria, sino también por las muchas ocupaciones de su madre que parecía confiar lo suficiente en ella para dejarla sola en casa durante muchas horas. En el límite de sus fuerzas las distracciones llegaban cuando salía de aquellas cuatro paredes de su cuarto. El número de jóvenes que se interesaban por ella, además de Raamírez, era limitado, y ninguno la atraía demasiado, por su constitución, demasiado obesos o demasiado flacos, de pieles desiguales, abruptas, aceitosas, cubiertas de granos o sudorosas. Y a pesar de todo el interés mostrado, de la dulzura y alegría que pretendían obsequiar, esa misma gratuidad, aquellas incipientes barbas mal afeitadas y aquellos pelos cubiertos de grasa, la ponían a la defensiva. En ocasiones, en la soledad de su habitación la había atacado una dulzura melancólica hasta hacerlo llorar, y eso no era propio de ella siempre dura y áspera como un zarzal. Había que estar muy en el límite de la atracción física, para tener la paciencia que Raamírez tenía con ella. Para reconocerle algún valor añadido, además de la insensible fuerza que ponía en rechazar a los pocos chicos que se 128


interesaban por ella. Tal vez, la magia que lo cautivaba tenía que ver con ese rechazo que sabía que en cualquier momento podía llegar, sin percibir más distancia que la que la contracción de sus pupilas le permitía. Nadie debería asombrarse ya de que existan este tipo de jóvenes en los que reside un atractivo tan sólo sostenido por sus rechazos. No disimulaba ni intentaba ningún tipo de comprensión ni moderación, todo lo que le molestaba estaba en guerra con sus entrañas, y solía decir, “no soporto esto” o “no soporto aquello”, y creer que eso la mantenía pura frente a un mundo que había hecho demasiadas concesiones a la impureza. Y, debemos decirlo, las aproximaciones sexuales eran para ella tan transitorias que necesitaba lavarse a fondo después de cada uno de aquellos roces y penetraciones. Eve desconocía por completo estos extremos acerca de la íntima naturaleza de la piel y la carne de su hija, y, al menos lo parecía, prefería que todo siguiera siendo así. Pero no debemos pensar que todos fuimos una vez así, cada uno lo sabe, nuestras posibilidades de entregarnos al estremecimiento sensual, nuestras exploraciones y aprendizajes ha sido posiblemente diferente del de Srina, y también diferentes de todos los demás. ¿Por qué no pensar en vidas diferenciadas como lo son cada una de las facciones de nuestra cara? Después de todo, las historias se construyen basándose en estas diferencias, a veces sorprendentes y a veces nos resultan familiares, pero no iguales. Y cuando Srina hiere a sus admiradores con su indiferencia, con su gesto duro y, cuando se expone en el límite de la crueldad, con sus desprecios, lo hace con una habilidad diferente a otras chicas que se sienten igual de molestas con el mundo y el rol que les dedica. Los temores de Eve eran fundados e iban dirigidos en lo que se refería a las travesuras de su hija, si así las queremos llamar. Srina, si bien tenía unos horarios irregulares, guardaba las formas y no se ausentaba de noche de la casa, eso complacía a su madre que a pesar de todos los quebraderos de cabeza que le daba, la seguía considerando una chica responsable. Esto unido a que la acompañaba los domingos al servicio religioso era suficiente para seguir permitiendo aquella vida de aparente estudio, pero que en realidad iba perdiendo sentido. En el fondo de sus pensamientos, Srina no quería hacer daño a nadie, no pretendía hacer lo que no debiera o desafiar la forma de vida en la que había crecido, sus reacciones eran por pura asfixia y en eso tampoco era tan diferente a las otras chicas. Pertenecía pues a una generación de padres que harían cualquier cosa por sus hijos, y que creían que luchar hasta la extenuación por ellos los convertía en mejores personas. Eve creía que era su obligación mantener su trabajo como cocinera en el restaurante en el que trabajaba, el mejor de de sus destinos laborales de los últimos años, y eso la hacía esforzarse al máximo y ser competitiva. ¿Qué podía saber su hija de todos los desvelos que le había provocado desde que naciera? De la última época en que sus padres vivieran juntos, a pesar de las discusiones, guardaba algunos recuerdos agradables. Recuerdos sobre que con el tiempo iban perdiendo el sentido que les había querido dar. Eve durante años intentó convencerla de que lo tenía idealizado, y de que los hombres no siempre tienen motivos admirables para comportarse con un mínimo de responsabilidad. Él había trabajado mucho para darles una posición, de hecho apenas lo veían porque pasaba más tiempo en la oficina que en su propia casa y eso no era tan admirable como parecía. Había logrado darle a su familia “una posición” y Srina por aquel tiempo se había sentido elevada por encima de sus compañeras de clase. Entonces no era nada más que una niña de séis o siete años, pero ya era capaz de entender esas cosas. El desafío de Eve había estado en convencer a Srina de que los desvelos de su padre no habían sido motivados por su familia, y que eso había quedado demostrado cuando las abandonó, sino que, todo aquel monumental esfuerzo había consistido en demostrarse sí mismo y al mundo de que era capaz de afrontar empresas de forma que otros no podían ni imaginar. Estuvieron juntos disfrutando de aquella “posición” durante unos años en los que compraron una casa, un coche caro y salieron de vacaciones a los sitios más caros, y Eve empezó a sospechar que existía una forma de megalomanía asequible a los dedicados y esforzados trabajadores. Ella lo acompañaba en sus delirios y él fumaba puros, se compraba ropa elegante y hablaba como un emperador capaz de las más grandes conquistas. Tal vez nunca antes lo había escuchado, pero 129


cuando él empezó a hablar de sus proyectos, de sus sueños de grandeza y de sus aspiraciones multinacionales, Eve comprendió que no había sitio para ellas en ese maremagnum de ilusiones desbordadas ni en su corazón. Srina algunos años más tarde, al fin entendió a lo que se refería su madre, y por qué la separación se había producido en los términos de totalidad que a él y a su orgullo le llevaron a no volver a verlas jamás. Srina lo había pasado muy mal, durante los primeros años había creído que nadie podía ponerse en su piel y sufrir como ella lo había hecho. Pero salió adelante, aprendió a mentir y a hacer como que nada le importaba, cuando en realidad no hacía otra cosa que representar el papel más brillante al que jamás una actriz se haya enfrentado. Otras compañeras suyas tenían otro tipo de problemas la mayoría tenían que ver con sus miedos a las primeras relaciones amorosas y sus derivadas, el enfrentamiento con sus padre, el desamor, los embarazos no deseados..., pero Srina no solía hablar de ese tipo de cosas porque lo que le preocupaba era volver a casa con el vacío que provocara la huida de su padre, sentarse frente a su madre y sentirse como dos mujeres tristes y rechazadas. Había también en la reacción de familia rota a dos, un encierro de palabras, una abundancia de silencios que le conferían una nueva personalidad. El énfasis que las chicas con problemas ponen en los silencios lo deben de interpretar como una forma de castigar al mundo, sin embargo, Eve aprendió a convivir con ese bajo nivel de comunicación, y hasta podríamos decir que apreciaba aquella casa malamente habitada con ruidos de aparatos pero pocas voces. Raamírez le dijo que se iba al otro lado del mundo un día antes de partir. Por lo que sabemos, debido a la falta de confianza que le merece su relación con Srina no lo hizo antes. Algunas discusiones se habían producido el último mes, y no sabía si el hilo que aún los mantenía en comunicación soportaría una noticia semejante, así que decidió sorprenderla a “toro pasado”. Comunicar algo de este modo, ejerce la fuerza de lo inevitable y predispone al que escucha hacía la comprensión y la aceptación. Algunos creerán que hacer así las cosas era la mejor forma de pegarle un tiro de gracia a lo que quedaba de su relación, pero Raamírez creyó que era la mejor forma de evitar una nueva discusión, aunque se pasó todo el viaje en el barco hacia tierras extrañas pensando en ello, y más preocupado por lo que dejaba atrás que por lo que se iba a encontrar cuando desembarcara. No debemos darle más vueltas a la forma de actuar de Raamírez, ni traer a cuenta nuevas interpretaciones de sus carencias emocionales o de sus delirios, porque simplemente a veces actuaba por impulsos y sin conocer sus motivos. En relación de los motivos que lo llevaron a enrolarse, baste decir que no todos ellos tuvieron un origen en su necesidad de tomar distancia con todo lo que en su vida se desmoronaba. Tal vez, en su forma de entender el patriotismo estaba empujándo el miedo a quedarse atrás, a no decidir a tiempo y parecer un cobarde, pero eso tampoco lo sabremos. En ausencia del chico Srina disponía de mucho más tiempo y eso llegó a preocupar a su madre, que en ese momento intentó convencerla para que hiciera algunas tareas en casa y algunos recados fuera de ella. Pero los sueños de Srina estaban tan lejos de todo eso como de la posibilidad de cumplirlos algún día, y si sus caprichos la hacían un día intentar aprender a tocar el piano, renunciaba en pocos días, al poco tiempo la hacían ponerse ropa de su abuela y pasearse como una actriz por las cafés alrededor del teatro, donde los actores solían tomar un reconstituyente después de actuar. Todos esos cambios significaban algo, pero, de forma más específica, lo de pasearse afectadamente como los actores era casi tan poco enriquecedor como la forma en la que se lucían los burgueses. Intentar parecer lo que no se es, es ese punto donde empiezan nuestros sueños y sólo prescindiendo de toda presunción y poniéndose manos a la obra podremos mantenerlos. Creo que está demasiado extendida la creencia de superioridad de que, los que no aspiran a un estatus superior son unos fracasados, y por eso son tantos los que viven por encima de sus posibilidades, los que lo hacen de las apariencias o los que se creen señoritos sinceramente y se comportan como patéticos aspirantes a la nada. Como suele suceder en estos casos, la falta de previsión de Eve la llevó aceptar ser cortejada por otros hombres algún tiempo después de su divorcio. No había pensado que entrar en otra relación estuviera a su alcance, así que salía ocasionalmente con hombres sin compromisos y de intachable 130


trayectoria, con el único fin de pasar el rato. No se fiaba de ninguno de ellos, pero al menos se conocía a sí misma, sabía que soportaría la presión, y eso era suficiente. Quería al menos disfrutar de los años que le quedaban de madurez independiente sin encerrarse en casa, sin dejar de saber lo que hacía la gente que se divertía los fines de semana y cuales eran sus costumbres y sus conversaciones, lo que hasta ese momento había sido un misterio para ella acostumbrada a una vida más familiar. En eso, su hija fue mucho más comprensiva de lo que había imaginado, y llegó a la conclusión de que también le agradaba la idea de que algún sábado por la noche quedara la casa sólo para ella. Pero apenas un año después supo que su madre se había prometido con un hombre mucho mayor, y eso ya no le gustó tanto, aunque debemos ser justos con ella y decir que todas reticencias se desvanecieron cuando conoció a Trevor, porque le pareció muy adecuado para su madre y porque era el tipo de persona que encajaba perfectamente en sus vidas.

2 Falsa Sensación De Seguridad Antes de instalarse su nueva casa, Eve quiso saber que iban a estar cómodas y vivir con la necesaria libertad a pesar de la entrega que supone cada nuevo compromiso. Apenas habían transcurrido unos meses de su estancia en la casa de Trevor que las dos empezaron a echar de menos pequeñas cosas y caras de su viejo barrio. Lo cierto es que se habían dado tanta prisa en mudarse que apenas nadie lo notó hasta que las echaron en falta y eso debió suceder bastante tiempo después. Los cambios que tuvo que hacer Trevor para instalarlas le parecieron de lo más natural y adecuado, y no le molestó en absoluto que Eve pareciera tener tan claro lo que quería. Poco a poco, la relación iba ganando en confianza, e incluso le compró un perro labrador a su hijastra (en realidad era una perra y la llamaron Monique); eso contribuyó a que se sintiera más cómoda, pero Trevor fue la única relación de su madre con la que nunca se sintió a disgusto, y también la única con la que se siguió relacionando incluso cuando pasados unos años la pareja decidió separa sus destinos. Concluyendo, con la opinión que su madre tenía de los hombres vivir con Trevor fue una oportunidad para cambiar algunos patrones de pensamiento muy incómodos para la hija y que no deseaba heredar. Para ella, que necesitaba un margen en el que poder escribir sus sueños, todos los misterios podían ser reconocidos, o al menos desinflados de puro desinterés. Todo el mundo hace planes, pero la juventud lo necesita como se necesita el agua para la vida. La vitalidad que en ellos se manifiesta con la efusión volcánica de dolores y aspiraciones, llevan consigo la necesidad de poder probarse que merecen todo el interés que reclaman. La mudanza se realizó en tiempo record, con eficacia y sin pensar que podía no ser definitiva. Todos ayudaron y se daban aliento como hacen los equipos del deporte nacional en la televisión. Faltó poco para que Trevor renunciara al equipo contratado y 131


los mandara con su furgoneta de vuelta antes de tiempo y antes de terminar el trabajo. También descubrieron lo fisgones que pueden ser algunos vecinos, o al menos para Srina era un descubrimiento; los adultos ya conocen estos extremos de la inquietud humana. Desde la casa de al lado los miraban descargar sus cosas sin perder detalle y eso le pareció que era entrar en su intimidad porque hubo algo de descaro en aquella posición detrás de un muro infranqueable, de comidillas y comentarios. Trevor les espetó que no se trataba de un pase de modelos y el vecino más próximo, ofendido y indefenso. al fin, se metió para dentro de su casa y echo la persiana de la ventana que daba al patio. Como las mudanzas no son una condición menor, o lo van a ser, en la convivencia que debe armonizar costumbres. Posiblemente aquellos vecinos hubiesen buscado todo tipo de informes, hubiesen intentado acudir al vecindario del que procedían aquellas personas, e incluso, según creían, deberían exigir un certificado de buena conducta para mudarse a un barrio tan selectivo. Pero, después de todo la mudanza lo era sólo en parte y deberíamos mejor llamarle acoplamiento, porque Trevor, el propietario de la vivienda no se iba, seguiría viviendo allí para establecer que nada cambiaría tanto, y eso lo cambiaba todo. En tales circunstancia se acababan las exigencias vecinales, y si alguien tenía alguna crítica que hacer, también se la harían a él, y por eso algunos tuvieron que morderse la lengua y acudir para dar la bienvenida algunos días después, armados de flores y pasteles. La acogida estaba servida y eso tampoco lo olvidaría Srina en el futuro, lo que se uniría a otros buenos recuerdos que guardaría de Trevor. Aquella fue una etapa sin sobresaltos, eso también debía atribuirlo al carácter de Trevor, que se ponía nervioso con facilidad con asuntos de tráfico, pero a ellas las consentía mucho. Por la calidad de sus recuerdos, sabía que además de todo lo bueno que les ofreció, a ella le ayudó a pensar sin exagerar, lo que, conociéndola, ya era mucho. Por un tiempo le dejó de doler la espalda, lo que se le había presentado como su condena particular y se levantaba por las mañanas sin dificultad, y me atrevo a decir que con cierto optimismo. Era apenas una niña entonces y aún no había conocido a Raamírez, pero ya se entregaba a todo tipo de conjeturas acerca de su futuro y si algún día podría llegar a ser miembro en el coro de la iglesia como su madre. Fue sometida a algunas pruebas de oído y durante un tiempo asistió a clase de música pero le aburrió y lo dejó sin miramientos. Era como si cada vez que veía en alguien alguna actitud, afinidad o afición que le parecieran admirable, ella también quisiera tomar partido. Y lo intentaba, probó con los coches, con la pintura, con el coro, quiso ser actriz y poeta, y todo ello sin demasiado convencimiento. Era, sobre todas las cosas, su energía dirigida a la necesidad de querer ser algo la que la hacía saltar de una cosa a otra, pero renunciaba sin miramientos en cuanto comprendía que en cada una de ellas se le exigía un cierto esfuerzo y compromiso. La vida a su edad de entonces, formaba parte de un proyecto general que ni apreciaba, que no se paraba un segundo. Cada voz, cada expresión era analizado en su cabecita de forma inconsciente pero eficaz. Imitaba lo que le gustaba de los mayores, pero rechazaba sin enmiendas a aquellos que no le gustaban. Alrededor de la casa de Trevor y de su garaje, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, el mundo giraba con placidez y siempre lo recordaría así. Se sentaba en el patín de la entrada viendo entrar y salir mecánicos que le ayudaban al nuevo marido de su madre, a montar un coche viejo. Allí pasaba muchas horas dejándose acariciar por el sol en otoño, y comiendo helados en verano. Aislada del mundo, como suele suceder a las hijas únicas que además se empeñan en su timidez, repentinamente, de un salto, abrazaba a Monic y jugaba con ella dando pequeños gritos, riendo y empujándola entre ladridos y caídas. Su madre nunca pudo explicarle los motivos que la llevaron a separarse de aquel hombre tan bueno y paciente. Los adultos sabemos que la paciencia puede llegar a ser insoportable en las personas que queremos si esperamos de ellas una reacción, pero esa estabilidad era todo lo que Srina pedía. Pasaron un pocos años maravillosos; pocos. Eve empezó a preguntarse con cierta frecuencia como iban a volver a su vida sólo de dos. El mundo nunca lo pone fácil, pero no se sentía integrada en la vida de su pareja. Trevor ni se daba cuenta, seguía con sus aficiones y viajes, y no creía que 132


desatendiese ninguna de sus necesidades, pero obviamente no era así. Sin embargo, el día que llegó a saber lo que realmente pensaba Eve, se sintió tranquilizado de algún modo, porque ella había tenido reacciones bruscas con él antes de aquel momento, que no le habían parecido, por decirlo de algún modo, correctas. Eve, finalmente intentó explicarle sus motivos, pero no los entendió del todo. Para Trevor, ella no era feliz, y eso era suficiente, no había que darle más vueltas ni ponerse dramáticos. De vuelta a su antigua vida monótona de paseos inesperados, tardes de coro y cocina ligera, Srina conoció a Raamírez cuando su cuerpo había terminado de formarse y en ella subsistía la llamada de todo lo desconocido. Él le preguntó si podía acompañarla a casa y ella estuvo conforme, porque lo conocía discretamente y se lo habían presentado, pero es cierto que hasta que empezaron aquellos retornos desde el instituto, apenas habían hablado. Ella no tenía prisa por llegar porque a esa hora Eve salía a hacer visitas, y no le gustaba estar tan temprano sola en casa. Regateaba la última conversación los dos parados en la esquina en la que debían separarse, daba igual el tema de sus animados circunloquios, al final se tiraban entre quince y veinte minutos, un día y otro, pegados a un semáforo que estuvo a punto de adoptarlos. Ignoraban los verdaderos motivos que los llevaban a estar juntos y si había en ello o no una atracción física -posiblemente el deseo es la fuerza más constante y capaz, pero el inconsciente no siempre lo reconoce como motor de nuestras decisiones-. Tuvieron que pensar, al menos al principio, que si tenían que volver a casa acompañados, aquella debía ser una buena idea y mejor hacerlo con un compañero de estudios. La rutina escolar se produjo durante un par de años en los que avanzaron en su amistad, y además de los escarceos eróticos a los que se iban entregando, ambos pensaban con cierta ecuanimidad que su postura ante el romanticismo era fría y equilibrada, lo que les ofrecía entrar a valorarse sin espejismos. Después de cientos de discusiones, interpretaciones, malentendidos, de llevarse la contraria a capricho y de histerias considerable que imposibilitaban ponerse de acuerdo, podían decir que habían entrado en el estado de confianza que dos jóvenes de clase social parecida necesitan para sentirse como amigos muy unidos. De haber sido uno de los dos, un buen estudiante con pretensiones burguesas, posiblemente se dedicaría a jugar esperando un partido mejor, pero ese no era su caso, por sus expedientes académicos se iban a convertir a dos preciosos mediocres sin ambiciones, y por sus vidas familiares sin la posibilidad de brillantez de la que otros alumnos presumían, se podía decir que iban a necesitar apoyo mutuo durante mucho más tiempo del que cabía imaginar. En algún momento impreciso de sus dilatados paseos Srina debió invitar al chico a subir a su apartamento, que en realidad lo era de su madre. Después de algunos preliminares que ella había imaginado en su soledad de otras tardes, lo haría pasar hasta su habitación para dar forma a los rituales eróticos de juventud, sin olvidar que disponían de apenas una hora antes de que Eve se pasara por casa para arreglarse y salir a sus clases de canto y oración. Al principio fue muy divertido, y aquellos encuentros se multiplicaron sin dar cuenta a nadie del motivo de sus ausencias al instituto, ni porque cuando uno faltaba la otra también lo hacía. Pero con el tiempo aquello empezó a no ser igual de estimulante, y pasaron a espaciar sus encuentros. Srina, por algún motivo que no comprendía, al mirarse al espejo se encontraba más ordinaria y menos excitante que nunca. Ella que siempre había luchado por establecer alguna diferencia que la destacara entre las otras chicas, ahora se encontraba con que nada de eso era real, y que hacía las mismas cosas y se movía por los mismos estímulos. Perdía fuerza a pesar de su juventud, su constitución se sometía a los pastelitos que la engordaban, sus pechos se desinflaban y había manchas en su cara que no eran acné y que no sabía como atacar. El amor había tocado techo, ya no había nuevos retos ni versos, y los primeros largos encuentros en el parque ya no les satisfacían. No podían volver a lo de antes, a las charlas sin sentido y soportar los caprichos y los enfados sin darles mayor importancia, y tampoco podían seguir adelante, porque no había una respuesta en las fuerzas del destino. Los dos empezaron a sentir que necesitaban cambiar algunas cosas que les produjera una sacudida emocional. Bajo esa perspectiva él encontró una propaganda en una revista para alistarse y lo peor 133


de todo es que las condiciones no parecían malas. Una oportunidad para hacer dinero rápido, estar en la guerra dos o tres años y volverse con una buena cantidad ahorrada. Con suerte estaría en la reserva y apenas pisaría el frente. Había algo más, y eso era su orgullo, no podía estar más tiempo pensando que no era nadie. Las últimas semanas antes de partir para aquel país extranjero y después de tres meses de academia, todo se iba volviendo más y más triste. El tiempo que pasó lejos de su país, Raamirez sobrevivió no sólo a las incomodidades propias de las marchas y las noches a la intemperie en mitad de las selvas y de desiertos, se trataba de necesitar menos que ninguno, hacer un aliado de la escasez y conservar las pocas fuerzas que le permitía la actividad incesante de avanzar y retroceder. En el campamento ocupaban barracones con una letrina en cada uno de ellos y escasas provisiones si la logística no estaba a tiempo. Todo lo que le que le rodeaba parecía creado para animarlos a la depresión, la vegetación, los pequeños insectos venenosos y las infecciones. Cualquier deseo estaba prohibido, no se podía ansiar otra cosa que sobrevivir y la comida era insulsa a propósito -o con el propósito de disponer de un placer que los distrajera de su deber, no podían concebir otra interpretación-. No existía la alegría y la risa era impostada, pero había momentos de consuelo cuando hablaban entre ellos, cuando recibían correo o algo de licor. Todo lo que podemos registrar como guerra y forma de vida de los soldados no es nada nuevo, las privaciones suelen ser las mismas o parecidas, el horror sistemático y los heroísmos escasos o casuales. En una primera aproximación, visto desde la comodidad del primer mundo, no parecen existir esos momentos de calidad entre camaradas, esa amistad a prueba de contradicciones, y esa entrega que al volver sobrevive a la condición social de cada uno, y sin embargo, existe. Si dos soldados en el frente sobreviven al apoyarse, nada romperá ese hilo de comunicación en el retorno, ni siquiera que uno duerma en la calle y el otro en un palacio. Hay una extraordinaria espiritualidad en arriesgar la vida en grupo, y marca sobre el hombre un peso excesivo de concordia que ya sólo esa misma muerte, algún día se encargará de detener. La desolación que representan los recuerdos de los cuerpos mutilados, la amenaza real de muerte en bombardeos que duran días o la frialdad de matar a un enemigo desarmado a sangre fría, sin duda debe de permanecer en los sueños de por vida, y sólo ser entendido por otro hombre que haya tenido las mismas experiencias. El cambio se produjo en Raamírez, nadie que lo conociera lo podría negar, y Srina lo notó especialmente. Por una parte admiraba sus recientes silencios, su alma torturada, y la madurez triste en un cuerpo tan joven, por otra parte, la asustaba. Cada vez que el soldado ya retirado evocaba los peores momentos de aquel terrible destino, con clara exactitud se representaban ante sus ojos escenas que lo privaban de toda alegría y sosiego. Compartir algunas horas con Eve, salir de casa y pasar por el parque en que otro tiempo se fumaban las clases, lo aliviaba. Cuando lo invadían los fantasmas la llamaba y ella siempre estaba. Cuando partió tenía una idea muy superficial de lo que se iba a encontrar en el otro lado del mundo, sabía que iba a ser duro, pero imposible calcular hasta que punto le iba a afectar. Por fortuna su enganche de cuatro años duró apenas la mitad porque el armisticio se produjo antes de lo que todos habían calculado. A diferencia de otras chicas, Srina creyó una suerte quedarse en estado; iba orgullosa y segura, con paso firme por la calle en cuanto lo supo, pero aún le faltaba algún tiempo para que se le notara. Un agrado incontenible, casi como una venganza la lleva a decírselo a su madre sin preparación alguna, soltándoselo como si fuera lo normal, lo que se había estado esperando de ella durante mucho tiempo. Peculiarmente maquillada, con ojos ennegrecidos, cara sonrosada y preparada para sus visitas matinales, Eve no sale de su asombro, le hace preguntas, quiere saber todos los pormenores y lo que piensa hacer. Está muy claro, Srina quiere tener a su bebé y si su madre no puede ayudarla tendrá que acudir a la asistencia social. El cabello encanecido por una vida sin suerte, no vacila en gritar, en desesperarse, en preguntar, “¿qué va a ser de nosotras ahora?” La insistencia de sus preguntas no parecen impresionar a su hija, pero ya ha dejado de disfrutar con la noticia y la sorpresa que deseaba y que nunca pensó que llegara a causar ese efecto en Eve.

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3 La Insistencia Humana Fue un momento muy tenso. Srina se preguntaba qué podía hacer para aliviar el dolor que estaba causando a todos, también a Raamírez con el que había discutido y al que hacía tiempo que no veía. Su madre intentaba seguir con su vida, atender todas sus habituales ocupaciones porque si se dejaba afectar se metería en la cama y no se levantaría hasta que Srina lo hubiese solucionado por sí misma, o al menos eso le había dicho. La muchacha recordó todo lo que la unía a Trevor y por alguna razón desconocida pensó que podría ayudarla. No dijo al viejo que estaba embarazada, pero le pidió pasar una temporada en su casa, mientras ponía su cabeza en orden; algo así como una vacaciones pero sin moverse de su casa más que unas cuadras. Trevor, tal y como lo recordaba, se tomaba con pasión todo lo que hacía y por eso no podía comprometerlo en sus problemas. Él tenía sus propios problemas, como a todo el mundo le pasa, pero tenía la solvencia necesaria para ir solucionándolos sin escandalizar, a veces, sin que nadie notara sus maniobras para poner las cosas en orden. Durante los días que pasó en casa de Trevor su madre no dejó de llamarla para que volviera a casa, y allí conoció a un tipo, al parecer enfermero y amigo de Trevor que la invitó a comer. Además le pidieron que concurriera con ellos a la exposición de autos antiguos vestida años veinte, y todo fue muy divertido. Hizo las paces con Raamírez y todo parecía que iba solucionándose cuando llegó lo de su insomnio. Había empezado a pensar que sólo estaba en paz cuando estaba en situaciones extrañas y que no podía controlar. También creyó que de todas las posibles enfermedades de la mente que no permitían dormir a la gente; la de ella tenía que ver con la opinión que su inconsciente tenía de sus rarezas, de la chica que actuaba y, a veces, no sabía por qué hacía algunas cosas. El inconsciente no aceptaba algunas cosas que hacía o había hecho en el pasado, porque sus valores la hacían criticarlo en otras personas pero era indulgente si se trataba de sí misma. Tampoco podía ponerse violenta con el inconsciente, o intentar intimidarlo con amenazas tal como hacía con algunas personas, eso con él no servía. No había un fondo destructivo en su conducta. Parecía capaz de complicar la vida de todas las personas que la querían pero no era así, sabía detenerse a tiempo, humillarse, pedir perdón si era preciso. Llevaba algunas marcas perennes de un dolor antiguo que era incapaz de superar, pero no iba a volver a complicarse la vida por eso. A los oídos de su madre nunca había llegado una queja más grave que su falta de interés por los estudios. En su estimada conducta, la madre, no podía por menos que dedicarle algunas críticas, censuras y correcciones a la de su hija. Por lo pronto había provocado su huida, pero no duró mucho. El resto del mundo, por su parte, era muy libre de creerse al margen de tantas inseguridades, pero lo cierto es que en aquel barrio de tradición católica, todos estaban con un pie en la beneficencia. Los callejones lóbregos conteniendo la basura de los comercios el fin de semana, los pequeños edificios de tres plantas de fachada de ladrillo y sin ascensor era como un emblema de precariedad, las ventanas de las plantas bajas enrejadas pero cubiertas de macetas con plantas de perejil y hierbabuena, las papeleras desfondadas y los jóvenes cantando en grupo en las escaleras de los edificios oficiales, eran otro signo del consentimiento que las autoridades tenía con los vecinos, y en tales circunstancias, que una muchacha a punto de cumplir los dieciocho se quedara en estado no era ninguna novedad para los que no cabían en el sermón del domingo. Los barrios populares son cuestiones de costumbres, y sólo saber introducirse y serpentear en esas 135


costumbres sirve de consuelo. El que nunca haya vivido en uno de ellos, habitado su mugre y los intentos por el equilibrio de las damas mayores, la ropa de domingo con zapatos de semana y la política del clero, podrá nunca imaginar sus evasiones. Hay militares que se redimen con exiguos retiros de su soltería alcohólica de última hora, sin experimentar vergüenza alguna por su terrible destino. Son, entonces, gentes como las demás, aunque se hayan pasado la vida intentando reconducir y reprimir sus fronteras y sus vicios. Deberíamos imaginar a sus propios barrenderos deslizando unas monedas en el bar más deprimido para tomar una cerveza antes de retomar la tarea, enfermeras conscientes de su tuberculosis soñando con un clima más aceptable, y, con frecuencia, prostitutas volviendo a casa después de haber colocado los peores instintos en otros barrios más afortunados porque en el suyo nadie paga una tarifa con la que poder subsistir. A Raamírez ni siquiera le va a quedar una pensión por sus secuelas psicológicas, por los gritos a media noche y por el insomnio. Cuando Eve salió de casa tomó una dirección prefijada, un itinerario repetido en otras ocasiones por otros motivos pero igual de ineludibles. El hospital estaba cerca y a buen ritmo no tardaría más de cinco minutos en ponerse allí; no había necesidad de tomar un taxi. Tropezó en cuanto puso el pie en la calle, y estuvo a punto de ir al suelo, eso le hizo ser más prudente y pensó que si quería conocer a su nieto esa tarde debería conservar su integridad física. La acompañaba Trevor, que de alguna forma se enteró de que la chica había entrado en el hospital por su propio pie, y por su propia decisión. Posiblemente lo llamó ella misma, y él se puso en contacto con Eve porque no quería resultar un intruso. A Eve le pareció que había envejecido mucho en los últimos años, como si después de una edad en cada año se envejeciese por cuatro, o alguna cosa parecida. Tenía el cabello completamente encanecido, y el cuello y el estómago se habían desmadrado dándole un aspecto de rana que no recordaba. En realidad no hacía falta comprobarlo de forma tan directa porque ella había imaginado que algo así había sucedido en el tiempo en que no lo había visto. Observó que Trevor se rascaba el brazo con fruición, justo sobre una cicatriz que nunca antes le había visto, “de un accidente”, dijo él. Todo había pasado muy rápido desde que Srina le dijo lo de su embarazo. De tal modo que ahora se encontraba rogándole que se dejara ayudar, y sobre sus hombros un buen montón de errores cometidos que pesaban como la peor de las conciencias. Y de pronto estaban en una habitación de hospital, tan igual a otras, un lugar que conocían de otras veces y al que posiblemente volverían a lo largo de lo que les quedaría con vida. Ya era una hora avanzada y Raamírez también estaba allí. El bebé dormía en su cuna y nadie quería molestarlo pero se iban turnando para echar un vistazo. Desde la ventana se veía el otro lado de la calle en el que algunos grupos esperaban noticias, por lo que Eve pensó que debía haber alguna persona importante en una de las habitaciones, tal vez de otro piso porque no se moviliza tanta gente por una nueva vida, sin embargo, sí era posible que alguien estuviera en peligro de muerte. ¿Si un año antes le hubiesen dicho que iba a ser abuela tan pronto no lo hubiese creído? Intentó comportarse como una madre comprensiva y no invadir el espacio de los jóvenes, no hacer preguntas incómodas ni agobiarlos como una presencia exigente, pero le gustaría quedarse esa noche acompañando a su hija, y eso tendrían que hablarlo. Ya no era ella la que planeaba su vida, las cosas sucedían, llegaban sin aviso, el destino iba por libre y no podía hacer otra cosa que aceptarlo. Tal vez se trató de todo lo que rodea a un hecho preciso en la vida de una muchacha, el momento en que desde su iniciativa decidió que era ya bastante mayor para dejarse acompañar a casa desde el instituto por un compañero de su misma clase. Es posible que eso partiera de una proposición inesperada, pero fue ella la que tomó todas las decisiones, la que supo lo que ocurriría antes que nadie, y la que al fin condujo la historia de su vida, transitando por las despedidas en al estación a su novio soldado, el día en que, al fin, le permitió entrar en casa en ausencia de su madre y la incomprensible ausencia de de perversión en todo ello. Simultáneamente, un empleado del hospital que conocía a Trevor le hizo un visita en la habitación, y le contó algunas historias que la hicieron reír mientras unas auxiliares lavaban al bebe sin apenas tocarlo. Tuvo la buena ocurrencia de no hacerle demasiado caso, a pesar de que a esas alturas Raamirez ya tenía otra chica y un empleo en 136


otra parte de la ciudad. No había margen para más emociones, se planteaba un año de aislamiento, aunque no pasaría de los tres meses.

1 La Respuesta Del Deseo Hacía mucho tiempo que no se sentía tan convencido de sus posibilidades. Desde que llegara a la gran ciudad había pasado por todo tipo de dificultades e incomprensibles desafíos. Todo era demasiado nuevo y desconocido para sintonizar a la primera de cambio. Había dejado curriculums en todas las fábricas portuarias, en los almacenes textiles, en empresas de transporte y en una fábrica de piezas para máquinas elevadoras, y no había recibido respuesta de ninguna de ellas. Hizo algunas llamadas de teléfono, pero lo tenían interminablemente esperando y le suponía un gasto adicional que no podía asumir, así que volvió a visitar aquellos lugares por segunda vez para preguntar si habían llegado los informes al departamento de personal o si había alguna respuesta para él, y una de aquellas chicas oficinistas que se ocupaban de la recepción y la centralita tuvo a bien decirle que tenían la plantilla al completo y no necesitaban a nadie. En algún momento que creyó haber iniciado un camino equivocado, acudió a una oficina de contratación dependiente del concejo. Le ofrecieron nuevas direcciones y revisaron sus curriculms haciéndole algunas indicaciones que los harían más efectivos en su propósito de impresionar, pero sobre todo de encajar en los lugares a los que iba a pedir trabajo. Esta vez sí, obtuvo respuesta, e 137


incluso le hicieron alguna entrevista, pero nadie sabía exactamente como hacerlo encajar en sus planes. Tres meses después de llegar a la ciudad aún no tenía trabajo, le daban taquicardias, se le había puesto una tos nerviosa, por así decirlo, y apenas descansaba por las noches. Nada le salía conforme a lo esperado, así que Airtorm pensó que a esas alturas debía empezar a sospechar que otros como él se había visto en la misma situación y que aquello podía durar aún algún tiempo. Probablemente en ese momento tomo la decisión de tomárselo con calma, porque de seguir al mismo ritmo terminaría por enloquecer, o algo peor, sentirse fracasado. Fue en ese momento de transición en el que se encontraba, en el que un día encontró un mensaje en el buzón de voz de su teléfono. Le llegó de forma tan inesperada como incomprensible. Se trataba de los padres de una antigua novia; que ya no lo era, pero con la que guardaba una fuerte amistad. Lo invitaban a cenar y deseaban saber de él, pero Jennie, así se llamaba la chica, no estaría porque se había ido a estudiar al extranjero, ¿extraño? Cada plato fue llegando en su justo momento, de forma metódica y ordenada, en su punto de cocina y de calor. El padre de Jennie aclaró que, tenían ganas de verlo después de tanto tiempo, pero que, en realidad, había sido su hija la que había terminado de animarlo para que lo llamara. Airtorm pensó que aquello no tenía demasiado sentido, o al menos él no se lo encontraba, y lo había estado pensando desde que recibiera la invitación, pero estaba hambriento y eso era un punto importante a tener en cuenta para no rechazar tanta amabilidad. Después de que su marido se explicó convenientemente, la señora Sofita tomó el mando y el curso de los acontecimientos, y todo empezó a girar alrededor de Jennie, de sus virtudes, anécdotas y cualidades para defenderse en un país extraño. Él ya conocía muchas de aquellas historias, pero no dijo nada, no intentó corregirla si se desviaba, ni añadió ninguna cosa con la intención de, al fin, poder abrir la boca. Hubo algunos largos silencios, sobre todo mientras los camareros inclinaban sus bandejas sobre ellos para servirlos. Probablemente todos estaban seguros de que aquella reunión tenía que salir conforme a lo esperado y así fue, no hubo sorpresas, nadie dijo nada que no conviniera y los deseos de Jennie, que parecía ejercer una influencia brutal sobre sus padres, fueron cumplidos. Hacia el principio del mes de Noviembre, se había acostumbrado a deambular por calles que apenas conocía. Posiblemente se encontraba en una calle de comercios porque lo había atraído el bullicio y las luces de esa hora dela tarde en que todo se ilumina. Iba sin prisa, y se detenía si era preciso porque algo le había gustado en uno de los escaparates, o simplemente por alguna escena que le había llamado la atención a través de ellos. Le hubiese gustado comprar un regalo para Jennie. Ella siempre se había portado muy bien con él y se sentía en deuda. Si reconocía la puerta de algún lugar en el que había solicitado trabajo, se quedaba mirando furtivamente y fruncía el ceño, como si le hubiesen causado algún perjuicio por no contestar a sus demandas; eso era lo más habitual. Los burgueses habituales iban cargados con bolsas de plástico y regalos envueltos en papel regalo, todo era muy consecuente con aquellas fechas, y conveniente para distraer sus vidas tan comprometidas; pero él no podía juzgarlos por eso. Algunas familias que se conocían de muchos años, o las que eran familiares, se encontraban en ese acopio navideño de figuritas de mazapán, angelitos de plástico para el árbol, juguetes y algún vino selecto que pondrían a buen recaudo hasta las fechas más señaladas. Se daban besos y abrazos y se detenían para preguntar por los ausentes, rogando encarecidamente que les dieran recuerdos y deseando volver a verse antes de año nuevo. Todo cerraba a esas horas, menos los comercios y las cafeterías que ampliaban sus horarios. Volvió a intentar establecer un punto de cordura en su pensamiento y reconocer su disgusto por aquella escena. Sin habérselo propuesto había dirigido sus pasos hacia allí y parecía disfrutar con el espectáculo, y era por esto que no podía renovar sus habituales críticas a una clase social y una forma de vida tan excluyente. Además, en un pasado no muy lejano, siendo niño, había asistido a un espectáculo similar, y del mismo modo se había dejado seducir por aquellas luces de colores, olvidando que en su casa no podían poner la calefacción porque no les alcanzaba el sueldo de su padre, y que al volver tendría que ponerse varias capas de ropa seca antes de irse a la cama. Una mujer cargada apenas con un pequeño regalo, posiblemente para su marido, aparece en la 138


puerta de un centro comercial de cinco plantas, de los más grandes. Camina distraída y es obvio que ha ido al peluquero, le resulta conocida y, al mismo tiempo, sin que las dos cosas tuvieran que estar imposiblemente relacionadas, la relaciona con alguna amiga de su infancia, pero no es posible que lo haya superado hasta casi doblarle la edad. Sin esperar un minuto más, se decide y se dirige hacia ella sin la esperanza de encontrarla de nuevo a través de todos aquellos cuerpos embutidos en sus abrigos y algunos con sus paraguas abiertos. Se trata de la señora Sofita, y como si su vida estuviera de alguna forma relacionada con aquella familia se ofrece a ayudarla, ella lo mira con piedad y accede, pero él presiente en aquel momento que hubiese preferido seguir sola, que se siente decaída por algún motivo desconocido, o tal vez sólo sea cansancio. Existe una obligación en las forma que ninguno de los dos está dispuesto a vulnerar; el se ha ofrecido a ayudarla y ella a aceptado y ya nadie podrá cambiar eso sin una razón muy poderosa. Había una parada de taxis en los alrededores, pero no tan cerca como sería de desear y tuvieron que hacer una pausa en la puerta de un hotel, allí no soplaba tanto el viento y estaba iluminado, pero el portero no dejaba de mirarlos. Supuso que aquel hombre, en cualquier momento, les preguntaría si deseaban entrar, pero no lo hizo. Ese momento les sirvió para cruzar alguna pequeña conversación y permanecer tan juntos que casi se tocaron, y fue por eso que Sofita apreció su delgadez y se refirió a ella como una enfermedad. Tuvo que aclarar que no se encontraba enfermo, ni débil, ni nada parecido pero estaba adelgazando y que eso no era tan extraño en él. Ella insistió sobre ese tema sin ni siquiera esperar respuesta y a él le pareció de una presión y una curiosidad innecesaria. En aquel momento sintió la gana de salir corriendo, de abandonarla allí mismo con su curiosidad y sus paquetes e inventarse una urgencia que había olvidado durante un momento y lo obligaba a salir corriendo sin demora; tal vez una reunión de trabajo o alguna entrevista con su casera. En aquel momento de aproximación a una persona que conocía pero no lo suficiente, toda precaución le parecía poca y cualquier forma en la que actuara, insegura. Era la misma inseguridad de cuando lo abordaba un desconocido por la calle con alguna historia increíble que no sabía a donde lo llevaba. Así se sentía, como si acabase de perder la iniciativa y estuviera al albur de otras impresiones diferentes a las suyas. Si al verla en la distancia le había parecido una mujer elegante, distinguida y de una belleza incontenible, lo cierto es que después de un breve paseo, lo ha hecho sentir tan centrado en sus propios problemas que le ha empezado a parecer vulgar y aburrida. Sofita conoció al señor Airtorm en una gran fiesta de sociedad que sus padres organizaron cuando ella estaba de lleno regocijándose en su adolescencia. Los dos habían nacido en aquella ciudad y estudiaron en el mismo colegio durante años. Habían realizado juntos los viajes al extranjero que demandaban sus estudios y en ese tiempo decidieron como iba a ser su vida, a lo que se iban a dedicar, cuantos hijos iban a tener y como iba a ser su casa, pero al señor Airtorm la vida le deparaba heredar la fabrica de calzado de su padre, y a ella dedicarse a esa ocupación de las damas sin otros intereses más importantes que ser las esposas modelos de sus maridos. Cuando menos lo esperaban les había llegado Jennie, y desde entonces su vida se había encerrado en las cuatro paredes de su casa sin que nadie le pusiera remedio. No era una mujer frágil pero a todo el mundo se lo parecía, y tal vez, ese fue el motivo por el que accedió a acompañarla a casa. El tiempo que duró el trayecto en el taxi se lo pasó pensando en cual podía ser el motivo por el que hubiese visto a aquella mujer, en una ciudad tan grande, dos veces en tan poco tiempo, y poco después cuando llegaron a su apartamento y ella se empeñó en hacerle algo de comer, por qué cuando la veía, acababa siendo invitado a comer. El trayecto en taxi fue corto y lo pasó en silencio, salió el primero y esperó mientras ella buscaba su cartera en el bolso. Los dejó justo enfrente de un enorme edificio de piedra y delante de la enorme puerta pintada de rojo, y gruesos barrotes delante de dos tiras de cristal vertical en cada hoja. Se removió con eficacia para recomponer el equilibrio de los paquetes y subir cuatro peldaños antes de apartarse para que ella pudiera introducir la llave y girarla con decisión, con un “vamos”, que le sonó como una orden; no dijo nada, aunque le hubiese gustado decir, “de acurdo, pero sin prisas”. Desde luego era evidente que ella empezaba a sentirse en un terreno que dominaba, pero rara vez se veía en una situación tan embarazosa. Si hubiese 139


tenido el sentido del decoro tan desarrollado como otras vecinas esperaban de ella, le hubiese dicho que dejara los paquetes en el portal y lo hubiese despedido allí mismo. Al esperar el ascensor se cruzaron con un matrimonio mayor que ella conocía, y que la saludó con una sonrisa poco sincera, la mujer se quedó mirando a Sismic mientras se alejaba, y él le hubiese sacado la lengua pero se contuvo. Se mudaron de la gran casa familiar del padre de Airtorm al edificio de apartamentos porque quedaba muy cerca de la fábrica de calzado, y además, porque a Sofita la vida en las afueras se le hizo muy solitaria cuando Jennie empezó a viajar por sus estudios. Sismic sólo había estado tres o cuatro veces en aquella gran casa y había sido más que suficiente. No se encontraba cómodo allí, rodeado de tanta tierra dedicada a producir unicamente césped, y sin más distracción que admirar la decoración más cara de todos los alrededores. Pero como en aquel entonces el era aún unos años más joven, era vecino e iba a la misma escuela que Jennie, había sido muy bien aceptado por sus padres. El tiempo pasaba inevitablemente, y todo su cuerpo temblaba sólo con pensar que en algún momento volvería a ver a Jennie, que estaría hecha una mujer y que posiblemente sus nuevas costumbres y su visión internacional del mundo, apenas le permitirá reconocer en él los valores de antaño. La señora Sofita le puso la mano sobre el hombre para indicarle que pusiera las cosas sobre la mesa de la cocina y que la esperara allí porque se iba a poner un poco más cómoda. Él sintió aquella mano áspera rugosa y perfumada como la de una anciana de cierto peso, y nada era así, porque era una mujer esbelta. Se trató más de una caricia que apenas le tocó el cuello, y era una mano dulce y delicada, nadie comprendería ese sobresalto a menos que entrara en el corazón de sus miedos. Él parecía saber que detrás de la aparente frialdad del apartamento existía una vida, que durante un tiempo repetido, al cabo de los años se volvía inexorable rutina, y que nunca se sabe del todo si eso nos hace tanto mal como creemos. Siempre es lo mismo, en cualquier otro lugar hay un descontento parcial muy parecido a éste, aceptando las condiciones en las que nos vamos metiendo, paso a paso, como en un túnel. Admitamos que, en realidad, la rutina nos salva de nosotros mismos, y que respirar a pleno pulmón, no puede ser como figuramos que el aire puede llegar a quemar y que no estamos preparados para prescindir de una vida que se ha construido como un mecano, tal vez deforme, tal vez le faltan algunas piezas, pero resiste. Admitamos que momentos tan libres como el que Sismic estaba viviendo ha habido pocos, y, en todo caso, habrá sucedido a una edad a la que él representa en estas letras. Más tarde, la vida nos va abrazando de compromisos, resoluciones y deseos que se nos cumplen pero que tienen sus contrapartidas. Para que todo sucediera así, tendría que no encontrar aquel trabajo que tanto deseaba, y que le daría dinero e independencia, pero en el que tendría que aceptar una forma ordenada de vida, y sobre todo, una reputación. Es posible que, durante un tiempo, aquello le hiciera feliz, pero debería dar cuenta de todos sus actos ante la sociedad, ante sus compañeros, vecinos, jefes, familia y policía; todos lo estarían observando para concluir si era merecedor de entrar en el club de “los mejores hombres, los que sirven al bien común”. Como le ocurría a otros muchachos de su edad, con sus estudios terminados y dispuestos a aceptar el reto de su impotencia ante el desamparo social, se sentía como un verdadero anarquista, rechazado por todos y dispuesto a poner en cuestión que la estructura que le permitía sobrevivir, no fuera, en realidad, un montón acrobático de privilegios que se cerraba en sí mismo y buscaba perpetuarse. Sismic se acercó a un frutero que tenía de todo menos fruta. A toda prisa empezó a curiosear entre las cosas que allí había, un reloj de señora parado en las tres de la tarde, un bolígrafo un pequeño cuaderno de notas, un transistor, una lupa -supuso que la utilizaba alguien que no quería reconocer que su presbicia había pasado todos los limites imaginables-, una cartera y medicamentos. Abrió la cartera, miró varias veces al salón a través de la puerta de la cocina; todo estaba en silencio. Se le ocurrió que cualquier otro, pasando por sus mismas necesidades se metería la cartera en el bolsillo, pero no él, sólo estaba curioseando. Se giró para aprovechar la luz de la ventana y ver con claridad. Una foto de Jennie con cinco o seis años estaba prendida en el bolsillo de plástico transparente pero, 140


si la cartera era de Sofita, no había ninguna del señor Airtorm y eso le pareció curioso. Desde luego no quería decir nada, pero le hubiese parecido muy dulce que así hubiese sido. Había algunos dos tickets de la compra, documentación, un recibo de la luz y una tarjeta de crédito; nada de dinero. No había perdido de vista a la señora sofita desde que entraran , y no se había acercado al frutero, así que pensó que tenía que tener otra cartera con la que había pagado los paquetes que le había ayudado a transportar. Dejó todo en su sitio con cuidado y se sentó en la mesa intentando distraerse con un magazine dominical de algún periódico local. El apartamento de Sofita era un lugar tranquilo, silencioso, detenido en el tiempo. El año pasaba muy lento entre sus cuatro paredes y no solían tener visitas hasta el periodo previo a la navidad, en la que algunos parientes parecían acordarse de ellos y cumplían con un intercambio de formalidades de las que ellos también participaban activamente. Para cuando oyó que ella volvía apanas habían pasado unos minutos pero la había parecido un siglo. Sofita tenía un andar cadencioso y abandonado que hacía vibrar su bata hasta dejar sus piernas al aire, lo que recompuso en un momento mostrando un pudor que él ya le adivinaba. En ese momento intentó adivinar si, como comprometida burguesa, habría tenido algún amante o alguna distracción sin que su marido lo llegase a saber. Se movió en el salón y después en la cocina, sin apenas mirar a Sismic. Era imposible hacerse la distraída pero le hablaba sin mirarlo. Él se quiso levantar al verla llegar pero se lo impidió y le pidió que siguiera sentado que le iba a preparar algo de comer, y él obedeció. Ella intentaba que fuera un momento distendido y hablaba mientras lo preparaba todo, él por su parte parecía paralizado, reprogramando cada detalle, cada signo o señal que pudiera indicarle de qué iba todo aquello. Ponía todo su empeño en aceptar tanta amabilidad y aceptar las antenciones de Sofita sin poder ofrecerle a cambio una sonrisa. Sus ejercicios de interpretación no le iban a servir esta vez, y se dedicó a buscar en su pasado alguna ocasión en la que se hubiese visto en términos semejantes. Él sólo se había metido en una interpretación de cortesía de la que no era capaz de salir, y en la que debería seguir hasta que ella decidiera que era suficiente, que había concluido, que le había dado todo lo que le podía dar y que el chico necesitaba. Pero ni siquiera por un momento sintió lástima de él, a pesar de verlo tan delgado y con cara de no entender nada. Ella tenía la situación dominada, y era muy consciente de que haberse puesto un albornoz bajo el cual no se adivinaba más que su ropa interior había sido una provocación porque, a su edad, Sismic estaba cargado de todos los deseos, pasiones y líquidos necesarios para que su cabeza en un momento semejante estuviera a un par de grados de la ebullición. Semejantes razonamientos los mantenía en un segundo plano, lo importante ahora, pensaba ella, era darle de comer y hacer su aportación a toda la energía que el mundo necesitaba. No había una incompatibilidad en encenderlo explosivamente, tal y como se enciende un charco de gasolina y alimentarlo como si se tratara de su propio hijo. Él seguía con su ejercicio evocando cada vez en el pasado que alguna mujer madura lo había mirado fijamente a los ojos, le había tomado una mano sin previo aviso o se le había acercado tanto que le hiciera perder el equilibrio sin una razón objetiva para ello. Tal vez, en su mundo, se trataba de una idea horrible a la que no quería enfrentarse, pero ella parecía mirarlo con indulgencia y eso aún lo empeoraba todo. Por un breve instante pareció comprender que si el señor Airstorm llegaba en aquel momento le iba a ser muy difícil explicar todo aquello, que hacía allí, por qué se estaba comiendo su comida y por qué su mujer cocinaba para él en albornoz y zapatillas. Estaba tan confundido que no se atrevía a mover, parecía una estatua de piedra, incapaz de rascarse, de buscar cualquier cosa en los bolsillos, de recomponerse sobre su asiento para ponerse más cómodo, y aunque estuvo tentado de toser levemente, no lo hizo. Nos vamos haciendo una idea de lo débil que se mostraba Sismic ante la presencia femenina de una mujer madura y segura de sí misma. Visto así, daba la impresión de ser capaz de todas las torpezas imaginables en estas situaciones, tal vez por falta de experiencia. Era la imagen del hombre débil, fácilmente manipulable, demasiado delicado, sin oposición, dejándose influir sin dar muestra de la más leve oposición, y permitiendo que se notara en cada movimiento o gesto su inquietud, inseguridad y flojedad de carácter. Habría traspasado los límites del modelo de hombre pusilánime 141


con el que había convivido durante años en la presencia activa de su padre. Pero, si somos del todo objetivos, había pasado por momentos de dificultad que harían desangrar a muchos que parecían los más fuertes, y sólo si se encontraba realmente en aprietos descubriría esa parte de rabia que aún anidaba en él. Tenía la absoluta certeza de que la había estado oyendo hablar de algún tema que debía interesarle, pero al que no había podido dar la atención debida. Posiblemente se trataba de algo que lo enfrentaba a sí mismo y que ella exponía con la superioridad que se esperaba de su clase. Por lo pronto, descubría que detrás de su falsa familiaridad ejercía un pontificado que marcaba las distancias, actuaba defendiendo el amor al prójimo pero dejaba claro que la burguesía cuando actúa por compasión espera un poco de respeto a cambio. Ya que ella se aferraba a su condición primera, además de tener que explicar porque actuaba como actuaba, tendría que dejarse de remilgos si alguna vez deseaba o necesitaba que Sismic se sintiera un poco más confiado. Él siguió sentado mirándola a la espalda mientras ella cortaba unas rebanadas de pan y terminaba de poner en el plato lo que había cocinado, y en ese delicado momento momento de visión periférica, ya había aceptado con resignación huidiza que debía comer hasta las últimas migas, sólo por satisfacerla. No podía sentirse orgulloso por como estaban sucediendo las cosas, pero tampoco podía sentirse culpable de nada porque no había nada de lo que avergonzarse, si no traemos a cuenta algunos pensamientos indecorosos que iban y venían sin control. Sofita parecía ajena a todo, pero, ¿cómo saberlo...? La tarde fluía como un líquido templado, aceptado y mantenido. Le puso un vaso con vino blanco y eso tampoco era precisamente como para atormentarse, así que se lo bebía en apenas un par de tragos. En todo aquello había una ausencia total humor que no facilitaba en nada aflojar toda aquella tensión, pero no estaba seguro de entender cualquier broma que ella le hiciera, y tal vez no se reiría o lo haría escandalosamente, como un artificio del que no tiene gana de hacer algo pero lo hace. A veces, el alma se empeña en nuevas arribadas, pasando por anhelos que creíamos olvidados. Nuestro pecho se llena entonces de tesoros y rebela frente a cualquier inconveniencia. Nos creemos en tales momentos el nido permanente, la flor del día capaz de un amor inmortal. Distinguimos las estrellas con una luz que nunca antes habíamos alcanzado y removemos nuestros cimientos en busca del definitivo consuelo. El discurso de Sofita iba cambiando por momentos, y se sentó a su lado mientras lo veía comer y le contaba de un sobrino que había tenido y al que, al parecer se parecía mucho. Seguramente no entraba en sus planes hablar de su sobrino desaparecido, pero acepta el reto de escucharla mientras mastica y levanta los ojos del plato para mirarla. Aquel sobrino había pasado mucho tiempo con ella en ausencia de su madre, y se había disputado el amor que le profesaba como si se tratara de su madre verdaderamente. Su ternura podía mostrarse como real en cualquier momento con cualquiera que lo mereciera y no se trataría de un falso sentimiento según dijo. Además, y por lo que parecía, Sismic no sólo se parecía a aquel sobrino, hijo de una hermana, al que había cuidado durante un tiempo, sino que le inspiraba sentimientos parecidos. ¿La estaría seduciendo realmente, como parecía, o todo se trataría de un juego estúpido y sin continuidad? No era posible..., si apenas había abierto la boca. Tal vez debería invertir aquella idea, y el seducido fuera él. Ella lo miró largamente esperando su respuesta, pero seguía sin saber que responder, y mojó el pan en la salsa del tocino y el huevo derramado llevándoselo a la boca mientras ella intentaba recomponer el faldón del albornoz que había dejado las piernas al aire cuando las cruzó. Así que ésta era la madre Jennie, la persona que había visto tantas veces, pero siempre en valores tan breves como un “hasta otro momento”. De pronto tomaba forma delante de él en todo su esplendor y decadencia. Ni siquiera la noche en que habían cenado con el señor Sr Airtorm se había quitado la máscara, y ahora, por algún incomprensible motivo para Sismic la veía tal y como era, sin maquillaje, sin ropa de calle, sin artificios y expresándose tal y como era, con acento del sur y comiéndose la mitad de las palabras. Casi podía oler su aliento, si se acercara un poco más notaría que sudaba mucho porque desde hacía unos años no era capaz de controlarlo. Posiblemente su vida 142


no era la más adecuada para seguir controlando su figura, y había empezado a engordar y desesperarse porque le habían dado unas pastillas que la hacía ir al baño con frecuencia y no eliminaban aquel sudor insoportable, al contrario. En su cabeza seguían amontonándose ideas, críticas, agradecimientos, súplicas y deseos inconfesables, eso la hacía verla como una diosa, una mezcla de fragancias del baño, de gel de frutas, de colonia y tabaco, y de los vapores que su cuerpo intentaba eludir sin conseguirlo. En un momento, sin previo aviso, sus pezones empezaron a manifestarse duros y puntiagudos bajo el albornoz, lo que le hizo adivinar que no llevaba ni un sujetador, y eso lo puso aún más nervioso.

2 Asomos Y Maneras La cafetería Denys, era un lugar conocido por la hija de Sofita. La Navidad estaba cerca y eso la convertía en un lugar muy frecuentado porque allí cerca había un vivero con todo tipo de plantas, flores y arbustos y en aquella época todo el mundo parecía ir allí a comprar su arbolito de Nöel. Había pasado suficiente tiempo desde su encuentro con Sofita, tres semanas al menos (tal vez algo más de un mes), y eso le permitía olvidar los pormenores más estrechos y mezquinos de aquel encuentro, y afrentarse a Jennie sin mencionarlo siquiera. En las semanas previas a la navidad solía hacer una visita a sus padres, del mismo modo que Jennie estaba haciendo en su regreso, pero ese año no parecía inclinado a ello, porque aún no había encontrado trabajo y no quería gastarse el poco dinero de su asignación estatal, y el que su propios padres le mandaban, en un viaje y en regalos. Para cuando llegó su café el lugar empezaba a estar demasiado lleno y él ligeramente incómodo, y la chica aún no había llegado. La respiración se volvía cansada, pero eso lo atribuía al largo paseo desde su habitación en el centro, y no tanto al humo o a las ventanas cerradas. Al fin se abrió la puerta y pudo ver a Jennie acercarse a su mesa con un abrigo rojo cerrado con un cinturón en nudo de la misma tela, encogiendo los hombros y sin demasiada dificultad en sortear a otros cuerpos. Se levantó observándola y moviendo una mano que a ella la hizo sonreír, en ese preciso instante él se preguntó, cómo podía ser de una belleza tan sospechosa y no haberse dado cuenta unos años atrás. Ella seguía actuando con la misma altiva normalidad de siempre, lo que él en otro tiempo había atribuido a que dentro de sus propios problemas era una muestra de piedad con él mundo, cuando ya había aceptado que por su parte viviría poco. También, en otra ocasión había creído que aquella actitud se debía a que ella necesitaba comprensión y que la quisieran, a pesar de todo, y por eso se comportaba con el mundo, por muy graves que fueran sus pecados, con absoluta condescendencia. Y entre unos pensamientos y otros, entre interpretaciones y análisis varios, había “estado a su lado” durante unos años en los que no todo había sido tan hermoso. Él, a pesar de todo lo pasado juntos, seguía sin conocerla, y ella seguía avanzando hacia a su mesa, intentando sonreírse mutuamente. Así fue su reencuentro, con unos besos rápidos y una transición sin demasiadas emociones antes de sentarse. No habría sido difícil imaginar una momento así, predecir como iba a suceder, las perspectivas de los cuerpos en medio del café y la actitud sonriente y desafiante, si eso fue posible, en los ojos de Jennie. Después de un tiempo de decirse como se veían y contarse las últimas novedades más superficiales, decidieron salir a dar un paseo y así lo hicieron. Se conocía los suficiente, y sobre todo, él la conocía a ella con la suficiente profundidad para dejar a un lado antiguas confusiones. Eso, en casos parecidos, no suele ser suficiente para que los espíritus se 143


sientan inquietos y desamparados. Como ella solía decir, “sus contradicciones nadie las entendía y ella misma no era capaz de situarlas más que en el transcurso ocasional de una vida de la que no se consideraba completamente dueña”. La antipatía por aquellos que no hacían nada por comprenderla era natural en Jennie, no con respecto a su abandonado aspecto de hija rebelde, sino, solamente, a su parte de dolor íntimo, el que debe pertenecernos a todos y debemos suponer en los demás. Por supuesto que no todo el mundo tendría que conocer la inclinación de Jennie a todo tipo de adicciones, pero aquellos que las conocían, según su forma de pensar, deberían estar obligados a suponer que había profundas razones que la llevaban a ello. No se trataba unicamente del rechazo o las decepciones que iba acumulando como quien colecciona records, tampoco se trataba unicamente de ella y sus marcas, se trataba, en último término, de las reacciones sociales como el resultado de los elementos culturales que nos dan forma. La rectitud moral, no era más que arte de la hipócrita resolución que tanto la dañaba, y que si no hubiese sido por su discreción la hubiese degradado en cualquier evento, escuela, fiesta, casa de familiares o amigos, trabajo, en el que la conocieran. Daba igual si quienes practicaban con ella esa degradación social eran indeseables que pegaban a sus mujeres y a sus hijos, si eran puteros, si habían dejado a sus padres en la calle para vender un apartamento, si se habían casado sin amor, si se habían divorciado y no habían querido volver a ver a sus hijos, o si habían maltratado a un sin techo sólo porque se les había acercado a pedirles limosna, la piedad no es cuestión que los poderosos puedan poner en práctica, y todos ellos se considerarán siempre con derecho a despreciar a todos los que no tienen suficiente fuerza para enfrentarse a ellos. Nadie ignora que la brutalidad forma parte de la existencia, y que con seres que se ponen a sí mismos en lo más alto de la sociedad no se puede razonar más que con argumentos de fuerza, y no me refiero sólo a la violencia física. En realidad, para habérselas con semejante vergüenza en su carrera burguesa, los padres de Jennie la habían mandado a un centro de desintoxicación al extranjero, y no al colegio que le permitiera completar sus estudios. Haría falta un término para denominar a eso, decir, falta de amor y compromiso, no sería suficiente. Precisamente en aquel reencuentro, ella, como tenía por costumbre, fue todo lo sincera de lo que era capaz, y le reveló este extremo, y también, que no había tenido nada que ver en que sus padres lo hubiesen llamado para cenar. Cuando las cosas suceden así, se puede entrar en todo tipo de conjeturas, y lo primero que Sismic pensó, fue que se preocupaban por su hija, y veían en él el equilibrio que Jennie necesitaba. Podría arrogarse legítimamente el derecho a ser considerado su mejor amigo, pero no quería caer en el egocentrismo y equivocarse también, al imaginar que era tan importante. Recordaban haber estado en aquel mismo parque, cerca de aquella misma fuente, en otra ocasión: Discuten acerca de lo que recuerdan; deben estar equivocados en algunas de sus impresiones. Se proponen dejarse llevar por su instinto, y él dice que si cruzan el puente, al otro lado encontrarán un anfiteatro de grandes escalones de piedra en el que podrán sentarse. Una gran serenidad se apodera de ellos, no sería tan grave perderse, esperar a la noche y llegar tarde a cualquier cosa que tuvieran que hacer después. Cada vez que se encontraba al lado de Jennie le sucedía que perdía la noción del tiempo y siempre terminaban corriendo por los parques, bebiendo vino y sólo Dios sabe, tomando qué más de pastillas y hierba adulterada. Se sentían absolutos dueños de sus vidas y no deseaban que aquel momento pasara, no quería tener que ir a otra parte, que anocheciera o hiciera un frío helador. ¿Es el ocaso lo que les provoca esas sensaciones? ¿Su locura? ¿El vino? Sismic quería creer que empezaba a dedicar su vida buscando resultados, que se había movido en serio esta vez, buscando trabajo. Estaba recuperando la estima por sí mismo aunque de momento ese cambio no hubiese dado resultados precisos. Ya no creía que el ocio era el objeto de su vida, sino que al contrario, había concluido que lo llevaba a un callejón sin salida. Desafortunadamente, pretendió hablar de eso con Jennie, y ella a pesar de la neblina que cubría sus ojos, le respondió de una forma bastante sarcástica, como si sintiera que eso quería decir que terminaría por abandonarla del todo. A veces, para algunos seres, pasar meses separados, a miles de kilómetros de distancia, sin 144


verse, sin escribirse, sin una llamada telefónica, no quiere decir “pasar página”, y ese había sido su caso en los últimos tiempos. Cuando Sismic quiso que ella se explicara, y que sometiera su desagrado a juicio, ella respondió que las chicas hay cosas que no dicen pero que para ellas son las más importantes, que a veces, saben que “algo” no pueden ser, que no hay ni una oportunidad de triunfo en sus anhelos, pero mantener las cosas como están, procurar que nadie cambie, les ofrece su mayor felicidad. Como él nunca había sido bueno escuchando a las mujeres y las mujeres lo habían tomado siempre por un simple al que tratar con monosílabos, tampoco se había esforzado y había preferido centrar su atención en otras facetas de la existencia, entre las que se encontraba su afición por las películas extranjeras subtituladas, los libros de poesía y los paseos por el parque. Nunca habría pensado de Jennie que lo tomara tan poco en serio como las chicas antes mencionadas, pero sin duda ella había sido una excepción, y después de todo, en aquel amor sin tocarse que sentían, en aquella devoción intelectual que les permitía devorarse sin ponerse un diente encima, se habían considerado siempre inseparables, y ella mucho más necesitada de sus atenciones, que todo lo que él pudiera imaginar. Al día siguiente se volvieron a ver. Él pasó la resaca lo mejor que pudo, ya no se acordaba como era, y se tomó dos aspirinas pero eso nunca le ayudó. Recordó lo que había sucedido la tarde anterior y se dijo que con Jennie era imposible caer en la melancolía, al menos ella si lo hacía buscaba los momentos de soledad, porque no la recordaba como una chica triste o lánguida, en ningún caso. No le costaba adaptarse a su intensidad, sin embargo, sabía que no le era posible seguir el ritmo que ella imprimía si se encadenaban varios días seguidos. Se reprochó haberla animado a verse ese día, pero habían pasado muchos meses sin verla y quería tener un poco más de toda aquella energía que expelía y que levantaba el ánimo a todos los que la rodeaban. Tenía la impresión de que se aceptaban con tanta naturalidad que habrían encajado finalmente si hubieran seguido con su relación íntima, pero en algún momento, debemos decirlo, le dio miedo. No podía, no debía seguir alimentando aquel deseo, a pesar de toda la atracción que indudablemente ejercía sobre él. Resulta interesante constatar que Sismic no sospechó que los pasos dados por los padres de Jennie, en realidad, eran el resultado de la preocupación y los desvelos por su hija. Él, que solía jactarse de su agudeza a la hora de relacionar aspectos de la vida que a otros... les quedaban colgando, por así decirlo, esta vez no había podido imaginar que fuera una pieza tan importante en el laberinto de Jennie. Su ego podía haber funcionado lo mismo, si hubiera aceptado que tenían una alta opinión de él y que lo consideraban hasta sanador. Sin embargo, Sismic debió pensar que su encanto personal era suficiente para tanta amabilidad, así de equivocado había estado. En su forma de pensar, todo lo que estaba sucediendo era asumible, nada que ya no hubiera hecho en el pasado, y nada que no estuviera dispuesto a hacer con agrado. No le habían pedido nada, sólo habían permanecido en contacto con aquel chico que los padres habían considerado una buena influencia. Aquella tarde, Jennie se empeñó en hablar de lo que le gustaba, de como había disfrutado en el extranjero y de las amistadas que había hecho allí, y que no le permitieron avanzar en su poco profundo interés de dejar de meterse al cuerpo sustancias químicas. Sismic hubiese deseado salir corriendo, no le gustaba si se iba a poner en plan, musa de los estupefacientes. Ella no solía hacer eso, no la recordaba hablando abiertamente de sus adiciones, y mucho menos, presumiendo de ellas, que al fin le causaban tantos problemas. Estaba tan desconcertado que apenas podía mirarla sin mostrar su contrariedad. Se quedó en silencio, aguantando su enfado y mirando al infinito, mientras ella se despachaba a gusto con sus historia de amigos, drogas y borracheras, en un país extranjero que le proporcionó de todo menos equilibrio, y en el que se las había arreglado para ocultar sus fiestas a la atención de los médicos que la trataban. No podía haber previsto un discurso semejante, y era incapaz de establecer la intención del mismo. Ella, entonces le confesó que había hecho algunas cosas allí sin tomar precauciones, y él no supo si se refería a agujas o penes, en cualquier caso, “las dos opciones solían tener un premio más que dudoso”, pensó cínicamente. Comprendió que con aquella confesión, una vez más, Jennie intentaba comprometerlo, obligarlo a entrar de lleno en su vida, atarlo, o en su caso, y sólo si él tomaba esa decisión, abrirle la puerta y permitirle que 145


huyera cobardemente ante los problemas, algo de lo que él, en aquel momento, estaba muy cerca de hacer. Se apresuró aquella tarde a instalarse en un banco del parque y ella le siguió, que por sentirse ausente de toda normalidad y conciencia, no podía pensar en nada más que sus confesiones. Por hallarse tan concentrada apenas se percató de aquella afición al aire libre, cuando ella hubiese preferido pasar la tarde en la habitación de Sismic o en un bar. Así se iba enterando el antiguo novio, de todos los detalles de aquel año temerario, de los nombres de los amigos y amigas de Jennie, de sus vicios, de sus aventuras, gustos y anécdotas sin sentido. Ni siquiera se había arreglado especialmente para aquella ocasión que parecía llevar tan pensada, ¿acaso buscaba contrariarlo y que no deseara volver a verla? Orgullosamente había acudido a su cita con la desgana del que se vistió a correr y salió de casa sin lavarse la cara, por eso, mientras seguía hablando se frotaba los ojos como si le picaran furiosamente o estuvieran a punto de pegarse sus párpados. Le pidió colirio, ¿qué clase de persona cree que todo el mundo suele llevar colirio en el bolsillo? Todos aquellos nombres extranjeros y sus imágenes asociadas, daban vuelta en la cabeza de Sismic y lo ocupaban nerviosamente mientras volvía a su habitación aquella noche. Intentaba parecer fuerte, después de todo, ella ya no debía significar nada tan personal que pudiera evitar toda emoción, pero no era así. Entre las costumbres que había adoptado en su nueva vida en la gran ciudad, estaba la de encerrarse por días en su cuarto; esto había empezado a suceder al sentirse vencido por no encontrar trabajo. De pronto se sentaba en un gran sillón que tenía, o se echaba sobre la cama, y leía novelas baratas como si nada más importara en el mundo. Fue por eso por lo que se sintió tan a gusto cuando al día siguiente no se levantó en toda la mañana, ni se vistió en todo el día. La portera era la dueña de algunas de aquellas habitaciones que alquilaba, y fue dos días más tarde cuando oyó su voz, posiblemente en el rellano de la escalera, o en el otro extremo de habitaciones, el pasillo que se abría al lado contrario. Se acercaba a su puerta acompañada de alguien con quien no dejaba de hablar. Los vio a través de la mirilla sin alcanzar a reconocer al hombre detrás de ella. La señora Ressi afirmaba que no lo había visto en unos días, pero que era posible que estuviera la habitación. La calefacción bajaba de intensidad a esa hora de la mañana, porque la apagaban y se iba descomponiendo y diluyendo el calor de la noche entre las paredes de todos los inquilinos, lo que fue una suerte porque pudo abrir la puerta ya vestido y con unas cuantas capas de ropa encima. Parecía un esquimal, con sus botas de piel y sus hombros sin apenas movimiento, pero al menos no se había puesto el gorro que le tapaba las orejas, pero a veces lo hacía y hubiese sido un poco chocante, si no se trataba de vendedores, abrir con él puesto. La atmósfera no era agradable, no había bajado la basura al contenedor y sabía que aunque él ya no lo notaba, el olor era muy fuerte al entrar de la calle. Es posible que algunas personas a las que conocemos levemente, tal y como le pasaba con el padre de Jennie, nos hagan sentir cohibidos, nos inspiren algún tipo de desconocido temor, o quizá mejor debería llamarle prudencia, incluso cuando no están presentes y se trata sólo de una reflexión en la que se cruzan por motivos de los que se podría perfectamente prescindir. Esa prudencia de la que hablo, lo llevó a permitirle pasar, mientras que sabía que a muchos que aparecieran sin una invitación previa les diría que lo esperaran en el bar de al lado, que sólo se encontraba a dos portales del suyo. Despidió a la señora Ressi con un , “seguro que tendrá mucho que hacer”, que sonó como una amenaza, porque había actuado como una fisgona, y no había perdido detalle de sus reacciones mientras recibía e intercambiaba las primeras palabras con Airtorm. Desde luego. Hubiese sido más fácil haberlo hecho esperar en la portería y llamarlo por el telefonillo que tenía encima de su mesa, pero entonces no se habría enterado de gran cosa. “Ahí lo tiene, sin duda es él”, repuso la señora haciendo un gesto de superioridad con la barbilla y alejándose con decisión. Airtorm parecía lleno de paciencia, a un gesto de Sismic dio un paso al frente y cerró la puerta tras de sí, sin ni siquiera sacar una de sus manos del bolsillo de su abrigo. Seguidamente carraspeó y y se frotó la barbilla, miró a a su alrededor, observó una silla al pie de una mesa, pero siguió en pie hasta que el 146


muchacho le indicó que se sentara. Sismic, mientras esto sucedía lo miraba de reojo e intentaba darle forma a la cama, que, por el día, también servía de sillón. Preguntó si quería café y Airtorm contestó que no, aún así puso la cafetera al fuego en una pequeña cocina eléctrica al lado de la ventana. Después se sentó en la cama, y por primera vez se miraron el uno al otro sin que nada pudiera distraerlos de semejante impresión. Era como si Sismic estuviera ansioso por saber lo que había llevado a aquel hombre hasta allí, pero también como si Airtorm se estuviera preguntando lo mismo. En ocasiones parecidas era capaz de simular una rudeza que no poseía por naturaleza, pero además, estaba seguro que Airtorm podía ser aún mucho más rudo que él mismo. Se miraban esperando que uno de los dos hiciera alguna pregunta, pero sin prisa, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Airtorm sabía que Sismic se había tomado muy en serio lo de buscar trabajo, y eso tenía que ver con el motivo de su visita. Le había seguido los pasos desde que fuera novio de su hija en el colegio de las afueras al que la mandaba, y si había algo que tenía claro acerca de él, era que su transformación siempre había obedecido a nobles propósitos, y, si bien no había avanzado mucho, le satisfacía verlo luchar sin desfallecer. Airtorm le ofreció un paquete que tenía sobre las rodillas, indicando que se lo mandaba Sofita, pero que no lo abriera inmediatamente, que sólo se trataba de embutidos y queso. Se daba cuenta de que debía tener un aspecto deplorable, y que lo veían débil y mal alimentado, pero el se sentía con las fuerzas necesarias. Permaneció mirando el paquete recibido entre sus manos hasta que se decidió a ponerlo sobre la cama, a su lado. Entonces Airtorm se decidió a hablar del motivo de su visita y él le presto una atención académica. Por lo que parecía, en la fábrica de calzado había quedado un puesto como operario de máquinas, nada difícil o que necesitara una formación específica, y le gustaría que él accediera a ese puesto. Debía incorporarse inmediatamente, es decir, al día siguiente lo más tardar, y los honorarios serían los habituales sin tener en cuanta la antigüedad, lo que supondría que algunos compañeros cobraran un poco más que él. No había mala intención en Airtorm, de eso estaba seguro, pero tal vez no contara si tenía otros planes para él, en espera de un momento mejor. Se había puesto un poco nervioso pero aceptó el trabajo mientras se ponía una taza de café. Se sentó de nuevo en la cama, esta vez encogiendo los pies, en una postura inconscientemente ridícula y poco operativa si deseara levantarse con algún tipo de prisa. En realidad, Airtorm llevaba en la cabeza las mismas preocupaciones de siempre por su hija, y le hubiese gustado decir que ella ya no viajaría más, y que si él se comprometía a llamarla y estar con ella, aunque fuese como buenos amigos eso le complacería mucho. Sin embargo, le pareció demasiado, y le sonaba como que condicionaba el trabajo a su amistad, así que no dijo nada de esto, pero quizás lo dio por sentado. De todo ella, además, se hubiese desprendido una intención de controlarlo y acabar con cualquier cosa que lo pudiera distraer de su cometido, incluidas nuevas amistades. No podía plantear las cosas de ese modo, lo tenía claro, pero si a sus oídos llegaba que se torcía en sus diversiones, que se convertía en un tipo de persona que no era o que se aficionaba al mismo tipo de sustancias que su hija, tendría que despedirlo fulminantemente. Por lo pronto, sabía que era la única persona de la que podía echar mano en situación tan difícil, y no podía ponerse muy estricto, así que dio por bueno el trato con el chico y deseando que todo saliera como esperaba, se despidió. Para los padres de Jennie, nada era fácil, sufrían, se exasperaban, intentaban ayudarla, pero sin éxito, y además tenían cada uno de ellos, una vida que atender, la suya propia. Sismic hubiera preguntado por Sofita pero se sintió intimidado. Ella dedicaba su vida al cuidado de la casa y salir de compras, lo que no podemos decir que para una burguesa fuese exactamente ocio, porque procuraba estar ocupada y eludía los cines, los teatros y otras distracciones parecidas. Desafortunadamente, Airtorm no parecía muy conforme con su situación familiar, y habían hablado de divorcio en más de una ocasión, pero sin tomarlo demasiado en serio. Aquella vez nadie hubiese entendido que el matrimonio hubiese acudido en estrecha armonía al domicilio del chico, al fin y al cabo era una oferta profesional en la fábrica de calzado, o eso parecía. Sin embargo, cuando abrió el paquete encontró una nota que le pedía acudir un día concreto a una hora precisa a su apartamento, 147


y a Sismic le hubiese gustado complacerla pero ese día ya estaría trabajando. Como no era más que un aprendiz y la producción había tenido un parón debido a una horrible tormenta de nieve que tenía dos camiones de calzado parados en mitad de la autopista, llegado el momento, alguien le dijo que tenía el día libre y no entendía nada. No le gustaba mucho la idea de que las cosas sucedieran así, como si el universo se entretuviera en complicarle la vida, pero ya no podría buscar excusas y con el tiempo justo, aceptó que tenía un compromiso con la mujer de su jefe y para allí se fue. Pero, cuando ya estaba a punto de entrar en el portal, se tomó un minuto para pensar y decidió que nada podía ocurrir de una forma tan sórdida, que se trataba de su vida y sus propias decisiones, así que dio media vuelta y se fue a comer a una cafetería cerca que no estaba muy lejos de allí. A diferencia de otros jóvenes con parecidas preocupaciones, cuando la vida lo sometía a presión, se mostraba decidido y eso se trasladaba a su forma de andar, como si esa iniciativa bien ponderada pudiera ayudarlo contra todos los males que lo acechaban. Apenas realiza el trayecto a casa en unos minutos, sin parar a tomar aire. Cruza la portería sin permitir que la señora Ressi se percate de su presencia hasta que ya está demasiado lejos de su influencia, subiendo las escaleras y finalmente, entrando en su habitación con baño. Es necesario reseñar que lo llevaba esperando todo el día porque quería hablarle de algunos pagos atrasados, y que ahora que ella sabe que ha empezado a trabajar no le permitirá seguir alargando. Eso la hizo subir a su habitación y llamar a la puerta. Todo quedó aclarado, menos cómo supo la señora Ressi lo de su trabajo, o se trataba sólo de una suposición. En su nuevo trabajo, Sismic tenía un compañero con el que enseguida hizo “buenas migas”. Es interesante darse cuenta de que los trabajos puramente físicos, o de manipulación mecánica, si no son de precisión, permiten hablar, pensar en otras cosas, o dejar volar la imaginación a lugares que la máquina que tienes entre manos nunca soñaría. De ningún modo se atrevería a desafiar la autoridad de Airtorm, pero en momentos de descuido, o cuando salía por motivos personales, procuraba hacer preguntas a Oskar que lo iba poniendo al día de las ultimas novedades. Trabajar en la fábrica de calzado del señor Airtorm le hizo pensar más en él. Su aspecto exterior era el que se podía esperar de un ejecutivo, chaqueta americana, pantalones con bolsillos a lados y camisa por dentro, bien cerrado con un cinturón de piel; en invierno solía poner un abrigo sobre la americana que le legaba hasta las rodillas. Todo en él sonaba a uniformidad, y rara vez aportaba novedades a su atuendo. Los zapatos, como es de esperar eran de la gama más alta de los que él mismo fabricaba, y casi siempre de color negro. A primera vista, no producía una gran impresión, de hecho, creo que podríamos decir que era un hombre bastante vulgar. Pero cuando se le empezaba a conocer uno reparaba en sus ojos y en su mirada, y había algo de tensión y concentración en ella que incomodaba. Una vez en la empresa, Sismic encontró que era mucho más inaccesible de lo que había creído, y lo agradeció porque no deseaba hablar con él a cada momento, de hecho, como en el futuro descubriría, podían pasar semanas sin que cruzaran una palabra. Me refiero, por supuesto a la vida laboral, otra cosa, como veremos es lo que sucedía cuando el tiempo libre les permitía tener una vida. De esos primeros días en su nuevo trabajo, recordaría toda la vida lo torpe que se encontró y la pobre opinión que tenía de sí mismo por no ser capaz de hacer las cosas al nivel de sus compañeros. Su cara adquirió por aquel tiempo una expresión de despiste que le duró aún muchos meses, y ni siquiera la voluntad explicita de acabar con ello y parecer más desenvuelto, fue capaz de retraer aquellos gestos de no entender, a veces impotencia, dudas y vacilaciones. Poco antes de navidad recibió una llamada de Jennie, estaba muy alarmada, la primera crisis grave del matrimonio se había desencadenado y el señor Airtom se había ido a vivir a un hotel. Necesitaba quedar con él para desahogarse, y en cuanto tuvo ocasión se refirió a lo acontecido como: una terrible incomodidad para todos. Pero, sobre todo, era ese tipo de cosas, según dijo, que la hacían sentir insegura y que le hundían en sus fracasos. Recordó algunos pasajes de su infancia, e intentó convencer a Sismic de que sus padres no siempre habían sido así, pero eso no hacía falta. Todavía podía recordar y hacerle sentir que había habido un tiempo en que los dos habían luchado por darle forma a la familia y que ella había sido muy afortunada de ver a sus padres tan unidos. No sabía 148


exactamente como se había ido esfumando toda aquella cómplice felicidad, todo el esfuerzo que le parecía tan grandioso contra su debilidad infantil. En su infancia, Jennie había admirado mucho a su padre, y en absoluto estaba dispuesta a creer que eran culpa de su madre las crisis de la pareja. “Esas cosas pasan”, le dijo. “Tal vez no se merezcan haber tenido una hija tan fuera de sus esquemas”, añadía. La decisión de la separación había sido del señor Airtorm. A Sofita no le había dado igual pero se había mantenido en silencio, sin hacer nada por evitarlo, sin pedirle siquiera que se lo pensara unos días. Ninguno de los dos parecía desmerecerse, en realidad, estaban hechos el uno para el otro, no había motivo para tanta alarma. Naturalmente, Airtorm no podía acusar de nada especialmente grave a su mujer, sobre todo, si tenemos en cuenta que el mismo organizada fiestas a las que ella no estaba invitada, y de las que volvía de madrugada, sin dar ningún tipo de explicación. Por la forma de hablar de Jennie, parecía entender que reprobaba la actitud de su padre, y lo culpaba de todos los males de la familia, si bien hasta aquel momento, mientras la unidad familiar había continuado a pesar de todo, no había podido hablar con tanta franqueza de ello absolutamente con nadie. Ella estaba viviendo en la casa de los padres, o dela madre si se quiere, a partir de este momento. De todas formas no debemos adelantar acontecimientos porque Airtorm volvió a cada en apenas una semana. Pero ese tiempo fue duro para las dos, y la casa se volvió un lugar demasiado hostil. No quería acentuar la crisis con sus quejar, pero no estaba cómodo. De tal manera, que no dijo nada, pero ya estaba buscando un lugar al que poder mudarse, si no fuera porque el retorno del padre no se hizo esperar. Resultó curioso que en todo aquel episodio, Jennie se manifestó en favor de su madre, pero cuando se vio viviendo con ella, las dos solas, inmediatamente valoró la oportunidad de ir a vivir a otra parte. Sismic pensaba que muy posiblemente no había valorado la diferencia de clase entre él y Jennie. Nunca lo había hecho, porque como compañeros de estudios se habían entendido desde el principio sin valorar nada que ocurriese fuera de tal condición. No es que fuera un muchacho irrespetuoso, o desafiante por naturaleza, pero empezaba a cansarle todo lo que acontecía desde el punto de vista burgués. Y no es que no conociera otras personas de buena posición, en su pueblo también había ricos, pero los veía pasar de lejos, y no daban la impresión de estar metidos en problemas que parecía caprichos. Por otra parte estaba aquello de intentar valorar las reacciones de gente de edad tan avanzada y que llevaban la vida tan vivida, ¿qué sabía él de los motivos de aquella gente para actuar como lo hacían? Aún en el peor de los casos debía ser prudente con sus juicios, entre otras cosas, porque a él mismo no le gustaba la gente que hacía juicios con ligereza. El pretexto de la separación de los padres fue suficiente para que Jennie alquilara un bonito piso y le propusiera a Sismic que se fuera a vivir con ella; por supuesto, él pagaría una parte del alquiler. La situación no iba a ser tan sorprendente porque ellos ya habían vivido juntos en el pasado por cortos espacios de tiempo. Sismic ni se lo pensó, por una parte era la forma de llevar una vida más ordenada en un ambiente más elevado, el que posiblemente él creía que merecía. Pero también estaba la posibilidad de perder de vista a la señora Ressi, sus exigencias y su curiosidad insana. No se trataba de ninguna imprudencia, y era consciente de que podría haber sorpresas en el futuro, tratándose de Jennie, todo podía ser, pero sólo se trataba de vivir allí, no de casarse con ella. Tampoco debía quitarle tanta importancia que lo convirtiera en un hecho insignificante: no, no se trataba de eso. Sismic estaba pasando el momento más decisivo de los últimos años, y posiblemente de su vida hasta llegar allí, y lo hacía sin demasiados referentes ni aprendizaje alguno. Podía entrever cosas que no se manifestaban abiertamente, eso formaba parte de lo que estaba viviendo, aunque se tratara de los secretos de otras personas también le afectaba. Algún día podría mirar atrás e intentar calcular si actuó con sobriedad y supo interpretar todo lo que le afectaba para no verse enredado en situaciones que nadie deseaba. Pero, hasta aquel momento no se veía complicado en nada que pudiera coartar su libertad de cambiar de amigos, de ciudad, de hábitos, de trabajo, de todo, si consideraba que se estaba enredando en algo que no deseaba. La libertad era importante, y mientras 149


la conservara podría equivocarse y ser capaz de recomponer cualquier error, por eso se permitía actuar sin demasiadas desconfianzas; por eso y porque la gente desconfiada nunca le había gustado y no quería formar parte de semejante legión.

3 Coincidentes Distancias Estaba bastante claro que Oskar no era ninguna lumbrera, la mayoría de las veces la conversación con él giraba en torno a anécdotas muy divertidas acerca de uno o de otro, pero que no conducían a parte alguna. Por lo demás no parecía mal chico, metido en su divertido mundo de evasiones. Los lunes solía llegar al trabajo contando historias increíbles del fin de semana, y tanto era así, que costaba creer que pudieran pasar tan extrañas y arriesgadas aventuras en un espacio de tiempo tan corto. Todo lo que contaba confirmaba que estaba predispuesto a que le pasaran todo tipo de cosas, que no era especialmente precavido acerca de los peligros que le acechaban, o al menos, que estaba dispuesto a aceptar las consecuencias si el riesgo valía la pena. Había hecho todo lo posible por entrar en la lista del sindicato a las elecciones de empresa, pero fue rechazado porque no se lo tomaba en serio. Se inventaba un pasado de compromiso que no había existido, o en todo caso estaba muy exagerado. Tal vez era cierto que en su interior sentía el desafío obrero, pero si era así, quedó relegado a un segundo plano cuando Airtorm lo nombró empleado del mes y puso su foto en el tablón de anuncios felicitándole. Una tarde, después de terminar uno de los turnos más largos, Sismic y él fueron a tomar unas cervezas, procuraban no hablar de la empresa, pero por algún motivo, la conversación siempre volvía a ella. Como de costumbre, Oskar hacía gracias de los últimos acontecimientos y discusiones que allí se produjeran, y a pesar de estar firmemente decidido a no reírse de los compañeros, no conseguía permanecer mucho rato en esos términos. Era capaz de convertir cualquier tema importante en una vaguedad, y al mismo tiempo, intentar convertir sus opiniones en lo más importante jamás revelado por profeta alguno a los pobres mortales. Sismic lo miraba incrédulo, y lo escuchaba con paciente sonrisa, porque según pensaba como distracción era el compañero perfecto. Oskar se distrajo hablando con algunos amigos mientras decidían si se iban para casa o seguían calle abajo hasta el siguiente bar. Cuando terminó la conversación iba a pedir algo más de beber, pero en lugar de eso se acercó a Sismic que había sacado su cartera para pagar las consumiciones y se había entretenido en ver una vieja foto en la que aparecía al lado de Jennie en unas vacaciones en la playa. Por algún extravagante motivo la había conservado allí después de que su noviazgo terminara, y mientras la sostenía Oskar se acercó y curioseó por encima de su hombro mientras decía, “la conozco”. Al principio de su cambio de domicilio mantuvo la discreción, de hecho, no conocía a tanta gente que necesitara una actitud especial para eso. No podía negar que estaba muy a gusto con el cambio, y que esa era la mejor razón para intentar que todo fuese como se esperaba, es decir “como la seda”. Durante el tiempo que duró la mudanza, la señora Ressi no dejó de molestarlo y echarle cosas en cara de las que nunca antes le había hablado, lo que resultaba muy sorprendente. Cosas como que había subido a chicas a la habitación cuando él sabía muy bien que eso no estaba permitido, o que había cambiado muebles o cuadros sin su permiso; todo aquello lo indignaba, pero también revelaba que lo que ella no contaba con su marcha y que lo que realemnte la molestaba era que posiblemente 150


nadie pagaría lo que él estaba pagando por la habitación. A Jennie le resultaba conveniente su nuevo piso porque quedaba cerca de la casa de sus padres, y ella se desplazaba andando o en taxi, y no necesitaba el taxi desde allí, salvo que excepcionalmente su madre se encontrara enferma o su padre la llamara por teléfono por cualquier otra urgencia. Después de la primera semana los dos parecían encantados y acostumbrados a su nueva situación, con habitaciones separadas y compartiendo la sala de la tele, el baño y la cocina: todo muy europeo y civilizado. “¿La conoces?, pues vivimos juntos”, respondió Sismic. Mientras hablaba con Oskar, pensaba en Jennie y su oscuro secreto de colirios, pastillas para dormir, marihuana y, en el pasado, cosas bastante más fuertes. A veces cantaba una vieja canción que repetía murmurando sin que se entendiera la letra, pero lo que repetía era simple aunque ocurrente, “tu secreto vive en mi como un pasajero”. Una rara vez, caminando los dos de vuelta de una fiesta, eso había sido en los años de colegio, Jennie había visto unos gatos jugar en la puerta de una vieja casa abandonada, era de noche y no pasaba nadie por allí. Hubo una interrupción en su paseo porque quiso acercarse y tomar uno de aquellos gatos entre sus manos. Una fiel comprensión lo animaba a no hacerle advertencias cuando ella hacía cosas parecidas, a pesar de que aquellos gatos estaban tan sucios que parecían enfermos. Pero se quedó mirando en la distancia sin decir nada. Después, en casa, Sismic había pensado en ello como si le hubiese quitado una fotografía y la imagen hubiese quedado congelada en su retina. Y, todavía más tarde, cuando se dejaron de ver y ella se fue al extranjero, aquella imagen volvía recurrente con toda su dulzura. Lo mismo sucedía viendo aquella vieja foto de los dos juntos, evocaba momentos que ya no volverían. No podía culparla de nada, ni siquiera de que él tuviera que tomar aquella dolorosa decisión, ni de que ahora estuvieran de nuevo viviendo juntos; sólo que, después de cierto tiempo, necesitamos poner la mente en orden, y como a él le estaba pasando, nos dedicamos a ejercicios de melancolía que no ayudan en nada. Reconocía que lo había pasado mal mientras duró la separación y durante el tiempo que Jennie desapareció de su vida, a pesar de no sentir ya atracción física por ella. Se tenía por un hombre fuerte de carácter en muchos aspectos pero no en ese, y sentirla tan lejos cuando había llegado a compartir cosas tan íntimas era como perder una hermana, de hecho se trataba de la persona más cercana en la ciudad y con la única que podía compartir ciertas cosas. ¿Cómo era que Oskar la conocía? Comoquiera que fuese, Oskar no era el tipo de persona de persona que le iba a guardar un secreto, supongo que nadie habría pensado lo contrario. Su forma de comportarse no guardaba ni el más mínimo asomo de presunción o altivez, no sería lógico para una persona que asume que su futuro depende de conservar su trabajo en la fábrica de calzado. Para entender lo que pasaba con Oskar debemos atender a su confesión, y la facilidad con la que respondió a la exigencia de Sismic. No hacía falta pensar de demasiado para entrelazar algunos puntos a partir del momento en que respondió que Airtorm le había pedido que le llevara algunas cosas a casa, y que había conocido a su mujer y a su hija. Por otra parte, no le había sorprendido ver aquella foto salir de la cartera de Sismic, porque, según afirmó, todos en la empresa sabían que había sido recomendado por el mismo jefe y lo suponían pariente o algo parecido. Fue entonces cuando Sismic entendió la actitud reticente de algunos de sus compañeros. Cuando las cosas suceden así, no se puede hacer nada por evitar la imaginación de la gente, sus desconfianzas, sus malas intenciones, o su precauciones, por muy injustificado que este todo ello. En efecto, había sido objeto de alguna forma de sabotaje emocional, por controlado que le hubiese parecido. Y como a veces, en situaciones similares, se estima que es imposible hacer cambiar las cosas, y que dar explicaciones lo estropearía todo aún más, Sismic debía empezar a proponerse seguir adelante en su trabajo sin esperar la mínima ayuda o simpatía de nadie. No intento justificar los motivos que llevaron a Sismic a sentirse profundamente enfadado y decepcionado aquella noche. Como es lógico, el mundo no giraba en torno suyo, ni mucho menos, ni se había presentado así ante Oskar, quien iba a ser el más perjudicado por su reacción. Pero su carácter, el rasgo principal de su forma de ser era la paciencia, y lo fue, lo intentó, a pesar de haber bebido y de encontrarse fatigado, pero cuando finalmente su compañero de trabajo le confesó, que también había sido invitado a cenar con la familia Airtorm la noche de nochebuena, 151


eso ya fue demasiado. En su imaginación surgió un estúpido complot para dejarlo a un lado, cuando eso hasta ese momento no le había importado lo más mínimo. Las manos le temblaban y estaba a punto de estallar, pero se controló una vez más. Comprendía que Oskar se sentía extraordinariamente honrado por todo lo que le estaba sucediendo, pero que había sido condescendiente al decirle cosas que podría haber mantenido en secreto, aunque, tal vez lo había hecho por presumir, o por vanagloriarse de una pretendida situación de superioridad. Y cuando más vueltas le estaba dando a todo, a su situación en su nuevo trabajo y como la frialdad con la que había sido tratado, la indiferencia del señor Airtorm, el mismo que había ido hasta su habitación a pedirle que trabajara en su empresa, y el silencio de Jennie con la que convivía y la que tampoco le había hablado de algunas cosas (sobre todo, que conocía a Oskar), en ese crucial momento en que su mente empezaba a sentirse embotada, fue cuando Oskar le soltó lo de la cena de nochebuena. Parecía satisfecho, sonreía estúpidamente y hablaba inconsciente del mundo de emociones que se estaba moviendo en el interior de su amigo. Habían llegado demasiado pronto a sus diferencias, si es que la amistad necesita de un tregua en sus principios para poder consolidar su rasgos amables y capaces de comprender. A veces nos pasa que necesitamos tiempo para meditar nuestra vergüenza, y algo de vergüenza estaba sintiendo Sismic ante tantas sorpresas. Entonces, posiblemente por primera vez desde que lo conocía -posiblemente menos de un mes- lo miró fijamente a los ojos y a la cara, escrutó su fisonomía, sus gestos y los más mínimos detalles relativos a sus dientes, las arrugas de sus ojos y el pelo que crecía libre sobre sus orejas, todo le importó de repente, hasta el punto de comprender que estaba siendo retado, tal vez involuntariamente, o tan sólo desde el inconsciente, pero el desafío se podía sentir en el aire. Y la única defensa que se le ocurrió fue la crítica, abusar de todos sus defectos hasta que tuvieran la relevancia insalvable de la mediocridad. Deseaba humillarlo, consciente de que se estaba comportando sin piedad, y de su boca salían calificativos innobles y que lo rebajaban a los ojos de cualquiera. Sismic se estaba degradando a sí mismo cada vez que insultaba a su amigo, aunque esos insultos llegaran desde la ironía o la fineza desapercibida del estudiante que había sido. Por un momento creyó que en realidad la culpa existía en Oskar, no sólo por presunción, sino por haberse dejado invitar a cenar por el dueño de la empresa. Repentinamente se calló, se dio la vuelta y Oskar, sin saber que decir se quedó mirando a su espalda. Era el momento de separarse. Al día siguiente, se miraron en el trabajo un par de veces pero no se hablaron. A mediodía, Sismic comió en un bar de fritangas que conocía y que le servía cuando quería algo rápido. Su plan era hacer las horas que le quedaban de tarde entre zapatos, intentando no pensar demasiado en sí mismo, pero siempre que hacía este tipo de planes no salían como esperaba. También planeó demorarse en el centro como un transeúnte más y no volver al apartamento hasta tarde. No era algo tan extraño, lo había hecho el día anterior, Jennie no entraba en lo de sus horarios, y era la mejor forma de encontrarla dormida al llegar, todo en silencio, y no tener que hablar si no le apetecía. Unos días después repitió la operación, pero esa vez hizo algunas compras porque acababan de darle la paga de Navidad y estaba deseando gastársela. Hasta una semana antes de la fecha tan señalada, consiguió darle esquinazo a Jennie, o hablar con ella de cosas sin demasiado sentido sin que se diera cuenta de su extraño proceder. Jennie, por su parte, también había tenido una fuerte discusión con su madre, y se pasó una tarde llorando sin que él llegara a enterarse. Uno de aquellos días, sin poder aplazarlo más, Jennie le preguntó si iba a volver a casa de sus padres a cenar con ellos. Él respondió que no, a lo que ella añadió que lo había hablado con su madre y que se sentirían muy a gusto si los acompañaba. En principio respondió que no era lo que había pensado, pero al día siguiente en el trabajo Airtorm lo abordó con gesto severo, y ya no pudo negarse. Considerando toda la información de la que disponía, Sismic empezó a sospechar que estaba pasando algo por alto. Con toda la suficiente altivez que le proporcionaba saberse un ser inteligente y capaz de grandes interpretaciones de los momentos vividos, se permitía acaparar cualquier posible relación con sus intereses y darle la forma que más le conviniera a sus creencia, y eso lo llevaba a fallar muchas veces. No era posible entender la dedicación que aquella familia le ofrecía ahora a 152


Oskar, pretendiendo al mismo tiempo que él mismo estuviera en medio todo aquello como una terrible molestia. En un impulso que escapara a toda reflexión le hubiese preguntado abiertamente a su compañera de piso, pero no lo hizo y siguió dándole vueltas a la idea de que aquella cena no le convenía en absoluto pero estaba obligado a asistir. Tal vez querían presentarlo como un “limpio” rival del pasado, y si era así, eso tampoco le gustaba. Después de todo, cualquier padre está en su derecho de desear lo mejor para sus hijos, y si apelaba a sus mejores sentimientos debería dejarse llevar y facilitar que consiguieran su propósito, que posiblemente sería un largo y formal noviazgo entre Oskar y Jennie. Tenía ante él una circunstancia que, por algún desconocido motivo, cambiaba velozmente, precisamente en un momento en el que no necesitaba que así fuera y después de pasar demasiado tiempo sin que nada nuevo, en absoluto, le aconteciera. Tal vez, aquella terrible demora en encontrar un trabajo, había sido una ruina. Había malgastado mucho energía en eso, pero aún le quedaban fuerzas para rebelarse si era necesario. Todo le parecía perverso y conjurado en su contra, cuando se ponía en el peor de los casos, y justo un momento antes de recuperar el equilibrio y convencerse de que no era así. Se encontraba al borde de un nuevo giro en sus relaciones, lo presentía, lo creía venir inexorablemente, y aguardaba a pesar de que su paciencia no iba a hacer que sucediera con más lentitud de la que otros deseaban y establecían. La noche de antes de Navidad, salió para el apartamento de los Airtorm perfectamente arreglado. Jennie había pasado todo el día en casa de su madre ayudando a preparar tan señalado acontecimiento. Fue andando, y en poco tiempo dejó atrás un par de calles de casas bajas y llegó a los edificios más altos de la ciudad y la avenida financiera. Pensaba en Oskar, al que ya no deseaba acusarlo de nada, mucho menos de traición. Oskar creía en sus posibilidades, era lo único malo que había hecho en todo aquel entramando de situaciones y emociones enredadas como en una tela de araña. No se dio prisa, no deseaba llegar demasiado pronto ni estaba impaciente por volver a ver a Sofita y Airtorm, juntos e interpretando aquel estúpido papel de la familia perfecta. Era una noche fría, el termómetro tenía que haber caído a niveles que se acercaban a los cero grados, lo que para la latitud en la que estaban era mucho. No hacía mucho, menos de una semana, Jennie se presentó un día en la fabrica, la jornada estaba a punto de terminar pero no se acercó a hablar con él, pero sí lo había hecho con Oskar. Después en la calle los vio salir a los dos juntos con paso decidido, como quien tiene planes y se dirige sin demoras hacia ellos. Todo empezaba a ser normal, y no podía acusar a su amiga de no querer hablar de eso cuando coincidían en el piso que compartían. Por lo demás todo era normal, y pasaban tardes cenando o viendo alguna cosa en la tele hablando de todo lo imaginable, como siempre, pero sin mencionar a Oskar: eso era así de abstracto. En una de aquellas ocasiones, sin que viniera al caso y apenas como un síntoma de culpabilidad, o como una excusa por tener una familia como la que tenía, Jennie le habló de su padre. Le dijo que la fábrica de calzado era su gran pasión y que todo lo que tenían se lo debían a su esfuerzo por mantenerla en el orden de los tiempos cambiantes. Añadió que no podía ni imaginar como se había entregado, y que eso le había llevado a desatender otros aspectos de su vida igual de importantes. Le contó sobre algunas crisis familiares por culpa de algunas mujeres que se habían cruzado en su camino, pero que todos sabían que no habían significado nada frente a la fuerza familiar y lo que representaba para él -Sismic esbozó una sonrisa cínica-. Le pidió confianza, porque era su amigo y deseaba que siguiera siéndolo. Él había tenido muchas “distracciones” pero sería capaz de cualquier cosa por su mujer y su hija. Sismic escuchaba todo aquello preguntándose, qué tenía que ver con él. Recordaba aquella declaración mientras caminaba, recordando que en aquel momento le había prometido a Jennie que acudiría a la cena, pero ya entonces empezaba a dudar de que en medio de aquel maremagnum de emociones y complicadas estrategias, su estabilidad y equilibrio se encontrara a salvo, así que empezó a plantearse en dejar aquel trabajo en cuanto pasaran las fiestas. Volver a la habitación de la señora Ressi iba a suponer tener que comerse su orgullo y pedirle disculpas, pero lo haría si era necesario. Sismic llegó al portal de los Airtorm con meridiana puntualidad, pero ya todos estaban haciendo 153


tiempo arriba, incluida una prima de Jennie que había llegado del pueblo para la ocasión. No era posible demorarse mucho tiempo sentado en la escalera, pero no le apetecía demasiado subir, y entonces sucedió lo inesperado. Sismic miró las dos botellas de vino que llevaba para acompañar el cordero -que en ese momento estaba a punto de salir del horno, y seguía su curso de lenta preparación estrictamente vigilado por Sofita- y sin esperar un minuto más decidió abrirlas y bebérselas allí mismo. Se trataba de se vino italiano con un nombre parecido a Zitarosa, y que no lleva tapón de corcho, así que no le hizo falta más que una navaja y un minuto para empezar su degustación. Una hora más tarde ya se encontraba bastante más animado y subió las escaleras, no sin cierta dificultad. Una asistenta le abrió la puerta y ya todos estaban terminando de cenar porque el cordero no espera a nadie y hay que tomarlo recién salido del horno. La asistenta se compadeció de él y lo sujetaba para que no se cayera, mientras Sofita se levantaba para llevarlo a un sillón y dejarlo reposar su estado, del que se hicieron algunas bromas pero no se le dio mayor importancia. Siguieron cenando sin percatarse de que en la mesa delante del sillón en el que se encontraba Sismic había licores, y de allí cogió una botella de whisky y siguió bebiendo sin que nadie lo viera, menos Oskar que estaba enfrente pero no dijo nada. En algún momento, Sismic los tomó por desconocidos y estuvo a punto de levantarse para dar un discurso, pero cayó de nuevo en el sillón y todo continuó como si nada. Todos hablaban comedidamente de asuntos sin importancia, y sin duda se trataba de una conversación civilizada, pero si al día siguiente, ni siquiera un minuto después, le preguntaran a Sismic sobre algo de lo que allí se hubiese hablado no sabría decir; tal era su estado. Al final se quedó dormido, y Jennie se sentó un rato a su lado poniéndole paños húmedos en la frente. Esa fue la cena de nochebuena que paso con Jennie y sus padres, y la misma en la que Oskar le pidió a Jennie que se vieran más a menudo para empezar a salir “formalmente”, tal y como todos esperaban, y Jennie le dijo que sí. Repentinamente, no de aquellos días, mientras cortaba piel de camello con una máquina del trabajo, Sismic supo que aquella relación no iba a durar, que detrás de Oskar vendrían otros, pero que Jennie no se iba a atar a ninguno. Sabía que todos en aquella familia serían amables y considerados con cada nuevo candidato, pero que todas las atenciones que les pudieran dedicar serían en vano. En realidad, toda aquella actividad les era necesaria para vivir como el aire que respiraban. Daba trabajo hacer fiestas, preparar encuentros y hablarles sin parar a aquellos chicos de los estudios y de los novios más relevantes que tuviera su hija, pero eso formaba parte del juego y lo daban por bien empleado. Las peleas entre los Airtorm continuaron pero siempre llegaba algún modo de reconciliación y casi siempre, precedida de alguna nueva invitación a un posible candidato para emparejar a su hija. De cualquier manera, Jennie seguía drogándose, divirtiéndose, saliendo por la noche hasta el amanecer y, en ocasiones, durmiendo en casa de auténticos desconocidos. Sismic siguió compartiendo apartamento con Jennie, y eso le confería a los ojos del mundo y la empresa de su padre, en la que trabajaba, el estatus de mejor amigo, y sin duda lo era. Seguía escuchándola, interpretando lo imposible, asombrándose de historias que nunca sabría si eran del todo ciertas y desafiando todas las leyes de la lógica cuando sentados en un sillón le acariciaba el pelo mientras la escuchaba. Había un agrio enfrentamiento en su interior, pero también un entregarse a momentos dulces que sólo le podían perjudicar. A cualquier hombre, semejante situación le hubiese causado un desesperante tormento, pero incomprensiblemente no a él. Oskar parecía perfilarse como el nuevo jefe de área, pero eso a Sismic no le preocupaba, había vuelto a hablar con él con cierta cordialidad y todo había vuelto a la normalidad en la fábrica, es decir, continuaban las desconfianzas, los grupos, los que querían quedar bien a costa de lo que fuera y los que estarían dispuestos a cualquier cosa violenta por llevar la razón en las discusiones más estúpidas. En aquella ciudad, desde el momento de su llegada para buscar un trabajo, apenas había observado variación alguna. Las calles eran una sobreimpresión de sí mismas con cada época del año, como un cristal que se dibujara de nieve, de hojas caídas o de veraneantes. Era un bloque de cemento adornado como un árbol de navidad, humeante, cubierto de niebla o chorreando en los días 154


lluviosos, pero siempre en pie, como cualquier desafío dispuesto a permanecer cuando nuestros ojos hayan desaparecido de la concavidad en la que reposaron, esa vaciedad incapaz de seguir asombrándose porque la ciudad camaleón se abrió durante tantos años a ellas. Y a todo aquello se iba acostumbrado como un mal menor y necesario, dispuesto a no rendirse. Tenía ante él una tarea difícil, por una parte estaba lo de su realización personal (al fin y al cabo eso lo había llevado hasta allí), del otro mantener el secreto de Jennie. Sabía que había algo en su sangre que le impedía tener hijos, pero hubiese considerado por su parte muy mezquino y de muy mala educación, haber preguntado para saciar su curiosidad. Conocía lo que ella le había deja ver, o hasta donde había permitido traslucir su drama y eso era suficiente para interpretar tantas cosas extrañas que pasaban a su alrededor. Las crisis de ansiedad solía pasarlas en casa de su madre, y si derivaban en una depresión podían pasar semanas sin volver por el apartamento que compartían. En ocasiones un fuego sublime la hacía perder cualquier contacto con la vida terrena. Se consumía de un dolor que no era físico pero que la capacitaba para seguir adelante apoyándose en los tranquilizantes en unas ocasiones y los estimulantes en otras. Para ella, cortado el músculo del hogar futuro no había otra solución que sentirse espléndida en cada momento, aunque fuera una emoción que nacía químicamente y que al final la destruiría. Intentaba hablarle, saber lo que pensaba acerca de algunas cosas, pero la comunicación no era fácil en medio de preguntas que le parecían abstractas, y entonces no escuchaba. Ponía toda su energía en concentrarse en alguna revista, o dejar que su mente volara libre mientras los labios de Sismic se movían en busca de su respuesta. Pensaba mucho en su padre durante un tiempo, Airtorm acababa de caer enfermo y le estaban haciendo todo tipo de pruebas. En lugar de responder a Sismic, empezaba a hablar de su padre con un aprecio inabarcable, rayando la admiración y el respeto, cuando hasta aquel momento no había sido así. No se trata de un amor nuevo, ni de una devoción recientemente descubierta, sobre todo porque mencionaba cosas de sus vacaciones de infancia que expresaban un antiguo registro de datos de este tipo por una memoria prodigiosa, o tal vez porque guardaba algún diario que había estado releyendo no hacía mucho. Hablaba articulando las palabras como si se hubiese dado cuenta de que habitualmente no las definía correctamente e intentara corregirlo, al menos en tan puntual e importante momento. Se esforzaba en disimular la pasión que ponía en ensalzar la figura de aquel progenitor que empezaba su lucha contra la enfermedad, pero no había distancia suficiente para que toda la emoción trasluciese como un vidrio limpio.

4 Los Amores Previos Cualquier amor es siempre un antecedente, el amor previo a otros que vendrán, que durarán más o durarán menos, que serán más intensos o tal vez pasajeros, pero sólo unos pocos se recordarán con ternura. Por fortuna para Sismic, podemos decir que se movía lejos del terreno de la antipatía, pero eso lo obligaba a ser cortés, amable, educado y a cumplir con las formas que los Airtorm esperaban de él. Respecto de cualquier otro signo de libertad de su vida, tal vez tener un carácter tan determinadamente empático, en el momento que vivía lo comprometía en una vida que era del todo suya. No existen vidas completamente libres, sino vidas solitarias. Por lo tanto, en la historia que le 155


toco vivir, debemos considerar al amigo obediente y dispuesto a ser persuadido como una víctima de sí mismo. En su caso, algo no se había cerrado del todo, y un rescoldo de su antiguo noviazgo aún humeaba. Había aceptado demasiadas condiciones, no se trataba de condiciones mencionadas o explícitamente aclaradas de antemano, pero hasta donde le era posible resistirse no incluía abandonar ese tipo de compromisos a su suerte. Los Airtorm, parecía, sin embargo, conocerlo lo suficiente para saber que no los abandonaría en momentos tan delicados. Pero, algún día, cuando todo lo peor hubiese pasado tendría que volver a pensarlo todo, a intentar saber a donde dirigía su vida y que estaba haciendo con ella en el presente. Los resultados de los análisis anunciaban una lucha despiadada y próxima contra la enfermedad, y ante semejante realidad a todos les resultaba imposible mantener la distancia. No obstante, era evidente que Sofita no se dejaba intimidar por la situación, y en esa valentía arrastraba a Jennie con la que pasaban tardes interminables haciendo compañía al enfermo. Lo que parecía resurgir de esa situación familiar, a la que por motivos difíciles de entender Sismic se había sumado, era una supuesta relación de intima confianza con la que se disponían a resistir lo que tuviese que venir. Nadie podría afirmar en el transcurso de aquellos días, que no estuvieran unidos, o que el señor Airtorm, a pesar de su depresión, no apreciara sentirse rodeado de su familia. Algunos de ustedes, sin embargo, si observaran la escena, convendrían en que el hombre enfermo no se enteraba de nada, porque pasaba las horas mirando al suelo y suspirando, obsesionado con una situación de desenlace que se preveía irremediable. En el sentido más estricto, nuestros enfermos nos padecen como parte de su enfermedad. No considero un tabú hablar de estas cosas, al contrario, lo que en ocasiones parece secreto o terreno de lo inefable, debe ser contado. Por todos los ancianos incapaces de poner en juego su senilidad y saber si pasan frío, o si no están bien alimentados, debemos hablar. Seguir ausentes de las necesidades cotidianas de nuestros seres queridos no nos crea sentimiento, ponemos toda la “carne en el asador”, demostramos un alto nivel de interés por ayudarlos, pero no alcanzamos a tanto. Sismic asistía aquellas tardes a interminables conversaciones entre madre e hija, sin intervenir, incapaz de articular palabra o de acercarse al señor Airtorm. La forma más poderosa que aquellas mujeres tenían de demostrar su interés por el enfermo era solucionar todos los problemas legales, fiscales, burocráticos, citas de médicos y de actualización y revisión del pack de pompas fúnebres. Se pasaban la tarde dando por hecho la proximidad del terrible desenlace, y hablaban de todo ello como si el señor Airtorm no estuviera delante. Y así como en muchas ocasiones no somos capaces de calcular lo que nuestros enfermos pueden tener en la cabeza, sus obsesiones, su angustia y su derrota, lo dejaban con la tele encendida en la esquina opuesta del salón en la que se sentaba Sismic, sin calcular que en realidad nunca pedía nada, seguía mirando al suelo mientras en sus oídos la teletienda ofrecía zapatillas, batamantas, bastones, aparatos auditivos, ortopedias variadas o sillones que ofrecían ponerlos en posición vertical antes de desprenderse de sus cuerpos, todo tipo de extraños objetos que tenían en común hacer al hombre una vejez menos difícil. Y entonces, en medio de un drama tan común en nuestro tiempo, Sismic pareció encontrar el verdadero sentido de la existencia; nada iba a durar lo suficiente ni siquiera para él. Hubiese dado un salto para compartir con todo el mundo su revelación, “todos somos viejos prematuros”, diría exaltadamente. Y así con ese descubrimiento consolador, por todo lo que tiene de consolador saber algo nuevo, y no por lo que representaba haber descubierto algo tan sórdido, también sintió que la desesperación que compartir la inminente muerte del señor Airtorm era menor. Asumía la convicción vehemente de rebelarse contra su propio cuerpo, y se hubiese tirado contra las paredes hasta sangrar y ver su propia carne pegada a puertas, estanterías y cuadros, si eso hubiese tranquilizado al mundo, al monstruo que manifiesta con forma de enfermedad y se los estaba llevando a todos. Para terminar de darle forma a la historia de Sismic en sus aventuras de ciudad, aún después de la muerte del señor Airtorm, tenemos algunas cosas que decir que nos ayudarán a comprender. El trato recibido fue siempre como el que se dispensa a un miembro más de la familia, si bien, él sabía responder en la misma medida. Fue ahorrando paga a paga, hasta acumular una cantidad que le habría dado un independencia real, en el supuesto de que deseara cumplir un viejo sueño 156


incumplido, el de viajar. Sin embargo, las atenciones que recibía de Jennie y su madre eran cada vez mayores, así que veía difícil poder desvincularse de ellas -sobre todo de Jennie- sin causarles un gran trastorno. Se le podrían reprochar muchas cosas al joven Sismic pero desde luego no podía existir en el mundo nadie más considerado que él, pero debemos añadir, que una gran parte de esa consideración venía dada por el miedo que le producía causar dolor a la gente que quería y a la que no quería decepcionar. Por eso está más que justificado aclarar que el día que al lado de Jennie se mudó a la gran casa para compañía de Sofita, lo hizo, en gran parte, porque había aprendido a dejarse llevar y por no contrariarlas, y eso era así aunque no viera en ello más que inconvenientes para su libertad. Deberíamos saber, en nuestro rol respectivo, el creador de esta historia y alguien (posiblemente un desconocido) que la lee, que al cultivar este tipo de aficiones se espera de nosotros que comprendamos el desprecio al que nos someten los que se sienten perdedores, los que voluntariamente abandonan cualquier espacio social en el que se les quiera colocar y poco valor que nos conceden para hacer de este mundo un lugar más habitable, tal y como ellos lo comprenden y que quizás nosotros mismos lo seamos. Jennie llevaba a cabo su venganza en eso términos, pero lo adornaba con ironías y sarcasmos a los que los comunes mortales no alcanzaban a descifrar. Para ella, cualquier cosa que saliera fuera del dolor de los enfermos y los marginados constituía un juego de falsas promesas con las que algunos solucionamos nuestros vacíos. Llenar nuestras vidas de ilusiones y sueños que no han de durar, a ella le parecía una excusa impropia, una evasión de cobardes, y una forma de evitar enfangarse en un mundo sin solución. Como una absoluta inconveniencia miraba la felicidad, y consideraba un placer de dioses ser capaz de vivir sin aspirar a ella. El derecho a no aspirar a la felicidad lo consideraba inalcanzable para hombres vulgares, y acostumbrarse al dolor de saber cada día que nada dura, eso tenía que ser sólo para aquellos escogidos por un Dios del que también dudaba. En cada tímido del mundo hay alguien que pierde su libertad cada vez que abre la boca o intenta interactuar socialmente. No son capaces de esgrimir su punto de vista -recordemos que se cree que los tímidos son mucho más inteligentes que la media- sin herir el menosprecio que otros sienten por ellos, y los relegan con estrépito de sinrazones. Ponía en juego todo su valor cuando se trataba de Jennie y su familia, pero siempre terminaba por relegarse a un segundo plano y dejar que todo rodara sin intervenir. Tal vez no era un tímido en la más amplia expresión de la palabra, algunos grados de timidez son tan radicales que atentan contra su propia vida. ¿Cómo podía él intervenir en la marginalidad y el dolor de Jennie desde sus propias limitaciones? La influencia que ella sentía como positiva cuando le llegaba desde su amigo, tenía una variación de ida y vuelta, y cuando era él, el que sentía que había sido influenciado, obnubilado, y en ocasiones anulado, todo lo daba por bueno, porque así lo había aceptado; no podía culpar a nadie de sus propias decisiones. Supongamos que lo que llevaba a Sismic a actuar como lo hacía era amor. Y además, supongamos que no podía asumir su propio “cautiverio” sin recibir a cambio la sensación de estar siendo entendido; sin embargo, sobre ese intento, que así lo parecía, existía la insistente fatalidad de las señales que indicaban lo contrario. Obviamente no creía haberse precipitado cuando en el pasado renunció a una seria relación, tal y como algunos lo llaman, pero el apasionante descubrimiento de los secretos más profundos de Jennie no permitían que las cosas fueran de otra manera. Quizá entonces se había precipitado en una tormentosa decisión que apuntaba a la destrucción de cualquier afecto, pero, con el tiempo, una vez superada esa ruptura, volvían los deseos no confesados a estar presentes en la vida, que al fin, entre los dos habían decidido ordenar en conjunto, como cualquier otra pareja. ¿Por qué no? Ya deberíamos saber que los tipos de amor, de relaciones y la las formas de llevarlos a cabo son variadas y algunas imposibles: relaciones a distancia, tríos, amores prohibidos, incestos, amores platónicos, todos intentan organizarse en sus fracasos, ¿por qué en el caso de Sismic iba a ser diferente? Una tarde, después de un largo día de trabajo, Sismic podía sentir como anochecía, casi acompañar a la luz que se iba retirando en la ventana. Había comido algo que sobrara del día 157


anterior y lo había acompañado con una cerveza, se había tirado en el sofá con la luz apagada y oyó el ruido de la llave de Jennie en la puerta con la fuerza de un disparo. Cruzó el salón sin percibir su presencia y se quitó el abrigo a oscuras, cuando él, por fin, la saludó ella se asustó y dio un salto; entonces encendió la luz y Sismic se tapó los ojos para poder mirarla a través de sus dedos. De pronto, se fija en su cara, en su expresión y las sonrosadas mejillas: Ella tiene calor, se desprende de su bufanda y de cualquier cosa que le permita sentir un poco de aire. Es una mujer fuerte, capaz de mantenerse inmóvil ante cualquier mirada por escrutadora que sea. Se ha maquillado los ojos hasta convertirlos en dos carbones, también se ha puesto un rojo intenso en los labios. Curiosamente, nunca la había visto así, con una expresión de rebeldía tan decidida, pero de ningún modo consigue evitar que él se pregunte de dónde viene, si es que le estaba permitido hacerse ese tipo de pregunta. En ese sentido, sólo consigue hacer algún comentario irónico que ella no parece captar y al que no responde, un comentario que se refiere a su fulgor persuasivo, insinuando que cuando una mujer se toma la molestia de maquillarse así es porque pretende impresionar a alguien. No podemos decir que se tratara de una escena de celos, pero se sentía molesto y agradado a la vez, porque no podía preguntar, pero por otro lado aquellos ojos lo cautivaban y no podía dejar de mirarla. Ella no se molestó por eso, y la tarde continuó sin darle más importancia, pero sin que Sismic en los días posteriores pudiera dejar de pensar en ello. Los amores que se mantienen al margen del deseo carnal reflejan la ambivalencia de la tensión por desprecio contenido, y la adoración ilimitada. Pasaron muchos años en que esta contradicción provocó todo tipo de desencuentros y reconciliaciones en su amistad. Por lo común, cualquier otro hombre hubiese perdido los nervios y huido de su casa, su trabajo, e, incluso, aquella ciudad. Pero incluso, cuando Sofita murió, Sismic sintió que su amiga lo necesitaba más que nunca y permaneció aún a su lado, siendo su confidente, el hombro en el que llorar y la persona por la que podía preocuparse como si fuera de su familia. Iban juntos de vacaciones, salían a cenar, a divertirse a las discotecas de moda, y se lo contaban todo de los amores ocasionales que pasaban por sus vidas. En otro sentido, cuando los padres de Sismic murieron, Jennie lo acompañó como si fuera una hermana, y eso no podía olvidarlo a la ligera. Así que pasaban los años, y ninguno podía confesarse su amor, ni siquiera reconocerlo como tal a sus adentros. Nunca podría ser un verdadero amor, y eso iba a ser determinante. Y sin otro motivo, refiriéndose a lo sórdido que se le había vuelto todo, Sismic hizo la maleta y desapareció. Yo no puedo valorar si fue mezquino, poco justo o si se dejó llevar, pero lo cierto es que Jennie nunca lo volvió a ver. No obstante, él siguió pensando en ella hasta el día de su muerte. Ninguno de ellos supo si el otro murió antes, ni intentaron saber donde se encontraban, ni hubiesen consentido un reencuentro. Para mi no es evidente que en el amor algo como lo que acabo de relatar sea un exceso, pero supongo que cada uno tendrá su propia idea al respecto. Constantemente en el mundo el amor hace de las suyas y somete a la gente a hacer cosas que nunca creerían; o eso o pasar página y llegar a pensar que todos los amores, en realidad, si se nos da el tiempo necesario, se convierten en amores previos.

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La Insistencia Del Tiempo Las voces parecían venir de la calle, fundidas en un interminable y chirriante escándalo de máquinas difíciles de descifrar. La imaginación no alcanzaba a tanto, podía ser una sierra, una máquina de cortar hierros en el edificio de nueva construcción, un circo que pasara por la calle o que se instalara allí cerca, un auto al que le cortaban un trozo de chapa. Y no es que Joana tuviera problemas para dejar libre su imaginación, al contrario, todas aquellas imágenes se superponían unas encima de otras cortando la respiración pero sin terminar de definir la procedencia física de aquel ruido ni poder evitar su preponderancia sobre el resto. Aquel momento informe de después de comer, se veía además pervertido por los ronquidos de su hermano Darine. Demasiado tiempo separados le había hecho olvidar, entre otras cosas, que roncaba como un oso viejo y enfermo. El viento de la tarde parecía anunciar el caos, y si en cualquier parte del mundo se producía una escena parecida, sin duda tendría que causar el mismo desasosiego en un espíritu sensible, que el que ahora causaba en la somnolencia Joana. No deberíamos dejar de señalar, aunque eso podría no tener efecto sobre el resultado de la historia que queremos contar, la insondable tristeza que a Joana le producía tener un hermano tan descuidado, en ocasiones sin asear y sucio incluso en sus palabras y pensamientos. Se esforzaba por tener recuerdos de su infancia en aquella misma casa, apresar algún instante de felicidad en el que aún estuviera su madre. Buscaba algún sentimiento acendrado como el metal caído en la fragua, incólume, capaz de hacerla sentirse limpia, purificada de todos sus errores en su vida reciente. Entre aquellas sombras, el ruido de la calle no parecía dispuesto a darle un respiro hasta la hora de comer, en la que los operarios plantarían su maquinaria al sol, y desaparecerían mágicamente. Y entre brevísimos desvaríos, otras imágenes menos agradecidas y deseadas, iban y venían libremente, sin haber sido convocadas; imágenes de discusiones y portazos que ya creía haber olvidado. Con la familia, a veces pasa como con las antiguas novias, que se insiste al cabo del tiempo porque se habían olvidado los motivos por los que era imposible hacer funcionar aquella relación, se dijo. Y después de un tiempo de nuevas ilusiones, todos aquellos muros de orgullo y desencuentro volvían como si todo hubiese ocurrido el día anterior, como si los años no hubiesen pasado. Si se ilusionaba con amores pasados, como con tantas otras cosas, después de un tiempo se decía, “había olvidado los motivos de la ruptura, por eso lo volví a intentar” Por lo regular, los novios con intención de ser presentados a la familia no le duraban demasiado, y ella entonces aún pensaba que casarse no tendría por qué necesariamente que se tan malo si también podía tener amigas; aunque con el tiempo descubrió que era un pensamiento muy infantil. En su caso, la honestidad consistía en no ocultar que, en realidad, siempre había preferido las caricias de las manos femeninas, pero con el tiempo aprendió a ser un poco más discreta, también en eso. De una manera natural, podría haber llegado a la conclusión de que ponerlos alerta sobre su verdadera y nunca del todo satisfecha inclinación sexual, había sido el motivo de sus desencuentros y fracasos y de que finalmente decidiera aceptar un trabajo muy lejos del pueblo, pero, si se sinceraba consigo misma, ella nunca había deseado una vida programada para sí, nunca había pensado en serio en el matrimonio, y nunca había creído que las cosas pudieran ocurrir de forma diferente a la que ocurrieron. El amor se le representaba irrenunciable en aquellos años adolescentes que recordaba, casi siempre precedido de horas de deseo disimulado, de miradas prematuramente terminadas, de insinuaciones malentendidas y fortuitos encuentros e inesperadas caricias de afecto que ella interpretaba libremente. Durante el tiempo en que cruzó contra si misma los amores más furtivos, anhelaba el reconocimiento de su familia y de sus seres queridos, la aceptación de su necesidad de ser libre. Le hubiese gustado, en cierta medida, parecerse al resto del mundo y que todos la creyeran en armonía con sus circunstancias, pero si en algunas de sus amigas, el influjo de sus besos cambiantes las llenaba de fuerza, en su caso, a medida que el tiempo pasaba la llevaba a sentirse 159


descubierta, y a nadie le gusta resultar tan obvio. La fachada de la casa del padre se encontraba en el centro del pueblo, delante de una enorme rotonda con otras casas alrededor, y entrando en una de sus calles, un espacio abierto que se utilizaba como pista para las fiestas patronales, cine de verano, o para acoger cualquier instalación como circos, o exposiciones. Alrededor coronado por montañas de coches viejos y electrodomésticos abandonados, una chatarrería. Si se seguía por aquella calle a poco más de dos kilómetros se encontraría el límite del pueblo, y se pasaría a una zona industrial donde salían y entraban camiones sin cesar. El alcalde era amigo del padre de Joana y desde la ventana podía verse su casa, la más grande ¡Con qué admiración y dedicación contemplaba aquella casa de niña! Imaginaba un mundo de delicados placeres burgueses, de gente que gustaba ser servida y lo aceptaba con naturalidad, y de espléndida y exquisita decoración, todo muy caro y lejos de su alcance, por supuesto. Y ahora, con el paso de los años, ella, tan irreverente, dispuesta al desafío, con ropa inadecuada para cualquier celebración religiosa o exquisitamente civil, descuidada con su maquillaje de abundancia grotesca, condenada a la crítica y la desconfianza. ¿Se trataba de la misma muchacha que había estudiado en el colegio de monjas dos calles más abajo? Volver a la casa de su infancia en sus turnos de vacaciones buscaba algo más que el reencuentro con los suyos, buscaba el alivio de la levedad pueblerina, de estar rodeada de gente que no entendía a los que corrían, como ella lo hacía en su ciudad, con cosas siempre por hacer. Asumir la trivialidad de los escasos momentos en el pueblo que justificaban haberse levantado de la cama, ahora que ya nadie se dedicaba al campo exclusivamente, obedecía a la sensación de haber comprendido que no había nada más importante cada día que recoger un pan en el horno de la panadería, visitar a los parientes, desplazarse al centro de salud más cercano o acudir al servicio de correos por ver si había llegado alguna carta, y posiblemente cosas tan simples requerían de una dedicación que procuraba mantenerlas convenientemente separadas. También sabemos, y no podemos obviar en este país de cristiandad, que una de las ocupaciones más importantes de la gente de edad es acudir con frecuencia a la iglesia. Hasta en semejante detalle, no podemos dejar de sumir que somos hijos de quien somos, por muy importante que hayamos desarrollado una actividad en la gran ciudad, pues cualquier cosa que hagamos en la vida estará siempre vinculada con nuestro origen y primeras enseñanzas, por fanáticas que hayan sido. Desde el lugar en el que se encontraban, dormitando una siesta imposible, el mundo se detenía; no importaba nada de lo que pasara fuera si no resultaba tan invasivo como aquel ruido que, por otra parte, era incapaz de romper un sueño tan bruto como el de Darine. El profundo deseo de escapar al bullicio y al enfrentamiento permanente de la ciudad poseída por el desarraigo, creía poder con todo, el aburrimiento se consideraría un aliado en tales términos -ya lo había sido otras veces-, y la curiosidad aldeana hasta podía llegar a ser un aliado para mantener algunas viejas deseadas conversaciones. Sin embargo, en el desarrollo de los acontecimientos, siempre los imprevistos nos ganan. En su caso concreto, bien pasada la treintena, sin mucho ya por demostrarse, los cambios tomaban forma regular, no había sorpresa o no se dejaba sorprender, y ese asombro se perdía en el recuerdo de tiempos mejores de inocencia, si alguna vez la inocencia existió.

2 Demorada En Lo Menudo La pasión y el entusiasmo de otro tiempo se iban apagando y tuvo ocasión de confirmar sus 160


sospechas cuando, unos días más tarde, se encontró en plena calle justo enfrente de Rubestein, un antiguo novio que una vez le había pedido que se casara con él y al que había respondido que no estaba segura de su amor (el de ella). Y, a pesar de haberse comportado con absoluta natural corrección, no pudo evitar un sentimiento de vergüenza y lástima. Rubestein no había significado cualquier cosa, ni había sido uno más de sus pretendientes, ya que, a pesar de haberlo dejado por decisión consensuada, después de que él se colara en su cama subiendo por la ventana del salón durante un semana sin que nadie lo hubiese notado, habían decidido plantarse en tanto riesgo y siguieron siendo buenos amigos. Era difícil de creer después de tanto tiempo, pero a Rubestein le había costado mucho más mantener a raya el deseo y nada había parecido imposible para ella en aquel despertar adolescente. En lo referente al joven que mencionamos, ya convertido en un rudo campesino, intentaré no ser demasiado explícito, o al menos, dar algunos datos que puedan distraer a los más avezados curiosos, que por algún desafortunado azar puedan adivinar el pueblo del que hablamos y llegar así a descubrir su verdadera identidad; aunque eso también parece una posibilidad muy remota. La bondad de Joana no dejaba lugar a dudas, a pesar de reconocer que nada le había ido especialmente bien, no había lugar para el resentimiento y, mucho menos, para culpar a nadie de su temprana sexualidad, como si eso, o el sentimiento de que los chicos pudiesen haber estado aprovechándose de ella durante un tiempo, hubiese tenido algo que ver en sus fracasos posteriores. No podría de ningún modo, ni por muy sagaz que se volviera llegar a descubrir que una mal disimulada malicia la había estado rondando en insignificantes comentarios, nada la ofendía ni iba a insistir en ello hasta negar el saludo a Rubestein, que por otro lado estaba muy cambiado y envejecido prematuramente, y al que le costó reconocer. Lejos de sentir algún tipo de rechazo aireó la mejor de sus sonrisas y se detuvo para hablar con él, y de nuevo, una sensación de dulzura por su propia actitud le ofreció algo de la paz que buscaba. Esa sensación se fue acentuando mientras volvía a la casa de su padre, y por fin cuando pudo sentarse y desprenderse de una bolsa con algunas cosas que había comprado, se encontró realmente satisfecha y dispuesta para hacer bromas a cualquiera que se cruzara en su camino, eso incluía a Darine y a Esterha, la señora que ayudaba a su padre con las cosas de la casa. Sólo había una excepción a su buen humor y ese era el padre, sumido en su melancólica amargura, derivado del resentimiento de la guerra y la vejez sin perdón. A pesar de todos los esfuerzos de Joana por entender a su padre, no siempre el resultado era el esperado. Él no quería ser entendido, ni valorado, ni analizado como un bicho de laboratorio, y tal vez, todo era más simple y no había tanto que entender como su hija pensaba. La habilidad de Joana al intentar llegar con preguntas al fondo de asuntos tan escabrosos molestaría a cualquiera si ponía toda su sensibilidad en ello. No ofrecía, a los ojos del hombre con una vida diferente, un carácter asumible desde su punto de vista y valores, ¿de qué le servía una hija preguntona? Sin duda esperaba mucho más de ella. En ese afán por descubrir sus secretos más dolorosos, había llegado a conocer algunas historias horribles de la guerra, pero eso estaba muy lejos de ser suficiente, y desde luego no era el factor determinante, según ella pensaba, de aquel enfado permanente que llegaba a cortar cualquier iniciativa y a molestar por su insistencia. En aquellas historias había, en la forma de contarlas, una represalia capaz de perturbar las mentes más condescendientes y dispuestas para la paz. Y de cualquier forma, nunca se extendía demasiado, y lo que podía empezar como una historia terminaba con la parquedad de un reproche; los malos eran los malos y no había más que hablar. Los encuentros en plena calle con Rubestein empezaron a ser frecuentes y, de forma maliciosa, llegó a pensar que la esperaba para verla y hablar con ella. Posiblemente, nunca llegaría a saberlo, y el actuaba con la normalidad de quien se sabe a salvo, y suponiendo que así fuera, es decir, una espera nada accidental, él parecía absolutamente seguro de que sus propósitos nunca iban a ser descubiertos. Aquella situación no era cómoda para Joana, sobre todo porque sabía que Rubestein estaba casado y tenía una hermosa familia, pero no podía dejar de detenerse cuando él la hablaba, e incluso en alguna ocasión en la que él dijo llevar su mismo camino se dejó acompañar por él todo lo larga que era la calle. Por culpa de aquellas incómodas coincidencias, si de eso se trataba, pensó en 161


cambiar horarios y trayectos, y lo volvía a encontrar en otros sitios, otras tiendas y otras calles. El sentimiento de haberse dejado invadir, sin embargo, intentaba trasformarlo en conversaciones más o menos amistosas y cargadas de añoranzas, circunstancia que poco a poco lo fue haciendo todo más amistoso y tolerable. Por entonces, sus vacaciones no habían hecho más que empezar, y aún no le había dado tiempo a establecer unos horarios que definieran cuales iban a ser sus rutinas allí. Pero, pronto pudo comprobar que la realidad se iba a ir imponiendo sobre los planes y no podría hacer nada más que atenderla. Una noche, después de llevar unos días durmiendo apaciblemente, y, desde luego, mucho mejor de lo que solía bajo la presión de sus responsabilidades en la ciudad, se despertó en media noche alarmada por una tos insistente que procedía de la habitación de su padre. Se levantó de un salto e intentando no hacer ruido salió de la habitación porque la tos no cesaba y después de un rato se había unido a ella una respiración dificultada por un arrastre de flemas y lo que parecía un ahogo inesperado. No estaba en la mejor de las disposiciones para andar de “excursión” por la casa en plena noche, pero estaba alarmada, así que fue a la cocina y tomó de un cajón una linterna que sabía que estaba allí y funcionaba, y acto seguido se dirigió a la habitación de su padre. Ante la puerta del dormitorio volvió a oír aquella tos que parecía redoblar su fuerza, y se dispuso a entra abriendo la puerta con sumo cuidado, y dando cada paso sobre sus pies descalzos con la ligereza de un gato. Se acercó a la cama y estuvo durante un momento viendo aquella cara enrojecida que parecía recuperar el sueño. Estaba abrigado, con las mantas sobre el pecho y dejaba caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Pensó que parecía volver a respirar con normalidad, y que si se tranquilizaba no intervendría, porque tan sólo un minuto antes estaba pensando que podía necesitar llamar a una ambulancia. En ese momento, Claramunt despertó, se quedó atónito viendo la cara de su hija entre las sombras que hacía la linterna en las paredes. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas y el corazón se le aceleró a límites por él desconocidos. El susto fue grande, y cuando ella le preguntó se si encontraba bien, la insultó, y se dio media vuelta invitándola a dejarlo dormir. Ese era exactamente el padre que conocía, amargado por sus recuerdos, culpando a su familia por su soledad y su mala suerte, y despreciando las visitas, cuando por fin se producían. De vuelta a su habitación se encerró como si temiera algo, su hermano había vuelto a su casa y no estarían de nuevo juntos hasta el fin de semana, en que haría un pequeño viaje de apenas una hora desde su pueblo. Estaba sola, así sentía porque el anciano ya no podía considerarse una defensa, al contrario. No dejaba de imaginar cosas terribles, se había develado y si su padre hubiese empezado a toser de nuevo con síntomas de faltarle el aire, ya no lo oiría, así estaban las cosas. Él necesitaba ser protegido, pero ella no se sentía con fuerzas para tanto. Cualquier suceso terrible que pudiera albergar en su cabeza en aquel momento, parecía tomar forma definida y parecer real y posible, por muy alocado que fuera. Las largas horas de la noche, la interminable monotonía de la mirada puesta en el techo exacerbaba la excitación interior, el insulto que aún rondaba su cabeza y su huida desairada en busca de la seguridad de su cuarto. Darine solía ayudarla cuando se encontraba desorientada, sobre todo por las nuevas costumbres y nombres de personas que de alguna forma se relacionaban con la casa. Le hubiese gustado tenerlo cerca pero había vuelto a su casa y no lo vería hasta el fin de semana, en que llegaría triunfal después de haber convencido a su mujer y a sus dos hijas para una reunión familiar. Resultaba necesario y hasta agradable para ella oír sus consejos, observar como intentaba hacerla caminar por los mismos caminos que él había descubierto en cuanto a paciencia, a saber escuchar y a saber comprender; lo que venía a resumirse en saber ponerse en el lugar del otro. A veces, cuando notaba que ella estaba contrariada, tan sólo insinuaba que había actuado improvisadamente, dejándose llevar por sus impulsos, sin preguntar y vulnerando el celoso círculo de independencia de su padre; así estaban las cosas con el progenitor. Todo lo molestaba si se le ofrecía sin más, sin tener en cuenta sus achaques y sin esperar una reacción confusa y airada. Por eso, Darine intervenía para que no se lo tuviera en cuenta e intentar, una y otra vez, mantener las vías de diálogo abiertas con el viejo huraño y enfermo. 162


3 Un Espíritu Infrecuente Del Hombre Encendido De aquellas vacaciones nunca olvidaría aquella mañana en la que se había reunido toda la familia ara desayunar, Edna, la mujer de Darine no parecía ser capaz de sentarse a la mesa con el resto y dejar de dar vueltas y mover cosas, los niños jugaban con todo, las galletas, las servilletas y las tazas de cereales, el viejo miraba el fondo de su taza sin hablar. La sinceridad de Joana al intentar preguntarle cómo había ido todo el último año por el pueblo, en realidad no era pura curiosidad, ni deseaba saber otra cosa de cómo le había ido a él; especificamente, cómo se encontraba de fuerzas y salud y si tenía planes de cambios que no compartía con sus hijos. En ese momento, Joana descubrió una expresión que no conocía en él, unos ojos llenos de frialdad asesina que nunca había visto, y que si tuvieran fuerza para matar, ella habría caído fulminada en un segundo. Toda su infancia y los peores momentos de disciplina paterna pasaron por su mente, y se sintió confusa e incapaz de mantener una apariencia de normalidad. Intentó hablar, pero las frases salían entrecortadas de su boca y no atinaba a construir la frase de disculpa que quería. A fin, permanecieron todos en silencio comprendiendo que por algún motivo el anciano estaba muy molesto y a punto de insultarla, lo que hizo antes de levantarse y retirarse. Lo de insultar a Joana empezaba a ser una costumbre, como si deseara que se fuera y no volviera más, y como si guardara algún rencor por alguna cosa del pasado que todos desconocían menos él. No se trata ahora de poner en relieve la paciencia de Joana, su bondad o su inapreciable condescendencia con aquellos que le hacía o le habían hecho algún daño. No se trata de elevarla a la santidad, ni desafiar la lógica de que todos cometemos errores o le hacemos daño a alguien alguna vez, pero es muy cierto, que el tiempo que pasaba en casa de su padre se armaba de una visión de la familia que la obligaba a nunca rebelarse, ni por supuesto, decir lo que pensaba cuando se veía menospreciada porque otros sí decían lo primero que les llegaba a la boca, a la lengua y a los dientes. Se sucedían los años sin dejar de utilizar sus vacaciones en hacer aquella obligada visita, y eso representaba renunciar a muchos viajes, diversión y conocer gente, amigos, nuevas culturas... Joana pasaba largas horas sola en la casa paterna, viendo por la ventana o leyendo revistas, dos distracciones que buscaban permanecer totalmente inactiva, después de todo se trataba de sus vacaciones. Sumida en ese estado de inconsciencia y adormecimiento, una tarde sonó el timbre; primero lo hizo con cierta timidez, pero al ver que la insistencia parecía conocer que había alguien en casa, se dispuso a abrir. Había estado durmiendo, asñi que tropezar contra un parde muebles antes de alcanzar la puerta de la calle no le pareció tan extraordinario, pero no pudo evitar maldecir en voz alta. Al abrir la puerta, a pesar de que el sol la golpeó justo en los ojos, pudo reconocer el contorno y la figura de Rubestein. Al verla, el hombre se mostró azorado y entre frases entrecortadas explicó el motivo de su visita. Cuando por fin los nervios le permitieron repetir la invitación de pasar el sábado en la feria de ganado y después ir a comer, Joana abandonó su expresión de asombro y aceptó sin hacer preguntas. Estimulada por la idea de salir un día divertirse -si a ir a ver animales de granja se le podía llamar diversión-, se sintió intranquila esos días y no dijo nada a su padre ni a la familia de su hermano cuando llegaron. En sus más normales condiciones, seguía pautas de conducta que la llevaban a ser 163


sincera y honesta con la gente con la que trataba a diario, no sólo su familia, también amigos, compañeros de trabajo, la persona que le ponía el café en la cafetería de debajo de su apartamento, o la persona que le vendía y guardaba la prensa. Sin embargo, no decir nada acerca de sus planes inmediatos no parecía entrar en esa categoría. Eran cosas personales que no les afectaban y que no les iban a interesar más allá de la curiosidad y no estaba dispuesta a estimular la curiosidad de su familia que idefectiblemente acabaría en morbo y consejos. Aunque las escenas de la vida familiar habían desordenado su conciencia, intentó una vez más una aproximación al padre, se llenó de dulzura de hija, de amor por el padre e intentando entender todas las causas de su derrotada actitud (la infancia más dura, la guerra, las pesadillas y el insomnio durante años) probar una nueva aproximación. Se acercó a él después de otro serio desayuno y lo abrazó y lo besó en señal de reconciliación. El viejo se limitó a soplar de indiferencia y añadió, si quieres ser útil, limpia la casa. Eso fue todo, se alejó y continuó con su vida como si ella no existiera. La presencia, esa cosa que nos dan los padres de niños, siempre estar, eso que nos dio seguridad y que él reclamaba ahora, sabiendo que en una semana o dos, cuando Joana terminara sus vacaciones volvería a pasar otro año solo. No valían besos, ni abrazos, ni visitas, la necesitaba allí, presente, a su lado, y tal vez era una postura muy egoísta, o tal vez temía la inminencia de la muerte, pero sólo eso podía calmar su acritud y desesperación. Hubo algo en aquella imagen de Rubestein, aquel contorno iluminado por el sol cegador que apenas permitía ver su cara, que la hizo pensar en él los días siguientes al encuentro. Fue una conmoción, un temblor inesperado que también notaba en el temblor de su cuerpo, la indescriptible sensación de estar haciendo algo que nadie esperaba. Se trataba de la sospecha de que algo podía ocurrir, y a pesar de estar convencida de que no iba a permitir que avanzara más allá de lo superficial, elegante y decoroso de una simple cita de amigos, posiblemente él también se había ido con ese choque turbulento en los sentidos que ella sintiera. Convencida con redoblada fuerza de ser fiel a sus principios, se dispuso a afrontar la cita con su amigo de infancia. Apenas podía creer que en otro tiempo lo hubiese llegado a tomar por un fiel candidato a retirarla de todas sus aficiones del sábado por la noche. No sería muy estimulante detenernos en hablar de cuales eran esas aficiones que en ocasiones se convertían en vicios, y que se recordaban fácilmente después de una resaca adolescente. Debería ser suficiente para nosotros imaginar que no suele haber grandes diferencias con nuestras primeras fiestas, en las que hace presencia el alcohol y a las que nos aficionamos sin remedio. Apenas podía creer, si pensaba en eso, que estuviera reviviendo en su memoria aquellos tiempos rudos -así los calificaba-, y en cierto modo, justificando todo lo que de desarraigo habían significado. Había sido después de un año de dedicarse a llegar tarde a casa después de noches parecidas a las que hago referencia, alguna durmiendo en lugares que ni recordaba, de tomar calmantes para sus nervios y de relacionarse con gente a la que apenas conocía y que olvidaba con facilidad, cuando había decidido cambiar de vida, buscar un trabajo lejos del pueblo y hacer una somera mudanza. Desde luego, la juventud, no había sido la etapa más fácil y asumida en lo que llevaba de vida. Apenas podía creer, justo antes de salir de casa, lo que acababa de escuchar, Rubenstein estaba casado y tenía una prole de cinco pequeños traviesos que absorbían a su mujer como una esponja absorbe el agua. Habría en tal caso, si decidir mantener su intención de acompañarlo aquel día a la exposición de ganado, o darse una ducha y cambiarse de ropa. Por mucho que viviera jamás podría acostumbrarse, ni familiarizarse, con escenas tan chocantes como la que proponía su antiguo amigo de instituto. En cierto modo, aquel juego la convertía en despreciable colaboradora de sus infidelidades; y lo cierto era que ni siquiera le apetecía. No obstante, su carácter la llevaba a rebelarse contra cualquier convencionalismo, y no se plegaría a lo que otros pudieran pensar, sólo por acompañar a un hombre y eso aún a sabiendas de que nadie imaginaría la verdad, sino lo más sucio y retorcido. Posiblemente se trataba de una secuela de sus locuras de juventud, pero no renunció a ir a la feria, a acompañarlo después a comer, a rememorar viejos tiempos y que el le contara que había sido de los viejos amigos, y algunas amigas a las que Joana echaba de menos, y, 164


finalmente, volvería a la casa de su padre sin prisas, disfrutando de la última hora de la tarde. Se despediría agradecida por todo, y no lo volvería a ver. Estaba ya avanzada la mañana cuando llegaron al lugar donde se vendía todo aquel magnífico ganada, la mayor parte enormes vacas rubias de una raza de los lugares más fríos que parecía estar ganando simpatías entre los ganaderos por sus magníficas cualidades. No hablaron mucho durante el trayecto, y Joana analizaba cada signo, cada gesto y cada palabra, para intentar descubrir si si antiguo amigo, con el paso de los años, en realidad, se había convertido en un auténtico desconocido para ella. El juego era farragoso intentar descubrir cuales eran sus intenciones, y si solía jugar a menudo con otras chicas. El público expectante se congregaba alrededor de unos cercados en los que apenas cabía una vaca y su cuidador, y observaban con cara de expertos como las cepillaban, las lavaban y algunos, incluso les hablaban. Rubestein, al bajar del coche, había propuesto ir a tomar algo a unos de los bares de campaña que se montaban para el evento, pero ella prefirió ir directamente a ver los animales, así que él renunció y la acompañó. Muy pronto descubrió ella que aquello le gustaba más de lo que había esperado, y se preguntaba por qué no lo había hecho antes. Después de dar una vuelta por el recinto al aire libre, hizo lo que todos los neófitos en tema de razas, acudir directamente al gran pabellón cerrado en el que se realizaban subastas y él la siguió en silencio, simplemente porque se le notaba que estaba disfrutando y no quería interrumpir aquel gozo. Los que realmente sabían de ganado se quedaban fuera, y allí se producían las conversaciones interesantes sobre las cualidades y características de las razas, las últimas novedades del sector, como se comportaban al cambiar de clima, o que tipo de comida era la más adecuada sin salirse del presupuesto. Sólo después de haber dado una enorme vuelta por todas las instalaciones, Joana empezó a fingir normalidad y estar dispuesta a asumir cada nueva sorpresa sin poner cara de extravagante citadina. Se preguntó si se había vestido correctamente para la ocasión, pero lo cierto es que no tenía nada más campestre que sus jeans, una camisa de franela y un abrigo que le llegaba a las rodillas, eso era todo de su idea de pasar una vacaciones en el campo. Creyó desde el principio que nada de lo que le pasase ese día podría afectarle, pero esa idea se disipó en el momento en que a lo lejos Rubestein vio a su mujer con sus hijos como paseando entre los ganaderos. Durante un segundo él se sintió confuso, parecía preocupado, pero en un momento recuperó el tono y le propuso ir a tomar un aperitivo a una fonda que conocía, según dijo, no estaba muy lejos y allí podría ver el verdadero ambiente de los hombres de campo dispuestos para el negocio del año -se habían entregado en cuerpo y alma a la cría de sus reses, y algunas con posibilidades se habían convertido el objeto de sus desvelos y la entrega del poco cariño que les quedaba por la vida ruda que llevaban-. No pudo negarse porque se percató de la situación y mientras se dirigían al coche, el se excusaba diciendo que estaba en trámites de divorcio y que eso le causaba algunos problemas. “¿Algunos problemas?”, interiormente lo insultaba, pensaba lo peor de él por no saludar a sus hijos y no decía nada, sonreía y se dejaba llevar. No iba a ser capaz de encontrar solución a sus preguntas porque nunca había pasado por una situación semejante, y en el momento mantenía una amistad muy íntima con otra mujer a la que aspiraba a conocer aún mejor. En realidad, no sabía porque se preocupaba tanto por Rubestein y su desesperada reacción vital después de haberse sumido en un bache matrimonial que lo tenía tan pillado. Joana no tardó en ir adoptando una actitud más y más distante, y para cuando acabó el día su despedida fue tan fría que si él la hubiese tocado habría sentido el tacto del hielo.

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Episodio Vivamente Disipado Joana tardó algún tiempo en darse cuenta de lo poco que importaba y lo poco que todos la tenían en cuenta. Se lo había ganado a pulso, por así decirlo, ella nunca llamaba, nunca se preocupaba por nadie y algunos pensaban que, en realidad, desaparecía para no ser encontrada o para no dejarse encontrar. A pesar de todo, logró que su familia y un un par de invitados cenaran con ella la noche en que terminaba sus vacaciones, y un día antes de su partida. Los invitados eran un par de amigas del pueblo que habían estudiado con ella en el instituto y a las que guardaba un gran aprecio. Por fin, todos sentados a la mesa, pudo decir que había conseguido ser tenida en cuenta y que nada era tan malo como había imaginado, tenía a su familia a pesar de sus diferencias, y sus amigas aún respondían cuando les hacía una llamada telefónica, si bien en ese caso, casi había sonado como una llamada de auxilio. Además tenía a Rhuty (o eso creía), la mujer con la que estaba dispuesta a seguir compartiendo piso para avanzar en su relación, y con la que hacía vida y rutinas en común en el bullicio de la ciudad; además estaba segura de que la estaría esperando a su vuelta y que le daría un largo abrazo en el momento que la viera. Desde luego no podía seguir pensando que nadie la quería, que no tenía una vida (al menos del tipo de vida que la gente aspira a tener), y que se odiaba a sí misma porque odiaba a todo el mundo. Eso no podía ser cierto, no odiaba a la gente, era sólo que su nivel de exigencia la llevaba a tener en cuenta como una afrenta detalles que a nadie más le importaban, y que la había llevado a pensar, que si quería perdonarse a sí misma, debía perdonar a todos. Antes de que aquella cena de confraternidad terminara, Joana expresó su deseo de decir algo. Sin duda los cogió a todos por sorpresa, y ninguno imaginaba de qué se trataba. La atención fue máxima y mientras hablaba, aquellos ojos curiosos la miraron fijamente, escrutaron cada uno de sus gestos y hasta Claramunt, el padre que en su decepción apenas la escuchaba, esta vez la miro esperando lo que parecía la confesión íntima de una vida. Apenas tuvieron un respiro, ni tiempo para interpretar cada una de aquellas palabras, en su boca una idea detrás de otra le iban dando forma a su sentir sin hacer una pausa. Habló de su condición sexual, de lo sola que se había sentido en más ocasiones de las deseadas, dijo que sentía haberle fallado a tanta gente en ocasiones en las que contaban con ella, les habló de Ruthy y de cuanto le gustaría que la conocieran. Todo parecía muy inconexo, como si necesitara que la reconocieran como parte de ellos a pesar de su distancia. Siguió diciendo cuánto le gustaría casarse con ella pero eso de momento era imposible porque ella a su vez estaba separada de un hombre que no le facilitaba el divorcio. Y finalmente expresó su deseo de que al año siguiente volvieran a estar juntos y brindaron por ello, todos menos Claramunt que se retiró en silencio sin que nadie lo tomara en cuenta. Aquel discurso tomó proporciones épicas por la sinceridad con la que se expresaba. Nadie podía saber lo que había de sublime en aquella confesión y en otras similares; quiero decir que habrían de conservar aquel momento en la memoria como un acto de afecto y valentía a lo que no estaban acostumbrados. A lo mejor lo que acaba de hacer era algo similar a la primera vez que se había tirado con la bici sin manos, y la sensación de vértigo era parecida. Pero sentía que se lo debía a aquellas personas tan queridas y a las que tanto necesitaba, y tenía que hacerlo a pesar de todos los riesgos. No dio demasiadas explicaciones acerca de su partida. No era la primera vez que cambiaba la fecha aplazándola porque estuviera disfrutando de su estancia, o adelantándola porque le surgiera algún imprevisto que la necesitase con urgencia de vuelta. Era incapaz de explicar ese tipo de detalles, decía que debía volver, hacía su maleta con una rapidez poco recomendable para viajeros de “largo alcance”, y como un espíritu desaparecía sin dejar rastro de su paso por la vida de su familia. Para ser justos, debemos añadir que, sin embargo, esta vez todos parecían pensar más en ella y apreciar en su vida un sacrificio similar al de otras, aunque diferente, huidizo y desprendido. En el tren de vuelta miraba detenidamente algunas fotos que había estado sacando con su teléfono, sonríe al ver las fotos de Rubestein y en particular una, en la que salía con los ojos muy abiertos y 166


un gesto cómico de boca abierta y nariz aplastada; había sido el momento posterior de ver a su mujer y sus hijos como si conocieran cada uno de sus movimientos. Todos confesamos nuestra intención de hacer siempre tal o cual cosa, somos predecibles en nuestras rutinas y dinámicas de trabajo. Tal vez algunos desean cambiar de vida algunas veces y a un tiempo seguir haciendo las mismas cosas, no perder sus aficiones y, a pesar del giro, aquellos a los que aprecian, además, sobre todo, seguir siendo los mismos; imposible. Ningún ser inteligente pude admitir que la muerte sea un símbolo de libertad. Antes de salir había visitado el árbol que plantara delante de la casa al ingresar a su madre en el hospital por una enfermedad terminal. El árbol había crecido mucho desde que la enterraran, estaba fuerte y su tronco era cada año un poco más ancho y oscuro. También había visitado su tumba e incluso había rezado, si a lo que había hecho se le podía llamar rezar rezar, porque no tenía costumbre y no sabía como se hacía ni conocía los códigos religiosos al respecto. Admitía entonces, después del sufrimiento de aquellos meses hospitalizada, viéndola consumirse en cada visita que le había hecho, que la muerte no era libertad, pero que podía ser una liberación si la vida se convertía de pronto en algo tan poco deseable. Sería preciso aclarar que asociar la idea de la libertad al recuerdo de la madre enferma la incluía a ella misma, que siempre había necesitado huir de su influencia, y que mientras estuvo enferma la tuvo atada, no sólo porque tuvo que pedir una excedencia de un año en el trabajo para estar a su lado, sino porque no podía pensar en otra cosa. Y quizás no debería haberlo planteado así, porque sólo con el transcurso de los años podía plantearlo asó, y lo cierto es que en aquel tiempo no había pensado en absoluto en sí misma. De algún modo, aquello lo había cambiado todo, no sólo porque la casa le pareciera tan vacía sino por la terrible relación que se había establecido con Claramunt desde entonces. Y por supuesto, si a ella en los días de vacaciones y de visitas, la casa le parecía vacía, debía ser un infierno para el padre doblemente abandonado, por la mujer muerta y por los hijos ocupados. Nadie supo nunca lo que pudo haber de drama en su regreso, en el momento del reencuentro con Ruthy y la frialdad que le demostró. La idea de conocer de un golpe la decisiva noticia de su abandono y de la terrible separación en la que no habría ensayos. Conociendo a Joana, la traición tenía mucho que ver con la gente que se dedicaba a ensayar la vida como el que se prueba ropa buscando aquel traje que más le conviene, y por eso no habría vuelta atrás. No llegó a conocer las verdaderas proporciones y los verdaderos motivos hasta que el taxi que las llevó de la estación al apartamento aparcó delante de su puerta. El trayecto fue muy frío y en silencio, apenas se miraron ni se tocaron después de que Ruty le dijeran en el andén que tenían que hablar, que algo había sucedido y que tenían que separarse. Hasta aquel momento, en el que Ruthy quería poner sobre la mesa nuevas cartas, la partida, empleando un símil muy propio de dos buenas jugadoras, había transcurrido apaciblemente. Para Joana iba a ser un choque grave porque había deseado tanto tener un mundo estable en el que poder desarrollar el resto de apartados en los que se desenvolvía, la sensación básica de haber perdido una buena parte de los cimientos sobre los que le gustaría sostener el resto, que si no lloró fue por orgullo, y si lo hizo fue a solas, en su habitación, una vez que Ruthy se hubiese ido y sin que nadie pudiera verla. Volvía con su marido, había hablado con él, le había prometido que cambiaría y le había jurado amor eterno. Nadie debería afanarse inutilmente en una historia terminada del todo. Lavarse las manos, o mejor aún, darse una buena ducha y pasar a otra cosa, esa es la mejor reacción. Yo no entro en pormenores, y sé que nadie me hará caso al respecto, pero cuando nos mostramos absolutamente incapaces de dominar nuestros sentimientos sufrir de tal manera que creemos que el mundo termina ahí, sólo nos lleva a un sufrir del todo inútil. Desde el principio de los tiempos el amor se nos a mostrado como una ilusión. Es cierto que cada vez volvemos a él con menos intensidad y determinación, la edad va enfriando esa locura vestida de romanticismo. Todo lo que tiene que ver el amor justifica lo peor de nosotros, y los fracasos nos vuelven duros de corazón y resentidos, y terminaríamos por no acercarnos a la carne si viviéramos lo suficiente. Nadie debe sorprenderse por la forma de pensar de Joana al respecto, para ella era todavía más difícil encontrar un amor puro, o 167


en su defecto, uno que le proporcionara el equilibrio necesario.

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1 La Respuesta Del Deseo Hacía mucho tiempo que no se sentía tan convencido de sus posibilidades. Desde que llegara a la gran ciudad había pasado por todo tipo de dificultades e incomprensibles desafíos. Todo era demasiado nuevo y desconocido para sintonizar a la primera de cambio. Había dejado curriculums en todas las fábricas portuarias, en los almacenes textiles, en empresas de transporte y en una fábrica de piezas para máquinas elevadoras, y no había recibido respuesta de ninguna de ellas. Hizo algunas llamadas de teléfono, pero lo tenían interminablemente esperando y le suponía un gasto adicional que no podía asumir, así que volvió a visitar aquellos lugares por segunda vez para preguntar si habían llegado los informes al departamento de personal o si había alguna respuesta para él, y una de aquellas chicas oficinistas que se ocupaban de la recepción y la centralita tuvo a bien decirle que tenían la plantilla al completo y no necesitaban a nadie. En algún momento que creyó haber iniciado un camino equivocado, acudió a una oficina de contratación dependiente del concejo. Le ofrecieron nuevas direcciones y revisaron sus curriculms haciéndole algunas indicaciones que los harían más efectivos en su propósito de impresionar, pero sobre todo de encajar en los lugares a los que iba a pedir trabajo. Esta vez sí, obtuvo respuesta, e incluso le hicieron alguna entrevista, pero nadie sabía exactamente como hacerlo encajar en sus planes. Tres meses después de llegar a la ciudad aún no tenía trabajo, le daban taquicardias, se le había puesto una tos nerviosa, por así decirlo, y apenas descansaba por las noches. Nada le salía conforme a lo esperado, así que Airtorm pensó que a esas alturas debía empezar a sospechar que otros como él se había visto en la misma situación y que aquello podía durar aún algún tiempo. Probablemente en ese momento tomo la decisión de tomárselo con calma, porque de seguir al mismo ritmo terminaría por enloquecer, o algo peor, sentirse fracasado. Fue en ese momento de transición en el que se encontraba, en el que un día encontró un mensaje en el buzón de voz de su teléfono. Le llegó de forma tan inesperada como incomprensible. Se trataba de los padres de una antigua novia; que ya no lo era, pero con la que guardaba una fuerte amistad. Lo invitaban a cenar y deseaban saber de él, pero Jennie, así se llamaba la chica, no estaría porque se había ido a estudiar al extranjero, ¿extraño? Cada plato fue llegando en su justo momento, de forma metódica y ordenada, en su punto de cocina y de calor. El padre de Jennie aclaró que, tenían ganas de verlo después de tanto tiempo, pero que, en realidad, había sido su hija la que había terminado de animarlo para que lo llamara. Airtorm pensó que aquello no tenía demasiado sentido, o al menos él no se lo encontraba, y lo había estado pensando desde que recibiera la invitación, pero estaba hambriento y eso era un punto importante a tener en cuenta para no rechazar tanta amabilidad. Después de que su marido se explicó convenientemente, la señora Sofita tomó el mando y el curso de los acontecimientos, y todo empezó 168


a girar alrededor de Jennie, de sus virtudes, anécdotas y cualidades para defenderse en un país extraño. Él ya conocía muchas de aquellas historias, pero no dijo nada, no intentó corregirla si se desviaba, ni añadió ninguna cosa con la intención de, al fin, poder abrir la boca. Hubo algunos largos silencios, sobre todo mientras los camareros inclinaban sus bandejas sobre ellos para servirlos. Probablemente todos estaban seguros de que aquella reunión tenía que salir conforme a lo esperado y así fue, no hubo sorpresas, nadie dijo nada que no conviniera y los deseos de Jennie, que parecía ejercer una influencia brutal sobre sus padres, fueron cumplidos. Hacia el principio del mes de Noviembre, se había acostumbrado a deambular por calles que apenas conocía. Posiblemente se encontraba en una calle de comercios porque lo había atraído el bullicio y las luces de esa hora dela tarde en que todo se ilumina. Iba sin prisa, y se detenía si era preciso porque algo le había gustado en uno de los escaparates, o simplemente por alguna escena que le había llamado la atención a través de ellos. Le hubiese gustado comprar un regalo para Jennie. Ella siempre se había portado muy bien con él y se sentía en deuda. Si reconocía la puerta de algún lugar en el que había solicitado trabajo, se quedaba mirando furtivamente y fruncía el ceño, como si le hubiesen causado algún perjuicio por no contestar a sus demandas; eso era lo más habitual. Los burgueses habituales iban cargados con bolsas de plástico y regalos envueltos en papel regalo, todo era muy consecuente con aquellas fechas, y conveniente para distraer sus vidas tan comprometidas; pero él no podía juzgarlos por eso. Algunas familias que se conocían de muchos años, o las que eran familiares, se encontraban en ese acopio navideño de figuritas de mazapán, angelitos de plástico para el árbol, juguetes y algún vino selecto que pondrían a buen recaudo hasta las fechas más señaladas. Se daban besos y abrazos y se detenían para preguntar por los ausentes, rogando encarecidamente que les dieran recuerdos y deseando volver a verse antes de año nuevo. Todo cerraba a esas horas, menos los comercios y las cafeterías que ampliaban sus horarios. Volvió a intentar establecer un punto de cordura en su pensamiento y reconocer su disgusto por aquella escena. Sin habérselo propuesto había dirigido sus pasos hacia allí y parecía disfrutar con el espectáculo, y era por esto que no podía renovar sus habituales críticas a una clase social y una forma de vida tan excluyente. Además, en un pasado no muy lejano, siendo niño, había asistido a un espectáculo similar, y del mismo modo se había dejado seducir por aquellas luces de colores, olvidando que en su casa no podían poner la calefacción porque no les alcanzaba el sueldo de su padre, y que al volver tendría que ponerse varias capas de ropa seca antes de irse a la cama. Una mujer cargada apenas con un pequeño regalo, posiblemente para su marido, aparece en la puerta de un centro comercial de cinco plantas, de los más grandes. Camina distraída y es obvio que ha ido al peluquero, le resulta conocida y, al mismo tiempo, sin que las dos cosas tuvieran que estar imposiblemente relacionadas, la relaciona con alguna amiga de su infancia, pero no es posible que lo haya superado hasta casi doblarle la edad. Sin esperar un minuto más, se decide y se dirige hacia ella sin la esperanza de encontrarla de nuevo a través de todos aquellos cuerpos embutidos en sus abrigos y algunos con sus paraguas abiertos. Se trata de la señora Sofita, y como si su vida estuviera de alguna forma relacionada con aquella familia se ofrece a ayudarla, ella lo mira con piedad y accede, pero él presiente en aquel momento que hubiese preferido seguir sola, que se siente decaída por algún motivo desconocido, o tal vez sólo sea cansancio. Existe una obligación en las forma que ninguno de los dos está dispuesto a vulnerar; el se ha ofrecido a ayudarla y ella a aceptado y ya nadie podrá cambiar eso sin una razón muy poderosa. Había una parada de taxis en los alrededores, pero no tan cerca como sería de desear y tuvieron que hacer una pausa en la puerta de un hotel, allí no soplaba tanto el viento y estaba iluminado, pero el portero no dejaba de mirarlos. Supuso que aquel hombre, en cualquier momento, les preguntaría si deseaban entrar, pero no lo hizo. Ese momento les sirvió para cruzar alguna pequeña conversación y permanecer tan juntos que casi se tocaron, y fue por eso que Sofita apreció su delgadez y se refirió a ella como una enfermedad. Tuvo que aclarar que no se encontraba enfermo, ni débil, ni nada parecido pero estaba adelgazando y que eso no era tan extraño en él. Ella insistió sobre ese tema sin ni siquiera esperar respuesta y a él le pareció de una presión y una curiosidad innecesaria. En aquel momento sintió la gana de salir 169


corriendo, de abandonarla allí mismo con su curiosidad y sus paquetes e inventarse una urgencia que había olvidado durante un momento y lo obligaba a salir corriendo sin demora; tal vez una reunión de trabajo o alguna entrevista con su casera. En aquel momento de aproximación a una persona que conocía pero no lo suficiente, toda precaución le parecía poca y cualquier forma en la que actuara, insegura. Era la misma inseguridad de cuando lo abordaba un desconocido por la calle con alguna historia increíble que no sabía a donde lo llevaba. Así se sentía, como si acabase de perder la iniciativa y estuviera al albur de otras impresiones diferentes a las suyas. Si al verla en la distancia le había parecido una mujer elegante, distinguida y de una belleza incontenible, lo cierto es que después de un breve paseo, lo ha hecho sentir tan centrado en sus propios problemas que le ha empezado a parecer vulgar y aburrida. Sofita conoció al señor Airtorm en una gran fiesta de sociedad que sus padres organizaron cuando ella estaba de lleno regocijándose en su adolescencia. Los dos habían nacido en aquella ciudad y estudiaron en el mismo colegio durante años. Habían realizado juntos los viajes al extranjero que demandaban sus estudios y en ese tiempo decidieron como iba a ser su vida, a lo que se iban a dedicar, cuantos hijos iban a tener y como iba a ser su casa, pero al señor Airtorm la vida le deparaba heredar la fabrica de calzado de su padre, y a ella dedicarse a esa ocupación de las damas sin otros intereses más importantes que ser las esposas modelos de sus maridos. Cuando menos lo esperaban les había llegado Jennie, y desde entonces su vida se había encerrado en las cuatro paredes de su casa sin que nadie le pusiera remedio. No era una mujer frágil pero a todo el mundo se lo parecía, y tal vez, ese fue el motivo por el que accedió a acompañarla a casa. El tiempo que duró el trayecto en el taxi se lo pasó pensando en cual podía ser el motivo por el que hubiese visto a aquella mujer, en una ciudad tan grande, dos veces en tan poco tiempo, y poco después cuando llegaron a su apartamento y ella se empeñó en hacerle algo de comer, por qué cuando la veía, acababa siendo invitado a comer. El trayecto en taxi fue corto y lo pasó en silencio, salió el primero y esperó mientras ella buscaba su cartera en el bolso. Los dejó justo enfrente de un enorme edificio de piedra y delante de la enorme puerta pintada de rojo, y gruesos barrotes delante de dos tiras de cristal vertical en cada hoja. Se removió con eficacia para recomponer el equilibrio de los paquetes y subir cuatro peldaños antes de apartarse para que ella pudiera introducir la llave y girarla con decisión, con un “vamos”, que le sonó como una orden; no dijo nada, aunque le hubiese gustado decir, “de acurdo, pero sin prisas”. Desde luego era evidente que ella empezaba a sentirse en un terreno que dominaba, pero rara vez se veía en una situación tan embarazosa. Si hubiese tenido el sentido del decoro tan desarrollado como otras vecinas esperaban de ella, le hubiese dicho que dejara los paquetes en el portal y lo hubiese despedido allí mismo. Al esperar el ascensor se cruzaron con un matrimonio mayor que ella conocía, y que la saludó con una sonrisa poco sincera, la mujer se quedó mirando a Sismic mientras se alejaba, y él le hubiese sacado la lengua pero se contuvo. Se mudaron de la gran casa familiar del padre de Airtorm al edificio de apartamentos porque quedaba muy cerca de la fábrica de calzado, y además, porque a Sofita la vida en las afueras se le hizo muy solitaria cuando Jennie empezó a viajar por sus estudios. Sismic sólo había estado tres o cuatro veces en aquella gran casa y había sido más que suficiente. No se encontraba cómodo allí, rodeado de tanta tierra dedicada a producir unicamente césped, y sin más distracción que admirar la decoración más cara de todos los alrededores. Pero como en aquel entonces el era aún unos años más joven, era vecino e iba a la misma escuela que Jennie, había sido muy bien aceptado por sus padres. El tiempo pasaba inevitablemente, y todo su cuerpo temblaba sólo con pensar que en algún momento volvería a ver a Jennie, que estaría hecha una mujer y que posiblemente sus nuevas costumbres y su visión internacional del mundo, apenas le permitirá reconocer en él los valores de antaño. La señora Sofita le puso la mano sobre el hombre para indicarle que pusiera las cosas sobre la mesa de la cocina y que la esperara allí porque se iba a poner un poco más cómoda. Él sintió aquella mano áspera rugosa y perfumada como la de una anciana de cierto peso, y nada era así, porque era una mujer esbelta. Se trató más de una caricia que apenas le tocó el cuello, y era una 170


mano dulce y delicada, nadie comprendería ese sobresalto a menos que entrara en el corazón de sus miedos. Él parecía saber que detrás de la aparente frialdad del apartamento existía una vida, que durante un tiempo repetido, al cabo de los años se volvía inexorable rutina, y que nunca se sabe del todo si eso nos hace tanto mal como creemos. Siempre es lo mismo, en cualquier otro lugar hay un descontento parcial muy parecido a éste, aceptando las condiciones en las que nos vamos metiendo, paso a paso, como en un túnel. Admitamos que, en realidad, la rutina nos salva de nosotros mismos, y que respirar a pleno pulmón, no puede ser como figuramos que el aire puede llegar a quemar y que no estamos preparados para prescindir de una vida que se ha construido como un mecano, tal vez deforme, tal vez le faltan algunas piezas, pero resiste. Admitamos que momentos tan libres como el que Sismic estaba viviendo ha habido pocos, y, en todo caso, habrá sucedido a una edad a la que él representa en estas letras. Más tarde, la vida nos va abrazando de compromisos, resoluciones y deseos que se nos cumplen pero que tienen sus contrapartidas. Para que todo sucediera así, tendría que no encontrar aquel trabajo que tanto deseaba, y que le daría dinero e independencia, pero en el que tendría que aceptar una forma ordenada de vida, y sobre todo, una reputación. Es posible que, durante un tiempo, aquello le hiciera feliz, pero debería dar cuenta de todos sus actos ante la sociedad, ante sus compañeros, vecinos, jefes, familia y policía; todos lo estarían observando para concluir si era merecedor de entrar en el club de “los mejores hombres, los que sirven al bien común”. Como le ocurría a otros muchachos de su edad, con sus estudios terminados y dispuestos a aceptar el reto de su impotencia ante el desamparo social, se sentía como un verdadero anarquista, rechazado por todos y dispuesto a poner en cuestión que la estructura que le permitía sobrevivir, no fuera, en realidad, un montón acrobático de privilegios que se cerraba en sí mismo y buscaba perpetuarse. Sismic se acercó a un frutero que tenía de todo menos fruta. A toda prisa empezó a curiosear entre las cosas que allí había, un reloj de señora parado en las tres de la tarde, un bolígrafo un pequeño cuaderno de notas, un transistor, una lupa -supuso que la utilizaba alguien que no quería reconocer que su presbicia había pasado todos los limites imaginables-, una cartera y medicamentos. Abrió la cartera, miró varias veces al salón a través de la puerta de la cocina; todo estaba en silencio. Se le ocurrió que cualquier otro, pasando por sus mismas necesidades se metería la cartera en el bolsillo, pero no él, sólo estaba curioseando. Se giró para aprovechar la luz de la ventana y ver con claridad. Una foto de Jennie con cinco o seis años estaba prendida en el bolsillo de plástico transparente pero, si la cartera era de Sofita, no había ninguna del señor Airtorm y eso le pareció curioso. Desde luego no quería decir nada, pero le hubiese parecido muy dulce que así hubiese sido. Había algunos dos tickets de la compra, documentación, un recibo de la luz y una tarjeta de crédito; nada de dinero. No había perdido de vista a la señora sofita desde que entraran , y no se había acercado al frutero, así que pensó que tenía que tener otra cartera con la que había pagado los paquetes que le había ayudado a transportar. Dejó todo en su sitio con cuidado y se sentó en la mesa intentando distraerse con un magazine dominical de algún periódico local. El apartamento de Sofita era un lugar tranquilo, silencioso, detenido en el tiempo. El año pasaba muy lento entre sus cuatro paredes y no solían tener visitas hasta el periodo previo a la navidad, en la que algunos parientes parecían acordarse de ellos y cumplían con un intercambio de formalidades de las que ellos también participaban activamente. Para cuando oyó que ella volvía apanas habían pasado unos minutos pero la había parecido un siglo. Sofita tenía un andar cadencioso y abandonado que hacía vibrar su bata hasta dejar sus piernas al aire, lo que recompuso en un momento mostrando un pudor que él ya le adivinaba. En ese momento intentó adivinar si, como comprometida burguesa, habría tenido algún amante o alguna distracción sin que su marido lo llegase a saber. Se movió en el salón y después en la cocina, sin apenas mirar a Sismic. Era imposible hacerse la distraída pero le hablaba sin mirarlo. Él se quiso levantar al verla llegar pero se lo impidió y le pidió que siguiera sentado que le iba a preparar algo de comer, y él obedeció. Ella intentaba que fuera un momento distendido y hablaba mientras lo preparaba todo, él por su 171


parte parecía paralizado, reprogramando cada detalle, cada signo o señal que pudiera indicarle de qué iba todo aquello. Ponía todo su empeño en aceptar tanta amabilidad y aceptar las antenciones de Sofita sin poder ofrecerle a cambio una sonrisa. Sus ejercicios de interpretación no le iban a servir esta vez, y se dedicó a buscar en su pasado alguna ocasión en la que se hubiese visto en términos semejantes. Él sólo se había metido en una interpretación de cortesía de la que no era capaz de salir, y en la que debería seguir hasta que ella decidiera que era suficiente, que había concluido, que le había dado todo lo que le podía dar y que el chico necesitaba. Pero ni siquiera por un momento sintió lástima de él, a pesar de verlo tan delgado y con cara de no entender nada. Ella tenía la situación dominada, y era muy consciente de que haberse puesto un albornoz bajo el cual no se adivinaba más que su ropa interior había sido una provocación porque, a su edad, Sismic estaba cargado de todos los deseos, pasiones y líquidos necesarios para que su cabeza en un momento semejante estuviera a un par de grados de la ebullición. Semejantes razonamientos los mantenía en un segundo plano, lo importante ahora, pensaba ella, era darle de comer y hacer su aportación a toda la energía que el mundo necesitaba. No había una incompatibilidad en encenderlo explosivamente, tal y como se enciende un charco de gasolina y alimentarlo como si se tratara de su propio hijo. Él seguía con su ejercicio evocando cada vez en el pasado que alguna mujer madura lo había mirado fijamente a los ojos, le había tomado una mano sin previo aviso o se le había acercado tanto que le hiciera perder el equilibrio sin una razón objetiva para ello. Tal vez, en su mundo, se trataba de una idea horrible a la que no quería enfrentarse, pero ella parecía mirarlo con indulgencia y eso aún lo empeoraba todo. Por un breve instante pareció comprender que si el señor Airstorm llegaba en aquel momento le iba a ser muy difícil explicar todo aquello, que hacía allí, por qué se estaba comiendo su comida y por qué su mujer cocinaba para él en albornoz y zapatillas. Estaba tan confundido que no se atrevía a mover, parecía una estatua de piedra, incapaz de rascarse, de buscar cualquier cosa en los bolsillos, de recomponerse sobre su asiento para ponerse más cómodo, y aunque estuvo tentado de toser levemente, no lo hizo. Nos vamos haciendo una idea de lo débil que se mostraba Sismic ante la presencia femenina de una mujer madura y segura de sí misma. Visto así, daba la impresión de ser capaz de todas las torpezas imaginables en estas situaciones, tal vez por falta de experiencia. Era la imagen del hombre débil, fácilmente manipulable, demasiado delicado, sin oposición, dejándose influir sin dar muestra de la más leve oposición, y permitiendo que se notara en cada movimiento o gesto su inquietud, inseguridad y flojedad de carácter. Habría traspasado los límites del modelo de hombre pusilánime con el que había convivido durante años en la presencia activa de su padre. Pero, si somos del todo objetivos, había pasado por momentos de dificultad que harían desangrar a muchos que parecían los más fuertes, y sólo si se encontraba realmente en aprietos descubriría esa parte de rabia que aún anidaba en él. Tenía la absoluta certeza de que la había estado oyendo hablar de algún tema que debía interesarle, pero al que no había podido dar la atención debida. Posiblemente se trataba de algo que lo enfrentaba a sí mismo y que ella exponía con la superioridad que se esperaba de su clase. Por lo pronto, descubría que detrás de su falsa familiaridad ejercía un pontificado que marcaba las distancias, actuaba defendiendo el amor al prójimo pero dejaba claro que la burguesía cuando actúa por compasión espera un poco de respeto a cambio. Ya que ella se aferraba a su condición primera, además de tener que explicar porque actuaba como actuaba, tendría que dejarse de remilgos si alguna vez deseaba o necesitaba que Sismic se sintiera un poco más confiado. Él siguió sentado mirándola a la espalda mientras ella cortaba unas rebanadas de pan y terminaba de poner en el plato lo que había cocinado, y en ese delicado momento momento de visión periférica, ya había aceptado con resignación huidiza que debía comer hasta las últimas migas, sólo por satisfacerla. No podía sentirse orgulloso por como estaban sucediendo las cosas, pero tampoco podía sentirse culpable de nada porque no había nada de lo que avergonzarse, si no traemos a cuenta algunos pensamientos indecorosos que iban y venían sin control. Sofita parecía ajena a todo, pero, ¿cómo saberlo...? La tarde fluía como un líquido templado, aceptado y mantenido. Le puso un vaso con 172


vino blanco y eso tampoco era precisamente como para atormentarse, así que se lo bebía en apenas un par de tragos. En todo aquello había una ausencia total humor que no facilitaba en nada aflojar toda aquella tensión, pero no estaba seguro de entender cualquier broma que ella le hiciera, y tal vez no se reiría o lo haría escandalosamente, como un artificio del que no tiene gana de hacer algo pero lo hace. A veces, el alma se empeña en nuevas arribadas, pasando por anhelos que creíamos olvidados. Nuestro pecho se llena entonces de tesoros y rebela frente a cualquier inconveniencia. Nos creemos en tales momentos el nido permanente, la flor del día capaz de un amor inmortal. Distinguimos las estrellas con una luz que nunca antes habíamos alcanzado y removemos nuestros cimientos en busca del definitivo consuelo. El discurso de Sofita iba cambiando por momentos, y se sentó a su lado mientras lo veía comer y le contaba de un sobrino que había tenido y al que, al parecer se parecía mucho. Seguramente no entraba en sus planes hablar de su sobrino desaparecido, pero acepta el reto de escucharla mientras mastica y levanta los ojos del plato para mirarla. Aquel sobrino había pasado mucho tiempo con ella en ausencia de su madre, y se había disputado el amor que le profesaba como si se tratara de su madre verdaderamente. Su ternura podía mostrarse como real en cualquier momento con cualquiera que lo mereciera y no se trataría de un falso sentimiento según dijo. Además, y por lo que parecía, Sismic no sólo se parecía a aquel sobrino, hijo de una hermana, al que había cuidado durante un tiempo, sino que le inspiraba sentimientos parecidos. ¿La estaría seduciendo realmente, como parecía, o todo se trataría de un juego estúpido y sin continuidad? No era posible..., si apenas había abierto la boca. Tal vez debería invertir aquella idea, y el seducido fuera él. Ella lo miró largamente esperando su respuesta, pero seguía sin saber que responder, y mojó el pan en la salsa del tocino y el huevo derramado llevándoselo a la boca mientras ella intentaba recomponer el faldón del albornoz que había dejado las piernas al aire cuando las cruzó. Así que ésta era la madre Jennie, la persona que había visto tantas veces, pero siempre en valores tan breves como un “hasta otro momento”. De pronto tomaba forma delante de él en todo su esplendor y decadencia. Ni siquiera la noche en que habían cenado con el señor Sr Airtorm se había quitado la máscara, y ahora, por algún incomprensible motivo para Sismic la veía tal y como era, sin maquillaje, sin ropa de calle, sin artificios y expresándose tal y como era, con acento del sur y comiéndose la mitad de las palabras. Casi podía oler su aliento, si se acercara un poco más notaría que sudaba mucho porque desde hacía unos años no era capaz de controlarlo. Posiblemente su vida no era la más adecuada para seguir controlando su figura, y había empezado a engordar y desesperarse porque le habían dado unas pastillas que la hacía ir al baño con frecuencia y no eliminaban aquel sudor insoportable, al contrario. En su cabeza seguían amontonándose ideas, críticas, agradecimientos, súplicas y deseos inconfesables, eso la hacía verla como una diosa, una mezcla de fragancias del baño, de gel de frutas, de colonia y tabaco, y de los vapores que su cuerpo intentaba eludir sin conseguirlo. En un momento, sin previo aviso, sus pezones empezaron a manifestarse duros y puntiagudos bajo el albornoz, lo que le hizo adivinar que no llevaba ni un sujetador, y eso lo puso aún más nervioso.

2 Asomos Y Maneras

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La cafetería Denys, era un lugar conocido por la hija de Sofita. La Navidad estaba cerca y eso la convertía en un lugar muy frecuentado porque allí cerca había un vivero con todo tipo de plantas, flores y arbustos y en aquella época todo el mundo parecía ir allí a comprar su arbolito de Nöel. Había pasado suficiente tiempo desde su encuentro con Sofita, tres semanas al menos (tal vez algo más de un mes), y eso le permitía olvidar los pormenores más estrechos y mezquinos de aquel encuentro, y afrentarse a Jennie sin mencionarlo siquiera. En las semanas previas a la navidad solía hacer una visita a sus padres, del mismo modo que Jennie estaba haciendo en su regreso, pero ese año no parecía inclinado a ello, porque aún no había encontrado trabajo y no quería gastarse el poco dinero de su asignación estatal, y el que su propios padres le mandaban, en un viaje y en regalos. Para cuando llegó su café el lugar empezaba a estar demasiado lleno y él ligeramente incómodo, y la chica aún no había llegado. La respiración se volvía cansada, pero eso lo atribuía al largo paseo desde su habitación en el centro, y no tanto al humo o a las ventanas cerradas. Al fin se abrió la puerta y pudo ver a Jennie acercarse a su mesa con un abrigo rojo cerrado con un cinturón en nudo de la misma tela, encogiendo los hombros y sin demasiada dificultad en sortear a otros cuerpos. Se levantó observándola y moviendo una mano que a ella la hizo sonreír, en ese preciso instante él se preguntó, cómo podía ser de una belleza tan sospechosa y no haberse dado cuenta unos años atrás. Ella seguía actuando con la misma altiva normalidad de siempre, lo que él en otro tiempo había atribuido a que dentro de sus propios problemas era una muestra de piedad con él mundo, cuando ya había aceptado que por su parte viviría poco. También, en otra ocasión había creído que aquella actitud se debía a que ella necesitaba comprensión y que la quisieran, a pesar de todo, y por eso se comportaba con el mundo, por muy graves que fueran sus pecados, con absoluta condescendencia. Y entre unos pensamientos y otros, entre interpretaciones y análisis varios, había “estado a su lado” durante unos años en los que no todo había sido tan hermoso. Él, a pesar de todo lo pasado juntos, seguía sin conocerla, y ella seguía avanzando hacia a su mesa, intentando sonreírse mutuamente. Así fue su reencuentro, con unos besos rápidos y una transición sin demasiadas emociones antes de sentarse. No habría sido difícil imaginar una momento así, predecir como iba a suceder, las perspectivas de los cuerpos en medio del café y la actitud sonriente y desafiante, si eso fue posible, en los ojos de Jennie. Después de un tiempo de decirse como se veían y contarse las últimas novedades más superficiales, decidieron salir a dar un paseo y así lo hicieron. Se conocía los suficiente, y sobre todo, él la conocía a ella con la suficiente profundidad para dejar a un lado antiguas confusiones. Eso, en casos parecidos, no suele ser suficiente para que los espíritus se sientan inquietos y desamparados. Como ella solía decir, “sus contradicciones nadie las entendía y ella misma no era capaz de situarlas más que en el transcurso ocasional de una vida de la que no se consideraba completamente dueña”. La antipatía por aquellos que no hacían nada por comprenderla era natural en Jennie, no con respecto a su abandonado aspecto de hija rebelde, sino, solamente, a su parte de dolor íntimo, el que debe pertenecernos a todos y debemos suponer en los demás. Por supuesto que no todo el mundo tendría que conocer la inclinación de Jennie a todo tipo de adicciones, pero aquellos que las conocían, según su forma de pensar, deberían estar obligados a suponer que había profundas razones que la llevaban a ello. No se trataba unicamente del rechazo o las decepciones que iba acumulando como quien colecciona records, tampoco se trataba unicamente de ella y sus marcas, se trataba, en último término, de las reacciones sociales como el resultado de los elementos culturales que nos dan forma. La rectitud moral, no era más que arte de la hipócrita resolución que tanto la dañaba, y que si no hubiese sido por su discreción la hubiese degradado en cualquier evento, escuela, fiesta, casa de familiares o amigos, trabajo, en el que la conocieran. Daba igual si quienes practicaban con ella esa degradación social eran indeseables que pegaban a sus mujeres y a sus hijos, si eran puteros, si habían dejado a sus padres en la calle para vender un apartamento, si se habían casado sin amor, si se habían divorciado y no habían querido volver a ver a sus hijos, o si habían maltratado a un sin techo sólo porque se les había acercado a pedirles limosna, la piedad no es cuestión que los poderosos puedan poner en práctica, y todos ellos se considerarán siempre con 174


derecho a despreciar a todos los que no tienen suficiente fuerza para enfrentarse a ellos. Nadie ignora que la brutalidad forma parte de la existencia, y que con seres que se ponen a sí mismos en lo más alto de la sociedad no se puede razonar más que con argumentos de fuerza, y no me refiero sólo a la violencia física. En realidad, para habérselas con semejante vergüenza en su carrera burguesa, los padres de Jennie la habían mandado a un centro de desintoxicación al extranjero, y no al colegio que le permitiera completar sus estudios. Haría falta un término para denominar a eso, decir, falta de amor y compromiso, no sería suficiente. Precisamente en aquel reencuentro, ella, como tenía por costumbre, fue todo lo sincera de lo que era capaz, y le reveló este extremo, y también, que no había tenido nada que ver en que sus padres lo hubiesen llamado para cenar. Cuando las cosas suceden así, se puede entrar en todo tipo de conjeturas, y lo primero que Sismic pensó, fue que se preocupaban por su hija, y veían en él el equilibrio que Jennie necesitaba. Podría arrogarse legítimamente el derecho a ser considerado su mejor amigo, pero no quería caer en el egocentrismo y equivocarse también, al imaginar que era tan importante. Recordaban haber estado en aquel mismo parque, cerca de aquella misma fuente, en otra ocasión: Discuten acerca de lo que recuerdan; deben estar equivocados en algunas de sus impresiones. Se proponen dejarse llevar por su instinto, y él dice que si cruzan el puente, al otro lado encontrarán un anfiteatro de grandes escalones de piedra en el que podrán sentarse. Una gran serenidad se apodera de ellos, no sería tan grave perderse, esperar a la noche y llegar tarde a cualquier cosa que tuvieran que hacer después. Cada vez que se encontraba al lado de Jennie le sucedía que perdía la noción del tiempo y siempre terminaban corriendo por los parques, bebiendo vino y sólo Dios sabe, tomando qué más de pastillas y hierba adulterada. Se sentían absolutos dueños de sus vidas y no deseaban que aquel momento pasara, no quería tener que ir a otra parte, que anocheciera o hiciera un frío helador. ¿Es el ocaso lo que les provoca esas sensaciones? ¿Su locura? ¿El vino? Sismic quería creer que empezaba a dedicar su vida buscando resultados, que se había movido en serio esta vez, buscando trabajo. Estaba recuperando la estima por sí mismo aunque de momento ese cambio no hubiese dado resultados precisos. Ya no creía que el ocio era el objeto de su vida, sino que al contrario, había concluido que lo llevaba a un callejón sin salida. Desafortunadamente, pretendió hablar de eso con Jennie, y ella a pesar de la neblina que cubría sus ojos, le respondió de una forma bastante sarcástica, como si sintiera que eso quería decir que terminaría por abandonarla del todo. A veces, para algunos seres, pasar meses separados, a miles de kilómetros de distancia, sin verse, sin escribirse, sin una llamada telefónica, no quiere decir “pasar página”, y ese había sido su caso en los últimos tiempos. Cuando Sismic quiso que ella se explicara, y que sometiera su desagrado a juicio, ella respondió que las chicas hay cosas que no dicen pero que para ellas son las más importantes, que a veces, saben que “algo” no pueden ser, que no hay ni una oportunidad de triunfo en sus anhelos, pero mantener las cosas como están, procurar que nadie cambie, les ofrece su mayor felicidad. Como él nunca había sido bueno escuchando a las mujeres y las mujeres lo habían tomado siempre por un simple al que tratar con monosílabos, tampoco se había esforzado y había preferido centrar su atención en otras facetas de la existencia, entre las que se encontraba su afición por las películas extranjeras subtituladas, los libros de poesía y los paseos por el parque. Nunca habría pensado de Jennie que lo tomara tan poco en serio como las chicas antes mencionadas, pero sin duda ella había sido una excepción, y después de todo, en aquel amor sin tocarse que sentían, en aquella devoción intelectual que les permitía devorarse sin ponerse un diente encima, se habían considerado siempre inseparables, y ella mucho más necesitada de sus atenciones, que todo lo que él pudiera imaginar. Al día siguiente se volvieron a ver. Él pasó la resaca lo mejor que pudo, ya no se acordaba como era, y se tomó dos aspirinas pero eso nunca le ayudó. Recordó lo que había sucedido la tarde anterior y se dijo que con Jennie era imposible caer en la melancolía, al menos ella si lo hacía buscaba los momentos de soledad, porque no la recordaba como una chica triste o lánguida, en ningún caso. No le costaba adaptarse a su intensidad, sin embargo, sabía que no le era posible seguir 175


el ritmo que ella imprimía si se encadenaban varios días seguidos. Se reprochó haberla animado a verse ese día, pero habían pasado muchos meses sin verla y quería tener un poco más de toda aquella energía que expelía y que levantaba el ánimo a todos los que la rodeaban. Tenía la impresión de que se aceptaban con tanta naturalidad que habrían encajado finalmente si hubieran seguido con su relación íntima, pero en algún momento, debemos decirlo, le dio miedo. No podía, no debía seguir alimentando aquel deseo, a pesar de toda la atracción que indudablemente ejercía sobre él. Resulta interesante constatar que Sismic no sospechó que los pasos dados por los padres de Jennie, en realidad, eran el resultado de la preocupación y los desvelos por su hija. Él, que solía jactarse de su agudeza a la hora de relacionar aspectos de la vida que a otros... les quedaban colgando, por así decirlo, esta vez no había podido imaginar que fuera una pieza tan importante en el laberinto de Jennie. Su ego podía haber funcionado lo mismo, si hubiera aceptado que tenían una alta opinión de él y que lo consideraban hasta sanador. Sin embargo, Sismic debió pensar que su encanto personal era suficiente para tanta amabilidad, así de equivocado había estado. En su forma de pensar, todo lo que estaba sucediendo era asumible, nada que ya no hubiera hecho en el pasado, y nada que no estuviera dispuesto a hacer con agrado. No le habían pedido nada, sólo habían permanecido en contacto con aquel chico que los padres habían considerado una buena influencia. Aquella tarde, Jennie se empeñó en hablar de lo que le gustaba, de como había disfrutado en el extranjero y de las amistadas que había hecho allí, y que no le permitieron avanzar en su poco profundo interés de dejar de meterse al cuerpo sustancias químicas. Sismic hubiese deseado salir corriendo, no le gustaba si se iba a poner en plan, musa de los estupefacientes. Ella no solía hacer eso, no la recordaba hablando abiertamente de sus adiciones, y mucho menos, presumiendo de ellas, que al fin le causaban tantos problemas. Estaba tan desconcertado que apenas podía mirarla sin mostrar su contrariedad. Se quedó en silencio, aguantando su enfado y mirando al infinito, mientras ella se despachaba a gusto con sus historia de amigos, drogas y borracheras, en un país extranjero que le proporcionó de todo menos equilibrio, y en el que se las había arreglado para ocultar sus fiestas a la atención de los médicos que la trataban. No podía haber previsto un discurso semejante, y era incapaz de establecer la intención del mismo. Ella, entonces le confesó que había hecho algunas cosas allí sin tomar precauciones, y él no supo si se refería a agujas o penes, en cualquier caso, “las dos opciones solían tener un premio más que dudoso”, pensó cínicamente. Comprendió que con aquella confesión, una vez más, Jennie intentaba comprometerlo, obligarlo a entrar de lleno en su vida, atarlo, o en su caso, y sólo si él tomaba esa decisión, abrirle la puerta y permitirle que huyera cobardemente ante los problemas, algo de lo que él, en aquel momento, estaba muy cerca de hacer. Se apresuró aquella tarde a instalarse en un banco del parque y ella le siguió, que por sentirse ausente de toda normalidad y conciencia, no podía pensar en nada más que sus confesiones. Por hallarse tan concentrada apenas se percató de aquella afición al aire libre, cuando ella hubiese preferido pasar la tarde en la habitación de Sismic o en un bar. Así se iba enterando el antiguo novio, de todos los detalles de aquel año temerario, de los nombres de los amigos y amigas de Jennie, de sus vicios, de sus aventuras, gustos y anécdotas sin sentido. Ni siquiera se había arreglado especialmente para aquella ocasión que parecía llevar tan pensada, ¿acaso buscaba contrariarlo y que no deseara volver a verla? Orgullosamente había acudido a su cita con la desgana del que se vistió a correr y salió de casa sin lavarse la cara, por eso, mientras seguía hablando se frotaba los ojos como si le picaran furiosamente o estuvieran a punto de pegarse sus párpados. Le pidió colirio, ¿qué clase de persona cree que todo el mundo suele llevar colirio en el bolsillo? Todos aquellos nombres extranjeros y sus imágenes asociadas, daban vuelta en la cabeza de Sismic y lo ocupaban nerviosamente mientras volvía a su habitación aquella noche. Intentaba parecer fuerte, después de todo, ella ya no debía significar nada tan personal que pudiera evitar toda emoción, pero no era así. Entre las costumbres que había adoptado en su nueva vida en la gran ciudad, estaba la de encerrarse por días en su cuarto; esto había empezado a suceder al sentirse vencido por no encontrar 176


trabajo. De pronto se sentaba en un gran sillón que tenía, o se echaba sobre la cama, y leía novelas baratas como si nada más importara en el mundo. Fue por eso por lo que se sintió tan a gusto cuando al día siguiente no se levantó en toda la mañana, ni se vistió en todo el día. La portera era la dueña de algunas de aquellas habitaciones que alquilaba, y fue dos días más tarde cuando oyó su voz, posiblemente en el rellano de la escalera, o en el otro extremo de habitaciones, el pasillo que se abría al lado contrario. Se acercaba a su puerta acompañada de alguien con quien no dejaba de hablar. Los vio a través de la mirilla sin alcanzar a reconocer al hombre detrás de ella. La señora Ressi afirmaba que no lo había visto en unos días, pero que era posible que estuviera la habitación. La calefacción bajaba de intensidad a esa hora de la mañana, porque la apagaban y se iba descomponiendo y diluyendo el calor de la noche entre las paredes de todos los inquilinos, lo que fue una suerte porque pudo abrir la puerta ya vestido y con unas cuantas capas de ropa encima. Parecía un esquimal, con sus botas de piel y sus hombros sin apenas movimiento, pero al menos no se había puesto el gorro que le tapaba las orejas, pero a veces lo hacía y hubiese sido un poco chocante, si no se trataba de vendedores, abrir con él puesto. La atmósfera no era agradable, no había bajado la basura al contenedor y sabía que aunque él ya no lo notaba, el olor era muy fuerte al entrar de la calle. Es posible que algunas personas a las que conocemos levemente, tal y como le pasaba con el padre de Jennie, nos hagan sentir cohibidos, nos inspiren algún tipo de desconocido temor, o quizá mejor debería llamarle prudencia, incluso cuando no están presentes y se trata sólo de una reflexión en la que se cruzan por motivos de los que se podría perfectamente prescindir. Esa prudencia de la que hablo, lo llevó a permitirle pasar, mientras que sabía que a muchos que aparecieran sin una invitación previa les diría que lo esperaran en el bar de al lado, que sólo se encontraba a dos portales del suyo. Despidió a la señora Ressi con un , “seguro que tendrá mucho que hacer”, que sonó como una amenaza, porque había actuado como una fisgona, y no había perdido detalle de sus reacciones mientras recibía e intercambiaba las primeras palabras con Airtorm. Desde luego. Hubiese sido más fácil haberlo hecho esperar en la portería y llamarlo por el telefonillo que tenía encima de su mesa, pero entonces no se habría enterado de gran cosa. “Ahí lo tiene, sin duda es él”, repuso la señora haciendo un gesto de superioridad con la barbilla y alejándose con decisión. Airtorm parecía lleno de paciencia, a un gesto de Sismic dio un paso al frente y cerró la puerta tras de sí, sin ni siquiera sacar una de sus manos del bolsillo de su abrigo. Seguidamente carraspeó y y se frotó la barbilla, miró a a su alrededor, observó una silla al pie de una mesa, pero siguió en pie hasta que el muchacho le indicó que se sentara. Sismic, mientras esto sucedía lo miraba de reojo e intentaba darle forma a la cama, que, por el día, también servía de sillón. Preguntó si quería café y Airtorm contestó que no, aún así puso la cafetera al fuego en una pequeña cocina eléctrica al lado de la ventana. Después se sentó en la cama, y por primera vez se miraron el uno al otro sin que nada pudiera distraerlos de semejante impresión. Era como si Sismic estuviera ansioso por saber lo que había llevado a aquel hombre hasta allí, pero también como si Airtorm se estuviera preguntando lo mismo. En ocasiones parecidas era capaz de simular una rudeza que no poseía por naturaleza, pero además, estaba seguro que Airtorm podía ser aún mucho más rudo que él mismo. Se miraban esperando que uno de los dos hiciera alguna pregunta, pero sin prisa, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Airtorm sabía que Sismic se había tomado muy en serio lo de buscar trabajo, y eso tenía que ver con el motivo de su visita. Le había seguido los pasos desde que fuera novio de su hija en el colegio de las afueras al que la mandaba, y si había algo que tenía claro acerca de él, era que su transformación siempre había obedecido a nobles propósitos, y, si bien no había avanzado mucho, le satisfacía verlo luchar sin desfallecer. Airtorm le ofreció un paquete que tenía sobre las rodillas, indicando que se lo mandaba Sofita, pero que no lo abriera inmediatamente, que sólo se trataba de embutidos y queso. Se daba cuenta de que debía tener un aspecto deplorable, y que lo veían débil y mal alimentado, pero el se sentía con las fuerzas necesarias. Permaneció mirando el paquete recibido entre sus manos hasta que se decidió a ponerlo sobre la cama, a su lado. Entonces 177


Airtorm se decidió a hablar del motivo de su visita y él le presto una atención académica. Por lo que parecía, en la fábrica de calzado había quedado un puesto como operario de máquinas, nada difícil o que necesitara una formación específica, y le gustaría que él accediera a ese puesto. Debía incorporarse inmediatamente, es decir, al día siguiente lo más tardar, y los honorarios serían los habituales sin tener en cuanta la antigüedad, lo que supondría que algunos compañeros cobraran un poco más que él. No había mala intención en Airtorm, de eso estaba seguro, pero tal vez no contara si tenía otros planes para él, en espera de un momento mejor. Se había puesto un poco nervioso pero aceptó el trabajo mientras se ponía una taza de café. Se sentó de nuevo en la cama, esta vez encogiendo los pies, en una postura inconscientemente ridícula y poco operativa si deseara levantarse con algún tipo de prisa. En realidad, Airtorm llevaba en la cabeza las mismas preocupaciones de siempre por su hija, y le hubiese gustado decir que ella ya no viajaría más, y que si él se comprometía a llamarla y estar con ella, aunque fuese como buenos amigos eso le complacería mucho. Sin embargo, le pareció demasiado, y le sonaba como que condicionaba el trabajo a su amistad, así que no dijo nada de esto, pero quizás lo dio por sentado. De todo ella, además, se hubiese desprendido una intención de controlarlo y acabar con cualquier cosa que lo pudiera distraer de su cometido, incluidas nuevas amistades. No podía plantear las cosas de ese modo, lo tenía claro, pero si a sus oídos llegaba que se torcía en sus diversiones, que se convertía en un tipo de persona que no era o que se aficionaba al mismo tipo de sustancias que su hija, tendría que despedirlo fulminantemente. Por lo pronto, sabía que era la única persona de la que podía echar mano en situación tan difícil, y no podía ponerse muy estricto, así que dio por bueno el trato con el chico y deseando que todo saliera como esperaba, se despidió. Para los padres de Jennie, nada era fácil, sufrían, se exasperaban, intentaban ayudarla, pero sin éxito, y además tenían cada uno de ellos, una vida que atender, la suya propia. Sismic hubiera preguntado por Sofita pero se sintió intimidado. Ella dedicaba su vida al cuidado de la casa y salir de compras, lo que no podemos decir que para una burguesa fuese exactamente ocio, porque procuraba estar ocupada y eludía los cines, los teatros y otras distracciones parecidas. Desafortunadamente, Airtorm no parecía muy conforme con su situación familiar, y habían hablado de divorcio en más de una ocasión, pero sin tomarlo demasiado en serio. Aquella vez nadie hubiese entendido que el matrimonio hubiese acudido en estrecha armonía al domicilio del chico, al fin y al cabo era una oferta profesional en la fábrica de calzado, o eso parecía. Sin embargo, cuando abrió el paquete encontró una nota que le pedía acudir un día concreto a una hora precisa a su apartamento, y a Sismic le hubiese gustado complacerla pero ese día ya estaría trabajando. Como no era más que un aprendiz y la producción había tenido un parón debido a una horrible tormenta de nieve que tenía dos camiones de calzado parados en mitad de la autopista, llegado el momento, alguien le dijo que tenía el día libre y no entendía nada. No le gustaba mucho la idea de que las cosas sucedieran así, como si el universo se entretuviera en complicarle la vida, pero ya no podría buscar excusas y con el tiempo justo, aceptó que tenía un compromiso con la mujer de su jefe y para allí se fue. Pero, cuando ya estaba a punto de entrar en el portal, se tomó un minuto para pensar y decidió que nada podía ocurrir de una forma tan sórdida, que se trataba de su vida y sus propias decisiones, así que dio media vuelta y se fue a comer a una cafetería cerca que no estaba muy lejos de allí. A diferencia de otros jóvenes con parecidas preocupaciones, cuando la vida lo sometía a presión, se mostraba decidido y eso se trasladaba a su forma de andar, como si esa iniciativa bien ponderada pudiera ayudarlo contra todos los males que lo acechaban. Apenas realiza el trayecto a casa en unos minutos, sin parar a tomar aire. Cruza la portería sin permitir que la señora Ressi se percate de su presencia hasta que ya está demasiado lejos de su influencia, subiendo las escaleras y finalmente, entrando en su habitación con baño. Es necesario reseñar que lo llevaba esperando todo el día porque quería hablarle de algunos pagos atrasados, y que ahora que ella sabe que ha empezado a trabajar no le permitirá seguir alargando. Eso la hizo subir a su habitación y llamar a la puerta. Todo quedó aclarado, menos cómo supo la señora Ressi lo de su trabajo, o se trataba sólo de una suposición. En su nuevo trabajo, Sismic tenía un compañero con el que enseguida hizo “buenas 178


migas”. Es interesante darse cuenta de que los trabajos puramente físicos, o de manipulación mecánica, si no son de precisión, permiten hablar, pensar en otras cosas, o dejar volar la imaginación a lugares que la máquina que tienes entre manos nunca soñaría. De ningún modo se atrevería a desafiar la autoridad de Airtorm, pero en momentos de descuido, o cuando salía por motivos personales, procuraba hacer preguntas a Oskar que lo iba poniendo al día de las ultimas novedades. Trabajar en la fábrica de calzado del señor Airtorm le hizo pensar más en él. Su aspecto exterior era el que se podía esperar de un ejecutivo, chaqueta americana, pantalones con bolsillos a lados y camisa por dentro, bien cerrado con un cinturón de piel; en invierno solía poner un abrigo sobre la americana que le legaba hasta las rodillas. Todo en él sonaba a uniformidad, y rara vez aportaba novedades a su atuendo. Los zapatos, como es de esperar eran de la gama más alta de los que él mismo fabricaba, y casi siempre de color negro. A primera vista, no producía una gran impresión, de hecho, creo que podríamos decir que era un hombre bastante vulgar. Pero cuando se le empezaba a conocer uno reparaba en sus ojos y en su mirada, y había algo de tensión y concentración en ella que incomodaba. Una vez en la empresa, Sismic encontró que era mucho más inaccesible de lo que había creído, y lo agradeció porque no deseaba hablar con él a cada momento, de hecho, como en el futuro descubriría, podían pasar semanas sin que cruzaran una palabra. Me refiero, por supuesto a la vida laboral, otra cosa, como veremos es lo que sucedía cuando el tiempo libre les permitía tener una vida. De esos primeros días en su nuevo trabajo, recordaría toda la vida lo torpe que se encontró y la pobre opinión que tenía de sí mismo por no ser capaz de hacer las cosas al nivel de sus compañeros. Su cara adquirió por aquel tiempo una expresión de despiste que le duró aún muchos meses, y ni siquiera la voluntad explicita de acabar con ello y parecer más desenvuelto, fue capaz de retraer aquellos gestos de no entender, a veces impotencia, dudas y vacilaciones. Poco antes de navidad recibió una llamada de Jennie, estaba muy alarmada, la primera crisis grave del matrimonio se había desencadenado y el señor Airtom se había ido a vivir a un hotel. Necesitaba quedar con él para desahogarse, y en cuanto tuvo ocasión se refirió a lo acontecido como: una terrible incomodidad para todos. Pero, sobre todo, era ese tipo de cosas, según dijo, que la hacían sentir insegura y que le hundían en sus fracasos. Recordó algunos pasajes de su infancia, e intentó convencer a Sismic de que sus padres no siempre habían sido así, pero eso no hacía falta. Todavía podía recordar y hacerle sentir que había habido un tiempo en que los dos habían luchado por darle forma a la familia y que ella había sido muy afortunada de ver a sus padres tan unidos. No sabía exactamente como se había ido esfumando toda aquella cómplice felicidad, todo el esfuerzo que le parecía tan grandioso contra su debilidad infantil. En su infancia, Jennie había admirado mucho a su padre, y en absoluto estaba dispuesta a creer que eran culpa de su madre las crisis de la pareja. “Esas cosas pasan”, le dijo. “Tal vez no se merezcan haber tenido una hija tan fuera de sus esquemas”, añadía. La decisión de la separación había sido del señor Airtorm. A Sofita no le había dado igual pero se había mantenido en silencio, sin hacer nada por evitarlo, sin pedirle siquiera que se lo pensara unos días. Ninguno de los dos parecía desmerecerse, en realidad, estaban hechos el uno para el otro, no había motivo para tanta alarma. Naturalmente, Airtorm no podía acusar de nada especialmente grave a su mujer, sobre todo, si tenemos en cuenta que el mismo organizada fiestas a las que ella no estaba invitada, y de las que volvía de madrugada, sin dar ningún tipo de explicación. Por la forma de hablar de Jennie, parecía entender que reprobaba la actitud de su padre, y lo culpaba de todos los males de la familia, si bien hasta aquel momento, mientras la unidad familiar había continuado a pesar de todo, no había podido hablar con tanta franqueza de ello absolutamente con nadie. Ella estaba viviendo en la casa de los padres, o dela madre si se quiere, a partir de este momento. De todas formas no debemos adelantar acontecimientos porque Airtorm volvió a cada en apenas una semana. Pero ese tiempo fue duro para las dos, y la casa se volvió un lugar demasiado hostil. No quería acentuar la crisis con sus quejar, pero no estaba cómodo. De tal manera, que no dijo nada, pero ya estaba buscando un lugar al que poder mudarse, si no fuera porque el retorno del padre no 179


se hizo esperar. Resultó curioso que en todo aquel episodio, Jennie se manifestó en favor de su madre, pero cuando se vio viviendo con ella, las dos solas, inmediatamente valoró la oportunidad de ir a vivir a otra parte. Sismic pensaba que muy posiblemente no había valorado la diferencia de clase entre él y Jennie. Nunca lo había hecho, porque como compañeros de estudios se habían entendido desde el principio sin valorar nada que ocurriese fuera de tal condición. No es que fuera un muchacho irrespetuoso, o desafiante por naturaleza, pero empezaba a cansarle todo lo que acontecía desde el punto de vista burgués. Y no es que no conociera otras personas de buena posición, en su pueblo también había ricos, pero los veía pasar de lejos, y no daban la impresión de estar metidos en problemas que parecía caprichos. Por otra parte estaba aquello de intentar valorar las reacciones de gente de edad tan avanzada y que llevaban la vida tan vivida, ¿qué sabía él de los motivos de aquella gente para actuar como lo hacían? Aún en el peor de los casos debía ser prudente con sus juicios, entre otras cosas, porque a él mismo no le gustaba la gente que hacía juicios con ligereza. El pretexto de la separación de los padres fue suficiente para que Jennie alquilara un bonito piso y le propusiera a Sismic que se fuera a vivir con ella; por supuesto, él pagaría una parte del alquiler. La situación no iba a ser tan sorprendente porque ellos ya habían vivido juntos en el pasado por cortos espacios de tiempo. Sismic ni se lo pensó, por una parte era la forma de llevar una vida más ordenada en un ambiente más elevado, el que posiblemente él creía que merecía. Pero también estaba la posibilidad de perder de vista a la señora Ressi, sus exigencias y su curiosidad insana. No se trataba de ninguna imprudencia, y era consciente de que podría haber sorpresas en el futuro, tratándose de Jennie, todo podía ser, pero sólo se trataba de vivir allí, no de casarse con ella. Tampoco debía quitarle tanta importancia que lo convirtiera en un hecho insignificante: no, no se trataba de eso. Sismic estaba pasando el momento más decisivo de los últimos años, y posiblemente de su vida hasta llegar allí, y lo hacía sin demasiados referentes ni aprendizaje alguno. Podía entrever cosas que no se manifestaban abiertamente, eso formaba parte de lo que estaba viviendo, aunque se tratara de los secretos de otras personas también le afectaba. Algún día podría mirar atrás e intentar calcular si actuó con sobriedad y supo interpretar todo lo que le afectaba para no verse enredado en situaciones que nadie deseaba. Pero, hasta aquel momento no se veía complicado en nada que pudiera coartar su libertad de cambiar de amigos, de ciudad, de hábitos, de trabajo, de todo, si consideraba que se estaba enredando en algo que no deseaba. La libertad era importante, y mientras la conservara podría equivocarse y ser capaz de recomponer cualquier error, por eso se permitía actuar sin demasiadas desconfianzas; por eso y porque la gente desconfiada nunca le había gustado y no quería formar parte de semejante legión.

3 Coincidentes Distancias Estaba bastante claro que Oskar no era ninguna lumbrera, la mayoría de las veces la conversación con él giraba en torno a anécdotas muy divertidas acerca de uno o de otro, pero que no conducían a parte alguna. Por lo demás no parecía mal chico, metido en su divertido mundo de evasiones. Los lunes solía llegar al trabajo contando historias increíbles del fin de semana, y tanto era así, que costaba creer que pudieran pasar tan extrañas y arriesgadas aventuras en un espacio de tiempo tan 180


corto. Todo lo que contaba confirmaba que estaba predispuesto a que le pasaran todo tipo de cosas, que no era especialmente precavido acerca de los peligros que le acechaban, o al menos, que estaba dispuesto a aceptar las consecuencias si el riesgo valía la pena. Había hecho todo lo posible por entrar en la lista del sindicato a las elecciones de empresa, pero fue rechazado porque no se lo tomaba en serio. Se inventaba un pasado de compromiso que no había existido, o en todo caso estaba muy exagerado. Tal vez era cierto que en su interior sentía el desafío obrero, pero si era así, quedó relegado a un segundo plano cuando Airtorm lo nombró empleado del mes y puso su foto en el tablón de anuncios felicitándole. Una tarde, después de terminar uno de los turnos más largos, Sismic y él fueron a tomar unas cervezas, procuraban no hablar de la empresa, pero por algún motivo, la conversación siempre volvía a ella. Como de costumbre, Oskar hacía gracias de los últimos acontecimientos y discusiones que allí se produjeran, y a pesar de estar firmemente decidido a no reírse de los compañeros, no conseguía permanecer mucho rato en esos términos. Era capaz de convertir cualquier tema importante en una vaguedad, y al mismo tiempo, intentar convertir sus opiniones en lo más importante jamás revelado por profeta alguno a los pobres mortales. Sismic lo miraba incrédulo, y lo escuchaba con paciente sonrisa, porque según pensaba como distracción era el compañero perfecto. Oskar se distrajo hablando con algunos amigos mientras decidían si se iban para casa o seguían calle abajo hasta el siguiente bar. Cuando terminó la conversación iba a pedir algo más de beber, pero en lugar de eso se acercó a Sismic que había sacado su cartera para pagar las consumiciones y se había entretenido en ver una vieja foto en la que aparecía al lado de Jennie en unas vacaciones en la playa. Por algún extravagante motivo la había conservado allí después de que su noviazgo terminara, y mientras la sostenía Oskar se acercó y curioseó por encima de su hombro mientras decía, “la conozco”. Al principio de su cambio de domicilio mantuvo la discreción, de hecho, no conocía a tanta gente que necesitara una actitud especial para eso. No podía negar que estaba muy a gusto con el cambio, y que esa era la mejor razón para intentar que todo fuese como se esperaba, es decir “como la seda”. Durante el tiempo que duró la mudanza, la señora Ressi no dejó de molestarlo y echarle cosas en cara de las que nunca antes le había hablado, lo que resultaba muy sorprendente. Cosas como que había subido a chicas a la habitación cuando él sabía muy bien que eso no estaba permitido, o que había cambiado muebles o cuadros sin su permiso; todo aquello lo indignaba, pero también revelaba que lo que ella no contaba con su marcha y que lo que realemnte la molestaba era que posiblemente nadie pagaría lo que él estaba pagando por la habitación. A Jennie le resultaba conveniente su nuevo piso porque quedaba cerca de la casa de sus padres, y ella se desplazaba andando o en taxi, y no necesitaba el taxi desde allí, salvo que excepcionalmente su madre se encontrara enferma o su padre la llamara por teléfono por cualquier otra urgencia. Después de la primera semana los dos parecían encantados y acostumbrados a su nueva situación, con habitaciones separadas y compartiendo la sala de la tele, el baño y la cocina: todo muy europeo y civilizado. “¿La conoces?, pues vivimos juntos”, respondió Sismic. Mientras hablaba con Oskar, pensaba en Jennie y su oscuro secreto de colirios, pastillas para dormir, marihuana y, en el pasado, cosas bastante más fuertes. A veces cantaba una vieja canción que repetía murmurando sin que se entendiera la letra, pero lo que repetía era simple aunque ocurrente, “tu secreto vive en mi como un pasajero”. Una rara vez, caminando los dos de vuelta de una fiesta, eso había sido en los años de colegio, Jennie había visto unos gatos jugar en la puerta de una vieja casa abandonada, era de noche y no pasaba nadie por allí. Hubo una interrupción en su paseo porque quiso acercarse y tomar uno de aquellos gatos entre sus manos. Una fiel comprensión lo animaba a no hacerle advertencias cuando ella hacía cosas parecidas, a pesar de que aquellos gatos estaban tan sucios que parecían enfermos. Pero se quedó mirando en la distancia sin decir nada. Después, en casa, Sismic había pensado en ello como si le hubiese quitado una fotografía y la imagen hubiese quedado congelada en su retina. Y, todavía más tarde, cuando se dejaron de ver y ella se fue al extranjero, aquella imagen volvía recurrente con toda su dulzura. Lo mismo sucedía viendo aquella vieja foto de los dos juntos, evocaba momentos que ya no volverían. 181


No podía culparla de nada, ni siquiera de que él tuviera que tomar aquella dolorosa decisión, ni de que ahora estuvieran de nuevo viviendo juntos; sólo que, después de cierto tiempo, necesitamos poner la mente en orden, y como a él le estaba pasando, nos dedicamos a ejercicios de melancolía que no ayudan en nada. Reconocía que lo había pasado mal mientras duró la separación y durante el tiempo que Jennie desapareció de su vida, a pesar de no sentir ya atracción física por ella. Se tenía por un hombre fuerte de carácter en muchos aspectos pero no en ese, y sentirla tan lejos cuando había llegado a compartir cosas tan íntimas era como perder una hermana, de hecho se trataba de la persona más cercana en la ciudad y con la única que podía compartir ciertas cosas. ¿Cómo era que Oskar la conocía? Comoquiera que fuese, Oskar no era el tipo de persona de persona que le iba a guardar un secreto, supongo que nadie habría pensado lo contrario. Su forma de comportarse no guardaba ni el más mínimo asomo de presunción o altivez, no sería lógico para una persona que asume que su futuro depende de conservar su trabajo en la fábrica de calzado. Para entender lo que pasaba con Oskar debemos atender a su confesión, y la facilidad con la que respondió a la exigencia de Sismic. No hacía falta pensar de demasiado para entrelazar algunos puntos a partir del momento en que respondió que Airtorm le había pedido que le llevara algunas cosas a casa, y que había conocido a su mujer y a su hija. Por otra parte, no le había sorprendido ver aquella foto salir de la cartera de Sismic, porque, según afirmó, todos en la empresa sabían que había sido recomendado por el mismo jefe y lo suponían pariente o algo parecido. Fue entonces cuando Sismic entendió la actitud reticente de algunos de sus compañeros. Cuando las cosas suceden así, no se puede hacer nada por evitar la imaginación de la gente, sus desconfianzas, sus malas intenciones, o su precauciones, por muy injustificado que este todo ello. En efecto, había sido objeto de alguna forma de sabotaje emocional, por controlado que le hubiese parecido. Y como a veces, en situaciones similares, se estima que es imposible hacer cambiar las cosas, y que dar explicaciones lo estropearía todo aún más, Sismic debía empezar a proponerse seguir adelante en su trabajo sin esperar la mínima ayuda o simpatía de nadie. No intento justificar los motivos que llevaron a Sismic a sentirse profundamente enfadado y decepcionado aquella noche. Como es lógico, el mundo no giraba en torno suyo, ni mucho menos, ni se había presentado así ante Oskar, quien iba a ser el más perjudicado por su reacción. Pero su carácter, el rasgo principal de su forma de ser era la paciencia, y lo fue, lo intentó, a pesar de haber bebido y de encontrarse fatigado, pero cuando finalmente su compañero de trabajo le confesó, que también había sido invitado a cenar con la familia Airtorm la noche de nochebuena, eso ya fue demasiado. En su imaginación surgió un estúpido complot para dejarlo a un lado, cuando eso hasta ese momento no le había importado lo más mínimo. Las manos le temblaban y estaba a punto de estallar, pero se controló una vez más. Comprendía que Oskar se sentía extraordinariamente honrado por todo lo que le estaba sucediendo, pero que había sido condescendiente al decirle cosas que podría haber mantenido en secreto, aunque, tal vez lo había hecho por presumir, o por vanagloriarse de una pretendida situación de superioridad. Y cuando más vueltas le estaba dando a todo, a su situación en su nuevo trabajo y como la frialdad con la que había sido tratado, la indiferencia del señor Airtorm, el mismo que había ido hasta su habitación a pedirle que trabajara en su empresa, y el silencio de Jennie con la que convivía y la que tampoco le había hablado de algunas cosas (sobre todo, que conocía a Oskar), en ese crucial momento en que su mente empezaba a sentirse embotada, fue cuando Oskar le soltó lo de la cena de nochebuena. Parecía satisfecho, sonreía estúpidamente y hablaba inconsciente del mundo de emociones que se estaba moviendo en el interior de su amigo. Habían llegado demasiado pronto a sus diferencias, si es que la amistad necesita de un tregua en sus principios para poder consolidar su rasgos amables y capaces de comprender. A veces nos pasa que necesitamos tiempo para meditar nuestra vergüenza, y algo de vergüenza estaba sintiendo Sismic ante tantas sorpresas. Entonces, posiblemente por primera vez desde que lo conocía -posiblemente menos de un mes- lo miró fijamente a los ojos y a la cara, escrutó su fisonomía, sus gestos y los más mínimos detalles relativos a sus dientes, las arrugas de sus ojos y el pelo que crecía libre sobre sus orejas, todo le importó de repente, hasta el 182


punto de comprender que estaba siendo retado, tal vez involuntariamente, o tan sólo desde el inconsciente, pero el desafío se podía sentir en el aire. Y la única defensa que se le ocurrió fue la crítica, abusar de todos sus defectos hasta que tuvieran la relevancia insalvable de la mediocridad. Deseaba humillarlo, consciente de que se estaba comportando sin piedad, y de su boca salían calificativos innobles y que lo rebajaban a los ojos de cualquiera. Sismic se estaba degradando a sí mismo cada vez que insultaba a su amigo, aunque esos insultos llegaran desde la ironía o la fineza desapercibida del estudiante que había sido. Por un momento creyó que en realidad la culpa existía en Oskar, no sólo por presunción, sino por haberse dejado invitar a cenar por el dueño de la empresa. Repentinamente se calló, se dio la vuelta y Oskar, sin saber que decir se quedó mirando a su espalda. Era el momento de separarse. Al día siguiente, se miraron en el trabajo un par de veces pero no se hablaron. A mediodía, Sismic comió en un bar de fritangas que conocía y que le servía cuando quería algo rápido. Su plan era hacer las horas que le quedaban de tarde entre zapatos, intentando no pensar demasiado en sí mismo, pero siempre que hacía este tipo de planes no salían como esperaba. También planeó demorarse en el centro como un transeúnte más y no volver al apartamento hasta tarde. No era algo tan extraño, lo había hecho el día anterior, Jennie no entraba en lo de sus horarios, y era la mejor forma de encontrarla dormida al llegar, todo en silencio, y no tener que hablar si no le apetecía. Unos días después repitió la operación, pero esa vez hizo algunas compras porque acababan de darle la paga de Navidad y estaba deseando gastársela. Hasta una semana antes de la fecha tan señalada, consiguió darle esquinazo a Jennie, o hablar con ella de cosas sin demasiado sentido sin que se diera cuenta de su extraño proceder. Jennie, por su parte, también había tenido una fuerte discusión con su madre, y se pasó una tarde llorando sin que él llegara a enterarse. Uno de aquellos días, sin poder aplazarlo más, Jennie le preguntó si iba a volver a casa de sus padres a cenar con ellos. Él respondió que no, a lo que ella añadió que lo había hablado con su madre y que se sentirían muy a gusto si los acompañaba. En principio respondió que no era lo que había pensado, pero al día siguiente en el trabajo Airtorm lo abordó con gesto severo, y ya no pudo negarse. Considerando toda la información de la que disponía, Sismic empezó a sospechar que estaba pasando algo por alto. Con toda la suficiente altivez que le proporcionaba saberse un ser inteligente y capaz de grandes interpretaciones de los momentos vividos, se permitía acaparar cualquier posible relación con sus intereses y darle la forma que más le conviniera a sus creencia, y eso lo llevaba a fallar muchas veces. No era posible entender la dedicación que aquella familia le ofrecía ahora a Oskar, pretendiendo al mismo tiempo que él mismo estuviera en medio todo aquello como una terrible molestia. En un impulso que escapara a toda reflexión le hubiese preguntado abiertamente a su compañera de piso, pero no lo hizo y siguió dándole vueltas a la idea de que aquella cena no le convenía en absoluto pero estaba obligado a asistir. Tal vez querían presentarlo como un “limpio” rival del pasado, y si era así, eso tampoco le gustaba. Después de todo, cualquier padre está en su derecho de desear lo mejor para sus hijos, y si apelaba a sus mejores sentimientos debería dejarse llevar y facilitar que consiguieran su propósito, que posiblemente sería un largo y formal noviazgo entre Oskar y Jennie. Tenía ante él una circunstancia que, por algún desconocido motivo, cambiaba velozmente, precisamente en un momento en el que no necesitaba que así fuera y después de pasar demasiado tiempo sin que nada nuevo, en absoluto, le aconteciera. Tal vez, aquella terrible demora en encontrar un trabajo, había sido una ruina. Había malgastado mucho energía en eso, pero aún le quedaban fuerzas para rebelarse si era necesario. Todo le parecía perverso y conjurado en su contra, cuando se ponía en el peor de los casos, y justo un momento antes de recuperar el equilibrio y convencerse de que no era así. Se encontraba al borde de un nuevo giro en sus relaciones, lo presentía, lo creía venir inexorablemente, y aguardaba a pesar de que su paciencia no iba a hacer que sucediera con más lentitud de la que otros deseaban y establecían. La noche de antes de Navidad, salió para el apartamento de los Airtorm perfectamente arreglado. Jennie había pasado todo el día en casa de su madre ayudando a preparar tan señalado 183


acontecimiento. Fue andando, y en poco tiempo dejó atrás un par de calles de casas bajas y llegó a los edificios más altos de la ciudad y la avenida financiera. Pensaba en Oskar, al que ya no deseaba acusarlo de nada, mucho menos de traición. Oskar creía en sus posibilidades, era lo único malo que había hecho en todo aquel entramando de situaciones y emociones enredadas como en una tela de araña. No se dio prisa, no deseaba llegar demasiado pronto ni estaba impaciente por volver a ver a Sofita y Airtorm, juntos e interpretando aquel estúpido papel de la familia perfecta. Era una noche fría, el termómetro tenía que haber caído a niveles que se acercaban a los cero grados, lo que para la latitud en la que estaban era mucho. No hacía mucho, menos de una semana, Jennie se presentó un día en la fabrica, la jornada estaba a punto de terminar pero no se acercó a hablar con él, pero sí lo había hecho con Oskar. Después en la calle los vio salir a los dos juntos con paso decidido, como quien tiene planes y se dirige sin demoras hacia ellos. Todo empezaba a ser normal, y no podía acusar a su amiga de no querer hablar de eso cuando coincidían en el piso que compartían. Por lo demás todo era normal, y pasaban tardes cenando o viendo alguna cosa en la tele hablando de todo lo imaginable, como siempre, pero sin mencionar a Oskar: eso era así de abstracto. En una de aquellas ocasiones, sin que viniera al caso y apenas como un síntoma de culpabilidad, o como una excusa por tener una familia como la que tenía, Jennie le habló de su padre. Le dijo que la fábrica de calzado era su gran pasión y que todo lo que tenían se lo debían a su esfuerzo por mantenerla en el orden de los tiempos cambiantes. Añadió que no podía ni imaginar como se había entregado, y que eso le había llevado a desatender otros aspectos de su vida igual de importantes. Le contó sobre algunas crisis familiares por culpa de algunas mujeres que se habían cruzado en su camino, pero que todos sabían que no habían significado nada frente a la fuerza familiar y lo que representaba para él -Sismic esbozó una sonrisa cínica-. Le pidió confianza, porque era su amigo y deseaba que siguiera siéndolo. Él había tenido muchas “distracciones” pero sería capaz de cualquier cosa por su mujer y su hija. Sismic escuchaba todo aquello preguntándose, qué tenía que ver con él. Recordaba aquella declaración mientras caminaba, recordando que en aquel momento le había prometido a Jennie que acudiría a la cena, pero ya entonces empezaba a dudar de que en medio de aquel maremagnum de emociones y complicadas estrategias, su estabilidad y equilibrio se encontrara a salvo, así que empezó a plantearse en dejar aquel trabajo en cuanto pasaran las fiestas. Volver a la habitación de la señora Ressi iba a suponer tener que comerse su orgullo y pedirle disculpas, pero lo haría si era necesario. Sismic llegó al portal de los Airtorm con meridiana puntualidad, pero ya todos estaban haciendo tiempo arriba, incluida una prima de Jennie que había llegado del pueblo para la ocasión. No era posible demorarse mucho tiempo sentado en la escalera, pero no le apetecía demasiado subir, y entonces sucedió lo inesperado. Sismic miró las dos botellas de vino que llevaba para acompañar el cordero -que en ese momento estaba a punto de salir del horno, y seguía su curso de lenta preparación estrictamente vigilado por Sofita- y sin esperar un minuto más decidió abrirlas y bebérselas allí mismo. Se trataba de se vino italiano con un nombre parecido a Zitarosa, y que no lleva tapón de corcho, así que no le hizo falta más que una navaja y un minuto para empezar su degustación. Una hora más tarde ya se encontraba bastante más animado y subió las escaleras, no sin cierta dificultad. Una asistenta le abrió la puerta y ya todos estaban terminando de cenar porque el cordero no espera a nadie y hay que tomarlo recién salido del horno. La asistenta se compadeció de él y lo sujetaba para que no se cayera, mientras Sofita se levantaba para llevarlo a un sillón y dejarlo reposar su estado, del que se hicieron algunas bromas pero no se le dio mayor importancia. Siguieron cenando sin percatarse de que en la mesa delante del sillón en el que se encontraba Sismic había licores, y de allí cogió una botella de whisky y siguió bebiendo sin que nadie lo viera, menos Oskar que estaba enfrente pero no dijo nada. En algún momento, Sismic los tomó por desconocidos y estuvo a punto de levantarse para dar un discurso, pero cayó de nuevo en el sillón y todo continuó como si nada. Todos hablaban comedidamente de asuntos sin importancia, y sin duda se trataba de una conversación civilizada, pero si al día siguiente, ni siquiera un minuto después, le preguntaran a Sismic sobre algo de lo que allí se hubiese hablado no sabría decir; tal era su estado. 184


Al final se quedó dormido, y Jennie se sentó un rato a su lado poniéndole paños húmedos en la frente. Esa fue la cena de nochebuena que paso con Jennie y sus padres, y la misma en la que Oskar le pidió a Jennie que se vieran más a menudo para empezar a salir “formalmente”, tal y como todos esperaban, y Jennie le dijo que sí. Repentinamente, no de aquellos días, mientras cortaba piel de camello con una máquina del trabajo, Sismic supo que aquella relación no iba a durar, que detrás de Oskar vendrían otros, pero que Jennie no se iba a atar a ninguno. Sabía que todos en aquella familia serían amables y considerados con cada nuevo candidato, pero que todas las atenciones que les pudieran dedicar serían en vano. En realidad, toda aquella actividad les era necesaria para vivir como el aire que respiraban. Daba trabajo hacer fiestas, preparar encuentros y hablarles sin parar a aquellos chicos de los estudios y de los novios más relevantes que tuviera su hija, pero eso formaba parte del juego y lo daban por bien empleado. Las peleas entre los Airtorm continuaron pero siempre llegaba algún modo de reconciliación y casi siempre, precedida de alguna nueva invitación a un posible candidato para emparejar a su hija. De cualquier manera, Jennie seguía drogándose, divirtiéndose, saliendo por la noche hasta el amanecer y, en ocasiones, durmiendo en casa de auténticos desconocidos. Sismic siguió compartiendo apartamento con Jennie, y eso le confería a los ojos del mundo y la empresa de su padre, en la que trabajaba, el estatus de mejor amigo, y sin duda lo era. Seguía escuchándola, interpretando lo imposible, asombrándose de historias que nunca sabría si eran del todo ciertas y desafiando todas las leyes de la lógica cuando sentados en un sillón le acariciaba el pelo mientras la escuchaba. Había un agrio enfrentamiento en su interior, pero también un entregarse a momentos dulces que sólo le podían perjudicar. A cualquier hombre, semejante situación le hubiese causado un desesperante tormento, pero incomprensiblemente no a él. Oskar parecía perfilarse como el nuevo jefe de área, pero eso a Sismic no le preocupaba, había vuelto a hablar con él con cierta cordialidad y todo había vuelto a la normalidad en la fábrica, es decir, continuaban las desconfianzas, los grupos, los que querían quedar bien a costa de lo que fuera y los que estarían dispuestos a cualquier cosa violenta por llevar la razón en las discusiones más estúpidas. En aquella ciudad, desde el momento de su llegada para buscar un trabajo, apenas había observado variación alguna. Las calles eran una sobreimpresión de sí mismas con cada época del año, como un cristal que se dibujara de nieve, de hojas caídas o de veraneantes. Era un bloque de cemento adornado como un árbol de navidad, humeante, cubierto de niebla o chorreando en los días lluviosos, pero siempre en pie, como cualquier desafío dispuesto a permanecer cuando nuestros ojos hayan desaparecido de la concavidad en la que reposaron, esa vaciedad incapaz de seguir asombrándose porque la ciudad camaleón se abrió durante tantos años a ellas. Y a todo aquello se iba acostumbrado como un mal menor y necesario, dispuesto a no rendirse. Tenía ante él una tarea difícil, por una parte estaba lo de su realización personal (al fin y al cabo eso lo había llevado hasta allí), del otro mantener el secreto de Jennie. Sabía que había algo en su sangre que le impedía tener hijos, pero hubiese considerado por su parte muy mezquino y de muy mala educación, haber preguntado para saciar su curiosidad. Conocía lo que ella le había deja ver, o hasta donde había permitido traslucir su drama y eso era suficiente para interpretar tantas cosas extrañas que pasaban a su alrededor. Las crisis de ansiedad solía pasarlas en casa de su madre, y si derivaban en una depresión podían pasar semanas sin volver por el apartamento que compartían. En ocasiones un fuego sublime la hacía perder cualquier contacto con la vida terrena. Se consumía de un dolor que no era físico pero que la capacitaba para seguir adelante apoyándose en los tranquilizantes en unas ocasiones y los estimulantes en otras. Para ella, cortado el músculo del hogar futuro no había otra solución que sentirse espléndida en cada momento, aunque fuera una emoción que nacía químicamente y que al final la destruiría. Intentaba hablarle, saber lo que pensaba acerca de algunas cosas, pero la comunicación no era fácil en medio de preguntas que le parecían abstractas, y entonces no escuchaba. Ponía toda su energía en concentrarse en alguna revista, o dejar que su mente volara libre mientras los labios de 185


Sismic se movían en busca de su respuesta. Pensaba mucho en su padre durante un tiempo, Airtorm acababa de caer enfermo y le estaban haciendo todo tipo de pruebas. En lugar de responder a Sismic, empezaba a hablar de su padre con un aprecio inabarcable, rayando la admiración y el respeto, cuando hasta aquel momento no había sido así. No se trata de un amor nuevo, ni de una devoción recientemente descubierta, sobre todo porque mencionaba cosas de sus vacaciones de infancia que expresaban un antiguo registro de datos de este tipo por una memoria prodigiosa, o tal vez porque guardaba algún diario que había estado releyendo no hacía mucho. Hablaba articulando las palabras como si se hubiese dado cuenta de que habitualmente no las definía correctamente e intentara corregirlo, al menos en tan puntual e importante momento. Se esforzaba en disimular la pasión que ponía en ensalzar la figura de aquel progenitor que empezaba su lucha contra la enfermedad, pero no había distancia suficiente para que toda la emoción trasluciese como un vidrio limpio.

4 Los Amores Previos Cualquier amor es siempre un antecedente, el amor previo a otros que vendrán, que durarán más o durarán menos, que serán más intensos o tal vez pasajeros, pero sólo unos pocos se recordarán con ternura. Por fortuna para Sismic, podemos decir que se movía lejos del terreno de la antipatía, pero eso lo obligaba a ser cortés, amable, educado y a cumplir con las formas que los Airtorm esperaban de él. Respecto de cualquier otro signo de libertad de su vida, tal vez tener un carácter tan determinadamente empático, en el momento que vivía lo comprometía en una vida que era del todo suya. No existen vidas completamente libres, sino vidas solitarias. Por lo tanto, en la historia que le toco vivir, debemos considerar al amigo obediente y dispuesto a ser persuadido como una víctima de sí mismo. En su caso, algo no se había cerrado del todo, y un rescoldo de su antiguo noviazgo aún humeaba. Había aceptado demasiadas condiciones, no se trataba de condiciones mencionadas o explícitamente aclaradas de antemano, pero hasta donde le era posible resistirse no incluía abandonar ese tipo de compromisos a su suerte. Los Airtorm, parecía, sin embargo, conocerlo lo suficiente para saber que no los abandonaría en momentos tan delicados. Pero, algún día, cuando todo lo peor hubiese pasado tendría que volver a pensarlo todo, a intentar saber a donde dirigía su vida y que estaba haciendo con ella en el presente. Los resultados de los análisis anunciaban una lucha despiadada y próxima contra la enfermedad, y ante semejante realidad a todos les resultaba imposible mantener la distancia. No obstante, era evidente que Sofita no se dejaba intimidar por la situación, y en esa valentía arrastraba a Jennie con la que pasaban tardes interminables haciendo compañía al enfermo. Lo que parecía resurgir de esa situación familiar, a la que por motivos difíciles de entender Sismic se había sumado, era una supuesta relación de intima confianza con la que se disponían a resistir lo que tuviese que venir. Nadie podría afirmar en el transcurso de aquellos días, que no estuvieran unidos, o que el señor Airtorm, a pesar de su depresión, no apreciara sentirse rodeado de su familia. Algunos de ustedes, sin embargo, si observaran la escena, convendrían en que el hombre enfermo no se enteraba de nada, porque pasaba las horas mirando al suelo y suspirando, obsesionado con una situación de desenlace que se preveía irremediable. En el sentido más estricto, nuestros enfermos nos padecen como parte de su enfermedad. No considero un 186


tabú hablar de estas cosas, al contrario, lo que en ocasiones parece secreto o terreno de lo inefable, debe ser contado. Por todos los ancianos incapaces de poner en juego su senilidad y saber si pasan frío, o si no están bien alimentados, debemos hablar. Seguir ausentes de las necesidades cotidianas de nuestros seres queridos no nos crea sentimiento, ponemos toda la “carne en el asador”, demostramos un alto nivel de interés por ayudarlos, pero no alcanzamos a tanto. Sismic asistía aquellas tardes a interminables conversaciones entre madre e hija, sin intervenir, incapaz de articular palabra o de acercarse al señor Airtorm. La forma más poderosa que aquellas mujeres tenían de demostrar su interés por el enfermo era solucionar todos los problemas legales, fiscales, burocráticos, citas de médicos y de actualización y revisión del pack de pompas fúnebres. Se pasaban la tarde dando por hecho la proximidad del terrible desenlace, y hablaban de todo ello como si el señor Airtorm no estuviera delante. Y así como en muchas ocasiones no somos capaces de calcular lo que nuestros enfermos pueden tener en la cabeza, sus obsesiones, su angustia y su derrota, lo dejaban con la tele encendida en la esquina opuesta del salón en la que se sentaba Sismic, sin calcular que en realidad nunca pedía nada, seguía mirando al suelo mientras en sus oídos la teletienda ofrecía zapatillas, batamantas, bastones, aparatos auditivos, ortopedias variadas o sillones que ofrecían ponerlos en posición vertical antes de desprenderse de sus cuerpos, todo tipo de extraños objetos que tenían en común hacer al hombre una vejez menos difícil. Y entonces, en medio de un drama tan común en nuestro tiempo, Sismic pareció encontrar el verdadero sentido de la existencia; nada iba a durar lo suficiente ni siquiera para él. Hubiese dado un salto para compartir con todo el mundo su revelación, “todos somos viejos prematuros”, diría exaltadamente. Y así con ese descubrimiento consolador, por todo lo que tiene de consolador saber algo nuevo, y no por lo que representaba haber descubierto algo tan sórdido, también sintió que la desesperación que compartir la inminente muerte del señor Airtorm era menor. Asumía la convicción vehemente de rebelarse contra su propio cuerpo, y se hubiese tirado contra las paredes hasta sangrar y ver su propia carne pegada a puertas, estanterías y cuadros, si eso hubiese tranquilizado al mundo, al monstruo que manifiesta con forma de enfermedad y se los estaba llevando a todos. Para terminar de darle forma a la historia de Sismic en sus aventuras de ciudad, aún después de la muerte del señor Airtorm, tenemos algunas cosas que decir que nos ayudarán a comprender. El trato recibido fue siempre como el que se dispensa a un miembro más de la familia, si bien, él sabía responder en la misma medida. Fue ahorrando paga a paga, hasta acumular una cantidad que le habría dado un independencia real, en el supuesto de que deseara cumplir un viejo sueño incumplido, el de viajar. Sin embargo, las atenciones que recibía de Jennie y su madre eran cada vez mayores, así que veía difícil poder desvincularse de ellas -sobre todo de Jennie- sin causarles un gran trastorno. Se le podrían reprochar muchas cosas al joven Sismic pero desde luego no podía existir en el mundo nadie más considerado que él, pero debemos añadir, que una gran parte de esa consideración venía dada por el miedo que le producía causar dolor a la gente que quería y a la que no quería decepcionar. Por eso está más que justificado aclarar que el día que al lado de Jennie se mudó a la gran casa para compañía de Sofita, lo hizo, en gran parte, porque había aprendido a dejarse llevar y por no contrariarlas, y eso era así aunque no viera en ello más que inconvenientes para su libertad. Deberíamos saber, en nuestro rol respectivo, el creador de esta historia y alguien (posiblemente un desconocido) que la lee, que al cultivar este tipo de aficiones se espera de nosotros que comprendamos el desprecio al que nos someten los que se sienten perdedores, los que voluntariamente abandonan cualquier espacio social en el que se les quiera colocar y poco valor que nos conceden para hacer de este mundo un lugar más habitable, tal y como ellos lo comprenden y que quizás nosotros mismos lo seamos. Jennie llevaba a cabo su venganza en eso términos, pero lo adornaba con ironías y sarcasmos a los que los comunes mortales no alcanzaban a descifrar. Para ella, cualquier cosa que saliera fuera del dolor de los enfermos y los marginados constituía un juego de falsas promesas con las que algunos solucionamos nuestros vacíos. Llenar nuestras vidas de ilusiones y sueños que no han de durar, a ella le parecía una excusa impropia, una evasión de 187


cobardes, y una forma de evitar enfangarse en un mundo sin solución. Como una absoluta inconveniencia miraba la felicidad, y consideraba un placer de dioses ser capaz de vivir sin aspirar a ella. El derecho a no aspirar a la felicidad lo consideraba inalcanzable para hombres vulgares, y acostumbrarse al dolor de saber cada día que nada dura, eso tenía que ser sólo para aquellos escogidos por un Dios del que también dudaba. En cada tímido del mundo hay alguien que pierde su libertad cada vez que abre la boca o intenta interactuar socialmente. No son capaces de esgrimir su punto de vista -recordemos que se cree que los tímidos son mucho más inteligentes que la media- sin herir el menosprecio que otros sienten por ellos, y los relegan con estrépito de sinrazones. Ponía en juego todo su valor cuando se trataba de Jennie y su familia, pero siempre terminaba por relegarse a un segundo plano y dejar que todo rodara sin intervenir. Tal vez no era un tímido en la más amplia expresión de la palabra, algunos grados de timidez son tan radicales que atentan contra su propia vida. ¿Cómo podía él intervenir en la marginalidad y el dolor de Jennie desde sus propias limitaciones? La influencia que ella sentía como positiva cuando le llegaba desde su amigo, tenía una variación de ida y vuelta, y cuando era él, el que sentía que había sido influenciado, obnubilado, y en ocasiones anulado, todo lo daba por bueno, porque así lo había aceptado; no podía culpar a nadie de sus propias decisiones. Supongamos que lo que llevaba a Sismic a actuar como lo hacía era amor. Y además, supongamos que no podía asumir su propio “cautiverio” sin recibir a cambio la sensación de estar siendo entendido; sin embargo, sobre ese intento, que así lo parecía, existía la insistente fatalidad de las señales que indicaban lo contrario. Obviamente no creía haberse precipitado cuando en el pasado renunció a una seria relación, tal y como algunos lo llaman, pero el apasionante descubrimiento de los secretos más profundos de Jennie no permitían que las cosas fueran de otra manera. Quizá entonces se había precipitado en una tormentosa decisión que apuntaba a la destrucción de cualquier afecto, pero, con el tiempo, una vez superada esa ruptura, volvían los deseos no confesados a estar presentes en la vida, que al fin, entre los dos habían decidido ordenar en conjunto, como cualquier otra pareja. ¿Por qué no? Ya deberíamos saber que los tipos de amor, de relaciones y la las formas de llevarlos a cabo son variadas y algunas imposibles: relaciones a distancia, tríos, amores prohibidos, incestos, amores platónicos, todos intentan organizarse en sus fracasos, ¿por qué en el caso de Sismic iba a ser diferente? Una tarde, después de un largo día de trabajo, Sismic podía sentir como anochecía, casi acompañar a la luz que se iba retirando en la ventana. Había comido algo que sobrara del día anterior y lo había acompañado con una cerveza, se había tirado en el sofá con la luz apagada y oyó el ruido de la llave de Jennie en la puerta con la fuerza de un disparo. Cruzó el salón sin percibir su presencia y se quitó el abrigo a oscuras, cuando él, por fin, la saludó ella se asustó y dio un salto; entonces encendió la luz y Sismic se tapó los ojos para poder mirarla a través de sus dedos. De pronto, se fija en su cara, en su expresión y las sonrosadas mejillas: Ella tiene calor, se desprende de su bufanda y de cualquier cosa que le permita sentir un poco de aire. Es una mujer fuerte, capaz de mantenerse inmóvil ante cualquier mirada por escrutadora que sea. Se ha maquillado los ojos hasta convertirlos en dos carbones, también se ha puesto un rojo intenso en los labios. Curiosamente, nunca la había visto así, con una expresión de rebeldía tan decidida, pero de ningún modo consigue evitar que él se pregunte de dónde viene, si es que le estaba permitido hacerse ese tipo de pregunta. En ese sentido, sólo consigue hacer algún comentario irónico que ella no parece captar y al que no responde, un comentario que se refiere a su fulgor persuasivo, insinuando que cuando una mujer se toma la molestia de maquillarse así es porque pretende impresionar a alguien. No podemos decir que se tratara de una escena de celos, pero se sentía molesto y agradado a la vez, porque no podía preguntar, pero por otro lado aquellos ojos lo cautivaban y no podía dejar de mirarla. Ella no se molestó por eso, y la tarde continuó sin darle más importancia, pero sin que Sismic en los días posteriores pudiera dejar de pensar en ello. Los amores que se mantienen al margen del deseo carnal reflejan la ambivalencia de la tensión por desprecio contenido, y la adoración ilimitada. Pasaron muchos años en que esta contradicción 188


provocó todo tipo de desencuentros y reconciliaciones en su amistad. Por lo común, cualquier otro hombre hubiese perdido los nervios y huido de su casa, su trabajo, e, incluso, aquella ciudad. Pero incluso, cuando Sofita murió, Sismic sintió que su amiga lo necesitaba más que nunca y permaneció aún a su lado, siendo su confidente, el hombro en el que llorar y la persona por la que podía preocuparse como si fuera de su familia. Iban juntos de vacaciones, salían a cenar, a divertirse a las discotecas de moda, y se lo contaban todo de los amores ocasionales que pasaban por sus vidas. En otro sentido, cuando los padres de Sismic murieron, Jennie lo acompañó como si fuera una hermana, y eso no podía olvidarlo a la ligera. Así que pasaban los años, y ninguno podía confesarse su amor, ni siquiera reconocerlo como tal a sus adentros. Nunca podría ser un verdadero amor, y eso iba a ser determinante. Y sin otro motivo, refiriéndose a lo sórdido que se le había vuelto todo, Sismic hizo la maleta y desapareció. Yo no puedo valorar si fue mezquino, poco justo o si se dejó llevar, pero lo cierto es que Jennie nunca lo volvió a ver. No obstante, él siguió pensando en ella hasta el día de su muerte. Ninguno de ellos supo si el otro murió antes, ni intentaron saber donde se encontraban, ni hubiesen consentido un reencuentro. Para mi no es evidente que en el amor algo como lo que acabo de relatar sea un exceso, pero supongo que cada uno tendrá su propia idea al respecto. Constantemente en el mundo el amor hace de las suyas y somete a la gente a hacer cosas que nunca creerían; o eso o pasar página y llegar a pensar que todos los amores, en realidad, si se nos da el tiempo necesario, se convierten en amores previos.

1 La Angustia De Otros Nombres Al golpear el cristal con el puño, no parecía que algo tan grave acabara de suceder, tal vez porque no se trataba del puño esperado. Trevor no sabría decir qué había esperado exactamente, expuesto como estaba en un momento tan crucial, a que su puerta se abriera y fuera extraído sin piedad, arrojado sobre el pavimento o vilmente pateado como un muñeco. Aún quedaba gente que confiaba en él después de todo lo sucedido. Nadie podría decir sin resultar extravagante que por muy repetidos que fueran sus accidentes en el pasado y con otros autos, no tuvieran un origen inesperado. Antes de acabar con las preguntas y de ser introducido en la ambulancia pasó un tiempo precioso, en el que hubiera preferido estar solo, sin tanto público por un motivo tan deprimente. Le desagradaba, más allá de todo lo físico que le pudiera haber ocasionado el golpe, la sensación de sentirse protagonista, y la expresión que reflejaba en su cara, la decaída flaccidez de los pómulos, los ojos hundidos y boca apretada pero aún sin náusea; todo ello le desagradaba. De los últimos años desde su divorcio y su jubilación, ausente de obligaciones y compromisos se reafirmaba en sus expresiones de fortaleza, es su ira, en los insultos y en la furibunda reacción en contra de extraños, que habían cometido el único pecado de contrariarlo al cruzarse en su camino. Habría entonces anunciado que se trataba de la vacuidad y el desamparo al que sometía a sus emociones, y que esa 189


posición antinatural del día a día, era lo que lo llevaba a semejantes reacciones, pero no, no podía justificarse ante desconocidos, y mucho menos ante aquellos que le habían demostrado tanta animadversión. En cuanto llegó al hospital, Trevor empezó a frotarse las manos con la intranquilidad que le caracterizaba. Y no era que no aceptara que quería someterse a las órdenes de médicos y enfermeras, o que deseara salir corriendo, pero, sin poder hacer nada por evitarlo, había algo de provisional en aquella situación que le provocaba la desazón a la que deseo referirme. Permaneció aún un rato deseando preguntar a la enfermeras si aquello iba a durar mucho, sin embargo, no le pareció una pregunta apropiada, porque otros muchos habrían preguntado lo mismo en situaciones parecidas, y ellas habrían desarrollado un número suficiente de respuestas, debidamente ordenadas y estructuradas en su memoria, para poder contestar sin decir nada, con evasivas o ponderados cambios de conversación que atrajeran la atención del enfermo sobre aspectos importantes del daño causado, a la vez que eludían dar más información de la que necesitaba. Greta era su mejor amiga y también estaba jubilada. En cuanto supo lo del accidente acudió para estar con él en aquellos momentos iniciales. No se trataba de una entrometida, ni de una fisgona en busca de alguna noticia inquietante con la que poder montar fantasías y suposiciones que contar a todo el mundo, incluso a los desconocidos. Al menos ella se consideraba su amiga, y a pesar de no verlo con frecuencia, siempre aparecía en momentos muy especiales; en las fiestas y en los problemas. No era especialmente divertida, y eso a Trevor le parecía lo mejor de sus visitas. Y además, le le gustaban los coches, ese era justo el punto en común que les hacía entenderse mejor. Se podía decir que, en otro tiempo, habían compartido aficiones con la intensidad de dos adolescentes que empiezan a desarrollar sus primeras aptitudes, pero en su caso eso había sucedido ya pasados los cincuenta. Intentó explicarle que de camino para el hospital había pasado por el taller para ver el coche, y que no se trataba de nada grave, algunos desperfectos en los focos y en la chapa, pero con el radiador a salvo. Reconoció que no había podido resistir pasar primero por el taller y añadió que eso no quería decir que no lo apreciara lo suficiente. Sabía que la iban a hacer esperar mientras le hacían pruebas y por eso tomó aquella decisión. Además, estaba segura que se trataba de una información que a él le gustaría recibir. Sobre todo lo anterior añadió que esperaba que sus golpes tuvieran la misma liviana consistencia que los recibidos por el auto, y que la perspectiva de sanación fuera tan rápida como la que auguraba el mecánico. Por mucho que nos esforzáramos en intentar comprender el efecto de la visita en su estado de ánimo, no llegaríamos a la mecánica que inspiraba tanto positivo comentario. Podríamos evitar describir la felicidad cuando resulta fácil, por el bien de todos lo digo. Probablemente, la felicidad fácil es la menos real de las emociones, y la que más ajenos a la realidad nos vuelve. Así que, cuando Pelopeixe entró en la habitación y los encontró de tan buen humor, les llevó la corriente, pero sin el menor convencimiento. Nos hace felices ver felices a otros disfrutando de su libertad, aún cuando no tengan en cuenta lo cara que resulta esa victoria si nos queda poco tiempo, si la enfermedad, a la que los enfermeros como Pelopeixe, anda por el medio. No le faltaba al enfermero abierta comprensión, era sensible a la urgente necesidad de poner los hospitales al servicio de una nueva alegría, hasta, si lo apuraban, del gozo evocador de tiempos mejores en los enfermos sin fuerzas para levantarse; esto no quería decir que no sintiera la aspereza de una muerte siempre presente, injusta, demoledora y audaz con los optimistas. Incluso en los peores momentos, en lo peor de su oficio, debía reconocer que la arrogante prepotencia de la muerte tiene límites, y que no debemos ceder en su horror, ni mucho menos convertir el mundo en la sombra de sus desmanes. Que los hombres sigan recibiendo cada primavera con la alegría de la sangre que se renueva, es un desafío, una forma de poner freno a la intención sombría de la muerte de convertir el mundo en su tiranía de resentimiento. Todo lo que de ánimo devolvía la vida a los enfermos le pesaba por lo que podía tener de inconsciente, y sin embargo sabía que era necesario. Podía quedarse de pie delante de la puerta durante minutos, con algo que hacer dentro de la habitación pero incapaz de interrumpir, Escuchando conversaciones ajenas como un intruso casual y 190


casi por obligación. Si lo hubiesen invitado a sentarse y participar, no se hubiese atrevido, había cosas que tenía que hacer afrontándolas como el deber cumplido, pero nada le impedía la demora en días inestables. Observaba como se desenvolvían “sus” enfermos, como argumentaban sin ser capaz de seguirlos en ocasiones que desconocía los detalles o la relación de los personajes de iban apareciendo. Eran conversaciones necesarias, torpemente construidas, pero indispensables por el interés cotidiano que las convocaba. Para Trevor, la mirada de Pelopeixe no significaba nada especial, ni el desencanto por la forma en que la muerte influye en la alegría de vivir, ni ninguna otra cosa tan difícil de comprender. Aceptaba que cuando quedaba en silencio, observando las conversaciones que él tenía con Greta, parecía considerar lo superficial de sus gestos y no lo que se tuvieran que decirse. No parecía interesado en entrar en los detalles de sus vidas, ni en permitir influencias de tantos pormenores desvelados allí y en otras habitaciones. El auto quedaría bien, le había dicho Greta. Sin embargo, él sabía que nunca volvería a ser el mismo. Había pasado muchas horas en talleres y tiendas de automóvil buscando las piezas, los accesorios y los embellecedores. Sabía donde encontrar ese tipo de suministros y esos viejos locales de dueños capaces de encontrar cualquier cosa por antigua que fuera. Bajo ese punto de vista, el auto era casi una obra de arte; al menos hasta el momento en que lo golpeó. Podía pasarse horas, que se convertían en días y meses, leyendo e investigando sobre viejos modelos, sobre sus creadores y utilidades, sobre sus características, premios en congresos, y, en los casos de participar en competición historial de carreras y triunfos. Si era capaz de pasar horas viendo escaparates de piezas y cromados, sólo puede pensar una cosa, es un hombre con suerte, y sobre todo, es un hombre normal con una afición que le cuesta privarse de otras cosas que también le gustan, pero que le ofrece la satisfacción de seguir buscando y mostrar a todos el resultado de su dedicación. A algunos de sus amigos les horroriza pensar que le demuestra más aprecio y le ofrece más cariño a ese auto, de lo que hizo con su mujer antes de su divorcio. Ya lo había visto otras veces, esas personas capaces de desentenderse de sus coches después de un accidente y olvidarse de ellos hasta el extremo de permitir que la podredumbre los invada. En todas las ciudades del mundo hay hombres así de incoherentes, de crueles e inconstantes. Coches hermosos, viejos tesoros capaces de resistir todas las modas y adelantos tecnológicos, coches que se han convertido en leyenda en manos de hombres que no los valoran. Ante ellos nada se puede hacer más que lamentar que la protección de la propiedad privada les permita abandonar lo que en otro tiempo fueron sus juguetes, hasta convertirlos en chatarra debajo de un gran árbol a un lado de viejas casas de campo. Permitía que Pelopeixe lo tranquilizara, se habían hecho amigos y una vez fuera del hospital lo llamaba y lo acompañaba para poner o sacar algunos tornillos de la carrocería del coche. En ese tiempo el enfermero vivía solo y tenía mucho tiempo libre, llevaba una vida tranquila y le resultaba muy conveniente compartir las aficiones y aspiraciones de Trevor. Además, era más que suficiente admitir que la idea de presentar el auto en una concentración anual de clásicos le parecía muy a su medida. Evitaba que pareciera evidente que siempre había tenido amigos jubilados y que a algunos de ellos los había estado viendo desaparecer sin poder remediarlo. No pensaba en eso cuando le cogía aprecio a los personajes más estrafalarios de la planta más delicada y con más riesgo de muerte por las infecciones más comunes. Ni se atrevería a llevar la cuenta, pero morían ancianos a diario en aquellas habitaciones. De nuevo, le había tomado aprecio a uno de aquellos enfermos, y era absurdo dejar de visitarlo por pensar que podía caer enfermo en cualquier momento, más pronto que tarde como ya le había sucedido. De hecho, en cuanto a su salud, tenía muy presente que él mismo podía encontrarse, en la situación más difícil en cualquier momento, y entonces le tocaría a sus viejos amigos llorar por una desaparición temprana e inesperada. Todo parecía encajar, y Trevor le permitía bajar al garaje sin objeciones. No tardó en comprobar que la ayuda que pudiera ofrecer era bienvenida, y al menos podía pasar la manguera después de una buena enjabonada. El trabajo no consistía en hacer grandes progresos sino en pasar el rato 191


poniendo en ello la dedicación necesaria. Alrededor del auto había todo tipo de herramientas, un gato hidráulico bien grande y en una caja piezas de recambio (desde pilotos, hasta un mechero eléctrico), también había dos sillones delanteros que había cambiado por unos nuevos y de los que le daba pena deshacerse. La puerta estaba abierta y en el jardín ladraba la perra de pelo rubio que lo miraba con extrañeza. No le cansaba el trabajo, ni siquiera se inmutó cuando Trevor secó el coche con un paño y le propuso darle cera; era asombroso lo que aquel hombre parecía sentir por su coche. Se disponía a recoger y quitarse los guantes, cuando el anfitrión apareció con dos cervezas frías y se sentaron en la escalera de piedra fuera del garaje ajenos a los ladridos de Mónic la Centolla, tal y como llamaban a la perra. Permaneció expectante un rato y al fin dejó de ladrar y se acercó tumbándose a los pies de su amo. También en ese día, unos meses después de la recuperación total de Trevor, el enfermero se demoró en su vuelta a casa. No le resultaba fácil encontrar un significado a su propia forma de actuar. No parecía destinado a llevar una vida normal, ni a rodearse de gente de su edad, eso estaba claro. Cuando pensaba en ello, de las relaciones humanas que se le ocurrían, apenas podía decir que de unas cuantas celebraciones, actos sociales de confraternidad, asistencia a actos de despedida por respeto a familiares, cenas de empresa, citas a ciegas, vacaciones reservadas, eventos culturales y de ocio dominguero, mitines, reuniones de vecinos, cenas de antiguos alumnos y domingos en el club de Karting con los amigos del Pub (nada de asistencia a templos religiosos), apenas un porcentaje que no llegaba al uno, podía declararlo satisfactorio. Eran momentos de los cuales podría prescindir reduciendo su vida a tres o cuatro movimientos mecánicos del día a día, lo que tendría que ver con coger el transporte público, parar a comprar para llenar la despensa, bajar la basura y el resto de cosas hacerlas de casa. Podía comprender perfectamente lo que estaba pensando e intentar darle un valor a pesar del rechazo de lo social que representaba, y bueno si a todo ello le añadía su amistad con Trevor y Greta, y sus nuevas aficiones, tales como desafiar, aflojar y mancornar tuercas rebeldes o darle agua al polvo acumulado en el auto, tal vez eso dejaba claro que no era un tipo tan defraudado por otros compromisos. Por lo que a Greta respectaba, se trataba de darle a cada cosa la importancia necesaria y la ayuda de Pelopeixe podía ser una contribución interesante para llegar a tiempo al congreso de coches clásicos. Le parecía que ese año todo estaba dispuesto para optar a una buena posición y obtener una valoración superior a la de otras veces, tratándose hasta donde conocía, de que su principal competidor había encontrado comprador y se trataba de un obstáculo menos. Así fue como argumentó en favor de cumplir la inscripción y comprometió a los dos hombres en la aventura, y utilizando todo tipo de razonamientos, algunos bizarramente inventados, parciales y desesperados, consiguió ofrecer una sensación optimista hasta el punto de resultar irresistiblemente valorada en todo cuanto ofrecían sus sueños. Para muchos de nosotros es perfectamente comprensible que después de una edad, sin familia cercana, tal y como era el caso de Trevor y Greta, centremos toda nuestra energía en aficiones que, de forma general, no suelen encajar en las vidas cotidianas de familias muy establecidas. Sin embargo, para los que encuentran un escape, o evasión si prefieren, para llenar las horas del día, no deja de suponer reducir el efecto relajante de la jubilación llenándose de nuevas preocupaciones. Y todas esa elegantes y acomodadas familias que tienden a ahogar en su aparente burguesía cualquier otra distracción, se contentan con creer que no tienen los miedos de decrepitud que aquellos que nos ocupan, pero no es cierto. Pretender semejante fantasía conduce a perder el control, y una vez ocurrido, ponerse en manos del destino para que la vida social y laboral, las tremendas capacidades sólo mitigadas por la velocidad de nuestro tiempo, no terminen por arrinconarlos, y en ocasiones olvidarlos. Desde luego que no, nadie está a salvo de la soledad una vez jubilado, con aficiones o sin ellas, rodeado de familias numerosas, o creyéndose afortunados de que no sea así. Durante más tiempo del que hubiese sido posible Trevor evitó hablarle a su amigo el enfermero, acerca de su vecino el señor Herbungmutter. Al elegir dedicarse a su auto en el garaje de su casa ya había calculado que sería imposible no hablar de él, y que por un motivo o por otro, más tarde o 192


temprano, Pelopeixe sabría que existía y haría preguntas incómodas acerca de él. La casa de al lado estaba separada de la de Trevor por un seto, y tenía una calidad del césped parecida justo delante de la entrada. Parterres y un par de camelios completaban la escena delante de la puerta. Las ventanas eran muy grandes, y eso daba idea de habitaciones muy luminosas y sin humedades, en las que se podría disfrutar de un ambiente templado incluso en pleno invierno, en los días de sol. Además de esto, llamaba la atención que sobresalía en altura debido a un ático con una de esas protuberancia con forma de teja que tienen una ventana al frente. Todo parecía muy normal, pero la relación de Trevor con Herbungmutter era tensa sin un motivo claro que lo justificara, la normal, cordial y cínica antipatía de vecinos en competencia. Trevor debería haber confesado que cada vez que devolvía el saludo encantador de su vecino con un gruñido, en realidad el mundo se le estaba viniendo encima. No se trataba de una excepción a tantas malas relaciones sin motivo entre antiguos conocidos, incluso familiares. Intento sugerir que, en ocasiones, no hay culpables, pero puede existir delito; y entonces admitir que no deseo ponerme del lado de un personaje que tanto cuesta construir, y al que vamos descubriendo paso a paso. Atribuirle a Trevor la razón absoluta y la victoria moral en todos sus conflictos sería demasiado, aunque otros han construido personajes capaces de hacer vibrar por el ansia de justicia, y exponiendo a los lectores que si se creen en la razón, deben luchar hasta las últimas consecuencias. Encontraremos, si aceptamos esa idea, que no hay salida, que la lógica de la guerra y de cualquier pequeña discusión doméstica, consiste en convertir a nuestro adversario en un demonio y creernos nosotros mismos los paladines de la justicia universal. Esa idea trasciende en mí hasta rechazar a los personajes tipo, los que encarnan el bien y siempre vencen. Nada de eso, la vida nos va a enfrentar con un espejo de nuestra propia tensión, no son monstruos, pero tampoco tenemos porque aceptar que estén en posesión de la verdad. Se trata de una escena convencional, Trevor se encontraba en el jardín de su casa cuando su vecino Herbengmutter doblaba la esquina con su enorme coche nuevo, reluciente, recién encerado, pesado, potente y rápido, un modelo de gama alta, que haría sentirse satisfecho a cualquiera de su adquisición, de su conducción y de sus más tecnológicas prestaciones. Hubiese deseado no haberlo visto llegar así de triunfante, sino descubrirlo un día aparcado delante de la casa de al lado, sin más, pero el efecto del triunfador deslizándose delante de sus narices sin que pudiera hacer otra cosa que bajar la cabeza, se había producido. Trevor miró su viejo coche e intentó hacer una comparación, y eso fue un gran error. Con todo, se dispuso a hacerlo relucir como nunca, se armó de todo tipo de productos de limpieza y se puso manos a la obra, no había tiempo que perder. Tal vez resulta imposible para algunos de nosotros explicarnos, por qué se puede convertir en un problema que nuestro vecino se compre un coche mejor que el nuestro, al fin y al cabo somos personas independientes que no necesariamente tenemos que compartir nuestros sueños. El instinto debería pararnos cuando nuestras obsesiones se convierten en un problema, y la razón conducirnos por caminos de conversión inteligente, no de huida pero sí de ampliar horizontes en la búsqueda de la autoestima. Mientras enceraba su coche, Trevor seguía rumiando su desesperación, y calculando en qué momento su vecino se había convertido en una amenaza para sus sueños. Debía intentar controlar sus miedos y atemperar sus nervios, y al menos, seguir frotando con su gamuza la chapa vieja de su coupé, parecía mitigar los efectos del desafío. Aquella tarde, al salir de su trabajo, Pelopeixe decidió darse una vuelta para ver como se encontraba su amigo, lo encontró sentado en su garaje con una cerveza en la mano, afligido por algún motivo que entonces el enfermero desconocía, y dejando que la perra le lamiera las manos mientras mantenía la vista, en la pared de enfrente, impertérrito, sin parpadear, incapaz de contestar inmediatamente a pregunta alguna. Allí estaban, dos soñadores insensatos respondiendo a la imprudencia de las horas y sus convicciones, por atreverse a la vida y sus consecuencias. Pero mucho peor que sentirse como esos hombres que se encierran por miedo a la vida (algunos de ellos se dedican a escribir) eran aquellos que por efecto de ambiciones y desafíos implican a todos en sus aventuras sin avisar del derrumbe. Sólo podemos asumir que Pelopiexe y sus amigos soñaban juntos y se asistían en ese sueño. 193


Dado que las relaciónes entre gente de edad parece incomprensible para los más jóvenes, Pelopeixe no intentó explicarse que la llegada de Greta aquella tarde adquiriera tintes tan maternales, o al menos el así lo quiso ver. Estaba claro el carácter especial de aquella relación, así que cuando ella tomó de la mano al viejo y le dijo que tocaba baño, Pelopeixe se dijo que Trevor no era una persona que se aseara a menudo, y que eso chocaba con el interés desmedido por tener su coche siempre bien fregado. Sin dudarlo un momento, Greta lo trasladó al cuarto de baño grande y lo desnudó, con sumo cuidado le ayudó a entrar en la bañera y después le pidió que no se moviera. Con un gesto de dolor en su cara, él consintió que le dejara caer el agua sobre la cabeza, y de ahí al resto del cuerpo. En el sentido más humano de su expresión le faltó decir al anciano que se aprovechaban de su debilidad, pero sus intentos por quejarse fueron reprimidos por la mano diestra de su amiga, armada de esponja y jabón que lo cubría con energía desde la cabeza a los pies, se introducía en sus orejas y lo hubiese hecho en su boca si no la hubiese cerrado a tiempo. Posteriormente a la escena descrita, Trevor se dejó secar, le pusieron un pijama y dijo encontrarse mal, fue en ese momento cuando Greta comprendió que estaba deprimido y lo dejó tumbarse en la cama y dormitar el resto de la tarde. La importancia de seguir soñando con el Congreso de Automóviles Antiguos, encontraba en ellos la receptividad de las mentes inclinadas a las fantasías, pero, sin duda, se trataba de una especie de encantamiento que Trevor ejercía sobre Greta y Pelopeixe. Le buscaba el sentido al final de cada día lleno de una vida que irradiaba y entregaba sin pedir nada a cambio, y es posible que fuera eso lo que los mantenía tan cerca de él. Era previsible, y a pesar de su mal humor en días nublados, no se enojaba sin motivo, y eso también era de valorar.

2 Soñadores Imprudentes En Las Horas Insensatas Al día siguiente, al terminar su turno, justo después de mediodía, el enfermero volvió a visitar a Trevor para comprobar si había mejorado. Al abrir la puerta del jardín se encontró de frente con una jovencita en shorts y sudadera dándole un manguerazo a Monic la Centolla. La perra tenía las orejas caídas y los ojos cuestionaban bajo sus cejas arqueadas, como si se estuviera preguntando que aquello de enjabonarse y regarse de aquella forma fuera saludable. Pelopeixe, inevitablemente hizo un ejercicio de relación que lo llevó a un cuestionable razonamiento: “la gente lava lo que ama. Unos sus coches, otros sus perros y otros sus hijos o sus mayores”. La imperceptible mirada de Srina buscaría penetrar en su pecho hasta descubrirlo, pero no se atrevía a tanto y eso duró un segundo. Los párpados buscaban el suelo y de ningún modo conseguía parecer distraída o parpadear con naturalidad. Acerca del aspecto del enfermero cabe precisar que no se trataba de una imagen capaz de impresionar por su finura, sino más bien lo contrario. De hecho parecía cómodo dejándose observar cuando caminaba por la calle con toda su desparramada materia removiéndose, y balanceándose a cada paso. No le resultaba digno de aprecio cuidarse hasta tal punto que tuviera que renunciar a las comidas y los vinos que le gustaban, y eso tenía un precio. Se dijo que jamás le importaría que lo juzgasen por su aspecto, y lo que todo ello traslucía. Sin dudar, dio un paso al frente y saludó obteniendo una sonrisa por respuesta. Preguntó por su amigo y pasó hasta el garaje. En su obsesión por perder de vista a su vecino, Trevor cerraba puertas y ventanas e intentaba no 194


salir al jardín a las horas que sabía que volvía del trabajo. Este aislamiento era el resultado de sus fobias y su falta de superación, de sus frustraciones y sus limitaciones psicológicas. Dicho así, parece que hablamos de un enfermo, o que lo culpamos a él de una mala relación de vecindad, tan corriente como vecindarios existen. Desde luego, no podemos considerarlo culpable por buscar el aislamiento, en todo caso, tenía el aspecto del sufridor que se pliega y por lo tanto adoptaba la fórmula de las víctimas. Fue en esa ocasión cuando Trevor decidió hablarle de su vecino y del inconcebible sufrimiento que podía causarle sin apenas parpadear. Le confesó que había pensado en una solución sin continuidad, convencido de poder causarle el peor de los daños, agredirlo, o aún peor, arrojar su coche nuevo a un barranco. En cuanto soltó todo lo que pensaba sobre su situación se sintió limpio, renovado y dispuesto a vencer la angustia que lo afligía. ¿Se creía realmente capaz de las hazañas y las maldades que prometía contra su rival? Todo parecía un artificio de psique para liberarse, una respuesta a la necesidad de diluir tanta tensión. A pesar de tanta acritud Pelopiexe no creía que su amigo pudiera seguir indefinidamente maldiciendo y creando estrategias de venganza. Nadie lo hace, nadie se entrega indefinidamente a la agotadora actividad de exacerbar el rencor y regocijarse en las frustraciones, a menos que esté perdiendo la razón sin poder evitarlo. Intentando cambiar de conversación le preguntó por la chica que acababa de ver lavando a Monic la Centolla, y le respondió que se trataba de la hija de su exmujer, que se había enfadado con su madre y que iba a pasar un tiempo en su casa, pero que no era su hija biológica. Además de sus ataques de nervios, lo que posiblemente terminaría por afectar a su hipertensión, cada vez que le preguntaban si le habían quedado secuelas de su accidente, le gustaría responder que sus secuelas eran de antes del accidente, pero decía sin demasiada atención que se encontraba bien. Intentaba olvidar sus dolores reumáticos, sus toses y las migrañas que asociaba a sus pulmones, y no es menos cierto que aquel viejo truco de distraer sus dolores con charlas de bar y alguna copa de licor no le iba mal. Se levantaba con dificultad, y las simples tareas diarias como vestirse o ponerse el pijama, se convertía en una auténtica aventura. Y aún con todo, no terminaba por considerar suficientes sus dolencias como para ponerlas en manos de un profesional, y mientras estuviera en el hospital no se había referido a ellas; y tampoco era necesario porque suponía que todos allí deberían saber que nadie cumple tantos años sin rodearse de esos pequeños amigos: los dolores y los achaques. Desde el garaje Pelopeixe observa a la hijastra y decide que no se parece en nada a Trevor, y no tendría por qué desde un punto de vista extrictamente genético, si embargo, la convivencia suele compartir gestos y manías. Habiendo comenzado tan ardua tarea, no era extraño que se hubiese puesto ropa cómoda y sin embargo sobre aquellos hombros estrechos de niña, una enorme cabellera se recogía sobre la nuca, y un excesivo maquillaje de adulta cubría sus ojos. Nunca había asistido a una imagen semejante, tan excitante y tan merecedora de respeto a la vez. Le hubiese gustado tener una cámara fotográfica cerca para inmortalizar aquel momento. Cruzó algunas palabras con ellas, se presentó como amigo del padrastro y hablaron de Monic la Centolla como si hablaran de un niño dócil y respetuoso con las órdenes de sus mayores, lo que no era en absoluto cierto. No era necesaria una larga conversación para que los dos comprendieran que se habían caído bien. Aquella chica era lo bastante joven para no necesitar demasiadas referencias de sus amigos. Pertenecía a esa clase de jóvenes que convierten la confianza en virtud, una juventud que dominaba el mundo porque estaban siempre en movimiento y aceptaban abiertamente la colaboración y los buenos de sentimientos, incluso de los extraños. Los malos momentos de la vida habían dejado lagunas, me refiero a la separación de sus mayores que la había puesto más de una vez en situaciones de inseguridad y cubierta de incertezas. En algunos jóvenes, a pesar de su fortaleza, sus sueños y sus ilusiones, las que parecen poder con todo, la devastación interior se revelaba en algunos comentarios, desaprobaciones del mundo adulto y resentimiento, pero no parecía ser el caso Srina, sus traumas familiares aún no habían llegado tan hondo. De vuelta a casa intentó resumir qué cosas le habían llamado la atención aquella mañana hasta el 195


punto de sentirse más optimista de lo habitual, no era difícil. Se consideraba una persona abierta pero no demasiado alegre, esa era la verdad, pero confiaba en sus posibilidades y que esa amargura, entre otras cosas, pudiera cambiar. En aquel momento le resultaba difícil reprimir la imagen de la muchacha regando a la perra con la manguera, escurriendo la espuma del champú canino con un enorme esponja de lavar autos, y decidir que si aquella imagen persistía debía ser porque de algún modo tenía fe en sí mismo. De camino a casa, bajo el cielo plomizo de una tarde detenida como la de un domingo, se demoró algún tiempo rodeando calles sin sentido; como si temiera el silencio de la vuelta. Después de haber visto barcos, gaviotas y jóvenes haciendo acrobacias con sus bicicletas, se detuvo en las escaleras de una catedral y se dispuso a fumar sin prisa. Se dijo que no estaba muy animado a asistir al congreso de autos antiguos, entre otras cosas porque debía vestirse con ropas de la época del auto presentado, y nunca antes se había disfrazado por ningún motivo, ni siquiera por alguna fiesta a la que fuera invitado en carnavales. Tal y como sus amigos le habían contado, ellos ya estuvieran allí en otras ocasiones, y todo eran alabanzas y concluir en que sería muy fácil a pesar de tener que estar de pie muchas horas. De acuerdo con las posibilidades que Trevor había calculado, ese año, por ausencia de grandes competidores más que por los grandes méritos que él no podía aportar, era posible que obtuviera algún premio, o como mínimo una mención honorifica. Tal vez debería repensar algunas cosas, y empezar a sopesar la idea de que Srina lo sustituyera sentada en el auto, mientras pasaban todo tipo de curiosos haciendo preguntas, no estaría de más. Posiblemente Trevor y Greta permanecieran de pie fueran del coche, incluso ellos mismos se dedicarían a dar vueltas entre otros coches comparándolo con el suyo. Cuando se había comprometido con Trevor en acompañarlos no conocía la dimensión real del evento y las condiciones de estar representando a uno de los autos. Le había parecido bien entonces, casi le había hecho ilusión, pero a medida que se acercaba el momento todo parecía más y más duro y capaz de fatigarlo sólo de pensar en ello. Lo que no parecía muy justo de todo era intentar implicar a Srina sólo por liberarse de su compromiso, así que debería hablar con ella antes de proponer a Trevor el cambio, o se buscaría problemas. No podía olvidar a su nuevo amigo durante el tiempo que pasara en el hospital, aunque no había pasado allí demasiado tiempo ni había estado sometido a graves dolencias. ¿Era posible que en tan poco tiempo hubiera cambiado hasta sentirse tan diferente? Se afianzaba en hacer positiva su fortaleza y juventud. Parecía como si el enfermo hubiese sido él en su pesimismo. Ahora se sentía plenamente capaz, animaba a su amigo contra su vecino, y si para eso era necesario insultar a aquel al que no conocía de nada, lo hacía. De cualquier forma, nadie podría decir que aún siguiera siendo aquel tipo anodino sin sueños ni proyectos. Había demasiadas cosas en su vida que no podía controlar, pero ninguna de ellas tenía que ver con sus recientes actividades. Los nuevos cambios también servían para hacerle olvidar viejas promesas incumplidas y fracasos de románticas expectativas y cuando le habló a Trevor de eso también se sintió apoyado. En resumen, le complacía cada mañana o cada tarde que pasaba en el garaje con sus nuevos amigos, al menos no le hablaban del trabajo, ni lo asolaban contándoles sus problemas y dolencias. Siempre contaba que sus pacientes eran los mejores, pero Trevor había estado lleno de ideas y ganas de hablar. Tal vez había sido esa verborrea paranoica de coches, carreras y exposiciones lo que le había sacado de la autocompasión. Pelopeixe creía que todos los que trabajan con enfermos, incluidos los médicos, eran hipocondríacos, y si él lo era, había conseguido distraerlo hasta el punto de apenas pensar en su trabajo cuando cerraba su turno. Pero, había algo que le preocupaba más que su salud y eso era el vecino de Trevor. Después de lo último que había conocido de los problemas que creaba, estaba claro que no haría falta más que una chispa para provocar el desastre. Para él nadie debía someterse por miedo, pero el peligro de una discusión podía terminar en graves problemas de salud para el viejo. Ya no se trataba de esperar nuevas provocaciones encubiertas por una habitual normalidad, en el momento menos esperado Trevor podía empezar a dar gritos, a tirar cosas por el aire, y lo que sería peor, que se dejara en evidencia atacando el auto nuevo del otro. En ese caso todos lo condenarían por envidia y mal vecino. Lo veía dirigirse a la valla que separaba las dos propiedades 196


y plantarse como un resentido muchos minutos muertos viendo al otro lado. Seguro de que algún día aquel hombre que se lo hacía pasar tan mal tendría que pagar por su arrogancia. También jugaba en todo aquello la inminente fecha del congreso de automóviles clásicos que parecía moverse sobre el calendario a una velocidad inesperada. No demoraré decir que Pelopeixe se tranquilizó la mañana que llegó a la casa de su amigo y contempló con sus propios ojos como un camión de mudanzas abierto de par en par engullía todos los muebles que unos operarios iban sacando de la casa del vecino. Debo decir que el enfermero conocía que su amigo tenía el corazón delicado y que había temido una discusión que rompiera todos los límites de la cordura pudiera llevarlo a un ataque cardíaco y después por una lenta intervención de las ambulancias, o de aquellos que se demoraran en llamarlas, no le diera tiempo a llegar al hospital con vida. ¿Cómo no ser especialmente sensible a estas cosas cuando asistía cada día a desenlaces fatales que nadie podía esperar ni haber previsto? Empezó a resultar evidente que sus ojos no podían dejar de posarse en del cuerpo de Srina. No lo iba a reconocer, pero buscaba los momentos en que los dos quedaban a solas para hablar con ella. Su conversación empezaba a ser cada vez más atrevida y la muchacha podía notarlo, pero no era la inocente criatura que le había parecido. Debió de pensar mucho en ella en ese tiempo porque empezó a multiplicar sus visitas hasta el garaje hasta el punto de aprovechar los pequeños descansos de una hora, que antes empleaba en hacer pequeños recados, para aparecer por allí. No podía explicar abiertamente a que se debe aquella insistencia si después de todo se lo pasa jugando con Monic la Centolla o hablando con Srina, aunque era posible que todos empezaran a imaginar que se sentía atraído por la joven. Entonces empezó a plantear que ella debía ocupar su lugar dentro del disfraz de conductor clásico, y hablaba sin pasión pero quizás pensaba que era una forma de retenerla por un tiempo, si bien, las fechas se acercaban mucho. Había que escucharlo sin imaginar a donde quería ir a parar, pero todos estuvieron de acuerdo siempre que anduviera cerca el día de la inauguración. Así que todo quedó arreglado, y el que auto recibió algo de pintura en los lugares más afectados por el paso del tiempo, apreció más reluciente que nunca. Aquellos días en que estaba más animado, aprovechando que Greta y Trevor habían salido a comprar cera para el coche, se decidió a pedirle a Srina que lo acompañara a comer. De ninguna manera estaba dispuesto a mostrar su euforia, y cerraba su boca con un gesto de mal humor que estaba muy lejos de la realidad. La melancolía tan habitual en él quedaba muy lejos, todos los dolores que genera el cansancio habían desaparecido. La ligereza de sus piernas le sugerían coger a la chica en brazos y llevarla él mismo sin dejar de correr hasta llegar al restaurante. Al fin llegó el momento y después de un corto paseo (no hizo falta más que una amena conversación para que lo acompañara) estuvieron sentados el uno frente al otro. Estaba tan crecido que en lugar de sentirse como el mediocre enfermero de siempre, si le hubiesen dicho que era un mesías lo hubiese aceptado sin objeciones. Si se hubiese visto llegar en una nube con una túnica blanca y una aureola dorada sobre la coronilla, justo antes de descender por una escalera dorada y sentarse enfrente de la hijastra de su amigo, no se habría extrañado. Había pasado por momentos de ilusión muy parecidos con otras chicas, pero por algún motivo que debía tener que ver con las altas expectativas que ponía en sus relaciones, fallaba, se detenía y esas relaciones no solían durar más de un año. Y que estuviera pensando prematuramente en compromisos era signo de la inmadurez de sus emociones. La miró a través de un vaso alto de cristal con dos flores sin apenas moverse. Intentó ponerse cómodo y se frotó los ojos porque no acababa de creerse lo que estaba haciendo. Pocas mesas ocupadas y no parecía que fuera a llenarse, pero los que estaban hablaban animadamente. Había pedido una botella de vino y olvidó preguntarle lo que quería, fue un acto reflejo y cuando el camarero llegó, sacó el corcho con un ruido obvio y se lo ofreció para que ella lo probara, él debería haber señalado que era muy joven y que quizás quisiera un refresco, pero no lo hizo. Se trataba de uno de esos lugares sencillos donde uno apenas sabe donde dejar su abrigo, con cuatro ventanas cubiertas con visillos y fotos familiares en las paredes. Cuando el camarero se acercó para entregar la carta dejó una cesta de mimbre con pan sobre el mantel de cuadros rojos y blancos. Cuando detenían la mirada sobre el mantel les mareaba, y entonces comprendían que no quedaba más remedio que mirarse y hablar de 197


cosas intrascendentes. Para terminar de apreciar un día en el que todo parecía destinado a salir bien, le hubiese gustado ir a un sitio caro, pero aquel restaurante era acogedor y al que solía ir cuando no comía algo en casa cocinado por el mismo. Los dos empezaban a sentirse cómodos, y mientras tomaban el primer vaso de vino hicieron algunos chistes y se rieron juntos. Al fin, se llenó más de lo esperado y comieron animadamente. Pelopeixe creyó sentir los pies de su amiga jugando con los suyos bajo la mesa en un par de ocasiones, y cuando esto sucedía la miraba y ella se reía nerviosa como si hubiese cometido una travesura. ¿Qué debía esperar de ella? Apenas la conocía y no sabía como tratarla. Le hubiese gustado poder levantar la vista del mantel de cuadros rojos y blancos y observar a alguna camarera exuberante y seguirla con la vista en su enorme espalda mientras se alejaba, pero una vez más su imaginación jugaba con él, porque el camarero era un hombre mayor, con prominente barriga y una calva surcada en horizontal por cuatro pelos grasientos en busca de la oreja opuesta. En realidad, si lo analizamos con frialdad. No había nada de malo en la invitación que un amigo de su padrastro le hacía a la nena. Para los dos representaba la mejor forma de pasar unas cuantas horas ante la ausencia de Trevor. Al principio concibieron aquellos juegos de risas y comentarios jocosos sobre el camarero como la mejor forma de pasar la mañana. Un par de años antes, Srina había empezado a jugar con sus posibilidades para seducir, todas las chicas de su edad lo hacían, y no veía maldad en ello, era una distracción como otra cualquiera. No se podía decir que fuera una de esas muchachas rígidas que si tienen que compartir el asiento de un coche con un chico en un viaje largo, se pasa todo el camino intentando no rozarle ni el brazo ni la pierna; desde luego, ella no tenía ese tipo de problema, de hecho le gustaba que la tocaran. La respuesta se manifestó después de comer porque hacía un día de sol difícil de eludir y Pelopiexe no pude rehusar el deseo de Srina de bajar al parque. Para ella parecía sencillo, no había pensado en otra cosa, En cierto modo lo obligó a sentarse en la hierba, y aquel problema en aparentemente incapaz de resolver fue tomando forma definida. En el futuro, cada vez que se recordara allí sentado en la hierba, mirándola mientras ella intentaba liar un pitillo de marihuana, pensaría que esos eran los buenos momentos del pasado, no había nada que objetar al respecto. Se recordaría en silencio alimentado su miedo a la vejez, poniéndose a la altura del humor de Srina, pero poseído por su profesión y todos los cuerpos enfermos a los que se enfrentaba cada día. Ya no podía acercarse a más, se sentía como si todo se redujera a una tarde de diversión para ella, y no quería ser eso. Le bastaba con un poco de romanticismo de película italiana antigua, y creía que intentaba ser amable y de alguna forma pagarle por haberse fijado en ella e invitarla a comer. A pesar de todo creía que podía seguir tumbado en la hierba, a su lado, sin moverse, indefinidamente, sólo con que ella no se moviera tampoco podría suceder esa quietud. No era la primera vez que le pasaba algo parecido, esa necesidad de tener una chica joven al lado no duraba. Se traicionaba a sí mismo con planes que más que una bendición parecían una venganza. Representaba todas las fantasías de los tipos que aún no son viejos pero que notan sin reparos que han dejado de ser jóvenes. Desde luego no era el mismo de tan sólo un par de años antes, cuando hubiese aceptado cualquier proposición para pasar la noche bailando y riendo. En un futuro en el que no se reconocía completamente evocaría aquella tarde y otros momentos parecidos, ciertamente turbado, echando de menos las locuras que poco a poco vamos dejando de hacer. Entonces, se dijo que los mejores ejemplos de grandes hombres del pasado a los que había recurrido como la estaca de equilibrio necesario, ya no le servían, ya no leía la vieja enciclopedia de los grandes hombres. ¿De donde habría salido aquel libro? Era un regalo de infancia, sin duda, pero no conseguía recordar quién se lo había regalado. De niño quería ser como ellos, conseguir grandes cosas, convertir su vida en un acontecimiento mundial, ¡menudo fraude! Lo cierto es que se conformaba con estar media hora más dormitando y viendo patos entrar y salir de un lago insano. En un momento tomó un par de calmantes que llevaba en el bolsillo y todo empezó a moverse con un desplazamiento cósmico. Srine le preguntó qué era aquello que se había metido en la boca, y la engañó diciéndole que se trataba de pastillas para la digestión porque tenía un problema de 198


estómago. Pero ella notó que se quedaba ensimismado, sonriendo con un tono de estupidez y sin gana para contestar a sus preguntas, así que lo dejó con sus remordimientos, se levantó y sin apenas despedirse se fue alejando para volver al garaje de Trevor.

3 Sin Suelo Contra Sí Mismo Salvo algún que otro momento excitante a la hora dela comida, o algún viaje para sacar fotos de turista, la tarde que pasó con Srina era su recuerdo más notable de aquel año. Tardó algún tiempo en volver por el garaje, Trevor lo llamó por teléfono y se inventó algunas excusas que tenían que ver con su trabajo. Pasó más o menos un mes, el tiempo suficiente para establecer distancia, y un día apareció por allí. No había mucho interés en conocer demasiadas cosas sobre sus ocupaciones, y si había decidido hacer sus visitas más esporádicas, incluso, si había decidido ir desapareciendo, nadie le iba a preguntar al respecto. Solamente los buenos amigo comprenden esto, no se precisan excusas cuando la vida nos estrecha su lazo, cuando cierra todas nuestras expectativas y ya sólo nos dedicamos a superar el día a día. Le llevó a Trevor una caja de herramientas de automóvil que había visto en una tienda de ese tipo de productos a buen precio, y que según le había dicho el dependiente, con aquellas llaves no quedaría un tornillo ni una tuerca en el coche que no se pudiera mover. Antes de decidir pasar aquel día por el garaje, se preguntó si deseaba volver a ver a Srina, y la respuesta era que sí, que estaba rabiando por verla, aunque no se atreviera a dirigir una sola mirada sus ojos sin sentirse avergonzado. Solamente cuando se percató de que no andaba por allí, y que la presencia de Monic la Centolla enredando en lugar de estar a su lado, supuso que no andaba cerca y se atrevió a preguntar por ella. Trevor le dijo que había vuelto con su madre pero que volvería para asistir al congreso del automóvil. Era el final del verano y nadie podía hacer nada contra los cambios que suponía. Pelopeixe se sumaba a esa energía que lo revolucionaba todo a su paso. No hacía tanto que lo habían cambiado de destino en el trabajo y ya no estaba a diario con ancianos a punto de expirar. Había estado ocupado, y eso lo había tenido distraído, pero había sido premeditado no pensar en Srina, cada vez que sus pensamientos lo llevaban a ella, buscaba algún tipo de ocupación. Había recibido unas visitas de antiguas amigas que no esperaba, y le habían propuesto hacer un viaje a Perú. Eso estaba muy lejos, y el programa era para más de un año, tendría que pedir una excedencia en el trabajo, así que les dijo que lo pensaría. Trevor lo había llamado por teléfono más o menos por esa época, y le había hecho recapacitar sobre lo radical que había sido al cortar sus visitas, por eso decidió ir hasta su casa aquella mañana, Trevor le pidió que volviera el domingo a primera hora y así lo hizo. Salieron a dar una vuelta en el coche, lo que era un gesto de confianza que no esperaba; Trevor no solía mover el coche más que en ocasiones especiales, o los domingos por la mañana a primera hora, apenas con la primera luz del día, que se daba una vuelta por la ciudad con las calles vacías. Era acerca de lo que quería decir en su conversación lo que tenía a Pelopeixe pensativo y a Trevor hablando como nunca lo había hecho. Se daba en su discurso como si tuviera una segunda interpretación nada fácil de extraer. Supuso tres o cuatro cosas que creía que podía intentar decir, y cada una de ellas fue rechazada mientras seguía escuchando. Le hablaba de lo que necesitaba y de que la familia era un santuario, pero que él no había tenido suerte. Al montar en e auto, no podía 199


imaginar que Trevor llevara tantas cosas en la cabeza y que pudiera comunicarlas con un tono tan afectivo y bondadoso, como si se lo debiera. No atinaba a imaginar que parte de sus últimas visitas había creado aquella reacción en el anciano, o si había sido el espaciamiento de sus visitas y la suposición de que se estaba distanciando para siempre, lo que no iba mal pensado. De cualquier modo sabía que aquel discurso podía no tener la repercusión esperada, ni influir en su vida en absoluto, pero no lo olvidaría nunca. La conducción del auto se producía lenta, pero llamaba la atención lo estético y seguro que parecía, incapaz de disputar un semáforo en una hora punta, pero dueño de la calle un domingo madrugador. No se conocían desde hacía mucho tiempo, no habían pasado por grandes experiencias y aventuras que los pusieran a prueba, apenas sabían suficiente el uno del otro, y la reserva que se tiene con los amigos recientes cuando, por ejemplo, se intenta hacer visitas cortas para no molestar, esa reserva persistía, y a pesar de todo se hablaban con una franqueza difícil de encontrar en nuestros tiempos y que sólo deseaba ayudar, aliviar el peso de otras vidas que no podían sentir ajenas. Pelopeixe, a pesar de todo lo expuesto, y además de todo lo demás, podía notar en el tono de su voz una amabilidad sincera. A ambos lados, con aquella luz dulzona del amanecer, veía pasar lentamente los árboles del paseo, acompañados de asientos de piedra semicirculares clavados en sus raíces, que ocupaban su mente intentando escapar de ideas absurdas acerca de la posibilidad de cambiar de vida. Trevor gozaba moviendo sus manos sobre el volante, parecía una experiencia mística para él: cambiar de marcha, volver a colocar el espejo retrovisor, bajar el volumen de la radio, todo se trataba de gesto lentos y estudiados, mil veces repetidos, sobreactuados, carentes de cualquier magia, y, sin embargo, estaba disfrutando. Pelopixe creía saber lo suficiente de la vida para rechazar cualquier consejo. Había pasado por tanto como tantos otros, y suficiente para tomar las decisiones sin ayuda de nadie. Tal y como él lo veía, no se trataba de un estúpido orgullo -eso le habían dicho que podía ser-, tenía su propia teoría al respecto. Los hombres, según creía, cada uno de ellos tenía realidades y posiciones diferentes, experiencias diferentes y necesidades diferentes, y era ridículo andar pasándose soluciones los unos a los otros. Aún así valoraba la buena intención de su amigo. Dado que su estado anímico se veía ampliamente cubierto por sus miedos, y como parecía que todos los que lo rodeaban estaban pendientes de hasta el mínimo detalle de sus carencias, se dijo que nunca hubiese sido un buen jugador de póquer. En la medida que el descubrimiento le parecía interesante enseguida lo relacionó con Srina y la pobre impresión que debió llevarse de él. Por otra parte, a muchos de sus amigos les parecería repugnante que se dedicara a tontear con una muchacha a la que le doblaba la edad. Y se abandonaba a tan atroces y nuevas reflexiones a las que lo habían llevado los consejos del viejo. Estaba claro, todos lo consideraban indeciso y solitario por su incapacidad de asumir compromisos; no podía ser de otra forma. Ni siquiera estaba convencido de que pudiera pasar por el congreso ni de visita, pero un compromiso era un compromiso, o debía serlo. Conocía la importancia que le daban sus amigos a ese evento, ya no quedaba mucho tiempo y debía tomar una decisión, aunque todo anunciaba que esperaría al último minuto para estar o no en aquel lugar. Recordó que Srina le había pedido que fuera, y ese tenía que ser un motivo para no ir. Era de ese tipo de personas que eluden sus crisis volcándose en el trabajo, y en otras ocasiones le había servido de punto de estabilidad. A veces en su día libre le gustaba pasar por el bar de la empresa y tomar algo allí con los compañeros, y le hubiese resultado fácil cambiar algunas fechas y horarios buscando una excusa para aquellos días, pero eso no era lo que se esperaba de él, ni lo que él podía esperar de sí mismo; no solía echar mano de trucos de presencia tan débil. No podía despedirse de Trevor sin dejar de pensar en su vejez, en sus accidentes de coche y en sus enfrentamientos con un nuevo vecino, al que tendría que acostumbrarse porque, como suele suceder, hacen bueno al que se va. Lo veía sometido a cualquier accidente casero del que Greta no supiera ponerlo a salvo, y finalmente lo veía en una habitación blanca sobre una mesa de aluminio mientras lavaban su cuerpo, viejo, deforme y tieso como si lo hubiesen congelado. 200


Quisiera que las cosas no fueran así, que no hubiera que temer constantemente a la muerte y a los accidentes, pero su trabajo estaba tan cerca de tantas mutilaciones, enfermedades inesperadas y sueños terminales, que cada vez que se había separado de alguien en su vida temía que en poco tiempo le dieran la noticia de un accidente o una enfermedad en la que él ya no pintaba nada. Para Pelopiexe, no había nada más sublime que los seres capaces de comprometerse “hasta las cejas”, a cualquier precio, dispuestos a salvar todos los muros. La potencialidad de personas así era desconocida y digna del reconocimiento de los otros, de los cobardes como él, huyendo, salvándose, eludiendo salir a escena, ser protagonista y aguantar el dolor de su pérdida más querida mientras el mundo sigue dando vueltas a su alrededor. Algunos pensaban que su actitud era conmovedora, que respondía a una niñez no superada, pero no deseaba ir a un psicólogo para que le dijera eso. Sí, la imagen del cuerpo de Trevor sobre la mesa de aluminio convertido en un trozo de carne limpia, recién lavada, justo antes de una autopsia, era una demostración más de su carácter, tan sólo comprometido con los enfermos o con los muertos, con los que no necesitan códigos, los que ya no necesitan hacer vida social ni enfadarse con su vecino porque se ha comprado un coche nuevo. No más ceremonias, ni bodas ni bautizos, no tenía motivos para celebrar nada. La asociación de coches antiguos tenía una oficina no muy lejos de su casa, lo que era realmente sorprendente. Hasta donde pudo averiguar se encargaban de contratar el palacio de congresos, que les salía casi gratis porque andaba el alcalde por medio. Había conocido otras personas que gustaban de coches antiguos en el pasado, pero no sabía que existiera aquella oficina hasta que el lunes se dirigió hasta allí para obtener un poco de información. Durante todos aquello años había visto reseñas en las noticias de la tele y había pensado que todo aquello lo organizaban desde el extranjero, que se trataba de una exposición itinerante a la que se sumaban autos locales, y en parte así era. En aquella ocasión conoció al señor Pendermer, del que había oído hablar a Trevor y su actitud, es justo reconocerlo, no fue del todo desagradable. Le dirigió una mirada de cansancio en cuanto lo vio entrar por la puerta, y después de preguntarle que deseaba le dio todo tipo de referencias y algunos trípticos de propaganda del evento. Dudaba que aquello avivara su interés por aquellos aventureros de la rehabilitación de lo viejo, pero se conformó y decidió que si no iba en aquella ocasión a ver como Trevor triunfaba en el apartado de “rehabilitación sin retoques”, ya no lo haría nunca. Compró un par de entradas y le preguntó si llegado el momento podría quitar fotos dentro del recinto, a lo que Pendermer respondió que estaba permitido el uso de cámaras de todo tipo, y que opinaban que cualquier reportaje en una revista, por pequeña que fuera, ayudaría a la difusión del mundo de los coches clásicos. Pelopixe respondió que no se trataba de una revista pero que le quedarían unas bonitas fotos de recuerdo. Después resultó que Pendermer conocía a Trevor y la conversación e tornó más amable. Hablaron de la cuestión estética, y de que los beneficios no animaban a realizarla cada año, pero lo volvían a hacer porque sólo el arte compensaba tanto trabajo. No era agradable no tener ni una reseña en las cadenas generalistas, pero con eso y todo, nadie podría sacarle la satisfacción glamurosa de los asistentes. Y así, concentrándose en esa conversación y otras que iban surgiendo colateralmente, Pendermer le pidió que lo acompañara uno de aquellos días para ver como marchaban las labores de acondicionamiento de la nave que acogería los stands sobre los que se colocarían los coches. Dijo que sí casi inmediatamente y se llenó de optimismo hasta que unos días después estuvo en aquel lugar en obras, cubierto de polvo, de operarios moviendo y clavando moquetas, y carpinteros montando rampas y escaleras. Considerar a Pendermer una persona servicial sobrepasaba cualquier expectativa, tampoco se podía decir que fuera un hombre capaz de amistades instantáneas, y puesto que su amabilidad en todo lo relacionado con su trabajo era indudable, Pelopeixe supuso que el ego jugaba algo en su visita. Era como un político presumiendo de la marcha de una obra descomunal, a la que pronto tendría que acudir vestido de gala para inaugurarla. Pasaban entre los trabajadores mientras el anfitrión le hacía consideraciones técnicas de tal o cual cosa, y es verdad que algunos hombres se sienten en sus trabajos como Napoleón debía sentirse entre su tropas, adulados, consentidos, admirados, reconocidos, importantes e incapaces de huir de esa cárcel, compelidos al éxito, pero 201


sobre todo disfrutando cada día de haberse enamorado de si mismos. Pelopeixe, a pesar de todo, no se sintió impaciente, aunque sí algo cansado después de un par de vueltas por las monumentales instalaciones. Como si lo hubiese notado, Pendermer propuso tomar algo en la cafetería anexa, y en ese momento confesó que él también tenía un coche clásico, un Alfa Romeo Carabo, y que eso era como viajar al futuro volviendo al pasado sin haber pasado por su época, como si nunca hubiese existido. Cuando aquella generación que no conoció guerra y que soportó las crisis sin renunciar a sus sueños, encontró que ponía sus afinidades en nuevas formas de sentir lo que era bello y lo que no, no supieron desproveerse también de sus ambiciones. Bajo ese punto de vista no era fácil encontrar seres afines para los que conservaban la sensibilidad como prioritaria, ante la destrucción de las viejas ideas de la integridad familiar. Trevor le había aconsejado que formara una familia, pero el mundo empezaba a funcionar superando las antiguas angustias de los que creen que es natural aspirar a llegar a viejos, y hacerlo en esa integridad, parte indisoluble y núcleo, resistencia ante la idea que algunos han puesto de moda, acerca de que nos enfrentamos solos a la muerte, en una residencia de ancianos, en un hospital o reconfortados por el aliento familiar. Todo se reducía para él, a un deambular, a pasar de una afición a otra, a conocer gente, y a dejar que el tiempo se consumiera sin prisa, pero los fundamentos de su fe en la familia no tenían la dimensión necesaria para asumir semejante reto. Sus padres le habían enseñado a no despreciar ni la ayuda ni la compañía de extraños, y se complacían en sus avances cuando comprobaban que su hijo confiaba en la gente sin recibir a cambio grandes decepciones. Lo mismo hubiese sucedido, posiblemente, si ni siquiera esa educación hubiese existido porque su naturaleza parecía inclinarlo a conocer gente, a hablar con desconocidos y a aceptar que podía ayudar en empresas ajenas por un tiempo. En lo tocante a su incapacidad para pertenecer a grupos de amigos de forma permanente, o la aceptación de gente mayor en periodos cortos de diferentes actividades, tal vez deberíamos llegar a a conclusión que era una modelo que se salía de la norma, uno de los tipos humanos difíciles de catalogar. Dada la escurridiza relación que mantenía por cortos periodos de tiempo y las amistades que iniciaba sin continuidad, era de esperar que no volviera a ver a Pendermer después de ver y darse un paseo en su Alfa Romeo. No se trataba de que no apreciara los gestos y las invitaciones que le ofrecían, era su forma de enfrentarse a sus antiguas obsesiones. Pelopeixe no podía achacar su pesimismo a las reacciones de otros. Srina acudió como había prometido al encuentro anual de coches antiguos, pero esta vez lo hizo acompañada de un joven rockero, que se mantenía a cierta distancia mientras ella se subía al stand y se apoyaba en el capó con su ropa años veinte. La conclusión a la que llegó el enfermero en su habitual falta de esperanzas y optimismo, fue que estaba de más allí. Los había visto entrar juntos y pararse en el ropero para besarse, y eso había sido suficiente para pensar que debía salir de allí, lo que hubiese hecho si Pendermer no lo hubiese visto y no se hubiese acercado para saludarlo, Después aparecieron Trevor y Gloria y se sumaron a la reunión. Nada era tan grave, después de todo Srina estaba seductora con aquella ropa charleston que habían encontrado en una casa de empeños. Tampoco podía haber esperado que en cuanto lo viera saliera corriendo para darle dos besos de amistad infinita en sus blancas y fofas mejillas. Lo cual lo llevaba de nuevo a plantearse dar una vuelta entre el público para mirar otros coches y abandonar el lugar discretamente. Algunos meses después supo que Trevor, por una carta que éste le mandó, no había ganado en ninguna de las disciplinas, ni si quiera en la de “auto en mejor mantenimiento” y que tampoco le habían dado una mención especial por su insistencia que era lo menos que podían haber hecho si contaban con él para próximas citas. De cualquier forma el viejo no se desanimaba, al parecer estaba pensando en vender su viejo Ford, y comprar algo más asequible a su bolsillo. Una idea loca, según le habían dicho algunos de los mecánicos que frecuentaba para sus arreglos. En realidad, no importaba tanto un coche u otro, o al menos el así lo creía, porque lo que le gustaba era todo lo que se desprendía alrededor, la dedicación y las aspiraciones que le hacía albergar en forma de sueño 202


con diploma. Nada es más tranquilizador que tener aspiraciones, eso convencía a Trevor de que aún tenía fuerzas para seguir “en el juego”.

4 Acerca De Un Admirable Subsistir Se pertenecían como se pertenecen las ideas, apoyándose o incapaces de encajar, pero incrédulos y hastiados como las palabras de un discurso. No se entusiasmaban con cada nueva carta, ni se tenían como enamorados sin conciencia, pero a ratos y de permiso, se les veía juntos. Y cuando se consolaban no hablaban de la guerra sino del futuro, porque para él, la guerra había sido cosa de apenas unos meses y unos cuantos tiros antes del armisticio. “Llego tarde a todo”, solía decir a su vuelta. La madre de Srina tenía la costumbre de entrar en su habitación como un inesperado vendaval, y hasta para decirle alguna cosa sin importancia, hacía eso. Lo habían hablado alguna vez, pero no se daba por enterada, o tal vez, entraba en un estado de confusión difícil de entender para los que tenían facilidad de comunicación y no sólo hablaban, sino que también escuchaban. Así conoció a Raamírez, abrió la puerta de golpe y allí estaba aquel chico, con su uniforme militar y un macuto que debía pesar más que él, al pie de la silla en la que se encontraba sentado. No dijo nada al principio, hizo como que se le había olvidado el motivo de entrar de aquella manera tan ruda, y después saludó al chico con unas palabras acerca de lo horrible de la guerra y salió disparada para el trabajo. A primera vista, la madre de Srina, complacía, en principio, a los que gustaban de ver fuertes complexiones, cuerpos magros pero contenidos, el cuerpo de una mujer enérgica y carnosa como parte de cualquier otro merecido reconocimiento. No parecía capaz de exagerar en eso, era, en todo, una exquisita naturalidad de formas y gestos, porque dejarse llevar con moderación por los apetitos y todo lo que se derivaba de tal actitud en la vida, sólo podía verse como virtud. Si sabía que no era del tipo de persona y cuerpo que pasaba desapercibido, entonces tenía que vivir en la contención, porque nadie en su sano juicio aceptaría más que llenarse de orgullo de la sorpresa generada a su paso. Era decidida y capaz, pero también inteligente. De lo último que recordarían de ella sería acerca de esa combinación de inteligencia sometida a la energía que generaba tanta atracción en hombres y mujeres, y de la sencillez con que lo asumía. Insistía la madre en convencerla de evitarse males mayores, e intentaba explicar con ejemplos y detalles que el mundo era cruel, y que tal y como parecía, a ella no le había ido demasiado bien. La vida, según ella, no daba oportunidades pero ofrecía desafíos a cada momento, y añadía que los jóvenes podían equivocarse porque disponían de tiempo de rectificar, pero ella ya no. Debía intentar convencerla de no ponérselo fácil a la vida, que tal y como se le iban a poner las cosas todo tendía a empeorar con el tiempo y los caminos se cerraban para los pusilánimes. La vida es un abuso, decía consternada, los malos tiempos siempre llegan hasta para los que nadan en la abundancia. Y cada vez que repetía su discurso ponía dos ejemplos cinematográficos, dos de sus películas favoritas, “Esplendo en la hierba” y “La gata sobre el tejado de zinc”. Había algo en aquellas películas con las que pretendía ilustrar su discurso, y tal vez fueran los padres fracasados cuando se creían en la cima de su éxito. Y ese resentimiento femenino también se manifestaba contra el patriarcado, a pesar de que Srina no se lo tomaba demasiado en serio. “No dependas de nadie”, y añadía, “la vida te va a pedir cuentas, aprovecha el tiempo”. Después la muchacha salía corriendo, y la emprendía con Raamírez que no comprendía su enfado. Lo insultaba, todo lo que hiciera o dijera le parecía mal, y 203


se sentía traicionada, y sólo se calmaba cuando al final le confesaba, “mi madre odia a los hombres”. Eve cantaba en el coro de la iglesia y se tomaba los ensayos muy en serio. Tal y como Srina lo veía, después de tanta dedicación debería haber despuntado como una excelente voz hacía algún tiempo, sin embargo, ella se mantenía entre las otras voces sin ningún interés por destacar. No resultaba tan relevante su excelente voz como su imagen desbordante, eso estaba claro, pero su forma de ser la hacía conducirse como si no se enterarse de algunas cosas le pudieran parecer más o menos vulgares, así que no solía ponerse condiciones al arreglarse sólo porque hubiese notado algunas miradas de más ese día. El comandante Jeremita tenía buen oído para las voces nuevas y se permitía hacerle sugerencias a Jones, el director del coro acerca de tal o cual voz, que ocasionaba algún disturbio en tal o cual parte de según que pieza. Y además de buen oído tenía una vista excelente a pesar de sus años, lo que lo llevaba a acercase para charlar e invitar a Eve siempre que podía. Cada vez que él encontraba que alguna voz no funcionaba conforme a lo esperaba iba corriendo a contárselo al director, y ya de paso que subía al lugar desde donde se ejercitaban, aprovechaba para continuar sus comentarios con la madre de Srina. Durante aquel tiempo de juventud, Srina tenía mucho tiempo libre, no sólo por su rechazo a los estudios, a tomárselos en serio y dedicarle la atención necesaria, sino también por las muchas ocupaciones de su madre que parecía confiar lo suficiente en ella para dejarla sola en casa durante muchas horas. En el límite de sus fuerzas las distracciones llegaban cuando salía de aquellas cuatro paredes de su cuarto. El número de jóvenes que se interesaban por ella, además de Raamírez, era limitado, y ninguno la atraía demasiado, por su constitución, demasiado obesos o demasiado flacos, de pieles desiguales, abruptas, aceitosas, cubiertas de granos o sudorosas. Y a pesar de todo el interés mostrado, de la dulzura y alegría que pretendían obsequiar, esa misma gratuidad, aquellas incipientes barbas mal afeitadas y aquellos pelos cubiertos de grasa, la ponían a la defensiva. En ocasiones, en la soledad de su habitación la había atacado una dulzura melancólica hasta hacerlo llorar, y eso no era propio de ella siempre dura y áspera como un zarzal. Había que estar muy en el límite de la atracción física, para tener la paciencia que Raamírez tenía con ella. Para reconocerle algún valor añadido, además de la insensible fuerza que ponía en rechazar a los pocos chicos que se interesaban por ella. Tal vez, la magia que lo cautivaba tenía que ver con ese rechazo que sabía que en cualquier momento podía llegar, sin percibir más distancia que la que la contracción de sus pupilas le permitía. Nadie debería asombrarse ya de que existan este tipo de jóvenes en los que reside un atractivo tan sólo sostenido por sus rechazos. No disimulaba ni intentaba ningún tipo de comprensión ni moderación, todo lo que le molestaba estaba en guerra con sus entrañas, y solía decir, “no soporto esto” o “no soporto aquello”, y creer que eso la mantenía pura frente a un mundo que había hecho demasiadas concesiones a la impureza. Y, debemos decirlo, las aproximaciones sexuales eran para ella tan transitorias que necesitaba lavarse a fondo después de cada uno de aquellos roces y penetraciones. Eve desconocía por completo estos extremos acerca de la íntima naturaleza de la piel y la carne de su hija, y, al menos lo parecía, prefería que todo siguiera siendo así. Pero no debemos pensar que todos fuimos una vez así, cada uno lo sabe, nuestras posibilidades de entregarnos al estremecimiento sensual, nuestras exploraciones y aprendizajes ha sido posiblemente diferente del de Srina, y también diferentes de todos los demás. ¿Por qué no pensar en vidas diferenciadas como lo son cada una de las facciones de nuestra cara? Después de todo, las historias se construyen basándose en estas diferencias, a veces sorprendentes y a veces nos resultan familiares, pero no iguales. Y cuando Srina hiere a sus admiradores con su indiferencia, con su gesto duro y, cuando se expone en el límite de la crueldad, con sus desprecios, lo hace con una habilidad diferente a otras chicas que se sienten igual de molestas con el mundo y el rol que les dedica. Los temores de Eve eran fundados e iban dirigidos en lo que se refería a las travesuras de su hija, 204


si así las queremos llamar. Srina, si bien tenía unos horarios irregulares, guardaba las formas y no se ausentaba de noche de la casa, eso complacía a su madre que a pesar de todos los quebraderos de cabeza que le daba, la seguía considerando una chica responsable. Esto unido a que la acompañaba los domingos al servicio religioso era suficiente para seguir permitiendo aquella vida de aparente estudio, pero que en realidad iba perdiendo sentido. En el fondo de sus pensamientos, Srina no quería hacer daño a nadie, no pretendía hacer lo que no debiera o desafiar la forma de vida en la que había crecido, sus reacciones eran por pura asfixia y en eso tampoco era tan diferente a las otras chicas. Pertenecía pues a una generación de padres que harían cualquier cosa por sus hijos, y que creían que luchar hasta la extenuación por ellos los convertía en mejores personas. Eve creía que era su obligación mantener su trabajo como cocinera en el restaurante en el que trabajaba, el mejor de de sus destinos laborales de los últimos años, y eso la hacía esforzarse al máximo y ser competitiva. ¿Qué podía saber su hija de todos los desvelos que le había provocado desde que naciera? De la última época en que sus padres vivieran juntos, a pesar de las discusiones, guardaba algunos recuerdos agradables. Recuerdos sobre que con el tiempo iban perdiendo el sentido que les había querido dar. Eve durante años intentó convencerla de que lo tenía idealizado, y de que los hombres no siempre tienen motivos admirables para comportarse con un mínimo de responsabilidad. Él había trabajado mucho para darles una posición, de hecho apenas lo veían porque pasaba más tiempo en la oficina que en su propia casa y eso no era tan admirable como parecía. Había logrado darle a su familia “una posición” y Srina por aquel tiempo se había sentido elevada por encima de sus compañeras de clase. Entonces no era nada más que una niña de séis o siete años, pero ya era capaz de entender esas cosas. El desafío de Eve había estado en convencer a Srina de que los desvelos de su padre no habían sido motivados por su familia, y que eso había quedado demostrado cuando las abandonó, sino que, todo aquel monumental esfuerzo había consistido en demostrarse sí mismo y al mundo de que era capaz de afrontar empresas de forma que otros no podían ni imaginar. Estuvieron juntos disfrutando de aquella “posición” durante unos años en los que compraron una casa, un coche caro y salieron de vacaciones a los sitios más caros, y Eve empezó a sospechar que existía una forma de megalomanía asequible a los dedicados y esforzados trabajadores. Ella lo acompañaba en sus delirios y él fumaba puros, se compraba ropa elegante y hablaba como un emperador capaz de las más grandes conquistas. Tal vez nunca antes lo había escuchado, pero cuando él empezó a hablar de sus proyectos, de sus sueños de grandeza y de sus aspiraciones multinacionales, Eve comprendió que no había sitio para ellas en ese maremagnum de ilusiones desbordadas ni en su corazón. Srina algunos años más tarde, al fin entendió a lo que se refería su madre, y por qué la separación se había producido en los términos de totalidad que a él y a su orgullo le llevaron a no volver a verlas jamás. Srina lo había pasado muy mal, durante los primeros años había creído que nadie podía ponerse en su piel y sufrir como ella lo había hecho. Pero salió adelante, aprendió a mentir y a hacer como que nada le importaba, cuando en realidad no hacía otra cosa que representar el papel más brillante al que jamás una actriz se haya enfrentado. Otras compañeras suyas tenían otro tipo de problemas la mayoría tenían que ver con sus miedos a las primeras relaciones amorosas y sus derivadas, el enfrentamiento con sus padre, el desamor, los embarazos no deseados..., pero Srina no solía hablar de ese tipo de cosas porque lo que le preocupaba era volver a casa con el vacío que provocara la huida de su padre, sentarse frente a su madre y sentirse como dos mujeres tristes y rechazadas. Había también en la reacción de familia rota a dos, un encierro de palabras, una abundancia de silencios que le conferían una nueva personalidad. El énfasis que las chicas con problemas ponen en los silencios lo deben de interpretar como una forma de castigar al mundo, sin embargo, Eve aprendió a convivir con ese bajo nivel de comunicación, y hasta podríamos decir que apreciaba aquella casa malamente habitada con ruidos de aparatos pero pocas voces. Raamírez le dijo que se iba al otro lado del mundo un día antes de partir. Por lo que sabemos, debido a la falta de confianza que le merece su relación con Srina no lo hizo antes. Algunas discusiones se habían producido el último mes, y no sabía si el hilo que aún los mantenía en 205


comunicación soportaría una noticia semejante, así que decidió sorprenderla a “toro pasado”. Comunicar algo de este modo, ejerce la fuerza de lo inevitable y predispone al que escucha hacía la comprensión y la aceptación. Algunos creerán que hacer así las cosas era la mejor forma de pegarle un tiro de gracia a lo que quedaba de su relación, pero Raamírez creyó que era la mejor forma de evitar una nueva discusión, aunque se pasó todo el viaje en el barco hacia tierras extrañas pensando en ello, y más preocupado por lo que dejaba atrás que por lo que se iba a encontrar cuando desembarcara. No debemos darle más vueltas a la forma de actuar de Raamírez, ni traer a cuenta nuevas interpretaciones de sus carencias emocionales o de sus delirios, porque simplemente a veces actuaba por impulsos y sin conocer sus motivos. En relación de los motivos que lo llevaron a enrolarse, baste decir que no todos ellos tuvieron un origen en su necesidad de tomar distancia con todo lo que en su vida se desmoronaba. Tal vez, en su forma de entender el patriotismo estaba empujándo el miedo a quedarse atrás, a no decidir a tiempo y parecer un cobarde, pero eso tampoco lo sabremos. En ausencia del chico Srina disponía de mucho más tiempo y eso llegó a preocupar a su madre, que en ese momento intentó convencerla para que hiciera algunas tareas en casa y algunos recados fuera de ella. Pero los sueños de Srina estaban tan lejos de todo eso como de la posibilidad de cumplirlos algún día, y si sus caprichos la hacían un día intentar aprender a tocar el piano, renunciaba en pocos días, al poco tiempo la hacían ponerse ropa de su abuela y pasearse como una actriz por las cafés alrededor del teatro, donde los actores solían tomar un reconstituyente después de actuar. Todos esos cambios significaban algo, pero, de forma más específica, lo de pasearse afectadamente como los actores era casi tan poco enriquecedor como la forma en la que se lucían los burgueses. Intentar parecer lo que no se es, es ese punto donde empiezan nuestros sueños y sólo prescindiendo de toda presunción y poniéndose manos a la obra podremos mantenerlos. Creo que está demasiado extendida la creencia de superioridad de que, los que no aspiran a un estatus superior son unos fracasados, y por eso son tantos los que viven por encima de sus posibilidades, los que lo hacen de las apariencias o los que se creen señoritos sinceramente y se comportan como patéticos aspirantes a la nada. Como suele suceder en estos casos, la falta de previsión de Eve la llevó aceptar ser cortejada por otros hombres algún tiempo después de su divorcio. No había pensado que entrar en otra relación estuviera a su alcance, así que salía ocasionalmente con hombres sin compromisos y de intachable trayectoria, con el único fin de pasar el rato. No se fiaba de ninguno de ellos, pero al menos se conocía a sí misma, sabía que soportaría la presión, y eso era suficiente. Quería al menos disfrutar de los años que le quedaban de madurez independiente sin encerrarse en casa, sin dejar de saber lo que hacía la gente que se divertía los fines de semana y cuales eran sus costumbres y sus conversaciones, lo que hasta ese momento había sido un misterio para ella acostumbrada a una vida más familiar. En eso, su hija fue mucho más comprensiva de lo que había imaginado, y llegó a la conclusión de que también le agradaba la idea de que algún sábado por la noche quedara la casa sólo para ella. Pero apenas un año después supo que su madre se había prometido con un hombre mucho mayor, y eso ya no le gustó tanto, aunque debemos ser justos con ella y decir que todas reticencias se desvanecieron cuando conoció a Trevor, porque le pareció muy adecuado para su madre y porque era el tipo de persona que encajaba perfectamente en sus vidas.

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Falsa Sensación De Seguridad Antes de instalarse su nueva casa, Eve quiso saber que iban a estar cómodas y vivir con la necesaria libertad a pesar de la entrega que supone cada nuevo compromiso. Apenas habían transcurrido unos meses de su estancia en la casa de Trevor que las dos empezaron a echar de menos pequeñas cosas y caras de su viejo barrio. Lo cierto es que se habían dado tanta prisa en mudarse que apenas nadie lo notó hasta que las echaron en falta y eso debió suceder bastante tiempo después. Los cambios que tuvo que hacer Trevor para instalarlas le parecieron de lo más natural y adecuado, y no le molestó en absoluto que Eve pareciera tener tan claro lo que quería. Poco a poco, la relación iba ganando en confianza, e incluso le compró un perro labrador a su hijastra (en realidad era una perra y la llamaron Monique); eso contribuyó a que se sintiera más cómoda, pero Trevor fue la única relación de su madre con la que nunca se sintió a disgusto, y también la única con la que se siguió relacionando incluso cuando pasados unos años la pareja decidió separa sus destinos. Concluyendo, con la opinión que su madre tenía de los hombres vivir con Trevor fue una oportunidad para cambiar algunos patrones de pensamiento muy incómodos para la hija y que no deseaba heredar. Para ella, que necesitaba un margen en el que poder escribir sus sueños, todos los misterios podían ser reconocidos, o al menos desinflados de puro desinterés. Todo el mundo hace planes, pero la juventud lo necesita como se necesita el agua para la vida. La vitalidad que en ellos se manifiesta con la efusión volcánica de dolores y aspiraciones, llevan consigo la necesidad de poder probarse que merecen todo el interés que reclaman. La mudanza se realizó en tiempo record, con eficacia y sin pensar que podía no ser definitiva. Todos ayudaron y se daban aliento como hacen los equipos del deporte nacional en la televisión. Faltó poco para que Trevor renunciara al equipo contratado y los mandara con su furgoneta de vuelta antes de tiempo y antes de terminar el trabajo. También descubrieron lo fisgones que pueden ser algunos vecinos, o al menos para Srina era un descubrimiento; los adultos ya conocen estos extremos de la inquietud humana. Desde la casa de al lado los miraban descargar sus cosas sin perder detalle y eso le pareció que era entrar en su intimidad porque hubo algo de descaro en aquella posición detrás de un muro infranqueable, de comidillas y comentarios. Trevor les espetó que no se trataba de un pase de modelos y el vecino más próximo, ofendido y indefenso. al fin, se metió para dentro de su casa y echo la persiana de la ventana que daba al patio. Como las mudanzas no son una condición menor, o lo van a ser, en la convivencia que debe armonizar costumbres. Posiblemente aquellos vecinos hubiesen buscado todo tipo de informes, hubiesen intentado acudir al vecindario del que procedían aquellas personas, e incluso, según creían, deberían exigir un certificado de buena conducta para mudarse a un barrio tan selectivo. Pero, después de todo la mudanza lo era sólo en parte y deberíamos mejor llamarle acoplamiento, porque Trevor, el propietario de la vivienda no se iba, seguiría viviendo allí para establecer que nada cambiaría tanto, y eso lo cambiaba todo. En tales circunstancia se acababan las exigencias vecinales, y si alguien tenía alguna crítica que hacer, también se la harían a él, y por eso algunos tuvieron que morderse la lengua y acudir para dar la bienvenida algunos días después, armados de flores y pasteles. La acogida estaba servida y eso tampoco lo olvidaría Srina en el futuro, lo que se uniría a otros buenos recuerdos que guardaría de Trevor. Aquella fue una etapa sin sobresaltos, eso también debía atribuirlo al carácter de Trevor, que se ponía nervioso con facilidad con asuntos de tráfico, pero a ellas las consentía mucho. Por la calidad de sus recuerdos, sabía que además de todo lo bueno que les ofreció, a ella le ayudó a pensar sin exagerar, lo que, conociéndola, ya era mucho. Por un tiempo le dejó de doler la espalda, lo que se le había presentado como su condena particular y se levantaba por las mañanas sin dificultad, y me atrevo a decir que con cierto optimismo. Era apenas una niña entonces y aún no había conocido a 207


Raamírez, pero ya se entregaba a todo tipo de conjeturas acerca de su futuro y si algún día podría llegar a ser miembro en el coro de la iglesia como su madre. Fue sometida a algunas pruebas de oído y durante un tiempo asistió a clase de música pero le aburrió y lo dejó sin miramientos. Era como si cada vez que veía en alguien alguna actitud, afinidad o afición que le parecieran admirable, ella también quisiera tomar partido. Y lo intentaba, probó con los coches, con la pintura, con el coro, quiso ser actriz y poeta, y todo ello sin demasiado convencimiento. Era, sobre todas las cosas, su energía dirigida a la necesidad de querer ser algo la que la hacía saltar de una cosa a otra, pero renunciaba sin miramientos en cuanto comprendía que en cada una de ellas se le exigía un cierto esfuerzo y compromiso. La vida a su edad de entonces, formaba parte de un proyecto general que ni apreciaba, que no se paraba un segundo. Cada voz, cada expresión era analizado en su cabecita de forma inconsciente pero eficaz. Imitaba lo que le gustaba de los mayores, pero rechazaba sin enmiendas a aquellos que no le gustaban. Alrededor de la casa de Trevor y de su garaje, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, el mundo giraba con placidez y siempre lo recordaría así. Se sentaba en el patín de la entrada viendo entrar y salir mecánicos que le ayudaban al nuevo marido de su madre, a montar un coche viejo. Allí pasaba muchas horas dejándose acariciar por el sol en otoño, y comiendo helados en verano. Aislada del mundo, como suele suceder a las hijas únicas que además se empeñan en su timidez, repentinamente, de un salto, abrazaba a Monic y jugaba con ella dando pequeños gritos, riendo y empujándola entre ladridos y caídas. Su madre nunca pudo explicarle los motivos que la llevaron a separarse de aquel hombre tan bueno y paciente. Los adultos sabemos que la paciencia puede llegar a ser insoportable en las personas que queremos si esperamos de ellas una reacción, pero esa estabilidad era todo lo que Srina pedía. Pasaron un pocos años maravillosos; pocos. Eve empezó a preguntarse con cierta frecuencia como iban a volver a su vida sólo de dos. El mundo nunca lo pone fácil, pero no se sentía integrada en la vida de su pareja. Trevor ni se daba cuenta, seguía con sus aficiones y viajes, y no creía que desatendiese ninguna de sus necesidades, pero obviamente no era así. Sin embargo, el día que llegó a saber lo que realmente pensaba Eve, se sintió tranquilizado de algún modo, porque ella había tenido reacciones bruscas con él antes de aquel momento, que no le habían parecido, por decirlo de algún modo, correctas. Eve, finalmente intentó explicarle sus motivos, pero no los entendió del todo. Para Trevor, ella no era feliz, y eso era suficiente, no había que darle más vueltas ni ponerse dramáticos. De vuelta a su antigua vida monótona de paseos inesperados, tardes de coro y cocina ligera, Srina conoció a Raamírez cuando su cuerpo había terminado de formarse y en ella subsistía la llamada de todo lo desconocido. Él le preguntó si podía acompañarla a casa y ella estuvo conforme, porque lo conocía discretamente y se lo habían presentado, pero es cierto que hasta que empezaron aquellos retornos desde el instituto, apenas habían hablado. Ella no tenía prisa por llegar porque a esa hora Eve salía a hacer visitas, y no le gustaba estar tan temprano sola en casa. Regateaba la última conversación los dos parados en la esquina en la que debían separarse, daba igual el tema de sus animados circunloquios, al final se tiraban entre quince y veinte minutos, un día y otro, pegados a un semáforo que estuvo a punto de adoptarlos. Ignoraban los verdaderos motivos que los llevaban a estar juntos y si había en ello o no una atracción física -posiblemente el deseo es la fuerza más constante y capaz, pero el inconsciente no siempre lo reconoce como motor de nuestras decisiones-. Tuvieron que pensar, al menos al principio, que si tenían que volver a casa acompañados, aquella debía ser una buena idea y mejor hacerlo con un compañero de estudios. La rutina escolar se produjo durante un par de años en los que avanzaron en su amistad, y además de los escarceos eróticos a los que se iban entregando, ambos pensaban con cierta ecuanimidad que su postura ante el romanticismo era fría y equilibrada, lo que les ofrecía entrar a valorarse sin espejismos. Después de cientos de discusiones, interpretaciones, malentendidos, de llevarse la contraria a capricho y de histerias considerable que imposibilitaban ponerse de acuerdo, podían decir que habían entrado en el estado de confianza que 208


dos jóvenes de clase social parecida necesitan para sentirse como amigos muy unidos. De haber sido uno de los dos, un buen estudiante con pretensiones burguesas, posiblemente se dedicaría a jugar esperando un partido mejor, pero ese no era su caso, por sus expedientes académicos se iban a convertir a dos preciosos mediocres sin ambiciones, y por sus vidas familiares sin la posibilidad de brillantez de la que otros alumnos presumían, se podía decir que iban a necesitar apoyo mutuo durante mucho más tiempo del que cabía imaginar. En algún momento impreciso de sus dilatados paseos Srina debió invitar al chico a subir a su apartamento, que en realidad lo era de su madre. Después de algunos preliminares que ella había imaginado en su soledad de otras tardes, lo haría pasar hasta su habitación para dar forma a los rituales eróticos de juventud, sin olvidar que disponían de apenas una hora antes de que Eve se pasara por casa para arreglarse y salir a sus clases de canto y oración. Al principio fue muy divertido, y aquellos encuentros se multiplicaron sin dar cuenta a nadie del motivo de sus ausencias al instituto, ni porque cuando uno faltaba la otra también lo hacía. Pero con el tiempo aquello empezó a no ser igual de estimulante, y pasaron a espaciar sus encuentros. Srina, por algún motivo que no comprendía, al mirarse al espejo se encontraba más ordinaria y menos excitante que nunca. Ella que siempre había luchado por establecer alguna diferencia que la destacara entre las otras chicas, ahora se encontraba con que nada de eso era real, y que hacía las mismas cosas y se movía por los mismos estímulos. Perdía fuerza a pesar de su juventud, su constitución se sometía a los pastelitos que la engordaban, sus pechos se desinflaban y había manchas en su cara que no eran acné y que no sabía como atacar. El amor había tocado techo, ya no había nuevos retos ni versos, y los primeros largos encuentros en el parque ya no les satisfacían. No podían volver a lo de antes, a las charlas sin sentido y soportar los caprichos y los enfados sin darles mayor importancia, y tampoco podían seguir adelante, porque no había una respuesta en las fuerzas del destino. Los dos empezaron a sentir que necesitaban cambiar algunas cosas que les produjera una sacudida emocional. Bajo esa perspectiva él encontró una propaganda en una revista para alistarse y lo peor de todo es que las condiciones no parecían malas. Una oportunidad para hacer dinero rápido, estar en la guerra dos o tres años y volverse con una buena cantidad ahorrada. Con suerte estaría en la reserva y apenas pisaría el frente. Había algo más, y eso era su orgullo, no podía estar más tiempo pensando que no era nadie. Las últimas semanas antes de partir para aquel país extranjero y después de tres meses de academia, todo se iba volviendo más y más triste. El tiempo que pasó lejos de su país, Raamirez sobrevivió no sólo a las incomodidades propias de las marchas y las noches a la intemperie en mitad de las selvas y de desiertos, se trataba de necesitar menos que ninguno, hacer un aliado de la escasez y conservar las pocas fuerzas que le permitía la actividad incesante de avanzar y retroceder. En el campamento ocupaban barracones con una letrina en cada uno de ellos y escasas provisiones si la logística no estaba a tiempo. Todo lo que le que le rodeaba parecía creado para animarlos a la depresión, la vegetación, los pequeños insectos venenosos y las infecciones. Cualquier deseo estaba prohibido, no se podía ansiar otra cosa que sobrevivir y la comida era insulsa a propósito -o con el propósito de disponer de un placer que los distrajera de su deber, no podían concebir otra interpretación-. No existía la alegría y la risa era impostada, pero había momentos de consuelo cuando hablaban entre ellos, cuando recibían correo o algo de licor. Todo lo que podemos registrar como guerra y forma de vida de los soldados no es nada nuevo, las privaciones suelen ser las mismas o parecidas, el horror sistemático y los heroísmos escasos o casuales. En una primera aproximación, visto desde la comodidad del primer mundo, no parecen existir esos momentos de calidad entre camaradas, esa amistad a prueba de contradicciones, y esa entrega que al volver sobrevive a la condición social de cada uno, y sin embargo, existe. Si dos soldados en el frente sobreviven al apoyarse, nada romperá ese hilo de comunicación en el retorno, ni siquiera que uno duerma en la calle y el otro en un palacio. Hay una extraordinaria espiritualidad en arriesgar la vida en grupo, y marca sobre el hombre un peso excesivo de concordia que ya sólo esa misma muerte, algún día se encargará de detener. La desolación que representan los recuerdos 209


de los cuerpos mutilados, la amenaza real de muerte en bombardeos que duran días o la frialdad de matar a un enemigo desarmado a sangre fría, sin duda debe de permanecer en los sueños de por vida, y sólo ser entendido por otro hombre que haya tenido las mismas experiencias. El cambio se produjo en Raamírez, nadie que lo conociera lo podría negar, y Srina lo notó especialmente. Por una parte admiraba sus recientes silencios, su alma torturada, y la madurez triste en un cuerpo tan joven, por otra parte, la asustaba. Cada vez que el soldado ya retirado evocaba los peores momentos de aquel terrible destino, con clara exactitud se representaban ante sus ojos escenas que lo privaban de toda alegría y sosiego. Compartir algunas horas con Eve, salir de casa y pasar por el parque en que otro tiempo se fumaban las clases, lo aliviaba. Cuando lo invadían los fantasmas la llamaba y ella siempre estaba. Cuando partió tenía una idea muy superficial de lo que se iba a encontrar en el otro lado del mundo, sabía que iba a ser duro, pero imposible calcular hasta que punto le iba a afectar. Por fortuna su enganche de cuatro años duró apenas la mitad porque el armisticio se produjo antes de lo que todos habían calculado. A diferencia de otras chicas, Srina creyó una suerte quedarse en estado; iba orgullosa y segura, con paso firme por la calle en cuanto lo supo, pero aún le faltaba algún tiempo para que se le notara. Un agrado incontenible, casi como una venganza la lleva a decírselo a su madre sin preparación alguna, soltándoselo como si fuera lo normal, lo que se había estado esperando de ella durante mucho tiempo. Peculiarmente maquillada, con ojos ennegrecidos, cara sonrosada y preparada para sus visitas matinales, Eve no sale de su asombro, le hace preguntas, quiere saber todos los pormenores y lo que piensa hacer. Está muy claro, Srina quiere tener a su bebé y si su madre no puede ayudarla tendrá que acudir a la asistencia social. El cabello encanecido por una vida sin suerte, no vacila en gritar, en desesperarse, en preguntar, “¿qué va a ser de nosotras ahora?” La insistencia de sus preguntas no parecen impresionar a su hija, pero ya ha dejado de disfrutar con la noticia y la sorpresa que deseaba y que nunca pensó que llegara a causar ese efecto en Eve.

6 La Insistencia Humana Fue un momento muy tenso. Srina se preguntaba qué podía hacer para aliviar el dolor que estaba causando a todos, también a Raamírez con el que había discutido y al que hacía tiempo que no veía. Su madre intentaba seguir con su vida, atender todas sus habituales ocupaciones porque si se dejaba afectar se metería en la cama y no se levantaría hasta que Srina lo hubiese solucionado por sí misma, o al menos eso le había dicho. La muchacha recordó todo lo que la unía a Trevor y por alguna razón desconocida pensó que podría ayudarla. No dijo al viejo que estaba embarazada, pero le pidió pasar una temporada en su casa, mientras ponía su cabeza en orden; algo así como una vacaciones pero sin moverse de su casa más que unas cuadras. Trevor, tal y como lo recordaba, se tomaba con pasión todo lo que hacía y por eso no podía comprometerlo en sus problemas. Él tenía sus propios problemas, como a todo el mundo le pasa, pero tenía la solvencia necesaria para ir solucionándolos sin escandalizar, a veces, sin que nadie notara sus maniobras para poner las cosas en orden. Durante los días que pasó en casa de Trevor su madre no dejó de llamarla para que volviera a casa, y allí conoció a un tipo, al parecer enfermero y amigo de Trevor que la invitó a comer. Además le pidieron que concurriera con ellos a la exposición de autos antiguos vestida años veinte, y todo fue muy divertido. Hizo las paces con Raamírez y todo parecía que iba solucionándose cuando llegó lo de su insomnio. Había empezado a pensar que sólo estaba en paz 210


cuando estaba en situaciones extrañas y que no podía controlar. También creyó que de todas las posibles enfermedades de la mente que no permitían dormir a la gente; la de ella tenía que ver con la opinión que su inconsciente tenía de sus rarezas, de la chica que actuaba y, a veces, no sabía por qué hacía algunas cosas. El inconsciente no aceptaba algunas cosas que hacía o había hecho en el pasado, porque sus valores la hacían criticarlo en otras personas pero era indulgente si se trataba de sí misma. Tampoco podía ponerse violenta con el inconsciente, o intentar intimidarlo con amenazas tal como hacía con algunas personas, eso con él no servía. No había un fondo destructivo en su conducta. Parecía capaz de complicar la vida de todas las personas que la querían pero no era así, sabía detenerse a tiempo, humillarse, pedir perdón si era preciso. Llevaba algunas marcas perennes de un dolor antiguo que era incapaz de superar, pero no iba a volver a complicarse la vida por eso. A los oídos de su madre nunca había llegado una queja más grave que su falta de interés por los estudios. En su estimada conducta, la madre, no podía por menos que dedicarle algunas críticas, censuras y correcciones a la de su hija. Por lo pronto había provocado su huida, pero no duró mucho. El resto del mundo, por su parte, era muy libre de creerse al margen de tantas inseguridades, pero lo cierto es que en aquel barrio de tradición católica, todos estaban con un pie en la beneficencia. Los callejones lóbregos conteniendo la basura de los comercios el fin de semana, los pequeños edificios de tres plantas de fachada de ladrillo y sin ascensor era como un emblema de precariedad, las ventanas de las plantas bajas enrejadas pero cubiertas de macetas con plantas de perejil y hierbabuena, las papeleras desfondadas y los jóvenes cantando en grupo en las escaleras de los edificios oficiales, eran otro signo del consentimiento que las autoridades tenía con los vecinos, y en tales circunstancias, que una muchacha a punto de cumplir los dieciocho se quedara en estado no era ninguna novedad para los que no cabían en el sermón del domingo. Los barrios populares son cuestiones de costumbres, y sólo saber introducirse y serpentear en esas costumbres sirve de consuelo. El que nunca haya vivido en uno de ellos, habitado su mugre y los intentos por el equilibrio de las damas mayores, la ropa de domingo con zapatos de semana y la política del clero, podrá nunca imaginar sus evasiones. Hay militares que se redimen con exiguos retiros de su soltería alcohólica de última hora, sin experimentar vergüenza alguna por su terrible destino. Son, entonces, gentes como las demás, aunque se hayan pasado la vida intentando reconducir y reprimir sus fronteras y sus vicios. Deberíamos imaginar a sus propios barrenderos deslizando unas monedas en el bar más deprimido para tomar una cerveza antes de retomar la tarea, enfermeras conscientes de su tuberculosis soñando con un clima más aceptable, y, con frecuencia, prostitutas volviendo a casa después de haber colocado los peores instintos en otros barrios más afortunados porque en el suyo nadie paga una tarifa con la que poder subsistir. A Raamírez ni siquiera le va a quedar una pensión por sus secuelas psicológicas, por los gritos a media noche y por el insomnio. Cuando Eve salió de casa tomó una dirección prefijada, un itinerario repetido en otras ocasiones por otros motivos pero igual de ineludibles. El hospital estaba cerca y a buen ritmo no tardaría más de cinco minutos en ponerse allí; no había necesidad de tomar un taxi. Tropezó en cuanto puso el pie en la calle, y estuvo a punto de ir al suelo, eso le hizo ser más prudente y pensó que si quería conocer a su nieto esa tarde debería conservar su integridad física. La acompañaba Trevor, que de alguna forma se enteró de que la chica había entrado en el hospital por su propio pie, y por su propia decisión. Posiblemente lo llamó ella misma, y él se puso en contacto con Eve porque no quería resultar un intruso. A Eve le pareció que había envejecido mucho en los últimos años, como si después de una edad en cada año se envejeciese por cuatro, o alguna cosa parecida. Tenía el cabello completamente encanecido, y el cuello y el estómago se habían desmadrado dándole un aspecto de rana que no recordaba. En realidad no hacía falta comprobarlo de forma tan directa porque ella había imaginado que algo así había sucedido en el tiempo en que no lo había visto. Observó que Trevor se rascaba el brazo con fruición, justo sobre una cicatriz que nunca antes le había visto, “de un accidente”, dijo él. Todo había pasado muy rápido desde que Srina le dijo lo de su embarazo. De tal modo que ahora se encontraba rogándole que se dejara ayudar, y sobre sus 211


hombros un buen montón de errores cometidos que pesaban como la peor de las conciencias. Y de pronto estaban en una habitación de hospital, tan igual a otras, un lugar que conocían de otras veces y al que posiblemente volverían a lo largo de lo que les quedaría con vida. Ya era una hora avanzada y Raamírez también estaba allí. El bebé dormía en su cuna y nadie quería molestarlo pero se iban turnando para echar un vistazo. Desde la ventana se veía el otro lado de la calle en el que algunos grupos esperaban noticias, por lo que Eve pensó que debía haber alguna persona importante en una de las habitaciones, tal vez de otro piso porque no se moviliza tanta gente por una nueva vida, sin embargo, sí era posible que alguien estuviera en peligro de muerte. ¿Si un año antes le hubiesen dicho que iba a ser abuela tan pronto no lo hubiese creído? Intentó comportarse como una madre comprensiva y no invadir el espacio de los jóvenes, no hacer preguntas incómodas ni agobiarlos como una presencia exigente, pero le gustaría quedarse esa noche acompañando a su hija, y eso tendrían que hablarlo. Ya no era ella la que planeaba su vida, las cosas sucedían, llegaban sin aviso, el destino iba por libre y no podía hacer otra cosa que aceptarlo. Tal vez se trató de todo lo que rodea a un hecho preciso en la vida de una muchacha, el momento en que desde su iniciativa decidió que era ya bastante mayor para dejarse acompañar a casa desde el instituto por un compañero de su misma clase. Es posible que eso partiera de una proposición inesperada, pero fue ella la que tomó todas las decisiones, la que supo lo que ocurriría antes que nadie, y la que al fin condujo la historia de su vida, transitando por las despedidas en al estación a su novio soldado, el día en que, al fin, le permitió entrar en casa en ausencia de su madre y la incomprensible ausencia de de perversión en todo ello. Simultáneamente, un empleado del hospital que conocía a Trevor le hizo un visita en la habitación, y le contó algunas historias que la hicieron reír mientras unas auxiliares lavaban al bebe sin apenas tocarlo. Tuvo la buena ocurrencia de no hacerle demasiado caso, a pesar de que a esas alturas Raamirez ya tenía otra chica y un empleo en otra parte de la ciudad. No había margen para más emociones, se planteaba un año de aislamiento, aunque no pasaría de los tres meses.

7 Confusión De Confidencias Es siempre el mismo enigma el que nos planteamos ante sucesos inesperados, ¿por qué tal o cual persona ha llegado a actuar así? Demasiado tarde casi siempre, y, aunque los hayamos conocido y nunca nos lo hubiéramos planteado, convenimos en ese momento que nos hubiese gustado ser su confidente. Queremos saber como era su vida, sus amigos, sus amantes, su familia y sus dramas. No llegamos a conocer lo curiosos que podemos ser hasta que algo brutal se manifiesta en nuestro entorno, y posiblemente, por miedo a fallarle por segunda vez. Sin embargo, aproximadamente en los últimos doce meses, le habíamos negado el saludo porque habíamos notado algo raro en su conducta, y por lo tanto, volver a ignorarlo después de que algo lo suficientemente malo le hubiese sucedido sería demasiado cruel hasta para nosotros. Por lo que se pudo saber todos los vecinos llamaron a la policía a la vez, y apenas hubo tiempo de contestar a todos los teléfonos. Una joven se encontraba sentada en la ventana de un tercer piso y amenazaba con tirarse. Un psicólogo especialista en casos parecidos, intentó convencerla desde la calle para que no lo hiciera. Consiguieron abrir la puerta y se acercaron por detrás cuando la mujer iniciaba la maniobra de despegue, uno de los agente se precipitó sobre ella cuando el cuerpo perdía 212


el alféizar y su compañero lo ayudó para subirla de nuevo a la ventana. Los tres estuvieron a punto de caer, hasta que ella por algún motivo se desmayó y eso facilitó la maniobra. Cogida por la cintura y aún sostenida en el aire, uno de los agentes no dejaba de dar gritos a los efectivos de la calle para que subieran a ayudarlos, pero, al fin, entre los dos terminaron la maniobra sin más problemas. En los últimos meses que Srina había pasado en el extranjero todo se había vuelto más difícil. No podía sino recordar que había sido incapaz de expresar la pesadumbre que le producía ser incapaz de encontrar trabajo. Ni siquiera consiguió pedir ayuda, porque habría entonces anunciado su derrota prematuramente, y cuando deseó hacerlo era ya demasiado tarde. Habría logrado todo lo que pidiera, habría vuelto a su país, ni siquiera hubiese necesitado dar detalles o someterse a las consabidas excusas que se dan en casos similares. Su madre hubiese estado muy feliz de recibir esa noticia, y ella, la madre, todo esto imaginó y contuvo en un sueño y en lo que la imaginación quiso mostrarle una vez despertó. El sueño del suicidio de la hija le pareció un presagio de una forzada orfandad, un mal presentimiento, un aviso, y lo cierto era que la chica no lo estaba pasando bien, pero no hasta tal punto. Ella era, debo insistir en esto sin miedo a equivocarme, una buena chica en lo fundamental. Todos los que la conocían estaban seguros de que era incapaz de hacer daño a nadie, o, en su defecto, de no comprometerse en extrañas aventuras por eludir ayudar a sus amigos y conocidos. Incluso había parecido demasiado buena como para dejarse maltratar; ese tipo de mujeres, ahora lo sabemos por la terrible realidad de los maltratos de género, existen. Pero nadie podía decir que la había visto en una situación semejante. Sería necesario conocer los aspectos más oscuros de su vida, aquellos en los que pasó un tiempo aislada de todos, y sin que nadie supiera como vivió, o como sobrevivió, para poder decir que esa generosidad y respeto por los demás, lo practicaba también consigo misma. Al hablar de su hijo, Tomaso, lo hacía con una devoción que dolía, sobre todo porque había pasado un año desde su última visita, y estaba creciendo sin conocerla en la profundidad que una madre desea. En su posición, no resultaba un capricho esa separación, sin embargo, ella sabía que el día que tuviera que explicárselo a Tomaso, él no lo entendería. Intentaba no ver las cosas como un hecho aislado, y quería creer que a otras muchas mujeres les había pasado algo parecido, pero no era del todo cierto. No podía, de ningún modo, ser plenamente consciente de lo que había supuesto para ella, para su madre y para su hijo, aquella separación. Y mientras intentaba salir adelante en un país extraño, aprendiendo su idioma y sus costumbres, intentaba olvidar al progenitor de su cielo y su desgracia, el padre de su hijo. En todos los planes que en su vida había hecho, intentaba reunir a la familia y había puesto toda la intensidad en imaginarlo así. Recogía de ese deseo imágenes entrañables que ya no sucederían, dibujando en torno a ellas un mundo idealizado que nunca había existido y ya nunca iba a existir más que en postales comerciales navideñas. Aunque, pensado desde la frialdad de las condiciones que la vida establece, nadie podría culparla, por no tener la fuerza y la audacia necesarias para la transformación que esa aspiración sugería. A veces (casi nunca) no es suficiente desearlo, imaginarlo o tenerlo tan claro que parezca real, la terquedad de los hombres de acción se impone a otros sueños por más ideales que parezcan. A veces existió la tentación del dinero fácil, pero eso no se lo cantará a nadie. Le propusieron asistir a azafata de congresos para acompañar a unos ejecutivos en un viaje de negocios. Le dieron un uniforme le dijeron que fuera a la peluquería, y le pusieron en la mano un cheque para gastos, un billete de avión y una reserva de hotel; el mismo avión y el mismo hotel en los que se alojarían aquellos hombres. Con ella iban otras dos chicas en sus mismas circunstancias. Desde el principio les aclararon que no debían separarse de aquellos hombres y atenderlos en todo lo que les hiciera falta en cualquier momento, incluso ir a por tabaco si les hacía falta. Todo parecía muy fácil y el viaje en avión transcurrió sin sobresaltos, y sin oportunidad de cruzar más que un saludo con sus jefes. Pero aquella misma tarde, en el salón del hotel, mientras se sucedían los discursos, apenas se pudo sentar, tuvo que moverse mucho llevando papeles y devolviendo recados y así pasaban las 213


horas de un día en el que había madrugado mucho, y se le hacía demasiado largo. Si su madre se enterara de los más escabrosos detalles de lo que sucedió aquel día se sentiría muy defraudada, y cuando pensaba en esa posibilidad se retorcía las manos hasta hacerse daño. Al acabar la reunión, aquellos hombres quisieron conocer la ciudad y salir a tomar unas copas y las otras chicas tuvieron que aclararle a Srina que acompañarlos en eso también formaba parte del trabajo. Les dijo que estaba muy cansada y deseando irse a dormir al hotel, así que le ofrecieron unos calmantes y ella se los tomó sin rechistar. En realidad nunca supo lo que eran aquellas pastillas pero desde ese momento se sintió mucho más animada. Aquella noche, al volver al hotel, hicieron una fiesta en la habitación de uno de aquellos hombres y ya nunca quiso volver a trabajar de azafata de compañía para hombres importantes, ni siquiera cuando una de aquellas chicas la llamó para decirle que había empezado a salir formalmente con uno de ellos y que esperaba “engancharlo”. En ese momento las maletas de Srina empezaron a cubrirse de una pátina de especial dureza, porque las sometió a incesantes viajes para buscar un lugar que le fuera habitable y donde pudiera encontrar un trabajo. Intentaba ser amable con todo el mundo pero no siempre recibía una amabilidad parecida por respuesta, y en ocasiones la trataban con un inexplicable cinismo, como si algo que no entendía justificara esa postura con los extranjeros, o incluso, con los desconocidos. No quería creer que eso formaba parte de la idiosincrasia de aquel enorme país, pero eso parecía. No solía entretenerse con aquello que la distrajera en demasía de su primer objetivo, en su infancia nunca había sido una niña dada a las vacilaciones y las distracciones vulgares. A menudo, resolvía sus dudas sin necesidad de consultar a sus mayores, y hasta su adolescencia abandonada, había sido centro de admiración en la congregación religiosa a la que pertenecía su madre. Pero aquella noche le pareció que sus fuerzas tocaban a su fin, que le resultaba imposible seguir luchando contra la creencia general de que sólo si te corrompes puedes prosperar en la vida, o al menos conseguir algún resultado con cierta rapidez. Por eso por lo que aquella vez se abandonó a su destino y creyó que debía asumir algunos de los planteamientos de sus compañeras azafatas. Tal vez le pareció lo mejor entonces, o quizá la única salida en su situación, pero eso le costó mucho tiempo de sinsabores hasta que reconoció su error. Tal vez en sus viajes en solitario, intentaba encajar sus pensamientos y el recuerdo de aquella noche y sus derivadas consecuencias meses después, posiblemente era una huida que no se producía más que en el paisaje rodante en la ventanilla del medio de transporte escogido; uno nunca huye de sí mismo, todo lo que somos va con nosotros por muy lejos que vayamos. Cuando Srina telefoneó a su madre para decirle que volvía a casa, su situación era tan caótica que apenas se atrevía a decirle que le mandara dinero para poder comprar un billete de tren. El único recurso que le quedaba para hacerlo si no hubiese sido capaz, era vender la maleta con la poca ropa que aún conservaba. Lloró mucho en ese viaje de vuelta, alguna gente le preguntó que le pasaba y si podían ayudarla, pero ya estaba en camino de vuelta a casa. Fue un momento muy difícil, de los más difíciles que recordará un día. Todo se había venido abajo, y debía presentarse ante su madre con todos su sueños rotos, y lo que era peor, ante Tomaso como una desconocida. A Srina, ver el paisaje del país en el que había rodado de un trabajo a otro durante unos años, le producía una aproximación al vértigo difícil de relacionar con otra sensación parecida. Diluida toda esperanza en su sueño extranjero, no distinguía algunas voces de aquel tiempo, y marcharse, en ese sentido no se le hacía tan duro. Cualquier buen sentimiento que mitigase los sacrificios y dolores pasados no terminaba de llegar. Involuntariamente, la vida la llevaba a un destino mejor de vuelta a casa, donde las falsas expectativas también existían pero menos, y después de lo pasado, inapreciables. Con el niño cogido de la mano, pero ya lo suficiente crecido para no ser la carga que había sido, Aparecía Eve en los lugares más insospechados seguida de la criatura. Ese sacrificio le confería una notable autoridad entre sus conocidos que la tenían por mejor abuela de lo que había sido madre y eso no era muy justo. Este nuevo e inesperado golpe del destino la había vuelto más práctica, por así decirlo, pero también seca y reservada. Pero no siempre, el reconocimiento a los esfuerzos que uno 214


pueda realizar y la pausa en el descontento propio van de la mano. Si bien es cierto que era improbable un cambio radical en el estado de cosas, el niño iba creciendo sano y alegre, y la vuelta a casa de su madre podría suponer trastornos para todos, pero no para él. Cuando digo ésto, debo añadir que nunca la madre se expresó en esos términos, estaba contenta con su regreso, como no podía ser de otro modo, y nunca lo reconocería si eso iba a ser una carga añadida para ella. Aborrecía a los que se quejaban de su propia familia, a los que hablaban más de la cuenta para después arrepentirse y a los que no se entregaban ni confiaban en nadie. En el pasado Srina le había dado los problemas típicos de una adolescente, incluso cuando decidió buscar trabajo en el extranjero, pero confiaba en que la dureza de la experiencia le hubiese servido y volviese hecha una mujer, con la madurez necesarias en estos casos. De pronto, todo se precipitaba. La inminente llegada de la hija pródiga requería hacer algunos cambios en la casa, y su antigua habitación, que había sido convertida en el cuarto de la plancha después de su partida, debía recuperar una aspecto parecido al que tuviera. No se trataba de hacer grandes cambios ni inabarcables proyectos, después de todo, Srina ya no necesitaba tanto espacio como antaño y su equipaje y posesiones más personales y rudimentarias, habían mermado considerablemente. El día después a la llegada de su hija, la primera en levantarse fue Eve, hizo todas las cosas como cada día los últimos años, vistió y dio de desayunar a Tomaso, y ella misma se preparó para un día de visitas y coro después de dejarlo en la guardería. Decidió que debía permitir que Srina descansara de su viaje, y cuando salió de casa, cuyo emplazamiento en una calle céntrica pero tranquila lo hacía todo más fácil, la joven seguía durmiendo. Una madre no guarda ninguna reserva ante la vuelta de su hija por muchos problemas que pudiera darle en el pasado, al contrario, si los problemas vinieran con ella -ese no era el caso de Srina en lo que Eve sabía de su vida en el extranjero-, sólo podía pensar en ayudarla y ofrecerle la seguridad que necesitaba. Si bien, no esperaba que encontrara trabajo inmediatamente, o que viviera en un orden tan severo que se encerrara en casa para estudiar y salir tan sólo para acompañarla al coro, tampoco creía que fuera a tirarse en su habitación para pasarse las horas fumando y tirada al sol en algún parque. En el fondo le asutaba el caos que suponían sus planes, pero sabía por sus cartas que había madurado, que la ayudaría no sólo a criar a Tomaso, sino en todas las tareas que pudiese asumir en la casa, y si hubo una primera inquietud por todo lo que el cambio suponía, la mera idea de tenerla en casa de nuevo salvaba todos los sinsabores que pudieran llegar. Es posible que Eve fuese una solitaria aunque no lo reconociera, y su mayor aspiración en la vida fuera el orden y el silencio en su casa, pero si eso era así no iba a suceder al menos de momento. Para Eve, este punto de cooperación y orden era importante, aún sabiendo que no podía exponérselo abiertamente a su hija porque le molestaría.

8 Todos Los Caballos Mueren Ciegos Durante unas semanas no hubo más novedades, ni demasiadas molestias además de las inevitables visitas del padre de Tomaso. En circunstancias normales esa tranquilidad hubiese sido una bendición, pero Eve esperaba algún tipo de reacción por parte de su hija, y al menos hasta aquel momento no parecía que fuera a suceder. En cualquier caso, eso era mejor que asistir a una vez más a la edición de viejas discusiones y diferencias entre ellas. Al padre de Tomaso, Raamírez, lo tomó por sorpresa el regreso de Srina, y todos parecían satisfechos con esa vuelta menos él. En cuanto la 215


vio se mostró tenso y sin ganas de hablar, se llevó al niño a dar un paseo y lo devolvió con la misma desgana. Pero pronto se dio cuenta de que lo que él pudiera pensar no importaba a nadie, se conformó y se mostraba indiferente cuando tenía que tratar con ella y no con Eve como venía haciendo, porque los asuntos que tenían que ver con el bienestar del niño no podían esperar. Algunas personas, también doctores y periodistas, proponen que el valor del amor que los padres separados pueden ofrecer a sus hijos es limitado y no parece que tenga que ser necesariamente así. Si consideramos el descomunal esfuerzo y dedicación que supone para los padres separados ofrecer a sus hijos la seguridad y el compromiso en tales circunstancias, encontraremos muchos de ellos que centran sus vidas en esa tarea. Para el padre cristiano, convencional, conservador, casado por el rito religioso, blanco caucásico y económicamente solvente, es posible que esta afirmación le suene a traición, pero lo cierto es que estas parejas llamadas en principio a proyectos muy largos, su autoestima se alimenta del hecho de que nunca se mueven fuera de su círculo de confort. Raamírez, en su juventud e inexperiencia, sin embargo, sentía una profunda unión con aquel hijo fruto de su amor adolescente, y no dejaba pasar ninguna ocasión de demostralo. No debemos precipitar acontecimientos, nada iba a ser tan fácil como pudiera parecer y Eve, que así lo había entendido no había dudado en pedir ayuda a Pelopeixe, al que precisamente había conocido cuando su hija diera a luz a Tomaso. Además trabajaba en el mismo hospital, lo que le confería un estatus de cuidador superior, y llegados a este punto no debemos ocultar que, a pesar de haber sido amigo de Trevor, ahora se había convertido en algo más que amigo de Eve. “Trevor no tiene por qué saberlo”, le había dicho Eve al principio, pero lo cierto es que lo supo y eso le proporcionó un buen disgusto y una pequeña decepción (una de tantas que la vida nos va poniendo en bandeja), pero pronto se le pasó y todos siguieron con sus vidas con renovada normalidad. En la cabeza de Eve todo parecía perfectamente ordenado, y como pensaba en algún trabajo para Srina, Pelopeixe tendría que ocuparse del niño mientras las dos se dedicaban a encontrar algo adecuado y formalizar las condiciones. Todo parecía bajo control, e incluso había hablado con el director del coro porque la señora que limpiaba la iglesia estaba a punto de jubilarse y eso podía ser muy conveniente. Sin embargo, algo sucedió inesperado y trágico, a Pelopeixe le murió un pariente y tuvo que viajar a algún lugar en el extranjero y eso llevó más tiempo del esperado. El recuerdo juvenil de Raamírez era inevitable, y no podía obviar que estaba casado con una mujer a la que amaba y con la que tenía otro hijo además de Tomaso, sin embargo, después de algunos años, volver a ver a Srina le provocó un desasosiego difícil de encajar. Siempre nos falta algo, no nos sentimos completos por que vamos dejando todo lo que queremos a nuestro pesar. Los hijos crecen, los padres se mueren y los novios y las novias van y vienen. Recordó a Srina tumbada en la cama de su habitación infantil en el tiempo del colegio en que la acompañaba a casa. Los días soleados la luz se concentraba en su perfil como un halo de santidad. Todo era nuevo entonces y no le temían a los errores, la pasión los dominaba descomponiendo cualquier precaución. Siempre creyó, que, en cierto modo, ella jugaba con él, lo provocaba, le mostraba partes de su anatomía distraídamente, se ofrecía con la ingenuidad venenosa dispuesta a la penetración, y él lo aceptaba con naturalidad y sin poner reparos. Precipitadamente, cualquier cosa que estorbara se iba al suelo y ya no podían seguir fingiendo. Llenaban aquella habitación de suspiros y susurros antes de que llegara la madre, y la luz de media tarde los cubría entonces a los dos que habían situado la cama al lado de la ventana y se sentían mecidos por el aire primaveral. Srina solía desaparecer un momento después en el baño, y él se quedaba en un estado de semi-inconsciencia solo equiparable al momento en que años después la volvía a ver a su regreso del extranjero. Le queda claro en ese momento, tantos años después, que ya nunca podrá desprenderse de aquel sentimiento. Limitarse a esperar que ella desapareciera de forma permanente por un caprichoso viaje al extranjero, era como negarse en sus más profundos dolores, y mientras hubiera un hijo en común, volvería una y otra vez a aparecer en su vida. No se atrevía a imaginar otra cosa, ni a desafiar las primeras conclusiones con extrañas posibilidades, todo pasaba irremediablemente. Srina salió por primera vez a dar un paseo por su antiguo barrio, lo miraba todo con curiosidad y 216


vergüenza, como si tuviera hambre de fracasos, curiosidad insana, el deseo de que, como mínimo a sus mejores amigas, les hubiese ido igual de mal; pero no había sido así. No había nada en su vida, además de Tomaso, de lo que pudiera sentirse orgullosa. Pero eso al menos la impelía a cualquier nueva maniobra por difícil que pareciera. A diferencia de sus amigos de infancia, se había vuelto dura y áspera, tan áspera que fue incapaz de atender una súplica de un mendigo sin una mala contestación. “Todos estamos necesitados señor”, le dijo a uno que se sentaba en la escalera de la iglesia. Divertidamente vestida, con pedazos de ropa de su madre, de su infancia, incluso de su abuela, parecía una artista extravagante, cuando en realidad buscaba una moda en la que encajara todo lo viejo sobre un cuerpo joven y dúctil, dispuesto a acostumbrarse a nuevos desafíos, y adaptarse a viejas condiciones en los clásicos trabajos de limpieza, de camarera o cajera de un supermercado. En este sentido debemos añadir que procuraba vestir un poco más arreglada y neutra cuando acudía a alguna entrevista de trabajo, e incluso era capaz de pasar por la señorita que en sus mejores años había sido. El hecho de que retornar después de su aventura europea supusiera un desafío, también suponía el reconocimiento de su fracaso porque de otro modo, llegar triunfal, lo hubiese cambiado todo. Se concedía la capacidad de encajar de nuevo en su antigua vida si intentaba actuar, ya no conforme a lo que creía que quedaba de sus preceptos morales familiares, que era muy poco, sino a los que creía que existían en el medio en el que se iba a desenvolver. Así pues, que estableciera ese diálogo de aproximación con su entorno no era tan extraño. Se trataba de una herramienta inteligente de una persona que, sin duda, lo era. No había posibilidad de dobles intenciones en sus pretensiones, no había otro plan, lo que era, era lo que estaba, y lo que estaba no podía ser de otra forma; la entrega debía ser confiada y entera.

9 El Canto De Las Cucarachas En realidad, referirnos a Srina y la historia que contamos sin implicarnos en los aspectos psicológicos más complicados, nos lleva a conclusiones meramente superficiales o poco actualizadas. Resulta casi imposible comparar el dolor de una niña que pierde a su padre por una muerte inesperada como un accidente de coche, un enfrentamiento con un delincuente que intentaba atracarlo o simplemente por una enfermedad maldita como el cáncer, con el dolor de Srina que lo perdió sencillamente porque decidió desaparecer de sus vidas, la de ella y la de su madre, pero posiblemente seguía viviendo en alguna parte, tal vez no muy lejos de su casa y posiblemente con una familia nueva, con una mujer que lo cuida y unos hijos que reciben todas sus atenciones. Somos muchos a los que nos cuesta ponernos en la piel de un dolor y una obsesión semejante, pero nos encontramos en la obligación de hacerlo, de saber porque somos como somos, y, sobre todo, porque actuamos inevitablemente causando tanto mal. No es suficiente contar historias parecidas y encontrar un rechazo instantáneo, eso no nos salva, ni siquiera nos hace mejores. En casi todos los casos de rechazo social general hay una parte de cinismo involuntario, porque a continuación nos encontramos que muchos que sinceramente mostraron su horror ante hechos semejantes, hacen cosas parecidas o peores sin saber que los llevó hasta allí. Después de todo, el comportamiento humano es el misterio más insondable e inesperado de todos los tiempos, desde que Caín mató a su hermano, hasta que Clinton tuvo un affaire con una becaria exponiendo la presidencia del país más importante del mundo. No podemos llegar a desprendernos de tanta duda, ni entenderemos estas 217


cosas aunque nos pasemos la vida pensando en ello. Pero, ahora nos sirve para establecer un diferencia crucial, en el caso de las niñas huérfanas, ellas saben que sus padre no las abandonaron porque dejara de quererlas. Algo tan simple la atormentó hasta que se quedó en estado de Tomaso, y algunas de esas obsesiones la acompañaron aún después. No se creía lo bastante buena para él, y aceptaba que si todo en su vida hubiese sido mejor, su padre no hubiese podido renunciar a su amor filial. Según esto, no fue tanto la ausencia del padre lo que la hacía sentirse sucia y culpable, sino el presentimiento de hallarse ante su rechazo. Son dramas frecuentes en ambos casos, y no defiendo que ser huérfana sea mejor que se hija de padres divorciados, o hija de un padre que abandona la familia y desaparece, aunque se advierte en esta reflexión que el trauma de apenas protección en la infancia, ya no se supere nunca. En los comienzos de una nueva vida, o quizás deberíamos decir, al retomar la antigua vida, notaba sensaciones alentadoras, sensaciones en su interior que la animaban a ilusionarse. Limpiaba la sala del coro lo que le proporcionaba un dinero para ir tirando, se distraía acompañando a su madre a visitar amigas o daba paseos solitarios, soportaba estoicamente haber sido relegada por su madre en los cuidados de Srina -no podía quejarse al respecto ni interferir porque sabía que no lo haría mejor y porque había sido ella la que se la había cedido al dar el paso de buscar trabajo en el extranjero-. Hubo alguno conversación que a las dos mujeres las hizo pensar, y hablaron precisamente de Tomaso y si tenía claro la figura y lo que representaba cada una de ellas en su vida, pero no discutieron. Fue como una pausa necesaria en los comienzos de ese retorno, no se extendieron demasiado y no tampoco llegaron a grandes conclusiones. Al caer la noche se encendían las luces de la calle y todos sus recuerdos infantiles, las fotografías, los adornos de las pareces y los peluches se reflejaban en el vidrio de la ventana. Le costaba conciliar el sueño y alargaba las horas recordando todo lo que había vivido allí. Comprendió que eran recuerdos débiles, que no había pasión en ellos, y que, en todo caso se trataba de pequeños remordimientos. Se incorporaba en la cama apoyando la espalda en el cabecero, ponía la radio y hacía como que hojeaba una revista. Se relajaba, pero no conseguía dormir, dejaba caer la cabeza sobre el pecho, cerraba los ojos unos minutos y volvía a empezar. Algún solitario pasaba en ocasiones por la calle, pero en el momento que se levantaba, apagaba la luz y se acercaba a la ventana, ya había desaparecido. No le gustaba estar a oscuras, así que una combinación de fuerza y mal humor volvía a encender la luz. Éste era un procedimiento que se repetía en varias ocasiones durante la noche. Se trataba de la inquietud que se traducía en un encendido y apagado de luces sin sentido, pero estaba decidida a hacerlo cuantas veces fuera necesario hasta reconocer aquellas sombras que a veces pasaban, algunas acompañadas de sus perros, otras de una botella de vino. Posiblemente, en aquella habitación había concebido a Tomaso, y en ella el único chico que había entrado había sido Raamírez, y era por eso que no podía evitar algunas escenas al encontrar entre sus cosas su ropa de entonces. No podía decir que no lo sedujera, porque él se había mostrado correcto hasta que ella empezó a mostrar distraídos escotes, y no obstaculizaba sus miradas furtivas cuando se sentaba en la cama y dejaba a la vista alguna parte de su ropa interior. En ocasiones le permitía apoyar su cabeza sobre su vientre y una sensación de fuerza y desafía la invadía, y en algún momento después de tanto insinuarse, él empezó a insistir en que llegaran a todo y a reiterarse desasosegadamente en su petición. La noche quedaba estrellada y habían dejado de pasar coches; el silencio era total. La visión de la calle, una vez más, la atraía con una fuerza incapaz de superar. Al menos sabía donde estaba, no había duda, y tampoco se sentía desorientada o indecisa como le sucediera alguna noche en el extranjero, aquella vez que quisiera volver indefinidamente para poder olvidar. Ahora era su propio contorno, el relieve de sus hombros y su cabeza, lo que se reflejaba en el cristal. Empezaba a necesitar dormir y eso era suficiente, y mucho más de lo que podía esperar. “Sólo unas horas”, rogaba en susurros, se recostó y lo intentó una y otra vez, cuando cerró los ojos, amanecía. Quedarse cerca de su hijo, verlo crecer, acostumbrarse a un espacio que en otro tiempo había detestado, todo podía hacerlo si era capaz de dominar su desprecio por sí misma, por haber actuado 218


tan mal, por no haber estado siempre. Todo lo podía llevar a cabo con la mitad de energía que había empleado en otras cosas, y convencerse de ello era tanto no involucrar a la suerte en sus planes. Tenía una oportunidad de reconducir sus errores, inevitablemente aceptar que la suerte con la que tanto había contado en otro tiempo, ahora se veía sustituida por la necesaria justicia poética. Todos sus pensamientos la conducían a no desfallecer y llenarse de orgullo ante el menosprecio, a salir de casa con la cabeza alta y poder con todo, porque necesitaba estar, permanecer cerca de él para cuando la necesitara, cubrirle sus pequeñas alas de ángel.

1 Confusión De Confidencias Es siempre el mismo enigma el que nos planteamos ante sucesos inesperados, ¿por qué tal o cual persona ha llegado a actuar así? Demasiado tarde casi siempre, y, aunque los hayamos conocido y nunca nos lo hubiéramos planteado, convenimos en ese momento que nos hubiese gustado ser su confidente. Queremos saber como era su vida, sus amigos, sus amantes, su familia y sus dramas. No llegamos a conocer lo curiosos que podemos ser hasta que algo brutal se manifiesta en nuestro entorno, y posiblemente, por miedo a fallarle por segunda vez. Sin embargo, aproximadamente en los últimos doce meses, le habíamos negado el saludo porque habíamos notado algo raro en su conducta, y por lo tanto, volver a ignorarlo después de que algo lo suficientemente malo le hubiese sucedido sería demasiado cruel hasta para nosotros. Por lo que se pudo saber todos los vecinos llamaron a la policía a la vez, y apenas hubo tiempo de contestar a todos los teléfonos. Una joven se encontraba sentada en la ventana de un tercer piso y amenazaba con tirarse. Un psicólogo especialista en casos parecidos, intentó convencerla desde la calle para que no lo hiciera. Consiguieron abrir la puerta y se acercaron por detrás cuando la mujer iniciaba la maniobra de despegue, uno de los agente se precipitó sobre ella cuando el cuerpo perdía el alféizar y su compañero lo ayudó para subirla de nuevo a la ventana. Los tres estuvieron a punto de caer, hasta que ella por algún motivo se desmayó y eso facilitó la maniobra. Cogida por la cintura y aún sostenida en el aire, uno de los agentes no dejaba de dar gritos a los efectivos de la calle para que subieran a ayudarlos, pero, al fin, entre los dos terminaron la maniobra sin más problemas. En los últimos meses que Srina había pasado en el extranjero todo se había vuelto más difícil. No podía sino recordar que había sido incapaz de expresar la pesadumbre que le producía ser incapaz de encontrar trabajo. Ni siquiera consiguió pedir ayuda, porque habría entonces anunciado su derrota prematuramente, y cuando deseó hacerlo era ya demasiado tarde. Habría logrado todo lo que pidiera, habría vuelto a su país, ni siquiera hubiese necesitado dar detalles o someterse a las consabidas excusas que se dan en casos similares. Su madre hubiese estado muy feliz de recibir esa noticia, y ella, la madre, todo esto imaginó y contuvo en un sueño y en lo que la imaginación quiso 219


mostrarle una vez despertó. El sueño del suicidio de la hija le pareció un presagio de una forzada orfandad, un mal presentimiento, un aviso, y lo cierto era que la chica no lo estaba pasando bien, pero no hasta tal punto. Ella era, debo insistir en esto sin miedo a equivocarme, una buena chica en lo fundamental. Todos los que la conocían estaban seguros de que era incapaz de hacer daño a nadie, o, en su defecto, de no comprometerse en extrañas aventuras por eludir ayudar a sus amigos y conocidos. Incluso había parecido demasiado buena como para dejarse maltratar; ese tipo de mujeres, ahora lo sabemos por la terrible realidad de los maltratos de género, existen. Pero nadie podía decir que la había visto en una situación semejante. Sería necesario conocer los aspectos más oscuros de su vida, aquellos en los que pasó un tiempo aislada de todos, y sin que nadie supiera como vivió, o como sobrevivió, para poder decir que esa generosidad y respeto por los demás, lo practicaba también consigo misma. Al hablar de su hijo, Tomaso, lo hacía con una devoción que dolía, sobre todo porque había pasado un año desde su última visita, y estaba creciendo sin conocerla en la profundidad que una madre desea. En su posición, no resultaba un capricho esa separación, sin embargo, ella sabía que el día que tuviera que explicárselo a Tomaso, él no lo entendería. Intentaba no ver las cosas como un hecho aislado, y quería creer que a otras muchas mujeres les había pasado algo parecido, pero no era del todo cierto. No podía, de ningún modo, ser plenamente consciente de lo que había supuesto para ella, para su madre y para su hijo, aquella separación. Y mientras intentaba salir adelante en un país extraño, aprendiendo su idioma y sus costumbres, intentaba olvidar al progenitor de su cielo y su desgracia, el padre de su hijo. En todos los planes que en su vida había hecho, intentaba reunir a la familia y había puesto toda la intensidad en imaginarlo así. Recogía de ese deseo imágenes entrañables que ya no sucederían, dibujando en torno a ellas un mundo idealizado que nunca había existido y ya nunca iba a existir más que en postales comerciales navideñas. Aunque, pensado desde la frialdad de las condiciones que la vida establece, nadie podría culparla, por no tener la fuerza y la audacia necesarias para la transformación que esa aspiración sugería. A veces (casi nunca) no es suficiente desearlo, imaginarlo o tenerlo tan claro que parezca real, la terquedad de los hombres de acción se impone a otros sueños por más ideales que parezcan. A veces existió la tentación del dinero fácil, pero eso no se lo cantará a nadie. Le propusieron asistir a azafata de congresos para acompañar a unos ejecutivos en un viaje de negocios. Le dieron un uniforme le dijeron que fuera a la peluquería, y le pusieron en la mano un cheque para gastos, un billete de avión y una reserva de hotel; el mismo avión y el mismo hotel en los que se alojarían aquellos hombres. Con ella iban otras dos chicas en sus mismas circunstancias. Desde el principio les aclararon que no debían separarse de aquellos hombres y atenderlos en todo lo que les hiciera falta en cualquier momento, incluso ir a por tabaco si les hacía falta. Todo parecía muy fácil y el viaje en avión transcurrió sin sobresaltos, y sin oportunidad de cruzar más que un saludo con sus jefes. Pero aquella misma tarde, en el salón del hotel, mientras se sucedían los discursos, apenas se pudo sentar, tuvo que moverse mucho llevando papeles y devolviendo recados y así pasaban las horas de un día en el que había madrugado mucho, y se le hacía demasiado largo. Si su madre se enterara de los más escabrosos detalles de lo que sucedió aquel día se sentiría muy defraudada, y cuando pensaba en esa posibilidad se retorcía las manos hasta hacerse daño. Al acabar la reunión, aquellos hombres quisieron conocer la ciudad y salir a tomar unas copas y las otras chicas tuvieron que aclararle a Srina que acompañarlos en eso también formaba parte del trabajo. Les dijo que estaba muy cansada y deseando irse a dormir al hotel, así que le ofrecieron unos calmantes y ella se los tomó sin rechistar. En realidad nunca supo lo que eran aquellas pastillas pero desde ese momento se sintió mucho más animada. Aquella noche, al volver al hotel, hicieron una fiesta en la habitación de uno de aquellos hombres y ya nunca quiso volver a trabajar de azafata de compañía para hombres importantes, ni siquiera cuando una de aquellas chicas la llamó para decirle que había empezado a salir formalmente con uno de ellos y que esperaba “engancharlo”. En ese momento las maletas de Srina empezaron a cubrirse de una pátina de especial dureza, porque las sometió a 220


incesantes viajes para buscar un lugar que le fuera habitable y donde pudiera encontrar un trabajo. Intentaba ser amable con todo el mundo pero no siempre recibía una amabilidad parecida por respuesta, y en ocasiones la trataban con un inexplicable cinismo, como si algo que no entendía justificara esa postura con los extranjeros, o incluso, con los desconocidos. No quería creer que eso formaba parte de la idiosincrasia de aquel enorme país, pero eso parecía. No solía entretenerse con aquello que la distrajera en demasía de su primer objetivo, en su infancia nunca había sido una niña dada a las vacilaciones y las distracciones vulgares. A menudo, resolvía sus dudas sin necesidad de consultar a sus mayores, y hasta su adolescencia abandonada, había sido centro de admiración en la congregación religiosa a la que pertenecía su madre. Pero aquella noche le pareció que sus fuerzas tocaban a su fin, que le resultaba imposible seguir luchando contra la creencia general de que sólo si te corrompes puedes prosperar en la vida, o al menos conseguir algún resultado con cierta rapidez. Por eso por lo que aquella vez se abandonó a su destino y creyó que debía asumir algunos de los planteamientos de sus compañeras azafatas. Tal vez le pareció lo mejor entonces, o quizá la única salida en su situación, pero eso le costó mucho tiempo de sinsabores hasta que reconoció su error. Tal vez en sus viajes en solitario, intentaba encajar sus pensamientos y el recuerdo de aquella noche y sus derivadas consecuencias meses después, posiblemente era una huida que no se producía más que en el paisaje rodante en la ventanilla del medio de transporte escogido; uno nunca huye de sí mismo, todo lo que somos va con nosotros por muy lejos que vayamos. Cuando Srina telefoneó a su madre para decirle que volvía a casa, su situación era tan caótica que apenas se atrevía a decirle que le mandara dinero para poder comprar un billete de tren. El único recurso que le quedaba para hacerlo si no hubiese sido capaz, era vender la maleta con la poca ropa que aún conservaba. Lloró mucho en ese viaje de vuelta, alguna gente le preguntó que le pasaba y si podían ayudarla, pero ya estaba en camino de vuelta a casa. Fue un momento muy difícil, de los más difíciles que recordará un día. Todo se había venido abajo, y debía presentarse ante su madre con todos su sueños rotos, y lo que era peor, ante Tomaso como una desconocida. A Srina, ver el paisaje del país en el que había rodado de un trabajo a otro durante unos años, le producía una aproximación al vértigo difícil de relacionar con otra sensación parecida. Diluida toda esperanza en su sueño extranjero, no distinguía algunas voces de aquel tiempo, y marcharse, en ese sentido no se le hacía tan duro. Cualquier buen sentimiento que mitigase los sacrificios y dolores pasados no terminaba de llegar. Involuntariamente, la vida la llevaba a un destino mejor de vuelta a casa, donde las falsas expectativas también existían pero menos, y después de lo pasado, inapreciables. Con el niño cogido de la mano, pero ya lo suficiente crecido para no ser la carga que había sido, Aparecía Eve en los lugares más insospechados seguida de la criatura. Ese sacrificio le confería una notable autoridad entre sus conocidos que la tenían por mejor abuela de lo que había sido madre y eso no era muy justo. Este nuevo e inesperado golpe del destino la había vuelto más práctica, por así decirlo, pero también seca y reservada. Pero no siempre, el reconocimiento a los esfuerzos que uno pueda realizar y la pausa en el descontento propio van de la mano. Si bien es cierto que era improbable un cambio radical en el estado de cosas, el niño iba creciendo sano y alegre, y la vuelta a casa de su madre podría suponer trastornos para todos, pero no para él. Cuando digo ésto, debo añadir que nunca la madre se expresó en esos términos, estaba contenta con su regreso, como no podía ser de otro modo, y nunca lo reconocería si eso iba a ser una carga añadida para ella. Aborrecía a los que se quejaban de su propia familia, a los que hablaban más de la cuenta para después arrepentirse y a los que no se entregaban ni confiaban en nadie. En el pasado Srina le había dado los problemas típicos de una adolescente, incluso cuando decidió buscar trabajo en el extranjero, pero confiaba en que la dureza de la experiencia le hubiese servido y volviese hecha una mujer, con la madurez necesarias en estos casos. De pronto, todo se precipitaba. La inminente llegada de la hija pródiga requería hacer algunos cambios en la casa, y su antigua habitación, que había sido convertida en el cuarto de la plancha 221


después de su partida, debía recuperar una aspecto parecido al que tuviera. No se trataba de hacer grandes cambios ni inabarcables proyectos, después de todo, Srina ya no necesitaba tanto espacio como antaño y su equipaje y posesiones más personales y rudimentarias, habían mermado considerablemente. El día después a la llegada de su hija, la primera en levantarse fue Eve, hizo todas las cosas como cada día los últimos años, vistió y dio de desayunar a Tomaso, y ella misma se preparó para un día de visitas y coro después de dejarlo en la guardería. Decidió que debía permitir que Srina descansara de su viaje, y cuando salió de casa, cuyo emplazamiento en una calle céntrica pero tranquila lo hacía todo más fácil, la joven seguía durmiendo. Una madre no guarda ninguna reserva ante la vuelta de su hija por muchos problemas que pudiera darle en el pasado, al contrario, si los problemas vinieran con ella -ese no era el caso de Srina en lo que Eve sabía de su vida en el extranjero-, sólo podía pensar en ayudarla y ofrecerle la seguridad que necesitaba. Si bien, no esperaba que encontrara trabajo inmediatamente, o que viviera en un orden tan severo que se encerrara en casa para estudiar y salir tan sólo para acompañarla al coro, tampoco creía que fuera a tirarse en su habitación para pasarse las horas fumando y tirada al sol en algún parque. En el fondo le asutaba el caos que suponían sus planes, pero sabía por sus cartas que había madurado, que la ayudaría no sólo a criar a Tomaso, sino en todas las tareas que pudiese asumir en la casa, y si hubo una primera inquietud por todo lo que el cambio suponía, la mera idea de tenerla en casa de nuevo salvaba todos los sinsabores que pudieran llegar. Es posible que Eve fuese una solitaria aunque no lo reconociera, y su mayor aspiración en la vida fuera el orden y el silencio en su casa, pero si eso era así no iba a suceder al menos de momento. Para Eve, este punto de cooperación y orden era importante, aún sabiendo que no podía exponérselo abiertamente a su hija porque le molestaría.

2 Todos Los Caballos Mueren Ciegos Durante unas semanas no hubo más novedades, ni demasiadas molestias además de las inevitables visitas del padre de Tomaso. En circunstancias normales esa tranquilidad hubiese sido una bendición, pero Eve esperaba algún tipo de reacción por parte de su hija, y al menos hasta aquel momento no parecía que fuera a suceder. En cualquier caso, eso era mejor que asistir a una vez más a la edición de viejas discusiones y diferencias entre ellas. Al padre de Tomaso, Raamírez, lo tomó por sorpresa el regreso de Srina, y todos parecían satisfechos con esa vuelta menos él. En cuanto la vio se mostró tenso y sin ganas de hablar, se llevó al niño a dar un paseo y lo devolvió con la misma desgana. Pero pronto se dio cuenta de que lo que él pudiera pensar no importaba a nadie, se conformó y se mostraba indiferente cuando tenía que tratar con ella y no con Eve como venía haciendo, porque los asuntos que tenían que ver con el bienestar del niño no podían esperar. Algunas personas, también doctores y periodistas, proponen que el valor del amor que los padres separados pueden ofrecer a sus hijos es limitado y no parece que tenga que ser necesariamente así. Si consideramos el descomunal esfuerzo y dedicación que supone para los padres separados ofrecer a sus hijos la seguridad y el compromiso en tales circunstancias, encontraremos muchos de ellos que centran sus vidas en esa tarea. Para el padre cristiano, convencional, conservador, casado por el rito religioso, blanco caucásico y económicamente solvente, es posible que esta afirmación le suene a traición, pero lo cierto es que estas parejas llamadas en principio a proyectos muy largos, su autoestima se alimenta del hecho de que nunca se mueven fuera de su círculo de confort. Raamírez, 222


en su juventud e inexperiencia, sin embargo, sentía una profunda unión con aquel hijo fruto de su amor adolescente, y no dejaba pasar ninguna ocasión de demostralo. No debemos precipitar acontecimientos, nada iba a ser tan fácil como pudiera parecer y Eve, que así lo había entendido no había dudado en pedir ayuda a Pelopeixe, al que precisamente había conocido cuando su hija diera a luz a Tomaso. Además trabajaba en el mismo hospital, lo que le confería un estatus de cuidador superior, y llegados a este punto no debemos ocultar que, a pesar de haber sido amigo de Trevor, ahora se había convertido en algo más que amigo de Eve. “Trevor no tiene por qué saberlo”, le había dicho Eve al principio, pero lo cierto es que lo supo y eso le proporcionó un buen disgusto y una pequeña decepción (una de tantas que la vida nos va poniendo en bandeja), pero pronto se le pasó y todos siguieron con sus vidas con renovada normalidad. En la cabeza de Eve todo parecía perfectamente ordenado, y como pensaba en algún trabajo para Srina, Pelopeixe tendría que ocuparse del niño mientras las dos se dedicaban a encontrar algo adecuado y formalizar las condiciones. Todo parecía bajo control, e incluso había hablado con el director del coro porque la señora que limpiaba la iglesia estaba a punto de jubilarse y eso podía ser muy conveniente. Sin embargo, algo sucedió inesperado y trágico, a Pelopeixe le murió un pariente y tuvo que viajar a algún lugar en el extranjero y eso llevó más tiempo del esperado. El recuerdo juvenil de Raamírez era inevitable, y no podía obviar que estaba casado con una mujer a la que amaba y con la que tenía otro hijo además de Tomaso, sin embargo, después de algunos años, volver a ver a Srina le provocó un desasosiego difícil de encajar. Siempre nos falta algo, no nos sentimos completos por que vamos dejando todo lo que queremos a nuestro pesar. Los hijos crecen, los padres se mueren y los novios y las novias van y vienen. Recordó a Srina tumbada en la cama de su habitación infantil en el tiempo del colegio en que la acompañaba a casa. Los días soleados la luz se concentraba en su perfil como un halo de santidad. Todo era nuevo entonces y no le temían a los errores, la pasión los dominaba descomponiendo cualquier precaución. Siempre creyó, que, en cierto modo, ella jugaba con él, lo provocaba, le mostraba partes de su anatomía distraídamente, se ofrecía con la ingenuidad venenosa dispuesta a la penetración, y él lo aceptaba con naturalidad y sin poner reparos. Precipitadamente, cualquier cosa que estorbara se iba al suelo y ya no podían seguir fingiendo. Llenaban aquella habitación de suspiros y susurros antes de que llegara la madre, y la luz de media tarde los cubría entonces a los dos que habían situado la cama al lado de la ventana y se sentían mecidos por el aire primaveral. Srina solía desaparecer un momento después en el baño, y él se quedaba en un estado de semi-inconsciencia solo equiparable al momento en que años después la volvía a ver a su regreso del extranjero. Le queda claro en ese momento, tantos años después, que ya nunca podrá desprenderse de aquel sentimiento. Limitarse a esperar que ella desapareciera de forma permanente por un caprichoso viaje al extranjero, era como negarse en sus más profundos dolores, y mientras hubiera un hijo en común, volvería una y otra vez a aparecer en su vida. No se atrevía a imaginar otra cosa, ni a desafiar las primeras conclusiones con extrañas posibilidades, todo pasaba irremediablemente. Srina salió por primera vez a dar un paseo por su antiguo barrio, lo miraba todo con curiosidad y vergüenza, como si tuviera hambre de fracasos, curiosidad insana, el deseo de que, como mínimo a sus mejores amigas, les hubiese ido igual de mal; pero no había sido así. No había nada en su vida, además de Tomaso, de lo que pudiera sentirse orgullosa. Pero eso al menos la impelía a cualquier nueva maniobra por difícil que pareciera. A diferencia de sus amigos de infancia, se había vuelto dura y áspera, tan áspera que fue incapaz de atender una súplica de un mendigo sin una mala contestación. “Todos estamos necesitados señor”, le dijo a uno que se sentaba en la escalera de la iglesia. Divertidamente vestida, con pedazos de ropa de su madre, de su infancia, incluso de su abuela, parecía una artista extravagante, cuando en realidad buscaba una moda en la que encajara todo lo viejo sobre un cuerpo joven y dúctil, dispuesto a acostumbrarse a nuevos desafíos, y adaptarse a viejas condiciones en los clásicos trabajos de limpieza, de camarera o cajera de un supermercado. En este sentido debemos añadir que procuraba vestir un poco más arreglada y neutra cuando acudía a alguna entrevista de trabajo, e 223


incluso era capaz de pasar por la señorita que en sus mejores años había sido. El hecho de que retornar después de su aventura europea supusiera un desafío, también suponía el reconocimiento de su fracaso porque de otro modo, llegar triunfal, lo hubiese cambiado todo. Se concedía la capacidad de encajar de nuevo en su antigua vida si intentaba actuar, ya no conforme a lo que creía que quedaba de sus preceptos morales familiares, que era muy poco, sino a los que creía que existían en el medio en el que se iba a desenvolver. Así pues, que estableciera ese diálogo de aproximación con su entorno no era tan extraño. Se trataba de una herramienta inteligente de una persona que, sin duda, lo era. No había posibilidad de dobles intenciones en sus pretensiones, no había otro plan, lo que era, era lo que estaba, y lo que estaba no podía ser de otra forma; la entrega debía ser confiada y entera.

3 El Canto De Las Cucarachas En realidad, referirnos a Srina y la historia que contamos sin implicarnos en los aspectos psicológicos más complicados, nos lleva a conclusiones meramente superficiales o poco actualizadas. Resulta casi imposible comparar el dolor de una niña que pierde a su padre por una muerte inesperada como un accidente de coche, un enfrentamiento con un delincuente que intentaba atracarlo o simplemente por una enfermedad maldita como el cáncer, con el dolor de Srina que lo perdió sencillamente porque decidió desaparecer de sus vidas, la de ella y la de su madre, pero posiblemente seguía viviendo en alguna parte, tal vez no muy lejos de su casa y posiblemente con una familia nueva, con una mujer que lo cuida y unos hijos que reciben todas sus atenciones. Somos muchos a los que nos cuesta ponernos en la piel de un dolor y una obsesión semejante, pero nos encontramos en la obligación de hacerlo, de saber porque somos como somos, y, sobre todo, porque actuamos inevitablemente causando tanto mal. No es suficiente contar historias parecidas y encontrar un rechazo instantáneo, eso no nos salva, ni siquiera nos hace mejores. En casi todos los casos de rechazo social general hay una parte de cinismo involuntario, porque a continuación nos encontramos que muchos que sinceramente mostraron su horror ante hechos semejantes, hacen cosas parecidas o peores sin saber que los llevó hasta allí. Después de todo, el comportamiento humano es el misterio más insondable e inesperado de todos los tiempos, desde que Caín mató a su hermano, hasta que Clinton tuvo un affaire con una becaria exponiendo la presidencia del país más importante del mundo. No podemos llegar a desprendernos de tanta duda, ni entenderemos estas cosas aunque nos pasemos la vida pensando en ello. Pero, ahora nos sirve para establecer un diferencia crucial, en el caso de las niñas huérfanas, ellas saben que sus padre no las abandonaron porque dejara de quererlas. Algo tan simple la atormentó hasta que se quedó en estado de Tomaso, y algunas de esas obsesiones la acompañaron aún después. No se creía lo bastante buena para él, y aceptaba que si todo en su vida hubiese sido mejor, su padre no hubiese podido renunciar a su amor filial. Según esto, no fue tanto la ausencia del padre lo que la hacía sentirse sucia y culpable, sino el presentimiento de hallarse ante su rechazo. Son dramas frecuentes en ambos casos, y no defiendo que ser huérfana sea mejor que se hija de padres divorciados, o hija de un padre que abandona la familia y desaparece, aunque se advierte en esta reflexión que el trauma de apenas protección en la infancia, ya no se supere nunca. En los comienzos de una nueva vida, o quizás deberíamos decir, al retomar la antigua vida, notaba sensaciones alentadoras, sensaciones en su interior que la animaban a ilusionarse. Limpiaba la sala 224


del coro lo que le proporcionaba un dinero para ir tirando, se distraía acompañando a su madre a visitar amigas o daba paseos solitarios, soportaba estoicamente haber sido relegada por su madre en los cuidados de Srina -no podía quejarse al respecto ni interferir porque sabía que no lo haría mejor y porque había sido ella la que se la había cedido al dar el paso de buscar trabajo en el extranjero-. Hubo alguno conversación que a las dos mujeres las hizo pensar, y hablaron precisamente de Tomaso y si tenía claro la figura y lo que representaba cada una de ellas en su vida, pero no discutieron. Fue como una pausa necesaria en los comienzos de ese retorno, no se extendieron demasiado y no tampoco llegaron a grandes conclusiones. Al caer la noche se encendían las luces de la calle y todos sus recuerdos infantiles, las fotografías, los adornos de las pareces y los peluches se reflejaban en el vidrio de la ventana. Le costaba conciliar el sueño y alargaba las horas recordando todo lo que había vivido allí. Comprendió que eran recuerdos débiles, que no había pasión en ellos, y que, en todo caso se trataba de pequeños remordimientos. Se incorporaba en la cama apoyando la espalda en el cabecero, ponía la radio y hacía como que hojeaba una revista. Se relajaba, pero no conseguía dormir, dejaba caer la cabeza sobre el pecho, cerraba los ojos unos minutos y volvía a empezar. Algún solitario pasaba en ocasiones por la calle, pero en el momento que se levantaba, apagaba la luz y se acercaba a la ventana, ya había desaparecido. No le gustaba estar a oscuras, así que una combinación de fuerza y mal humor volvía a encender la luz. Éste era un procedimiento que se repetía en varias ocasiones durante la noche. Se trataba de la inquietud que se traducía en un encendido y apagado de luces sin sentido, pero estaba decidida a hacerlo cuantas veces fuera necesario hasta reconocer aquellas sombras que a veces pasaban, algunas acompañadas de sus perros, otras de una botella de vino. Posiblemente, en aquella habitación había concebido a Tomaso, y en ella el único chico que había entrado había sido Raamírez, y era por eso que no podía evitar algunas escenas al encontrar entre sus cosas su ropa de entonces. No podía decir que no lo sedujera, porque él se había mostrado correcto hasta que ella empezó a mostrar distraídos escotes, y no obstaculizaba sus miradas furtivas cuando se sentaba en la cama y dejaba a la vista alguna parte de su ropa interior. En ocasiones le permitía apoyar su cabeza sobre su vientre y una sensación de fuerza y desafía la invadía, y en algún momento después de tanto insinuarse, él empezó a insistir en que llegaran a todo y a reiterarse desasosegadamente en su petición. La noche quedaba estrellada y habían dejado de pasar coches; el silencio era total. La visión de la calle, una vez más, la atraía con una fuerza incapaz de superar. Al menos sabía donde estaba, no había duda, y tampoco se sentía desorientada o indecisa como le sucediera alguna noche en el extranjero, aquella vez que quisiera volver indefinidamente para poder olvidar. Ahora era su propio contorno, el relieve de sus hombros y su cabeza, lo que se reflejaba en el cristal. Empezaba a necesitar dormir y eso era suficiente, y mucho más de lo que podía esperar. “Sólo unas horas”, rogaba en susurros, se recostó y lo intentó una y otra vez, cuando cerró los ojos, amanecía. Quedarse cerca de su hijo, verlo crecer, acostumbrarse a un espacio que en otro tiempo había detestado, todo podía hacerlo si era capaz de dominar su desprecio por sí misma, por haber actuado tan mal, por no haber estado siempre. Todo lo podía llevar a cabo con la mitad de energía que había empleado en otras cosas, y convencerse de ello era tanto no involucrar a la suerte en sus planes. Tenía una oportunidad de reconducir sus errores, inevitablemente aceptar que la suerte con la que tanto había contado en otro tiempo, ahora se veía sustituida por la necesaria justicia poética. Todos sus pensamientos la conducían a no desfallecer y llenarse de orgullo ante el menosprecio, a salir de casa con la cabeza alta y poder con todo, porque necesitaba estar, permanecer cerca de él para cuando la necesitara, cubrirle sus pequeñas alas de ángel.

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Adorar Instantes Consumidos

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1 La Angustia De Otros Nombres Al golpear el cristal con el puño, no parecía que algo tan grave acabara de suceder, tal vez porque no se trataba del puño esperado. Trevor no sabría decir qué había esperado exactamente, expuesto como estaba en un momento tan crucial, a que su puerta se abriera y fuera extraído sin piedad, arrojado sobre el pavimento o vilmente pateado como un muñeco. Aún quedaba gente que confiaba en él después de todo lo sucedido. Nadie podría decir sin resultar extravagante que por muy repetidos que fueran sus accidentes en el pasado y con otros autos, no tuvieran un origen inesperado. Antes de acabar con las preguntas y de ser introducido en la ambulancia pasó un tiempo precioso, en el que hubiera preferido estar solo, sin tanto público por un motivo tan deprimente. Le desagradaba, más allá de todo lo físico que le pudiera haber ocasionado el golpe, la sensación de sentirse protagonista, y la expresión que reflejaba en su cara, la decaída flaccidez de los pómulos, los ojos hundidos y boca apretada pero aún sin náusea; todo ello le desagradaba. De los últimos años desde su divorcio y su jubilación, ausente de obligaciones y compromisos se reafirmaba en sus expresiones de fortaleza, es su ira, en los insultos y en la furibunda reacción en contra de extraños, que habían cometido el único pecado de contrariarlo al cruzarse en su camino. Habría entonces anunciado que se trataba de la vacuidad y el desamparo al que sometía a sus emociones, y que esa posición antinatural del día a día, era lo que lo llevaba a semejantes reacciones, pero no, no podía justificarse ante desconocidos, y mucho menos ante aquellos que le habían demostrado tanta animadversión. En cuanto llegó al hospital, Trevor empezó a frotarse las manos con la intranquilidad que le caracterizaba. Y no era que no aceptara que quería someterse a las órdenes de médicos y enfermeras, o que deseara salir corriendo, pero, sin poder hacer nada por evitarlo, había algo de provisional en aquella situación que le provocaba la desazón a la que deseo referirme. Permaneció aún un rato deseando preguntar a la enfermeras si aquello iba a durar mucho, sin embargo, no le pareció una pregunta apropiada, porque otros muchos habrían preguntado lo mismo en situaciones parecidas, y ellas habrían desarrollado un número suficiente de respuestas, debidamente ordenadas y estructuradas en su memoria, para poder contestar sin decir nada, con evasivas o ponderados cambios de conversación que atrajeran la atención del enfermo sobre aspectos importantes del daño causado, a la vez que eludían dar más información de la que necesitaba. Greta era su mejor amiga y también estaba jubilada. En cuanto supo lo del accidente acudió para estar con él en aquellos momentos iniciales. No se trataba de una entrometida, ni de una fisgona en busca de alguna noticia inquietante con la que poder montar fantasías y suposiciones que contar a todo el mundo, incluso a los desconocidos. Al menos ella se consideraba su amiga, y a pesar de no verlo con frecuencia, siempre aparecía en momentos muy especiales; en las fiestas y en los problemas. No era especialmente divertida, y eso a Trevor le parecía lo mejor de sus visitas. Y además, le le gustaban los coches, ese era justo el punto en común que les hacía entenderse mejor. Se podía decir que, en otro tiempo, habían compartido aficiones con la intensidad de dos adolescentes que empiezan a desarrollar sus primeras aptitudes, pero en su caso eso había sucedido ya pasados los cincuenta. Intentó explicarle que de camino para el hospital había pasado por el taller para ver el coche, y que no se trataba de nada grave, algunos desperfectos en los focos y en la 227


chapa, pero con el radiador a salvo. Reconoció que no había podido resistir pasar primero por el taller y añadió que eso no quería decir que no lo apreciara lo suficiente. Sabía que la iban a hacer esperar mientras le hacían pruebas y por eso tomó aquella decisión. Además, estaba segura que se trataba de una información que a él le gustaría recibir. Sobre todo lo anterior añadió que esperaba que sus golpes tuvieran la misma liviana consistencia que los recibidos por el auto, y que la perspectiva de sanación fuera tan rápida como la que auguraba el mecánico. Por mucho que nos esforzáramos en intentar comprender el efecto de la visita en su estado de ánimo, no llegaríamos a la mecánica que inspiraba tanto positivo comentario. Podríamos evitar describir la felicidad cuando resulta fácil, por el bien de todos lo digo. Probablemente, la felicidad fácil es la menos real de las emociones, y la que más ajenos a la realidad nos vuelve. Así que, cuando Pelopeixe entró en la habitación y los encontró de tan buen humor, les llevó la corriente, pero sin el menor convencimiento. Nos hace felices ver felices a otros disfrutando de su libertad, aún cuando no tengan en cuenta lo cara que resulta esa victoria si nos queda poco tiempo, si la enfermedad, a la que los enfermeros como Pelopeixe, anda por el medio. No le faltaba al enfermero abierta comprensión, era sensible a la urgente necesidad de poner los hospitales al servicio de una nueva alegría, hasta, si lo apuraban, del gozo evocador de tiempos mejores en los enfermos sin fuerzas para levantarse; esto no quería decir que no sintiera la aspereza de una muerte siempre presente, injusta, demoledora y audaz con los optimistas. Incluso en los peores momentos, en lo peor de su oficio, debía reconocer que la arrogante prepotencia de la muerte tiene límites, y que no debemos ceder en su horror, ni mucho menos convertir el mundo en la sombra de sus desmanes. Que los hombres sigan recibiendo cada primavera con la alegría de la sangre que se renueva, es un desafío, una forma de poner freno a la intención sombría de la muerte de convertir el mundo en su tiranía de resentimiento. Todo lo que de ánimo devolvía la vida a los enfermos le pesaba por lo que podía tener de inconsciente, y sin embargo sabía que era necesario. Podía quedarse de pie delante de la puerta durante minutos, con algo que hacer dentro de la habitación pero incapaz de interrumpir, Escuchando conversaciones ajenas como un intruso casual y casi por obligación. Si lo hubiesen invitado a sentarse y participar, no se hubiese atrevido, había cosas que tenía que hacer afrontándolas como el deber cumplido, pero nada le impedía la demora en días inestables. Observaba como se desenvolvían “sus” enfermos, como argumentaban sin ser capaz de seguirlos en ocasiones que desconocía los detalles o la relación de los personajes de iban apareciendo. Eran conversaciones necesarias, torpemente construidas, pero indispensables por el interés cotidiano que las convocaba. Para Trevor, la mirada de Pelopeixe no significaba nada especial, ni el desencanto por la forma en que la muerte influye en la alegría de vivir, ni ninguna otra cosa tan difícil de comprender. Aceptaba que cuando quedaba en silencio, observando las conversaciones que él tenía con Greta, parecía considerar lo superficial de sus gestos y no lo que se tuvieran que decirse. No parecía interesado en entrar en los detalles de sus vidas, ni en permitir influencias de tantos pormenores desvelados allí y en otras habitaciones. El auto quedaría bien, le había dicho Greta. Sin embargo, él sabía que nunca volvería a ser el mismo. Había pasado muchas horas en talleres y tiendas de automóvil buscando las piezas, los accesorios y los embellecedores. Sabía donde encontrar ese tipo de suministros y esos viejos locales de dueños capaces de encontrar cualquier cosa por antigua que fuera. Bajo ese punto de vista, el auto era casi una obra de arte; al menos hasta el momento en que lo golpeó. Podía pasarse horas, que se convertían en días y meses, leyendo e investigando sobre viejos modelos, sobre sus creadores y utilidades, sobre sus características, premios en congresos, y, en los casos de participar en competición historial de carreras y triunfos. Si era capaz de pasar horas viendo escaparates de piezas y cromados, sólo puede pensar una cosa, es un hombre con suerte, y sobre todo, es un hombre normal con una afición que le cuesta privarse de otras cosas que también le gustan, pero que le ofrece la satisfacción de seguir buscando y mostrar a todos el resultado de su dedicación. A algunos de sus amigos les horroriza pensar que le demuestra más aprecio y le ofrece más cariño a 228


ese auto, de lo que hizo con su mujer antes de su divorcio. Ya lo había visto otras veces, esas personas capaces de desentenderse de sus coches después de un accidente y olvidarse de ellos hasta el extremo de permitir que la podredumbre los invada. En todas las ciudades del mundo hay hombres así de incoherentes, de crueles e inconstantes. Coches hermosos, viejos tesoros capaces de resistir todas las modas y adelantos tecnológicos, coches que se han convertido en leyenda en manos de hombres que no los valoran. Ante ellos nada se puede hacer más que lamentar que la protección de la propiedad privada les permita abandonar lo que en otro tiempo fueron sus juguetes, hasta convertirlos en chatarra debajo de un gran árbol a un lado de viejas casas de campo. Permitía que Pelopeixe lo tranquilizara, se habían hecho amigos y una vez fuera del hospital lo llamaba y lo acompañaba para poner o sacar algunos tornillos de la carrocería del coche. En ese tiempo el enfermero vivía solo y tenía mucho tiempo libre, llevaba una vida tranquila y le resultaba muy conveniente compartir las aficiones y aspiraciones de Trevor. Además, era más que suficiente admitir que la idea de presentar el auto en una concentración anual de clásicos le parecía muy a su medida. Evitaba que pareciera evidente que siempre había tenido amigos jubilados y que a algunos de ellos los había estado viendo desaparecer sin poder remediarlo. No pensaba en eso cuando le cogía aprecio a los personajes más estrafalarios de la planta más delicada y con más riesgo de muerte por las infecciones más comunes. Ni se atrevería a llevar la cuenta, pero morían ancianos a diario en aquellas habitaciones. De nuevo, le había tomado aprecio a uno de aquellos enfermos, y era absurdo dejar de visitarlo por pensar que podía caer enfermo en cualquier momento, más pronto que tarde como ya le había sucedido. De hecho, en cuanto a su salud, tenía muy presente que él mismo podía encontrarse, en la situación más difícil en cualquier momento, y entonces le tocaría a sus viejos amigos llorar por una desaparición temprana e inesperada. Todo parecía encajar, y Trevor le permitía bajar al garaje sin objeciones. No tardó en comprobar que la ayuda que pudiera ofrecer era bienvenida, y al menos podía pasar la manguera después de una buena enjabonada. El trabajo no consistía en hacer grandes progresos sino en pasar el rato poniendo en ello la dedicación necesaria. Alrededor del auto había todo tipo de herramientas, un gato hidráulico bien grande y en una caja piezas de recambio (desde pilotos, hasta un mechero eléctrico), también había dos sillones delanteros que había cambiado por unos nuevos y de los que le daba pena deshacerse. La puerta estaba abierta y en el jardín ladraba la perra de pelo rubio que lo miraba con extrañeza. No le cansaba el trabajo, ni siquiera se inmutó cuando Trevor secó el coche con un paño y le propuso darle cera; era asombroso lo que aquel hombre parecía sentir por su coche. Se disponía a recoger y quitarse los guantes, cuando el anfitrión apareció con dos cervezas frías y se sentaron en la escalera de piedra fuera del garaje ajenos a los ladridos de Mónic la Centolla, tal y como llamaban a la perra. Permaneció expectante un rato y al fin dejó de ladrar y se acercó tumbándose a los pies de su amo. También en ese día, unos meses después de la recuperación total de Trevor, el enfermero se demoró en su vuelta a casa. No le resultaba fácil encontrar un significado a su propia forma de actuar. No parecía destinado a llevar una vida normal, ni a rodearse de gente de su edad, eso estaba claro. Cuando pensaba en ello, de las relaciones humanas que se le ocurrían, apenas podía decir que de unas cuantas celebraciones, actos sociales de confraternidad, asistencia a actos de despedida por respeto a familiares, cenas de empresa, citas a ciegas, vacaciones reservadas, eventos culturales y de ocio dominguero, mitines, reuniones de vecinos, cenas de antiguos alumnos y domingos en el club de Karting con los amigos del Pub (nada de asistencia a templos religiosos), apenas un porcentaje que no llegaba al uno, podía declararlo satisfactorio. Eran momentos de los cuales podría prescindir reduciendo su vida a tres o cuatro movimientos mecánicos del día a día, lo que tendría que ver con coger el transporte público, parar a comprar para llenar la despensa, bajar la basura y el resto de cosas hacerlas de casa. Podía comprender perfectamente lo que estaba pensando e intentar darle un valor a pesar del rechazo de lo social que representaba, y bueno si a todo ello le añadía su amistad con Trevor y Greta, y sus nuevas aficiones, tales como desafiar, aflojar y mancornar tuercas 229


rebeldes o darle agua al polvo acumulado en el auto, tal vez eso dejaba claro que no era un tipo tan defraudado por otros compromisos. Por lo que a Greta respectaba, se trataba de darle a cada cosa la importancia necesaria y la ayuda de Pelopeixe podía ser una contribución interesante para llegar a tiempo al congreso de coches clásicos. Le parecía que ese año todo estaba dispuesto para optar a una buena posición y obtener una valoración superior a la de otras veces, tratándose hasta donde conocía, de que su principal competidor había encontrado comprador y se trataba de un obstáculo menos. Así fue como argumentó en favor de cumplir la inscripción y comprometió a los dos hombres en la aventura, y utilizando todo tipo de razonamientos, algunos bizarramente inventados, parciales y desesperados, consiguió ofrecer una sensación optimista hasta el punto de resultar irresistiblemente valorada en todo cuanto ofrecían sus sueños. Para muchos de nosotros es perfectamente comprensible que después de una edad, sin familia cercana, tal y como era el caso de Trevor y Greta, centremos toda nuestra energía en aficiones que, de forma general, no suelen encajar en las vidas cotidianas de familias muy establecidas. Sin embargo, para los que encuentran un escape, o evasión si prefieren, para llenar las horas del día, no deja de suponer reducir el efecto relajante de la jubilación llenándose de nuevas preocupaciones. Y todas esa elegantes y acomodadas familias que tienden a ahogar en su aparente burguesía cualquier otra distracción, se contentan con creer que no tienen los miedos de decrepitud que aquellos que nos ocupan, pero no es cierto. Pretender semejante fantasía conduce a perder el control, y una vez ocurrido, ponerse en manos del destino para que la vida social y laboral, las tremendas capacidades sólo mitigadas por la velocidad de nuestro tiempo, no terminen por arrinconarlos, y en ocasiones olvidarlos. Desde luego que no, nadie está a salvo de la soledad una vez jubilado, con aficiones o sin ellas, rodeado de familias numerosas, o creyéndose afortunados de que no sea así. Durante más tiempo del que hubiese sido posible Trevor evitó hablarle a su amigo el enfermero, acerca de su vecino el señor Herbungmutter. Al elegir dedicarse a su auto en el garaje de su casa ya había calculado que sería imposible no hablar de él, y que por un motivo o por otro, más tarde o temprano, Pelopeixe sabría que existía y haría preguntas incómodas acerca de él. La casa de al lado estaba separada de la de Trevor por un seto, y tenía una calidad del césped parecida justo delante de la entrada. Parterres y un par de camelios completaban la escena delante de la puerta. Las ventanas eran muy grandes, y eso daba idea de habitaciones muy luminosas y sin humedades, en las que se podría disfrutar de un ambiente templado incluso en pleno invierno, en los días de sol. Además de esto, llamaba la atención que sobresalía en altura debido a un ático con una de esas protuberancia con forma de teja que tienen una ventana al frente. Todo parecía muy normal, pero la relación de Trevor con Herbungmutter era tensa sin un motivo claro que lo justificara, la normal, cordial y cínica antipatía de vecinos en competencia. Trevor debería haber confesado que cada vez que devolvía el saludo encantador de su vecino con un gruñido, en realidad el mundo se le estaba viniendo encima. No se trataba de una excepción a tantas malas relaciones sin motivo entre antiguos conocidos, incluso familiares. Intento sugerir que, en ocasiones, no hay culpables, pero puede existir delito; y entonces admitir que no deseo ponerme del lado de un personaje que tanto cuesta construir, y al que vamos descubriendo paso a paso. Atribuirle a Trevor la razón absoluta y la victoria moral en todos sus conflictos sería demasiado, aunque otros han construido personajes capaces de hacer vibrar por el ansia de justicia, y exponiendo a los lectores que si se creen en la razón, deben luchar hasta las últimas consecuencias. Encontraremos, si aceptamos esa idea, que no hay salida, que la lógica de la guerra y de cualquier pequeña discusión doméstica, consiste en convertir a nuestro adversario en un demonio y creernos nosotros mismos los paladines de la justicia universal. Esa idea trasciende en mí hasta rechazar a los personajes tipo, los que encarnan el bien y siempre vencen. Nada de eso, la vida nos va a enfrentar con un espejo de nuestra propia tensión, no son monstruos, pero tampoco tenemos porque aceptar que estén en posesión de la verdad. Se trata de una escena convencional, Trevor se encontraba en el jardín de su casa cuando su vecino Herbengmutter doblaba la esquina con su enorme coche nuevo, 230


reluciente, recién encerado, pesado, potente y rápido, un modelo de gama alta, que haría sentirse satisfecho a cualquiera de su adquisición, de su conducción y de sus más tecnológicas prestaciones. Hubiese deseado no haberlo visto llegar así de triunfante, sino descubrirlo un día aparcado delante de la casa de al lado, sin más, pero el efecto del triunfador deslizándose delante de sus narices sin que pudiera hacer otra cosa que bajar la cabeza, se había producido. Trevor miró su viejo coche e intentó hacer una comparación, y eso fue un gran error. Con todo, se dispuso a hacerlo relucir como nunca, se armó de todo tipo de productos de limpieza y se puso manos a la obra, no había tiempo que perder. Tal vez resulta imposible para algunos de nosotros explicarnos, por qué se puede convertir en un problema que nuestro vecino se compre un coche mejor que el nuestro, al fin y al cabo somos personas independientes que no necesariamente tenemos que compartir nuestros sueños. El instinto debería pararnos cuando nuestras obsesiones se convierten en un problema, y la razón conducirnos por caminos de conversión inteligente, no de huida pero sí de ampliar horizontes en la búsqueda de la autoestima. Mientras enceraba su coche, Trevor seguía rumiando su desesperación, y calculando en qué momento su vecino se había convertido en una amenaza para sus sueños. Debía intentar controlar sus miedos y atemperar sus nervios, y al menos, seguir frotando con su gamuza la chapa vieja de su coupé, parecía mitigar los efectos del desafío. Aquella tarde, al salir de su trabajo, Pelopeixe decidió darse una vuelta para ver como se encontraba su amigo, lo encontró sentado en su garaje con una cerveza en la mano, afligido por algún motivo que entonces el enfermero desconocía, y dejando que la perra le lamiera las manos mientras mantenía la vista, en la pared de enfrente, impertérrito, sin parpadear, incapaz de contestar inmediatamente a pregunta alguna. Allí estaban, dos soñadores insensatos respondiendo a la imprudencia de las horas y sus convicciones, por atreverse a la vida y sus consecuencias. Pero mucho peor que sentirse como esos hombres que se encierran por miedo a la vida (algunos de ellos se dedican a escribir) eran aquellos que por efecto de ambiciones y desafíos implican a todos en sus aventuras sin avisar del derrumbe. Sólo podemos asumir que Pelopiexe y sus amigos soñaban juntos y se asistían en ese sueño. Dado que las relaciónes entre gente de edad parece incomprensible para los más jóvenes, Pelopeixe no intentó explicarse que la llegada de Greta aquella tarde adquiriera tintes tan maternales, o al menos el así lo quiso ver. Estaba claro el carácter especial de aquella relación, así que cuando ella tomó de la mano al viejo y le dijo que tocaba baño, Pelopeixe se dijo que Trevor no era una persona que se aseara a menudo, y que eso chocaba con el interés desmedido por tener su coche siempre bien fregado. Sin dudarlo un momento, Greta lo trasladó al cuarto de baño grande y lo desnudó, con sumo cuidado le ayudó a entrar en la bañera y después le pidió que no se moviera. Con un gesto de dolor en su cara, él consintió que le dejara caer el agua sobre la cabeza, y de ahí al resto del cuerpo. En el sentido más humano de su expresión le faltó decir al anciano que se aprovechaban de su debilidad, pero sus intentos por quejarse fueron reprimidos por la mano diestra de su amiga, armada de esponja y jabón que lo cubría con energía desde la cabeza a los pies, se introducía en sus orejas y lo hubiese hecho en su boca si no la hubiese cerrado a tiempo. Posteriormente a la escena descrita, Trevor se dejó secar, le pusieron un pijama y dijo encontrarse mal, fue en ese momento cuando Greta comprendió que estaba deprimido y lo dejó tumbarse en la cama y dormitar el resto de la tarde. La importancia de seguir soñando con el Congreso de Automóviles Antiguos, encontraba en ellos la receptividad de las mentes inclinadas a las fantasías, pero, sin duda, se trataba de una especie de encantamiento que Trevor ejercía sobre Greta y Pelopeixe. Le buscaba el sentido al final de cada día lleno de una vida que irradiaba y entregaba sin pedir nada a cambio, y es posible que fuera eso lo que los mantenía tan cerca de él. Era previsible, y a pesar de su mal humor en días nublados, no se enojaba sin motivo, y eso también era de valorar.

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2 Soñadores Imprudentes En Las Horas Insensatas Al día siguiente, al terminar su turno, justo después de mediodía, el enfermero volvió a visitar a Trevor para comprobar si había mejorado. Al abrir la puerta del jardín se encontró de frente con una jovencita en shorts y sudadera dándole un manguerazo a Monic la Centolla. La perra tenía las orejas caídas y los ojos cuestionaban bajo sus cejas arqueadas, como si se estuviera preguntando que aquello de enjabonarse y regarse de aquella forma fuera saludable. Pelopeixe, inevitablemente hizo un ejercicio de relación que lo llevó a un cuestionable razonamiento: “la gente lava lo que ama. Unos sus coches, otros sus perros y otros sus hijos o sus mayores”. La imperceptible mirada de Srina buscaría penetrar en su pecho hasta descubrirlo, pero no se atrevía a tanto y eso duró un segundo. Los párpados buscaban el suelo y de ningún modo conseguía parecer distraída o parpadear con naturalidad. Acerca del aspecto del enfermero cabe precisar que no se trataba de una imagen capaz de impresionar por su finura, sino más bien lo contrario. De hecho parecía cómodo dejándose observar cuando caminaba por la calle con toda su desparramada materia removiéndose, y balanceándose a cada paso. No le resultaba digno de aprecio cuidarse hasta tal punto que tuviera que renunciar a las comidas y los vinos que le gustaban, y eso tenía un precio. Se dijo que jamás le importaría que lo juzgasen por su aspecto, y lo que todo ello traslucía. Sin dudar, dio un paso al frente y saludó obteniendo una sonrisa por respuesta. Preguntó por su amigo y pasó hasta el garaje. En su obsesión por perder de vista a su vecino, Trevor cerraba puertas y ventanas e intentaba no salir al jardín a las horas que sabía que volvía del trabajo. Este aislamiento era el resultado de sus fobias y su falta de superación, de sus frustraciones y sus limitaciones psicológicas. Dicho así, parece que hablamos de un enfermo, o que lo culpamos a él de una mala relación de vecindad, tan corriente como vecindarios existen. Desde luego, no podemos considerarlo culpable por buscar el aislamiento, en todo caso, tenía el aspecto del sufridor que se pliega y por lo tanto adoptaba la fórmula de las víctimas. Fue en esa ocasión cuando Trevor decidió hablarle de su vecino y del inconcebible sufrimiento que podía causarle sin apenas parpadear. Le confesó que había pensado en una solución sin continuidad, convencido de poder causarle el peor de los daños, agredirlo, o aún peor, arrojar su coche nuevo a un barranco. En cuanto soltó todo lo que pensaba sobre su situación se sintió limpio, renovado y dispuesto a vencer la angustia que lo afligía. ¿Se creía realmente capaz de las hazañas y las maldades que prometía contra su rival? Todo parecía un artificio de psique para liberarse, una respuesta a la necesidad de diluir tanta tensión. A pesar de tanta acritud Pelopiexe no creía que su amigo pudiera seguir indefinidamente maldiciendo y creando estrategias de venganza. Nadie lo hace, nadie se entrega indefinidamente a la agotadora actividad de exacerbar el rencor y regocijarse en las frustraciones, a menos que esté perdiendo la razón sin poder evitarlo. Intentando cambiar de conversación le preguntó por la chica que acababa de ver lavando a Monic la Centolla, y le respondió que se trataba de la hija de su exmujer, que se había enfadado con su madre y que iba a pasar un tiempo en su casa, pero que no era su hija biológica. Además de sus ataques de nervios, lo que posiblemente terminaría por afectar a su hipertensión, cada vez que le preguntaban si le habían quedado secuelas de su accidente, le gustaría responder que sus secuelas eran de antes del accidente, pero decía sin demasiada atención que se encontraba bien. Intentaba olvidar sus dolores reumáticos, sus toses y las migrañas que asociaba a sus pulmones, y no es menos cierto que aquel viejo truco de distraer sus dolores con 232


charlas de bar y alguna copa de licor no le iba mal. Se levantaba con dificultad, y las simples tareas diarias como vestirse o ponerse el pijama, se convertía en una auténtica aventura. Y aún con todo, no terminaba por considerar suficientes sus dolencias como para ponerlas en manos de un profesional, y mientras estuviera en el hospital no se había referido a ellas; y tampoco era necesario porque suponía que todos allí deberían saber que nadie cumple tantos años sin rodearse de esos pequeños amigos: los dolores y los achaques. Desde el garaje Pelopeixe observa a la hijastra y decide que no se parece en nada a Trevor, y no tendría por qué desde un punto de vista extrictamente genético, si embargo, la convivencia suele compartir gestos y manías. Habiendo comenzado tan ardua tarea, no era extraño que se hubiese puesto ropa cómoda y sin embargo sobre aquellos hombros estrechos de niña, una enorme cabellera se recogía sobre la nuca, y un excesivo maquillaje de adulta cubría sus ojos. Nunca había asistido a una imagen semejante, tan excitante y tan merecedora de respeto a la vez. Le hubiese gustado tener una cámara fotográfica cerca para inmortalizar aquel momento. Cruzó algunas palabras con ellas, se presentó como amigo del padrastro y hablaron de Monic la Centolla como si hablaran de un niño dócil y respetuoso con las órdenes de sus mayores, lo que no era en absoluto cierto. No era necesaria una larga conversación para que los dos comprendieran que se habían caído bien. Aquella chica era lo bastante joven para no necesitar demasiadas referencias de sus amigos. Pertenecía a esa clase de jóvenes que convierten la confianza en virtud, una juventud que dominaba el mundo porque estaban siempre en movimiento y aceptaban abiertamente la colaboración y los buenos de sentimientos, incluso de los extraños. Los malos momentos de la vida habían dejado lagunas, me refiero a la separación de sus mayores que la había puesto más de una vez en situaciones de inseguridad y cubierta de incertezas. En algunos jóvenes, a pesar de su fortaleza, sus sueños y sus ilusiones, las que parecen poder con todo, la devastación interior se revelaba en algunos comentarios, desaprobaciones del mundo adulto y resentimiento, pero no parecía ser el caso Srina, sus traumas familiares aún no habían llegado tan hondo. De vuelta a casa intentó resumir qué cosas le habían llamado la atención aquella mañana hasta el punto de sentirse más optimista de lo habitual, no era difícil. Se consideraba una persona abierta pero no demasiado alegre, esa era la verdad, pero confiaba en sus posibilidades y que esa amargura, entre otras cosas, pudiera cambiar. En aquel momento le resultaba difícil reprimir la imagen de la muchacha regando a la perra con la manguera, escurriendo la espuma del champú canino con un enorme esponja de lavar autos, y decidir que si aquella imagen persistía debía ser porque de algún modo tenía fe en sí mismo. De camino a casa, bajo el cielo plomizo de una tarde detenida como la de un domingo, se demoró algún tiempo rodeando calles sin sentido; como si temiera el silencio de la vuelta. Después de haber visto barcos, gaviotas y jóvenes haciendo acrobacias con sus bicicletas, se detuvo en las escaleras de una catedral y se dispuso a fumar sin prisa. Se dijo que no estaba muy animado a asistir al congreso de autos antiguos, entre otras cosas porque debía vestirse con ropas de la época del auto presentado, y nunca antes se había disfrazado por ningún motivo, ni siquiera por alguna fiesta a la que fuera invitado en carnavales. Tal y como sus amigos le habían contado, ellos ya estuvieran allí en otras ocasiones, y todo eran alabanzas y concluir en que sería muy fácil a pesar de tener que estar de pie muchas horas. De acuerdo con las posibilidades que Trevor había calculado, ese año, por ausencia de grandes competidores más que por los grandes méritos que él no podía aportar, era posible que obtuviera algún premio, o como mínimo una mención honorifica. Tal vez debería repensar algunas cosas, y empezar a sopesar la idea de que Srina lo sustituyera sentada en el auto, mientras pasaban todo tipo de curiosos haciendo preguntas, no estaría de más. Posiblemente Trevor y Greta permanecieran de pie fueran del coche, incluso ellos mismos se dedicarían a dar vueltas entre otros coches comparándolo con el suyo. Cuando se había comprometido con Trevor en acompañarlos no conocía la dimensión real del evento y las condiciones de estar representando a uno de los autos. Le había parecido bien entonces, casi le había hecho ilusión, pero a medida que se acercaba el momento todo parecía más y más duro y capaz de fatigarlo sólo de pensar en ello. Lo 233


que no parecía muy justo de todo era intentar implicar a Srina sólo por liberarse de su compromiso, así que debería hablar con ella antes de proponer a Trevor el cambio, o se buscaría problemas. No podía olvidar a su nuevo amigo durante el tiempo que pasara en el hospital, aunque no había pasado allí demasiado tiempo ni había estado sometido a graves dolencias. ¿Era posible que en tan poco tiempo hubiera cambiado hasta sentirse tan diferente? Se afianzaba en hacer positiva su fortaleza y juventud. Parecía como si el enfermo hubiese sido él en su pesimismo. Ahora se sentía plenamente capaz, animaba a su amigo contra su vecino, y si para eso era necesario insultar a aquel al que no conocía de nada, lo hacía. De cualquier forma, nadie podría decir que aún siguiera siendo aquel tipo anodino sin sueños ni proyectos. Había demasiadas cosas en su vida que no podía controlar, pero ninguna de ellas tenía que ver con sus recientes actividades. Los nuevos cambios también servían para hacerle olvidar viejas promesas incumplidas y fracasos de románticas expectativas y cuando le habló a Trevor de eso también se sintió apoyado. En resumen, le complacía cada mañana o cada tarde que pasaba en el garaje con sus nuevos amigos, al menos no le hablaban del trabajo, ni lo asolaban contándoles sus problemas y dolencias. Siempre contaba que sus pacientes eran los mejores, pero Trevor había estado lleno de ideas y ganas de hablar. Tal vez había sido esa verborrea paranoica de coches, carreras y exposiciones lo que le había sacado de la autocompasión. Pelopeixe creía que todos los que trabajan con enfermos, incluidos los médicos, eran hipocondríacos, y si él lo era, había conseguido distraerlo hasta el punto de apenas pensar en su trabajo cuando cerraba su turno. Pero, había algo que le preocupaba más que su salud y eso era el vecino de Trevor. Después de lo último que había conocido de los problemas que creaba, estaba claro que no haría falta más que una chispa para provocar el desastre. Para él nadie debía someterse por miedo, pero el peligro de una discusión podía terminar en graves problemas de salud para el viejo. Ya no se trataba de esperar nuevas provocaciones encubiertas por una habitual normalidad, en el momento menos esperado Trevor podía empezar a dar gritos, a tirar cosas por el aire, y lo que sería peor, que se dejara en evidencia atacando el auto nuevo del otro. En ese caso todos lo condenarían por envidia y mal vecino. Lo veía dirigirse a la valla que separaba las dos propiedades y plantarse como un resentido muchos minutos muertos viendo al otro lado. Seguro de que algún día aquel hombre que se lo hacía pasar tan mal tendría que pagar por su arrogancia. También jugaba en todo aquello la inminente fecha del congreso de automóviles clásicos que parecía moverse sobre el calendario a una velocidad inesperada. No demoraré decir que Pelopeixe se tranquilizó la mañana que llegó a la casa de su amigo y contempló con sus propios ojos como un camión de mudanzas abierto de par en par engullía todos los muebles que unos operarios iban sacando de la casa del vecino. Debo decir que el enfermero conocía que su amigo tenía el corazón delicado y que había temido una discusión que rompiera todos los límites de la cordura pudiera llevarlo a un ataque cardíaco y después por una lenta intervención de las ambulancias, o de aquellos que se demoraran en llamarlas, no le diera tiempo a llegar al hospital con vida. ¿Cómo no ser especialmente sensible a estas cosas cuando asistía cada día a desenlaces fatales que nadie podía esperar ni haber previsto? Empezó a resultar evidente que sus ojos no podían dejar de posarse en del cuerpo de Srina. No lo iba a reconocer, pero buscaba los momentos en que los dos quedaban a solas para hablar con ella. Su conversación empezaba a ser cada vez más atrevida y la muchacha podía notarlo, pero no era la inocente criatura que le había parecido. Debió de pensar mucho en ella en ese tiempo porque empezó a multiplicar sus visitas hasta el garaje hasta el punto de aprovechar los pequeños descansos de una hora, que antes empleaba en hacer pequeños recados, para aparecer por allí. No podía explicar abiertamente a que se debe aquella insistencia si después de todo se lo pasa jugando con Monic la Centolla o hablando con Srina, aunque era posible que todos empezaran a imaginar que se sentía atraído por la joven. Entonces empezó a plantear que ella debía ocupar su lugar dentro del disfraz de conductor clásico, y hablaba sin pasión pero quizás pensaba que era una forma de retenerla por un tiempo, si bien, las fechas se acercaban mucho. Había que escucharlo sin imaginar a donde quería ir a parar, pero todos estuvieron de acuerdo siempre que anduviera cerca el día de la inauguración. Así que todo quedó arreglado, y el que auto recibió algo de pintura en los lugares más 234


afectados por el paso del tiempo, apreció más reluciente que nunca. Aquellos días en que estaba más animado, aprovechando que Greta y Trevor habían salido a comprar cera para el coche, se decidió a pedirle a Srina que lo acompañara a comer. De ninguna manera estaba dispuesto a mostrar su euforia, y cerraba su boca con un gesto de mal humor que estaba muy lejos de la realidad. La melancolía tan habitual en él quedaba muy lejos, todos los dolores que genera el cansancio habían desaparecido. La ligereza de sus piernas le sugerían coger a la chica en brazos y llevarla él mismo sin dejar de correr hasta llegar al restaurante. Al fin llegó el momento y después de un corto paseo (no hizo falta más que una amena conversación para que lo acompañara) estuvieron sentados el uno frente al otro. Estaba tan crecido que en lugar de sentirse como el mediocre enfermero de siempre, si le hubiesen dicho que era un mesías lo hubiese aceptado sin objeciones. Si se hubiese visto llegar en una nube con una túnica blanca y una aureola dorada sobre la coronilla, justo antes de descender por una escalera dorada y sentarse enfrente de la hijastra de su amigo, no se habría extrañado. Había pasado por momentos de ilusión muy parecidos con otras chicas, pero por algún motivo que debía tener que ver con las altas expectativas que ponía en sus relaciones, fallaba, se detenía y esas relaciones no solían durar más de un año. Y que estuviera pensando prematuramente en compromisos era signo de la inmadurez de sus emociones. La miró a través de un vaso alto de cristal con dos flores sin apenas moverse. Intentó ponerse cómodo y se frotó los ojos porque no acababa de creerse lo que estaba haciendo. Pocas mesas ocupadas y no parecía que fuera a llenarse, pero los que estaban hablaban animadamente. Había pedido una botella de vino y olvidó preguntarle lo que quería, fue un acto reflejo y cuando el camarero llegó, sacó el corcho con un ruido obvio y se lo ofreció para que ella lo probara, él debería haber señalado que era muy joven y que quizás quisiera un refresco, pero no lo hizo. Se trataba de uno de esos lugares sencillos donde uno apenas sabe donde dejar su abrigo, con cuatro ventanas cubiertas con visillos y fotos familiares en las paredes. Cuando el camarero se acercó para entregar la carta dejó una cesta de mimbre con pan sobre el mantel de cuadros rojos y blancos. Cuando detenían la mirada sobre el mantel les mareaba, y entonces comprendían que no quedaba más remedio que mirarse y hablar de cosas intrascendentes. Para terminar de apreciar un día en el que todo parecía destinado a salir bien, le hubiese gustado ir a un sitio caro, pero aquel restaurante era acogedor y al que solía ir cuando no comía algo en casa cocinado por el mismo. Los dos empezaban a sentirse cómodos, y mientras tomaban el primer vaso de vino hicieron algunos chistes y se rieron juntos. Al fin, se llenó más de lo esperado y comieron animadamente. Pelopeixe creyó sentir los pies de su amiga jugando con los suyos bajo la mesa en un par de ocasiones, y cuando esto sucedía la miraba y ella se reía nerviosa como si hubiese cometido una travesura. ¿Qué debía esperar de ella? Apenas la conocía y no sabía como tratarla. Le hubiese gustado poder levantar la vista del mantel de cuadros rojos y blancos y observar a alguna camarera exuberante y seguirla con la vista en su enorme espalda mientras se alejaba, pero una vez más su imaginación jugaba con él, porque el camarero era un hombre mayor, con prominente barriga y una calva surcada en horizontal por cuatro pelos grasientos en busca de la oreja opuesta. En realidad, si lo analizamos con frialdad. No había nada de malo en la invitación que un amigo de su padrastro le hacía a la nena. Para los dos representaba la mejor forma de pasar unas cuantas horas ante la ausencia de Trevor. Al principio concibieron aquellos juegos de risas y comentarios jocosos sobre el camarero como la mejor forma de pasar la mañana. Un par de años antes, Srina había empezado a jugar con sus posibilidades para seducir, todas las chicas de su edad lo hacían, y no veía maldad en ello, era una distracción como otra cualquiera. No se podía decir que fuera una de esas muchachas rígidas que si tienen que compartir el asiento de un coche con un chico en un viaje largo, se pasa todo el camino intentando no rozarle ni el brazo ni la pierna; desde luego, ella no tenía ese tipo de problema, de hecho le gustaba que la tocaran. La respuesta se manifestó después de comer porque hacía un día de sol difícil de eludir y Pelopiexe no pude rehusar el deseo de Srina de bajar al parque. Para ella parecía sencillo, no había pensado en otra cosa, En cierto modo lo obligó a sentarse en la hierba, y aquel problema en 235


aparentemente incapaz de resolver fue tomando forma definida. En el futuro, cada vez que se recordara allí sentado en la hierba, mirándola mientras ella intentaba liar un pitillo de marihuana, pensaría que esos eran los buenos momentos del pasado, no había nada que objetar al respecto. Se recordaría en silencio alimentado su miedo a la vejez, poniéndose a la altura del humor de Srina, pero poseído por su profesión y todos los cuerpos enfermos a los que se enfrentaba cada día. Ya no podía acercarse a más, se sentía como si todo se redujera a una tarde de diversión para ella, y no quería ser eso. Le bastaba con un poco de romanticismo de película italiana antigua, y creía que intentaba ser amable y de alguna forma pagarle por haberse fijado en ella e invitarla a comer. A pesar de todo creía que podía seguir tumbado en la hierba, a su lado, sin moverse, indefinidamente, sólo con que ella no se moviera tampoco podría suceder esa quietud. No era la primera vez que le pasaba algo parecido, esa necesidad de tener una chica joven al lado no duraba. Se traicionaba a sí mismo con planes que más que una bendición parecían una venganza. Representaba todas las fantasías de los tipos que aún no son viejos pero que notan sin reparos que han dejado de ser jóvenes. Desde luego no era el mismo de tan sólo un par de años antes, cuando hubiese aceptado cualquier proposición para pasar la noche bailando y riendo. En un futuro en el que no se reconocía completamente evocaría aquella tarde y otros momentos parecidos, ciertamente turbado, echando de menos las locuras que poco a poco vamos dejando de hacer. Entonces, se dijo que los mejores ejemplos de grandes hombres del pasado a los que había recurrido como la estaca de equilibrio necesario, ya no le servían, ya no leía la vieja enciclopedia de los grandes hombres. ¿De donde habría salido aquel libro? Era un regalo de infancia, sin duda, pero no conseguía recordar quién se lo había regalado. De niño quería ser como ellos, conseguir grandes cosas, convertir su vida en un acontecimiento mundial, ¡menudo fraude! Lo cierto es que se conformaba con estar media hora más dormitando y viendo patos entrar y salir de un lago insano. En un momento tomó un par de calmantes que llevaba en el bolsillo y todo empezó a moverse con un desplazamiento cósmico. Srine le preguntó qué era aquello que se había metido en la boca, y la engañó diciéndole que se trataba de pastillas para la digestión porque tenía un problema de estómago. Pero ella notó que se quedaba ensimismado, sonriendo con un tono de estupidez y sin gana para contestar a sus preguntas, así que lo dejó con sus remordimientos, se levantó y sin apenas despedirse se fue alejando para volver al garaje de Trevor.

3 Sin Suelo Contra Sí Mismo Salvo algún que otro momento excitante a la hora dela comida, o algún viaje para sacar fotos de turista, la tarde que pasó con Srina era su recuerdo más notable de aquel año. Tardó algún tiempo en volver por el garaje, Trevor lo llamó por teléfono y se inventó algunas excusas que tenían que ver con su trabajo. Pasó más o menos un mes, el tiempo suficiente para establecer distancia, y un día apareció por allí. No había mucho interés en conocer demasiadas cosas sobre sus ocupaciones, y si había decidido hacer sus visitas más esporádicas, incluso, si había decidido ir desapareciendo, nadie le iba a preguntar al respecto. Solamente los buenos amigo comprenden esto, no se precisan excusas cuando la vida nos estrecha su lazo, cuando cierra todas nuestras expectativas y ya sólo nos dedicamos a superar el día a día. Le llevó a Trevor una caja de herramientas de automóvil que había 236


visto en una tienda de ese tipo de productos a buen precio, y que según le había dicho el dependiente, con aquellas llaves no quedaría un tornillo ni una tuerca en el coche que no se pudiera mover. Antes de decidir pasar aquel día por el garaje, se preguntó si deseaba volver a ver a Srina, y la respuesta era que sí, que estaba rabiando por verla, aunque no se atreviera a dirigir una sola mirada sus ojos sin sentirse avergonzado. Solamente cuando se percató de que no andaba por allí, y que la presencia de Monic la Centolla enredando en lugar de estar a su lado, supuso que no andaba cerca y se atrevió a preguntar por ella. Trevor le dijo que había vuelto con su madre pero que volvería para asistir al congreso del automóvil. Era el final del verano y nadie podía hacer nada contra los cambios que suponía. Pelopeixe se sumaba a esa energía que lo revolucionaba todo a su paso. No hacía tanto que lo habían cambiado de destino en el trabajo y ya no estaba a diario con ancianos a punto de expirar. Había estado ocupado, y eso lo había tenido distraído, pero había sido premeditado no pensar en Srina, cada vez que sus pensamientos lo llevaban a ella, buscaba algún tipo de ocupación. Había recibido unas visitas de antiguas amigas que no esperaba, y le habían propuesto hacer un viaje a Perú. Eso estaba muy lejos, y el programa era para más de un año, tendría que pedir una excedencia en el trabajo, así que les dijo que lo pensaría. Trevor lo había llamado por teléfono más o menos por esa época, y le había hecho recapacitar sobre lo radical que había sido al cortar sus visitas, por eso decidió ir hasta su casa aquella mañana, Trevor le pidió que volviera el domingo a primera hora y así lo hizo. Salieron a dar una vuelta en el coche, lo que era un gesto de confianza que no esperaba; Trevor no solía mover el coche más que en ocasiones especiales, o los domingos por la mañana a primera hora, apenas con la primera luz del día, que se daba una vuelta por la ciudad con las calles vacías. Era acerca de lo que quería decir en su conversación lo que tenía a Pelopeixe pensativo y a Trevor hablando como nunca lo había hecho. Se daba en su discurso como si tuviera una segunda interpretación nada fácil de extraer. Supuso tres o cuatro cosas que creía que podía intentar decir, y cada una de ellas fue rechazada mientras seguía escuchando. Le hablaba de lo que necesitaba y de que la familia era un santuario, pero que él no había tenido suerte. Al montar en e auto, no podía imaginar que Trevor llevara tantas cosas en la cabeza y que pudiera comunicarlas con un tono tan afectivo y bondadoso, como si se lo debiera. No atinaba a imaginar que parte de sus últimas visitas había creado aquella reacción en el anciano, o si había sido el espaciamiento de sus visitas y la suposición de que se estaba distanciando para siempre, lo que no iba mal pensado. De cualquier modo sabía que aquel discurso podía no tener la repercusión esperada, ni influir en su vida en absoluto, pero no lo olvidaría nunca. La conducción del auto se producía lenta, pero llamaba la atención lo estético y seguro que parecía, incapaz de disputar un semáforo en una hora punta, pero dueño de la calle un domingo madrugador. No se conocían desde hacía mucho tiempo, no habían pasado por grandes experiencias y aventuras que los pusieran a prueba, apenas sabían suficiente el uno del otro, y la reserva que se tiene con los amigos recientes cuando, por ejemplo, se intenta hacer visitas cortas para no molestar, esa reserva persistía, y a pesar de todo se hablaban con una franqueza difícil de encontrar en nuestros tiempos y que sólo deseaba ayudar, aliviar el peso de otras vidas que no podían sentir ajenas. Pelopeixe, a pesar de todo lo expuesto, y además de todo lo demás, podía notar en el tono de su voz una amabilidad sincera. A ambos lados, con aquella luz dulzona del amanecer, veía pasar lentamente los árboles del paseo, acompañados de asientos de piedra semicirculares clavados en sus raíces, que ocupaban su mente intentando escapar de ideas absurdas acerca de la posibilidad de cambiar de vida. Trevor gozaba moviendo sus manos sobre el volante, parecía una experiencia mística para él: cambiar de marcha, volver a colocar el espejo retrovisor, bajar el volumen de la radio, todo se trataba de gesto lentos y estudiados, mil veces repetidos, sobreactuados, carentes de cualquier magia, y, sin embargo, estaba disfrutando. Pelopixe creía saber lo suficiente de la vida para rechazar cualquier consejo. Había pasado por tanto como tantos otros, y suficiente para tomar las decisiones sin ayuda de nadie. Tal y como él lo veía, no se trataba de un estúpido orgullo -eso le habían dicho que podía ser-, tenía su 237


propia teoría al respecto. Los hombres, según creía, cada uno de ellos tenía realidades y posiciones diferentes, experiencias diferentes y necesidades diferentes, y era ridículo andar pasándose soluciones los unos a los otros. Aún así valoraba la buena intención de su amigo. Dado que su estado anímico se veía ampliamente cubierto por sus miedos, y como parecía que todos los que lo rodeaban estaban pendientes de hasta el mínimo detalle de sus carencias, se dijo que nunca hubiese sido un buen jugador de póquer. En la medida que el descubrimiento le parecía interesante enseguida lo relacionó con Srina y la pobre impresión que debió llevarse de él. Por otra parte, a muchos de sus amigos les parecería repugnante que se dedicara a tontear con una muchacha a la que le doblaba la edad. Y se abandonaba a tan atroces y nuevas reflexiones a las que lo habían llevado los consejos del viejo. Estaba claro, todos lo consideraban indeciso y solitario por su incapacidad de asumir compromisos; no podía ser de otra forma. Ni siquiera estaba convencido de que pudiera pasar por el congreso ni de visita, pero un compromiso era un compromiso, o debía serlo. Conocía la importancia que le daban sus amigos a ese evento, ya no quedaba mucho tiempo y debía tomar una decisión, aunque todo anunciaba que esperaría al último minuto para estar o no en aquel lugar. Recordó que Srina le había pedido que fuera, y ese tenía que ser un motivo para no ir. Era de ese tipo de personas que eluden sus crisis volcándose en el trabajo, y en otras ocasiones le había servido de punto de estabilidad. A veces en su día libre le gustaba pasar por el bar de la empresa y tomar algo allí con los compañeros, y le hubiese resultado fácil cambiar algunas fechas y horarios buscando una excusa para aquellos días, pero eso no era lo que se esperaba de él, ni lo que él podía esperar de sí mismo; no solía echar mano de trucos de presencia tan débil. No podía despedirse de Trevor sin dejar de pensar en su vejez, en sus accidentes de coche y en sus enfrentamientos con un nuevo vecino, al que tendría que acostumbrarse porque, como suele suceder, hacen bueno al que se va. Lo veía sometido a cualquier accidente casero del que Greta no supiera ponerlo a salvo, y finalmente lo veía en una habitación blanca sobre una mesa de aluminio mientras lavaban su cuerpo, viejo, deforme y tieso como si lo hubiesen congelado. Quisiera que las cosas no fueran así, que no hubiera que temer constantemente a la muerte y a los accidentes, pero su trabajo estaba tan cerca de tantas mutilaciones, enfermedades inesperadas y sueños terminales, que cada vez que se había separado de alguien en su vida temía que en poco tiempo le dieran la noticia de un accidente o una enfermedad en la que él ya no pintaba nada. Para Pelopiexe, no había nada más sublime que los seres capaces de comprometerse “hasta las cejas”, a cualquier precio, dispuestos a salvar todos los muros. La potencialidad de personas así era desconocida y digna del reconocimiento de los otros, de los cobardes como él, huyendo, salvándose, eludiendo salir a escena, ser protagonista y aguantar el dolor de su pérdida más querida mientras el mundo sigue dando vueltas a su alrededor. Algunos pensaban que su actitud era conmovedora, que respondía a una niñez no superada, pero no deseaba ir a un psicólogo para que le dijera eso. Sí, la imagen del cuerpo de Trevor sobre la mesa de aluminio convertido en un trozo de carne limpia, recién lavada, justo antes de una autopsia, era una demostración más de su carácter, tan sólo comprometido con los enfermos o con los muertos, con los que no necesitan códigos, los que ya no necesitan hacer vida social ni enfadarse con su vecino porque se ha comprado un coche nuevo. No más ceremonias, ni bodas ni bautizos, no tenía motivos para celebrar nada. La asociación de coches antiguos tenía una oficina no muy lejos de su casa, lo que era realmente sorprendente. Hasta donde pudo averiguar se encargaban de contratar el palacio de congresos, que les salía casi gratis porque andaba el alcalde por medio. Había conocido otras personas que gustaban de coches antiguos en el pasado, pero no sabía que existiera aquella oficina hasta que el lunes se dirigió hasta allí para obtener un poco de información. Durante todos aquello años había visto reseñas en las noticias de la tele y había pensado que todo aquello lo organizaban desde el extranjero, que se trataba de una exposición itinerante a la que se sumaban autos locales, y en parte así era. En aquella ocasión conoció al señor Pendermer, del que había oído hablar a Trevor y su actitud, es justo reconocerlo, no fue del todo desagradable. Le dirigió una mirada de cansancio en 238


cuanto lo vio entrar por la puerta, y después de preguntarle que deseaba le dio todo tipo de referencias y algunos trípticos de propaganda del evento. Dudaba que aquello avivara su interés por aquellos aventureros de la rehabilitación de lo viejo, pero se conformó y decidió que si no iba en aquella ocasión a ver como Trevor triunfaba en el apartado de “rehabilitación sin retoques”, ya no lo haría nunca. Compró un par de entradas y le preguntó si llegado el momento podría quitar fotos dentro del recinto, a lo que Pendermer respondió que estaba permitido el uso de cámaras de todo tipo, y que opinaban que cualquier reportaje en una revista, por pequeña que fuera, ayudaría a la difusión del mundo de los coches clásicos. Pelopixe respondió que no se trataba de una revista pero que le quedarían unas bonitas fotos de recuerdo. Después resultó que Pendermer conocía a Trevor y la conversación e tornó más amable. Hablaron de la cuestión estética, y de que los beneficios no animaban a realizarla cada año, pero lo volvían a hacer porque sólo el arte compensaba tanto trabajo. No era agradable no tener ni una reseña en las cadenas generalistas, pero con eso y todo, nadie podría sacarle la satisfacción glamurosa de los asistentes. Y así, concentrándose en esa conversación y otras que iban surgiendo colateralmente, Pendermer le pidió que lo acompañara uno de aquellos días para ver como marchaban las labores de acondicionamiento de la nave que acogería los stands sobre los que se colocarían los coches. Dijo que sí casi inmediatamente y se llenó de optimismo hasta que unos días después estuvo en aquel lugar en obras, cubierto de polvo, de operarios moviendo y clavando moquetas, y carpinteros montando rampas y escaleras. Considerar a Pendermer una persona servicial sobrepasaba cualquier expectativa, tampoco se podía decir que fuera un hombre capaz de amistades instantáneas, y puesto que su amabilidad en todo lo relacionado con su trabajo era indudable, Pelopeixe supuso que el ego jugaba algo en su visita. Era como un político presumiendo de la marcha de una obra descomunal, a la que pronto tendría que acudir vestido de gala para inaugurarla. Pasaban entre los trabajadores mientras el anfitrión le hacía consideraciones técnicas de tal o cual cosa, y es verdad que algunos hombres se sienten en sus trabajos como Napoleón debía sentirse entre su tropas, adulados, consentidos, admirados, reconocidos, importantes e incapaces de huir de esa cárcel, compelidos al éxito, pero sobre todo disfrutando cada día de haberse enamorado de si mismos. Pelopeixe, a pesar de todo, no se sintió impaciente, aunque sí algo cansado después de un par de vueltas por las monumentales instalaciones. Como si lo hubiese notado, Pendermer propuso tomar algo en la cafetería anexa, y en ese momento confesó que él también tenía un coche clásico, un Alfa Romeo Carabo, y que eso era como viajar al futuro volviendo al pasado sin haber pasado por su época, como si nunca hubiese existido. Cuando aquella generación que no conoció guerra y que soportó las crisis sin renunciar a sus sueños, encontró que ponía sus afinidades en nuevas formas de sentir lo que era bello y lo que no, no supieron desproveerse también de sus ambiciones. Bajo ese punto de vista no era fácil encontrar seres afines para los que conservaban la sensibilidad como prioritaria, ante la destrucción de las viejas ideas de la integridad familiar. Trevor le había aconsejado que formara una familia, pero el mundo empezaba a funcionar superando las antiguas angustias de los que creen que es natural aspirar a llegar a viejos, y hacerlo en esa integridad, parte indisoluble y núcleo, resistencia ante la idea que algunos han puesto de moda, acerca de que nos enfrentamos solos a la muerte, en una residencia de ancianos, en un hospital o reconfortados por el aliento familiar. Todo se reducía para él, a un deambular, a pasar de una afición a otra, a conocer gente, y a dejar que el tiempo se consumiera sin prisa, pero los fundamentos de su fe en la familia no tenían la dimensión necesaria para asumir semejante reto. Sus padres le habían enseñado a no despreciar ni la ayuda ni la compañía de extraños, y se complacían en sus avances cuando comprobaban que su hijo confiaba en la gente sin recibir a cambio grandes decepciones. Lo mismo hubiese sucedido, posiblemente, si ni siquiera esa educación hubiese existido porque su naturaleza parecía inclinarlo a conocer gente, a hablar con desconocidos y a aceptar que podía ayudar en empresas ajenas por un tiempo. En lo tocante a su incapacidad para pertenecer a grupos de amigos de forma permanente, o la aceptación de gente 239


mayor en periodos cortos de diferentes actividades, tal vez deberíamos llegar a a conclusión que era una modelo que se salía de la norma, uno de los tipos humanos difíciles de catalogar. Dada la escurridiza relación que mantenía por cortos periodos de tiempo y las amistades que iniciaba sin continuidad, era de esperar que no volviera a ver a Pendermer después de ver y darse un paseo en su Alfa Romeo. No se trataba de que no apreciara los gestos y las invitaciones que le ofrecían, era su forma de enfrentarse a sus antiguas obsesiones. Pelopeixe no podía achacar su pesimismo a las reacciones de otros. Srina acudió como había prometido al encuentro anual de coches antiguos, pero esta vez lo hizo acompañada de un joven rockero, que se mantenía a cierta distancia mientras ella se subía al stand y se apoyaba en el capó con su ropa años veinte. La conclusión a la que llegó el enfermero en su habitual falta de esperanzas y optimismo, fue que estaba de más allí. Los había visto entrar juntos y pararse en el ropero para besarse, y eso había sido suficiente para pensar que debía salir de allí, lo que hubiese hecho si Pendermer no lo hubiese visto y no se hubiese acercado para saludarlo, Después aparecieron Trevor y Gloria y se sumaron a la reunión. Nada era tan grave, después de todo Srina estaba seductora con aquella ropa charleston que habían encontrado en una casa de empeños. Tampoco podía haber esperado que en cuanto lo viera saliera corriendo para darle dos besos de amistad infinita en sus blancas y fofas mejillas. Lo cual lo llevaba de nuevo a plantearse dar una vuelta entre el público para mirar otros coches y abandonar el lugar discretamente. Algunos meses después supo que Trevor, por una carta que éste le mandó, no había ganado en ninguna de las disciplinas, ni si quiera en la de “auto en mejor mantenimiento” y que tampoco le habían dado una mención especial por su insistencia que era lo menos que podían haber hecho si contaban con él para próximas citas. De cualquier forma el viejo no se desanimaba, al parecer estaba pensando en vender su viejo Ford, y comprar algo más asequible a su bolsillo. Una idea loca, según le habían dicho algunos de los mecánicos que frecuentaba para sus arreglos. En realidad, no importaba tanto un coche u otro, o al menos el así lo creía, porque lo que le gustaba era todo lo que se desprendía alrededor, la dedicación y las aspiraciones que le hacía albergar en forma de sueño con diploma. Nada es más tranquilizador que tener aspiraciones, eso convencía a Trevor de que aún tenía fuerzas para seguir “en el juego”.

4 Acerca De Un Admirable Subsistir Se pertenecían como se pertenecen las ideas, apoyándose o incapaces de encajar, pero incrédulos y hastiados como las palabras de un discurso. No se entusiasmaban con cada nueva carta, ni se tenían como enamorados sin conciencia, pero a ratos y de permiso, se les veía juntos. Y cuando se consolaban no hablaban de la guerra sino del futuro, porque para él, la guerra había sido cosa de apenas unos meses y unos cuantos tiros antes del armisticio. “Llego tarde a todo”, solía decir a su vuelta. La madre de Srina tenía la costumbre de entrar en su habitación como un inesperado vendaval, y hasta para decirle alguna cosa sin importancia, hacía eso. Lo habían hablado alguna vez, pero no se daba por enterada, o tal vez, entraba en un estado de confusión difícil de entender para los que tenían facilidad de comunicación y no sólo hablaban, sino que también escuchaban. Así conoció a Raamírez, abrió la puerta de golpe y allí estaba aquel chico, con su uniforme militar y un macuto que debía pesar más que él, al pie de la silla en la que se encontraba sentado. No dijo nada al principio, hizo como que se le había olvidado el motivo de entrar de aquella manera tan ruda, y 240


después saludó al chico con unas palabras acerca de lo horrible de la guerra y salió disparada para el trabajo. A primera vista, la madre de Srina, complacía, en principio, a los que gustaban de ver fuertes complexiones, cuerpos magros pero contenidos, el cuerpo de una mujer enérgica y carnosa como parte de cualquier otro merecido reconocimiento. No parecía capaz de exagerar en eso, era, en todo, una exquisita naturalidad de formas y gestos, porque dejarse llevar con moderación por los apetitos y todo lo que se derivaba de tal actitud en la vida, sólo podía verse como virtud. Si sabía que no era del tipo de persona y cuerpo que pasaba desapercibido, entonces tenía que vivir en la contención, porque nadie en su sano juicio aceptaría más que llenarse de orgullo de la sorpresa generada a su paso. Era decidida y capaz, pero también inteligente. De lo último que recordarían de ella sería acerca de esa combinación de inteligencia sometida a la energía que generaba tanta atracción en hombres y mujeres, y de la sencillez con que lo asumía. Insistía la madre en convencerla de evitarse males mayores, e intentaba explicar con ejemplos y detalles que el mundo era cruel, y que tal y como parecía, a ella no le había ido demasiado bien. La vida, según ella, no daba oportunidades pero ofrecía desafíos a cada momento, y añadía que los jóvenes podían equivocarse porque disponían de tiempo de rectificar, pero ella ya no. Debía intentar convencerla de no ponérselo fácil a la vida, que tal y como se le iban a poner las cosas todo tendía a empeorar con el tiempo y los caminos se cerraban para los pusilánimes. La vida es un abuso, decía consternada, los malos tiempos siempre llegan hasta para los que nadan en la abundancia. Y cada vez que repetía su discurso ponía dos ejemplos cinematográficos, dos de sus películas favoritas, “Esplendo en la hierba” y “La gata sobre el tejado de zinc”. Había algo en aquellas películas con las que pretendía ilustrar su discurso, y tal vez fueran los padres fracasados cuando se creían en la cima de su éxito. Y ese resentimiento femenino también se manifestaba contra el patriarcado, a pesar de que Srina no se lo tomaba demasiado en serio. “No dependas de nadie”, y añadía, “la vida te va a pedir cuentas, aprovecha el tiempo”. Después la muchacha salía corriendo, y la emprendía con Raamírez que no comprendía su enfado. Lo insultaba, todo lo que hiciera o dijera le parecía mal, y se sentía traicionada, y sólo se calmaba cuando al final le confesaba, “mi madre odia a los hombres”. Eve cantaba en el coro de la iglesia y se tomaba los ensayos muy en serio. Tal y como Srina lo veía, después de tanta dedicación debería haber despuntado como una excelente voz hacía algún tiempo, sin embargo, ella se mantenía entre las otras voces sin ningún interés por destacar. No resultaba tan relevante su excelente voz como su imagen desbordante, eso estaba claro, pero su forma de ser la hacía conducirse como si no se enterarse de algunas cosas le pudieran parecer más o menos vulgares, así que no solía ponerse condiciones al arreglarse sólo porque hubiese notado algunas miradas de más ese día. El comandante Jeremita tenía buen oído para las voces nuevas y se permitía hacerle sugerencias a Jones, el director del coro acerca de tal o cual voz, que ocasionaba algún disturbio en tal o cual parte de según que pieza. Y además de buen oído tenía una vista excelente a pesar de sus años, lo que lo llevaba a acercase para charlar e invitar a Eve siempre que podía. Cada vez que él encontraba que alguna voz no funcionaba conforme a lo esperaba iba corriendo a contárselo al director, y ya de paso que subía al lugar desde donde se ejercitaban, aprovechaba para continuar sus comentarios con la madre de Srina. Durante aquel tiempo de juventud, Srina tenía mucho tiempo libre, no sólo por su rechazo a los estudios, a tomárselos en serio y dedicarle la atención necesaria, sino también por las muchas ocupaciones de su madre que parecía confiar lo suficiente en ella para dejarla sola en casa durante muchas horas. En el límite de sus fuerzas las distracciones llegaban cuando salía de aquellas cuatro paredes de su cuarto. El número de jóvenes que se interesaban por ella, además de Raamírez, era limitado, y ninguno la atraía demasiado, por su constitución, demasiado obesos o demasiado flacos, de pieles desiguales, abruptas, aceitosas, cubiertas de granos o sudorosas. Y a pesar de todo el interés mostrado, de la dulzura y alegría que pretendían obsequiar, esa misma gratuidad, aquellas 241


incipientes barbas mal afeitadas y aquellos pelos cubiertos de grasa, la ponían a la defensiva. En ocasiones, en la soledad de su habitación la había atacado una dulzura melancólica hasta hacerlo llorar, y eso no era propio de ella siempre dura y áspera como un zarzal. Había que estar muy en el límite de la atracción física, para tener la paciencia que Raamírez tenía con ella. Para reconocerle algún valor añadido, además de la insensible fuerza que ponía en rechazar a los pocos chicos que se interesaban por ella. Tal vez, la magia que lo cautivaba tenía que ver con ese rechazo que sabía que en cualquier momento podía llegar, sin percibir más distancia que la que la contracción de sus pupilas le permitía. Nadie debería asombrarse ya de que existan este tipo de jóvenes en los que reside un atractivo tan sólo sostenido por sus rechazos. No disimulaba ni intentaba ningún tipo de comprensión ni moderación, todo lo que le molestaba estaba en guerra con sus entrañas, y solía decir, “no soporto esto” o “no soporto aquello”, y creer que eso la mantenía pura frente a un mundo que había hecho demasiadas concesiones a la impureza. Y, debemos decirlo, las aproximaciones sexuales eran para ella tan transitorias que necesitaba lavarse a fondo después de cada uno de aquellos roces y penetraciones. Eve desconocía por completo estos extremos acerca de la íntima naturaleza de la piel y la carne de su hija, y, al menos lo parecía, prefería que todo siguiera siendo así. Pero no debemos pensar que todos fuimos una vez así, cada uno lo sabe, nuestras posibilidades de entregarnos al estremecimiento sensual, nuestras exploraciones y aprendizajes ha sido posiblemente diferente del de Srina, y también diferentes de todos los demás. ¿Por qué no pensar en vidas diferenciadas como lo son cada una de las facciones de nuestra cara? Después de todo, las historias se construyen basándose en estas diferencias, a veces sorprendentes y a veces nos resultan familiares, pero no iguales. Y cuando Srina hiere a sus admiradores con su indiferencia, con su gesto duro y, cuando se expone en el límite de la crueldad, con sus desprecios, lo hace con una habilidad diferente a otras chicas que se sienten igual de molestas con el mundo y el rol que les dedica. Los temores de Eve eran fundados e iban dirigidos en lo que se refería a las travesuras de su hija, si así las queremos llamar. Srina, si bien tenía unos horarios irregulares, guardaba las formas y no se ausentaba de noche de la casa, eso complacía a su madre que a pesar de todos los quebraderos de cabeza que le daba, la seguía considerando una chica responsable. Esto unido a que la acompañaba los domingos al servicio religioso era suficiente para seguir permitiendo aquella vida de aparente estudio, pero que en realidad iba perdiendo sentido. En el fondo de sus pensamientos, Srina no quería hacer daño a nadie, no pretendía hacer lo que no debiera o desafiar la forma de vida en la que había crecido, sus reacciones eran por pura asfixia y en eso tampoco era tan diferente a las otras chicas. Pertenecía pues a una generación de padres que harían cualquier cosa por sus hijos, y que creían que luchar hasta la extenuación por ellos los convertía en mejores personas. Eve creía que era su obligación mantener su trabajo como cocinera en el restaurante en el que trabajaba, el mejor de de sus destinos laborales de los últimos años, y eso la hacía esforzarse al máximo y ser competitiva. ¿Qué podía saber su hija de todos los desvelos que le había provocado desde que naciera? De la última época en que sus padres vivieran juntos, a pesar de las discusiones, guardaba algunos recuerdos agradables. Recuerdos sobre que con el tiempo iban perdiendo el sentido que les había querido dar. Eve durante años intentó convencerla de que lo tenía idealizado, y de que los hombres no siempre tienen motivos admirables para comportarse con un mínimo de responsabilidad. Él había trabajado mucho para darles una posición, de hecho apenas lo veían porque pasaba más tiempo en la oficina que en su propia casa y eso no era tan admirable como parecía. Había logrado darle a su familia “una posición” y Srina por aquel tiempo se había sentido elevada por encima de sus compañeras de clase. Entonces no era nada más que una niña de séis o siete años, pero ya era capaz de entender esas cosas. El desafío de Eve había estado en convencer a Srina de que los desvelos de su padre no habían sido motivados por su familia, y que eso había quedado demostrado cuando las abandonó, sino que, todo aquel monumental esfuerzo había consistido en demostrarse sí mismo y al mundo de que era capaz de afrontar empresas de forma que otros no podían ni imaginar. 242


Estuvieron juntos disfrutando de aquella “posición” durante unos años en los que compraron una casa, un coche caro y salieron de vacaciones a los sitios más caros, y Eve empezó a sospechar que existía una forma de megalomanía asequible a los dedicados y esforzados trabajadores. Ella lo acompañaba en sus delirios y él fumaba puros, se compraba ropa elegante y hablaba como un emperador capaz de las más grandes conquistas. Tal vez nunca antes lo había escuchado, pero cuando él empezó a hablar de sus proyectos, de sus sueños de grandeza y de sus aspiraciones multinacionales, Eve comprendió que no había sitio para ellas en ese maremagnum de ilusiones desbordadas ni en su corazón. Srina algunos años más tarde, al fin entendió a lo que se refería su madre, y por qué la separación se había producido en los términos de totalidad que a él y a su orgullo le llevaron a no volver a verlas jamás. Srina lo había pasado muy mal, durante los primeros años había creído que nadie podía ponerse en su piel y sufrir como ella lo había hecho. Pero salió adelante, aprendió a mentir y a hacer como que nada le importaba, cuando en realidad no hacía otra cosa que representar el papel más brillante al que jamás una actriz se haya enfrentado. Otras compañeras suyas tenían otro tipo de problemas la mayoría tenían que ver con sus miedos a las primeras relaciones amorosas y sus derivadas, el enfrentamiento con sus padre, el desamor, los embarazos no deseados..., pero Srina no solía hablar de ese tipo de cosas porque lo que le preocupaba era volver a casa con el vacío que provocara la huida de su padre, sentarse frente a su madre y sentirse como dos mujeres tristes y rechazadas. Había también en la reacción de familia rota a dos, un encierro de palabras, una abundancia de silencios que le conferían una nueva personalidad. El énfasis que las chicas con problemas ponen en los silencios lo deben de interpretar como una forma de castigar al mundo, sin embargo, Eve aprendió a convivir con ese bajo nivel de comunicación, y hasta podríamos decir que apreciaba aquella casa malamente habitada con ruidos de aparatos pero pocas voces. Raamírez le dijo que se iba al otro lado del mundo un día antes de partir. Por lo que sabemos, debido a la falta de confianza que le merece su relación con Srina no lo hizo antes. Algunas discusiones se habían producido el último mes, y no sabía si el hilo que aún los mantenía en comunicación soportaría una noticia semejante, así que decidió sorprenderla a “toro pasado”. Comunicar algo de este modo, ejerce la fuerza de lo inevitable y predispone al que escucha hacía la comprensión y la aceptación. Algunos creerán que hacer así las cosas era la mejor forma de pegarle un tiro de gracia a lo que quedaba de su relación, pero Raamírez creyó que era la mejor forma de evitar una nueva discusión, aunque se pasó todo el viaje en el barco hacia tierras extrañas pensando en ello, y más preocupado por lo que dejaba atrás que por lo que se iba a encontrar cuando desembarcara. No debemos darle más vueltas a la forma de actuar de Raamírez, ni traer a cuenta nuevas interpretaciones de sus carencias emocionales o de sus delirios, porque simplemente a veces actuaba por impulsos y sin conocer sus motivos. En relación de los motivos que lo llevaron a enrolarse, baste decir que no todos ellos tuvieron un origen en su necesidad de tomar distancia con todo lo que en su vida se desmoronaba. Tal vez, en su forma de entender el patriotismo estaba empujándo el miedo a quedarse atrás, a no decidir a tiempo y parecer un cobarde, pero eso tampoco lo sabremos. En ausencia del chico Srina disponía de mucho más tiempo y eso llegó a preocupar a su madre, que en ese momento intentó convencerla para que hiciera algunas tareas en casa y algunos recados fuera de ella. Pero los sueños de Srina estaban tan lejos de todo eso como de la posibilidad de cumplirlos algún día, y si sus caprichos la hacían un día intentar aprender a tocar el piano, renunciaba en pocos días, al poco tiempo la hacían ponerse ropa de su abuela y pasearse como una actriz por las cafés alrededor del teatro, donde los actores solían tomar un reconstituyente después de actuar. Todos esos cambios significaban algo, pero, de forma más específica, lo de pasearse afectadamente como los actores era casi tan poco enriquecedor como la forma en la que se lucían los burgueses. Intentar parecer lo que no se es, es ese punto donde empiezan nuestros sueños y sólo prescindiendo de toda presunción y poniéndose manos a la obra podremos mantenerlos. Creo que está demasiado extendida la creencia de superioridad de que, los que no aspiran a un estatus superior son unos fracasados, y por eso son tantos los que viven por encima de sus posibilidades, 243


los que lo hacen de las apariencias o los que se creen señoritos sinceramente y se comportan como patéticos aspirantes a la nada. Como suele suceder en estos casos, la falta de previsión de Eve la llevó aceptar ser cortejada por otros hombres algún tiempo después de su divorcio. No había pensado que entrar en otra relación estuviera a su alcance, así que salía ocasionalmente con hombres sin compromisos y de intachable trayectoria, con el único fin de pasar el rato. No se fiaba de ninguno de ellos, pero al menos se conocía a sí misma, sabía que soportaría la presión, y eso era suficiente. Quería al menos disfrutar de los años que le quedaban de madurez independiente sin encerrarse en casa, sin dejar de saber lo que hacía la gente que se divertía los fines de semana y cuales eran sus costumbres y sus conversaciones, lo que hasta ese momento había sido un misterio para ella acostumbrada a una vida más familiar. En eso, su hija fue mucho más comprensiva de lo que había imaginado, y llegó a la conclusión de que también le agradaba la idea de que algún sábado por la noche quedara la casa sólo para ella. Pero apenas un año después supo que su madre se había prometido con un hombre mucho mayor, y eso ya no le gustó tanto, aunque debemos ser justos con ella y decir que todas reticencias se desvanecieron cuando conoció a Trevor, porque le pareció muy adecuado para su madre y porque era el tipo de persona que encajaba perfectamente en sus vidas.

5 Falsa Sensación De Seguridad Antes de instalarse su nueva casa, Eve quiso saber que iban a estar cómodas y vivir con la necesaria libertad a pesar de la entrega que supone cada nuevo compromiso. Apenas habían transcurrido unos meses de su estancia en la casa de Trevor que las dos empezaron a echar de menos pequeñas cosas y caras de su viejo barrio. Lo cierto es que se habían dado tanta prisa en mudarse que apenas nadie lo notó hasta que las echaron en falta y eso debió suceder bastante tiempo después. Los cambios que tuvo que hacer Trevor para instalarlas le parecieron de lo más natural y adecuado, y no le molestó en absoluto que Eve pareciera tener tan claro lo que quería. Poco a poco, la relación iba ganando en confianza, e incluso le compró un perro labrador a su hijastra (en realidad era una perra y la llamaron Monique); eso contribuyó a que se sintiera más cómoda, pero Trevor fue la única relación de su madre con la que nunca se sintió a disgusto, y también la única con la que se siguió relacionando incluso cuando pasados unos años la pareja decidió separa sus destinos. Concluyendo, con la opinión que su madre tenía de los hombres vivir con Trevor fue una oportunidad para cambiar algunos patrones de pensamiento muy incómodos para la hija y que no deseaba heredar. Para ella, que necesitaba un margen en el que poder escribir sus sueños, todos los misterios podían ser reconocidos, o al menos desinflados de puro desinterés. Todo el mundo hace planes, pero la juventud lo necesita como se necesita el agua para la vida. La vitalidad que en ellos se manifiesta con la efusión volcánica de dolores y aspiraciones, llevan consigo la necesidad de poder probarse que merecen todo el interés que reclaman. La mudanza se realizó en tiempo record, con eficacia y sin pensar que podía no ser definitiva. Todos ayudaron y se daban aliento como hacen los equipos 244


del deporte nacional en la televisión. Faltó poco para que Trevor renunciara al equipo contratado y los mandara con su furgoneta de vuelta antes de tiempo y antes de terminar el trabajo. También descubrieron lo fisgones que pueden ser algunos vecinos, o al menos para Srina era un descubrimiento; los adultos ya conocen estos extremos de la inquietud humana. Desde la casa de al lado los miraban descargar sus cosas sin perder detalle y eso le pareció que era entrar en su intimidad porque hubo algo de descaro en aquella posición detrás de un muro infranqueable, de comidillas y comentarios. Trevor les espetó que no se trataba de un pase de modelos y el vecino más próximo, ofendido y indefenso. al fin, se metió para dentro de su casa y echo la persiana de la ventana que daba al patio. Como las mudanzas no son una condición menor, o lo van a ser, en la convivencia que debe armonizar costumbres. Posiblemente aquellos vecinos hubiesen buscado todo tipo de informes, hubiesen intentado acudir al vecindario del que procedían aquellas personas, e incluso, según creían, deberían exigir un certificado de buena conducta para mudarse a un barrio tan selectivo. Pero, después de todo la mudanza lo era sólo en parte y deberíamos mejor llamarle acoplamiento, porque Trevor, el propietario de la vivienda no se iba, seguiría viviendo allí para establecer que nada cambiaría tanto, y eso lo cambiaba todo. En tales circunstancia se acababan las exigencias vecinales, y si alguien tenía alguna crítica que hacer, también se la harían a él, y por eso algunos tuvieron que morderse la lengua y acudir para dar la bienvenida algunos días después, armados de flores y pasteles. La acogida estaba servida y eso tampoco lo olvidaría Srina en el futuro, lo que se uniría a otros buenos recuerdos que guardaría de Trevor. Aquella fue una etapa sin sobresaltos, eso también debía atribuirlo al carácter de Trevor, que se ponía nervioso con facilidad con asuntos de tráfico, pero a ellas las consentía mucho. Por la calidad de sus recuerdos, sabía que además de todo lo bueno que les ofreció, a ella le ayudó a pensar sin exagerar, lo que, conociéndola, ya era mucho. Por un tiempo le dejó de doler la espalda, lo que se le había presentado como su condena particular y se levantaba por las mañanas sin dificultad, y me atrevo a decir que con cierto optimismo. Era apenas una niña entonces y aún no había conocido a Raamírez, pero ya se entregaba a todo tipo de conjeturas acerca de su futuro y si algún día podría llegar a ser miembro en el coro de la iglesia como su madre. Fue sometida a algunas pruebas de oído y durante un tiempo asistió a clase de música pero le aburrió y lo dejó sin miramientos. Era como si cada vez que veía en alguien alguna actitud, afinidad o afición que le parecieran admirable, ella también quisiera tomar partido. Y lo intentaba, probó con los coches, con la pintura, con el coro, quiso ser actriz y poeta, y todo ello sin demasiado convencimiento. Era, sobre todas las cosas, su energía dirigida a la necesidad de querer ser algo la que la hacía saltar de una cosa a otra, pero renunciaba sin miramientos en cuanto comprendía que en cada una de ellas se le exigía un cierto esfuerzo y compromiso. La vida a su edad de entonces, formaba parte de un proyecto general que ni apreciaba, que no se paraba un segundo. Cada voz, cada expresión era analizado en su cabecita de forma inconsciente pero eficaz. Imitaba lo que le gustaba de los mayores, pero rechazaba sin enmiendas a aquellos que no le gustaban. Alrededor de la casa de Trevor y de su garaje, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, el mundo giraba con placidez y siempre lo recordaría así. Se sentaba en el patín de la entrada viendo entrar y salir mecánicos que le ayudaban al nuevo marido de su madre, a montar un coche viejo. Allí pasaba muchas horas dejándose acariciar por el sol en otoño, y comiendo helados en verano. Aislada del mundo, como suele suceder a las hijas únicas que además se empeñan en su timidez, repentinamente, de un salto, abrazaba a Monic y jugaba con ella dando pequeños gritos, riendo y empujándola entre ladridos y caídas. Su madre nunca pudo explicarle los motivos que la llevaron a separarse de aquel hombre tan bueno y paciente. Los adultos sabemos que la paciencia puede llegar a ser insoportable en las personas que queremos si esperamos de ellas una reacción, pero esa estabilidad era todo lo que Srina pedía. Pasaron un pocos años maravillosos; pocos. Eve empezó a preguntarse con cierta frecuencia como iban a volver a su vida sólo de dos. El mundo nunca lo pone fácil, pero no se sentía integrada en la 245


vida de su pareja. Trevor ni se daba cuenta, seguía con sus aficiones y viajes, y no creía que desatendiese ninguna de sus necesidades, pero obviamente no era así. Sin embargo, el día que llegó a saber lo que realmente pensaba Eve, se sintió tranquilizado de algún modo, porque ella había tenido reacciones bruscas con él antes de aquel momento, que no le habían parecido, por decirlo de algún modo, correctas. Eve, finalmente intentó explicarle sus motivos, pero no los entendió del todo. Para Trevor, ella no era feliz, y eso era suficiente, no había que darle más vueltas ni ponerse dramáticos. De vuelta a su antigua vida monótona de paseos inesperados, tardes de coro y cocina ligera, Srina conoció a Raamírez cuando su cuerpo había terminado de formarse y en ella subsistía la llamada de todo lo desconocido. Él le preguntó si podía acompañarla a casa y ella estuvo conforme, porque lo conocía discretamente y se lo habían presentado, pero es cierto que hasta que empezaron aquellos retornos desde el instituto, apenas habían hablado. Ella no tenía prisa por llegar porque a esa hora Eve salía a hacer visitas, y no le gustaba estar tan temprano sola en casa. Regateaba la última conversación los dos parados en la esquina en la que debían separarse, daba igual el tema de sus animados circunloquios, al final se tiraban entre quince y veinte minutos, un día y otro, pegados a un semáforo que estuvo a punto de adoptarlos. Ignoraban los verdaderos motivos que los llevaban a estar juntos y si había en ello o no una atracción física -posiblemente el deseo es la fuerza más constante y capaz, pero el inconsciente no siempre lo reconoce como motor de nuestras decisiones-. Tuvieron que pensar, al menos al principio, que si tenían que volver a casa acompañados, aquella debía ser una buena idea y mejor hacerlo con un compañero de estudios. La rutina escolar se produjo durante un par de años en los que avanzaron en su amistad, y además de los escarceos eróticos a los que se iban entregando, ambos pensaban con cierta ecuanimidad que su postura ante el romanticismo era fría y equilibrada, lo que les ofrecía entrar a valorarse sin espejismos. Después de cientos de discusiones, interpretaciones, malentendidos, de llevarse la contraria a capricho y de histerias considerable que imposibilitaban ponerse de acuerdo, podían decir que habían entrado en el estado de confianza que dos jóvenes de clase social parecida necesitan para sentirse como amigos muy unidos. De haber sido uno de los dos, un buen estudiante con pretensiones burguesas, posiblemente se dedicaría a jugar esperando un partido mejor, pero ese no era su caso, por sus expedientes académicos se iban a convertir a dos preciosos mediocres sin ambiciones, y por sus vidas familiares sin la posibilidad de brillantez de la que otros alumnos presumían, se podía decir que iban a necesitar apoyo mutuo durante mucho más tiempo del que cabía imaginar. En algún momento impreciso de sus dilatados paseos Srina debió invitar al chico a subir a su apartamento, que en realidad lo era de su madre. Después de algunos preliminares que ella había imaginado en su soledad de otras tardes, lo haría pasar hasta su habitación para dar forma a los rituales eróticos de juventud, sin olvidar que disponían de apenas una hora antes de que Eve se pasara por casa para arreglarse y salir a sus clases de canto y oración. Al principio fue muy divertido, y aquellos encuentros se multiplicaron sin dar cuenta a nadie del motivo de sus ausencias al instituto, ni porque cuando uno faltaba la otra también lo hacía. Pero con el tiempo aquello empezó a no ser igual de estimulante, y pasaron a espaciar sus encuentros. Srina, por algún motivo que no comprendía, al mirarse al espejo se encontraba más ordinaria y menos excitante que nunca. Ella que siempre había luchado por establecer alguna diferencia que la destacara entre las otras chicas, ahora se encontraba con que nada de eso era real, y que hacía las mismas cosas y se movía por los mismos estímulos. Perdía fuerza a pesar de su juventud, su constitución se sometía a los pastelitos que la engordaban, sus pechos se desinflaban y había manchas en su cara que no eran acné y que no sabía como atacar. El amor había tocado techo, ya no había nuevos retos ni versos, y los primeros largos encuentros en el parque ya no les satisfacían. No podían volver a lo de antes, a las charlas sin sentido y soportar los caprichos y los enfados sin darles mayor importancia, y tampoco podían seguir adelante, porque no había una respuesta en las fuerzas del destino. Los dos empezaron a sentir que necesitaban cambiar algunas cosas que les produjera una sacudida 246


emocional. Bajo esa perspectiva él encontró una propaganda en una revista para alistarse y lo peor de todo es que las condiciones no parecían malas. Una oportunidad para hacer dinero rápido, estar en la guerra dos o tres años y volverse con una buena cantidad ahorrada. Con suerte estaría en la reserva y apenas pisaría el frente. Había algo más, y eso era su orgullo, no podía estar más tiempo pensando que no era nadie. Las últimas semanas antes de partir para aquel país extranjero y después de tres meses de academia, todo se iba volviendo más y más triste. El tiempo que pasó lejos de su país, Raamirez sobrevivió no sólo a las incomodidades propias de las marchas y las noches a la intemperie en mitad de las selvas y de desiertos, se trataba de necesitar menos que ninguno, hacer un aliado de la escasez y conservar las pocas fuerzas que le permitía la actividad incesante de avanzar y retroceder. En el campamento ocupaban barracones con una letrina en cada uno de ellos y escasas provisiones si la logística no estaba a tiempo. Todo lo que le que le rodeaba parecía creado para animarlos a la depresión, la vegetación, los pequeños insectos venenosos y las infecciones. Cualquier deseo estaba prohibido, no se podía ansiar otra cosa que sobrevivir y la comida era insulsa a propósito -o con el propósito de disponer de un placer que los distrajera de su deber, no podían concebir otra interpretación-. No existía la alegría y la risa era impostada, pero había momentos de consuelo cuando hablaban entre ellos, cuando recibían correo o algo de licor. Todo lo que podemos registrar como guerra y forma de vida de los soldados no es nada nuevo, las privaciones suelen ser las mismas o parecidas, el horror sistemático y los heroísmos escasos o casuales. En una primera aproximación, visto desde la comodidad del primer mundo, no parecen existir esos momentos de calidad entre camaradas, esa amistad a prueba de contradicciones, y esa entrega que al volver sobrevive a la condición social de cada uno, y sin embargo, existe. Si dos soldados en el frente sobreviven al apoyarse, nada romperá ese hilo de comunicación en el retorno, ni siquiera que uno duerma en la calle y el otro en un palacio. Hay una extraordinaria espiritualidad en arriesgar la vida en grupo, y marca sobre el hombre un peso excesivo de concordia que ya sólo esa misma muerte, algún día se encargará de detener. La desolación que representan los recuerdos de los cuerpos mutilados, la amenaza real de muerte en bombardeos que duran días o la frialdad de matar a un enemigo desarmado a sangre fría, sin duda debe de permanecer en los sueños de por vida, y sólo ser entendido por otro hombre que haya tenido las mismas experiencias. El cambio se produjo en Raamírez, nadie que lo conociera lo podría negar, y Srina lo notó especialmente. Por una parte admiraba sus recientes silencios, su alma torturada, y la madurez triste en un cuerpo tan joven, por otra parte, la asustaba. Cada vez que el soldado ya retirado evocaba los peores momentos de aquel terrible destino, con clara exactitud se representaban ante sus ojos escenas que lo privaban de toda alegría y sosiego. Compartir algunas horas con Eve, salir de casa y pasar por el parque en que otro tiempo se fumaban las clases, lo aliviaba. Cuando lo invadían los fantasmas la llamaba y ella siempre estaba. Cuando partió tenía una idea muy superficial de lo que se iba a encontrar en el otro lado del mundo, sabía que iba a ser duro, pero imposible calcular hasta que punto le iba a afectar. Por fortuna su enganche de cuatro años duró apenas la mitad porque el armisticio se produjo antes de lo que todos habían calculado. A diferencia de otras chicas, Srina creyó una suerte quedarse en estado; iba orgullosa y segura, con paso firme por la calle en cuanto lo supo, pero aún le faltaba algún tiempo para que se le notara. Un agrado incontenible, casi como una venganza la lleva a decírselo a su madre sin preparación alguna, soltándoselo como si fuera lo normal, lo que se había estado esperando de ella durante mucho tiempo. Peculiarmente maquillada, con ojos ennegrecidos, cara sonrosada y preparada para sus visitas matinales, Eve no sale de su asombro, le hace preguntas, quiere saber todos los pormenores y lo que piensa hacer. Está muy claro, Srina quiere tener a su bebé y si su madre no puede ayudarla tendrá que acudir a la asistencia social. El cabello encanecido por una vida sin suerte, no vacila en gritar, en desesperarse, en preguntar, “¿qué va a ser de nosotras ahora?” La insistencia de sus preguntas no parecen impresionar a su hija, pero ya ha dejado de disfrutar con la noticia y la sorpresa que deseaba y que nunca pensó que llegara a causar ese efecto en Eve. 247


6 La Insistencia Humana Fue un momento muy tenso. Srina se preguntaba qué podía hacer para aliviar el dolor que estaba causando a todos, también a Raamírez con el que había discutido y al que hacía tiempo que no veía. Su madre intentaba seguir con su vida, atender todas sus habituales ocupaciones porque si se dejaba afectar se metería en la cama y no se levantaría hasta que Srina lo hubiese solucionado por sí misma, o al menos eso le había dicho. La muchacha recordó todo lo que la unía a Trevor y por alguna razón desconocida pensó que podría ayudarla. No dijo al viejo que estaba embarazada, pero le pidió pasar una temporada en su casa, mientras ponía su cabeza en orden; algo así como una vacaciones pero sin moverse de su casa más que unas cuadras. Trevor, tal y como lo recordaba, se tomaba con pasión todo lo que hacía y por eso no podía comprometerlo en sus problemas. Él tenía sus propios problemas, como a todo el mundo le pasa, pero tenía la solvencia necesaria para ir solucionándolos sin escandalizar, a veces, sin que nadie notara sus maniobras para poner las cosas en orden. Durante los días que pasó en casa de Trevor su madre no dejó de llamarla para que volviera a casa, y allí conoció a un tipo, al parecer enfermero y amigo de Trevor que la invitó a comer. Además le pidieron que concurriera con ellos a la exposición de autos antiguos vestida años veinte, y todo fue muy divertido. Hizo las paces con Raamírez y todo parecía que iba solucionándose cuando llegó lo de su insomnio. Había empezado a pensar que sólo estaba en paz cuando estaba en situaciones extrañas y que no podía controlar. También creyó que de todas las posibles enfermedades de la mente que no permitían dormir a la gente; la de ella tenía que ver con la opinión que su inconsciente tenía de sus rarezas, de la chica que actuaba y, a veces, no sabía por qué hacía algunas cosas. El inconsciente no aceptaba algunas cosas que hacía o había hecho en el pasado, porque sus valores la hacían criticarlo en otras personas pero era indulgente si se trataba de sí misma. Tampoco podía ponerse violenta con el inconsciente, o intentar intimidarlo con amenazas tal como hacía con algunas personas, eso con él no servía. No había un fondo destructivo en su conducta. Parecía capaz de complicar la vida de todas las personas que la querían pero no era así, sabía detenerse a tiempo, humillarse, pedir perdón si era preciso. Llevaba algunas marcas perennes de un dolor antiguo que era incapaz de superar, pero no iba a volver a complicarse la vida por eso. A los oídos de su madre nunca había llegado una queja más grave que su falta de interés por los estudios. En su estimada conducta, la madre, no podía por menos que dedicarle algunas críticas, censuras y correcciones a la de su hija. Por lo pronto había provocado su huida, pero no duró mucho. El resto del mundo, por su parte, era muy libre de creerse al margen de tantas inseguridades, pero lo cierto es que en aquel barrio de tradición católica, todos estaban con un pie en la beneficencia. Los callejones lóbregos conteniendo la basura de los comercios el fin de semana, los pequeños edificios de tres plantas de fachada de ladrillo y sin ascensor era como un emblema de precariedad, las ventanas de las plantas bajas enrejadas pero cubiertas de macetas con plantas de perejil y hierbabuena, las papeleras desfondadas y los jóvenes cantando en grupo en las escaleras de los edificios oficiales, eran otro signo del consentimiento que las autoridades tenía con los vecinos, y en tales circunstancias, que una muchacha a punto de cumplir los dieciocho se quedara en estado no era ninguna novedad para los que no cabían en el sermón del domingo. Los barrios populares son cuestiones de costumbres, y sólo saber introducirse y serpentear en esas costumbres sirve de consuelo. El que nunca haya vivido en uno de ellos, habitado su mugre y los 248


intentos por el equilibrio de las damas mayores, la ropa de domingo con zapatos de semana y la política del clero, podrá nunca imaginar sus evasiones. Hay militares que se redimen con exiguos retiros de su soltería alcohólica de última hora, sin experimentar vergüenza alguna por su terrible destino. Son, entonces, gentes como las demás, aunque se hayan pasado la vida intentando reconducir y reprimir sus fronteras y sus vicios. Deberíamos imaginar a sus propios barrenderos deslizando unas monedas en el bar más deprimido para tomar una cerveza antes de retomar la tarea, enfermeras conscientes de su tuberculosis soñando con un clima más aceptable, y, con frecuencia, prostitutas volviendo a casa después de haber colocado los peores instintos en otros barrios más afortunados porque en el suyo nadie paga una tarifa con la que poder subsistir. A Raamírez ni siquiera le va a quedar una pensión por sus secuelas psicológicas, por los gritos a media noche y por el insomnio. Cuando Eve salió de casa tomó una dirección prefijada, un itinerario repetido en otras ocasiones por otros motivos pero igual de ineludibles. El hospital estaba cerca y a buen ritmo no tardaría más de cinco minutos en ponerse allí; no había necesidad de tomar un taxi. Tropezó en cuanto puso el pie en la calle, y estuvo a punto de ir al suelo, eso le hizo ser más prudente y pensó que si quería conocer a su nieto esa tarde debería conservar su integridad física. La acompañaba Trevor, que de alguna forma se enteró de que la chica había entrado en el hospital por su propio pie, y por su propia decisión. Posiblemente lo llamó ella misma, y él se puso en contacto con Eve porque no quería resultar un intruso. A Eve le pareció que había envejecido mucho en los últimos años, como si después de una edad en cada año se envejeciese por cuatro, o alguna cosa parecida. Tenía el cabello completamente encanecido, y el cuello y el estómago se habían desmadrado dándole un aspecto de rana que no recordaba. En realidad no hacía falta comprobarlo de forma tan directa porque ella había imaginado que algo así había sucedido en el tiempo en que no lo había visto. Observó que Trevor se rascaba el brazo con fruición, justo sobre una cicatriz que nunca antes le había visto, “de un accidente”, dijo él. Todo había pasado muy rápido desde que Srina le dijo lo de su embarazo. De tal modo que ahora se encontraba rogándole que se dejara ayudar, y sobre sus hombros un buen montón de errores cometidos que pesaban como la peor de las conciencias. Y de pronto estaban en una habitación de hospital, tan igual a otras, un lugar que conocían de otras veces y al que posiblemente volverían a lo largo de lo que les quedaría con vida. Ya era una hora avanzada y Raamírez también estaba allí. El bebé dormía en su cuna y nadie quería molestarlo pero se iban turnando para echar un vistazo. Desde la ventana se veía el otro lado de la calle en el que algunos grupos esperaban noticias, por lo que Eve pensó que debía haber alguna persona importante en una de las habitaciones, tal vez de otro piso porque no se moviliza tanta gente por una nueva vida, sin embargo, sí era posible que alguien estuviera en peligro de muerte. ¿Si un año antes le hubiesen dicho que iba a ser abuela tan pronto no lo hubiese creído? Intentó comportarse como una madre comprensiva y no invadir el espacio de los jóvenes, no hacer preguntas incómodas ni agobiarlos como una presencia exigente, pero le gustaría quedarse esa noche acompañando a su hija, y eso tendrían que hablarlo. Ya no era ella la que planeaba su vida, las cosas sucedían, llegaban sin aviso, el destino iba por libre y no podía hacer otra cosa que aceptarlo. Tal vez se trató de todo lo que rodea a un hecho preciso en la vida de una muchacha, el momento en que desde su iniciativa decidió que era ya bastante mayor para dejarse acompañar a casa desde el instituto por un compañero de su misma clase. Es posible que eso partiera de una proposición inesperada, pero fue ella la que tomó todas las decisiones, la que supo lo que ocurriría antes que nadie, y la que al fin condujo la historia de su vida, transitando por las despedidas en al estación a su novio soldado, el día en que, al fin, le permitió entrar en casa en ausencia de su madre y la incomprensible ausencia de de perversión en todo ello. Simultáneamente, un empleado del hospital que conocía a Trevor le hizo un visita en la habitación, y le contó algunas historias que la hicieron reír mientras unas auxiliares lavaban al bebe sin apenas tocarlo. Tuvo la buena ocurrencia de no hacerle demasiado caso, a pesar de que a esas alturas Raamirez ya tenía otra chica y un empleo en otra parte de la ciudad. No había margen para más emociones, se planteaba un año de aislamiento, 249


aunque no pasaría de los tres meses.

7 Confusión De Confidencias Es siempre el mismo enigma el que nos planteamos ante sucesos inesperados, ¿por qué tal o cual persona ha llegado a actuar así? Demasiado tarde casi siempre, y, aunque los hayamos conocido y nunca nos lo hubiéramos planteado, convenimos en ese momento que nos hubiese gustado ser su confidente. Queremos saber como era su vida, sus amigos, sus amantes, su familia y sus dramas. No llegamos a conocer lo curiosos que podemos ser hasta que algo brutal se manifiesta en nuestro entorno, y posiblemente, por miedo a fallarle por segunda vez. Sin embargo, aproximadamente en los últimos doce meses, le habíamos negado el saludo porque habíamos notado algo raro en su conducta, y por lo tanto, volver a ignorarlo después de que algo lo suficientemente malo le hubiese sucedido sería demasiado cruel hasta para nosotros. Por lo que se pudo saber todos los vecinos llamaron a la policía a la vez, y apenas hubo tiempo de contestar a todos los teléfonos. Una joven se encontraba sentada en la ventana de un tercer piso y amenazaba con tirarse. Un psicólogo especialista en casos parecidos, intentó convencerla desde la calle para que no lo hiciera. Consiguieron abrir la puerta y se acercaron por detrás cuando la mujer iniciaba la maniobra de despegue, uno de los agente se precipitó sobre ella cuando el cuerpo perdía el alféizar y su compañero lo ayudó para subirla de nuevo a la ventana. Los tres estuvieron a punto de caer, hasta que ella por algún motivo se desmayó y eso facilitó la maniobra. Cogida por la cintura y aún sostenida en el aire, uno de los agentes no dejaba de dar gritos a los efectivos de la calle para que subieran a ayudarlos, pero, al fin, entre los dos terminaron la maniobra sin más problemas. En los últimos meses que Srina había pasado en el extranjero todo se había vuelto más difícil. No podía sino recordar que había sido incapaz de expresar la pesadumbre que le producía ser incapaz de encontrar trabajo. Ni siquiera consiguió pedir ayuda, porque habría entonces anunciado su derrota prematuramente, y cuando deseó hacerlo era ya demasiado tarde. Habría logrado todo lo que pidiera, habría vuelto a su país, ni siquiera hubiese necesitado dar detalles o someterse a las consabidas excusas que se dan en casos similares. Su madre hubiese estado muy feliz de recibir esa noticia, y ella, la madre, todo esto imaginó y contuvo en un sueño y en lo que la imaginación quiso mostrarle una vez despertó. El sueño del suicidio de la hija le pareció un presagio de una forzada orfandad, un mal presentimiento, un aviso, y lo cierto era que la chica no lo estaba pasando bien, pero no hasta tal punto. Ella era, debo insistir en esto sin miedo a equivocarme, una buena chica en lo fundamental. Todos los que la conocían estaban seguros de que era incapaz de hacer daño a nadie, o, en su defecto, de no comprometerse en extrañas aventuras por eludir ayudar a sus amigos y conocidos. Incluso había parecido demasiado buena como para dejarse maltratar; ese tipo de mujeres, ahora lo sabemos por la terrible realidad de los maltratos de género, existen. Pero nadie podía decir que la había visto en una situación semejante. Sería necesario conocer los aspectos más oscuros de su vida, aquellos en los que pasó un tiempo aislada de todos, y sin que nadie supiera como vivió, o como sobrevivió, para poder decir que esa generosidad y respeto por los demás, lo practicaba también consigo misma. Al hablar de su hijo, Tomaso, lo hacía con una devoción que dolía, sobre todo porque había 250


pasado un año desde su última visita, y estaba creciendo sin conocerla en la profundidad que una madre desea. En su posición, no resultaba un capricho esa separación, sin embargo, ella sabía que el día que tuviera que explicárselo a Tomaso, él no lo entendería. Intentaba no ver las cosas como un hecho aislado, y quería creer que a otras muchas mujeres les había pasado algo parecido, pero no era del todo cierto. No podía, de ningún modo, ser plenamente consciente de lo que había supuesto para ella, para su madre y para su hijo, aquella separación. Y mientras intentaba salir adelante en un país extraño, aprendiendo su idioma y sus costumbres, intentaba olvidar al progenitor de su cielo y su desgracia, el padre de su hijo. En todos los planes que en su vida había hecho, intentaba reunir a la familia y había puesto toda la intensidad en imaginarlo así. Recogía de ese deseo imágenes entrañables que ya no sucederían, dibujando en torno a ellas un mundo idealizado que nunca había existido y ya nunca iba a existir más que en postales comerciales navideñas. Aunque, pensado desde la frialdad de las condiciones que la vida establece, nadie podría culparla, por no tener la fuerza y la audacia necesarias para la transformación que esa aspiración sugería. A veces (casi nunca) no es suficiente desearlo, imaginarlo o tenerlo tan claro que parezca real, la terquedad de los hombres de acción se impone a otros sueños por más ideales que parezcan. A veces existió la tentación del dinero fácil, pero eso no se lo cantará a nadie. Le propusieron asistir a azafata de congresos para acompañar a unos ejecutivos en un viaje de negocios. Le dieron un uniforme le dijeron que fuera a la peluquería, y le pusieron en la mano un cheque para gastos, un billete de avión y una reserva de hotel; el mismo avión y el mismo hotel en los que se alojarían aquellos hombres. Con ella iban otras dos chicas en sus mismas circunstancias. Desde el principio les aclararon que no debían separarse de aquellos hombres y atenderlos en todo lo que les hiciera falta en cualquier momento, incluso ir a por tabaco si les hacía falta. Todo parecía muy fácil y el viaje en avión transcurrió sin sobresaltos, y sin oportunidad de cruzar más que un saludo con sus jefes. Pero aquella misma tarde, en el salón del hotel, mientras se sucedían los discursos, apenas se pudo sentar, tuvo que moverse mucho llevando papeles y devolviendo recados y así pasaban las horas de un día en el que había madrugado mucho, y se le hacía demasiado largo. Si su madre se enterara de los más escabrosos detalles de lo que sucedió aquel día se sentiría muy defraudada, y cuando pensaba en esa posibilidad se retorcía las manos hasta hacerse daño. Al acabar la reunión, aquellos hombres quisieron conocer la ciudad y salir a tomar unas copas y las otras chicas tuvieron que aclararle a Srina que acompañarlos en eso también formaba parte del trabajo. Les dijo que estaba muy cansada y deseando irse a dormir al hotel, así que le ofrecieron unos calmantes y ella se los tomó sin rechistar. En realidad nunca supo lo que eran aquellas pastillas pero desde ese momento se sintió mucho más animada. Aquella noche, al volver al hotel, hicieron una fiesta en la habitación de uno de aquellos hombres y ya nunca quiso volver a trabajar de azafata de compañía para hombres importantes, ni siquiera cuando una de aquellas chicas la llamó para decirle que había empezado a salir formalmente con uno de ellos y que esperaba “engancharlo”. En ese momento las maletas de Srina empezaron a cubrirse de una pátina de especial dureza, porque las sometió a incesantes viajes para buscar un lugar que le fuera habitable y donde pudiera encontrar un trabajo. Intentaba ser amable con todo el mundo pero no siempre recibía una amabilidad parecida por respuesta, y en ocasiones la trataban con un inexplicable cinismo, como si algo que no entendía justificara esa postura con los extranjeros, o incluso, con los desconocidos. No quería creer que eso formaba parte de la idiosincrasia de aquel enorme país, pero eso parecía. No solía entretenerse con aquello que la distrajera en demasía de su primer objetivo, en su infancia nunca había sido una niña dada a las vacilaciones y las distracciones vulgares. A menudo, resolvía sus dudas sin necesidad de consultar a sus mayores, y hasta su adolescencia abandonada, había sido centro de admiración en la congregación religiosa a la que pertenecía su madre. Pero aquella noche le pareció que sus fuerzas tocaban a su fin, que le resultaba imposible seguir luchando contra la creencia general de que sólo si te corrompes puedes prosperar en la vida, o al menos conseguir algún resultado con cierta rapidez. Por eso por lo que aquella vez se abandonó a 251


su destino y creyó que debía asumir algunos de los planteamientos de sus compañeras azafatas. Tal vez le pareció lo mejor entonces, o quizá la única salida en su situación, pero eso le costó mucho tiempo de sinsabores hasta que reconoció su error. Tal vez en sus viajes en solitario, intentaba encajar sus pensamientos y el recuerdo de aquella noche y sus derivadas consecuencias meses después, posiblemente era una huida que no se producía más que en el paisaje rodante en la ventanilla del medio de transporte escogido; uno nunca huye de sí mismo, todo lo que somos va con nosotros por muy lejos que vayamos. Cuando Srina telefoneó a su madre para decirle que volvía a casa, su situación era tan caótica que apenas se atrevía a decirle que le mandara dinero para poder comprar un billete de tren. El único recurso que le quedaba para hacerlo si no hubiese sido capaz, era vender la maleta con la poca ropa que aún conservaba. Lloró mucho en ese viaje de vuelta, alguna gente le preguntó que le pasaba y si podían ayudarla, pero ya estaba en camino de vuelta a casa. Fue un momento muy difícil, de los más difíciles que recordará un día. Todo se había venido abajo, y debía presentarse ante su madre con todos su sueños rotos, y lo que era peor, ante Tomaso como una desconocida. A Srina, ver el paisaje del país en el que había rodado de un trabajo a otro durante unos años, le producía una aproximación al vértigo difícil de relacionar con otra sensación parecida. Diluida toda esperanza en su sueño extranjero, no distinguía algunas voces de aquel tiempo, y marcharse, en ese sentido no se le hacía tan duro. Cualquier buen sentimiento que mitigase los sacrificios y dolores pasados no terminaba de llegar. Involuntariamente, la vida la llevaba a un destino mejor de vuelta a casa, donde las falsas expectativas también existían pero menos, y después de lo pasado, inapreciables. Con el niño cogido de la mano, pero ya lo suficiente crecido para no ser la carga que había sido, Aparecía Eve en los lugares más insospechados seguida de la criatura. Ese sacrificio le confería una notable autoridad entre sus conocidos que la tenían por mejor abuela de lo que había sido madre y eso no era muy justo. Este nuevo e inesperado golpe del destino la había vuelto más práctica, por así decirlo, pero también seca y reservada. Pero no siempre, el reconocimiento a los esfuerzos que uno pueda realizar y la pausa en el descontento propio van de la mano. Si bien es cierto que era improbable un cambio radical en el estado de cosas, el niño iba creciendo sano y alegre, y la vuelta a casa de su madre podría suponer trastornos para todos, pero no para él. Cuando digo ésto, debo añadir que nunca la madre se expresó en esos términos, estaba contenta con su regreso, como no podía ser de otro modo, y nunca lo reconocería si eso iba a ser una carga añadida para ella. Aborrecía a los que se quejaban de su propia familia, a los que hablaban más de la cuenta para después arrepentirse y a los que no se entregaban ni confiaban en nadie. En el pasado Srina le había dado los problemas típicos de una adolescente, incluso cuando decidió buscar trabajo en el extranjero, pero confiaba en que la dureza de la experiencia le hubiese servido y volviese hecha una mujer, con la madurez necesarias en estos casos. De pronto, todo se precipitaba. La inminente llegada de la hija pródiga requería hacer algunos cambios en la casa, y su antigua habitación, que había sido convertida en el cuarto de la plancha después de su partida, debía recuperar una aspecto parecido al que tuviera. No se trataba de hacer grandes cambios ni inabarcables proyectos, después de todo, Srina ya no necesitaba tanto espacio como antaño y su equipaje y posesiones más personales y rudimentarias, habían mermado considerablemente. El día después a la llegada de su hija, la primera en levantarse fue Eve, hizo todas las cosas como cada día los últimos años, vistió y dio de desayunar a Tomaso, y ella misma se preparó para un día de visitas y coro después de dejarlo en la guardería. Decidió que debía permitir que Srina descansara de su viaje, y cuando salió de casa, cuyo emplazamiento en una calle céntrica pero tranquila lo hacía todo más fácil, la joven seguía durmiendo. Una madre no guarda ninguna reserva ante la vuelta de su hija por muchos problemas que pudiera darle en el pasado, al contrario, si los problemas vinieran con ella -ese no era el caso de Srina en lo que Eve sabía de su vida en el extranjero-, sólo podía pensar en ayudarla y ofrecerle la seguridad 252


que necesitaba. Si bien, no esperaba que encontrara trabajo inmediatamente, o que viviera en un orden tan severo que se encerrara en casa para estudiar y salir tan sólo para acompañarla al coro, tampoco creía que fuera a tirarse en su habitación para pasarse las horas fumando y tirada al sol en algún parque. En el fondo le asutaba el caos que suponían sus planes, pero sabía por sus cartas que había madurado, que la ayudaría no sólo a criar a Tomaso, sino en todas las tareas que pudiese asumir en la casa, y si hubo una primera inquietud por todo lo que el cambio suponía, la mera idea de tenerla en casa de nuevo salvaba todos los sinsabores que pudieran llegar. Es posible que Eve fuese una solitaria aunque no lo reconociera, y su mayor aspiración en la vida fuera el orden y el silencio en su casa, pero si eso era así no iba a suceder al menos de momento. Para Eve, este punto de cooperación y orden era importante, aún sabiendo que no podía exponérselo abiertamente a su hija porque le molestaría.

8 Todos Los Caballos Mueren Ciegos Durante unas semanas no hubo más novedades, ni demasiadas molestias además de las inevitables visitas del padre de Tomaso. En circunstancias normales esa tranquilidad hubiese sido una bendición, pero Eve esperaba algún tipo de reacción por parte de su hija, y al menos hasta aquel momento no parecía que fuera a suceder. En cualquier caso, eso era mejor que asistir a una vez más a la edición de viejas discusiones y diferencias entre ellas. Al padre de Tomaso, Raamírez, lo tomó por sorpresa el regreso de Srina, y todos parecían satisfechos con esa vuelta menos él. En cuanto la vio se mostró tenso y sin ganas de hablar, se llevó al niño a dar un paseo y lo devolvió con la misma desgana. Pero pronto se dio cuenta de que lo que él pudiera pensar no importaba a nadie, se conformó y se mostraba indiferente cuando tenía que tratar con ella y no con Eve como venía haciendo, porque los asuntos que tenían que ver con el bienestar del niño no podían esperar. Algunas personas, también doctores y periodistas, proponen que el valor del amor que los padres separados pueden ofrecer a sus hijos es limitado y no parece que tenga que ser necesariamente así. Si consideramos el descomunal esfuerzo y dedicación que supone para los padres separados ofrecer a sus hijos la seguridad y el compromiso en tales circunstancias, encontraremos muchos de ellos que centran sus vidas en esa tarea. Para el padre cristiano, convencional, conservador, casado por el rito religioso, blanco caucásico y económicamente solvente, es posible que esta afirmación le suene a traición, pero lo cierto es que estas parejas llamadas en principio a proyectos muy largos, su autoestima se alimenta del hecho de que nunca se mueven fuera de su círculo de confort. Raamírez, en su juventud e inexperiencia, sin embargo, sentía una profunda unión con aquel hijo fruto de su amor adolescente, y no dejaba pasar ninguna ocasión de demostralo. No debemos precipitar acontecimientos, nada iba a ser tan fácil como pudiera parecer y Eve, que así lo había entendido no había dudado en pedir ayuda a Pelopeixe, al que precisamente había conocido cuando su hija diera a luz a Tomaso. Además trabajaba en el mismo hospital, lo que le confería un estatus de cuidador superior, y llegados a este punto no debemos ocultar que, a pesar de haber sido amigo de Trevor, ahora se había convertido en algo más que amigo de Eve. “Trevor no tiene por qué saberlo”, le había dicho Eve al principio, pero lo cierto es que lo supo y eso le proporcionó un buen disgusto y una pequeña decepción (una de tantas que la vida nos va poniendo en bandeja), pero pronto se le pasó y todos siguieron con sus vidas con renovada normalidad. En la cabeza de Eve todo parecía perfectamente ordenado, y como pensaba en algún trabajo para Srina, Pelopeixe tendría que ocuparse del niño mientras las dos se dedicaban a encontrar algo adecuado y 253


formalizar las condiciones. Todo parecía bajo control, e incluso había hablado con el director del coro porque la señora que limpiaba la iglesia estaba a punto de jubilarse y eso podía ser muy conveniente. Sin embargo, algo sucedió inesperado y trágico, a Pelopeixe le murió un pariente y tuvo que viajar a algún lugar en el extranjero y eso llevó más tiempo del esperado. El recuerdo juvenil de Raamírez era inevitable, y no podía obviar que estaba casado con una mujer a la que amaba y con la que tenía otro hijo además de Tomaso, sin embargo, después de algunos años, volver a ver a Srina le provocó un desasosiego difícil de encajar. Siempre nos falta algo, no nos sentimos completos por que vamos dejando todo lo que queremos a nuestro pesar. Los hijos crecen, los padres se mueren y los novios y las novias van y vienen. Recordó a Srina tumbada en la cama de su habitación infantil en el tiempo del colegio en que la acompañaba a casa. Los días soleados la luz se concentraba en su perfil como un halo de santidad. Todo era nuevo entonces y no le temían a los errores, la pasión los dominaba descomponiendo cualquier precaución. Siempre creyó, que, en cierto modo, ella jugaba con él, lo provocaba, le mostraba partes de su anatomía distraídamente, se ofrecía con la ingenuidad venenosa dispuesta a la penetración, y él lo aceptaba con naturalidad y sin poner reparos. Precipitadamente, cualquier cosa que estorbara se iba al suelo y ya no podían seguir fingiendo. Llenaban aquella habitación de suspiros y susurros antes de que llegara la madre, y la luz de media tarde los cubría entonces a los dos que habían situado la cama al lado de la ventana y se sentían mecidos por el aire primaveral. Srina solía desaparecer un momento después en el baño, y él se quedaba en un estado de semi-inconsciencia solo equiparable al momento en que años después la volvía a ver a su regreso del extranjero. Le queda claro en ese momento, tantos años después, que ya nunca podrá desprenderse de aquel sentimiento. Limitarse a esperar que ella desapareciera de forma permanente por un caprichoso viaje al extranjero, era como negarse en sus más profundos dolores, y mientras hubiera un hijo en común, volvería una y otra vez a aparecer en su vida. No se atrevía a imaginar otra cosa, ni a desafiar las primeras conclusiones con extrañas posibilidades, todo pasaba irremediablemente. Srina salió por primera vez a dar un paseo por su antiguo barrio, lo miraba todo con curiosidad y vergüenza, como si tuviera hambre de fracasos, curiosidad insana, el deseo de que, como mínimo a sus mejores amigas, les hubiese ido igual de mal; pero no había sido así. No había nada en su vida, además de Tomaso, de lo que pudiera sentirse orgullosa. Pero eso al menos la impelía a cualquier nueva maniobra por difícil que pareciera. A diferencia de sus amigos de infancia, se había vuelto dura y áspera, tan áspera que fue incapaz de atender una súplica de un mendigo sin una mala contestación. “Todos estamos necesitados señor”, le dijo a uno que se sentaba en la escalera de la iglesia. Divertidamente vestida, con pedazos de ropa de su madre, de su infancia, incluso de su abuela, parecía una artista extravagante, cuando en realidad buscaba una moda en la que encajara todo lo viejo sobre un cuerpo joven y dúctil, dispuesto a acostumbrarse a nuevos desafíos, y adaptarse a viejas condiciones en los clásicos trabajos de limpieza, de camarera o cajera de un supermercado. En este sentido debemos añadir que procuraba vestir un poco más arreglada y neutra cuando acudía a alguna entrevista de trabajo, e incluso era capaz de pasar por la señorita que en sus mejores años había sido. El hecho de que retornar después de su aventura europea supusiera un desafío, también suponía el reconocimiento de su fracaso porque de otro modo, llegar triunfal, lo hubiese cambiado todo. Se concedía la capacidad de encajar de nuevo en su antigua vida si intentaba actuar, ya no conforme a lo que creía que quedaba de sus preceptos morales familiares, que era muy poco, sino a los que creía que existían en el medio en el que se iba a desenvolver. Así pues, que estableciera ese diálogo de aproximación con su entorno no era tan extraño. Se trataba de una herramienta inteligente de una persona que, sin duda, lo era. No había posibilidad de dobles intenciones en sus pretensiones, no había otro plan, lo que era, era lo que estaba, y lo que estaba no podía ser de otra forma; la entrega debía ser confiada y entera.

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9 El Canto De Las Cucarachas En realidad, referirnos a Srina y la historia que contamos sin implicarnos en los aspectos psicológicos más complicados, nos lleva a conclusiones meramente superficiales o poco actualizadas. Resulta casi imposible comparar el dolor de una niña que pierde a su padre por una muerte inesperada como un accidente de coche, un enfrentamiento con un delincuente que intentaba atracarlo o simplemente por una enfermedad maldita como el cáncer, con el dolor de Srina que lo perdió sencillamente porque decidió desaparecer de sus vidas, la de ella y la de su madre, pero posiblemente seguía viviendo en alguna parte, tal vez no muy lejos de su casa y posiblemente con una familia nueva, con una mujer que lo cuida y unos hijos que reciben todas sus atenciones. Somos muchos a los que nos cuesta ponernos en la piel de un dolor y una obsesión semejante, pero nos encontramos en la obligación de hacerlo, de saber porque somos como somos, y, sobre todo, porque actuamos inevitablemente causando tanto mal. No es suficiente contar historias parecidas y encontrar un rechazo instantáneo, eso no nos salva, ni siquiera nos hace mejores. En casi todos los casos de rechazo social general hay una parte de cinismo involuntario, porque a continuación nos encontramos que muchos que sinceramente mostraron su horror ante hechos semejantes, hacen cosas parecidas o peores sin saber que los llevó hasta allí. Después de todo, el comportamiento humano es el misterio más insondable e inesperado de todos los tiempos, desde que Caín mató a su hermano, hasta que Clinton tuvo un affaire con una becaria exponiendo la presidencia del país más importante del mundo. No podemos llegar a desprendernos de tanta duda, ni entenderemos estas cosas aunque nos pasemos la vida pensando en ello. Pero, ahora nos sirve para establecer un diferencia crucial, en el caso de las niñas huérfanas, ellas saben que sus padre no las abandonaron porque dejara de quererlas. Algo tan simple la atormentó hasta que se quedó en estado de Tomaso, y algunas de esas obsesiones la acompañaron aún después. No se creía lo bastante buena para él, y aceptaba que si todo en su vida hubiese sido mejor, su padre no hubiese podido renunciar a su amor filial. Según esto, no fue tanto la ausencia del padre lo que la hacía sentirse sucia y culpable, sino el presentimiento de hallarse ante su rechazo. Son dramas frecuentes en ambos casos, y no defiendo que ser huérfana sea mejor que se hija de padres divorciados, o hija de un padre que abandona la familia y desaparece, aunque se advierte en esta reflexión que el trauma de apenas protección en la infancia, ya no se supere nunca. En los comienzos de una nueva vida, o quizás deberíamos decir, al retomar la antigua vida, notaba sensaciones alentadoras, sensaciones en su interior que la animaban a ilusionarse. Limpiaba la sala del coro lo que le proporcionaba un dinero para ir tirando, se distraía acompañando a su madre a visitar amigas o daba paseos solitarios, soportaba estoicamente haber sido relegada por su madre en los cuidados de Srina -no podía quejarse al respecto ni interferir porque sabía que no lo haría mejor y porque había sido ella la que se la había cedido al dar el paso de buscar trabajo en el extranjero-. Hubo alguno conversación que a las dos mujeres las hizo pensar, y hablaron precisamente de Tomaso y si tenía claro la figura y lo que representaba cada una de ellas en su vida, pero no discutieron. Fue como una pausa necesaria en los comienzos de ese retorno, no se extendieron demasiado y no tampoco llegaron a grandes conclusiones. Al caer la noche se encendían las luces de la calle y todos sus recuerdos infantiles, las fotografías, los adornos de las pareces y los peluches se reflejaban en el vidrio de la ventana. Le costaba conciliar el sueño y alargaba las horas recordando todo lo que había vivido allí. Comprendió que eran recuerdos débiles, que no había pasión en ellos, y que, en todo caso se trataba de pequeños 255


remordimientos. Se incorporaba en la cama apoyando la espalda en el cabecero, ponía la radio y hacía como que hojeaba una revista. Se relajaba, pero no conseguía dormir, dejaba caer la cabeza sobre el pecho, cerraba los ojos unos minutos y volvía a empezar. Algún solitario pasaba en ocasiones por la calle, pero en el momento que se levantaba, apagaba la luz y se acercaba a la ventana, ya había desaparecido. No le gustaba estar a oscuras, así que una combinación de fuerza y mal humor volvía a encender la luz. Éste era un procedimiento que se repetía en varias ocasiones durante la noche. Se trataba de la inquietud que se traducía en un encendido y apagado de luces sin sentido, pero estaba decidida a hacerlo cuantas veces fuera necesario hasta reconocer aquellas sombras que a veces pasaban, algunas acompañadas de sus perros, otras de una botella de vino. Posiblemente, en aquella habitación había concebido a Tomaso, y en ella el único chico que había entrado había sido Raamírez, y era por eso que no podía evitar algunas escenas al encontrar entre sus cosas su ropa de entonces. No podía decir que no lo sedujera, porque él se había mostrado correcto hasta que ella empezó a mostrar distraídos escotes, y no obstaculizaba sus miradas furtivas cuando se sentaba en la cama y dejaba a la vista alguna parte de su ropa interior. En ocasiones le permitía apoyar su cabeza sobre su vientre y una sensación de fuerza y desafía la invadía, y en algún momento después de tanto insinuarse, él empezó a insistir en que llegaran a todo y a reiterarse desasosegadamente en su petición. La noche quedaba estrellada y habían dejado de pasar coches; el silencio era total. La visión de la calle, una vez más, la atraía con una fuerza incapaz de superar. Al menos sabía donde estaba, no había duda, y tampoco se sentía desorientada o indecisa como le sucediera alguna noche en el extranjero, aquella vez que quisiera volver indefinidamente para poder olvidar. Ahora era su propio contorno, el relieve de sus hombros y su cabeza, lo que se reflejaba en el cristal. Empezaba a necesitar dormir y eso era suficiente, y mucho más de lo que podía esperar. “Sólo unas horas”, rogaba en susurros, se recostó y lo intentó una y otra vez, cuando cerró los ojos, amanecía. Quedarse cerca de su hijo, verlo crecer, acostumbrarse a un espacio que en otro tiempo había detestado, todo podía hacerlo si era capaz de dominar su desprecio por sí misma, por haber actuado tan mal, por no haber estado siempre. Todo lo podía llevar a cabo con la mitad de energía que había empleado en otras cosas, y convencerse de ello era tanto no involucrar a la suerte en sus planes. Tenía una oportunidad de reconducir sus errores, inevitablemente aceptar que la suerte con la que tanto había contado en otro tiempo, ahora se veía sustituida por la necesaria justicia poética. Todos sus pensamientos la conducían a no desfallecer y llenarse de orgullo ante el menosprecio, a salir de casa con la cabeza alta y poder con todo, porque necesitaba estar, permanecer cerca de él para cuando la necesitara, cubrirle sus pequeñas alas de ángel.

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La ร spera Fijaciรณn del Firmamento

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El profesor de la autoescuela que le tocó a Fallupe era un tipo excéntrico y poco dado a cruzar diferencias con otros acerca de hechos contrastados en los que podían existir, sin embargo, diferentes opiniones sobre causas y consecuencias. Gracias a esta forma de ser, y la influencia del profesor, Fallupe aprendió la teoría necesaria para más adelante presentarse al examen, pero sobre todo aprendió a no dejarse llevar por los prejuicios; y eso fue mucho más de lo que alguna gente es capaz de aprender en toda su vida. El profesor Aquilin acababa de cambiar de piso y ya hacía dos años que se había divorciado, pero aún no terminaba de saber cual iba a ser su vivienda definitiva. A sus hijos, ya mayores y trabajando, apenas los veía. Era uno de los profesores más antiguos de la academia y se acercaba sin pausa a los sesenta años. En aquellos tiempos los divorcios no eran tan comunes y mucho menos los profesores divorciados con un aspecto poco aseado y sin apenas cambiar la ropa que se ponía cada día. Tal vez no había sido siempre así, pero lo cierto es que podía pasar un mes sin cambiar los pantalones, lo que hacía por otro mes con un modelo muy parecido, para volver a poner los mismos al término. Su aspecto era en verdad sobresaliente y le apasionaba desordenar el pelo y su barba como si se tratara de un desequilibrado, se lo frotaba en el lavabo y delante de todos -a veces en la clase pasaba un raro frotándose el pelo en el reflejo de una ventana-, como si le picara de forma incontenible la cabeza. A última hora del día, parecía importarle de nuevo salir a la calle con aquel aspecto, y entonces volvía al lavabo y se mojaba la cabeza hasta el punto de pegar toda aquella brava cabellera a la piel de la cabeza. El agua le corría por la garganta y le mojaba el cuello de la camisa, y eso aún era peor, que aquel otro en el que parecía imitar a un obsesivo físico nuclear o al payaso Tonetti (héroe de su infancia). No sé si alguna vez habrán observado que algunos hombres -los feriantes lo hacen mucho porque pasan días sin poder darse un baño y durmiendo en la parte de atrás de las atracciones de feria- que se mojan el pelo de tal manera, que la cabeza va acumulando grasa y suciedad y parece gomina, o fijador de brillantina, pero no lo es. Pues, ese tipo de pelo con ganchos de incipiente melena sobre los hombros, era el que lucía el profesor cuando se lo mojaba. Un día, unos días antes de presentarse a su examen, Fallupe estaba hablando con un tipo al que había conocido allí mismo, y observó sin reparos que aquel profesor que para él tenía cierta gracia, a otros no les había caído nada bien. No hacía falta ser muy sagaz para entender que las críticas a su aspecto escondían la exigencia de no salirse del guión, de seguir la corriente al mundo establecido o dicho de otra forma, de que todo el mundo escribiera dentro de los renglones que se proponían para su uso. Por casualidad, otro tipo oyó aquella conversación y se acercó interesado para dar su opinión, “le gusta llamar la atención”, dijo. Y con una voz de superioridad e instinto corrector, afirmaban con toda la mala intención de la que eran capaces, que el profesor Aquilín o era un excéntrico o un idiota. Fallupe intentó “sacarle hierro” al asunto afirmando que a él no le parecía muy consciente de la imagen que proyectaba. -¿Lo dices porque conoces a más gente así? Porque no hay muchos de estos -preguntó uno de ellos. -Nada de eso, es sólo que me parece inofensivo y tendrá su forma de ver las cosas -respondió mientras se daba cuenta de la extrañeza que causaba su punto de vista en los otros. -Pues verás querido amigo -aquel “amigo” no sonó nada bien-, he conocido algún otro tipo de estos y se creen que pueden llegar a los sitios provocando, incitando a otros a romper las reglas y riéndose de los que intentan llevar una vida más o menos normal. Además de su aspecto extravagante y su mirada inexpresiva, los brazos caían a ambos lados de su cuerpo con desgana, Aquilín pasaba cada una de sus clases mostrando una incontrolada tos nerviosa que no era viral pero lo parecía. Digo que no era viral porque todos lo creían una reacción nerviosa, 258


no había tenido solución médica y su salud, colesterol aparte, parecía de hierro. Los alumnos no comprendían que establecía un seguimiento de las clases que no tenía nada de espontáneo, que era el resultado de muchos años de un pesimismo visceral que lo había convertido en una máquina de repetir chistes malos, algunos, sólo él los entendía. Su indiferencia con las preguntas y las respuestas, la apatía frente a los errores y la desgraciada finalidad de sacarse de encima a los alumnos más torpes con un alto porcentaje de aprobados, nadie sabía si era un buen resultado de su gestión o de su pereza. Había profesores más exigentes, nerviosos, capaces de buscar las debilidades de sus alumnos, que no sacaban ni la mitad de buenos resultados que él -los buenos resultados de los profesores se estimaba en los buenos resultados de los alumnos y licencias obtenidas, claro está-. La hija del profesor Aquilín se sintió ofendida en una rara ocasión que pasó a visitar a su padre por la autoescuela y asistió a una de aquellas conversaciones que criticaban al profesor y no llevaban a ninguna parte. El atrevimiento de los alumnos era grande y ninguno sabía que aquella hermosa muchacha podía ser su hija. El mismo Fallupe desconocía ese extremo, lo que no fue un impedimento para hablar con ella. Se sabía más razonable y simpático que los otros y había notado la cara de desagrado de la muchacha al oír que criticaban a Aquilín. Fue cauto al presentarse y aclarar que para matricularse debería presentarse en recepción y que la secretaria la atendería. Sabía que algunos alumnos se desanimaban antes de empezar y que otros habían abandonado con tal o cual excusa, pero Fallupe parecía entrenado en dar consejos que pudieran animar, sobre todo, a las chicas que le gustaban. Ser amable no le resultaba complicado y, desde luego, cuando las chicas vestían con ropa muy ceñida tal y como Cessy Igrunne solía hacer, todavía le resultaba más fácil. Con cierta alarma, que no exteriorizó, Fallupe recordó que no había preparado su clase de aquel día, y que lo iba a pasar mal si el profesor le hacía preguntas para que todos pudieran comprobar lo que sabía. -Dentro de un momento tendré que entrar para mi clase -dijo Fallupe con una sonrisa tan entregada, impostada y falsa que no parecía propia de él. Enseguida se dio cuenta y la borró de su cara rascándose la frente para ocultar la cara con la mano. -Creo que seré capaz de arreglármelas -respondió Cessy En realidad, ya había estado allí otras veces y no se sentía tan desorientada como él había pretendido. Le hubiese gustado tener un poco más de tiempo para mostrar todo lo servicial que se podía volver con una chica guapa. Su expresión empezaba a lamentar tener que abandonar aquella escena porque ella no parecía tener prisa y contestaba a sus preguntas ofreciendo una confianza que él no merecía. El resto de los alumnos habían entrado ya, y le ofreció su mano diciendo, “tal vez nos veamos en otra ocasión”. Cuando ella le dio su mano, él entonces hizo algo impropio que le molestó a la muchacha, se inclinó y besó su mano como si estuvieran en el siglo diecisiete y ella fuese una reina, lo que en nuestros tiempos quería decir, te besaría todo el resto si pudiera. Cessy retiró su mano sin apenas esperar que él la soltara y pensando que ese día estaba destinada a encontrarse con gente muy rara. -Vale, hasta otro momento. Tengo que irme -dijo de forma entrecortada y desapareció detrás de la puerta de su clase. ¿Quién es ahora el raro egocéntrico?, se decía mientras se sentaba en su silla de formica y sacaba una libreta de apuntes. Denís, el hermano mayor de Cessy Igrunne, fue el primer amigo que Fallupe hizo en la escuela de teatro y el que más le duró. Le aconsejó la autoescuela en la que daba clases su padre, pero lo cierto era que podría haberle aconsejado otra cualquiera porque no tenía demasiada fe en que eso le fuera a ayudar. De hecho, el padre de Denís nunca llegó a saber que aquel alumno de ojos pequeños y poco pelo, era amigo de su hijo. Denís fue uno de los actores que interpretó una de sus comedias, lo que también señaló un antes y un después en su relación. Ya no sólo eran amigos, además parecían embarcados conjuntamente en hacer comedias, Fallupe las escribía y Denís le daba consejos y las interpretaba. En aquel entonces, Denís era un joven insolente, pagado de sí mismo y convencido de su talento. Era uno de los jóvenes que había subido a recibir un premio en la entrega de alumnos 259


aventajados en el fin de curso y esa imagen había sido recogida por la televisión por lo que su imagen era reconocida más allá del colegio. Era un apasionado de los discursos y los llevaba muy preparados, así que aquel día Fallupe lo tuvo que soportar quince minutos dando todo tipo de agradecimientos y explicando que la carrera de actor le estaba costando más de lo que había esperado pero que lo asumía porque lo fácil lo abandonaba con rapidez. Fallupe se preguntaba si aquello podía interesar a alguien, pero a continuación salieron las animadoras del equipo de rugby y todo se volvió bastante más ligero. Por supuesto, en ese momento especial para la vida de su hermano, Cessy Igrunne estaba allí, pero no fue evidente hasta más tarde, cuando Denís se liberó de las obligaciones de su galardón y lo vio hablando con ella, que Fallupe supo que eran hermanos, y por lo tanto, ella también hija del profesor Aquilín. Lo reconoció al momento, como el chico con el que había hablado en la autoescuela y él se presentó sin esperar a que Denís lo hiciera. Ninguno de ellos pensaba que todo estuviera tan claro que no necesitara alguna explicación más allá de las suposiciones, no obstante, la aspiración reciente de conocerse parecía recíproca y dejaba a Denís en la posición del testigo molesto de su recreación de moderna amistad. Esa fue la segunda vez que la vio. No muy lejos de allí, unas calles más abajo, estaba el teatro que pertenecía al colegio y era parte de las prácticas obligatorias de cada curso, donde algunos grupos del colegio organizaban sus actividades y representaban sus obras de forma gratuita los fines de semana, lo que era una buena oportunidad de cubrir su ocio para las señoras del barrio a las que no les gustaba el fútbol. En la organización y distribución del tiempo para ensayos, el grupo de Fallupe y Denís se había llevado la mejor parte, porque tenía unos horarios de media tarde realmente asequibles para todos los otros miembros del grupo. Cessy quiso acudir a uno de los ensayos, porque, hacía unos años, se había matriculado en uno de los apartados de tramoyista, y no sólo era capaz de construir un escenario y mover cada una de sus parte, sino que también era una artista decorándolos, vistiendo y maquillando actores. Esta circunstancia explica la torpeza de Fallupe al proponer que esperar al estreno sería mejor porque deseaba causarle una buena impresión y aquella fecha no estaba muy lejana. Así desapareció la posibilidad, al menos en aquel instante, de ser ayudados por tan dedicada estudiante de artes. Fallupe no hubiese dudado de su talento si la hubiese visto trabajar pero estaba más ocupado en la idea de impresionarla con la obra ya terminada. Fallupe no gozaba de demasiadas simpatías en la escuela de teatro, se había dedicado durante todo un curso, a criticar a su tutor y a los alumnos que iban a su apartamento cuando organizaba alguna velada poética de fin de semana. Había hecho todo lo posible porque aquellos encuentros trascendieran del ámbito privado y que llegaran a los oídos del director. Pero nada podía ser más infructuoso que una crítica cuando no se vulnera ninguna norma de la escuela, aunque pareciera que rozaba lo inmoral. Como el tutor había comprendido la hostilidad de sus comentarios -y la forma de hacerlos, dejando siempre a la imaginación de cada cual los peores instintos de un hombre soltero que buscaba la compañía de los alumnos y alumnas más jóvenes-, hizo por su parte, todo lo posible por arruinar sus estudios, él mismo le puso las notas más bajas que jamás exhibido en uno de sus alumnos, e influyó en otros profesores para que hicieran lo mismo. El tutor y otros tres profesores acudieron a una réplica de la obra que representaban porque fueron avisados de su contenido político y ofensivo para la moral religiosa de la ciudad. A Cessy que había acudido al estreno le pareció estupenda y estaba presente cuando uno de aquellos hombres le entregó una citación para reunirse con el director y el tutor de su curso con una fecha ineludible, si deseaba mantener su relación con el centro. Había una persona más en la oficina del director además de tutor, se trataba de una profesora que estaría como testigo de cuanto allí se dijera pero apenas iba a abrir la boca. Expusieron sin tapujos la politización de sus obras y que después de aquella conversación deberían decidir si le prohibían el uso del teatro para aquellos fines. No era la primera vez que algo semejante sucedía, y en las ocasiones anteriores había concluido con la expulsión del teatro o la censura de la sobras. Se había preparado la reunión concienzudamente por parte de la escuela, los tres profesores involucrados habían discutido previamente la escena de la 260


muerte de Jesús mientras era insultado por los judíos, y los tres habían encontrado motivos para la suspensión de la obra. Fallupe lo explicó lo mejor que pudo, sosteniendo que no era raro pensar que así había sido, aunque los textos religiosos hubiesen obviado esa parte. Además, añadió que aquello humanizaba la figura del profeta y que acrecentaba la simpatía del “público” hacia su figura. Le expusieron que quedaba claro en la escena en la que bajaba de la cruz para discutir con Trotski sobre los problemas de Unión Soviética, era una invitación al aplauso gratuito del sindicato de estudiantes y que eso les parecía un truco intolerable en un creador. No quiso hacer ninguna observación a tan trillado discurso porque seguir por allí sólo iba a complicar las cosas. Estaba claro que los tres miembros del equipo de gobierno del colegio, habían tomado una decisión de antemano y llevaba las de perder. Nadie montaba tanto lío para dejarlo en una amenaza, de eso estaba seguro. Pero no se iba a arrugar por aquel interrogatorio y exhibición de cinismo, se mantuvo dispuesto a escucharlos en su resolución: o censuraba la escena de la crucifixión y el diálogo entre Jesús y Trotski, o les impedirían seguir representando en el teatro del colegio. ¿Qué había hecho Trotski para parecer tan inoportuno? Se negó a censurar la obra y tuvieron que buscar otro lugar para representarla, lo que fue todo un éxito. Al salir de la reunión, Cessy Igrunne lo esperaba en el patio, bajo un árbol de sombra ampulosa. Le contó lo que acababa de suceder y le dio la mala noticia. Mientras eso sucedía, el director y los tutores salían del edificio y Cessy tuvo un ataque de indignación difícil de entender. Apenas llevaban un mes saliendo pero parecía sentirse en la obligación de defenderlo como si se tratara de su hermano pequeño. Había visto como se enojaba y la cara se le llenaba de furia, como le subía una fiebre violenta a los ojos y creyó que incluso podía oírla bufar como un toro herido. Apenas pudo acabar su relato, ni fue capaz de detenerla cuando salió dispara en dirección a la escalera y encaró a los profesores. “Oiga tutor, usted y yo nos conocemos bien de oro tiempo, ¿se acuerda mí?”, el tutor intentó conservar la serenidad se detuvo para mirarla. “El mal del teatro es tenerlo a usted de censor. ¿Acaso no conoce a cada uno de sus alumnos? ¿No han trabajado bien? ¿No han luchado por conseguir un aprobado que usted regateaba a aquellos, por no seguir sus consignas políticas? El tutor era un maduro presumido que vestía de sport como si en cada momento acabara de llegar de un partido de tenis. El desafío de Cessy fue interpretado como un intolerable desagravio, pero también, como una falta de respeto a la institución académica y de la observancia de las más elementales normas de educación. Se trataba de gente que utilizaba las normas como una defensa de sus intereses y en aquel momento lo que menos les interesaba era que se airearan sus conflictos. Fallupe intentó tranquilizarla y le habló con resignación, suavemente haciéndole ver lo inútil de la protesta en aquellos términos. “Así no conseguiremos nada”, dijo él, y Cessy como si se hubiese sentido empujada, volvió a la carga en busca de los derechos que consideraba, no perdidos, sino hurtados. “Ustedes son gente sin principios ni dignidad. No se trata del grupo de teatro ni de Fallupe, al que consideran culpable del resto, se trata de ustedes y de su raquítico fanatismo. ¿Creen que nada se puede salir de su concepto anciano del arte? Pues verán que se equivocan.” El tutor le respondió aludiendo a las formas que debía guardar la institución y al respeto debido por casi cien años de servicio a la sociedad. “Creo que sí, que la recuerdo señorita. Usted dejó sus estudios con la excusa de haber sido mal evaluada. Espero que haya terminado su carrera en otra parte”. Eso fue todo, se alejaron mientras ella los insultaba entre dientes. Ese tipo de cosas sucedían cada día en todos los colegios del Estado, había obras que eran censuradas por el poder político y actores y escritores acusados de delitos contra la moral. Dedicarse a entorpecer el trabajo de la libertad artística se estaba convirtiendo en un entretenimiento para las más rancias instituciones. Por supuesto que entonces a Fallupe le importaba más su avance en la relación con Cessy que el teatro. No podía de dejar de pensar en sus posibilidades e imaginar cómo sería su vida en todo lo que tuviera que ver con ella desde entonces. Como parecía tener una prisa incapaz de controlar, la presionaba para tener relaciones más serías, algo mas que los tocamientos en el coche y las escapadas en los parques solitarios. Intentaban besarse y tocarse sin la satisfacción deseada, nunca 261


terminando de apartar abrigos y reprimidos por presencias inesperadas. Las chicas parecían acostumbrarse mejor a eso y lo sobrellevaban con normalidad, pero no lo era. Después de que el padre de Cessy le enseñara todo lo que tenía que saber sobre conducción, compró un coche utilitario de segunda mano que pagaba con la ayuda de sus padres; era tan pequeño que para sacar el freno de mano, si en el asiento del copiloto iba una persona ancha de cadera, debía pedirle que se arrimara para sacar el freno de mano. Cualquiera que tuviera algo de dinero para un pequeño utilitario podía empezar a ejercitarse en posturas imposibles en su interior y como les permitía ir a sitios retirados, pasar la tarde deambulando por los campos entre ovejas y cabras para darse unos besos. Cessy le dijo que si quería pasar al siguiente nivel en cuanto a sexo, debía sentirse comprometida y para eso Fallupe debería hablar con su padre y decirle que estaban saliendo y cuales eran sus intenciones. Él estuvo de acuerdo. El profesor Aquilín no era buen pescador pero esa era su afición más querida y si por algo se caracterizaba, era en su obstinación al devolver el anzuelo al agua, aunque pasaran horas sin sentir ni una vez que el sedal se tensara. Era un hombre alto y eso proyectaba su sombra sobre el agua como si prevenir a los peces de su presencia formara parte del juego. Nadie había sabido durante años avisarle de que debía tenerlo en cuenta; naturalmente que era muy posible que, en el caso de que cambiara de orilla, tampoco pescara gran cosa. Fallupe quedó con él para ir a pescar y lo recogió en su coche diminuto recién comprado. Tuvieron problemas para acomodar las cañas en el asiento de atrás sin desmontarlas, porque en el maletero fue imposible encontrar una forma de meterlas. Fallupe no había pensado en ello pero consiguieron su objetivo y, en ningún momento, el muchacho perdió la confianza en su ingenio para que aquella excursión pudiera tener lugar. En sus salidas de infancia como pescador de rio, Fallupe tampoco había demostrado una gran pericia, en eso, al menos, ya tenían algo en común. En una ocasión en que llevara unos peces para casa, su madre se había negado a prepararlos a menos que él se los comiera porque todos habían puesto mala cara y nadie parecía dispuesto a probarlos. Sus amigos en aquellas ocasiones, se llevaban su parte del pescado y no hubiesen entendido que él renunciara a los suyos, así que los guardaba y los arrojaba a un contenedor de basura antes de llegar a casa. Como su interés era congraciarse con el padre de Cessy y no tanto la pesca, cogió una caña pequeña dispuesto a pescar nada, y, en todo caso, ceder los honores y el éxito al profesor, pero pronto comprobó que la postura que debía poner para llegar con aquella caña hasta el agua era poco natural, tenía que estirarse y le resultaría muy incómodo mantenerse allí durante mucho tiempo. Sin embargo, Fallupe había notado una positividad en Aquilín que no conocía, y el profesor se había pasado todo el camino hacia el río, alabando su prudencia al conducir. “No es porque yo haya sido tu profesor”, le dijo, pero lo haces muy bien. Desde el principio quedó claro que ninguno de los dos eran buenos pescadores, pero el caso del profesor era digno de estudio, después de años explotando aquella afición, aún no era capaz de hacer un lanzamiento que pusiera el anzuelo cerca de donde lo quería. A veces le salía uno bueno y se hacía una fiesta a sí mismo, lo celebraba y se reía sin preocuparle que los peces también lo pudieran escuchar. No lo hacía por demostrar que podía controlar su habitual falta de pericia, sino que aquello le daba la posibilidad, por primera vez en la mañana de pescar algo en aquel lugar donde el agua era transparente y se podían ver los peces sólo con asomarse. En las competiciones en las que había participado había sido expulsado precisamente por ser tan ruidoso, por acercarse a los peces entrando en el río y pretender golpear el agua con su caña cada vez que el anzuelo salía limpio y sin peces. Había cambiado de caña en varias ocasiones y pretendía culpar a sus herramientas de sus propios errores, pero lo cierto es que no había en el mundo una caña adecuada para él, a menos que se tratara de una caña mágica o santificada con algún tipo de superstición. Por eso, tras empezar a sentirse contrariado por llevar media mañana lanzando y recogiendo si sacar un sólo pez, empezó a cambiar de actitud y se llenó de resignación, la excitación primera dio lugar a la reflexión, se rascó la cabeza, se sacó y se puso su gorra para el sol unas cuantas veces y al fin, decidió salir del agua para tomar una cerveza de la nevera portátil que había dejado en el coche. 262


“Es un día especialmente malo”, dijo. “Los días de sol en invierno ayudan a los peces a mirar lo que pasa fuera. Tienen muy buena vista, al contrario de lo que la gente cree” La pesca nunca había tratado bien al profesor Aquilín, sin embargo, él permanecía fiel a su afición no dejando pasar más de un par de semanas sin acercarse al río. Si el tiempo no ayudaba y no era apropiado para la pesca, daba igual. Había algo de obsesión en ir hasta aquel lugar y pasar por allí el día libre dando vueltas por la orilla, arriba y abajo, parándose a hablar con los labradores de las tierras colindantes y comiéndose los bocadillos que compraba de camino; días de aventura. -Cuida tu sombra, muchacho. Y corrige tu postura, es imposible que puedas permanecer mucho rato sin moverte si no te pones cómodo-, se permitió aconsejar a Fallupe. De modo que Fallupe recogió y cambio de sitio sin dejar de pensar que como pescara algo, el profesor se iba a molestar con él. Después de una horas dejaron de pescar y buscaron una sombra para comer algo y beber unas cervezas. El Mandato de Cessy estaba casi cumplido. No deseaba hablar explícitamente de su relación, pero, en cierto modo, establecer aquella comunicación, era “dar la cara”, que al fin, suponía que era de eso de lo que se trataba. Tampoco creía que a Cessy le importara tanto, después de todo la relación con su padre se reducía a alguna comida ocasional y a las raras visitas que le hacía en la autoescuela. Sin embargo, parecía conectada con él por teléfono y lo mantenía al tanto de todas las novedades. Cessy Igrunne le había comentado a su hermano que confiaba en que su novio pudiera congeniar con Aquilín, tal vez no inmediatamente, pero a su debido tiempo... No daba la impresión de que pudieran entenderse pero se equivocaba. Ella se lo había pedido de una forma y con una contrapartida que él no pudiera rechazar. -Es posible que usted sólo deseara conocerme un poco mejor, pero mi hija me ha adelantado por lo que está usted aquí -le interpeló Aquilín mientras espantaba las moscas que hacían guardia sobre sus hombros mientras buscaban el momento para revolotear sobre sus bocadillos. -¿Conocerlo mejor? Claro, siempre quise conocerlo, es usted una persona muy interesante -respondió Fallupe mientras detenía el bocadillo delante de su boca y lo miraba. Se detuvo y la pausa duró unos segundos que lo hicieron sentirse confuso -. Espero que no crea que he venido sólo por pescar, claro está. En realidad, es cierto lo que ella le haya podido adelantar, y no quiero que se haga una idea equivocada de mis intenciones. -¡Nadie había sido tan decidido hasta ahora! Esto es nuevo -le respondió el profesor en un tono neutro -. De hecho, no he conocido más que a otro candidato, por así llamarle, espero que no se moleste. Creo que usted lleva ventaja, se lo está tomando en serio. -¿Se refiere a que le parezco una persona capaz? Aquilín no respondió. ¿Capaz? Seguro que lo consideraba capaz. El deseo que pudiera sentir el muchacho sobre su hija planeaba sobre aquella conversación, y lo creía capaz de muchas cosas, pero todo el mundo estaba intentando cosas que al final no conseguían. Le daba un poco de vergüenza someterse al papel de padre exigente y crítico con los novios de su hija, porque él nunca había sido así. -¿Te contó Cessy por qué ni ella ni Denís, visitan a su madre? -preguntó Aquilín con un tono de resignación. -No, no la conozco y Cessy nunca habla de ella -respondió Fallupe con un suspiro de cansancio al que el profesor no fue ajeno.

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2 Marcas en la cara Por supuesto que cuando volvió a ver a Cessy, no había olvidado la pregunta que le abría tantos interrogantes, pero si Cessy no visitaba a su madre, sus motivos tendría. No había tiempo para preguntas, pues en cuanto la vio se abrazaron y se pusieron a besarse frenéticamente, como si no se hubiesen visto en años y como si el tiempo se hubiese detenido en ese instante. Fallupe nunca se había comprometido especialmente, ni siquiera había sido un amante del que sus chicas hubiesen podido presumir abiertamente, sin embargo, parecía haberse tomado a Cessy con una seriedad impropia de él en el pasado, y estaba más que claro que por alguna desconocida razón tenía grandes planes para el futuro en el que los dos estarían muy unidos. Cessy había tenido un novio que se encontraban con frecuencia, y justo en aquel momento previo al instante en que los dos se besarían en medio de la calle, apareció aquel tipo, Vadejean Pesqui. Hasta entonces, Vadejean le había echado miradas amenazadoras y había escupido al suelo con desprecio cuando se veían. En esa ocasión le había empujado en la calle al encontrárselo de frente, al cruzar la calzada los dos, cuando se dirigía a su encuentro con Cessy. Entonces, le había dicho que llevara más cuidado y Fallupe no pareció entender la provocación. Los dos se conocían como rivales, y aquel suceso le dio a entender que el tipo le mandaba un aviso, la chica sólo podía ser para uno, y se apartaba de ella o iba a tener problemas; eso para un montador de pequeñas obras de teatro juveniles no era uno de los desafíos que había esperado de la vida. -Tus propósitos son más grandes que tus capacidades. No vales tanto. Ella es mucho para ti -le dijo en el momento que ella no podía escuchar, con los coches parados a ambos lados de un paso de semáforo que franqueaban. De modo que se dirigió de nuevo a Cessy, no si recibir alguna zancadilla, y la besó delante del otro con toda la pasión que pudo y buscando sacarlo de sus casillas. En aquel punto era un ganador, no había competición posible. Nadie le iba a arrebatar a su chica, llevaba mucho camino andado. Si podía seguir un poco soñando, ya nadie podría separarlos, era casi un miembro de familia, se dijo. También estaba aquello de que Denís apreciaba su trabajo en el grupo de teatro, y ahora ella también estaba para acabar de darle forma a aquel proyecto. En ese sentido las cosas seguían igual de mal desde que les sacaran el local de ensayo y el teatro para poder dar a conocer sus obras. Algunos actores con ínfulas de estrella de cine, creyeron que lo habían estado utilizando para sus propósitos. Si el grupo de teatro no podía ensayar ni estrenar, a ellos no le servía para lucirse como estrellas incipientes. En ese aspecto también se complicó cuando alguno de esos, pretenciosamente motivados, decidió abandonar el proyecto. Temían la inactividad, se desesperaban de no saber si en algún momento sus suerte cambiaría y empezarían de nuevo a trabajar. Pero era un queja corriente que conocían desde mucho tiempo atrás y que en el futuro tendrían que tener en cuenta cuando buscaran el compromiso de un sustituto o un nuevo actor. Y si por milagro, uno de aquellos conocidos actores destacados de la escuela quisiera estar con ellos en lo que pudiera venir, tendrían que dejar claro desde el principio que no necesitaban a su lado a uno de esos oportunistas que los abandonara sin previo aviso, una semana antes de un estreno o algo parecido. No era momento de lamerse las heridas, ni de exhibir su caída en desgracia, ni de compadecerse, nada de eso, era el momento de seguir adelante con lo que quedara del derrumbe. Debemos reconocerle a Fallupe el mérito de escoger las obras de teatro con cierta maestría, 264


además las manipulaba, cambiaba los diálogos y el final, y eso además de sorprender, hacía creer a todos en su talento. Entre los chicos de su promoción, él había destacado sobre el resto llamando la atención en los medios locales de cultura, entre críticos, dueños de salas, periodistas, escritores, músicos, actores, y todo el resto de bohemios que vivían con un ojo en la efervescencia underground de la cultura local. Ellos -me refiero al grupo de teatro, los que siempre estaban, los que iban y los que venían-, se habían ganado una cierta popularidad, porque otros grupos que habían desaparecido les habían cedido algunos buenos actores que compartían sus ideas para ir mejorando. Así funcionaba, uno aprendía algo, o hacía un descubrimiento y se lo llevaba siempre con él para compartirlo. En la Avenida Lházaro, concentradas en tres calles adyacentes se encontraban concentradas todas sus vidas, la autoescuela, el teatro, el colegio de arte, sus pisos y apartamentos, la biblioteca y todos los lugares de ocio en los que se movían. Podían ir de un sitio a otro andando, sin que apenas supusiera un gran esfuerzo o pérdida de tiempo, sin embargo, Fallupe había visto la necesidad inaplazable de tener su coche y lo había conseguido, lo que le vino muy bien, el día que consiguieron un nuevo local de ensayo y pudo cargarlo con todo el decorado, luces y vestuario de la obra que no terminaban de estrenar en las condiciones esperadas. Cada vez que en su entorno llegaba un nuevo vecino, era reconocido por todos porque se trataba de una imagen desacostumbrada en las calles, en la tienda o en la peluquería. Perry Camos, llegó al barrio justo en aquel tiempo en que hacían falta locales de ensayo y el tenía un lugar libre detrás de su tienda de discos, películas de vídeo y cómics de segunda mano. Llevaba siempre unas gafas oscuras que le daban un aspecto algo siniestro, pero estuvo conforme con ceder el local al grupo y confiaron en él, no tenían muchas más opciones y Fallupe dijo que tenía la imagen del negocio comprometidas con sus actuaciones así que no podía ser un mal tipo, y eso se iría viendo con el tiempo. Lo llamaron Perry el disquero desde el principio y se fue granjeando las simpatías de los actores y, sin la menor duda, la simpatía de Fallupe con el que pasaba horas revolviendo en las películas de en VHS que luego le prestaba para ver en casa a cambio de un precio simbólico con el que poder decir que le había cobrado algo por el servicio. Perry era un gran fumador y todo lo que se relata sucedió antes de la prohibición, así que la tienda estaba siempre llena de humo. La combinación underground de todo lo que vendía, los ceniceros llenos de tabaco y la conversación política sólo necesitaban una cosa en la misma calle, un bar para tomar café y cerveza. En la Avenida Lahzaro, cerca del parque de Miarte, algunos grandes fumadores paraban en un pequeño local delante de la iglesia, La casa de Anubis, había allí muchos obreros a la hora de la comida, y la combinación de bohemios, artistas y esforzados trabajadores no parecía la mejor, pero se fue produciendo sin demasiados problemas. En aquel lugar los dirigentes sindicales intentaban apartar a su gente de los músicos y los bebedores de ron, pero sin conseguirlo, todos parecían dispuestos a frecuentarlo y, a última hora de la tarde los trabajadores, albañiles y encofradores desaparecían, y las mesas se llenaban de ceniceros y colillas apuradas hasta el filtro. A esa hora en que bajaba el ruido y el movimiento de cuerpos por el pasillo hasta la puerta y los retretes, acudían los chicos del teatro acompañados de Perry el disquero para hablar, mientras en la tienda quedaba la novia colombiana de Perry. No era nada extraño, ni representaba una falta de interés por el negocio aquel momento de distracción, si tenemos en cuenta que pasaba frente al mostrador unas doce horas al día y nos haremos una idea de como gestionaba su negocio. Perry tenía un perro pequeño de raza dudosa que llevaba a todas partes. No era un perro especialmente educado pero Fallupe le cayó bien, y cada vez que se sentaban en una terraza para tomar un café, se enredaba en sus piernas y terminaba por acostarse sobre sus pies. No era joven, estaba gordo y el pelo le caía a mechones, pero parecía gracioso como se movía entre simpatías y rechazos. Hasta que abrió su tienda, Perry solía dejarlo la mayor parte del día en su apartamento porque no disponía entonces de mucho tiempo para él, por eso para el pequeño animal también fue una suerte que se decidiera a abrir la tienda y que desde entonces lo llevara con él y compartieran cada baldosa de aquel nuevo lugar en el que se desarrollaban sus hábitos, lo que iba desde rascarse, ponerse en la puerta para que le abrieran y salir a orinar, y pasar la tarde durmiendo pegado al 265


cristal del escaparate. Todo aquello le permitía una mayor libertad y la vida de Tuc cambió, lo que lo habría llevado a considerarse un perro con suerte, de haber sido de recapacitar sobre su vida, tal y como lo hacemos los humanos. Por parte de la mujer de Perry, tampoco parecía haber problemas con Tucson, aunque ella sólo le llamara Tuc y compartiera, al menos, pequeños momentos de su cuidado. Para su dueño, cualquiera que le llamara Tuc, tenía que ser de mucha confianza, porque cuando algún cliente le preguntaba por su nombre le decía Tucson, que sonaba más definitivo y que era el que decían al entrar en la tienda al saludar. “¿Qué tal Perry? ¿Cómo va Tucson?”, repetían saludando antes de pedir el catálogo de novedades y los consejos del disquero que se sabía lo que merecía y lo que no merecía gastarse el dinero. Todo marchaba mejor de lo esperado, los chicos de grupo de teatro estaban eufóricos, todos querían pasar más y más tiempo ensayando, cesaron las bajas y otros neófitos, pedían un sitio entre sus filas. A perry le emocionaba que Fallupe le diera esas buenas noticias, que se lo agradeciera y que le dijera que si no fuera por su apoyo nunca podrían haberlo hecho. No era tener el interés de un par de salas por tenerlos en fechas próximas, después de todo empezaban a tener una cierta fama, por así decirlo, se trataba de aquello que habían conseguido entre todos y tenía que ver con un estado de cosas, con una forma de estar y de ser de la compañía y todos los que la rodeaban. Lo que Fallupe no le iba a decir a Perry era que estaba pensando en casarse porque no quería que todos pensaran que al hacerlo necesitaría un trabajo, lo que se dice “estable”, y que eso supondría ir apartándose de todos aquellos con los que al fin había mantenido un vínculo tan fuerte. Había hablado de ello con Cessy y ella lo había escuchado con mucha atención, como si le estuviera descubriendo un mundo de posibilidades en las que no había pensado, ¿sería cierto que la posibilidad del matrimonio lo cambiaba todo? Después de todo era un compromiso superior, aunque, no sabía si superior al resto de cosas que tan en serio se habían tomado hasta entonces. Eran preguntas que no acostumbraban a hacerse, todo resultaba nuevo a ese respecto. Lo que tenía que ver con avanzar en una vida parecida a la de sus progenitores, nada tenía que ver con la vida que habían llevado hasta ese momento. Así pues, las formalidades desprendidas de tal decisión, empezaban a pesar incluso antes de llevarlas a cabo. Había algo de miedo allí y posiblemente por ello, Fallupe vio la necesidad de aquella conversación. Lo que fue realmente una sorpresa de aquellos días se trató de una pequeña representación de fin de semana en la calle. Apenas media hora de diálogos entre actores para promocionar una obra que aún no estaba montada, pero les servía de ensayo y la gente que paseaba les dejaba monedas sobre un abrigo. El director y guionista, Fallupe, aún se estaba recuperando de una noche de sábado en la que sobreviviera a base de café, tras el sueño poco reparador de penas tres horas en sillón, tenía que estar bajo un sol terrible viendo a los actores; esta vez sin correcciones. Una de las actrices se había dejado caer al suelo, iba vestida con una mallas deportivas que la apretaban en todas sus curvas, y pedía clemencia porque la obra iba de un rey que mataba a la mujer de su rival. El “rey malo” levantaba su espada sobre la cabeza de la desafortunada mujer y tiraba de los grilletes que terminaban en sus muñecas. Unos días antes había corregido esa escena, había decidido que no era tan violenta como se esperaba de ella, pero no le parecía que con aquella fuerza dramática hubiesen conseguido el efecto deseado. Se había duchado a toda prisa y tenía el pelo mojado, se puso unas gafas completamente negras y dio por sentado que aquello no duraría más de la media hora que había programado, aunque, también sabía que la gente solía quedarse al final para charlas con los actores, que al fin eran amigos o parientes. A aquella hora, en aquel lugar -una calle peatonal un domingo a las once de la mañana-, no esperaba encontrar a Vadejean y al tutor Mersi, los dos juntos y parados entre las veinte personas que escuchaban y aplaudían cada movimiento de escena. Fallupe los vio, sin embargo, ellos no pudieron verlo a él, que se movió a sus espaldas y permaneció en un segundo lugar intrigado por aquella visita. Luego observó sin cambiar de sitio, que se acercaban a Cessy Igrunne y hablaban con ella con firmeza y moviendo los brazos enérgicamente. Ella trató de devolverles cada pregunta en un tono parecido, nadie podía suponer lo contrario con aquel carácter y naturaleza que llevaba con tanto orgullo. Y mientras se movía para interponerse en la 266


conversación podía escuchar al tutor, “pediremos que la prohibición de la obra”. Sonaba como una cadena arrastrándose por el pavimento, ahogándose en su propia y voz y tosiendo de rabia y desconcierto. Los actores, Perry, Fallupe y todo el resto, hablaban a menudo de la fijación del tutor y confiaban que más pronto que tarde alguien pudiera “ponerlo en su sitio”. Esto era que lo denunciaran por acosador y perdiera el juicio, que los alumnos pidieran cambiar sus clases por trabajos sociales, que la policía lo despertara a media noche porque alguien les llamara diciendo que estaban asaltando su casa, o cosas peores. Le habían cogido manía, no le simpatizaban lo más mínimo y él se lo había ganado a pulso cada vez que presentara una queja en contra de sus trabajos. Ahora, como ya no dependían del colegio, decía que pondría una denuncia en la policía porque el contenido iba en contra de los principios más altos y nobles de la república. -¿Supongo que ha venido hasta aquí para montar bulla? -preguntó Fallupe apoyando su mano en el brazo de Cessy para que le dejara hablar a él. -He hablado con el jefe de policía y está muy impresionado por la falta de honradez que los estudiantes de teatro están mostrando -empezó de nuevo su discurso, esta vez dirigiéndose a él. Fallupe hacía acopio de templanza sin desviar los ojos de él. No podía disimular que le subía la tensión sólo de ver al tutor, pero hacía todo lo posible para poder contestarle sin excitarse. -He procurado no pensar en usted todo este tiempo. ¿Y sabe qué? Se vive mucho mejor lejos de sus clases. Cuando otros alumnos me contaron todo lo que usted hace por arruinar sus trabajos comprendí que allí se pierde el tiempo. -Eso es. No soporta que sus alumnos no cuenten con usted porque tienen una opinión muy pobre de sus consejos -.Añadió Cessy. Eso era lo mínimo que podían decir de aquel ser de ojos pequeños, de andares diminutos, de ropa limpia y planchado impecable. Había pasado un buen rato peinándose aquella mañana, eso saltaba a la vista, pero Fallupe adivinaba que aquel perfume era barato y que sudaba mucho, por lo que podía llegar a resultarle repugnante a algunos de sus alumnos. Se percibía aquel olor acre y pesado a bastante distancia, la suficiente para no poder escapar de él a menos que se cambiara de habitación, lo que en la calle no iba a ser posible. Además, debían esperar a los chicos para ayudarles a recoger. -Es posible que me estés menospreciando, hijo. Te aconsejo que no te lo tomes a broma -se enfrentó a Fallupe, sin que Vadejean, el que parecía su guardaespaldas, dejara de poner aquella cara de “enojado que no entendía nada”. El sol de mediodía empezaba a ser molesto y eso no ayudaba. Si alguien hubiese puesto un termómetro sobre la cabeza del tutor Mersi, hubiese descubierto que estaba a punto de hervir. Incluso en el momento en que los dos intrusos empezaron a moverse y tomar distancia con los actores callejeros, Cessy mantuvo su postura, estaba en tensión, todos sus músculos a punto de estallar, cogiéndose el cuerpo con los brazos como si así pudiera impedir arrojarse contra ellos. No deseaba ocultar el deseo incontenible de ponerse violenta; a pesar de eso, se contuvo. Tanto Vadejean como Mersi la conocían bien de antes y sabían de lo que era capaz si la enfadaban, así que no prolongaron demasiado el encuentro. De un parque cercano llegaba el olor de los árboles a aquella hora de la mañana, soplaba una ligera brisa y la temperatura era suave si no se paraban al sol, lo que parecía ineludible en las circunstancias de atender a la pequeña obra que habían montado, precisamente en aquella esquina sin sombra. Los rodeaban todo tipo de carteles que anunciaban los negocios de la calle peatonal, colegios, zapaterías y joyerías, cafeterías y sex-shops, almacenes de ropa y galerías de arte, todo perfectamente distribuido y cerrado por algún santo local. Y, aunque en medio de la discusión, Cessy y Fallupe apenas se habían visto a la cara, ahora era él el que se volvía hacia ella para pedirle que lo olvidara aludiendo un motivo definitivo para seguir aquel consejo, “son unos idiotas”. Fallupe se resistía a preguntarle a Cessy sobre su madre. No podía imaginar que una madre renunciara al amor de sus hijos por un divorcio, después de todo ya no estaban en los angustiosos tiempos del nacionalcatolicismo y ya cualquiera se divorciaba sin que eso supusiera un trauma. Era 267


posible que ella hubiese intentado conservar la parte del hecho familiar que pudiera, pero era obvio que todo se había torcido hasta un punto difícil de creer. Además, en estos tiempos, en los que ya nadie se compromete de por vida como se hacía antaño soportando todo tipo de torturas en la convivencia, divorciarse a llegado a ser un gran alivio para los que más padecen una unión, que si en un principio fue desea, terminó por tener el significado de una cárcel. “En cualquier momento”, pensaba Fallupe, “ella querrá hablarme de eso y yo estaré aquí para escucharla”. Le bastaba de momento compartir con Cessy sus sueños y sus planes para el futuro. Las chicas, más que nunca necesitan seguridad, necesitan chicos dispuestos a dársela y Fallupe parecía dispuesto para enfrentarse al reto desconocido de cuidar de ella. Aparentemente era el tipo de cosa que pensaban todas las parejas cuando daban aquel paso del compromiso, no podía eludir que había una forma correcta de hacer las cosas y otra muy loca; la época de hacer locuras estaba llegando a su fin. “Debo cambiar. No puedo seguir como hasta ahora. Debo sentar la cabeza y dejar de actuar como un irresponsable”, se repetía. En aquel momento en que empezaron a recoger y abrió la puerta trasera de su renault 4L, toda la atención de Cessy estaba puesta en los actores que desmontaban dos pequeños micrófonos, al tiempo que ayudaba a Fallupe a meter un amplificador en el maletero. Hubo alguna distracción por ambas partes en la operación y el se golpeó una mano, lo que no debió de ser muy agradable a juzgar por su grito y gestos de dolor. La consternación y el sentimiento de culpa por lo ocurrido llevó a Cessy a aparcar el aparato de un empujón y pedirle la mano para poder verla más de cerca. Él obedeció como si se tratara de un niño de no más de seis años. Se inclinó sobre él que se había sentado debajo del portón y le besó la mano. No había marcas y ella se obstinaba en inclinarse de manera que su escote dejaba ver que no llevaba sujetador y adivinar sus pezones en cada movimiento. Nunca sabría cuanto hubo de deliberado en aquella reacción pero, en un segundo, olvidó el dolor de su mano y necesitó dejar de creer en la mujer que necesitaba protección. Creyó que de seguir así, debido a su juventud, tendría una erección no deseada. “Debemos cuidarnos Cessy. Cuidar el uno del otro. Darnos seguridad”, le dijo. Apenas unas horas antes, él le había pedido quedarse a dormir en su habitación en el piso que compartía y ella le había respondido que aún no, pero que ese momento llegaría pronto. Lo que Cessy recordaba de su madre eran las sesiones de cafetería de los domingos por la tarde con sus amigas. Cuando ella decidió abandonarlos para ir a vivir con un hombre que tenía por toda ocupación escribir novelas, Cessy ya empezaba a presumir a salir con chicos y Denís vivía con unos amigos en un piso de estudiantes; aunque, en tales circunstancias no les hubiera afectado demasiado en sus costumbres y nuevas vidas de adultos, lo cierto es que se lo tomaron muy mal. Abandonaron el club de campo al que iban a fiestas de juventud, eso sí lo hicieron sin que tampoco dar demasiadas pruebas de que les importara demasiado y se cambiaron al gimnasio del instituto con todos sus aparatos e uniformes de gimnasia, lo que ocupaba un par de bolsas a cada uno y que intentaron meter sin éxito en las taquillas que les ofrecieron. El traslado tampoco pareció importar demasiado al profesor Aquilín que entró en una desgana que se convirtió en pereza y aún se agravó cuando tuvo que aprender a vivir solo. Aquello no había sido bueno para nadie. La madre se había hecho un “puentes de Madison” pero con diferente final. Cuando Cessy y Denís dejaron finalmente su afición por el deporte y la cambiaron por el teatro, dejaron las taquillas llenas de botas usadas y camisetas sudadas, que finalmente un profesor tiró a la basura porque le resultó imposible encontrarlos para pedirles que las vaciaran. Había que seguir adelante sin mirar atrás y su nueva afición por el mundo bohemio los cautivó de forma tan intensa que hasta las llamadas de teléfono de su madre a las que no contestaban o colgaban al reconocer su voz, pasaron a un segundo plano. Tal vez, aquel giro inesperado en sus vidas los había hecho desdichados durante uno o dos años, pero lo habían enterrado sin compasión. Habían moderado la felicidad de sus recuerdos infantiles. Pero, después de todo, se trataba de su madre, y seguía viviendo en la misma ciudad, no podrían eludir eso indefinidamente aunque, conocían otros chicos que lo habían hecho; otros chicos, que habían 268


decidido tratar a sus padres divorciados como a desconocidos e incluso cambiar de ciudad para no volver a verlos. También debemos añadir que, en esos casos, había problemas de violencia pasional difícil de asumir. Cuando su madre le dijo a Cessy que se iba a vivir con un hombre que no era su padre a un apartamento en el centro, la sorprendió hasta el punto de hacerla creer que bromeaba. Le dijo que no podía entenderlo y que ella no se lo podía explicar. Aquel estado de enamoramiento era algo difícil de encontrar y cuando alguien llegaba a aquel estado -como si se tratara de un nirvana o así lo entendió Cessy-, le volvían la espalda al mundo, les daba igual lo que pensara nadie y daban por bueno cualquier dolor ocasionado a cambio si no quedaba más remedio. Los enamorados no sólo estaban como en una nube y se dedicaban a dar largos paseos en medio de la gente como si no la vieran, sino que consideraban que el amor era mejor que cualquier lotería y empezaban a hacer todo tipo de planes, lo que en el caso de Amaranta, su futura suegra, era como de pronto le hubiesen quitado veinte años de encima. Era muy posible que la queja de Cessy estuviera más que justificada, nadie puede ir dejando por ahí hijos y sale huyendo sin da tiempo a asimilar un choque semejante, o al menos ella lo había sufrido así. Tal vez no había sido la decisión tomada, sino la forma en la que huyera, con una maleta a media noche despidiéndose por teléfono. A nadie le gustan estas cosas, mucho menos favorecen a la imagen que otros se hayan hecho de nosotros de habernos visto en tal accidente de nuestro destino. Pero, la capacidad que tiene alguna gente para saber escoger el momento, es envidiable. Pueden volverse invisibles por el tiempo necesario hasta que encuentran que se dan todos los factores que pueden ayudarlos en dar aquel paso decisivo que tanto anhelaban. Saben argumentar, pero no lo hacen, prefieren actuar con rapidez y sin excusas. Esa ciencia consiste en eludir poner de manifiesto la profundidad del acto y el cambio que va a suponer para al vida de todos, también los inocentes. Tal vez es por esto que nos encontramos con muchos políticos que se dedican con ansia a buscar esa frase de la prensa que tanto les gusta y que digan de ellos que “saben manejar los tiempos”, patético de todo punto. Pero lo realmente chocante del cambio operado en Amaranta después de su divorcio, no tuvo tanto que ver con su familia como con su trabajo y su propia forma de ser. Trabajaba en una pequeña empresa de camioneros y transporte de piedra; aparentemente nada extraño, pero entre sus labores como simple administrativa, alguien decidió que entraba también entregar los despidos a aquellos camioneros de los que la empresa quería prescindir. Y llegó a hacerlo con tal maestría que era capaz de argumentar motivos para convencer a los trabajadores de que aquel, era un despido justo y bien ponderado. En el cambio que en ella se operó y del que nunca sus hijos ni Aquilín tuvieron noticia, fue que se empezó a sentir avergonzada de su trabajo, hasta el punto de pedir que la relevaran de aquella responsabilidad. Su nuevo amante no entendía lo que le pasaba y ella entró en una depresión, que si bien no fue muy profunda, la hizo ir al médico y permanecer en casa incapacitada para el trabajo y medicándose, durante al menos un mes. Cuando Fallupe dejó de quejarse del golpe recibido al cargar en el auto el material de la actuación, condujo lentamente calle abajo mientras Cessy Igrunne lo miraba. No había prisa, y sin la presión de tráfico de un día laborable se permitían disfrutar del paseo haciendo comentarios sobre los paseantes. Y fue en ese instante de distracción cuando Cessy vio a su madre caminando justo delante de ellos, parándose en un escaparate de una zapatería. La había reconocido al acercarse de frente, pero al quedarse allí plantada dándoles la espalda, aún podía verle la cara en el reflejo del escaparate. “Para un momento”, le dijo, “Es ella. Esa es mi madre”. Fallupe la miró con atención pero los coches que lo seguían empezaron a hacer sonar sus claxóns como si les fuera la vida en ello. Apenas fue un segundo y se puso de nuevo en marcha sin esperar un comentario más de Cessy que enmudeció hasta llegar a su destino. Amarante recordaba perfectamente el primer despido, el primer día en su nueva responsabilidad y todas las emociones contradictorias que le había provocado. Tanto si hubiese querido como si no, tuviera que hacerlo, ese era su nuevo trabajo y no podía negarse. Entonces -nunca lo había hecho-, cabría precisar que el motivo del abandono de su predecesora había sido una grave enfermedad. 269


Para nadie pasó desapercibido que su último despido bebía más de la cuenta y que todos pensaron que sin trabajo se moriría, y no estaban del todo en un error. Lo cierto es que la persona despedida y aquella administrativa que le había entregado la carta coincidieron en la habitación del hospital por cardiopatías parecidas y los dos se murieron en un corto espacio de tiempo. No era un trabajo fácil, desde luego y una y otra vez se repetía que para ser honestos, aquel que decidía los despidos debería dar la cara y entregarlos él mismo. Era una cobardía hacer así las cosas. Pero no hubo respuesta inmediata y luego llegó lo de su enfermedad, esa fue la única manera de que la relevaran de aquel penoso trance. Por cierto que la persona que la sustituyó estaba encanada con su nuevo destino, disfrutaba con aquella sensación de poder y aún con un sueldo medio, se creía el dueño de la empresa y la defendía disfrutando de todo lo que hacía y el miedo que infundía. Todos lo miraban con desprecio a sus espaldas. Fue apenas un segundo, pero Fallupe se hizo una idea clara de aquella figura de mujer madura pero bien proporcionada. Llevaba un vestido floreado muy apropiado para el final de la primavera. No creo que se pueda decir que se trataba de un vestido juvenil y a Fallupe le parecía muy adecuado que las mujeres de edad, si conservaban buena figura, la lucieran sin temores. No había pudor en eso, además, tenia un pecho envidiable según todas sus amigas, y por mucho que intentara disimularlo no hubiese sido capaz. Andaba con la despreocupación de nunca volver a ninguna parte, ni rastro de preocupaciones y su cuerpo parecía buscar el balance de los tacones en cada paso. Cada una de sus prendas, su pelo o sus pendientes formaban parte de una elección premeditada y cuidadosa; no se ponía nada por casualidad, pero en ningún momento era excesiva. Salvo alguna pequeña indecisión al ver a los transeúntes e iniciar la marcha evitando tropezar, podemos decir que tenía un atuendo literario, o al menos, lo suficientemente teatral para servir de modelo alas actrices en busca de sus propios movimientos. -Está muy delgada y no parece la misma persona -dijo Cessy al llegar al apartamento. -Voy a preparar algo de comer después de lavarme -respondió él-, pero puedes coger algo en al nevera mientras se hace. Fallupe se veía la mano golpeada y la abría y la cerraba haciendo gestos de dolor. Finalmente la metió debajo del agua fría que salía con chorro violento del grifo y la mantuvo allí un momento. Volvió a mirarla y la secó esperando que el dolor desapareciera en cuestión de horas. No le resultaba nada varonil quejarse delante de Cessy y se hacía el fuerte como los niños que se caen con la bicicleta y la madre interviene convenciéndolos de que ella son hombres y que por eso no deben llorar. Hacerse el machito no le concedía ninguna ventaja a los ojos de ella, pero era lo que todos los chicos hacían y él no iba a ser diferente en eso. Podía eludir a Vallejean cada vez que buscaba pendencias, mantener el temple y mostrarse frío con él sin que eso supusiera un desafío, pero ni su tranquilidad delante de los momentos más violentos lo hacían más valiente de lo que en realidad era. -Parece que ha conseguido lo que quería. No se la ve especialmente feliz pero si así es como quería estar no debo disgustarme, después de todo es mi madre -era cuanto podía decir en favor de aquella mujer que le parecía veinte años más joven que cuando convivía con su familia. -Las cosas no siempre son lo que parecen -replicó Fallupe que volvía en dirección a la cocina. -Nosotros no vivimos con todas las consecuencias. No necesitamos llevar las cosas al límite. Hay algo de miedo cultural en nuestras decisiones. Si algún día decides lanzarte a vivir sin importarte lo que piensen tus amigos o tu familia de ti, si empiezas a vivir como si la vida fuera una aventura en la que sólo querrás sobrevivir cada día sin que nada más te importe, avísame con tiempo, que no me coja de sorpresa. Con lo de mi madre ya tuve bastante. Aquel empezaba a ser un día decisivo, uno de esos días que a Fallupe no le gustaban porque ponían condiciones. Lo más importante era seguir sintiendo lo que sentía por Cessy, que de repente se había convertido en una caja de reproches. No ponía graves objeciones, le contestaba sin demasiada fuerza porque sabía que se jugaba mucho con sus recuerdos de sus madre y no quería enojarla. Mientras se esforzaba por poner huevos y jamón en el aceite hirviendo sin que saltara 270


sobre sus manos, reparó en que Cessy se había acercado por detrás y empezaba un largo abrazo a su espalda. Tenía las manos calientes y lo apretaba como se aprietan las herramientas. Una hora más tarde aún no habían empezado a comer. -Tú consigues que me sienta un hombre maduro, lo que nunca pensé que sucedería -no tenía fuerzas para empezar una larga conversación, pero hacía frases cortas e ingeniosas buscando su aprobación. -Yo también estoy aprendiendo algunas cosas contigo que son importantes para mi -replicó Cessy mientras se ajustaba la camiseta por dentro del pantalón. Empezaban aquello que habían llamado un estado superior en su relación y Cessy creía que podría manejar la situación porque no tenía un concepto complicado de la psique de Fallupe. Después de todo había aceptado ir de pesca con Aquilín y aquello era una forma de someterse al orden familiar, si algo de aquella familia aún había quedado. A él se le veía feliz y por eso soltaba aquellas frases en las que ella era la protagonista triunfal y meritoria, y lo cierto era que no solía recrearse en aquel tipo de piropos. -Pronto tendremos que estrenar la obra y buscar un local para hacerlo. Perry quiere pintar la tienda y voy a echarle una mano pero los chicos no podrán ensayar la próxima semana. Cessy se apuntó al pintado, después de todo, Perry hacía mucho por ellos concluyó que le gustaba formar parte de aquel equipo. Su ofrecimiento fue repentino y Fallupe no había contado con él, pero dijo que sería buena idea. Sentirse útil y poder demostrar que un tramollista sabe hacer casi de todo, le ofrecía además la oportunidad de demostrar que podrían hacer ellos mismos los decorados si lo desearan 3 Las Furias Las insinuaciones de Amaranta acerca de la falta de valor de Aquilín cuando le dijo que se quería divorciar y él no puso una sola objeción; le daba exactamente igual a todos. Se lo dio a entender a Cessy, quien una tarde necesitó comentarlo con Denís y Fallupe mientras pintaban la tienda de cómics y aprovechaban una ausencia de Perry. Ninguno creía que Aquilín fuese más o menos valiente que otros hombres y decidieron que no se trataba más que del resultado del resentimiento en el momento de la ruptura. Estaban un poco desorientados acerca de las causas reales que habían llevado a sus padres a divorciarse y nunca entendieron lo esencial acerca del amor, y eso era que el amor pasa y las parejas deciden distanciarse y finalmente separarse. El que no fueran capaces de ver lo débiles que son las relaciones humanas añadía fuerza a la idea del riesgo de Fallupe y Cessy algún día se separarían también. Concluyeron que cuando la gente decide poner fin a una relación de años, posiblemente sobran los motivos, pero se buscan otros que parecen absurdos y no son mejores que los reales. La complejidad de las relaciones triviales permiten a las personas excluir a unos u otros de sus conversaciones, sobre todo si son de temas familiares, por eso a pesar de lo mucho que apreciaban a Perry, cuando volvió con un nuevo caldero de pintura, cambiaron de conversación de forma espontanea. Recordaron entonces que después de su actuación callejera se les había acercado el dueño de una sala para proponer al grupo de teatro que actuara en ella. Había sido poco después de que partiera el renault, y había hablado con Perry que se había pasado por allí pero había llegado tarde. Había aclarado que no pertenecía al grupo pero que podía ponerlos en contacto, ya que los actores tampoco estaban muy al tanto de ese tipo de cosas. Resultaba muy apropiada la conversación cuando se trataba de pintar porque el tiempo pasaba volando y la fatiga parecía 271


desaparecer. La habitual complejidad de al conversación de Perry los llevó a hablar de la labor que el arte llevaba a cabo al acercar a los seres humanos. No recordaban haber hablado de eso antes y él parecía tener el concepto bastante claro, pero Fallupe, sí recordaba una ocasión en mitad de un ensayo en que Perry le había dicho que le congratulaba que hubiera actores de diferentes razas en la compañía, aunque tuvieran que enfrentarse a una obra que se desarrollaba en la Europa medieval, entre reyes y lacayos. Fue entonces cuando Perry añadió algo. -He conocido a un tipo de raza negra que vino a comprar unos cómics que cree que sentirse conmovido por el arte sin conocer al autor, nos hace más humanos. Él cree en la idea de que eso suceda sin saber si el autor es africano europeo, si va usualmente descalzo o en zapatillas, si desprecia el dinero o la vida social, sino le interesa darse a conocer o los premios que tantas voluntades compran, hace que el arte sólo dependa de la sensibilidad humana. La idea que exponía Perry no tenía más intención que repetir un argumento que otra persona le había comunicado y que le había llamado tanto la atención que compartirlo con sus amigos. En es momento Tucson, oyó la puerta de la entrada, salió disparado y tropezó con una bandeja de pintura que se derramó sin remedio y los puso a todos alerta. Intentaron devolver la mayor parte a la gaveta con un cartón y el resto limpiarlo antes de que empezara a secarse. Perry se aferro a un trapo persiguiendo al perro y al fin pudo atraparlo, pero se le veía muy rojo y sofocado. Lo puso en el lavabo con intención de no soltarlo hasta terminar de recoger, pero se le pasaría el enfado en unos minutos. Por un momento todos creyeron que le iba a dar algo pero era parte de una reacción normal de furia contenida. Sus amigos nunca lo habían visto así pero pensaron que no debía ser muy habitual en él y que estaba cansado y excitado por el exceso de trabajo de los últimos días. Nadie entró en al tienda finalmente, debieron leer el cartel que anunciaba, cerrado por reformas. Y Fallupe volvió sobre la conversación. -Me parece muy acertada esa valoración sobre el arte. Además el teatro, la poesía, el cine, todas las formas de arte caben en ella. Nos ayudan a conocernos y eliminar las diferencias y prejuicios. Tal vez sea algo obvio para muchos, pero no había caído en ello. -¿Cómo era ese hombre? -preguntó Denía interesado -Eso es lo mejor -señaló Perry que volvió a tomar la conversación con la misma pasión con la que la había comenzado, sin dejar de poner disolvente en la pintura del suelo y de pasar un trapo que lo estaba dejando sin huella de pintura-, ya os he dicho que se trata de un hombre de raza negra, pero lo mejor de todo es que viene huyendo de un país en guerra. Ha acabado su carrera de arquitectura en Francia y ha llegado hasta aquí andando o haciendo auto-stop. Me parece un tipo de persona que no solemos tratar. No conozco sus dramas personales que seguro que los hay, pero me lleva a pensar en esos artistas que siguen con su arte mientras las bombas caen alrededor. Por fortuna pudo salir del país y ponerse a salvo. Ahora, con la política de rechazar refugiados lo tendrá muy difícil y es posible que esté sin papeles, pero eso lo hace aún más interesante. -¿Habrás conocido a mucha gente interesante entre los que le gustan los cómics? -preguntó Cessy -No trabajaría en esto si no me gustara. Soy un apasionado del papel. Creo que a mis clientes les pasa lo mismo; no son las historias, es el papel -explicó Perry. Uno de los aspectos que ha Fallupe le gustaba de Cessy era que era un año mayor que él y se veía reflejado en su inteligencia, era como si fuese también un año más inteligente que él y que los otros chicos -que al fin eran de la promoción escolar de Fallupe-. Desde luego no era una guapita al uso, es decir, no había seguido los pasos de otras chicas de su clase que se pasaban el día retocándose y cazando chicos de los cursos superiores, pero era cierto que existía esa superioridad que siempre ayudaba. Incluso de haberlo deseado, no habría tenido competencia de haber estado a lo mismo que el resto, porque las otras chicas eran muy competitivas en aquel juego de ponerse guapas, pero no había ninguna que pudiera decir que era mucho más guapa que ella. Mientras estuvo en el grupo de teatro todo su interés se focalizó en Fallupe y olvidó por completo a aquellas antiguas compañeras de clase y su lucha por la popularidad. Olvidó algunas veces que había salido con ellas y conocido a Vadejean, olvidó su aspecto acaramelado de otro tiempo, olvidó volver a llamarlas, e incluso a 272


algunas buenas amigas que tuvo en medio de todo aquello. No tenía interés por volver a verlas y cuando hablaba de aquel tiempo y de como dominaban a los chicos, se refería a ella como “el liderazgo de las simplonas”. Decía, “en el tiempo del liderazgo de las simplonas”, o “sí, tristemente debo reconocer que yo fui parte del liderazgo de las simplonas”. Pero según ella, mucha culpa de todo aquello la habían tenido los chicos mayores que siempre hacía lo que ella querían, y nunca ponían objeciones para ir a donde ellas deseaban. En aquellos tiempos Cessy acababa de salir de la adolescencia complicada del reciente divorcio de sus padres. Se acostumbró pronto a que la fueran a buscar a casa de su padre algunos chicos muy poco recomendables pero que hacían todo lo que les pedía a cambio de un poco de complacencia. Tenía que admitirlo, había sido la etapa más caótica, resentida y decepcionante de su vida, y a pesar de todos sus intentos por encontrar un chico que la conociera y la tratara como ella deseaba ser tratada, no fue hasta algunos años después, cuando conoció a Fallupe, que le pareció vislumbrar algo parecido al amor tal y como lo podía imaginar. Lo chicos de entonces no habían sabido comprender como los veía, ni tenía ni la idea más remota de lo fría que podía sentirse cuando les sonreía y además de todo eso, cuando rompía con ellos ni imaginaban que nunca los había tomado en serio. Algunos se habían molestado demasiado en obtener sus favores y tampoco era cuestión de galantería, si bien, cuando ella quería podía beneficiarse templadamente de todos sus líquidos y despedirse sin un reproche. Vadejean fue una excepción, o no entendió la despedida o se pilló sin remedio, tal y como le pasa a los obreros con las chicas de familia bien, pero en su caso, al revés. Quiero decir con esto que el muchacho era de buena familia, de muy buena familia, si señor; mientras que Cessy hija de un profesor de autoescuela y de la oficinista de una empresa de transporte en la que, su madre, entregaba las cartas de despido, se empezó a sentir como el príncipe que perseguía a su Cenicienta para probarle el zapato. Y de pronto, en aquella relación, que para ella no había sido sino un entretenimiento más, se vio enfrentada la negativa de Valdejean de romper, de pasar a un nuevo estado de libertad en sus vidas y al hecho de que empezaba a pasar de edad para seguir jugando con sus amigas, las chicas del “liderazgo de las simplonas” a seducir príncipes de papel. Hay algo que debemos creer que era importante para Cessy de aquellos novios adolescentes y eso era que se parecieran a alguno de sus artistas favoritos, y por alguna razón de la naturaleza, el parecido de Vadejean con Mick Jagger era asombroso -el Mick Jagger de los sesenta, por supuesto. Otra cosa era el de sesenta años del que también tenía algunas fotos-. Siempre había sido así y posiblemente también Fallupe se parecía alguno de sus cantantes o actores favoritos, pero en ese caso no parecía dispuesta a confesar tan íntimas condiciones estéticas. De tal modo habían influido las fotos, los reportajes y los conciertos de fin de semana por televisión, que Vadejean se sentía muy orgullo de que una vez le hubiese dicho que si supiera cantar sería el hombre perfecto; por supuesto no hablaba en serio, pero él se lo creyó. Y de forma tan devastadora, aquellos comentario debieron influir en Vadejean, que empezó a vestirse y comportarse como el cantante de los Rollin, o al menos lo que conocía de él. Era uno de esos casos de tipos que te presentan y te parece que los conoces de algo pero no acabas de saber de qué, y entonces en un mal momento te das cuenta que todo en él es una imitación de un personaje público. De nuevo, con sus camisas apretadas de pecho al aire, sus pantalones ceñidos y sus zapatillas, Vedejean se creyó preparado para de nuevo intentar impresionar a su amor pasado. Se alisó el pelo y se compró unas gafas con cristales de colores como las de la mejor época hippie del cantante. Cuando Fallupe lo vio comprando en la tienda de cómics se quedó sorprendido, sobre todo por el cambio radical de su color de pelo y exclamo: “¡Nadie puede ser tan osado!”. Pero Cessy era demasiado paciente con Vadejean y se rió como si todo aquello fuera un juego de niños del que no cabía preocuparse. Aquello empezaba a ser realmente molesto para Fallupe, y estaba tan acelerado que aquella tarde apenas le apetecía bajar hasta la casa de Anubis, en la misma avenida de Lahzaro donde se desarrollan sus vidas. Se resistió mientras Cessy y Perry tiraban de él para levantarlo del sillón, y aunque lo intentó con firmeza finalmente tuvo que ceder y acompañarlos. Tampoco estaba 273


especialmente locuaz y su actitud no pasó desapercibida para nadie. Bajaron por la calle sin reparar en lo denso del tráfico y lo molesto que les había resultado otras veces. En la última calle que cruzaron antes de llegar, Fallupe observo que Cessy tiraba de su camiseta como si intentara llamar su atención sin que nadie se diera cuenta, aunque no había existido ningún motivo para una atención tan poco usual, además de permanecer cariacontecido durante el trayecto. Algunos chicos esperaban en el bar, así que no había tiempo para demasiados arrumacos o besos de jóvenes enamorados. Él cogió su mano y eso fue todo, caminaron juntos hasta llegar a su destino. En el bar se sentaron un grupo nutrido de actores con ellos y quisieron preguntarle por los planes para la obra que estaba casi lista. Incluso aquellos más críticos con su labor, de los que siempre había, quisieron escucharlo. No los decepcionó, se extendió sobre sus planes, incluso (y sabía que no debía hacerlo) habló de sus sueños. Intentó no parecer uno de esos tipos que no ven el lado práctico de lo que hacen porque sabía que los chicos querían acción y él no tenía ninguna prisa por estrenar. De lo que dijo pudieron entender que había hablado con algunos productores que podrían llevarlos por provincias, y después estaba aquel ofrecimiento que le habían hecho a Perry, lo que tampoco se tenía que despreciar. Lo miraban con atención y estaban ansiosos por escuchar una fecha más o menos concreta, pero también en eso fue discreto y prudente. “Cuando estemos listos, tendremos una sala, o mejor, un pequeño teatro. ¿Por qué no?”. Antes de que hubiese terminado de dar sus razones para esperar, ya las caras de sus amigos habían cambiado y parecían más a favor de sus motivos. Estaban de acuerdo en que mostrar su obra demasiado pronto podía llevarlos a cometer pequeños errores y deslucir el trabajo realizado, así que esperar no podía ser tan malo. Permanecer mucho rato en la tienda de Perry no era asunto fácil, y eso que había espacio suficiente. Él quería que los clientes se sintieran cómodos y al contrario, no quería que entraran y salieran a toda prisa como si se tratara de una estafeta de correos. Lo cierto es que no había pensado en eso al montar la tienda un par de años atrás y los muebles parecían hechos para poner y quitar cuantas veces hiciera falta, de una funcionalidad de hospital y sin apenas comodidad. Por ende, había puesto, eso sí, una decoración excesiva de posters y cuadros en las paredes, pero al fin eran algunos de sus héroes predilectos, desde Robert Crumb hasta Nazario Luque Vera o, Miguel Brieva, este último al que le tenía un aprecio místico lo había repetido en varias paredes, eso hacía que algunos amigos se pasaran un rato viendo aquellos dibujos y fotos de los autores de los dibujos mientras esperaban. Aún así no era suficiente, aquel lugar no era lo que el quería ni lo que en un principio había deseado, por eso, después de pintar y retirar algunas estanterías se decidió a meter dos sofás de los más largos que encontró. Fallupe supuso que su amigo habría valorado la posibilidad de que muchos chavales del barrio fueran allí a leer los tebeos cómodamente sentados en los sillones, porque a la pregunta Perry contestó que había que correr riesgos, que había pensado en ello y que iba a poner una mesita con números atrasados y algo destrozados que guardaba en un cajón por no tirarlos; eso lo llenó aún más de confusión. Había que confiar en Perry, él siempre tomaba buenas decisiones, y eso estaba bastante encontrado con lo que habitualmente sucedía al grupo de teatro. Quizá deberían empezar a pensar en serio en dejar en sus manos la parte de contratos y expansión de la compañía. Le pasó uno de aquellos cómics viejos, no parecía tan estropeado. Fallupe lo abrió y comprobó que no había colores, sólo dibujos en blanco y negro. Evidentemente eso no debía tener tanta importancia porque debajo de cada viñeta había letra suficiente para no dejar de leer en toda la tarde. Se sentó y lo puso sobre su regazo, se inclinó sobre él y dijo: Bueno, no es una obra de teatro pero parece interesante. Mientras se dejaba seducir por la comodidad del nuevo sillón, miraba de reojo a Perry que no dejaba de hablar con los clientes. Parecía que la reforma daba resultado y a pesar del olor a pintura no dejaban de entrar vecinos y desconocidos interesados en todos aquellos autores que desde las paredes los observaban sin impacientarse. Ninguno de ellos iba a decir, leer mis obras son las mejores, ni nada parecido. Estaban allí, formaban parte de su mundo, eran parte, una parte importante de algo mejor que un mundo, de un universo que para muchos de ellos sólo había 274


empezado. Entonces se oyó una discusión y Fallupe se coló por la puerta de detrás del mostrador hacia el salón de ensayos. Cessy Igrunne Intentaba colocar un fondo de papel de estraza decorado con un sol y una montañas. El actor principal, Brian Omali, le gritaba que era imposible ensayar en aquellas condiciones, otros dos actores chocaban con sus diferencias en un diálogo mientras Fallupe intentaba poner orden e impartía todo tipo de consejos concernientes a quien debía callarse y quien podía seguir hablando. “A ver, explícate tú, Brian Omali, que por ser de Irlanda no necesitas gritar más”. Habían llegado a un punto en el que todos le querían decir a los otros, lo que podían o no hacer, y en su caso, como debían hacerlo. Fallupe sintió la tentación de permanecer en silencio y observar, pero no fue capaz de hacerlo y enseguida se sintió concernido y obligado a hacer valer su rango. Nunca había dejado dudas acerca de la interpretación, cada escena se preparaba frase por frase y, en ocasiones, se ponía sobre el escenario -una tarima de madera de no más de un palmo de altura- y él mismo hacía los gestos que quería que el actor repitiera incidiendo en aquellos que consideraba necesarios. Aquellos días había estado más ausente de lo permisible, había estado ocupado con la tienda y preparando un nuevo guión, y en esa pausa los actores habían creído que podían modificar algunos aspectos de la obra para sentirla más suya. Lo cierto era que sólo quedaba repetir, memorizar y limar los aspectos más sobresalientes de la misma, porque todo estaba ya suficientemente atado, pero ellos no lo entendieron así. En ese cambio inesperado de actitudes, llegaron algunos comentarios que ponían en duda el trabajo ajeno y ridiculizaban la forma de interpretar de sus compañeros. Se rebajaban los unos a los otros como si eso pudiera elevar a los primeros en sus críticas. No debemos perder de vista que era una compañía recién creada, de actores recién salidos de la escuela de interpretación y que algunos podían actuar como adultos pero tener reacciones de niños inestables y caprichosos. Fallupe no estaba nervioso, no obstante, se tomó la discusión muy en serio y amenazó con plantarlo todo a menos que cesaran las críticas. Brian Omali se sintió tan avergonzado que pidió disculpas y recuperaron un liviano equilibrio como el que siempre habían tenido. Cessy terminó de colocar sus decorados y siguieron ensayando. Unos días después, ya más tranquilo, Fallupe se decidió a telefonear a Jack Milto, y Perry, según dijo, se quedaba más tranquilo porque llevaba aquel teléfono escrito en un trozo de papel arrugado en el bolsillo desde hacía más de un más y estaba seguro de que lo perdería si no se lo daba a alguien. Las condiciones eran las de los grupos de estudiantes, resumiendo: actuar sin apenas cobrar. Pero Fallupe consideró que se trataría de una forma de “calentar motores”, hacer hablar de la obra y darla a conocer. Los chicos tenían tantas ganas de ver como reaccionaba el público que aceptaron en hacer dos pases, pero un sólo día, sin complicarse en nada más. Desde luego era lo mejor, encasillarse en una sala de teatro amateur no era lo que habían pensado. Tal vez estaban siendo demasiado optimistas e intentaban darse una importancia que no tenían, pero debían intentarlo. El domingo siguiente, ya con la expectativa de una fecha de estreno en el horizonte, Fallupe volvió a invitar a Aquilín a un día de pesca y él profesor estuvo encantado. Aquel lugar estaba más concurrido que la última vez, había domingueros merendando y niños jugando a la pelota, además de dos o tres pescadores más sin demasiado espacio. La temporada de pesca estaba en su mejor momento y eran muchos los que llevaban a su familia para un día de campo mientras lanzaban el sedal sobre el agua. Durante todo el trayecto, Aquilín se lo había pasado elogiando la forma de conducir de Fallupe. Aquello no era una novedad y terminó comprendiendo que se trataba de una deformación profesional. Como no estaban cómodos, Aquilín propuso cambiar de sitio y lo condujo por una mala carretera a un lugar de árboles frondosos y humedad sobresaliente. Además, tal y como Fallupe lo veía tendrían que bajar por un sendero hasta el río y todo en aquel lugar parecía más difícil. No estaba seguro de haber acertado con el cambio, pero no iba a importar demasiado, porque en una distracción el coche se le fue por un terraplén y volteó de forma salvaje. El accidente fue grotesco y cuando llegó la ambulancia sólo pudo certificar la muerte de uno de los ocupantes, y trasladar al otro a un hospital. 275


A Aquilín lo de pescar le resultaba una afición irrenunciable, le encantaba pasar el día moviéndose en la naturaleza, esquivando árboles y hoyos; ese era el significado de la única libertad que, ya a su edad, le estaba permitida. Se sentía tan motivado que la noche antes apenas podía conciliar el sueño; esa era la dimensión de su inquietud por aquellas salidas al río. Por la parte de Fallupe, aquella era una excursión más de tantas que hacia, con algunos amigos, sólo por pasar el rato. No había nadie en la carretera, nadie que pudiera ver, avisar de lo inestable del suelo o que pudiera ayudar en los primeros momentos del accidente. Era una carretera extremadamente estrecha y sin arcenes. Entonces, cuando Fallupe giró la cabeza para ver al padre de su novia, pudo comprobar con estupefacción que nada menos que el profesor de la autoescuela, se quitaba el cinturón de seguridad y se asomaba por la ventanilla intentando ver el fondo del terraplén sobre el que discurría el cauce del río. Tuvo la intuición de cogerlo por la cintura del pantalón pero no fue suficiente. Mirar aquel lugar allí abajo, se trataba de un desafío que nunca debió aceptar. Además, el exceso de confianza hubiese sido suficiente, pero su equilibrio había disminuido en los últimos años y no se había dado ni cuenta. Cuando se dio cuenta de lo peligrosa de la operación era demasiado tarde, Fallupe casi se cae y al intentar mantenerlo dentro del coche soltó el volante. Estaban acercándose peligrosamente a la valla protectora conocida como “quitamiedos”. Un grupo de palomas salieron volando delante de ellos justo antes de que el coche se despeñara, rodara y aplastara la parte del cuerpo de Aquilín que permanecía fuera. En un minuto sucedió todo, se precipitó al barranco, aplastó a Aquilín y se encajó en un árbol que lo sostuvo por el tiempo suficiente hasta que llegó el rescate. El ruido del coche al precipitarse contra la valla y los arbustos fue tan grotesco, que horas después de despertar en el hospital, Fallupe lo seguía oyendo. Es posible que Aquilín no se diera cuenta de nada, su muerte tuvo que ser instantánea porque uno de los guardias que acudió al accidente dijo que tenía la cabeza aplastada y estaba irreconocible. En los días de recuperación posteriores al accidente, los chicos del grupo de teatro fueron pasando por el hospital en grupos reducidos, incluso aquellos que dijeron abiertamente que todo se iba al caro, también lo hicieron. Algunos habían pensado en un triunfo fácil, en un éxito sin precedentes, incluso en un juego delirante habían pensado en la fama; a todo eso Fallupe lo calificaba de posición infantil de los que pretenden comerse el mundo, pero era en aquel momento en el que algunos esgrimían el argumento del fracaso y la decepción, en el que podía ver con claridad quién era cada uno. Tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para convencerlos de que estrenaran, más aún si tenemos en cuenta su estado. Su discurso en aquel momento fue duro para todos, pero terminó por convencerlos. Observó que todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos, “los accidentes suceden”, afirmó, y acto seguido intentó explicarles todo lo que tenía en mente antes de shock y que deberían poner en marcha por ellos mismos. Algunos actores se mostraron cabizbajos y sin demasiada fe, otros en cambio demostraron un gran entusiasmo y dispuestos a seguir hasta el final con el proyecto. Ese había sido el epítome de tanta idea acumulada, la repetición obstinada de sueños que unca antes había expuesto. “Siempre he sido un tipo bastante hermético. No me gusta dejarme llevar por las emociones y creo que las cosas necesitan su tiempo. Sin embargo, en este momento debo pediros que que os mováis con rapidez y que liberéis toda esa energía que habéis estado concentrando. De vosotros depende”. Acababan de lavarlo y cambiarle la ropa de la cama y el camisón de hospital, que era como un mandilón que se ataba a la espalda y dejaba el culo al aire. Apenas tuvo tiempo de lavar las manos con una toallita perfumada y ponerse algo colonia en los sobacos. Bajo las miradas de los chicos parecía tener un aspecto lamentable, apenas podía dormir por las noches y sus ojeras no se podían disimular. Fallupe no quiso esperar más y le pidió a Perry, que no se separaba un momento de él, que los hiciera pasar. Era como si fuese capaz de adivinar como iba a suceder todo y el resultado de tantas molestias. Fueron pasando a medida que fueron llegando. Algunos el mismo día, otros en días sucesivos, pero a todos les pedía lo mismo, “tenéis que estrenar lo antes posible. El teatro está dispuesto, no os demoréis”, repetía sin descanso. Unos días después, mientras Fallupe yacía en la cama del hospital, veía a Cessy Igrunne desde su 276


cama. Lo cierto es que era lo único que merecía la pena ver entre aquellas cuatro paredes. Observaba sus rasgos como si la acabara de conocer y nunca antes hubiese podido descifrar las orejas pequeñas, la nariz delicada y el resto de sus proporciones. Ella abrió los ojos y le sonrió, había pasado la noche en la butaca y apenas podía incorporarse sin que todas sus articulaciones protestaran. Unos días antes habían enterrado a Aquilín y ya sólo había dos personas en el mundo que tenía que cuidar, una era Denís, la otra Fallupe. Imaginó que si por algún motivo también los perdía a ellos, ¿qué interés podía tener la vida sin nadie a quien cuidar? Cessy se acercó y él intentó mover un brazo para tocarla pero sin éxito, tendría que esperar un tiempo antes de recuperar la movilidad por completo. Aquellos días hablaron mucho de ellos, de vivir juntos, de sus planes y esperanzas. Desde el punto de vista existencial, la experiencia de estar cerca de la muerte por un grave accidente, lo cambia todo, sobre todo la forma de ver el mundo y como nos movíamos en él. Se tiende a hacer más lenta la vida, por un lado por imperativo de la recuperación, pero también porque se cuestiona si vale la pena ir tan rápido. -Así estamos -dijo Cessy-, con la necesidad de ser francos el uno con el otro. En cierto modo, yo también me accidente. Para mi no es nada frecuente mostrarme tan entregada, es bueno que lo sepas. Mientras Cessy le hablaba, Fallupe sintió el deseo incontenible de besarla, de acariciarla y recibir todas sus atenciones. Era como un desbordamiento de sus emociones, algo que tenía que ver con sus ganas de llorar y, a la vez, la necesidad de sentirse consolado y dejarse invadir de una ternura que siempre había rechazado. Si alguna vez había sido probable que el amor triunfara, había sido porque lo habían visto como parte de un contrato social y familiar. Al fin y al cabo, ese es el éxito de los ancianos que se mantienen juntos durante toda una vida y que hacen frente juntos a todos los sinsabores y dramas que la vida ofrece. Fallupe sabía, porque nunca había dejado de tenerlo en cuenta, que Vadejean llevaba razón en algunas cosas. Cuando le decía que si la perdería, él estaría esperando, sabía que lo decía en serio, y cuando afirmaba que no podía ofrecerle lo que ella necesitaba, también le creía. Al menos lo creyó hasta aquel momento en el hospital en que decidieron romper. Aceptó con normalidad que la vida es un vaivén, y que hay que mantenerse en movimiento para verlo ir y venir sin que te coja desprevenido. Ese vaivén no depende de uno, por eso es mejor no resistirse ni complicarlo todo, hay que entrar y bailar con sus posibilidades. Con respecto a la obra, él estuvo allí. Entró cuando ya había empezado y se movió en la oscuridad apoyándose en una muleta. Lo hizo determinado a no dejarse ver, pero observarla a ella, brillante, sacando adelante todo aquel trabajo en aquel momento último para el que había sido creado. Observó pequeñas alteraciones en el resultado final que se podían deber a la intervención de los actores sin que nadie les llevara la contraria. Aquello que había comenzado como un juego, al final se había hecho realidad, había crecido y se había hecho adulto, sin duda con la libertad que esperara. Ya no iba a seguir con el grupo, era la última vez que los veía y no deseaba formar parte de la gira por provincias que sin duda se iba a desprender de aquel éxito, de aquellos aplausos que se desataron en le momento en que el inició su retirada. La vida seguía, habría más teatro y más oportunidades. En ese momento sólo necesitaba descansar.

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La Ciudad Enferma Katerine Sahra Vanik, seamos sinceros, no era una chica atractiva. Ni siquiera era una de esas chicas, que no siendo guapas en absoluto, guardan algún tipo de poder instintivo, definitivo o atrayente entre su físico y los hombres. Tendríamos que darle muchas vueltas para intentar descubrir lo que, sin embargo, seducía de ella. Tampoco la voz y el carácter firme que otras mujeres tenían, podríamos decir que fuera especialmente excitante o sobresaliente. La nariz parecía una pico de cotorra y los dientes se amontonaban en busca del espacio que les era negado. Durante el invierno, se cubría con abrigos largos y su figura pasaba desapercibida, pero al llegar el verano no podía hacer nada para evitar que todos descubrieran que tenía las caderas de un muchacho delgado de quince años, y el trasero raspado no pedía más que una silla para poner posarse la mayor parte del tiempo sin que nadie lo viera. No sería honesto pasar estas cosas por alto al intentar hacer una historia sobre ella, pero algo había de sobresaliente en su presencia que necesitaba contarse con una historia como esta, tal vez su conformismo, que le gustara escuchar detrás de las puertas o que nunca se hubiese rebelado contra nada, o tal vez que ese conformismo alguien alguna vez lo hubiese podido confundir con dulzura. Hasta que se casó, no supo lo que era besar a un hombre, ni intentar doblar su ropa que aparecía tirada por toda la casa, ni abrir ventanas para sacarse de encima su olor a sudor obrero, ni encerrarse en el baño esperando que se durmiera para no tener que soportar sus manos exigentes. Tampoco se había percatado hasta entonces de lo rápido que podía bajar una botella de licor un fin de semana, con los amigos entrando y saliendo de casa sin reparar en ella, estimulados por los planes de otras mujeres y las resacas al raso de las mañanas de verano. Pero aún en su recuerdo, si Trunio Adriano Gansalves no se hubiera ido con su mochila a recorrer mundo, lo tendría limpio y planchado como una rosa, que es como ella solía decir que lo tenía, con el único merecimiento de ser paseada el domingo por la tarde, llevándolo limpio y afeitado, por la plaza del pueblo entre las otras familias, las que habían conseguido tener hijos ruidosos y lucir con trajes nuevos en ocasiones tan especiales. Eso le sucedió durante un tiempo de esperar por su propio embarazo, el que llegó tarde y precipitó la huida. No le dolió que se fuera, pero la forma en que lo hizo, con una nota mal caligrafiada le pareció una traición que nunca perdonaría, una falta de estética en las relaciones humanas, tan necesitadas de guardar las formas en respuesta a todo lo grotesco que la naturaleza, con total libertad, ya le había impuesto. Se tendió en la cama con su barriga pidiendo paso durante quince días, sin más ayuda que su hermana Eshter, que llegaba con comida y dispuesta a mudar la cama. No la miraba, no le mostraba la cara para que no descubriera que tenían los ojos destrozados y escocidos de llorar. En ese tiempo creyó que algún día él volvería, aunque sólo fuera para conocer a su hijo, pero no lo hizo. Pudo, por primera vez, con el sentir del dolor de sus lágrimas en la humedad de a almohada, predecir su futuro y el viento como un adorno, penetrar entre los restos del cristal roto. Pudo entonces, en esa primera vez, congeniar con el sufrimiento, estableciendo un diálogo que aún tardó un tiempo en comprender pero que la ayudaría mucho en el futuro. Pero 279


apenas un mes después de la desaparición de su hombre, Sahra parió un niño de pelo negro y ojos castaños al que se abrazó como una medicina y eso la calmó. Al niño le puso de nombre Alvide. Como tendera y conocedora de los rasgos humanos más habituales, Eshter supo enseguida que Trunio nunca volvería y que lo que le había pasado por la cabeza no lo había llevado muy lejos, pero lo suficiente para empezar una nueva vida como si nada hubiera tan importante en su pasado. Pero para Sahra y su hijo ya nada iba a ser tan importante que les impidiera seguir viviendo con el ánimo necesario y en ello puso la madre todo su empeño, el que con los años crecería también en Alvide. Desde ese momento comprendió que ya nunca podría volver a enamorarse, no por seguir enamorada del padre de su hijo, sino porque empezaba a sentir un rechazo fuera de control por todo lo masculino. Su hermana pudo constatar que el rencor y el desprecio se confundían y se sorprendió de que fuera capaz de dominarlo y aparentar que podía relacionarse con todos sin que descubrieran lo que en verdad sentía, pero eso empezó a formar parte de una característica más de su cerebro ya no tan inocente, y debemos suponer, de que sus palabras tuvieran un tono y un pitido de falsedad difícil de imitar por quien no haya, alguna vez, sentido de tal modo. Eshter no podía entender el desdeñoso acento que su hermana ponía en volver a trabajar. La tienda las iba manteniendo a las dos, pero no podría ayudarla siempre. Sabía que volvería a limpiar enfermos y viejos en la residencia de ancianos o a asistir en alguna casa importante, pero si le dijeran que otra persona había ocupado su puesto le daría igual. Era aquella forma de enfrentarse al mundo, el andar cansado y las frases sin convencimiento lo que la asustaba. No era buena idea enfrentarla consigo misma. Y no obstante, ella había sido siempre así, ¿a qué tanta alarma? La observaba mientras lavaba a su hijo, mientras lo vestía y cuando le daba de comer, y conservaba la misma impasible postura, cubierta de la luz brillante que entraba por la ventana precipitando la sombra bajo sos ojos y su nariz. Ceñía al niño por los brazos y lo movía indefenso bajo una lluvia de palangana, lo frotaba y lo acariciaba hasta hacer su piel tan brillante que parecía capaz de los más irisados brillos. Desde el punto de vista de una hermana, fue aquel momento y no otro, en el que Eshter comprendió el insondable abismo que un ser humano sometido al dolor y al desprecio desde niño, puede crear entre él y el resto del mundo. La imposibilidad de vivir una vida normal crea monstruos que se instalan para ver las dificultades, incongruencias, contradicciones y, sobre todo, fracasos, de la gente que se dice normal. El psicólogo tampoco tenía la garantía de restablecimiento de la confianza, ni siquiera sabía si después de cada entrevista, Sahra volvería. -En momentos tan traumáticos como los que estás viviendo conseguir la colaboración del enfermo es lo más difícil, y obtener su aceptación para que vuelva es un gran avance -afirmó Flasbender desde la autoridad que le concedían todos aquellos títulos enmarcados y colgados de la pared-. Lo de alcanzar el estado de franqueza que le permita hablar de sí misma y sus pensamientos con naturalidad, eso ya va a ser otra cosa. Mientras el psicólogo pronunciaba su discurso, Sahra lo miraba como si estuviese hablando de otra persona. En realidad hablaba de su experiencia con otros muchos pacientes, pero como ella también lo era, sintió que estaba hablando de su presencia sin esperar que ella descubriera que también estaba allí como algo más que una invitada. Por experiencias pasadas, su temor más grande con cada nuevo paciente, era que no volviera después del primer encuentro, por eso necesitaba dejar claro cual era el procedimiento y que no entrarían en su problema hasta que ella se sintiera segura y preparada para hablar de ello. Para entonces, Alvide había empezado a andar y el doctor creyó que hablar del niño y las satisfacciones que le reportaba sería un buen puente para entrar en su psique, pero sería en la próxima sesión. La mejor explicación de como llegaron a la consulta del doctor Flasbender, es la popularidad de que gozó entre las clases populares por haber atendido a algunos chicos que salían de prisión, que no tenían recursos y que recuperaron su equilibrio gracias a él al tratarlos en grupo y sin pedirles a cambio nada más que su colaboración en el experimento. Cuando se mostraba intransigente con 280


algunos de sus peores vicios, los muchachos reaccionaban de forma violenta y esa era la peor parte, porque no había felicidad en liberarlos de su compromiso y explicarles que no servían para formar parte del grupo de apoyo ni del grupo principal, que sencillamente no podían seguir con ellos. Desde entonces, el resto vivían con el temor de también ser rechazados y eso facilitaba mucho las cosas, aunque era una maniobra bastante sucia. Al contrario que algunos artículos en la prensa local, muchos de ellos sospechosamente patrocinados por él mismo -artículos en los que se descubría un interés solapado por la fama y la popularidad detrás de los epítetos que lo convertían, como mínimo, en un maestro en psicológía-, en las charlas de la tienda de Eshter destinaban una buena parte de los elogios a exacerbar el entusiasmo por su físico, por su afición al deporte y por haber estado casado con una estrella del pop que en su incipiente carrera había tenido un par de éxitos, pero que llevaba años de fracaso en fracaso y frustrada por ser incapaz de pasar de ser de ese tipo de personas que el doctor calificaba de: los eternos de actitud desafiante -gente que lo intenta una y otra vez inconsciente de su limitaciones-. Fuese donde fuese, la gente no dejaba de reparar en aquella cara cubista adornada con dos grandes orejas de soplillo. Los clientes de la tienda no dejaban de importunarla con sarcásticos comentarios que podrían parecer no destinados a herirla, pero esa era su única finalidad. Ella intentaba no hacer caso y trataba a aquellas mujeres con toda cortesía, como si no fuese capaz de entender sus motivos y el alcance de sus comentarios. Las muchachas más jóvenes a las que sus madres mandaban a hacer recados para que pudieran ver la suerte que habían tenido al nacer tan bellas y delicadas, se la quedaban mirando sin poder articular palabra hasta que eran insistentemente cuestionadas. “¿Va a ser algo o vamos a estar así todo el día?”, les interpelaba intentando no perder la paciencia. Las más valientes conseguían hacerse entender y le pagaban con los ojos muy abiertos y el susto en la cara, mientras que en algún caso salían corriendo de vuelta a casa sin coger su encargo y sin decir palabra. Y ella, las dejaba irse sin inmutarse, “ a ver, la siguiente”, señalaba con resignación. Al contrario de lo que pudiera parecer, aquella relación con el mundo, no había endurecido del todo Sahra y, en ocasiones en las que se le permitía entrar en alguna crítica a terceros, a las que las señoras eran tan aficionadas, ella se despachaba a gusto contando cosas que nadie sabía. Daba miedo pensar que a aquellas mismas mujeres a las que contaba, eran su diana cuando no estaban delante, pero era tan estimulante saber que a cada una de ellas se le podía “quitar la piel” con tanta facilidad, que la única condición era que no estuvieran delante cuando el resto de lobas empezaban a airear sus vidas y que sus comentarios eran tan apreciados, que por un momento llegó a desear tener una tienda tan concurrida y socialmente estimada, como la de su hermana. Cuando en su vejez recordara aquella tienda en combate veraniego con las hormigas, no podría dejar de compararla con el almacén detrás del establo, en el pueblo donde crecieran y guardaban las dos vacas de su madre y al lado del corral de gallinas. Tenía el mismo olor a patata vieja y el mismo amparo contra el desasosiego de los peores trabajos. En aquel lugar había aprendido a comprimir el pecho con tiras de sábana de una cuarta y esconder el resto, porque en aquel lugar secaban la ropa en invierno y era fácil hacer creer a todos que alguien había entrado y se las había llevado. En aquellos primeros años porque deseaba ser confundida con un chico, y ya después de nacer su hijo y dejar de amamantarlo, porque se le habían caído y transparentaban como las membranas que los patos tenían en sus patas, o, a veces, como medusas intentando huir de la proximidad de la playa. En la parte de atrás de la tienda volvía a enfundarse en las tiras alargadas de una sábana intentando ceñirla de modo que no se aflojara durante el tiempo que tenía que permanecer al pie del mostrador, y en verdad que lo conseguía porque su habilidad para fijar el paño sobre su piel y bajo su remera del mundial de fútbol, había llegado a unos límites difíciles de imaginar para otras mujeres. Y a pesar de eso, nadie debe creer que se sentía incómoda o maltratada por tantos inconvenientes que le ponía la vida, más dolía el sarcasmo y el cinismo, las miradas insistentes, los silencios prolongados y el abandono. Pero si había algo que animaba a Eshter a creer que su hermana estaba saliendo de su depresión, 281


no era tanto como se había integrado en los trabajos de la tienda y las conversaciones abiertas con las clientas en las que parecía tan cómoda, sino que parecía haber sustituido su capacidad para enamorarse de hombres que no la querían por la dedicación al cuidado de su hijo. Sin duda no podríamos decir que se trató de una opción inteligente a la que llegó por propia experiencia, porque se trataba de su primer hijo y nunca el amor la había maltratado tanto, pero tal vez el instinto tuvo algo que ver en ello. -Cuando pasaba las tardes haciendo el amor con la ventana abierta creía que el mundo se acabaría al día siguiente, sólo por llevarme la contraria. Cuando Trunio me tocaba creía que una tormenta iba a estallar en mi interior, era una sensación tan fuerte que no es extraño que me cogiera por sorpresa que se fuera así, sin motivos ni justificaciones -le dijo Sahra una vez que se la quedó mirando mientras vestía a Alvide-. Pero ahora que ya ha pasado el tiempo necesario ya no lo echo de menos, puedes estar segura. Es una sensación extraña la que me contradice cuando creo que sería capaz de volver a hacerme daño y eso está en lucha con aquellos recuerdos. -Me agrada que me digas eso. Has pasado demasiado tiempo rumiando todo tu pasado sin compartirlo y somos hermanas -contestó Eshter que se había preocupado por ella y por su hijo cada día desde su enfermedad. Para Flasbender no se trataba de un caso más, iba tomando nota de todos los giros y las viejas historias de la infancia desgraciada de Sahra como si la hubiese convertido en un prototipo, un objeto de estudio del que finalmente poder hacer una tesis que exhibir en reuniones de especialista y universidades. En casos como este, se decía el doctor, se realizan estudios sobresalientes. Sería suficiente hacer salir a la enferme ante un auditorio lleno de eminentes mentes del mundo de la psiquiatría, la psicología y los neurólogos más sobresalientes del momento, para hacerles comprender que no existe normalidad en desafiar al mundo cuando se nace sin una oportunidad. Iba consiguiendo con mucha paciencia que ella volviera a la consulta para relatar lo que pensaba del mundo y la falta de fe que tenía en las personas que lo habitaban. Nunca ponía una fecha para su próxima cita, y si alguna vez lo había hecho no la había tenido en cuenta. Era su hermana cuando veía que retrocedía y volvía a la depresión, o ella misma, alguna vez que había sentido necesidad de hablar con alguien de sus cosas, que volvía para una de aquellas sesiones de una hora que se iba entre saludos y el habitual, “póngase cómoda”. Como persona, el doctor Flasbender no era especialmente atento, pero como doctor seguía unos pasos de cortesía tan estudiados que podía parecer que su interés por sus pacientes iba más allá de lo necesario. En su caso, Sahra se empeñaba en hablar de Trunio como si con ellos consumara una venganza y tanto le agradaba ver que el doctor tomaba notas sobre sus quejas, que cuando miraba que su mano se ponía en movimiento se despachaba sin remordimiento alguno sobre los temas más íntimos y delicados. Al mismo tiempo comprendía que los peores vicios de su marido la convertían a ella en consentidora y que semejante situación podía no ayudarla como esperaba, sino todo lo contrario al hacerla asumir su deseo de causarle el mayor daño posible. Pasaron los meses y un día, sin que mediara motivo alguno, Sahra necesitó concretar con el doctor algo que hasta entonces se había guardado para sí, y eso era la afición de Trunio de jugarse el sueldo del mes a las cartas. Trunio no era buen jugador, casi siempre perdía, a veces cantidades pequeñas, pero cuando perdía cantidades grandes, Sahra tenía que pedir dinero a Eshter para poder pagar la casa y que no los pusieran con sus cuatro maletas en medio de la calle. Intentó exponer de forma real y sin exageraciones el drama que supone vivir con una persona incapaz de dominar sus vicios. “Sé lo que es eso”, replicó el doctor como si hubiese tratado con ese tipo de enfermos con frecuencia. No era un tema fácil para ella y en sus silencios el doctor Flasbender aprovechaba para introducir preguntas al respecto que la hacían sonrojarse y cerrar los puños con fuerza; tal era las emociones que afloraban con el tema de la dependencia de los jugadores que con una de aquellas preguntas que el doctor le hizo, sus ojos se le llenaron de lágrimas y no fue capaz de contestar. No quería hablar de los días que había pasado sin comer por haberse jugado el dinero que ella ganaba y 282


que él siempre encontraba, a pesar de esconderlo esmeradamente en lugares de la casa que ni un ladrón profesional hubiese descubierto. Trunio siempre lo encontraba, siempre... se lo jugaba y lo perdía y se limitaba a decir, “lo siento”, y el silencio posterior era un filo helado que duraba muchos días. En la tienda de Eshter había un gato que le hacía compañía con la puerta cerrada mientras lo ordenaba todo. Rodaba como una bola en busca de un rayo de sol que se esparcía por el suelo de madera. Se acercaba traicionero y la sorprendía, furtivo y errante para rozarse contra sus piernas como un amante. De pronto avanzaba casi sin alejarse hasta que se enroscaba en su cola, la estremecía con su tacto de caricia velluda y se volvía a acostar en el desvarío de aquel adormecimiento ocioso. Todo ayudaba a vivir, las tablas secas del suelo, la temperatura exacta, el polvo en suspensión y los cristales pegados herméticamente de clavos, masilla y cinta americana. En breve llegaban clientas que se alejaban del animal porque no le gustaba su pelo y hacían ruido hasta la grima con los pies, arrastrando las suelas de ratón hasta las patatas en sus embalajes. Zapatos con cintas doradas y cristales que parecen diamantes, pero hasta para cristales parecen falsos. El gato mira aquellos pies de tal modo que desprecia un roce porque los broches enganchan y ya bastante pelo pierde en las grietas del patio. Hay un desorden de cadáveres en el patio de atrás, porque las hierbas esconden sus cacerías mutiladas y la sangre de sus pequeñas víctimas, desde moscas y gorriones, hasta escarabajos y ratones de campo. En la alarma de su ausencia y su silencio, podía tratarse una inquieta cacería, pero Sahra seguía con su cháchara descuidada hasta las últimas consecuencias. Ya no molestaba la crítica y la voz resentida, las otras mujeres se unían a la fiesta aunque perjudicaran a sus mejores amigas, a familiares o artistas populares. Cualquiera podía ser víctima y verdugo, nadie estaba a salvo. En una ciudad pequeña, haber heredado una tienda en propiedad como lo había hecho Eshter, y sacarla adelante con habilidad durante años, demostraba cualidades innegablemente burguesas... no en el sentido señorial y ambicioso de la palabra, pero sí en el que marcaba una preparación para el desarrollo del que las clases populares carecían. Por su parte, como compensación, a Sahra, al morir su madre le fue entregado un cofre con joyas que fue desapareciendo con la misma rapidez con la que lo pudo ir vendiendo. Unos años fueron suficientes, pagar su boda y hacer frente a las deudas de su entonces marido, fue suficiente. Pero a pesar de su fealdad, también Sahra tenía eso del estilo pulcro y educado que su madre atesoró en ellas al mandarlas a buenos colegios. De modo diferente, Eshter había puesto toda su energía en guardar y hacer sobrevivir la fuente de ingresos familiar y en eso estaba, cuando Sahra le anunció que se sentía tan gusto que estaba empezando a rechazar la idea de volver a trabajar en lo que siempre había hecho, que era cuidar ancianos. Si a su hermana le parecía bien (así se lo pidió), deseaba continuar despachando, porque según aseguró, hablar con las clientas le servía de terapia. Ella nunca antes había tenido conciencia de ese rasgo característico de su negocio, y en particular, el de sanar depresiones, tampoco podía dividir las ganancias en dos, pero podía ayudar a su Hermana a salir adelante con su hijo por el tiempo que hiciera falta, en eso no podía haber dudas; además, para una solterona como Sahra era, tener cerca a la familia era lo mejor que le podía pasar. No sólo se trataba de una creencia impuesta o una superstición, tal grado de convencimiento tenía de que el trabajo en la tienda la ayudaba con su psique, que se lo dijo al doctor y estuvieron un tiempo hablando de ello para que él pudiera tomar notas. Sin duda, había algo del desarrollo del ego en todo ello, y esa necesidad que la gente siente de que le digan que hace las cosas bien, y del mismo modo, el rechazo a aquellas personas que intentan hundirlas diciéndoles que en realidad sus progresos son banales, sus aficiones vulgares y sus capacidades pequeñas, eso era lo menos que podía hacer, y también era más de lo que una cabeza débil y golpeada por las contrariedades, podía resistir. Hablar con aquella gente mientras les envolvía sus compras la hacía sentirse importante y el doctor así lo entendió. Formaba parte del tan ansiado equilibrio, pero sólo se consolidaría si se prolongaba en el tiempo hasta hacerla saber que había un espacio en el mundo en el que podía desarrollar sus capacidades aunque la tienda un día se cerrara. Algún tiempo después de que el doctor le dijera que ya casi había superado su depresión y mucho 283


tiempo después de que ella pensara que y se encontraba totalmente restablecida, sintió que podía respirar, al fin con absoluta libertad. La bola en la boca del estómago que condicionaba el movimiento de sus pulmones casi había desaparecido y salió al patio trasero, se sentó en una silla de madera que usualmente usaba el gato y dejó que las lágrimas cayeran por sus mejillas mientras inspiraba y expiraba profundamente. Fue la sensación del aire fresco de la mañana entrando y saliendo de sus pulmones lo que le hizo pensar que si siguiera odiando como lo había hecho después de su separación, seguiría siendo incapaz de soltar una lágrima. Durante un tiempo creyó que nunca superaría todo lo malo que sentía por el mundo, el deseo de que a un presidente se le fuera la cabeza le diera al botón nuclear y lo mandara todo a freír puñetas. No había esperado superar eso. Todo lo que había podido ver de como funcionaba el mundo desde su depresión era terriblemente mezquino, mediocre y falto de compasión. Y fue, como si en contrapartida todo lo bueno se esfumara y el contrapeso no fuera suficiente para seguir pensando que eso exactamente era lo que el mundo merecía, un buen pepinazo nuclear y a otra cosa. De forma muy medida y siguiendo las indicaciones de Flasbender fue dejando de tomar pastillas, tan gradualmente y espaciando tanto la reducción de su consumo diario, que apenas se iba dando cuenta de que mejoraba día a día. Con respecto a Alvide, cuando el niño cumplió los seis años le compró una bicicleta de hombre y apenas le llegaba a los pedales. Lo que más trastornaba del silencio y la mirada de aquel niño, además de parecerse tanto a su padre, era que parecía tener las cosas claras antes de que un adulto pudiera decirle como eran o como funcionaban. Su madre se sentía también afectada por eso, por tener un hijo tan lejos de lo corriente, sin llegar por supuesto, a compararlo con el choque emocional que supusiera el abandono de su pareja. Alvide apenas hablaba, pero cuando lo hacía, todo lo que decía tenía un brillante trasfondo práctico que lo hacía parecer más adulto que muchos de los chicos de los cursos más adelantados. Aquella afición por la bicicleta que comenzó con ligeros paseos alrededor de la tiendo, pasó de ser juego a afición el día que dejó de pedalear de pie y sus piernas fueron lo suficientemente largas para llegar a los pedales sentado en el sillín de cuero repujado. Desde aquel momento supo que su nueva ilusión era tener una moto y no paró hasta que años más tarde pudo comprársela, las chicas se lo disputaban y el, a pesar de tener el rostro deformado de su madre, se aprovechaba de todas ellas dándose la importancia de una estrella de cine. Su madre lo vio crecer incapaz de reconocer en él un sólo rasgo de nobleza y muy decepcionada por cuánto se parecía al padre, pero eso sería otra historia y nos estamos adelantando a unos acontecimientos que, al fin, no tendrían mucho ver con la historia que deseamos relatar. Años más tarde, mientras Alvide subía a su habitación con su nueva novia, recordaría con nitidez las sombras de media mañana mientras fumaba un pitillo apoyada en el marco de la puerta. Desde allí mirando al gato gordo sobre la silla de madera, durmiendo a media tarde una siesta de humano. Los manzanos se movían arrullados por una leve brisa y un hombre que hacía sonar la puerta porque ya eran las cuatro y era la hora de abrir. El hombre llevaba varios días rondando la tienda sin dejarse ver y parecía el momento escogido porque Eshter no llegaría hasta más tarde. Portador de viejas intrigas Trunio entró a esa hora en que nadie entra y se miraron como si hubiese pasado un muerto entre ellos. No tenía buena aspecto pero seguía abriendo los ojos como almendras y la hizo estremecer. Cogió una de sus manos sin avisar y le prometió no haber dejado de amarla, no haberla olvidado ni una sola de su noches y no haber deseado que las cosas pasaran como pasaron. Una bandada de estorninos pasó volando sin respeto por el gato y su reinado, zumbaron como un desasosiego que lucha por no entregarse. Ella retiraba la mano y arrugaba la punta del delantal, lo retorcía con ansia obsesiva y se daba la vuelta. Trunio seguía hablando como si la nuca y la espalda pudieran expresar cada reacción a su exigencias. Tal vez solo era un suicida que no podía pagar sus deudas pero eso ya era cosa suya y le dijo que se fuera. Había sido casi imposible imaginar que un día el hombre volviera y eso no sucedía por amor, ni por ella ni por su hijo; era bastante improbable que amara a nadie jamás, o eso al menos pensaba Sahra. Sabía, de algún modo, tal vez como un presentimiento, que ella se desvanecería al contacto 284


con su piel. Se acercó tanto que podía sentir su aliento y finalmente, entre mentiras y dulces palabras, la acarició y la besó. Se derrumbaron todos los muros y cerró la puerta de la tienda para hacerle el amor allí mismo, sobre el mostrador, delante del gato atónito y deshaciéndose bajó los rayos de sol inclinados que caían desde el tragaluz. -El tiempo que pasate a mi lado fue muy feliz para mi, pero para ti no lo era. No lo supe ver .le soltó ella sin previo aviso mientras lo veía recoger -. Cuando desapareciste creí que no podría seguir adelante, pero siempre se puede. -Eso me hace sentir muy humilde, no creí que nadie pudiera echarme de menos -replicó Trunio en un más que evidente engaño; apreciable para cualquiera menos para una mujer aún enamorada. Con respecto a ese amor descontrolado que sentía Sahra, lo que no podía adivinar era que él sólo volviera por dinero y dispuesto a marcharse inmediatamente: lo que ella deseaba era tenerlo para siempre. Lo hubiese atado al mostrador y hubiese servido a las clientas haciendo como que no se percataba de su presencia y de que poner los productos sobre su pecho y su vientre lo rociaba de grasas, harinas y mermeladas. Sus labios se fueron volviendo duros y apretados mientras lo escuchaba inventar todo tipo de excusas. El doctor Flasbender le había dicho un par de días antes, que estaba curada y que sólo necesitaba mantener el equilibrio de su vida en la normalidad alcanzada hasta aquel momento. Pero nadie había previsto lo imprevisible y mientras sus ojos llenos de lágrimas y odio dejaban caer sobre ella un cansancio de siglos, terminaba de estirar el vestido y se metía la blusa en la cintura por dentro de la falda. No había albergado la idea de retenerlo, al menos, no voluntariamente. Nunca se lo pediría, “los milagros existen pero no tan a menudo como la gente cree”, solía decir. Y cuando recobró su fuerza y se mantuvo erguida, cogió un cuchillo y se le clavó repetidamente en el cuello y la espalda. Después lo arrastró al patio de atrás y allí lo dejó tapado con un hule, esperando la noche para enterrarlo debajo de un higuera. Le pareció que nunca iba a superar a Trunio, no habría otros hombres en su vida, ni otras vidas que echaran tierra sobre el pasado. Como si el odio y el afecto que sentía por él pudiesen convivir en el recuerdo. En esa ocasión, cuando terminó de hacer un gran agujero en el patio, enterró el cadáver y el gato se fue con él, porque estaba harta verlo rondar por espiarla por las esquinas más sombrías de la casa. Además si Eshter preguntaba por aquella tierra removida, podría decirle que allí estaba, que se muriera el gato. Terminó tan tarde que casi se le hizo de día con la pala llena de piedras, mal iluminada por la luna y una lámpara de queroseno. A veces, Alvide dormía en la tienda con alguna de sus novias pero esa noche fue a dormir a casa y no se extrañó de no encontrarla porque no podía saber si se había encerrado en su habitación, enfada siempre con él, para no verlo, eludiendo la conversación. En el mundo de la madera vieja se escuchan los suspiros de las termitas afilando los dientes debajo del suelo, pero esa noche no salieron ni los grillos. Cuando al fin, terminó de tapar el hoyo puso la silla de madera encima y se sentó un rato a descansar ante el aviso de los primeros rayos del amanecer. En ese momento fue consciente de su triunfo, de tenerlo retenido para siempre y su venganza consumada. En esa ocasión, estremecida del vino y adornada de barro hasta el pelo del flequillo, se lavó y se cambió de ropa y de zapatos son tiempo para reconocerse en el espejo. Se mantuvo en pie a pesar de sus ojeras y esperó a sentir el aliento de su hermana mientras intentaba abrir la puerta atrancada desde dentro. Se inclinó sobre ella y se apoyó en su hombro, le dijo que se encontraba mal y que necesitaba un café. Eshter nunca lo supo. Creyó no percibir la desconfianza detrás de los ojos descansados de hermana dormilona y le dijo que se iría a casa aquel día porque no se encontraba con fuerzas para atender el mostrador. Si era poco probable que el doctor Flasbender pudiera sentir algún tipo de atracción por Sahra, eso fue una buena excusa para pedirle que lo acompañara en sus viajes a congresos y conferencias; “es sólo trabajo” añadía mientras la proponía como objeto de estudio. Ella comprendió enseguida el lugar que debía ocupar en sus libros y sus presentaciones. La sentaba a su lado y le hacía preguntas para interpretar algunos de los aspectos del odio psicológico por la expareja. Sabía por trabajos anteriores que vender un libro de psicología como lo había hecho con aquel no era fruto de la 285


casualidad. Posiblmente había tocado un tema de actualidad, o lo que era aparecido, un tema que se repetía sin cesar en aquellos tiempos y sobre los que la gente necesitaba saber más. No podía decir que no hubiese tenido suerte al encontrar a Sahra, se trataba de un diamante en bruto, y su único mérito había sido interpretar sus rencores. Había progresado tanto y su equilibrio era tan aparente que afirmaba con convicción en cada discurso, “y aquí la tienen, completamente restablecida. Ni rastro de frustración ni aversión por los hombres”. Nunca lo diría, pero la verdadera causa de la felicidad de Flasbender no provenía del éxito de su trabajo, sino de poder tenerla cerca para exponerlo con tanto realismo. La camioneta del reparto llegó tarde la mañana en que Sahra volvió de su viaje al congreso de Psicología. El doctor Flasbender le había regalado un traje y unos zapatos y no se lo iba a quitar en todo el día. En los barrios pequeños del cinturón sin farolas es lo que pasa, un día vas a la peluquería y se comenta durante meses. Pero como a Sahra le gustaba contar, las señoras se arremolinaban a su alrededor mientras relataba su salida a escena y como vestían los hombres a su alrededor. El repartidor dejó un saco de patatas que portaba al hombro, allí mismo, a un lado de la puerta y volvió para terminar de completar el pedido. Es un chaval joven y fuerte, aunque le dobla la edad a Alvide. Cuando falsamente toca el timbre con la puerta abierta es porque quiere que lo atiendan. El gato solía levantarse en busca nuevos realismos pero a él no le gustaba que se le enredara en los pies. Cuando la mañana avanza maldiciendo el calor del mediodía, el empleado llama a gritos sin esperar que surja entre las mujeres con el traje estrenado el domingo anterior, tan pegado a sus nalgas que parece que vayan a estallar. Ella exhibe su dentadura amarilla y alborotada y á él le entra pánico, porque la desea y porque la rehuye. Se sumergen en la cuenta, ella revisa el pedido, revisa los números y la cuenta, y finalmente pone un billete en su mano y consigue turbarlo. Abre las piernas y una brisa mueve el vestido más arriba de la rodilla. Él se aleja y la vecinas comentan, “buen alazán. Y trabajador, de los que ya no quedan”.

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La Coraza De un SueĂąo 288


1 Hasta que llegó el momento de partir, Kirim no fue capaz de descifrar las palabras de su amada ni de interpretar el beso de despedida. Aún hoy hay partes fragmentadas en el recuerdo del adiós que no tienen conexión coherente con el resto de la historia. El viejo estaba derrotado, la vida enferma no perdonaba, la vejez era una trampa. Protestó contra el mundo con un quejido casi inaudible y se quedó mirando el cuadro de la pared. Los perros dormían a un lado, bajo la luz de la ventana artificial y no les gustaba aquella parte oscura de la habitación sobre la que había clavado el cuadro, pero nunca los había visto tan cerca, dormidos. La rápida rendición de su mujer (la mujer mecánica que lo había acompañado los últimos veinte años) ante la enfermedad, no ocultaba lo inútil que le había parecido, ya a en el pasado, la lucha de otros por un año más de vida, pastilla a pastilla. En su pretensión de dominar aquella nueva plaga, el mundo parecía enloquecer y sólo los más cuerdos, como ahora le pasaba a Pauline, estimaban inútil tanta resistencia. En aquella idea de controlar el mal o de desafiarlo, se justificaban los peores sentimientos y dar rienda suelta a las pequeñas satisfacciones con forma de pastilla que no podían esperar. El fin del mundo les había pillado de viaje por la galaxia, lo que se había llamado plan experimental de supervivencia en una nave. Y estar en medio de la galaxia, lo que era lo mismo que estar en medio de la nada, cuando la tierra reventó de tanto uranio acumulado, era una terrible condena. Hasta allí llegó el brillo del planeta como un enchufe cuando cuando se juntan los polos opuestos por accidente y pega un estallido que lo deja calcinado e inservible, igual. Y en tales condiciones de soledad, estar en medio de un universo oscuro y desafiante, sólo era comparable a la isla que mantenía a Robinson Crusoe enloqueciendo de soledad. Había una similitud entre aquel hombre que de pronto encontraba una huella humana en la playa y la cara que a él mismo lo asistiera durante años poniendo gestos que se reflejaban en las pantallas, al mismo tiempo que observaba el brillo estelar en busca de una señal de vida inteligente. Ante la pregunta de qué opinaba de como iban las cosas, Pauline había chirriado al mover la pantalla superior y había respondido, “ustedes los humanos creen que todo se soluciona con pastillas y por como ha quedado la cámara de congelación, llena de cuerpos muertos, debemos concluir que no es así”. Las repuestas de Pauline a sus preguntas eran tan humanas que en ocasiones había dudado del amor conyugal que le profesaba. Hablando acerca de su posición -él se refería a como se sentía debido a la situación en que se había quedado debido a los últimos acontecimientos, que habían sido últimos de verdad-, ella respondiera que: “si no encontraban vida en unos años tendrían que empezar a pensar que asumir que su nave era el centro del universo”. Algo tan insignificante como su nave no podía ser eso en absoluto, si bien era cierto que cualquier mapa o visión que se tuviera, sólo de ellos podía partir, porque según el razonamiento de Pauline, nadie más podría confrontar con otros mapas para cuestionarlos. Si Roma una vez fuera el centro del mundo, ellos ahora eran el centro de todo, nadie podría rebatir esa idea. La pantalla de cine era enorme. Y no sólo servía para ver películas de todas las épocas, sino que la memoria del ordenador contenía tal cantidad de información, que se podría escoger entre los telediarios de todo el mundo para volver a ver lo que se decía entonces sobre la muerte de Kennedy, de Lennon, de Ghandi o de King, pero había algo que durante años había satisfecho su necesidad de compañía, las finales de fútbol de todos los tiempos. Minetras hacía otras cosas, aquellos estadios 289


sonaban todo el día enfervorizados, llenos de pasión y silencios terroríficos ente los penaltis -no hay nada más cruel que un penalti, se decía-. Después metían un gol y Pauline acudía a toda máquina llena de impostada alegría para decirle, ¡han metido un gol, han metido un gol! Además de la gran pantalla en el panel central, las había más pequeñas por toda la nave, y para hacernos una idea, podía llevar más de una hora ir y volver andando de un extremo a otro en condiciones de gravedad. La tapicería de algunas estancias imitaba a un pub inglés, eso había sido una de las excentricidades del ingeniero de interiores que creía que jugar con la psicología de los astronautas sería bueno para la misión, era por eso que su dormitorio había sido copiado de un hotel reconstruido sobre un castillo escocés, con perros y paredes de piedra. El suelo era de aluminio,pero lo habían cubierto con alfombras y había retirado todos los espejos cuando murió su último compañero humano. Él no los necesitaba y Pauline tampoco. Debería haber habido una máquina de café en alguna esquina, pero eso formaba parte de lo innecesario, según habían pensado los directores del programa espacial. Desde luego, con todo lo pasado, él estaba, en aquel momento, en condiciones de decirle cuatro cosas y hubiese luchado por la instalación de aquella máquina por encima de todo. Su estómago se había hecho a las pastillas, pero echaba de menos sentirse humanamente necesitado de cafeína. Estaba seguro de que si todos la hubiesen pedido con la suficiente insistencia, ahora estaría disfrutando de una taza con un vídeo de una playa caribeña en todas las pantallas; lo habrían conseguido si tanto lo hubiesen deseado. Enrique Muller era un robot camarero de segunda, sólo hacía labores de servicio, no era capaz de razonar ni responder preguntas complicadas; nada que ver con Pauline. Pero era muy útil si se derramaban líquidos o vitaminas, aparecía en un momento y no daba tiempo ni a decir, ¡Mierda! A Joana nunca le había gustado la ciencia ficción. Por su parte, a Firmin, su fornido novio, no le hizo falta preguntar para saber que había cerrado aquel libro para no volverlo a abrir. Desde que la conocía, lo que había sucedido unos tres años antes (tal vez más), había intentado llevarla a ver una película del espacio, de extraterrestres o de habitantes de mundos futuros, siempre sin éxito. Durante todo ese tiempo le había pedido que dejara de ver cine de carácter social y que alguna vez le dejara escoger a él. Insistió hasta que ella aceptó empezar a leer aquel libro prometiendo que si le gustaba vería con él la película, pero obviamente no le había gustado; no había pasado del primer capítulo. Una película precedida del libro que la inspiró no es buena idea, pensó Firmin. “Es una de las mejores películas que he visto”, le dijo para convencerla, pero ella seguía viéndolo con la desconfianza propia de quien podría fiarse de sus músculos pero no de su criterio artístico. “Es una pérdida de tiempo”, contestó al cerrar el libro. La primera vez que vio a Joana con aquellos ojos de enamorado ella estaba inmóvil, recostaba en un sillón con su gato en el regazo. Parecía la escena de una fotografía antigua, ella con la cabeza mirando en dirección a la ventana, el gato medio dormido. Parecían jugar, el que se moviera primero perdía. No hablaban, pero al percatarse de que él la miraba se estableció una breve conversación silenciosa. Joana levantó las cejas, lo que sin duda era un signo de interrogación. Él respondió con una sonrisa y levantando los hombros. Ella volvió a levantar las cejas indicando, esta vez, que no había nada que ver con tanta insistencia. Entonces Firmín levantó las manos indicando que no pasaba nada, que ya se levantaba y se ocupaba en algo. Desde aquel momento, aparentemente tan insulso, Firmin seguía con más atención los movimientos de Joana. Intentaba que no se le notara y se hacía el distraído escondiéndose detrás de los periódicos o haciendo que se cortaba las uñas. Se le ocurrían todo tipo de cosas extrañas acerca de su pareja, por ejemplo, que si ella estaba pensando en algo, sólo podía ser algo real, práctico y positivo, y un minuto después de pensar eso, ella se rascaba la cabeza y se ajustaba las gafas, llevándolo a un pensamiento contrapuesto en el que ella podía adivinar lo que él pensaba y fruncía el entrecejo con reprobación. Estos pensamientos no hacían más que alimentar la idea de que era digna de ser observada, plásticamente admirada o tiernamente comprendida; en un mundo ideal en el que había lugar para pasar horas acariciando la cabeza de su gato sin que ninguno de los dos se moviera de su lugar. Evidentemente, cada vez que dejaba de mover sus dedos sobre la cabeza del 290


felino, éste abría los ojos y la miraba un segundo antes de adormecerse y volver a cerrarlos sin exigir tanto como Firmin esperaba. Al final ella preguntó -¿qué pasa? -No sé como puedes pasar tanto tiempo sin moverte, no es natural, a menos que te quedas dormida, por supuesto, Pero tu no tienes sueño, ¿a que no? De forma instintiva ella se llevó la mano a los ojos en un gesto de resignación. No podía dejar de obviar que Firmin se estaba volviendo muy incisivo en sus miradas y comentarios, o tal vez, sólo se tratara de una etapa y se le pasara pronto. Firmin estuvo de acuerdo cuando la dueña de la farmacia le dijo que podía pedirle los calmantes por teléfono y que en unos días estarían allí. Para eso debía dejarle su número de teléfono y lo llamaría en cuanto llegarán. Expresó su deseo de que no se retrasaran porque ya no le quedaban muchos en casa y los dolores de sus articulaciones aparecían cuando menos lo esperaba. -En realidad son muy suaves y no les causarán problemas si los toma con moderación -le recordó la dueña de a farmacia, pero eso ya lo sabía y no necesitaba aquella aclaración-. Tiene mucha suerte, yo tomo otras cosas más fuertes y me crean muchos problemas. Le hablaba detrás del mostrador, y al fondo escribiendo sobre una mesa estaba una empleada, que le hacía gestos, intentando al mismo tiempo que no se le notara. Como si deseara advertirlo de algo, pero con miedo a ser descubierta. Si alguien le dijera a Firmin que estaba atada a la mesa con una cadena se lo hubiese creído, pero Joana esperaba en el coche, aparcado en doble fila, y tenía prisa por terminar. Se tocó la rodilla con un gesto de dolor mientras la farmacéutica pinchaba el papel en el que había escrito su teléfono sobre aquel aparato en el que se acumulaban las notas sin más orden que el momento de su llegada. Se dirigió hacia la puerta cojeando y la mirar atrás la señora lo miraba sonriendo y moviendo la cabeza como aquellos perros de juguete que se ponían e la bandeja trasera de los coches. No era una situación cómoda, ni siquiera la forma en que lo trataba, pero no quería buscar otra farmacia. Por otra parte, si cambiara de comercio dejándose llevar por sus rarezas, iba a tener un problema. Ciertas cosas debían someterse a su sentido práctico y no dejarse llevar por el argumento de las impresiones primarias. Desde el otro lado del mostrador no se podía ver a Ramona arrastrando unas zapatillas deshilachadas, que era lo primero que se ponía de su uniforme al llegar a la farmacia. Miró la tarjeta de Firmin mientras él desaparecía por la puerta de cristal y bajaba las escaleras mecánicas. Hizo ese ruido característico de fru fru de batas almidonadas y zapatillas y Maruxa, la empleada, la miró adivinando otro mal día, presintiendo dolores de cabeza sin motivo aparente y sin ronquidos en el sillón del cuarto de atrás. Se adornó con una flor de tela amarilla en el pelo que iba sujeta a una diadema, pero la tocaba a cada momento para comprobar que seguía en su sitio. El gato de la señora fue detrás de ella, en retirada, buscando el sosiego de una luz templada para dormir la siesta a su lado. -Pide estos calmantes, que parece que no queda de esa estantería -le dejó la cartulina al pasar, y se metió la agenda infinita en el bolsillo abultado de bolígrafos en la bata. -Como algunos no escriben bien los números, después es complicado rellamarlos -protestó la empleada porque Ramona era amable con todos menos con ella, y porque al no escribir ella misma los números de los clientes, después había que hacer pruebas con aquel ocho que parecía un tres, o aquel nueve que parecía un cuatro. Concluyó lacónicamente ante sus ojos negros y un gesto de hastío apoyando el mentón en el pecho y mirando por encima de las gafas. Cayó un chaparrón que enrareció más el aire y dejó la puerta de cristal empañada como las imágenes borrosas de la parada del bus. Maruxa se rascó la cabeza intentando poner atención al pasar los pedidos, se enderezó e quiso mantener una postura adecuada para no escribir con desgana. Cogió del pincho de las notas el teléfono para asociarlo al pedido, y precavidamente, como ella 291


solía, hizo una copia en una agenda cubierta de tachaduras, dibujos imprecisos y avisos inservibles. Joana se preguntaba si alguien podía desear recordar los peores momentos de la enfermedad de un ser querido, apenas pasado un año. Veía a su pareja como a un desconocido cuando se resistía a hablar de ello. Por supuesto que no hablamos de los seres queridos en este caso, sino de los peores momentos de la enfermedad, de la crueldad que se nos promete para nosotros mismos si llegamos a viejos, de eso era de lo que ella trataba en sus pensamientos mientras el coche se recocía al sol esperando que él volviera de su recado. Suponía que era inevitable que Firmin lo hiciera, aunque no deseaba compartirlo. Era inevitable que la cabeza le diera esas vueltas e intentara rechazarlo sin conseguirlo. Sin embargo, en algunas raras ocasiones, necesitaba hablar de su padre y los buenos momentos de los últimos días; necesitaba recordar lo mejor de él y como le había hecho reír esforzándose por bromear a pesar de su enfermedad. Lo vio volver sin sus calmantes, cuanto más lo miraba más se convencía de que su capacidad para sobreponerse a las contrariedades era infinita. -Tendré que volver. Espero que no tarde, con los pedidos telefónicos nunca se sabe. Joana, tan sólo un año antes, había descubierto que Firmín se había visto un par de veces con una becaria del trabajo. No le parecía nada muy serio pero suficiente para romper su relación. A pesar de toda la desconfianza que supuso y que abrió entre los dos, decidió seguir con él. Esto significaba que podían seguir viviendo juntos pero sus momentos de ternura se redujeron drásticamente y el perdón no llegó nunca del todo. Desde entonces, él ponía todo de su parte para recuperar el tiempo perdido, se volvió más detallista e intentaba ganarse las caricias que ella rechazaba. Se sentaban jusntos en el sillón del salón para ver los programas de variedades de última hora de la noche y entonces, él aprovechaba para apoyar su cabeza en el hombro de Joana, que consentía sin demasiado convencimiento. Y, aunque a veces notaba que Firmín ponía toda la prudencia de su parte, lo cierto es que en pocas ocasiones aquel pequeño truco culminó en una relación sexual totalmente abierta y satisfactoria. Era como si sólo ella pudiera decidir si esa aproximación se iba a producir o no, y pasaba mucho tiempo como para que él pudiese alimentar el deseo, de forma continuada. En la farmacia, el día que volvió a buscar el encargo, la muchacha que la vez anterior estaba sentada, esa vez estaba en el mostrador, y por su tono y amplia sonrisa, le pareció que se alegraba de verlo. Era el momento del día en no llegaban clientes porque todo el mundo se iba a sus casa a comer después de las dos y muchos días aprovechaban para cerrar. Muchos comercios cierran a mediodía, pero como complemente de eso que algunos llaman: “productividad”, la dueña aceptaba que se quedara una horas para recuperar sus salidas al médico. Los días que Maruxa se quedaba a recuperar horario a mediodía, solía estar sola y no era un momento especialmente incómodo del día. Si bien, era el momento en que algunos proveedores de medicamentos aprovechaban para las entregas y también, era un buen momento para pedirle a clientes con encargo atrasados que se pasaran por la farmacia. Maruxa parecía conocer a Firmin de otro tiempo, pero no dijo nada. Tanto por parte de ella como de Firmin, notaron en cuanto empezaron a hablar una atracción irresistible que culminó en el momento que al entregarle el paquete, sus manos se rozaron y se miraron directa y profundamente a los ojos. Aquello se complicó justo en aquel momento en que sus pieles se tocaron por primera vez, y ya nadie lo pudo frenar. Ese fue el motivo del cierre inesperado durante algo más de media hora. Un joven repartidor estuvo llamando pero nadie abrió y cuando Ramona e preguntó que había pasado, Maruxa le contestó que se había sentido indispuesta. Lo cierto es que la dueña de la farmacia no se sintió muy satisfecha con su respuesta y desde aquel día, cuando se echaba la siesta en el sillón del cuarto de atrás de la botica, el mueble crujía como nunca cada vez que se movía. En aquel momento de infidelidad, Firmin comprendió que su vida no iba nada bien. Había construido su mundo alrededor de Joana, habían luchado durante años contra todo tipo de adversidades y siempre habían encontrado la forma de seguir amándose, pero algo no funcionaba desde hacía un tiempo. Jerry Hollis, su mejor amigo, le había dicho que tenía que intentar ser positivo porque estaba a punto de echar por tierra todo lo conseguido. Eso sucedió cuando quiso 292


compartir con él el resultado de su inestabilidad y aquella última conquista que le hacía ningún bien; eso él también lo sabía. En ese momento no estaba en absoluto seguro de que lo que antes había ansiado con tanta fuerza, fuera lo que en realidad necesitaba. Seguía amando a Joana, pero no la sentía como en el pasado había hecho. Por la manera en que Ramona se echó en el sillón aquella tarde, el día después de conocer a Firmin de forma íntima, incapaz e conciliar el sueño para su habitual siesta, Xoana adivinó que iba a haber problemas. Durante años de convivir con una marido difícil del que finalmente se había divorciado, había desarrollado la capacidad de presentir lo extraño, lo que se había salido de lo habitual y lo que se le pretendía ocultar. Por suerte, aquel día estaba en el peor momento de un proceso gripal y cuando vio aquella mancha sobre el cojín, pensó que se trataba de una gota del vaso de la pastilla efervescente para mitigar el dolor de cabeza y que solía tomar allí mismo. En las noticias que daban en la tele portátil que había puesto sobre una silla en aquel cuarto cubierto de medicinas sobre estanterías, banquetas o también, en el suelo, decían que una nave de procedencia desconocida se había instalado en la sierra, a las afueras de la ciudad. Eso había centrado toda la atención de todas las cadenas de TV y ya no iban a poner la música melódica de los concursos de media tarda que tanto le gustaban. Ramona llamó a su empleada y las dos quedaron absortas durante unos minutos viendo aquel aparato que llegaba del pasado, miles de años antes de que la tierra naciera por segunda vez. -La nuestra es una ciudad perdida, Maruxa. Sólo aquí podía pasar algo así. En cualquier momento caerá un aguacero e inundará ese aparato y a todos los extraterrestres; aquí pasan ese tipo de cosas. Pero hasta que eso pase, estoy segura, la maquinaria parará, las sirenas dejaran de llamar a los trabajadores y sólo los más aventurados moverán sus coches para exhibirlos fuera de los garajes. Y sobre todo eso, la limpieza del aluminio de un objeto que viene de las estrellas, flotando a la espera de que una legión de soldados limpiadores la froten con los trapos empapados de productos cáusticos, subiéndose a sus lomos con escaleras, con desprecio de su trabajo y de sus vidas. No es por llevarle la contraria al gobierno, pero no hacen nada bien, siempre nos dejan a nuestra suerte para que finalmente nos pongamos en marcha y salgamos de los líos que ellos crean por nosotros mismos. Es censurable el hecho en sí mismo, de tener esa cosa ahí parada, sin más. Si es uno de sus juguetitos secretos, algo debe haber pasado para que se les haya parado ahí, en medio de un pinar. La próxima vez no querrán dejar testigos y nos gasearán a todos.

2 La Declaración de Pauline Como muchos otros, Fermín pensó en acercarse a la nave, y esa idea le hizo pedirle la llaves a Joana sin decirle de qué se trataba o adónde iba. En la radio aconsejaban quedarse en casa, pero él no era de ese tipo de personas inclinadas a seguir consejos, a aceptar lo que los gobernantes planeaban como un corderito ; jamás dejaría de tener la fe necesaria en sí mismo como para intentar demostrarse en los momentos difíciles como el que estaba viviendo, que podía encararlo sin esperar que llegara la ayuda del gobierno. No iba a exponer razones para pedir permisos, no iba a ser él el que fuera a creer que necesitaba la aprobación de otros para, porque, sin embargo, persistía en el la duda de estar haciendo lo correcto. En situaciones similares -ese tipo de situaciones en las que te ves entre la espada y la pared, situaciones que llegan y que no se esperan, siempre tenía dudas, pero siempre terminaba por enfrentarse a ellas-. Ya sólo quedaba una cosa por hacer -ya que nadie otros no lo harían, él pertencería a ese grupo que necesitaban ver y tocar por ellos mismos, dispuestos, si 293


fuera necesario, a plantar cara a los peores acontecimientos que pudiera imaginar-, y eso era despedirse de Joana como si nunca más la fuese a volver a ver. Era muy propio de él aquel derrame de sentimentalismo cuando tan sólo unos días antes le había sido infiel con la farmacéutica. El cerebro humano y, sobre todo, las emociones, funcionan de una forma que nadie entiende, porque por difícil que fuera de adivinar, su despedida estaba aceptando la posibilidad de no volver y le sobrevino por una ternura sincera que a ella le extrañó. -Menos teatro cariño, que no ha de ser nada. Intenta volver para el desayuno -respondió ella-En fin, supongo que me lo merezco -replicó amablemente, mientras la veía pensando que aquel cuerpo femenino que tantas veces lo había colmado, estaba coronado por una cabeza práctica y fría capaz de sacar el romanticismo hasta del fondo más melancólico de una botella de licor. En el coche seguía escuchando su emisora favorita de música que, como todas las demás, no hacían más que hablar de la nave espacial y sus pretensiones, conectaban en directo con sus reporteros e intentaban, sin éxito, comunicar con algún político local que les diera una explicación de lo que estaba sucediendo. Este tipo de programas que anulaban todo el resto que se había planificado para emitir a esas horas, sólo lo podían hacer si algo realmente importante irrumpiera en sus vidas. Si bien, la ausencia de un relato oficial creíble planteaba muchas dudas al respecto. Les permitía hacer todo tipo de elucubraciones e invitar a las tertulias improvisadas a todo tipo de matemáticos de segunda, astrólogos, astrónomos, astronautas, videntes, curas, ocultistas, escritores de ciencia ficción, y cualquier otro que pudiese añadir una idea imaginativa del suceso que la gente pudiese aceptar como posible, o, si parecía imposible, que también les gustara o creara una polémica. Un militante de una secta de inspiración cristiana llegó a decir que a Dios le gustaba leer y que la razón de nuestra existencia no era vivir, sino era crear historias para Él, y eso fue más de lo que cualquier otro había dicho hasta entonces. Sumido en sus pensamientos, intentaba recordar a la chica de la farmacia y si se había puesto la pomada en la rodilla antes de salir de casa, pero, sobre todo, intentaba averiguar qué había visto en ella que lo hiciera actuar de una forma tan instintiva. No iba a ser él quien se lo contara a Xoana, y, a pesar de todo, existía el arrepentimiento que le obligaba como una razón más para la catástrofe, en el caso de que la nave no explotara y provocara una reacción nuclear que se los llevara a todos por delante. Sólo había una solución a sus dudas y a sus miedos, el secreto para siempre, el silencio como una barrera hermética entre los dos que los protegiera de nuevas decepciones. Dado que no dudaba de la reacción de Xoana en el caso de que se enterara de una nueva infidelidad, le turbaba hasta la náusea pensar en ello. De la nave salió una mujer muy hermosa -Firmin lo pudo ver con sus propios ojos una vez se instaló en medio de la expectación general, en un campo de amapolas y rodeado de cámaras de televisión-. Todas las cámaras se movieron con rapidez para registrar el momento. Habían ido mandando imágenes cortas en ráfagas, pero hasta aquel momento no hubiera mucho que mostrar, más que la imagen repetida del trozo de aluminio brillante en medio de la noche. Los informativos difundían todo lo que estaba pasando para todo el país y algunos para el resto del mundo. Uno de aquellos barridos de cámara, incluyó a la gente que los rodeaba y Firmín salió fumando un cigarro con la ansiedad de un mono enjaulado. La mujer dijo llamarse Pauline y venir de un viaje de cuatro mil años con su amante. En realidad no parecía necesitar nada, lo que podía calificar su visita de pura cortesía. De forma casi instintiva, al sentarse en una roca, Firmin se levantó el pantalón y se aplicó su pomada una vez más. Se dijo que si aquella pomada no era capaz de mitigar el dolor, nada podría hacerlo y tendría que operarse o llevar una vida sedentaria. En medio de aquella oscuridad alguien lo reconoció y se acercó para saludarlo, se trataba de un amigo con el que había coincidido en un viaje a Marruecos hacía un tiempo. Al menos el otro llevaba una linterna y una botella de agua, y le alumbró mientras terminaba de cerrar el tubo de la crema y recomponía el pantalón sobre el empeine de sus zapatillas de deporte. Entonces se oyó el ruido de los aviones del ejército que habían estado pasando toda la tarde como si a alguien pudiera importarle que se hicieran presentes allí, al 294


menos mientras todo siguiera igual de tranquilo y pacífico. También había un zumbido de insectos que picaban como diablos, así que le pidió que apagara la linterna. Estarían a doscientos metros del aparato, pero nadie se atrevía a pasar del perímetro de ceniza azul que la nave marcara en el suelo arcilloso al aterrizar. Por supuesto que entre todos aquellos periodistas, había algunos que pertenecían a cadenas sensacionalistas y buscaban el escándalo. Intentaban inquietar a los telespectadores en un contexto de peligro posible, de miedo presente (lo que no se correspondía con la verdad de aquellos que habían sido atraídos hasta allí con la esperanza de encontrarse haciendo historia). Buscaban la simpleza del desastre, la mera trasmisión de algún accidentado era suficiente para prevenir de todos los peligros que se enfrentaban frente a lo desconocido. Para Firmin era difícil explicarse lo que pretendían, había estado durante un instante a uno de aquellos individuos y le había vuelto a doler la rodilla. Uno de ellos le indicó que podía tratarse del resultado de la radiación de la máquina, a lo que le respondió que hacía tiempo que venía arrastrando aquella lesión, así que lo mejor era que lo dejara en paz y fuera a buscar otro “perro que le ladrara”. -¿Aún te duele eso? -preguntó su amigo, Harris Howlin -Sí -respondió, pero no sólo quería decir eso, sino que estaba a punto de creer que se trataba de algo crónico-. Pero me alivia este leve masaje, parece que la crema da resultado. -Creo que puedo echarte una mano, al menos durante unas horas -le dijo Harris. Sacó una pastilla de su bolsillo de las que tomaba para su depresión y se la ofreció-. Puedes beber de mi botella de agua. No es muy fuerte, seguirás siendo tú pero te adormecerá un poco. Firmin agradeció el gesto de su amigo. No se trataba de nada ilegal y, después de todo, aquella noche prometía ser muy larga. Pero, creyó que no era tan buena idea, prefería estar despierto por lo que pudiera suceder en los próximos minutos, incluso en las próximas horas, y eso iba a ser así aunque ello supusiera pasar la mayor parte del tiempo sentado en aquella roca. Harris apenas lo notó pero se metió la pastilla en el bolsillo por si le hiciera falta más tarde. -¿Has visto a la mujer que salió de la nave? -Preguntó Harris Howlin-. Desapareció en un momento, pero fue increíble -añadió. -Sí, Pauline. Tiene un nombre bonito. Volverá a salir -afirmó con seguridad. Tal vez, si Harris no le hubiese confesado que sus depresiones le hacían la vida muy difícil, nunca habría simpatizado con él. Incluso después de aquel acercamiento aparentemente frío, empezó a creer que había en él una amabilidad mal disimulada y que no lo conocía tan bien como debía. Aquella noche no había mucho más que hacer que esperar y eso siempre se hace mejor en compañía. Nadie podía entender la dimensión de lo que estaba pasando. Algunas de aquellas personas se unieron a un grupo de monjas que llegaron en una furgoneta y se pusieron a rezar. ¿Por qué rezaban? Se preguntaba Firmín. Otros se habían esforzado por seguir despiertos después de un duro día de trabajo, pero ya no podían aguantar más e intentaban cerrar los ojos a ratos apoyando la cabeza en el hombro de su vecino. Las sectas de todo tipo aprovechaban para anunciar el fin del mundo y repartir panfletos que prometían desayuno gratis por la mañana, pero había que acercarse a sus iglesias que eran edificios de ladrillo rojo en medio de la ciudad, sin aparcamiento y con horarios estrictos. Lo curioso de esto es que hacían unos desayunos realmente buenos, con rosquillas caseras y huevos fritos; el café tampoco era malo, pero las camareras iban enfundadas en sacos -por así llamarle a aquellas prendas de cuerpo entero que ellas mismas diseñaban y cosían- y no es que Firmin deseara que le sirviera una chica con unos pantalones apretados y una camisa escotada, pero no iba a desayunar a esos sitios. Media hora después de estar hablando con Harris de como le había ido la vida, creyó que había llegado el momento de tomar el calmante que le había dado. Ya no le dolía la rodilla, pero se le estaba poniendo un dolor de cabeza difícil de asumir. Nos hacíamos viejos y eso se notaba porque en nuestra conversación hablábamos del pasado, mientras que en otro tiempo hubiésemos hablado de nuestros planes para el futuro. Incomprensiblemente no nos resistíamos a este tipo de conversación, asumíamos que estábamos 295


envejeciendo y era muy posible, que detrás de la expectación por la nave espacial de todos los que allí nos congregamos, se escondiera la necesidad de la promesa de una vida mejor. Aprender de un extraño, no siempre es buena cosa. Tampoco es bueno aceptar su ayuda si eso te lleva a quedar en deuda con él “piadoso” ser que te la ofrece para siempre, pero, en ocasiones, o aceptas la ayuda o sencillamente te vas al fondo del pantano. Firmin no podía estar muy seguro de lo que Joana pensaba de toda aquella nueva aventura, pero su decisión, en aquel momento y otros momentos parecidos, él debía tomarlos solo. Habló de eso con su amigo, sobre todo porque en un momento le preguntó si se había acogido al plan gubernamental de emparejamiento de hombres e inteligencias artificiales. Y después hablaron de que hasta no hacía tanto las preocupaciones de los hombres en un mundo sin mujeres era como reaccionar a la ausencia de culpabilidad por las pequeñas traiciones a las que en otro tiempo se habían dedicado. Llegaron a la conclusión de que aquello, en verdad era amor y no los celos artificiales que podían generar las relaciones entre otras inteligencias menos conocidas. Por primera vez en la conversación que había tenido aquella noche, sintió que su alocada salida en busca de Pauline, empezaba a dar resultado y que le resultaba muy interesante aquel nuevo enfoque de su relación de pareja. Firmin relató su primer encuentro con Joana, su enamoramiento y entrega. La comprensión que le otorgaba y el sosiego que suponía poder contarle aspectos de su vida que no contaría a nadie. Le contó que se había tratado de una tarde paseando en un parque y que se había sentado a su lado, delante del estanque para echarle migas de pan a las parcas. Se daba perfecta cuenta de que nunca podrían sustituir a una mujer de carne y hueso, pero no quería obsesionarse con eso. Tampoco le pasaba inadvertido de que en otro tiempo los hombres luchaban por impresionar a las mujeres, luchaban por ofrecerles riquezas y estabilidad, luchaban por apartar de ellas a otros hombres, luchaban por conservarlas y por tener su amor, los hombres siempre habían luchado porque sin las mujeres no eran nada y en esa disputa el mundo se volvía muy difícil. Las mujeres le daban todo el significado a sus vidas y la inteligencia artificial no era un substituto perfecto, pero al menos habían encontrado la forma científica de ser continuadoras de la vida. La amistad entre hombres se había vuelto tan personal, que se contaban y hablaban de las cosas más inverosímiles, y Firmin intentaba no tener amigos porque no le gustaba ese tipo de normalidad, sin embargo, esa noche, ya no podía liberarse de las conversaciones iniciadas por Harris, sobre todo porque lo llevaban a pensar y aclarar ideas que hasta entonces habían permanecido agazapadas en el inconsciente. Había sido inesperado encontrarlo, pero aún más que terminaran hablando de Joana y como resultaban las cosas en ese tipo de relaciones. No era tan raro, después de haber deseado ser amado durante toda una vida, contentarse con Joana y la idea de envejecer agónicamente mientras ella lo cuidaba y lo comprendía en sus enfermedades. Claro que si su vejez duraba más de lo que esperaba tendría que enseñarle disciplinas que de momento no entendía y eso requeriría mucho tiempo, pero aún faltaba mucho para que ese momento llegara. Ni se le había pasado por la cabeza que pudiese encontrar a un tipo como Harris en un sitio así, de hecho no había contado con que pudiese encontrar allí a nadie a quien saludar. Podía recordar con bastante nitidez que habían sido buenos amigos en otro tiempo, pero visto con la perspectiva del tiempo, tal vez no se parecían tanto, de hecho, tal vez no se parecían nada; pero lo apreciaba, de eso estaba seguro. Además, si era sincero consigo mismo, es muy posible que a él le sucediera lo mismo y no hubiese contado ni por lo más remoto que hubiesen podido coincidir en una actividad tan alejada de sus aficiones en el pasado. Entonces recordó que la última vez, que lo viera salieran a golpes de un bar del puerto porque habían bebido más de la cuenta y no se pusieron de acuerdo acerca de quien se iba primero con una de aquellas chicas. Harris no era tan alto como recordaba, pero uno de sus brazos hacía por una de sus piernas, podría sostener un carro sobre su espalda y su mandíbula era fuerte y desproporcionada como la de un animal cazador sangriento. En sus ojos aún adivinaba escondida la mirada asesina que dejó salir aquella vez, y había adquirido la expresión desinteresada hasta por sus propias opiniones tan característica de aquellos dispuestos para las peores pendencias. 296


No lo había reconocido inmediatamente, su cuerpo había cambiado en poco tiempo, además tenía menos pelo y la oscuridad tampoco ayudaba. En su forma de hablar también se había reducido aquella beligerancia de antaño y ya no parecía necesitar tener siempre razón a cualquier precio. -Nunca creí que nada parecido pudiese pasar. Después de la desaparición de las mujeres creí que nunca algo iba a sorprenderme tanto, pero la vida lo consigue en cada uno de sus giros. Es formidable vivir -dijo Harris resoplando. -Eso mismo estaba pensando. Pero no todas las mujeres han desaparecido. -Este mundo era tan caótico y cruel que se sintieron culpables. Yo creo que tuvo que ver con algún compuesto químico en los alimentos, posiblemente esa depresión que arrastras tenga que ver con ello, pero el gobierno nunca lo reconocerá y a ti no te afectará a tu fertilidad. Cuando las mujeres empezaron a suicidarse y aparecer sus cuerpos en los sitios más inverosímiles, sólo las que eran capaces de concebir lo hicieron, y de cualquier modo, tampoco les debió parecer bien que el programa de fertilidad y sustitución por úteros artificiales ya hubiese comenzado. Pero te aseguro que no todas las mujeres han desaparecido. Yo sé donde hay una mujer real, donde está, como vive, y eso me tiene muy preocupado -Y Firmín se echó a reír, con una risa maliciosa y repelente. -Vaya, eso nunca lo hubiese sospechado. Pero háblame de Joana. ¿Has llegado a ese estado de enamoramiento libre de romanticismo, tal y como lo describen los manuales? -¿Joana? Es exactamente como dicen. Han elaborado su mente con precisión y eso, al principio me daba miedo. Es exactamente como una mujer de carne y hueso, pero con inteligencia y útero artificiales, en el resto no se diferencia en nada. Si lee mil libros, y le piden que los relaciones sin repetir ideas, te hará una historia nueva y eso es como si tuviera imaginación. Si eso lo aplica a la vida, es como vivir con una persona aún más libre que uno mismo, sometidos como estamos a nuestras limitaciones e inclinados a formas de vida anodinas. En eso también es de gran ayuda. Quedé gratamente sorprendido de nuestro primer encuentro; ya sabes... No es como el amor que imaginamos, pero está bien. -¿También tuviste que enseñarle eso? -preguntó Harris -Totalmente. Está abierta a aprenderlo todo. Te encariñas de forma inesperada con esa candidez que te asalta con preguntas que nunca antes te habían hecho. Nosotros deseamos un amor que responda a como entendemos la vida, un amor que ellas entiendan y lo podamos compartir. Los ingenieros también se han esforzado en eso. Pero llevarla para realizar el cambio de edad es muy caro y no sé si quiero vivir mi vejez al lado de una jovencita. Mientras Firmín hablaba, su amigo escuchaba con devoción, pero eso no parecía suficiente, y hacía preguntas para llevar la conversación a los aspectos más extravagantes que se le ocurrían acerca de las mujeres artificiales. Las indicaciones eran precisas y, bao el punto de vista de Firmín, orientadas a que su amigo pudiese acogerse a uno de los planes del gobierno más baratos y obtener descuentos cuando empezara a tener hijos. Él recibía toda aquella información convencido de sus posibilidades para tener su propia Joana. De tal modo, aquella misma noche, Harris empezó a concebir la idea, bajo el influjo de una nave sin dueño, de que necesitaba la ternura de su propia máquina. El cielo se abrió de estrellas y la noche era templada. Se puso su gorra de golf, primero sobre la frente tirando de la visera y a continuación, empujando con la otra mano desde atrás para que no le levanta el pelo de la nuca. Era como un sueño suave en el que los ruidos de la naturaleza se manifestaban ajenos a todo, y donde sólo los hombres gruñían cuando el miedo les superaba. En la lejanía algunas casas permanecían con sus luces encendidas, y los coches se seguían moviendo sobre la carretera que conducía hasta allí. En aquel momento a nadie se le ocurría pensar en lo déspotas que acostumbraban a ser en sus vidas, en lo competitivos y despiadados que podían resultar en sus rutinas. Todos creyeron entonces que podían ser mejores personas si de aquel aparato les llegaba un mensaje de amor y comprensión. Estaban determinados a luchar contra sus vicios y la codicia que los convertía en alguien a quien sus propios padres no conocían. 297


-¿Te dijo en alguna ocasión que te amaba? -Sí, lo hizo y nunca supe si eso también había sido programado -contestó Firmín-. En ocasiones parece tener ideas y emociones propias. Podría pasar la vida intentando encontrar una señal humana en ella, esforzarme en creer que es lo que parece, pero sólo lo parece -añadió-. Es dulce como sólo algunas mujeres de carne y hueso saben serlo, supongo que sabe que ese es su destino. Al decir eso se vio así mismo con las ilusiones de los primeros días y toda la tensión que le ayudó a liberar. Pero también la inmensa vergüenza que sintió a continuación al no aceptar engañarse como otros habían hecho; para siempre. Al principio se lo había creído. De un modo superficial, tendemos a creer aquello que nos es conveniente y pensó que aquellas manifestaciones de comprensión eran posibles en una máquina. Se dijo que era libre de creer o no, lo que quisiera, y que podía permitirse aquella excentricidad por un tiempo, además, era muy diferente eso de enamorarse de una muñeca de goma o de un animal de compañía. Todo había sido preparado con ese fin y socialmente aceptado. Los hombres andaban por la calle con sus esposas artificiales y se hacían acompañar por ellas a los sitios más inverosímiles. Entonces, Harris Howlin se abalanzó sobre él y lo abrazó llorando. Ya no aguantaba más, se había pasado toda su adolescencia y juventud soñando con un amor que no existía y no había sido capaz de superarlo. Cuando se transformó en un hombre lleno de fantasías, en su madurez, lo que hizo en realidad fue seguir alimentando un sueño imposible. Sus padres, sus amigos, los profesores y los compañeros de trabajo, todos lo habían juzgado durante toda su vida por no ser capaz de superar el deseo de amar a una mujer de verdad y no a una máquina. Las consentidas relaciones sociales lo marginaban como a un monstruo y terminó por encerrarse en sí mismo. y ahora llegaba Firmín y le decía que lo probara, que una máquina era mejor que una mujer, que era perfecta y habría discusiones, celos y le llevaría la contraria tantas veces como deseara, ¿por qué no probarlo si su salud psíquica dependía de ello? Nunca había pensado que lo vería tan abatido y esperanzado a la vez, así que empezó a creer que en parte, ese era el efecto de las pastillas para la depresión. Llorar no soluciona nada. Si al menos pudiera verse y recomponer un poco su imagen, el hombre roca se había venido abajo sin solución y todos alrededor miraban como se abrazaba a él restregando sus lágrimas en su hombro. Hasta aquel momento no había conocido el sentido de la amistad, ni la sinceridad explícitamente abierta por el hombre desesperado, con la nariz sucia y los ojos encharcados mendigando un poco de comprensión, empujado hacia adelante por la necesidad ineludible de poder contar a alguien lo que le pasaba en su interior. Aún después de su llanto, sentado como un animal, abriendo las piernas sobre el suelo y a punto de dejarse caer de espalda -eso solo podía haber llegado por haber perdido momentáneamente el poder de la compostura, tal y como le sucede a los que estando poco acostumbrados se llenan de licor-, era incapaz de sentir que se había golpeado una rodilla al dejarse caer caer el suelo, y que una magulladura profunda en una de sus manos se le infectaría sin remedio y le dolería durante unos días. Llegó un tipo y colocó un piano en la parte más baja del pequeño valle, lo más cerca que pudo de la ceniza azul. Hasta las monjas mecánicas enviadas por la parroquia dejaron de rezar y se dispusieron a escuchar al concertista. Tal vez no comprendían ampliamente la música del compositor alemán, pero el silencio de era de respeto y expectación. Los cuerpos se liberaban de las tensiones y los pulmones de los congregados respiraban con un mismo ritmo, respiraciones dulces que se mezclaban hasta casi tocarse. Pero después de aquel sonido penetrante que lo inundó todo, volvió el silencio y poco a poco, los murmullos. Harris se limpió las lágrimas y se apretó las manos hasta hacerse daño. Suspiraba sin razón y una tristeza profunda parecía haberse apoderado de él. La opinión que Firmín tenía de su amigo iba mejorando, aunque, tal vez se trataba de bajar la guardia, de confiarse a la espera de las decepciones que iban llegando con el tiempo. Al menos parecía que intentaba comportarse con cordura a pesar de los problemas que se habían convertido en generales y a los que cada uno se enfrentaba como podía. El mundo masculino sufría un proceso de adaptación que, si se producía, les hacía perder la estima que necesitaban sentir por ellos 298


mismos. Cabía la furia, el derrumbe, la conformidad o la búsqueda de alternativa, o todo ella en un proceso gradual que empezaba en la furia y acababa en la conformidad. Según esa forma de pensar, él debía estar en la parte del derrumbe, y le empezaba a hacer falta la visita a un especialista de la psique. Eso es lo que suele pasar al enfrentarnos a nuestros miedos y frustraciones, nos conocemos mejor y nos hacemos mejores personas, pero por tiempo limitado. Después de confesar que no tenía donde dormir esa noche, Harris dio un fuerte abrazo de gratitud a su amigo cuando se hizo de día y Firmín le ofreció el sofá de su casa. No era posible reprimir las emociones más delicadas en una situación semejante. A los dos les pareció que lo más apropiado era salir ya en dirección a la ciudad y esperar algún resumen en las noticias, alguna declaración institucional o interpretación científica, y acordaron de volver la noche siguiente si el aparato seguía allí. Había sido una experiencia vital, una de esas cosas que sólo pasan una vez en la vida y se recuerdan para siempre, y los dos estaban muy contentos. Lo mejor de todo era que les había ayudado a interpretar como estaban sucediendo las cosas en un mundo inconforme con su dirección política, y a Harrís, a intentar comprender como enfrentarse a la realidad y asumir que el amor romántico que siempre soñara, ya nunca estaría a su alcance. Además. Al final de la mañana tuvo la recompensa de conocer a Joana y desayunar bajo su mirada dulce y severa, a la vez. Después de todo, se dijo que no debía ser tan malo tener una inteligencia artificial como mujer; apenas se podía notar la diferencia en un primer cruce de miradas. -¿Sabes cúal es el problema de que sigas leyendo ese libro? -preguntó Firmin a Joana al ver que lo tenía de nuevo sobre la mesita de noche, y continuó- Que terminarás viendo la realidad como la ciencia ficción. Por eso a mi también me gusta y por eso te lo recomendé. Sabía que encontrarías algún punto en el que identificarte con los protagonistas. Los mejores libros terminan por atraerte de forma fatal. -Pauline es una máquina diseñada para amar al comandante en las peores condiciones, es decir, en la soledad del espacio. Él muere y sus huesos permanecen al mando de la nave durante miles de años, y en ese tiempo, Pauline sigue a su lado, hablando con él y consultándole, si habrá un momento idóneo para volver a la tierra. Él por supuesto no puede contestarle, y un día, en su forma robótica de pensar decide que ha llegado ese momento y aterriza para la conmoción de un mundo que desconocía que existieran. ¿Qué tenía de malo seguir amándolo en el infinito espacial? -Posiblemente hasta la existencia cuando se vuelve repetitiva es demasiado hasta para un robot tan femenino. El inicio del libro es romántico, pero se va volviendo exigente con las reacciones de los personajes. Aunque no te guste la ciencia ficción, es la única manera de tocar algunos temas que necesitan próximidad, aún por muy locos que parezcan. El autor del libro es desconocido, es un misterio, nadie sabe de donde salió. Podrían haber sido una memorias del comandante de la nave que lo dejara en la tierra hace mucho tiempo y volviera al espacio. Eso significaría que sus visitas fueron repetidas. Algunos autores, aún no siendo escritores de ciencia ficción, exploran ese medio para contar cosas que de otra forma les resulta imposible. -Tengo amigas que leen este tipo de cosas -replicó Joana. Ninguno de los dos hombres dijo nada y añadió-. No hace mucho una de ellas me habló de este libro. Cuando me aconsejaste su lectura y me lo regalaste, ya tenía una pequeña idea de su argumento. Creí que debería decírtelo sin estropear lo feliz que te hace hacerme regalos -no parecía que hubiera resentimiento o venganza en su respuesta, pero estas máquinas estaban preparadas para albergar reacciones parecidas a emociones y sentimientos si eran expuestas a contradicciones; que, a su vez, eran lo más parecido a lo que le sucedía a los humanos al sentirse contrariados.

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3 Conforme con las Nuevas Condiciones Fue en esos días que Firmín pareció recuperar el sentido crítico de su adolescencia. La exacerbada inconforme mirada que ejercitaba sobre el mundo como quien necesita la queja para no morir de desesperación. Habitaba su casa de puertas afuera, hablaba con Joana pero se disolvía en lo que pasaba muy lejos de allí; de pronto, todo lo importaba, cualquier accidente que dieran en las noticias por muy lejos que hubiese sucedido, aunque lo hubiesen sufrido personas que hablaran un idioma extraño o fueran de costumbres bárbaras, él lo seguía con fruición y se lamentaba como si fueran sus amigos más cercanos. Reprimía cualquier conformismo y manifestaba que ojalá la nave permitiera visitas a otros mundos, porque él se iría sin pensarlo. Entonces Joana le preguntaba si la llevaría con él, y le contestaba que sí, pero ya no estaba tampoco seguro de eso. -¿Se acuerda de mí? Vine hace poco por una pomada para la rodilla. Lo cierto es que va bastante bien y quería comprarla de nuevo -Dijo Firmín con una sonrisa cautivadora y falsa, mientras, desde su mesa de pasar pedidos, Maruxa le hacía gestos para que se fuera porque su presencia la ponía nerviosa y la excitaba, o como quiera que eso interpretaban las máquinas. Firmín notó que utilizaba los mismos trucos que Joana para parecer una mujer real, y uno de ellos era en cambiar la peluca cada cierto tiempo por otra que hacía creer que se había cortado el pelo, cuando todos sabían que aún nadie había sido capaz de hacer crecer pelo de forma artificial. A pesar de aquellos gestos, Firmín no hizo demasiado caso porque lo que quería era hablar con Ramona. Observó su piel con atención debajo de una espesa capa de maquillaje, no dejó de mirar sus ojos y sus pupilas y estudiaba cada uno de sus movimientos ara confirmar sus sospechas de que, en ese caso, se trataba de una mujer real. Los rasgos angulosos de la cara, terminaban en una boca grande de labios carnosos y caídos por la edad, pero de aspecto agradable. Debido a un nudo de ideas que se confundían entre el deseo y la inteligencia de Firmin, la presencia de Ramona le resultaba muy excitante, casi seductora. No era ajeno a que muchas horas después de verla por primera vez seguía pensando que no podía tratarse de un ser artificial, y desde que decidiera que no podía equivocarse en su diagnóstico, ya no había dejado de pensar en la necesidad de hablar con ella de forma regular y así poder llegar a saber como eran las mujeres, que tipo de cosas pensaban y les interesaban. Cada vez que de forma regular, ese deseo ocupaba su mente, sin ningún tipo de variación deseaba volver a verla. -¿Aún le duele? -preguntó ella mientras lo miraba fijamente-. Puedo echarle un vistazo si quiere. -Esta bien, eso sería muy conveniente -respondió. Sólo se refería a su rodilla y no quería que pudiese parecer otra cosa-. Pero no sé si este es el mejor momento -concluyó. -No se preocupe. Estamos acostumbradas a dar pequeños consejos que los médicos se reservan. Pase a ese cuarto y siéntese en el sillón mostrando la rodilla -insistió en verle la rodilla porque le resultaba agradable el trato que él le dispensaba. Posiblemente notaba su interés. Le tocó la rodilla con dulzura y buscó el lugar en el que le dolía. Finalmente concluyó en que debía de tratarse de artritis, algo bastante corriente en ciertas edades y él ya no era un jovencito. Finalmente para acabar de ser condescendiente con sus problemas intentó hablar de lo mal que estaba el mundo y del aparato que había aterrizado en el desierto. Entonces le aplicó la pomada una vez más y pudo notar una erección que él intentaba disimular cerrando las piernas -. No se preocupe... esas cosas pasan cuando menos se las espera... después de todo, soy una vieja que no se sorprende ya por nada. 300


-A mi me parece atractiva -Aclaró él. Resumiendo, en unos días, justo antes de que el gobierno diera la noticia de que tenían la situación de la nave espacial controlada, Firmín y Ramona empezarían a salir juntos para pequeños paseos y finamente él la convenció para que pasara una de aquellas noches con él, en las vigilias que montaban unos grupos religiosos, otros ateos y otros científicos, alrededor de la nave. Ella estuvo de acuerdo. Sobre aquel sillón sobradamente usado, mirando los carteles publicitarios de aspirinas y vitamina C sobre las paredes, su cuerpo empezó a vibrar en el momento que Ramona adelgazó sus manos sobre su vientre para limpiar la pomada sobrante. Firmín, con prudencia, intentó incorporarse sin dejar de mirarla. Todo estaba tan húmedo que pensó en volver rápidamente a casa y poder darse una ducha y cambiarse de ropa y zapatos, no dejando ni rastro del momento tan intenso que acababa de vivir. Ella se dio la vuelta y se permitió asegurarse de que aquel imprudente vestido se se pegaba a sus glúteos con naturalidad y no dejó de mirar hasta que Ramona se lo alisó y se lo pellizcó para estirarlo haciendo un ruido con la goma de la braga que a Firmín le resultó gracioso, pero fue la señal para bajar los ojos turbado por su exceso de confianza. La rodilla ya no le dolía, el efecto del masaje empezaba a hacerle comprender que había cosas en la vida que hacían que mereciera la pena y debía intentar por todos los medios no perder esas cosas. Una señora con un niño entró en la farmacia para comprar tabletas que mitigaran los efectos de una gripe y Ramona volvió al mostrador para atenderla; Firmín se quedó sentado intentando controlar su ansiedad, interesado por las cajas llenas de afiches publicitarios y por la discusión que parecían tener al otro lado del tabique debido a unos medicamentos que no estaban en la estantería en la que deberían estar. -Tal vez podamos ir a esas vigilias. Me cansaría si se alarga mucho, pero le acompañaré un par de horas -dijo Ramona, mientras él se acomodaba el pantalón para salir a la calle satisfecho de lo conseguido -cogió un papel en el que ella le escribió un número de teléfono y acarició su mano en ese acto en el que la nota se desprendía de sus dedos y se despidió con una sonrisa de aceptación y sin más condiciones. “No deje de ponerse la pomada también antes de acostarse”, había escrito en el anverso. Debido al terror que les había producido a los hombres de bien el momento en el que las mujeres empezaron a desaparecer, eso era algo a lo que le seguían dando vueltas años después. Fue un momento decisivo aquel en que el gobierno anunció que ya no podrían tener hijos y que unas se pasaban aquel virus a las otras. Mucho después de que el viera a la primera mujer precipitarse al vacío desde un edificio de más de cinco plantas, vinieron otras. Algunas llegaban al suelo ya muertas debido a un paro cardíaco (al menos eso quería pensar), otras sin embargo, pasaban una hora retorciéndose en el pavimento sin que los servicios de urgencias se atrevieran a moverlas. Con aquella reacción inesperada por parte de las mujeres que culpaban de todos sus males al gobierno y a los experimento militares para las guerras biológicas, con aquella decisión de suicidios en cadena que parecían señalar que ya nada les quedaba por ver de este mundo caótico habían terminado por aceptar que la vida no merecía ser vivida. Del mismo modo debieron sentirse algunos hombres al abrir los ojos a la realidad y aceptar que las nuevas noticias de los informativos anunciaran que los niños nacidos en los últimos veinte años, lo habían hecho de forma artificial, con madres artificiales y úteros con forma de encubadora introducidos en aquellas máquinas con apariencia de mujer. Firmín no pudo dejar de recordar que después de aquellos, sencillamente las mujeres en edad procrear desaparecían, se evaporaban pero dejando atrás todas sus pertenencias. De eso también se culpó al gobierno, ¿qué otra cosa podía ser? Sin embargo, aquellas mujeres que no querían tener hijos o no podían, por motivos diferentes a los mencionados, esas se libraron, sin que nadie fuera capaz de diferenciarlas de las inteligencias artificiales que habían sido creadas para sustituirlas. Cada vez que, por cualquier razón, Firmín pensaba en ello, en lo ocurrido que conocían, y posiblemente en lo ocurrido que no conocían pero podían imaginar, se ponía triste. No llegaba a entrar en el estado depresivo de Harris Howlin, pero tardaba mucho tiempo en volver a actuar y vivir, con normalidad. 301


En cierta ocasión, Joana se atrevió a decirle que ya no lo amaba, que se trataba de un error de sistema y que la única forma de solucionarlo era empezar de nuevo y “resetearla”. Debió de asustarse de lo que acababa de decir, porque sus ojos y sus mejillas se pusieron de un tono rojizo y sus palabras se entrecortaban al salir de la boca, era algo parecido a un tartamudeo que nunca antes mostrara. Firmín pensó que aquello era la gota que colmaba el vaso y se sentó en el sillón de la sala dándole la espalda. En ese momento Joana actuaba sin sentido lógico y no se le ocurrió otra cosa que desnudarse allí mismo e intentar una aproximación sexual, lo que hacía mucho que echaba de menos. Su cuerpo respondía exactamente a las medidas solicitas, pecho pequeño y caderas protuberantes, piernas y cuello alargados, hombros y espalda recta, los dedos de los pies no muy largos y las orejas y nariz pequeñas. Ella se pavoneaba de tener todo eso que a él le gustaba y sólo se tapaba el pubis levemente, intentado jugar a que intentara quitárselo, pero parecía haber perdido el interés por completo. Se sentó sobre sus rodillas con las piernas abiertas y los pechos en su cara, a continuación dijo, “soy muy puta”, a lo que él respondió que ya lo sabía, se levantó y se fue. Una vez iniciado el periodo de “desenganche”, las dudas nunca se iban del todo pero la determinación ayudaba a mantenerlas a raya. Por mucho que lo intentara, cuando al llegar la noche, Joana se acostaba a su lado y apoyaba la cabeza sobre su espalda, aún le parecía un amor real. Al principio todo había sido muy fácil y la perfección femenina de la máquina había ayudado en eso, sin embargo, ahora era esa misma perfección lo que lo complicaba todo. Después de que Ramona le pusiera la pomada en la rodilla con aquellas manos tan delicadas y sensuales, como le habían parecido, no podía confiar en que todo no fuese a dejar de ser totalmente diferente a como lo había planeado. Cuando pensaba en ello, todo parecía muy claro, “las máquinas no tienen sentimientos o emociones reales, lo parecen, pero no lo son”, no le iba a romper el corazón ni nada parecido. Ya no había un programa que seguir, ni una memoria que cumplimentar para presentar el resumen anual de un amor híbrido y frío. Pero aquel pensamiento de fácil desconexión, se enredaba y confundía cuando Joana lo miraba fijamente y le acariciaba la cabeza con tanta dulzura que le provocaba escalofríos. Entre los labios de cristal que imaginaba y aquellos que lo besaban existía una crítica que no exteriorizaba pero que quería servirle para dejar de desear estar con ella. “Soy una buena persona”, se repetía mientras planeaba devolver su juguete. La idea de que la habían puesto en sus manos para que la cuidara, no se iba a evaporar por si misma. No podía dejarla a un lado como se rechaza una comida en mal estado, nada iba a ser tan fácil; o eso creía, a menos que ella le ayudara de algún modo. Se obsesionaba ante la idea de estuviera perdiendo el control debido a que todo lo que deseaba, en este caso a Ramona, y todo lo que rechaza, todos los buenos momentos vividos con Joana. Un avión del ejército pasó volando sobre el aparato interestelar (desde el lugar que ocupaban Firmin y Ramona sobre una roca del desierto, no dejaron de verlo, parecía la punta de un lápiz haciendo letras sobre la última hora de la tarde y los grupos de religiosos orientales volvieron a cantar al ponerse en pie para ser distinguidos por sus dioses como alumnos aplicados). El suelo vibró y las luces de la nave se encendieron creando un remolino con los cuervos que se habían posado sobre ella esperando que todos se fueran, y, como suele suceder, poder hurgar en la basura y restos de comida que siempre queda después de un evento semejante. Digo evento, porque al cabo de los días se había convertido en un espectáculo, en un programa de luces y sonidos en el que todos esperaban para volver a ver a la gran estrella, Pauline. Era mejor que un concierto de Queen o de Pink Floyd, mejor el teatro de almagro, mejor que el motorista fantasma pasando con su moto sobre un cable de un kilómetro a cien metros e altura, y, posiblemente, si el momento de su partida encendía todos sus reactores, aquello iba a ser mejor que unos fuegos artificiales del día del Carmen, patrona de todos los marineros -aunque si eso se producía sin previo aviso, iban a quedar todos ligeramente requemados y ni la ceniza azul serviría ya como aviso. El avión militar era como una pulga que desaparecía de un salto y no les dio ninguna seguridad si eso era lo que pretendía. La noche ventosa levantaba un polvo arcilloso muy incómodo y las capuchas de los impermeables los gorritos y los chales de las mujeres salían volando y aterrizaban rodando para perderse en la 302


oscuridad. El suelo se movió por segunda vez cuando la nave encendió los reactores y todo se retiraron lo suficiente, pero siguieron acurrucados detrás de las rocas. La nave hacía ruidos semejantes al de un gran barco desplazándose sobre raíles para iniciar su botadura. Las últimas noches sin dormir empezaban a hacer mella en el ánimo de todos y Firmín abrazó a Ramona que temblaba como una niña. Sus pies se enrollaron y sin dejar de abrazarla se fue pegando a ella de una forma casi inapreciable, pero exigente y furtiva. Puso su cara en su cuello y la olió buscando la calidez natural de una piel que se iba deteriorando con el tiempo sin necesitar un ingeniero que se la cambiara. Repentinamente, su cuerpo se agitó y los dos, a un tiempo, soltaron un suspiro profundo y se quedó exhausto entre su boca y aquel pedazo de acero levantándose un metro sobre suelo. Firmín tenía pensado volver al trabajo al día siguiente y hacer una petición por los días de ausencia con las fechas entrampadas, de tal forma que aceptaran otorgarle los descansos por los días ya pasados, ¿era posible que nadie se hubiera dado cuenta de que ni se había presentado al almuerzo con sus compañeros? Pero eso sería al día siguiente, y mientras llevaba a su nueva amiga a casa no podía dejar de pensar que su cuerpo era caliente y olía, rezumaba sensaciones, y era húmedo y blando como ya no recordaba. Como no era posible que fuera de otra forma, empezó amándola con la primitiva solidez de contrastes rápidos y nada reflexivos. La noche adquirió la dimensión de una media despedida en la puerta de su casa y quedaron para volver a verse. Iba contento, trotando como un colegial cuando subió las escaleras de su casa de dos en dos. Después abrió con cuidado para no despertar a Joana, y ya: los gemidos inesperados. Cuando entró en la habitación, Joana se escabulló entre las sábanas hasta el suelo y gateando con rapidez al cuarto de baño. Harris Howlin la había estado montando toda la noche y se sintió ofendido, no celoso, pero ofendido. En el baño se desataban los sollozos y Harris se encogía de hombros y decía, “me enamoré, lo siento”. Deseaba agradar, especialmente aquel día, y sin reparar en la proximidad, sucedió la traición. Todo así era aún más humano y la jugada de Pauline por despertar de nuevo el deseo en él, no iba a dar resultado. El robot se humanizaba al ser débil frente a la tentación, ¿cómo se puede programar semejante cosa? -Creo que ya se lo que os pasa -dijo Firmín no sin un gesto de resignación-, por el simple hecho de pretender desarrollar vuestras capacidades no os ha importado invadir..., invadirme. Podíais haber pedido permiso. Quería tener una palabras con ellos antes de pedirles que se fueran, que desaparecieran para siempre y que esa noche pudiese ir a dormir a su casa sin que quedara resto de ellos-Está en cinta. Voy a tener un niño medio humano, no lo pensamos, pero sucedió -respondió Harris sin demasiado convencimiento y sin muestras de sentir la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Con aquel nuevo giro en los acontecimientos, hacía días que no tomaba las pastillas para la depresión. Firmín no tardaría en darse cuenta de que le había dado un sentido a su vida y un valor a Joana que él mismo nunca había soñado. Entonces sucedió algo que ninguno de los dos esperaba, Joana salió del baño y se acercó a Firmín, lo besó, apoyó su cabeza sobre el pecho, y sin apenas moverse dijo, “debes cubrir los papeles de cesión y remitirlos a la oficina de organización familiar. A partir de ahora, estamos divorciados”. Él se apartó como si le molestase que una máquina le dijera lo que debía hacer, e incluso mientras lo hacía la sensación de que todo era absurdo seguía creciendo. Cuando esa noche volvió a casa ya no los encontró allí y finalmente pudo estar solo y pensar en todo lo que estaba sucediendo. Encontró que un vecino lo espiaba y lo seguía desde la puerta del portal hasta los buzones de correos, se colaba en el ascensor con él y sin marcar ningún piso permanecía reteniendo la puerta del ascensor, hasta que lo veía entrar en su casa. Había un zumbido en el pasillo por una máquina de afeitar que alguien estaba usando y la inminencia de los cambios hubiese llevado con gusto al curioso a preguntarle por Joana, a la que había visto salir con aquel individuo que le llevaba las maletas. Al caer la noche, con todos los aparatos apagados y totalmente desconectado del mundo, fue consciente por primera vez de su nueva situación. Surgía como un 303


fantasma de ojos húmedos y rostro de piedra. Pasó una hora y se acurrucó en el sofá como un niño en el vientre de su madre. Y mientras casi tocaba las rodillas con la nariz, pensó que la palabra madre se estaba desdibujando y que apenas tenía recuerdos de ella. Pasó otra hora y seguía igual de confuso y triste, así que se levantó estremeciéndose y se sirvió un vaso de vino de la nevera. Era definitivamente de noche y se pararan todos los motores de la calle, la calma avanzaba, pero no tenía sueño. “Me reprochan que no me guste la gente”, se dijo, y continuó, “ pero es que no soportan que te resulten indiferente. Buscan la forma de que sepas todo lo que hacen, lo que dicen y lo que piensan, porque no soportan resultar indiferentes. Si te sientas solo en un parque, a pesar de inmenso espacio, siempre va a haber alguien que se siente muy cerca para que puedas escuchar lo que habla por teléfono. No me gusta la gente cuando no les importa molestar y se entrometen en tus pensamientos. Todos quieren que su mundo sea la historia principal y supongo que eso llevó a Harris a intentar triunfar donde yo había fracasado. Tal vez él sea capaz de amar una máquina y tener una familia de pequeñas máquinas corriendo y embarullando a su alrededor, pero eso no me parece que cambie nada, ni siquiera porque en esta noche sin luna yo siga pensando en porque pasan estas cosas”. Cogió el libro de la mesita de noche y leyó: Los huesos del comandante estuvieron de acuerdo en abandonar la tierra, volver mil años después y estar de nuevo un día, en aquel sitio desértico en el que habían estado mil años antes. Pauline expresó su deseo de acosarse pronto esa noche, porque se notaba fatigada y reposar durante una década, porque al fin, las baterías se recargarían sin dejar de pensar que él estaba a los mandos, sentado a su lado. Esto significaba que los huesos del comandante seguirían sin moverse de su sitio. El comandante había querido a Pauline hasta el fin de sus días, hasta que ya no se pudo mover y ella ya no pudo hacer nada por ayudarlo con sus enfermedades. El el último momento, ella le puso la mano sobre la frente y le midió la temperatura porque esa era una de sus habilidades, pero, por supuesto, no sirvió para sanarlo y expiró abrazando su cintura, acogiéndose a ese gesto maternal que recordaba de su infancia. Todos los canales de noticia contaron que la nave había despegado. Los ALIENS se habían ido. Lo contaron como un triunfo del gobierno, como si se hubiese librado una enconada batalla y la tierra hubiese ganado. Esas pequeñas ráfagas de noticias triunfales se dictaban desde la sede central del partido en el poder , si bien, hubiesen podido hacerlo los periodistas a su servicio que se autocensuraban o, simplemente decían lo que más interesaba en cada momento. Les dieron libertad total en algunos aspectos que tenían que ver con resumir lo que otras cadenas (directamente financiadas por los partidos), hubiesen dicho primero. Sorprendentemente, tanto por parte de la audiencia como por parte de los que utilizaban televisiones privadas y en las que necesariamente había que pagar para poder ver, no hubo excesiva reacción ni movimiento de índices que pudieran determinar que algunos descreídos se hubiesen sumado a la corriente oficial y hubiesen visto esas noticias. Por supuesto que algunos periodistas no aceptaban ese juego corporativo, pero eran rechazados en todos los trabajos que no fueran de índole independiente, eso los llevaba a vidas marginales que, como el pez que se muerde la cola, los conducía a su vez a radicalizarse y, en muchos casos, a vivir de préstamos. Lo que en su trabajo esperaban de él era que al fin se centrara, que encontrara un equilibrio que le permitiera enfrentarse a su tarea diaria con cierto empeño, que recuperara una simpatía que había exhibido en otro tiempo y que dejara de presentar partes de ausencia por depresión. Y lo cierto es que por el tiempo que pasó visitando y dejándose visitar por Ramona, todo pareció volver a la normalidad. Si había algo que pudiera considerar atrayente de su relación, eso era que ella no quisiera que vivieran juntos y que aceptara verlo de una forma esporádica para sus encuentros románticos. Eso no sólo le permitía llevarse trabajo a casa y tener contentos a los chicos de la oficina, sino que también le sobraba tiempo para inventarse aficiones, coleccionar calcetines, ir al fútbol, leer, viajar, salir a los clubs o pasar la noche en vela contando estrellas en mitad de una calle solitaria; el tipo de cosas que hace la gente cuando no tiene nada mejor que hacer. Era la primera vez, desde que él recordaba que aquel tipo de actividades orientadas a cubrir el ocio sin mayores 304


complicaciones, no le parecían una pérdida de tiempo. Fue feliz durante meses, nadie lo pondría en duda, pero después de ese tiempo descubrió que no estaba tranquilo. La inquietud lo llevaba a obsesionarse con la idea de no haber podido formar una familia, lo que hasta entonces no le había importado. Pensaba en que Ramona vivía sin darle importancia a que la vida le hubiese negado esa posibilidad y pensó que después de un tiempo podrían solicitar del gobierno uno de los niños híbridos que quedaban a su cuidado cuando sus padres se separaban. Una idea tan reciente y tan dolorosa no iba a ayudar a consolidar su relación. Esta vez había acertado, era una mujer real, con sangre caliente y caricias sentidas y reales, lo que siempre había soñado, y en mitad de ese delirio de amor, aparecía el deseo de tener una familia. No sólo era carente de toda lógica, era un comportamiento caprichoso, exigente, irresponsable e inmaduro, al menos por su parte. Y cuando soñaba con que todo se arreglaría, Ramona enfermó. En ese momento empezó a sentir fuertes escalofríos y se creyó incapaz de cuidarla como ella merecía. La llevó al hospital, pasó ese tiempo a su lado y siguió con interés todas sus pruebas y las indicaciones de los médicos; pero desde luego se trataba de algo peor que su lesión de rodilla. Pensó en llamar a Harris para pedirle ayuda, pero tuvo dignidad y se paró a tiempo. En poco tiempo la carne de Ramona tomó una tonalidad violácea y a partir de entonces todo fue mucho más difícil, dejó de comer y vomitó sangre. El día que murió, después de que pasaran unos quince días acompañándola y durmiendo en un sillón en la habitación del hospital, Fermín decidió pasar un momento por casa para cambiar de ropa, asearse y coger la máquina de afeitar. Lo cierto es que Firmín nunca aceptó que la vida lo hubiese maltratado de tal manera. No le bastaría todo el tiempo del mundo para reconocer que vivían tiempos absurdos, que ya nadie podría ser feliz y que ni siquiera los más afortunados iban a tener la posibilidad de amar una mujer como él lo había hecho. ¿Maltratado por el destino? De ninguna manera. Nunca lo reconocería, pero nadie volvería a sentir lo que él sintió cuando tuvo que separarse ella; ese dolor era lo más parecido a la rotura de un verdadero amor. No era un hombre fácil de convencer ni dejarse manipular, ella no lo había seducido, eso estaba claro. No es que no hubiese imaginado desde el principio que Ramona se iría antes, sino que deseaba que su sueño durara lo más posible y eso implicaba no hacer planes teniendo en cuenta posibilidades de supervivencia. Allí acababa todo, y tan sólo unos días antes había tenido la tentación de decirle cuanto la amaba, pero no lo hizo y ella se fue si llevarse eso consigo.

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La invisibilidad de los pรกrpados

1 La invisibilidad de los pรกrpados- la felicidad mutante -gorriones transparentes

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Erika captaba los cumplidos manteniéndose inflexible en su parecer. Meryl no la soportaba cuando se ponía exquisita y había pasado de hacerse la graciosa a intentar convencerla de que aquella era una oportunidad que no podían dejar pasar porque era el último año que pasarían el verano juntas. En realidad, hacía tiempo que intentaba desligarse de los planes de sus dos hermanas, y por eso permanecía tensa incapaz de aceptar, ni negar su participación, en la proposición de volver al campamento del viejo Corbill, ese verano. La miraron con desconfianza y Meryl no lo dijo, pero pensaba que era incomprensible que se creyera la mejor. “Eres la misma mierda que todas las chicas de la City”, le hubiese dicho si deseara provocarla, pero nunca lo había hecho y siguió con aquella idea que tenía de sacar de ella todo lo que quería sin “apretarla” demasiado. Oyeron a su madre que acababa de llegar a casa con la compra del supermercado y se dedicaba a mover todas las puertas de las alacenas de la cocina; era un ruido y una situación inconfundible. Amaranta estaba cabreada de verdad, no tenía tanta paciencia como Meryl , se levantó de su silla y cruzó el cuarto de Erika para ponerle la cara delante de los ojos y que pudiera notar con toda claridad su enfado. -Eres una idiota, ¿lo sabes? ¿Es por el tonto ese de Caracione o por esa ricachona de Maty Jurado, que deja que la visites? -No, No es por ellos, ¿vale? ¡Dejarme ya! -Meryl comprendió que así no arreglarían nada y le pidió a su hermana que la dejara, pero a la vez avisó, “esto no se acaba aquí, piensa en ello Erika, nos estás arruinando el verano a todas” Meryl abrió la ventana porque habían estado fumando y no quería que su madre se diera cuenta. Después roció la puerta con un perfume barato que olía peor que cualquier cosa que se pudiera imaginar. Sonó el claxon del coche, Jana Úrsula se había quitado la chaqueta y empezaba a sudar. Lo presionó por accidente, pero aprovechó cuando vio a Meryl en la ventana, para decirle que bajaran a ayudarla. El ocaso hacía crecer en las sombras de los árboles en esa época del año, era como si los acostara con la lentitud maternal que cuida de un enfermo. Al abrir la puerta trasera del coche, Rulfy, el perro, un podenco de padres desconocidos sale de un salto en dirección a la arboleda y da cuatro ladridos de aviso a los entrometidos. “A ver que se han creído esos paseantes con otros perros que pasan por allí...” Cuando ve a las chicas se dirige hacia ellas como una bala, para reventar de alboroto saltando delante de sus rodillas y morirse de felicidad por el reencuentro. -Perro pesado -dijo Erika, arrojándo una pelota lo más lejos que podía para sacárselo de encima. Lo que atraía a Meryl de estas situaciones familiares, era la forma en que su madre resolvía los conflictos y la pereza de Erika, le bastaba una mirada fría o un, “no quiero lamentaciones”, y cortaba cualquier conato de rebelión. A las ocho solían volver de tomar un granizado en el bar de Morris, entonces Erika de escabullía por una puerta lateral. Si Jana Úrsula estaba en la cocina haciendo la cena, hacía lo que fuera para que le endosara a una de sus hermanas lo de bajar la basura y era incapaz de sobreponerse al deseo de desaparecer hasta que alguien tomara la iniciativa; pero parecía, de algún modo secreto, que el universo se había confabulado para asignarle esa tarea y, si alguna vez lo de subir a la habitación por la puerta lateral, le había dado resultado, ya no. La noche anterior no había dormido muy bien, había soñado que estaba sola en casa y daba vueltas desde el sótano al tejado en busca de sus padres y sus hermanas y no las encontraba. En cuanto se quedó dormida empezó a mover los párpados, lo que no pasó desapercibido para Meryl porque las tres dormían en la misma habitación y porque el sueño se repitió toda la noche. A Meryl le interesaba todo lo que le pasaba a Erika, se concernía de todo lo que pasaba desapercibido para los demás acerca de ella. En ocasiones intentaba protegerla sin motivo, y evitaba ser como el oso que te abraza hasta asfixiarte sin darse cuenta de su fuerza. Cuando la veía soñar de aquella forma, le hacía preguntas intentando interpretar algunas palabras sueltas, le hablaba bajito e intentaba ser reconocible, y lo curioso de todo eso era que su hermana pequeña, a veces, le contestaba desde su mundo onírico. 309


La hermana mayor había tenido una habitación para ella sola durante un tiempo, pero eso se acabó cuando tuvieron que acoger a la tía Engracia que se quedó viuda y era de ayuda en la casa. Antes de aquello se dejaba entrar al perro, pero ya no, la casa se había vuelto demasiado tranquila y tampoco las dejaban correr o gritar sin sentido. Las tres hermanas dormían ahora en la misma habitación pero Meryl echaba de menos la suya, porque siempre la había considerado la mejor habitación, aunque no lo fuera. Tenía una ventana muy grande y era seca y caliente incluso en invierno, podía subirse a una silla y con un poco de esfuerzo por encima de los tejados del vecino Olsen, se llegaba a ver el lago. No muy lejos, en una arboleda de eucaliptos viejos y muy separados, había cotorras y urracas muy violentas que eran capaces de disputarse su espacio con cualquiera. Aquellos bichos hacían mucho ruido y volaban en grupo en desplazamientos cortos a gran velocidad, tenían un carácter endiablado. En aquel torbellino volador la tía Engracia había manifestado que si fuera por ella, cogería una escopeta y los echaría a patadas. No sucedió. Por la mañana, Amaranta se puso la ropa de entrenar y se fue corriendo hasta el gimnasio. Se tomó sus vitaminas y avanzó por el pueblo sudando y saludando a las amigas de su madre sin dejar de correr. Casi arrolla a una señora que llevaba a su hijo al colegio cogido de la mano, y le pidió perdón pero no dejó de correr. Se avergonzaba de sí misma pero se sentía llena de energía y algo la empujaba hacia adelante. En todo caso, no era totalmente voluntad propia, aunque en otras ocasiones se levantara temprano para ir a entrenar. Justo en el momento en que entraba por la puerta salía el entrenador, pero no se paró con él, se dirigió directamente la lavabo y estuvo devolviendo hasta que se vació por completo. En la bicicleta estática, Ernie tampoco parecía capaz de parar. No había tenido tiempo de hablar con él el día anterior y le preocupó maliciosamente que si aquella bici se cayera de uno de sus anclajes, o se saliera de sus vías, pudiera salir volando a toda mecha más allá de la ventana. Habían pasado algún tiempo juntos aquellas vacaciones, pero lo habían dedicado a hacer deporte, a ir a pescar, a ir a fiestas o a meterse en las cafeterías durante horas, pero nada de hablar. Se estaba poniendo de moda lo de ir al gimnasio por la noche, pero ellos, como era algo reciente no podía aún saberlo. Era una de esas modas que posibilitaban a las parejas para pasar un rato juntos sin que nadie los molestara de vuelta a casa. La urgencia repentina que la había llevado hasta allí tenía que ver con la inminente partida hacia el campamento de los Corbill. Ya sólo había una cosa de que hablar, si volverían a sentarse juntos el curso que se avecinaba y seguirían siendo pareja de Gimnasio. Ella lo apremiaba para conseguir una respuesta en aquel momento porque, el Gimnasio estaba lleno de chicas preciosas de otros pueblos que no la conocían y no la respetarían, y Ernie no era un bombón nada despreciable. Además, Los Corbill tenían un hijo adoptado que le gustaba y no estaba dispuesta a perder el tiempo y el verano por una respuesta ambigua. En aquellas mañanas de calor, toda la ropa de cama de Erika aparecía cada mañana enmarañada en el suelo, como si se la hubiese sacado de encima pateado el espacio infinito. Había pasado toda la noche soñando con Marlon Brando y aquella serenidad indestructible conque sus ojos veían el mundo. Con frecuencia, en un juego de aficionaba, empleaba diálogos de las películas en las contestaciones que daba a sus hermanas, lo que las dejaba bastante desconcertadas porque era un buen sistema para no responder a sus preguntas. Meryl le preguntaba si iba a ponerse una determinada blusa y ella le respondía, “¿los osos tienen pulgas?” Y eso dejaba a su hermana toda la mañana pensando en que habría querido decir. Ese era uno de los motivos por los que no quería ir al campamento, necesitaba tiempo para ella y estar cerca del pueblo en verano, así podría ir al cine cuando se le antojara; pero había otras razones de puro romanticismo adolescente, siempre tan presente en ella a esa edad. A nadie le gustaba que se mantuviera en su posición sin dar razones que la sostuvieran y Jana Úrsula tuvo que hablar con ella para convencerla con un par de amenazas; o se iba al campamento o se inscribía en un taller de escritura creativa todo el verano. Eso le impresionó, pero lo peor fue cuando su madre añadió que tendría que pasar el resto del tiempo ayudando a su tía con su taller de costura. En casi todas las conversaciones de ese tipo que tuviera con su madre, había salido perdiendo y esta vez parecía que lo volvería a hacer. 310


Así pues abrió los ojos y se desperezó comprobando que tenía la cara de Meryl tan cerca de la suya que de haberse movido se hubieran dado un cabezazo. Sonaba el teléfono en el piso de abajo cuando Meryl puso un dedo sobre unos granos que a su hermana le habían salido en la cara. -Debe ser de algún bicho. Seguro que tienes alguna araña dando vueltas entre la sábanas. Eso fue suficiente para hacer que se pusiera de pie de un salto y corriera al baño para verse en el espejo, orinar, y volverse a ver. Oyó la voz de su hermana a través de la puerta, “ponte alguna crema a ver si no empeora”. Meryl tardó en admitir que se había tratado de una pequeña broma, porque aún después de mirarse en el espejo por todas sus partes, Erika no encontraba los granos ni las picaduras. Fueron los nervios de aquella mañana en que su hermana mayor se comportó como las chicas del colegio que la torturaban con pequeñas dudas psicológicas acerca de su feminidad. ¿En qué momento se había vuelto tan cobarde? Siempre había sido la más decidida de las tres, y eran las mayores las que acudían a ella en el pasado para sacara los lagartos y las grimosas crías de ratones del sótano. Se había hecho adulta y habían empezado a atraerla los chicos, pero suponía que eso no explicaba de ninguna de las maneras que de pronto ya no quisiera pelearse con ellos, y sobre todo, vencerlos. Meryl dejó a Erika a solas y salió a sentarse un rato en el porche, Había algo a lo que le estaba dando vueltas los últimos días y al final parecía revelarse con su implacable elegancia. No se había equivocado, la insistencia con que Demetrius Hadock visitaba a su tía tenía que significar algo más que un asunto doméstico. Normalmente, otros hombres solteros o viudos recurrían a ella para que les hiciera arreglos en la ropa por poco dinero, pero Demetrius se arreglaba demasiado y también se perfumaba. A primera hora apareció y aparcó su coche enfrente de la casa, saludó a Meryl y tocó el timbre; llevaba flores. Aquel pueblo la estaba matando. Su dolor consistía en encontrarse con la misma gente y con sus mismas caras varias veces al día, en no poder dar un paso sin que cualquiera le preguntase, o al menos se lo preguntaran interiormente, a dónde iba. Hasta le podía pasar con su propia familia, intentar verse con un chico a escondidas y encontrar a sus padres dando un paseo en la misma calle. Le hacía daño hasta la idea de tener que esperar al otoño para desplazarse a estudiar a la capital. Los capitalinos, por lo que había oído eran de otra manera, todo les daba bastante igual. Ella los imaginaba moviéndose por calles muy iluminadas en noches de desconocidos; se imaginaba a sí misma acompañada por dos o tres amigos cuando salían a beber cerveza y fumar hierba. No podía sacudirse ese deseo de romper todas las reglas aunque se convirtiera en el peor ejemplo para Erika. Los veranos de ver pasar los días sin hacer nada se iban a acabar. Las tardes eternas de nubes perezosas tenían sus días contados; lo de leer el mismo libro, el mismo capítulo y la misma hoja, tenía que tener fin en algún momento, ni si lo hacía para disimular. Lo de lavar el coche de su padre sólo por pasar el rato o lo de intentar encerrarse en el cuarto justo antes de que apareciera su hermana pequeña reclamando atención, eso también. Ni aún pasando toda la tarde en la ventana imaginando escritores bohemios y ella con ellos, ahogándose en el licor y tirándose de cabeza al puerto sin agua y sin sal, podía distraer sus temores. Y si llegaba a ver el caballo del vecino correr luciéndose delante de sus ojos, podía estar segura que no tendría ningún mérito montarlo a escondidas y salir desnuda bajo la luna a sentir su grupa bajo sus nalgas machacándole la espalda para varios días. Todos los alumnos de tercero estaban seguros de algo el último día de clase, al terminar sus estudios volverían al pueblo y sus vidas seguirían siendo igual de anodinas. La costumbre de leer el diario de su hermana pequeña no representaba un problema moral para Meryl. Había estado buscando las partes más inestables de su personalidad para ayudarla y no para aprovecharse de ellas y ridiculizarla en público, tal y como haría Amaranta de descubrir su secreto. Lo cierto es que escribía bastante e hizo falta descifrar aquella letra desigual para llegar a la parte en que Caracione le había rozado sus pechos diminutos de forma aparentemente accidental. Tampoco era para tanto, pero aquel chico siempre le había parecido un poco... ¿Cómo decirlo?...: tal vez aprovechado sea la palabra aunque a él no se lo parecería. Dado que Erika partiría con sus hermanas al campamento de los Corbill en un par de días y que no parecía demasiado impresionada por las 311


proposiciones de su incipiente admirador, no había que darle mayor importancia al despertar adolescente de la sangre. Lo único medianamente interesante que le había ofrecido la mañana, había sido a Jana Úrsula llevándole una taza de café al porche en lugar de darle un grito para que fuera a la cocina a tomarlo. Meryl no se equivocaba al sospechar que algo estaba pasando que se escapaba a lo que sabía hasta entonces. Existía en Jana Úrsula un ánimo de congeniar con sus hijas, también había notado que su madre era la más interesada en que aquel año fueran al campamento y la presión parecía haber pasado a sus dos hijas mayores, claro que por más que hubiese pensado jamás habría conocido sus motivos si ella no se lo hubiera dicho. Cuando llevó la taza a la cocina sin previo aviso su madre le soltó: “Tu padre lleva un año viéndose con su secretaria a escondidas en todos los moteles de mala muerte de carretera entre su oficina y la casa de los padres de la chica”. -¿Cómo lo sabes? -preguntó Meryl que por su reacción parecía más serena y adulta que su madre. -Las mujeres siempre somos las últimas en enterarnos, pero a veces encontramos un indicio y entonces vamos hasta el final, un ticket de un aparcamiento puede hacernos llamar por teléfono a todos los aparcamientos del extrarradio -contestó con acritud. -Exageras. -Tenemos que hablar de esto con más serenidad, ahora no es el mejor momento, ni este parece el mejor lugar -Meryl intentaba saber la gravedad real y hasta donde había llegado Helmer con su aventura. En resumen necesitaba realmente saber si todo se iba a venir abajo o habría manera de poner algunos parches para evitar que así fuera. Era bastante evidente que Meryl no tenía un concepto elevado de su propio padre, y su madre comprendía que eso fuera así porque el trabajo lo había absorbido de tal manera aquellos años que apenas paraba por casa más que para dormir o ir algún fin de semana al parque de atracciones. Pero había sido cuando sus hijas despertaran a la adolescencia cuando se habían creado una peor opinión de él -no podía decir exactamente que le cogieran manía, después de todo era su padre, pero existía una aversión hacia las decisiones que él tomaba y afectaban a todos, porque les parecía egoísta y siempre eran decisiones interesadas-. Casualmente, en una ocasión, no fue Meryl sino Amaranta, la que lo vio salir de una cafetería del centro en actitud cariñosa con una chica, la misma actitud cariñosa que su madre había echado de menos todos aquellos años. Amaranta no se lo dijo a nadie, pero para todos fue obvio la actitud beligerante que tuvo con su padre desde entonces. Intentó saber en quién podría confiar para hablar de ese tipo de cosas y de aquel secreto que la afectaba tanto, pero concluyó que era muy pronto y si hablaba con alguien de las infidelidades de Helmer, eso tendría que ser con la defensa de un tiempo que ayudara a diagnosticar con la cabeza más fría. Desde entonces no se tomaba a los chicos en serio, se aprovechaba de ello y los dejaba, los utilizaba y os llevaba acompañándola a los sitios que quería pero nunca se comprometía. Con Ernie era diferente, lo conocía desde el parbulario, y habían sido novios y dejado de serlo mil veces desde los cuatro años. Lo besaba y se dejaba manosear, pero no le prometía nada, aunque siempre lo tenia cerca y lo apreciaba. Era un apoyo importante, pero desde que había visto a su padre con aquella chica, se las pagaba Ernie en el gimnasio, donde practicaban boxing, lo tenía de sparring y se pasaba la mañana dándole golpes como si fuera un saco.

2 Pupilas

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Sea como fuere, la vida que habían vivido y el recuerdo que de ella tenía Jana Ursula, no había sido un fracaso, ni por mucho que de todo ello renegara Helmer. Frente a aquel hombre que se había propuesto ser detestado, que agitaba su músculo maduro como si de ello dependiera sentirse vivo, estaba la familia y, tal y como Úrsula lo veía, el sacrificio de dejar que la vejez los fuera invadiendo y absorbiendo, mientras veían crecer a aquellas tres flores que eran todo para ella. Habían sobrepasado la cincuentena y hubiese sido mucho más natural dejarse ir sin rebelarse contra la naturaleza de todas las cosas. Helmer metió a escondidas en una maleta sus palos de golf, sus cremas de ojeras y para después del afeitado y algo de ropa, eso fue todo; desapareció furtivamente en la noche sin despedirse de sus hijas. Los Olsen, que eran buenos vecinos pero se pasaban el día la noche pegados a su ventana, dijeron al unísono, “el pájaro ha volado” y después la mujer, “nada bueno para nadie, todo malo para todos”. Tal vez fue ese sentido de madre que se pone a la defensiva, que intuye lo peor y que sabe defender a sus cachorros, lo que llevó a Úrsula a contar lo que sabía de su tragedia, unicamente a la hija mayor, al menos hasta que pasara el verano o empezaran a echar de menos a su padre. Ese fue el momento que Meryl creyó más oportuno para regalarle a su hermana pequeña el libro titulado “Brando y Kubrick, dos personalidades en el arte”. Se pasó los dos meses de campamento sumergida en las fotos y los textos sin dejar que nadie lo tocara, y lo que era aún mejor, sin pensar en Coracione, que le hizo una visita un domingo aburrido y no les sirvió más que para pasear cerca del lago sin ni siquiera besarse. Incluso en aquel momento tan decepcionante, Meryl necesitaba seguir sintiendo que podía hacer algo para contener la falta de protección de su hermana pequeña frente a los cambios que la vida le presentaba. Desde su posición, todo lo que sabía le ofrecía la posibilidad de adelantarse a las caídas e intentar que no fueran tan duras o evadirse para no sufrir viendo el resultado de lo que ya era inevitable. Pero aún había algo peor, y era el coraje que la llevaba a enfrentarse al mundo y odiar a su padre, pese a que sólo alcanzó a visitarlo una vez en su piso nuevo, e intentar abofetearlo sin conseguirlo. Vio su cara fláccida una vez más para, al menos, decirle cuanto aborrecía a los hombres como él, incapaces de controlar su egoísmo y de no poner por delante su deseo. Al menos se desahogó haciéndole ver cuanto las había hecho sufrir y lo frustrada y desengañada que se había sentido Erika, su hija de quince años, apenas preparada para encajar, aunque no fuera cierto, que nada sucede si no es por algún interés mezquino. Pero eso iba a ser casi un año después de su estancia en el campamento de los Corbill y entonces, Erika aún no sabía lo que el destino le deparaba. Dado la reacción violenta que se esperaba de Erika cuando conociera la noticia, la madre pensaba que habría que hacerlo de forma totalmente programada y si tenía que montar un numerito sería mejor que lo hiciera en alguna cafetería; sin duda ese sería el mejor lugar para intentar intimidarla en una posible histérica reacción. Por otra parte, tampoco estaba Meryl muy segura de que Amaranta no saliera buscando a alguien con quien pelearse, y ese alguien casi siempre era Ernie. Su novio en otro tiempo se empeñaba e seguir a su lado como si nunca hubieran decidido pasar página a su situación sentimental y eso lo utilizaba ella para desahogarse con él siempre que lo necesitaba, esto no era ninguna novedad para nadie, pero era necesario repetirlo una y otra vez para llegar algún día a comprender esa relación. Úrsula había hecho todo lo posible por hacer crecer a sus hijas con una sensación de felicidad, que tal vez no era real, pero que había servido para construir la familia lo mejor posible. La realidad no tenía mucho que ver con lo que aquellas tres niñas habían ido imaginando en sus juegos infantiles, pero era la mayor Meryl, con la que sentía que había fracasado estrepitosamente al hacerla sentirse responsable y excesivamente comprometida en la educación de sus hermanas. Meryl había vivido todos los problemas de la familia de primera mano y había acompañado a su madre cuando había decidido ocultarlos; pero esta vez era diferente, no se puede ocultar un divorcio y la desaparición del padre, pero sobre todo no se puede ocultar la amargura y resentimiento que crea. Por su parte, ajena a todo, Erika daba por supuesto que merecía una adolescencia llena de 313


revelaciones inquietantes. Era la más bonita y delicada de las tres hermanas, de eso estaba segura, aunque no fuera así. Tenía un eczema que se manifestaba cuando algo la intranquilizaba por tiempo prolongado, bajaba sus defensas y adelgazaba; lo cierto era que eso no ayudaba con su aspiración a ser la “mejor princesa”. Además de su encanto personal, aquellas vacaciones, todos parecían especialmente inclinados en hacerla feliz y sus hermanas le habían comprado un albornoz amarillo pastel que podría utilizar en el campamento al salir de la ducha. Aquello ayudaba a suavizar la contrariedad de tener que someterse a aquella disciplina, pero nada parecía poder convencerla de que por algún motivo que desconocía de nada hubiese servido esa vez exponer ante todos una de sus peores pataletas. Como todos podemos suponer, la elevada opinión que Erika tenía de si misma, chocaba con la mirada de reprobación de los adultos que la rodeaban y que sólo miraban en ella una niña mimada. A pesar del esfuerzo extenuante que ponía en mirar como si fuera capaz de despreciar hasta límites insospechados, lo cierto es que no conseguía más que la postergaran aún más en todos los juegos y comidas del campamento. Digamos que su estrategia no se correspondía con la realidad y que los resultados eran catastróficos. Maty Jurado era la hija del hombre más rico del extrarradio de Mindstorm, había construido un aserradero que suministraba madera para hacer casi todas las puertas y ventanas de los edificios de la parte Este de la ciudad, y además de eso, tenía aspiraciones políticas. Maty y Erika tenían la misma edad y les complacía hablar de los secretos de la vida, de los chicos, del amor y de todo lo que deseaban. No se dajaban nada para más tarde y todas sus investigaciones sobre el sexo y los vicios sexuales de los mayores, eran compartidos maliciosamente. A Erika le gustaba visitar a su amiga porque la gran casa tenía asistentes que les daban de merendar y le abrían la puerta, y eso era mucho más que cualquier otra niña de la escuela pública pudiera tener, si bien Maty cambiaría de colegio el año siguiente y se verían mucho menos. Era de esperar que después de un tiempo en el campamento, Erika intimara con el hijo del señor Corbill. Los vigilaba de cerca, pero los dos chicos se escabullían para ir a pescar y pasaban horas sin que nadie supiera donde se habían metido, lo que exacerbaba la imaginación de Meryl, que decía desesperada, “lo que nos faltaba”, y recriminaba a su hermana por su conducta. Al entrar a formar parte del mundo de campistas, que además conocía de años anteriores, Erika hacía todo lo posible por encajar en su entorno y era ese momento en el que abandonaba su pose de princesa inalcanzable e iba descalza a todas partes imitando a su amigo Gene Camons. Si Maty Jurado la hubiese visto aplastando gusanos para ponerlos en el anzuelo, o meter los pies descalzos en el barrizal de la orilla del río Ory, jamás la hubiese invitado a poner los pies en su casa de nuevo. Erika tomaba a su amiga como un modelo en medio de su sórdida vida de estudiante de primaria, pero en el entorno natural de sus vacaciones de verano, perdía todo contacto con la altura desenfocada de sus pretensiones pasadas, y como no podía ser de otro modo, volvía la risa y su espíritu se expandía sin disciplinas y normas absurdas. Al fin y al cabo, Gene Camons era un excelente anfitrión, conocía todo lo relacionado con aquel lugar y lo que era mejor de todo, era unos años mayor que ella. En ese contexto que a Amaranta también le gustara Gene, pero él sólo prestara atención a Erika, lo que terminaba de poner el acento en la satisfacción que aquella afinidad producía en la hermana pequeña. “No olvides lo de tu ezcema princesita”, le decía Amaranta a su hermana cuando los veía pasar juntos y sólo por molestar, y la otra otra le respondía con un insulto y una mirada que la hubiese convertido en piedra si tuviera semejante poder. En el mundo hay personas que desde el principio saben que todo cuesta y que nadie se lo va a poner fácil, así era Amaranta, y luego están los soñadores, grupo este último al que pertenecía Erika. Si nadaba en el lago, Erika creía que algún día podía ser una bióloga famosa descubriendo especies increíbles, aunque para eso tuviera que escarbar en el lodo. Si subía la montaña, le decía a Gene que algún día le gustaría ser piloto y volar a poca altura sobre los árboles de Mindstorm. Entonces, al volver al campamento, se cruzaban con la gente pobre que vivía en chabolas en medio del bosque, gente que vivía empujando sus vidas sin esperanza, y empujando los muertos que iban enterrando por el camino. “No se quedarán mucho tiempo. Siempre se están moviendo para que la policía no 314


los moleste”, le dijo Gene. Ella se ponía un pañuelo sobre la nariz para no olerlos e intentaba no mirar las defecaciones que aparecían sin previo aviso a ambos lados del camino. Una señora mayor y opulenta, arrojaba el resto de la hoya al pie del camino, alubias aún caliente sobre las que se abalanzaban los perros que los acompañaban. De repente era como si se le hubieran caído las gafas y necesitara cambiarlas por otras mejor enfocadas porque sabía que aquel mundo sombrío existía pero verlo tan de cerca la impresionó. Sin embargo, en esa ocasión no soñaba con ser enfermera o doctora de gente sin recursos, por algún motivo que tenía que ver con la selección de sus sueños, eso no lo consideraba. Pasaron por medio del poblado y saludaron, una señora les respondió con un gruñido, y un viejo que debía tener al menos cien años, masticó una cantidad se saliva que le producía el tabaco de pipa y escupió de forma sonora a su paso. En aquella nueva visita al campamento, Erika se sentía mucho más cómoda que en años anteriores. El patito feo se iba convirtiendo en un engreído y hermoso cisne. Al incorporarse de nuevo a la disciplina desordenada del señor Corbill descubrió que los chicos de la tienda de utramarinos la miraban con insistencia, también Gene lo hacía, el cuidador de los perros la trataba con una amabilidad inesperada y el mismo Corbill la llamó, potrilla desarrollada en el contesto de su llegada y recepción de identificaciones. Erika hacía todo lo posible por ser la de siempre, pero estaba claro que eso ya nunca volvería a ser lo mismo; sus quince años lo empezaban a cambiar todo. Lograba disimular el placer que le producía causar aquella impresión en los hombres, incluso en los maduros que intentaban disimular sin conseguirlo. Miraba al suelo y contenía el deseo de sonreír al mundo. Su cuerpo se iba formando sin concesiones y aunque ella hubiese puesto condiciones no la hubiese escuchado. Es decir, si sus pechos iban a ser grandes, ya empezaban a serlo por mucho que ella deseara tenerlos más pequeños, de hecho, bastante más pequeños. Su actitud era la adecuada según Meryl, con la que hablaba en confianza sobre su desarrollo y a la que en una ocasión le mencionara que había una parte de su cuerpo que aborrecía, se trataba de sus pies, pues, según dijo, había estado midiéndolos y le parecían extremadamente grandes para su edad. Meryl le contestó que los hombres, en lo último en lo que se fijan es en los pies y que, al fin y al cabo, no era tan difícil saber en qué se fijaban los chicos mientras ellas les hablaban mirándolos a la cara. Muy pronto, apenas unos días después de su llegada, Erika dejó de sentirse ofendida por haber sido obligada a ir a “aquel estúpido campamento”, según sus propias palabras. Empezó a desear que todo fuera como prometía porque, de repente, aquello empezaba a gustarle y había algo que sus hermanas no sabían, Caracione se las arregló para hacerle llegar una carta en la que se comprometía a pasar para hacerle una visita. Sin duda podría haber sentido un poco de pudor ante la idea de que Gene los viera juntos y se sintiera relegado a un segundo lugar, al menos mientras durara la visita de Caracione -pero ni siquiera era seguro de que apareciera, y si lo hacía, sería algo muy furtivo, como casi todo lo que emprendía; a escondidas y rayando lo prohibido-. Dado el buen resultado de las atenciones vertidas sobre Erika, Meryl empezó a dejarla respirar, a controlarla menos y, si acaso, a observarla desde lejos. Una tarde en que Amaranta estaba sentada en el prado delante del lago, Meryl se abalanzó sobre ella y la tumbó, sin darle tiempo a responder a su ataque la puso mirando hacia arriba, se sentó sobre su estómago y la inmovilizó sujetando sus muñecas contra la hierba. Amaranta no sentía ningún dolor, pero estaba roja de furia porque se había creído mejor luchadora que su hermana. -¿Dónde recuernos metes todo el dinero que se supone que dejas en el gimnasio? -Ya verás cuando me sueltes. No me vas a volver a sorprender. -¿Eso es todo? Estoy temblando, ¿no lo notas? Ni siquiera eres capaz de reconocer que Ernie se deja ganar porque le gustas. -¡Cállate! No me entreno para ser mejor que nadie. Y suéltame ya. -Soy la mayor y la más fuerte, ¡Dilo! -Eres la mayor y la más fuerte. Grande cosa -añadió entre dientes con ironía. -Vale te suelto si el sábado hacemos una escapada a media noche al bar de Morris. 315


-Precisamente estaba barruntando que venías por algo así. ¿Y Erika? -La dejamos durmiendo y en una hora estamos de vuelta. Da la casualidad de que una de las limpiadoras se va a esa hora y nos puede acercar. Para volver ya nos las arreglaremos. ¿Era lo que ibas a preguntar? -Nada era exactamente como lo contaba Meryl. Parecía seguro pero podían quedar en medio de la carretera haciendo autoestop hasta el amanecer. Aún así sabía ser convincente y capaz de vender arena en el desierto. -No suena mal. Meryl se pasó el resto del día del sábado siguiente, después de comer, fisgando en las cosas de su hermana pequeña. Aprovechó una de sus salidas para hacer senderismo con Gene, y como solían subir al Monte de la Pena, no esperaba que volvieran hasta caer la tarde. Lo inspeccionó todo, rebuscó entre sus libros, especialmente en el que estaba leyendo sobre las personalidades artísticas de Brando y Kubrick. Le dio un repaso a los bolsillos de toda su ropa y hasta levantó el colchón por si guardaba allí porros o o cualquier otra tentación propia de su edad. No esperaba encontrar revistas pornográficas, pero sin duda las tendría si fuera un chico, se decía mientras seguía su inspección. Decididamente tenía la hermana más aburrida del mundo. No había nada que pudiese decir que representaba un desafío a la autoridad de los adultos. Pero hubo algo que le llamó la atención, o se había llevado su diario con ella, o lo había dejado olvidado en su habitación a casi dos kilómetros de donde se encontraban. En ocasiones habían hablado sobre las drogas y parecía que Erika lo tenía claro y no quería ni oír hablar de nuevas experiencias psicodélicas o algo que sonara parecido. Debía ser muy convincente porque su hermana abandonó pronto la esperanza de encontrar algo prohibido entre sus cosas, o al menos, descubrir alguno de sus íntimos secretos. Y dado que Meryl era su referente de confianza -por decirlo de una manera que responda a los modelos que los jóvenes buscan en su formación y que terminan imitando-, realizó aquel trabajo de una manera tan respetuosa y limpia, que una vez que dejó todo en su sitio, nadie podría sospechar que hubiese pasado por allí. La más pequeña de las tres hermanas ya sabía, desde siempre, que su hermana mayor la vigilaba y la controlaba, pero no le molestaba porque lo consideraba una preocupación “maternal”. Cuando iba acompañada de Gene, encontraba que Meryl ni lo miraba, no le hablaba mientras él se deshacía en sonrisas como si caerle bien a la hermana mayor fuera tan importante. Se cruzaban muchas veces en la entrada del campamento, se veían llegar desde lejos, se acercaban, Meryl recogía sus manos en los bolsillos para no tocar la cabeza de su hermana cariñosamente y pasaba de largo. En lo alto del Monte de la Pena, los pájaros se empeñaban en desconocidas sinfonías que lo llenaban todo; eso era debido a que hasta allí no llegaba el ruido de un sólo motor, ni un coche, ni la bomba de agua del campamento, ni siquiera la serrería que lo invadía todo a su alrededor. Gene le había mostrado uno de sus lugares favoritos, iba allí siempre que podía y cuando el señor Corbill, al que llamaba papá, le daba permiso. Tenía un sentido estricto de la disciplina y posiblemente eso era la única cosa que no le gustaba de él, aunque sobrevivir en aquellas condiciones, sin más ingresos que los veraneantes y sin ser hijo natural, había creado en él una inseguridad de la que solo así creía poder defenderse. Para la señora Corbill, Melinda, la llegada del niño adoptado había sido una bendición. Algunos intentaron amargar aquel momento de su llegada, y la entrega estuvo llena de críticas y bromas crueles; los vecinos no siempre actúan prescindiendo del desasosiego que les produce que otros puedan intentar ser felices, como si creyeran que nadie lo mereciera más y se tratara de un atrevimiento sin perdón. -Al año siguiente nada funcionaba. Parecía cosas de fantasmas o de que alguien estuviera causando los daños. Se averiaba el tractor, se caían los vallados, hasta los caminos que llegaban hasta aquí, aparecían levantados sin que se pudiera culpar a la riada porque ese año no hubiera. Pero Melinda no dejaba de acariciarme la cabeza y decirme que no me preocupara, que todo se iba a arreglar. Yo entonces tenía siete años, lo entendía todo y lo recuerdo como si fuera ayer -le contaba Gene en las largas tardes que pasó con ella-. Para Erika, el problema de aquella amistad no era que, por una parte deseara que él le contara más 316


y más cosas de sus propias experiencias, y por otra, que no deseara intimar hasta tal extremo. Tal vez, aquel verano de los quince años lo hubiese besado, si no fuera porque no se sentía lo suficientemente buena para Gene y no quería hacerle daño. La madrugada del domingo, Melinda se levantó justo antes de amanecer para verter aguas menores y poner café al fuego. Vio llegar a las dos hermanas y se alarmó al pensar que Erika había dormido toda la noche sola. Volvió a la cama y despertó a su marido para hacerle la oportuna observación al respecto e instándolo a tener una conversación seria con ellas. A continuación fue a la habitación de Gene Camons y comprobó que dormía plácidamente. La idea de que pudiera haberse reunido con la chica aquella noche y que pudiesen haber hecho algo que “trajera consecuencias” le quitaba el aire. La madre de las chicas acudió apenas un par de horas después de recibir la alarmante llamada del señor Corbill y aquel mismo día volvieron a casa para la hora de comer. Erika tenía cartas y mensajes de sus compañeras de clase que su madre había recogido del buzón y había dejado sobre su mesilla de noche. Tía Engracia la vio pasar cargada con su mochila y fue corriendo a darle un beso, le dijo que estaba muy delgada y que una chica de la que no sabía el nombre había estado para preguntar si ya había vuelto del campamento. Las cartas eran una repetición de la pregunta que se habían hecho unas a otras al acabar el curso: ¿Nos veremos el año que viene? ¿Vas a cambiar de instituto? ¿A qué instituto vas a ir el año próximo? No entendió mu bien algunas de sus piadosas frases, ni a las que le mandaban condolencias también poco claras. En aquel momento ella no estaba en condiciones de saber que la separación de sus padres empezaba a ser la comidilla de las abuelas y era posible a que a eso se debiera tanta inesperada atención. Apreciaba a aquellas chicas pero no estaba con fuerzas de leer todo aquello de repente. Lo único medianamente interesante de su vuelta a casa era que la visita de la que le había hablado su tía posiblemente era de Maty Jurado y lo cierto es que estaba deseando verla. Se sintió tan inquieta que no pudo resistir la tentación de coger el teléfono y hablar con ella inmediatamente -la última vez que hablaran se le habían quedado algunas cosas por contar, pero lo que tenía que decirle ahora era una bomba, aún no podía creerlo ni ella-. Hablaron sin extenderse porque las dos debían atender cosas inaplazables, pero quedaron de verse aquella misma tarde. 3 Pestañas en retroceso Cuando volvieron del campamento, Meryl y Amaranta subieron inmediatamente a su habitación y antes de que la hermana pequeña tuviera tiempo de seguirlas, Meryl le pidió a Amaranta que no contara nada sobre la separación de sus padres, que el anuncio lo tenía que dar la madre, que sabría como tratarlo que era posible que a Erika hubiera que decírselo con cierto tacto. Amaranta recibió el encargo como si se tratara de una orden, y cargaría con su secreto sin dejarlo supurar. Además, aquella actitud era una muestra de confianza con Meryl, que cada día la iba teniendo en mayor estima en lo que tenía que ver con contarle secretos. En realidad, no hubiese hecho falta hacerla tomar unas cervezas antes de soltarle todo aquello que le dijo sobre su padre, acompañado de insultos y razonamientos egoístas que él mismo había esgrimido en el momento crucial. Ahora sabían que lo que habían mirado como una anormalidad en otras familias, era algo que también les podía suceder a ella. Su familia no era perfecta, eso estaba claro, ellas no eran princesitas y ya no formaban parte del club de las mejores amigas cristianas, con las que se reunían para criticar a las familias ateas y divorciadas. En tal momento como aquel, unos años antes le hubiese hecho falta ponerse hasta arriba de grifa, 317


pero ya no fumaba, ni siquiera tabaco. Se hubiese echado a andar sin rumbo fijo, volviendo siempre a la casa familiar, después, tal vez, de pasar toda la noche caminando, dando vueltas, retrocediendo sobre sus pasos o persiguiendo sombras. Cruzaría las vías del tren donde los empleados siempre la llamaban y ella nunca iba, constantemente perdida, hasta caer de sueño. En tal momento como aquel, si hubiese sucedido unos años antes, le hubiese disparado a su padre con su misma pistola, la que guardaba en la mesilla de noche por si alguien entraba en casa por la noche. ¿De qué le iba a servir su pistola vieja si tenía que defenderse de su nueva novia joven? Pero si casi le doblaba la edad... era un hombre ridículo. Si aquello hubiese sucedido unos años antes, le habría roto el corazón oír llorar a su madre, pero ella ya no lo quería y no lloró por él; le puso la maleta en la puerta y le dijo, “no vuelvas”. Y aquella puerta, para él, se cerró para siempre. A veces, lo que sale en las noticias de la televisión no parece formar parte de la vida real. Algunas noticias son tan desagradables que Meryl se sentía incapaz de verlas de nuevo en el informativo de la noche y evitaba encender la tele. Sin embargo, fue suficiente ponerse a pelar ajos en la cocina para ver a través de la puerta del salón las imágenes del sendero que conducía al campamento y que conocía muy bien. Se trataba de aquella gente sin patria que deambulaban como temporeros en la recogida de hortalizas, de la fruta o de aceitunas. Un niño de apenas ocho años había sido encontrado muerto y habían sido detenidos cuatro muchachos adolescentes que el sábado por la noche habían salido a emborracharse y a pelearse con los extranjeros. Los chicos eran de buena familia y habían vuelto a casa con las manos llenas de sangre. Era muy evidente que se habían pasado con su diversión y que por la próximidad al campamento, cualquiera se los podía haber encontrado mientras insultaban y amenazaban a todo el que se cruzaba en su camino. Entonces Meryl pensó en Erica y sus paseos por aquella parte del camino, su inclinación a hablar con todo el mundo y nunca desconfiar de nadie. Apareció para coger un plátano, y mientras lo pelaba, Meryl le dijo, “te podría haber pasado a ti cuando salías a buscar tu sola a Gene, ¿o ya no te acuerdas de eso?”. Siempre en estado de alerta y nerviosa, la madre tenía muy reciente su desagradable separación y Meryl no quería que se pusiera a llorar, así que le dijo a Erika que cerrara la puerta del salón. Siempre había sido una madre sincera y preocupada, a veces en exceso, pero de pronto sólo aquella mirada resentida evitaba que se mostrara como la mujer más vulnerable del mundo. Meryl era la que se sentía más desasosegada y triste de todas, pero sobre todo por su madre. .¿Quién es Gene? .preguntó la madre -El hijo adoptado de los Corbill. El nuevo amiguito de la nena -y sonó con tanta malicia que la madre hizo un sonido alargado de admiración. -Vale, dejarlo ya o no podré venir a la cocina a nada sin esperar tanta empatía -Erika salió en dirección a su habitación echando rayos por los ojos y humos por las orejas. Esos días, con las niñas lejos, no habían sido fáciles para Úrsula. El final del verano se había adelantado, y no llovía pero se precipitaba un frío intenso por las noches que la oprimía como si tuviera la culpa de todos los divorcios del mundo. Lo peor es cuando te quedas sola, se decía a sí misma. Le hablaban sus padres ya muertos que se sentían abandonados en las esquinas de las habitaciones, observando todo lo que pasaba sin decir una palabra; como lo buenos espíritus hacen. En noches así hubiese gritado, pero Engracia hubiese subido alarmada a punto de llamar a la policía y tampoco quería hacerla pasar por ese mal momento, para comprometerla con su desahogo. Había hablado con ella lo justo, lo necesario para insultar un poco más al traidor, al Helmer que ya nadie conocía; se había hecho la mujer de acero, sin una lágrima; era por eso que si la veían gritar, o echarse a llorar sin motivo, no lo entenderían. Los hermanos nos ayudan a ser fuertes cuando ya no están los padres para exigirlo y tener cerca a Engracia en esos momentos la ayudó mucho. Aún en tal momento, y a una edad en la que le iba a ser difícil rehacer su vida con otro hombre. Desde tal momento, veía su pequeña casa de familia venida a menos y era consciente de todo lo que necesitaba, el aspecto pero sobre todo las reparaciones, y no le podría dar. Veía a sus hijas y pensaba, y no le gustaba la idea, de si o tendrían que vender e irse a vivir a un sitio más modesto 318


mientras los Olsen las verían empaquetar desde la puerta entornada de su granero y decirse el uno al otro, “las gallinitas han volado del nido”. -¿Has venido sola? -preguntó Maty Jurado mirando hacia la puerta por encima de su hombro. La casa de Maty la intimidaba pero Erika ya había estado allí otras veces. -No le dije a nadie que te iba a hacer una visita. Me siento como si estuviera haciendo algo clandestino. Últimamente parece que me controlan mucho más. -No me puedo creer que nos traten como a unas niñas. Otras chicas de nuestro curso, tal vez si lo sean, pero tú y yo somos más maduras que la media -respondió Maty-. Seguro que eso ira cambiando en los próximos meses. Maty le señaló una silla en la que podía sentarse porque se estaba pintando las uñas y no quería interrumpirlo, pero podía hablar mientras lo hacía. Erika estaba deseando contarle algunas cosas que la tenían inquieta últimamente, sin embargo, Maty, ajena a todo, no parecía tener mucha prisa por escucharla. Todo parecía muy anodino aquella mañana, hasta que surgió el nombre de Caracione, entonces dejó todo lo que estaba haciendo, puso el pintauñas sobre un aparador, acercó su silla en un acto reflejo y dijo, “cuéntamelo todo”. -Él apareció aquella noche. Es posible que viera a mis hermanas en el bar de Morris y comprendiera la oportunidad que se le presentaba de colarse en nuestro barracón y hacerme la visita que me había prometido -dijo atrayendo toda la atención de su amiga que se había puesto a respirar nerviosa y la instaba a que no parara un segundo de contar. Lo que dijo a continuación, nadie se lo hubiera esperado, mucho menos Maty que nunca la había visto tan apasionada con una de sus historias. -Supongo que esa noche Caracione se provechó del momento y me toco. Me tocó abajo. Maty dio un grito y se puso de pie de un salto, se separó ligeramente de su amiga y preguntó -¿Te tocó es la vida real o me estás diciendo que lo soñaste? Maty se quedó muy sorprendida cuando Erika la miró fijamente y repitió -me tocó. -Yo desperté aquella noche y descubrí que mis hermanas habían salido sin decirme nada. Hacía calor y quería pintarme las uñas de los pies, así que decidí que primero me daría una ducha y más tarde leería algo. Salí de la ducha con el pelo empapado luciendo mi albornoz nuevo, todo estaba a oscuras y no puedo imaginar que tipo de suerte llevó a Caracione a conocer que aquella caseta era la mía y la de mis hermanas. Es posible que reconociera mi ropa interior en el tendal del porche, aunque eso es mucho suponer. El caso es que entre las sombras de la habitación estaba él, esperando como un animal en celo. Me dijo que no disponía más que de unos minutos, que debía volver de inmediato porque había quedado con unos amigos. Nos sentamos e la cama y sacó unos pendientes, y me dijo que era un regalo por mi cumpleaños. Entonces me beso y yo lo abracé; fue un acto instintivo. El beso se alargó como si nuestras lenguas no pudieran separase. Fue algo raro porque ya nos habíamos besado antes así, pero estaba muy excitado y aprovechó ese momento para mover su mano desde la rodilla y enredar en mi bello púbico. Erika tenía toda la mala intención de excitar a su amiga hasta donde pudiera, es decir, no hasta que tuviera la necesidad loca de salir la calle en aquel preciso instante a buscar un chico que le hiciera lo mismo, pero sí hasta dejarla tan impresionada que soñara toda la noche con aquella escena. En aquel momento no lo entendía, pero era posible que toda aquella palabrería en confianza, no se tratara más que uno de tantos errores que cometería desde entonces, y algún día, años después se arrepentiría de no habérselo quedado para ella. -¿Y nada más? ¿Eso fue todo? Erika afirmó con un movimiento de cabeza -eso fue todo. El separó entonces como si se arrepintiera de lo que estaba sucediendo y salió de un salto por la ventana y corriendo como si lo llevara el diablo. -¿No lo has vuelto a ver? -No, ayer por la mañana apareció mi madre en el campamento. La llamó el señor Corbill porque se enteró de la aventurita de mis hermanas. Son muy torpes. 319


Después de aquello, estaba convencida de haber contado todo lo que su amiga rica quería escuchar, porque aquella misma tarde le enseñó su caballo y le dejó que le acariciara la cabeza, y eso era más de lo que había hecho nunca con ninguna otra. Le pareció que en cuanto se recuperaba del primer shock por lo que acababa de escuchar sentía por primera vez la necesidad de conocer a Caracione. En aquella casa siempre era primavera, la luz entraba por las ventanas como si no tuviera paredes. Le gustaba atravesar la distancia desde la puerta del jardín hasta la casa muy despacio, para darle tiempo al taxista a llegar a la esquina y hacerle creer que vivía allí. Al sentirse pobre la visitaba y conspiraba contra su desamparo y sus aspiraciones. “Me casaré con un hombre rico” le decía a sus hermanas, pero no la creían porque era más probable que se quedara preñada de uno de sus amigos del suburbio. Amaranta, que era la que más se parecía a su padre le dijo la verdad sobre su ausencia. “Papá se ha ido de casa porque a conocido una chica más joven; los dos buscan un estatus que han perdido. No la quiere, nunca ha querido a nadie. Pero parezco el cura y todos sus amigos católicos, juzgando y juzgando. Desiste de tus esperanzas, esto se acabó. Nunca volverá.”

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Manos y arenas

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1 Manos y arenas El aquel lugar tan cerrado y apretado, Helmer no podía dejar de pensar que aquel sería posiblemente, el último baile de fin de año que los mantuviera juntos. Se hubiese conformado con las cosas tal y como eran después de la aventura, si al menos Úrsula hubiese echo la vista gorda o no se hubiese enterado. Su educación sentimental era muy anticuada y dudaba de que ni siquiera pudiesen seguir siendo amigos después de aquello. Tal vez, lo mejor de su matrimonio hubiese pasado hacía unos años, cuando creyó que todo iba a suceder, que sólo podía ir a mejor y, en su apogeo mediático, el éxito llegaría y reventaría como lo hacen los capullos de las rosas en primavera, sin previo aviso. Pero hacía falta algo más que salir en la televisión todas las semanas para convertirse en un reconocido personaje público. El partido, de alguna manera poco explícita, le había dejado claro que no tenía el perfil para ser un líder de masas. Úrsula volvía a lloriquear en su hombro, nadie lo notaba más que él, porque sentía un hilillo de rabia manifestarse agudo y la humedad en su oreja no dejaba lugar a dudas. Desde luego, había sido la peor noche de fin de año desde que recordaba y no porque ella su hubiese empeñado en arruinarla, sino porque en el último mes se habían dicho muchas cosas que iban pesando sin salida. Cuando Helmer pudo ver que esta vez se había pasado, por otra parte, como tantos otros que conocía personalmente (algunos recientemente divorciados), la fantasía vivida de sentirse joven una vez más, seduciendo chicas que podían ser sus hijas, no parecía haber tenido continuidad y lo iba a cambiar todo. Pero dejarse llevar por la tentación hasta que le temblaran las rodillas, hasta la extenuación de su propio sarcasmo, lo hacían sentirse vivo, que la batalla no había terminado, que aún tenía algo que decir y no resignarse a ser el veterano funcionario afortunado, con doble sueldo y programa de variedades en la tele local. Y a la vez intentar sostener la contradicción del hombre de piedra que sólo se deja seducir si lo encuentra necesario y no por pura debilidad. Todo parecía haber salido mal y el derrumbe era cosa de horas, “año nuevo, vida nueva”, se decía, poniéndose de parte del cambio que se avecinaba. Sin embargo, convertirse en el viejo repudiado que iba a ser le producía cierto vértigo, abandonarse a imaginar como iba a ser todo sin su mujer de la que dependía tanto, no resultaba nada halagüeño. Había algo en ella que se había perdido sin saber si para bien o no. No la culpaba por eso, ni intentaba excusarse. Eran muy jóvenes, casi treinta años atrás ¿se dice pronto? Ella entonces tenía un algo triste que tenía que ver con su desconfianza, tal vez con su futuro dependiente de otros, de él y de las ajenas decisiones. Llegaba a su apartamento de soltero con la timidez de una extraña, pero él podía en un instante, sólo con una sonrisa y una comentario sagaz, hacerla reír. Ya entonces, esperaba de ella algo más que un superficial consentimiento para pasar toda la tarde de la cama a la televisión, tomando café o copulando como animales. Cualquier otra chica se hubiese dado cuenta al instante, pero no ella. Intentaba hacérselo comprender, para que estuviera más tranquila y 322


comunicativa, pero aún así no fue capaz de conseguir sacarle aquella cosa melancólica de encima hasta pasados unos de su matrimonio y algún tiempo después de tener a Meryl, su primera hija. Una de aquellas tardes, el atrevimiento lo llevó a pedirle una sonrisa y ella le respondió que reírse sin motivo era lo que hacían las putas. Al momento intentó retener su respuesta, pero era demasiado tarde, ya lo había soltado. “Nunca nos pondremos de acuerdo en esto, ni en la forma que pronuncias esa palabra”, añadió Helmer. No había sido una buena tarde, los dos estaban cansados y él se la pasó enfurruñado, sin ganas de hablar, ella intentó compensarlo con todo tipo de juegos que buscaban excitarlo sexualmente, pero no lo consiguió. Y fue aquella tarde y no otras, la que marcaba una época previa al compromiso de ir a vivir juntos. De cada tiempo importante de nuestras vidas, tal vez sólo tenemos un recuerdo muy determinado, de un momento muy preciso y aislado, que pretende representar todos los demás momentos, que da forma a un sentir y un hacer al que puede no ser del todo fiel el contexto en el que fue vivido. No se lo iba a decir aquella noche de baile, al menos mientras durara la música, pero en aquel tiempo previo al matrimonio la esperaba haciendo del silencio de la casa un deseo insoportable, tal como siempre había soñado que fuera una espera semejante. Bajaba en camiseta a comprar tabaco y pasaba un frío de demonios, porque no necesitaba el tabaco en realidad, sino que esperaba verla llegar a lo lejos donde terminaba la acera; pero eso casi nunca sucedía, ni siquiera aquellos lunes que tenía que esperar porque había tres o cuatro hombres que hacían cola delante del mostrador para comprar la prensa deportiva. Un día, el empleado le dijo que no le quedaba tabaco del que acostumbraba, pero que se estuviera tranquilo porque ella llegaría en cualquier momento. Sonrió y le ofreció de otra marca como si su broma no hubiese existido. No se casó por amor, eso era verdad, pero ella respondía mejor que ninguna otra mujer a lo que necesitaba, nada de rasgos menudos y delicados, comprensiva con sus peores pesadillas, dispuesta a pecar y asumir un rol que otras mujeres detestaban, el de ser madre, amante y dueña de su casa. En realidad, después del segundo sólo de trompeta, no creyó que en aquel tiempo pensara tanto en ello, ni que estuviera tan seguro de lo que quería. Empezaba a arrastrar los pies y eso que se consideraba buen bailarín. Era un fastidio bailar con ella que se había pasado la tarde llorando y resultaba evidente para todos por sus ojos hinchados. Del mismo modo que aquel tipo adivinara que esperaba por ella cuando bajaba a comprar tabaco, ahora se sabía de nuevo transparente a pesar de bailar los temas románticos sin dejar de apretarla. Se lamentaba por ser transparente sin dejar de comportarse dentro de todo lo que se esperaba de él, hasta el último minuto de cada vez que habían roto y se habían reconciliado. Nunca antes la había visto enrojecer y morderse los labios hasta casi hacerse sangre como aquella vez. No había dejado de esforzarse en busca de un discurso perdido, el discurso que ya no le pertenecía del padre responsable capaz de juzgar la ligereza de otros. El último mes se había devanado los sesos intentando acertar y darle forma (ya que nada parecía exponerse a su reparación) a un nuevo contrato de convivencia, por así llamarlo. Todo el mundo tenía alguna vez un problema grave y algunos lo arreglaban durmiendo en camas separadas el resto de sus vidas, sería digno de sentir lástima de sí mismo si eso le llegase a suceder y todo apuntaba a que sería el mal menor que así fuera. Pero si de improviso ella propusiera a modo de castigo que saliera de la habitación y no volviera a entrar en ella, siempre sería mejor que resolviera que saliera de la casa y no volviera nunca. No fue mucho antes de que él conociera a Sabrita, que Úrsula puso aquel horrible crucifijo sangrante sobre sus cabezas dormidas en la cama. Leía con fruición los resúmenes de la homilía de cada domingo porque no asistía a misa, se detenía en aquellos apartados que hablaban de la infidelidad y la mujer resignada, pero seguía adelante una y otra vez buscando que le dijeran que tenía que ser fiel a sí misma y no dejar que la menospreciaran. Aquello duró casi un año, y no fue una novedad porque ya lo había hecho en el pasado, pero por cortos periodos de tiempo; al menos, por menos tiempo que esta última vez (eso daba una idea de la gravedad de la situación). Ordenaba aquellos papelitos de la iglesia y los guardaba en un cajón. Solía leerlos en la cocina en tardes 323


solitarias y después se iba llorando a su habitación con los ojos hinchados, aún afectados por el llanto del día anterior. La hermana de Úrsula, cansada de oír sus quejas por y sus gemidos por teléfono, afirmó que llegados a ese punto no había ni un uno por ciento de posibilidades de que “el maldito”, la volviese a amar, si alguna vez lo había hecho. Entonces le regaló un rosario para que lo llevara siempre consigo, asegurando que le daría la fuerza que necesitaba. Con el consabido paternalismo que había tratado a su hermana durante años, añadió que la vida no se acababa allí y que ella era aún una mujer joven y con posibilidades. ¿Qué habría querido decir con que aún tenía posibilidades? Los amigos del novio de Engracia, si en algún momento llegaban a saber por los problemas que pasaba y que su divorcio y separación se anunciaba para el siguiente verano, la cortejarían con tal ansiedad que resultaría un acoso sofocante en lugar de gestos románticos. Engracia lo sabía, pero también sabía que esas eran el tipo de cosas que las mujeres de cierta edad tenían que soportar si querían rehacer sus vidas. De lo que no estaba tan segura era de que su hermana pensara lo mismo. Pero lo que, una vez superada su aflicción, una mujer como ella, con tres hijas y un perro a cargo, podía esperar de la vida, era un misterio hasta para sus parientes más cercanos y amigos más íntimos. De alguna manera, como mujer, tenía el físico deseable de la madurez, pero conteniendo cada gesto, intentando hacer pasar desapercibida aquella fuerza sexual que emanaba, sin conseguirlo. A Amaranta la entristecía ver bailar a sus padres de forma tan mecánica, como si se tratara de una obligación que aspiraba a dejarse aceptar por la mirada social y general, a pesar de todo (como si eso fuera necesario en un tiempo en el que los divorcios se sucedían cada día y ya no iban a parar hasta alcanzar lo niveles de otros países). De todos modos, la noche de fin de año la dejarían salir con su hermana mayor y la excitación de asistir a una de aquellas fiestas para jóvenes en alguna sala de fiestas retirada, la haría olvidar un poco más tarde aquello que tampoco a ella le era ajeno: el matrimonio de sus padres pendía de un hilo. Su madre solía repetir que era de las tres la que más se parecía a su padre. Era consciente de que su madre le decía eso en momentos en los que la enfadaba o le llevaba la contraria, lo que convertía la afirmación en una pequeña y mezquina venganza. Podía imaginar, si embargo que su madre la tenía en cuenta como a sus hermanas y no la iba a rechazar por eso. No se trataba de que no supiera lo que le estaba costando a Úrsula sacar adelante aquella familia en las condiciones en las que una vez se plantara. Pero, en algún sentido que parecía evidente para todos menos para ella, Amarante debía parecerse a su padre tanto físicamente, psíquicamente, como en las reacciones en las que intentaba adelantarse frente al mundo. En una ocasión, sintió la necesidad de hablar con su hermana mayor de que se sentía marginada cada vez que le decían que se parecía a Helmer. De eso no se le ocurriría hablar con su madre, desde luego, pero ya empezaba a fastidiarla. Pondría mucho empeño en aclararlo, como hacía con todo, podía quejarse y al menos tener a alguien de su parte, pero al final creyó que se estaba comportando como una chiquilla y desistió de intentar controlar aquella pequeña tortura que parecía buscar desautorizarla. -¿Tan difícil te resulta mantenerte alejado de otras mujeres? -le preguntó Úrsula a Helmer mientras se separaba ligeramente de él-Sabes que no. Para mí ninguna mujer puede hacerte sombra. -Debí esperar que respondieras con una tontería. -¿Vamos a discutir ahora, en medio de la pista? -No te pedía que me quisieras -continuaba Úrsula-, me hubiese conformado con que dejaras de humillarme. -No me vengas con eso. Tú tomas tus decisiones, no intentes justificarte. Nadie podía suponer que Helmer reaccionara con tanta firmeza ante los cargos que Úrsula le imputaba. Los dos sabían perfectamente como habían sucedido las cosas y como él había buscado mujeres durante años, hasta en las cunetas. Había sido un depredador insaciable, por así decirlo. Sin embargo, era cierto algo de lo que quería comunicarle: en ningún momento había pensado que ninguna de aquellas mujeres pudiese darle más de lo que Úrsula le daba. Habían sido puro 324


entretenimiento, por muy duro que eso pueda sonar a las mujeres abnegadas que se han sacrificado y lo han dado todo por sus familias. Lo que más parecía importar a Amaranta en aquel momento en el que sus padres discutían, era su reloj. No dejaba de ver la hora esperando que el último cuarto de hora para las doce pasara con rapidez y salir disparada a su fiesta. Se sentía pequeña frente al tiempo que se había vuelto infinito. Intentó poner el reloj en la oreja para comprobar si aún “latía”, pero con la música resultaba imposible. Esa imagen ínfima de sí misma, comiéndose las uñas y alejándose de la pista para no ser arrollada en el momento del éxtasis del nacimiento del año nuevo, llevó a su hermana Meryl a ponerse a su lado y protegerla con un brazo sobre los hombros. Eso no era tan necesario en realidad, porque la conocía y sabía que llegado el momento sabría defenderse a codazo limpio si fuera necesario. 2 Sueños maltratados Y tal como allí, en el instante final de la noche del último día de diciembre, sus padres dormían en sueños separados. Podía recordar desde la sala, porque él había comprado cada adorno de los más caros -¿a que venía aquello si estaba pensando en abandonar a su familia?- y, porque ella los había aceptado sin decir que no le gustaba gastar tanto dinero en cuadros y figuras desnudas mientras el lavaplatos seguía estropeado. Era una aspiración burguesa que Helmer nunca confesó pero se desprendía de todos sus movimientos. Al volver de la fiesta, Meryl se metió inmediatamente en su cama y Amaranta se quedó en la sala ojeando y hojeando, unas revistas de deportes. Ese era uno de los motivos por el que no le gustaba que su hermana pequeña se sintiera tan a gusto en casa de los vecinos ricos del pueblo (que era un pueblo por mucho que Erika dijera que formar parte del extrarradio residencial los hacía unos privilegiados citadinos). A medida que empezaba a sentir el calor del sofá esperó sus primeros recuerdos del colegio para terminar de justificar su desagrado por tanta tontería en los lacitos y los pendientes perlados de su hermana. No todo el mundo tiene aspiraciones ni sueños burgueses, los que se creen desde sus trabajos asfixiantes que lo son, hasta los que desde esos mismos trabajos imaginan que pueden alcanzar ese estatus, eran unos tontos que percibían el brillo de las chimeneas de oro de las casas con fortuna pero nunca saldrían de pobres, según ella. La primera señal que le llegó de esa diferencia, eran los alumnos hijos de profesores, abogados o políticos, que acudían a la escuela pública por la comodidad de su cercanía, esperando el momento para pasarlos a un colegio privado cuando cambiarán a un ciclo superior. Esos chicos siempre sacaban buenas notas, y aunque no expresa abiertamente su rechazo, le molestaba tener que competir con ellos a los que los profesores trataban con el respeto que se le debe a los que destacarán en el futuro. Nadie podía saber entonces, si alguno de ellos llegaría a presidente, pero se aceptaba que si ellos tenían una posibilidad, el resto eran carne de cañón en los trabajos más humildes. Al menos se trataba de un colegio sin curas ni símbolos religiosos, porque los hijos de las congregaciones políticas católicas eran aún peor. Tal vez la perpetuación del poder necesitaba que todo sucediera como lo hacía, pero que Erika, sin haber cumplido aún los quince pretendiera ser una de ellos, eso la exasperaba. No recordaba que era ella la que le compraba caramelos de pequeña porque no llegaba el dinero para las dos y que aquellos caramelos eran de “la tienda de dulces económicos”: no había motivo para recordarle eso gratuitamente y avergonzarla frente a Maty Jurado, su amiga ricachona. Amaranta tuvo que emplearse a fondo para recuperar la concentración que le era natural en sus estudios y que parecía haberla abandonado. Lo intentó al principio del nuevo año sin éxito, pues no 325


parecía dispuesta a despegarse de las nuevas amistades que la llevaban de fiesta en fiesta, y lo volvió a intentar después del mas de marzo, esta vez con éxito. Estuvo a punto de perder el curso y recuperar las asignaturas suspendidas le costó mucho, pero lo hizo. También atribuyó a aquella extraña depresión en sus habituales éxitos a un hecho fortuito que no se le iba de la mente, a pesar de no tratarse de ninguna novedad dentro de todo lo que sabía aún siendo secreto; claro está que no es lo mismo saber una cosa que verla con los propios ojos. Pero fue su obstinada naturaleza, el anhelo de no sentirse menos que otros alumnos a los que todo le resultaba más fácil, lo que le hizo sobreponerse a la visión de un padre acompañado en actitud cariñosa por una mujer que no era su madre, y se trataba de eso, pero también de la errónea creencia de que si hacía como si nunca algo tan real hubiese sucedido ese recuerdo y todas sus consecuencias se desvanecerían como sombras en la noche más oscura. No fue fácil tomar esa decisión y el golpe en su amor propio no fue menor, pero era una chica dura y contuvo su rabia sin hacer preguntas, a pesar de todo. Por aquel tiempo sintió la necesidad de dejar de confiar ciegamente en sus amigos, lo que no fue muy acertado, y al hacerlo rompió con Ernie, del que no se separaba ni para ir a comprar la prensa. Uno de los amigos de Ernie creyó ver entonces una oportunidad de colarse entre ellos, y se aprovechó de una información privilegiada que el propio Ernie le dio, “no sé que le pasa, hemos roto”. -¿Amaranta? Me llamo Stiff, soy amigo de Ernie -exclamó apoyándose en la amistad para ser tenido en cuenta. Si se hubiese presentado como un desconocido, Amaranta ni lo hubiese visto, pero era “amigo” de Ernie. -No soy Amaranta -contestó haciendo una broma y le sonrió-. En realidad estoy pasando por una crisis de identidad... pero no es culpa tuya. -¡Ah, tú puedes ser quien quieras y todos lo aceptarán porque eres popular y aceptada en cualquier ambiente! -dijo Stiff-. Te he visto pelear en el gimnasio y he quedado cautivado... estas cosas pasan, los flechazos son algo frecuente en chicos de mi edad. -Lo entiendo, no tengo hermanos, pero hasta ahí llego -replicó. -Si vas a ver a Ernie, está en el parque, pero está acompañado. Es normal si ya no estáis juntos... -No es fácil creer que puedas ir tan rápido. Ernie puede tener todas las amigas que quiera, tal vez sea pronto pero no lo puedo juzgar por eso, debo asumir el resultado de mis decisiones. -Quiero decir que es algo más que una amiga -soltó con la boca pequeña, solapando cada palabra con la posterior. -Como has dicho, ya no estamos juntos -echó a andar sin darle una oportunidad de intentar corregirse, se complació en decirle adiós en la distancia moviendo una mano y sonriendo cínicamente mientras pensaba, “piérdete Stiff, viniste amargarme el día y casi lo consigues”. Al romper con Ernie, Amaranta estuvo algún tiempo en una impuesta cuarentena, una especie de ejercicio espiritual con el que se castigaba sin chicos y se dedicaba a reflexionar sobre si las relaciones de pareja están siempre llamadas al fracaso. “Al principio las parejas se ilusionan porque no se conocen, pero con el tiempo salen los egoísmos y, sobre todo, los miedos del otro, eso que no soportamos”, solía concluir. Después de pensarlo, concluyó que la decepción que sentía por el fracaso de sus padres había influido en el suyo y que había sido demasiado exigente (a nadie le gustan los exigentes porque es una extensión del egoísmo). Estaba hastiada de los hombres, pero también de las mujeres y las excusas fáciles que ponían para cambiar de pareja, así que decidió, no volver a la relación pero conservarlo como su mejor amigo, es decir, seguir haciendo las cosas que hacían pero sin implicar en eso sus sentimientos. Tal cosa no era fácil y tenía que pararle las manos y las proposiciones con frecuencia, aclararle que sólo eran amigos una y otra vez, hasta que lo entendiera y supiera cual era el nuevo lugar que le asignaba. Esa forma de actuar la convertía apenas en una tirana, pero parecía que era lo que él quería, o, eso mejor que nada. Al menos la seguía teniendo cerca. Erníe, no era, después de todo, tan malo. Para Amaranta, lo que había sucedido en los últimos meses, lo cambiaba todo, pero lo más trascendente era que cambiaba su forma de ver el mundo y acentuaba su falta de confianza en las 326


personas. Se sentía tan anónima que se permitía pensar con libertad, sin tener en cuenta los consejos de buenas relaciones y amor al prójimo que los ancianos se esforzaban por comunicar a los más jóvenes. En todo el mundo que estaba creando a su alrededor poniendo como cimientos las más extravagantes escenas y episodios de la vida conyugal de sus padres, en todo aquel maremagnum de infelicidad, ella creaba su visión futura del mundo y de su propia vida. Sin embargo, la separación definitiva estaba por llegar, se produciría en verano y, en cierto modo, las tres hermanas estaban ya un poco preparadas y alerta sobre lo que podía llegar. Nada era definitivo y tal vez, albergaban la esperanza de que todo siguiera igual por el tiempo necesario; eso no iba a suceder, el verano era el límite puesto por Úrsula para el final de la convivencia. La tarde en que Amaranta se decidió a hablar con su hermana pequeña de la separación de sus padres “como una posibilidad muy remota”, fue inspirada por la ternura que le inspiraba y el miedo a que sufriera cuando la “posibilidad remota” llegara. El sol había salido con fuerza toda la semana y, a pesar de hacer frío, se sentaron en las escaleras de la cocina y se dedicaron a disfrutar del momento de sosiego y de la charla. Eran felices, nunca la vida las había sometido a una prueba como la que les esperaba y comían pipas sin dejar de respirar profundamente. Amarante entró y volvió con unos refrescos mientras insinuaba algo acerca de la separación. -He hablado de eso con Matty Jurado -Amaranta puso cara de repugnancia porque no le gustaba aquella amiga para su hermana-. Lo paso de miedo hablando de estas cosas con ella. No deberías ser tan exigente con mis amistades. -También yo lo paso de miedo hablando contigo y con mis amigos y amigas, no es para tanto tener una amiga. Pero tal vez tengas razón, le tengo una especial manía a esa niña- admitió. -Las mujeres divorciadas se quedan muy solas, pero pueden enfocar sus vidas como quieran. No es tan malo -dijo repitiendo como un loro algo que había escuchado en alguna parte y que era un razonamiento de adulto. -Pero no lo hacen, se quedan sin fuerzas. Les pasa como a los niños que son abusados sexualmente en su infancia, se vuelven viejos prematuros, sin alegría ni ilusión por nada. Es horrible. No confíes en todo lo que dicen los psicólogos en la televisión -replicó. -Para los hombres también es un fracaso. -Algunos van a su separación porque ya tienen a otra, ¡no seas ingenua! -Amaranta la iba preparando para el desengaño que iba a suponer la vida. Ya no podía seguir siendo niña por más tiempo, lo que no sabía era que su hermana pequeña era mucho más madura y tenía más cosas en la cabeza de las que pensaba. Al respecto de una charla desigual, no siempre admitimos que podemos aprender algo cuando buscamos comunicar al otro una idea concreta y desarrollar una estrategia de información, por así decirlo, previamente concebida. -Dice Maty que es nuestra obligación demostrar a los chicos que al elegirnos entre otras se llevan a la mejor. Que deben vivir convencidos de eso y que no tenemos que ponérselo fácil. -Es una idea interesante. -Según ella, algunas chicas, cuando les gusta un chico se dedican a ponérselo fácil a sus amigos para despertar su interés. Intentan que exista una competición entre ellos, inclusa disfrutan viéndolos discutir, celosos y enfrentándose, para finalmente ofrecerle la victoria a aquel que realmente les gustó desde el principio. -No había pensado en eso -respondió Amaranta verdaderamente sorprendida. ¿Cómo era posible que su hermana le diera lecciones? Era posible que estuviera llegando aquel momento en que la diferencia de edad entre las dos ya no fuera tan significativa, si es que alguna vez lo había sido más allá de su propia cabeza. Debería de haberlo tenido en cuenta. Debería de haber tenido en cuenta que aquello podía suceder y que, en realidad, Erica, ya no era tan niña como había creído. De nuevo la vida estaba llena de trampas y a su hermana sólo le faltó decirle que sabía que sus padres se iban a separar y cuando. No se hubiese tratado del todo de una decepción, le alegraba poder hablar con ella en esos términos. 327


Siguieron hablando y se cercioró de que no sabía nada de que Helmer tuviera una novia para sus ratos libres. En el futuro, al menos esa era su intención, iba a recordar a su hermana pequeña como la más inteligente de las tres. Pero ese despertar apenas había empezado, si Amaranta hubiese hablado con ella apenas un año antes, entonces si que hubiese descubierto la niña ajena a todo, en su mundo de muchas y dibujos animados y sin ánimo para hablar de temas de adultos, lo cual le habría ofrecido la posibilidad de seguir en su posición de protectora fraternal. Todo había cambiado en el último año y de esa manera definitiva tendría que aceptar las nuevas condiciones. -Nada es como parece o como te cuentan; casi nunca. Es posible que algunas mujeres necesiten hacerse valer flirteando con hombres que pongan celosos a sus maridos, pero no creo que pueda funcionar más que como un aviso del desastre que se les avecina -Amaranta continuó-. En el mundo de los adultos eso es una falta de respeto bastante mezquina. No te conviene pensar así, aunque Maty te lo haya dicho. En cierto modo, al romper con Ernie y seguir saliendo con él como amigos, ella estaba haciendo algo parecido a lo que proponía su hermana. ¿Se trataba de hacerse valer? En su caso, quizás fuera aún peor y pasara a una forma de dominación. Amaranta se había acostado una sola vez con Ernie, una noche que se sentía aburrida, hastiada y decepcionada y quiso quitarse aquella cosa de encima. Lo decidió de pronto, sin reflexionar y se fueron a un hotel barato en el que estuvieron apenas dos horas. Aquel sábado había llegado a casa cuando aún todo seguía igual de silencioso y amenazador, se había acostado y había estado durmiendo hasta mediodía. No se había demorado lo suficiente como para encontrarle sentido a aquel tiritar de las patas en la cama. Ernie hizo todo lo que ella le mandó sin llegar a la ternura, como si fuera capaz de padecer sus órdenes y copular al mismo tiempo. Habían comprado una botella de cava y no se la acabaron, todo fue muy ordenado, aunque a Ernie se le había quedado una cara de estúpido que le duró varias horas. Nadie los recordaría por sus dudas y sus miedos, ninguno de los dos recordaría aquella noche en apenas unos años, el mundo se nutre de la sustancia de los intrépidos, se repetía Amaranta antes de volver a casa. Se trataba de un discurso muy anticuado porque ya nadie creía que las personas estuvieran en el mundo para demostrar capacidades superiores; nadie, excepto las grandes corporaciones, ancladas en en la competencia como único valor de su desarrollo. A menos de un mes de su separación, Hermes se volcó en su trabajo, realizó ventas que nunca antes sospechara que podía hacer y llamó la atención de los ejecutivos que por encima de él, esperaban señales de desequilibrio interior en sus subordinados, para someterlos a un estrés desalmado. Un mes después de su divorcio fue ascendido. Sin preguntar a su madre, llegado el momento, Amaranta creyó necesario visitar a su padre, primero porque había sido tratado como un apestado y segundo porque sus hermanas no querían ni oír hablar de él, así que lo hizo en sin que nadie lo supiera. No hubo euforia cuando consiguió su dirección a través de uno de sus compañeros de trabajo al que ella conocía, ni siquiera sentía alegría por creer que estaba haciendo lo correcto. Los tiempos habían cambiado, muchas parejas se divorciaban ante la infelicidad que les suponía tener que soportarse cada día y algunas de esas parejas seguían manteniendo una relación de amistad -al menos esos dicen las estadísticas-. Esta vez, el intento de encontrar una comunicación diferente con un padre que nunca antes la había escuchado, tampoco tuvo éxito. En esta ocasión, la naturaleza del padre y el orgullo de la hija iban a caer en una desconfianza y una tensión que imposibilitaría una relación amistosa en el futuro. -¿Qué desea? -sonó la voz de Helmer en el telefonillo anticuado, si vídeo ni luz del portal. Amarante dudó y, en un momento, pensó en salir corriendo y volver llorando a casa de su madre, pero el éxito es de los atrevidos, decían las corporaciones para acabar de meter a la gente en líos. -¿Hay alguien ahí? -volvió a sonar su voz con cierto sarcasmo. -Quería hablar con Helmer -respondió Amaranta. -Sí, soy yo. 328


-Soy Amaranta. Sonó un zumbido, empujó la puerta y preguntó -¿Qué piso es? Helmer siguió escuchando los ruidos de la calle mientras ella ya subía en el ascensor. Oyó la puerta de aluminio cerrarse y coches pasar, conversaciones ajenas y niños gritar en juegos violentos. Con toda seguridad, su hija había entrado en el ascensor de un salto y había corrido por el rellano antes de tocar la puerta, porque no le dio tiempo a reaccionar y soltar el botón de “abrir”, antes de que eso sucediera. -¿Es posible semejante sorpresa? ¿Tú madre sabe que has venido? -preguntó -No ella no lo sabe. No lo está pasando bien y eso terminaría de amargarla. Es una visita de Hija a padre, sin tener en cuenta otros aspectos, de lo contrario no la haría -a veces tenía la necesidad de justificar las cosas que había, y sin duda había pensado que no podría hacerlo delante de su madre, pero en aquel momento tenía la sensación que incluso Helmer le pedía cuentas por su visita. No empezaba bien. -¿Como sigue todo por mi antigua vida? -dijo él como si tener la capacidad de bromear al respecto fuera una buena cualidad. -Nada bien. Considera que has roto muchas cosas, no sólo dentro de Úrsula. -Ya, precisamente de eso es no mejor hablar de momento -Helmer empezó poniendo de su parte, a pesar de todo. -En algún momento tendrás que enfrentarte a ello. Si no lo sientes ahora, algún día volverás la vista atrás y pensarás en lo que te has perdido. Lo que ahora nos hace sentir dolor a todos se disipará, sólo los traumas duran tanto y nadie está traumatizado, lo superaremos, pero pensarás en ello más de una vez. -¿Tú crees? ¿Vienes a darme lecciones? -No era mi intención -replicó Amaranta, presintiendo que caminaba sobre arenas movedizas. Lo que sentía en aquel momento no era parecido a la decepción que había sentido cuando Helmer desapareció, se trataba ahora de algo más parecido a la furia y el desprecio. Se desplazaban sus sensaciones sin saber donde iban a ir a parar, si se trataba de un error o era involuntario. Lo que la hacía sentir dolor era lo que desencadenaba el resto, y el dolor se acentuaba con cada reacción de su padre, con cada respuesta y la obvia pretensión del desapego y la falta de compromiso. Cada mal sueño y cada recuerdo se habían convertido en un cúmulo lacerante de basura dando vueltas en su cabeza. El lugar de donde provenía, el desarrollo de su infancia se había convertido en polvo. Si el recuerdo, las fotografía que tanto evocaban, el tacto de su madre cuando le pedía paciencia y la entrevista que en aquel momento mantuvo con Helmer, deberían haberla ayudado, lo cierto es que mandaban mensajes tan confusos que desistía de seguir interpretando su rabia. De alguna manera se hizo con la llave del apartamento de Helmer. Es posible que el considerara una prueba de confianza aunque lo obligara a llevarse a su amiguita de la foto sobre la tele, a un motel barato cada vez que quisiera estar a solas con ella. Parecía tener intención de establecer el pequeño apartamento como un lugar donde poder recibir a sus hijas si ellas deseaban visitarlo y sin la probable presencia de su novia -lo que demostraba también su falta de compromiso con ella, al menos hasta aquel momento. De cualquier modo, aquello duró poco. En una ocasión en que todo parecía ir a peor, Amaranta se presentó en aquel lugar cuando sabía que él no estaba, tiró al suelo y rompió una foto en las que aparecían los dos tortolitos abrazados delante de una puesta de sol y, a continuación cortó todas sus camisas con una tijera de cocina. Al día siguiente, Helmer fue a la oficina con un suéter morado que había comprado recientemente para ir al gimnasio; nadie le preguntó al respecto. No siempre había sido tan considerado con las venganzas de su hija como aquella vez. Intentó quitarle importancia y decidió moderar su reproche, pero Amaranta no le dio ocasión a tanto porque no volvió a visitarlo. “La exigencia con otros, y hasta con uno mismo, es una forma de egoísmo. Nadie sabe lo que mueve a un exigente y siempre tienen motivos e intereses que esconden detrás de su cara de poker. 329


No confundas la queja de las víctimas con una exigencia más, nada te pedimos. La exigencia obliga, nuestra queja es una forma de conservar el orgullo. Adiós papá”. Amaranta le dejó la nota donde antes había estado la foto de su novia, Helmer ni siquiera se molestó en leerla: la rompió y la arrojó a la bolsa de plástico de la cocina, entre los restos de espagueti de la cena resesa del día anterior.

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1 Más audaz que el hombre Si contamos todo como sucedió, intentando atenernos a hechos concretos que desafíen por extravagantes a cualquier ficción, descubriremos que la vida de las tres hijas de Úrsula eran tristes pero emocionantes. Tal vez la vida lo sea en los pequeños detalles y nos pase desapercibida esa realidad que nos conmueve. ¿Por qué cuándo nos pasan cosas graves y dolorosas, tendemos a pensar que sólo a nosotros nos podía pasar algo así? No es lo que ocurre lo que nos vence, es como nos enfrentaos a ello. En aquella época, el divorcio seguía convirtiendo a los hijos del matrimonio divorcia en un elemento raro entre sus compañeros de clase, sí, pero hoy ya sucede lo contrario, o al menos, ya está normalizado. En ese momento, Meryl decidió empezar sus estudios de ciclo medio en un instituto a cien kilómetros de distancia, lo que iba a limitar mucho sus visitas a la casa familiar, pero le entusiasmaba la idea de conseguir una real independencia y enfrentarse a sus complejos, frustraciones, traumas, dolores y limitaciones por sí misma; todo un reto. Demetrius Hadock empezó a convertirse en una visita insistente y Rulfy, el perro de Meryl quiso hacer buenas migas con él sin calcular que aquel hombre no sentía ningún aprecio por los animales. Al principio, cuando la tía Engracia iba a ser visitada por Demtrius, salía corriendo detrás de Rulfy, lo buscaba toda la tarde hasta que daba con él y lo encerraba en el sótano. El perro era de Meryl, se lo había comprado su padre poco antes de cumplir los diez años, pero que ladrara como un descosido si alguien rondaba la casa de noche lo había hecho una pieza importante en el engranaje, hasta entonces, familiar. Meryl estaba segura de no ser la única que quería a Rulfy a pesar de los años, de haberse convertido en un perro gordo y lento y de las calvas que le habían salido en el lomo. Pero también había comprendido que aquel cariño que se le profesa a un animal no parece suficiente cuando alguien muestra una oposición a su presencia, así que todos callaban ante el castigo que lo relegaba a la oscuridad del sótano. Además, lo que nunca lograría entender de los humanos, era que se sintieran ajenos a todo conciencia cuando maltrataban a los animales, y eso ya no se trataba de Rulfy y de los animales domésticos. En una ocasión concibió un plan para grabar el trato que tía Engracia le daba al perro, se trataba de grabarla a escondidas con su cámara de vídeo, y exponerla a vergüenza en una sesión familiar de última hora de la tarde. Sin embargo, lo pensó una vez más y descubrió de que carecía de valor para exponer a más tensiones a su madre, la pobre Úrsula que empezaba a comprobar la dramática situación financiera en que la había dejado su divorcio. Demetrius se consideraba un sexagenario con suerte, había quedado viudo dos veces y tener una tercera oportunidad al haber sido aceptado en su posición más romántica por tía Engracia, eso era para empezar a pensar que se trataba de un galán de pelo corto y zapatos lustrosos. Cuando empezó a frecuentar la casa y quedarse por las tardes a merendar, Meryl estaba preparando los papeles para salir a estudiar lejos del pueblo. Al principio la Hermana más decidida, Amaranta, quiso ir con ella, hicieron planes juntas y también empezó a cubrir su solicitud de matrícula, pero, después de la separación de sus padres, estimó que dos habitaciones vacías en la casa iba a ser demasiado para todos, incluso para Demetrius. Lo sopesó concienzudamente y sacrificó la atrayente vida de estudiante lejos de la casa familiar frente a la necesidad de sentirse cerca de su madre y su hermana 333


en momentos tan difíciles. ¿Acaso no había ocurrido en otras ocasiones que había sido ella la sacrificada? Eso había ocurrido al asignarle la habitación de la parte de atrás de la casa, sucedía cuando le compraban ropa a Erika porque (también en esto debemos ser justos), ella no quería ropa nueva, o cuando heredó la bicicleta de su hermana mayor para poder comprarle una bicicleta nueva a su hermana pequeña. Hasta en los más pequeños y mezquinos detalles se había sentido relegada frente a sus hermanas, y se había acostumbrado, por eso ahora le costaba tan poco seguir sacrificándose; por eso o porque necesitaba la seguridad que mantenía en pie aquella casa. No era la mejor casa del mundo, pero allí tenía los recuerdos de una infancia feliz y se resistía a perder eso que significaba tanto en su equilibrio. Poco después de que su padre desapareciera, Demetrius hizo más insistente su presencia. Puesto que la casa se iba quedando vacía, o al menos eso prometían solicitudes y expectativas, le debió de parecer que era el momento idóneo para cumplir su sueño de consolidar su relación con Engracia. Una de aquellas tardes, cuando apareció el maduro elegante en que se había convertido el pretendiente de su tía, Meryl estaba sentada en la cocina y no pudo evitar seguirlo con los ojos mientras el se acercaba a la puerta. Rulfy acudió con su habitual energía a saludarlo, y fue rechazado con una discreta patada. Le abrió la puerta Úrsula y llamó desde allí a Enracia sin dejar en ningún momento de sonreír. Se miraban mientras ella luchaba para que él le cediera su chaqueta y ponerla en el colgador, pero no lo consiguió. Los tortolitos se abrazaron mientras Úrsula los veía sin moverse, observó aquellos brazos de viejo presionando a la mujer mayor con sus carnes sujetas, posiblemente deseando acariciarla, pero eso tampoco tenía que parecer tan extraño. Volvió a pensar en lo que Engracia le había dicho de que deseaba irse a vivir con su pareja, “Somos pareja a todos los efectos, ahora lo puedo decir”, añadió no sin ruborizarse. El galán había pasado de los sesenta, pero algunos gestos descubrían en él un ansia sexual difícil de canalizar. Cuando se movieron para ir al salón, Úrsula los acompañó. -Ya te he contado por teléfono. La oferta es en firme, pero ella te dirá mejor. Ahora nos sentamos. Lo decía porque si decidían aceptar vivir en la casa, eso sería una necesaria aportación al fondo común para su mantenimiento. Le hubiera gustado poner unos aperitivos, pero sabía que Demetrius bebía con frecuencia y no quería que se mareara antes de su conversación. No había ninguna prisa, pero se fueron acercando al tema esperado sin que pareciera que se enfrentaban a él como una necesidad imperiosa o ineludible. -Sí, claro que me parece una idea a tener en cuenta. Lo que Engracia diga, es lo más importante en todo. No es que mi opinión no valga, tampoco quiero parecer una víctima, es sólo que quiero que ella esté cómoda y si eso es lo que quiere... adelante. -Pero nos gustaría saber lo que piensas sin tener en cuenta otras concesiones. Siguieron hablando con buen humor y al fin salieron los licores. Hubiera sido sencillo decir que era lo mejor para todos desde el principio, pero ninguno de los tres estaba seguro de que el viejo se fuera a acostumbrar a vivir con más gente cuando lo que en verdad deseaba era tener a Engracia para él sólo. Pero nada se dijo al respecto y quedó claro que con parte de sus pensiones y lo que el marido separado aportara para los niños, podrían ir tirando mientras Úrsula buscaba un trabajo (algo seriamente remunerado, sin despreciar por eso, el buen dinero que su hermana le sacaba a hacer arreglos de ropa) Y siguieron de buen humor y con algunas risas entre anécdotas, sin percatarse de que Meryl no perdía detalle desde la cocina, y que cuando tuvo bastante, se escabulló sin hacer ruido y deseando más que nunca que llegara el momento de su partida para su instituto de grado medio y su piso compartido de estudiantes. El final de aquel verano no se había dedicado a nada más que deambular por los bares del pueblo de extrarradio, a nada superior ni más vulgar que deshacerse de todo lo viejo que ya no apreciaba y metió en bolsas de basura depositó en el contenedor. No lo hacía pensando que fuera necesario en su ausencia, o que esa limpieza liberara a otros de una carga inconcreta e inesperada. Tampoco era complaciente con la posibilidad de que Demetrur Hadock hiciera la mudanza antes de que ella 334


volviese para visitarlos, ni siquiera sabía si se produciría inevitablemente o en qué condiciones. Le hubiese gustado conocer los pormenores pero sólo alcanzaba a suponer, después de la conversación que había escuchado, que lo que iba a suceder tenía mucho que ver con las necesidades familiares, quizás más que con la aspiración de un romance inacabado de su tía Engracia. Todo resultaba tan falto de piedad, tan frío y práctico a la vez, que por eso supuso que sus mayores debían estar en lo cierto, aquello era lo que hacía falta y nadie podía impedir lo que ellos al final decidieran. Fue entonces cuando creyó que Rulfy se encogía al moverse, que caía de las patas traseras y que debía llevarlo al veterinario. Se sintió más unida a él que nunca, llena de una ternura que ya no deseaba dedicar a ningún adulto y que repartía entre el perro y sus hermanas. Rulfy parecía más agradecido que nunca, sobre todo porque lo sacaba del desván al que lo arrojaron cuando Demetrius empezó a quedarse a dormir, a continuación a desayunar y finamente a vivir. Como todos sus enseres no cabían en la habitación de la tía, esperaban el momento para tomar el cuarto de Meryl, o a menos su armario y así disponer de sus cosas con más comodidad, pero eso no iba a suceder hasta que empezara el nuevo curso, lo que se retrasaría hasta finales de septiembre, en ocasiones hasta mediados de octubre. Demetrius era lo que se puede decir un hombre sólido, sin muchas necesidades, que había tenido una vida dura y sabía perfectamente lo que quería y a quien debía llevarle la contraria con todo su carácter, si eso fuera necesario para mantener sus posiciones. Desde el principio la tomó con el pobre Rulfy, pero también ponía sus condiciones acerca del orden y la limpieza. Cuando alguien cambiaba alguna de sus cosas de sitio se quejaba amargamente y el periodo de adaptación fue más duro de lo esperado. Aún con su limitada experiencia de las cosas de la vida, la conciencia de Meryl le hacía sospechar que algo no estaba bien y se quejó del trato dado a su perro, pero no la escucharon. “¡Qué gente tan insensible!, gritaba a sus hermanas. Un día, acercándose el momento de su partida, después de que Rulfy se lo pasará quejándose de dolores -sin que ella pudiera saber si era reuma, un tumor en un riñón, o tristeza-, lo llevó de nuevo al veterinario y le explicó que el perro estaba muy mayor, que ella iba a tener que dejarlo al cuidado de otras personas, por lo tanto no sabía si era mejor operarlo o sacrificarlo. Como en la clínica no tenían mucho problema por eso, en su opinión, que era la más académica, sacrificar al perro le evitaría mucho sufrimiento. No fue difícil convencerla y ante la idea de dejar al animal a los caprichos de Demetrius y la inacción de Úrsula, volvió a casa sin él. Lloró a escondidas una semana, pero nadie supo a que se debía aquella conducta evasiva que tuvo todo el tiempo que duró su luto animal. En cuanto pasó agosto Meryl se preparó a conciencia para su cambio de domicilio; no era una muchacha especialmente coqueta y no necesitaba demasiado espacio para ropa o cosméticos. Tenía una belleza natural sólo equiparable e esas deportistas de élite que se quitan fotos para la prensa sin un gramo de pintura sobre sus caras: tenía cierto parecido Sarapova -aunque ella fuera morena, los rasgos de su cara eran perecidos y sus hombros igual de poderosos-, la tenista, salvando las distancias. En una ocasión, intentó jugar al tenis y como no tenía ni idea se pasó el rato recogiendo las pelotas que arrojaba invariablemente fuera de la pista. Desde aquel día, cuando alguien le decía que se parecía a la tenista, ponía cara de haberse tragado una fuente de sapos. No lo volvió a intentar, golpeaba la raqueta como si fuera un bate de béisbol, tropezó y rodó por la tierra roja pegada s su falda, sin orgullo, si sus admiradores del colegio la hubiesen visto entonces no la hubiesen reconocido debajo de la pátina roja que se pegaba a su cara cada vez que se quitaba el sudor con las manos manchadas. La verdad, es que no fue una buena idea creer que porque todos le dijeran que se parecía a una tenista de élite podría imitarla en un deporte que distaba absolutamente de sus aptitudes. Dos semanas antes de la partida tenía las maletas casi llenas, sólo faltaba poner la ropa y cuando necesitaba alguna de las cosas que había guardado, la usaba, pero sin olvidar ponerlas de nuevo en su sitio, listas para el viaje. El paseo matinal de Demtrius, se caracterizaba por su impecable inclinación al bien vestir. Se reunía con una amigo que se sumaba a la camisa limpia y los zapatos lustrosos, y los dos gustaban de llevar gorro deportivo con visera de béisbol. Esa fue la razón de que Meryl los observara pasar 335


delante de la cafetería de Morrís cada mañana de desayuno y charla contemporánea con Amaranta. Por su culpa se quedaba mirando como pasaban los dos caballeros paseantes, Amaranta hacía un gesto con la barbilla y decía: “Ahí vienen” Suponía Meryl con certeza, que después de los sesenta era un éxito consagrarse a la supervivencia y agradecer por lo vivido. Amaranta le respondía con débil sonrisa y terminaba por añadir que ella nunca viviría tantos años. Las dos parecían atravesadas por el interés de conocer lo que podía haber en aquellas cabezas cansadas, además de preocuparse por el anciano existir que se les presentaba. Tras aquel primer descubrimiento de una diferente forma de vida, en una ocasión que no esperaban, los dos amigos se detuvieron con sorpresa delante de un tercer hombre que les igualaba en edad y pérdida de pelo. Y, casi sin haberlo esperado, pudieron ver como se daban un fuerte abrazo triunfal. Puestas a suponer, las dos hermanas llegaron a la conclusión de que el fortuito encuentro se trataba de una ocasión única de saludar a un viejo amigo al que Demetrius no había visto por año. Era como si deseara tocarlo para saber que era real, y le cogía del brazo acentuando esa sensación. “Al llegar esa edad deben sentirse orgullosos de haber sobrevivido y tristes por todos los amigos y familiares que se les han ido muriendo”, dijo Meryl. Pero Amaranta no respondió porque no iba a renunciar a la mala impresión que le había causado el pretendiente, o novio, o amante, o lo que fuera, de su tía. -Parecen inofensivos pero son basura -dijo inesperadamente Amaranta. Se había sofocado viendo a los tres hombres riendo y disfrutando del un obvio reencuentro. Meryl la observó como si no la conociera. Apenas se movió, no parpadeó. Pensaba que Amaranta estaba llena de rencor y no lo exteriorizaba más que en momentos puntuales como el que estaban viviendo, entre hermanas. -¿Por qué? -respondió llena de inquietud. -Conozco a uno de ellos, no sale del club de putas y Demtrius, ¿qué te voy a contar que tú no sepas? Consideran a la mujer un instrumento para sus planes. Si Demetrius no se viera viejo y necesitara una mujer que lo cuidara ni se fijaría en la tía. Meryl supuso con certeza, que algo había pasado en la vida de su hermana que desconocía. El abandono de la familia por parte de su padre le había roto todos los esquemas, y aunque todas en las casa estaban dolidas, ella le pareció fuera de sí. Notaba su furia, su rencor hacia todos los hombres y lo que significaban, y, sobre todo, los de más edad le parecían de vidas egoístas e interesados. Amaranta no se había encontrado muy bien en los últimos días, era posible que una gripe de verano la amenazara y que su malestar físico acentuara su rencor, estaba sudando y se frotaba las manos hasta hacerse daño. Desde luego, no había nada de malo en tres hombres que se encontraban en esa etapa de sus vidas en la que todo ha pasado y ya sólo le queda hacer memoria de los mejores recuerdos, de compartirlos e intentar sopesar el resultado final, el resumen de sus vidas. Claro que había sobrevivido a muchos, eso los convertía en afortunados superviviente. También se reían y hacían comentarios sobre su aspecto, sobre como se encontraban y el cuidado que ponían en vestir de una forma demasiado juvenil para los tres. Meryl se imaginó a sí misma encontrándose a una amiga a la que no veía en veinte años siendo las dos sexagenarias, observándose cada arruga y emocionadas por como la vida las había tratado. Se frotó los ojos porque de pronto los sintió húmedos. No sabía lo que les estaba pasando, también ella descubría emociones contradictorias. Demetrius era digno de compasión, pero por otro lado no podía olvidar como se había portado con Rulfy y como había sido el desencadenante de su sacrificio -si bien sabía que el animal estaba condenado de antemano-. Ancianos que a no le parecían buenas personas, pero contra los que no podía rebelarse. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de que tal vez, nadie es mala gente y es sólo que se cometen errores. Así, durante el último verano se concentraron en la separación de sus padres, en la llegada de Demetrius, en intentar convencer a Erika, la hermana pequeña de que miraba mejor Bogart que Brando, pasar unos días de campamento, y sobre todo, en el sacrificio del pobre Rulfy. Algunos de 336


sus vecinos empezaron a pensar que aquella familia era incombustible y cada podría acabar con ella, sobre todo los que habían acariciado la posibilidad de comprar su casa en bajo precio si esto sucedía. Pero, en realidad, con todo lo expuesto, no podríamos decir que no estuvieran tocados, como un viejo barco en mitad de una tempestad, luchando por tapar los agujeros. Ya nadie parecía dispuesto a no entender, pero Meryl tenía aspiraciones personales y Amaranta siempre decía que la gente con aspiraciones no era de fiar. Amaranta había comprendido que era el momento de permanecer juntos y luchar de forma colectiva contra los golpes de la vida, paso a paso. No había hablado de eso con Meryl, la creía llena de miedo y pensaba que por eso actuaba sin ceder un palmo de sus aspiraciones. Fue entonces, en aquel momento crucial para la familia y sus vidas, que Amaranta creyó imprescindible empezar a escribir un diario, descubrir el mundo y descubrirse a sí misma, porque sólo escribiendo podría saber lo que pensaba, las crueldades de la vida y lo dormidos que la pasan los hombres hasta que un golpe los hace tambalearse o caer. Amaranta le recordó a su hermana que padecía de los nervios. No habitualmente pero que en el pasado, en ocasiones contadas en situaciones concretas de excitación, había tenido episodios violentos y que se sentía como si eso pudiese volver a suceder en esos días de cambios. En cierta ocasión, un chico del colegio la molestó gritando para que todos lo oyeran que no tenía pecho porque, en realidad, era un chico. Acababa de llegarle la regla por primera vez y sus notas eran malas, había discutido con Úrsula y aquello al muchacho le costó perder dos dientes. El labio aparecía roto y sangraba como si tuviera un grifo debajo de la nariz. Los padres visitaron a Úrsula, que aún no se había separado pero los recibió como si no pudiera contar con su marido para esas cosas. Pero aquello no se radicalizó, estuvo dentro de un orden y pidió disculpas, lo que fue muy conveniente porque la madre de Amaranta temió que la expulsaran del colegio si la familia del niño lo pedía. Cuando Meryl partió para el Instituto Ramstein se sintió cuestionada, ¡cómo si se tratara de un capricho! No le era ajeno el deseo de todos de que pospusiera sus estudios en aquel momento difícil y se quedara un año a ayudar con la casa, o también, con un trabajo y su aportación a la economía familiar. Eso era lo más odioso que podía pensar de su familia, que les costase tan poco pensar a sacrificarla, pero como nunca le dijeron nada abiertamente al respecto, podría seguir pensando que se trataba tan sólo de su imaginación. Después de todo, para bien o para mal, era su familia y la tenía en gran estima. “Al estudiar la gente cambia, se vuelve más egoísta con respecto a sus expectativas y todo lo que deja fuera de ellas”, le había dicho una vez su hermana pequeña. Erika, al final parecía la más inteligente, y en ese comentario se cuidó mucho de intentar que no pareciese de ningún modo, que podía estar hablando de ella y su partida. Meryl comprendió sus preocupaciones, pero el destino que se le abría al alejarse de su familia para poder dedicarse a “construirse un futuro”, no era una cosa tan rara, era lo que hacían todas las chicas de su edad que tenían aptitudes para el estudio y no debía sentirse mal por eso, concluyó. Aspirar a un estatus superior por ser buen estudiante se convirtió en un tema recurrente de conversación hasta el día de su partida, hasta el punto de que cuando se estaba instalando en su habitación compartida, no dejaba de pensar en ello. Pero, en los días siguientes iba a estar tan ocupada que no volvería a pensar en nada de lo que habitualmente la ocupaba, todo era nuevo y deseaba conocer a sus nuevos amigos y compañeros. Tanto si Erika y Amaranta la llamaban por teléfono (posiblemente inducidas por su madre) para saber como iba todo, el mundo avanzaba sin darle tiempo a pensar y en poco tiempo estaba totalmente sumergida en su nueva vida. Incluso después de haber asumido que todos los cambios que dejan atrás a seres queridos, son una traición, el ansia por descubrir nuevas situaciones, lugares y personas, seguía creciendo en ella. No era difícil de interpretar, cuando se es joven, la excitación que la libertad le producía no era comparable a nada antes vivido. Tenía formada una idea casi religiosa del mundo que se venía abajo al censurar las más inocentes novedades. Esa inquietud se volvía contra ella en ocasiones que recordaba a su madre y sus hermanas, le producía una desazón que sólo superaba estando con gente, rodeadas de amigos o también, ocupada en nuevas tareas que apenas la dejaban pensar. Intentaba 337


vaciarse de culturas ancestrales, de viejas costumbres y miedos, para sí poder vivir un mundo nuevo que se le proponía, no como un juguete que poder romper sin represalias, sino como un libro en el que una vez que cerraba un capítulo ya no existía la posibilidad de volverlo a abrir; como si las hojas quedarán pegadas o convertidas en piedra, mientras que se iban agotando las que quedaban por leer como un destino irreemplazable.

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Epidermia impaciente

Pero una cosa era toda aquella excitación de nuevas ideas y sensaciones y otra, abandonarse como si renegara de su origen, de sus enseñanzas infantiles, de su cultura y de todo el amor que había recibido. Nadie puede definirse desde cero por pura ansiedad; asumimos lo que somos por mucho que nos cueste y por muy difícil que se nos ponga entender la valentía con que otros afrontan nuevas fronteras a las que nosotros no llegamos. Visto en la distancia, su pasado era el de una familia principalmente femenina. Las tres hermanas, al nacer, habían sido una primera señal de lo que iba a ser la vida familiar. Podía ver, con algunos (suficientes) kilómetros por medio, que la felicidad infantil se extendía confirmando la pureza de sus suposiciones, el fresco atardecer del final del verano no era real, llevaba consigo la podredumbre que se aparcaba en el río. Intentaba dormir, consciente de que sería la primera en corromperse, si obviaba aquella carta en la que su hermana pequeña le decía que Matty Jurado, se había embarazado de un feriante y había abortado clandestinamente. No podía ignorar entonces que ya no era una niña y que no podía darle la espalda a todo lo que de cruel tenía el mundo. Sus ojos estaban abiertos y la vida entraba en ella a borbotones sin apenas permitirle una hora de sueño. Había llegado el momento de dejar a tras la infancia meliflua, el empalago de sus caprichos y, sobre todo, el choque de la separación de sus progenitores, porque sin duda, ahí no se acababa el mundo. Siguiendo sus propios impulsos, al principio, en su nueva habitación, se sentía tan sola que llamaba a su casa una vez a la semana, a lo que siguieron las llamadas de vuelta que le hacían sus hermanas. El teléfono es el refugio de los cobardes, le decía Gina, su compañera en el piso de estudiantes. Úrsula descolgó el teléfono, su voz aparecía ahogada, afónica, como si estuviera pasando por un catarro otoñal. A juzgar por su tono pausado se diría que se había resignado a todo lo malo que le pasaba en su vida y estaba preparada para hacerle sitio a unas cuantas calamidades más. Meryl la recordaba más, abierta, dinámica y combativa, así que no pudo dejar de pensar que aquello no era una buena señal. -Hola mamá soy Meryl. ¿Cómo va todo? -dijo tranquilamente, casi monótonamente, al aparato-. Ya tenía ganas de oír tu voz. Meryl echó de menos el sonido de Rulfy ladrando por toda la casa, perseguido por Erika y la radio de Amaranta “a todo gas” en la cocina expandiendo los últimos hits, de las banda de soul local. -¿Oye? ¿Meryl?... Espera un momento que voy a sacar una hoya del fuego -pausa-. Ya estoy. Hoy es uno de esos día en que me han dejado sola en casa y llegarán pidiendo de comer. ¿Qué te parece? Reconozco tu voz a pesar de tu afonía, me alegro de oírte, ya echaba de menos que no llamaras -se 338


sentó en una silla y el universo de detuvo, estaba dispuesta a escucharla, tenía todo el tiempo del mundo para su hija mayor. -Hoy no te llamo porque me sienta sola, hoy te llamo porque he conocido a un chico que me gusta. No sé por qué se me hace violento hablar de esto contigo. Hablaba pausadamente, temiendo equivocarse y consciente de que al no poder ver las reacciones de Úrsula no podía conocer el grado de verdad de sus respuestas. Úrsula solía interpretar y no decir demasiado si la conversación se le iba de las manos, se ponía en el papel de alguna actriz más o menos conocida y ejecutaba algunos de sus caracteres en películas que conocía sin que su interlocutor fuera capaz de percatarse de ello. -No quiero ser sosa pero prefiero los muchachos aburridos para ti -respondió Úrsula-. Siempre es mejor un aburrido que uno que quiera comerse el mundo. Mientras hablaba había tocado la hoya y se había quemado, pero ni un sonido de queja salió de su garganta. Sin soltar el teléfono, cogió aceite con la mano que le quedaba libre y dejó caer unas gotas sobre un trapo, a continuación puso la parte de la mano quemada sobre la humedad del trapo y respiró profundamente. La zona afectada se estaba poniendo roja y quería evitar que emergiera una terrible ampolla en unos minutos. -Es mejor no hablar de él ahora, lo acabo de conocer. -Espera, no me vas a hacer esto. Llamas, me dices que sales con un chico y ahora, que no quieres hablar de él -Meryl se sentó en la silla de su escritorio mientras oía la queja de su madre, suspiró. -Lo siento, sólo quería que lo supieras. -¿Te acuestas con él? -Le respondió que no, pero le mintió. En realidad no se trataba de un joven compañero de clase como había intentado que pareciera al no definirlo, estimular la imaginación de su madre en ese sentido, tal vez no tuvo éxito porque sólo consiguió preocuparla. En general solía hacer caso a su madre y seguir sus indicaciones sobre los pasos a seguir en la vida, pero nada se veía igual a como Úrsula lo había planificado antes de su partida, y el chico que decía que le gustaba, era en realidad el padre de su compañera de piso, ahora su amiga más cercana, Gina. Hablaron de como marchaba la economía familiar, de las rarezas de Demetrius y de las bromas que sus hermanas le gastaban sin que él tuviera una idea de donde le venían esas pequeñas calamidades. La conversación no duró mucho y Meryl prometió volver a llamar, si bien sabía que esas llamadas se iban espaciando cada vez más. Después de colgar, Úrsula levantó la mano a la altura de los ojos y se miró la mano quemada. Nada parecía salir razonablemente bien desde hacía tiempo. Dicks le había dicho que tenía una piel de muy buena calidad, sin que ella entendiera del todo lo que significaba. Cuando empezó a tontear con él, Gina apenas lo notó, pero un compañero de clase que la observaba atentó concluyó: “no podrás hacerlo sin dejar rastro” En esos días, Meryl comía sin razón aparente, tal vez intentando calmar su ansiedad. Se despertaba a media noche y se sacudía intentando sacar de sí aquella idea loca de amar a un hombre maduro, pero la atracción era tan fuerte que apenas conciliaba de nuevo el sueño volvía sueños tórridos en los que el le ponía sus manos grandes y velludas por todo el cuerpo. Gina la llevaba a fiestas universitarias en las que los chicos mayores a ella le parecían infantiles, pero su amiga se la llevaba a un rincón y a modo de confidencia le preguntaba que e parecía aquel o aquel otro. Y ella, como si se tratara de romper todos los límites le respondía con una mirada que decía, ¡Ojalá tu padre estuviera aquí y me llevara a una de las habitaciones para quitarme toda la ropa! Empezaba a entenderlo, era un mundo salvaje, sin reglas, donde se imponía la fuerza y todos los deseos debían ser saciados. El cambio desde su casa de extrarradio era ostensible, se acostumbraba a su nueva 339


vida, a competir y a poner al servicio de esa competencia todo su encanto. Nada iba a ser lo mismo, en pocos meses iba a cambiar tanto que el más insensible cabrón del colegio la iba a saludar como su igual. Las chicas más elegantes y de barrios más afortunados apenas la miraban. El incidente de las dos chicas de estas, en el retrete encerradas con un chico de tercero, fue muy notable. Nadie supo que clase de prodigios se sucedieron allí dentro, pero un grupo entre el que se encontraba Meryl, hacían cola y golpeaban la puerta para poder entrar a orinar. Para ese tipo de gente se levantan nuestras libertades, opinaba el profesor de ética. Una ardorosa marea de comentarios poco amorosos iban surgiendo a su paso, y el muchacho de tercero empujó a uno de los ocupantes para que lo dejara pasar; casi lo tiró al suelo y no lo hizo porque cayó en brazos de Gina que lo sostuvo. Todas las ideas y sueños infantiles se iban derrumbando y dejando espacio para comprender como funcionaba el mundo y lo de aprovecharse del momento, y nada de “coger la flor del día”. Meryl quería ser igual de irracional que los hombres más egoístas y con ese fin tenía que conseguir que nada le importara. La tarde que se acostó por primera vez con el padre de Gina se la pasó llorando, y su amiga se apiadó de ella y la abrazó como una madre sin conocer el motivo, sin saber que respondía a la débil pérdida de inocencia. No podía dejar de sentir lástima por su tristeza, aún cuando hay tristeza que suceden como venganzas y proceden del orgullo herido. -He hecho algo que me compromete con el egoísmo que siempre detesté de mi padre -le dijo entre sollozos y sin conseguir ninguna reacción, más que el arrullo comprensivo que hacía unos minutos que se venía sucediendo-. ¡Soy una idiota! ¡Se que no lo quiero! He venido a este liceo porque quiero seguir mis estudios, eso es lo que quiero hacer. Podría pensar que es por eso que reduzco el amor romántico a puro sexo, pero es egoísmo, desprecio por lo que otros puedan pensar y por los sentimientos que otros puedan albergar. Tengo un examen la semana que viene, así que no debería estar llorando, ni dejar que ésto me afecte. -Ni hablar conmigo de ello -le reprochó Gina. Ella se dejaba acariciar la cabeza y se acomodaba entre sus grandes pechos. -Intentarías convencerme de cosas que no estoy preparada para afrontar, me darías consejos e interpretaría mi forma de actuar -replicó convencida de no rechazar aquel momento, pero dispuesta al mutismo total en lo referente a lo que acababa de suceder-. No podría soportar que me trataras como a una niña que no sabe lo que hace (aunque tal vez sea cierto), porque justamente de ahí es de donde vengo y lo que deseo dejar atrás. -Eres una chica inteligente -la miró con dulzura y la estrechó entre sus brazos como si se tratara de su amante-. Estaré conforme con tu decisión, en pocos meses te cogido un aprecio difícil de entender. Esta última frase de Gina provocó un llanto ruidoso y amargo que no entendió del todo y que se refería a la amistad ofrecida incondicional y, en cierto modo, traicionada con su secreto. En esa nueva etapa de su vida, debía enfrentarse a cosas que jamás imaginara, hacer la compra y limpiar el baño eran actividades habituales. Se dedicaba a ir a la biblioteca a estudiar cuando siempre lo hacía en casa y, en ocasiones, tenía que evitar a Dicks para poder salir con compañeros de clase con los que también quería relacionarse. Tenía bastante claro que todo lo que hacía lo hacía por placer y que nada era impuesto; eso era lo que mantenía a raya a Dicks y lo que él peor levaba de su relación. Solía volver a su apartamento sólo para pasar una noche a su lado y decidió dejar de verlo por el día, al menos mientras durara el proceso de divorcio en el que estaba envuelto, lo que no era más que una excusa para hacer lo que quería. Tal vez a muchos lectores, esta forma de actuar les parezca extraña y tan furtiva que nunca la hayan considerado, sin embargo, existen muchas parejas que llevan sus relaciones en secreto o que se ven sólo cuando su separación ya les resulta 340


insoportable, hay todo tipo de amantes, los consentidos y los que salen de casa a escondidas, hay aquellos que practican el sexo sólo con desconocidos o los que no desean complicarse y sólo lo hacen a cambio de dinero. Si alguna vez han pensado en qué tipo de gente hace esta cosas, al menos coincidirán conmigo en que hace falta una naturaleza diferente a la ordinaria y una cabeza ajena a los convencionalismos que practicamos el resto para encajar una cosa así en una vida con apariencia de normalidad. Indudablemente, Meryl estaba pasando por un momento de inestabilidad que no se correspondía con lo que su familia habría esperado de ella, pero confiaba en volver a ser la misma pasado un tiempo. No deseaba una ruptura con su pasado, ni se desvinculaba por completo de los lazos familiares con la cultura de sus abuelos, aunque, por supuesto, no iba a renunciar a las oportunidades que la vida le ofrecía -lo que era tanto como decir que se había vuelto una “hija de puta” competitiva y de eso le iba a costar más salir-. Tras dar por sentado que su pecado no era tan grande como había pensado en un principio, confió en que al menos no la degradara socialmente o a los ojos de sus mejores amigos, si alguna vez se llegara a descubrir su secreto y eso no iba a ser fácil. Que su nueva condición le daba libertad para hacer ese tipo de cosas y a continuación enunciar a ellas, era algo que había aprendido con rapidez, apenas se sentía vinculada con su pecado, si bien iba a tardar mucho en superar la acritud que le producía oír hablar de los hombres y sus aventuras como signos del triunfador, y que las mujeres tuvieran que esconder, incluso a sus parejas, cuando deseaban una relación corta y sin compromisos.

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