Dos perritos inclinados

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Dos Perritos Inclinados 1


1 Dos Perritos Inclinados A pesar de los mejores momentos vividos en su barrio, si le preguntaran un motivo, sólo uno, no sabría decir. Los periodistas extranjeros se ocupaban de sacar fotos a todo, no dejaban de registrar las costumbres de las señoras, de los ancianos, de los adolescentes que no solían estar en el mismo sitio mucho tiempo, pero a los que también les seguían la pista, y de todo lo demás que sucedía en la calle. Si un perro se meaba en una esquina, allí estaban ellos para sacarle una foto. De ordinario, la gente no les prestaba mucha atención, pasaban a su lado y los saludaban pero atentos a sus recados y quehaceres cotidianos. El reportaje entraba en una campaña europea para la recuperación de las viejas costumbres, la vida sosegada y la arquitectura popular. Aún, en tal momento, no se habían dado cuenta del cambio que supondría exponer estos espacios de vida predecible en las páginas de sus revistas y que todo el mundo lo viera. Lo de descubrir qué había detrás de aquel ambiente ajeno a las prisas del mundo y sus problemas, eso iba a ser algo más difícil y probablemente imposible de publicar. Pero esa sensación permanecía en el aire y debían consolarse con contar que ellos lo habían notado, que era real y cuando terminaron su trabajo, que les había costado abandonar aquel lugar. Había un hombre en la plaza que vendía joyas, parecían buenas, pero no lo eran. Se las ofrecía a los turistas, e insistía en que se probaran los collares y los pendientes, pero con los relojes era un poco más comedido, nadie sabe por qué. El viejo insiste en colocar su maleta, que se abre como una mesa, cerca de la salida de la plaza, por si los municipales llegan sin avisar. La hija de Samuel, el vendedor de joyería, celebraba su mayoría de edad el sábado, y se ofreció sin demasiada claridad a ayudarlo unos días para conseguir algo de dinero y preparar su fiesta. Por cada pieza que ella pudiera vender se quedaba un porcentaje, y además, Samuel prometiera darle algo más por ayudarle con la maleta. Precisamente, su hermano Raulet se había ofrecido para ese trabajo, pero ella era la mayor y en ese momento lo necesitaba más. Fue de tal magnitud la ofensa, que el muchacho llevaba dos días encerrado en su habitación sin apenas comer, y en general, en aquellos momentos de descrédito por su capricho, se sentía muy decepcionado por el mundo y la poca atención que le prestaban. El motivo oculto por el que Shara intentaba aprender el oficio era que quería casarse pronto y le parecía mejor eso que limpiar escaleras, y de momento lo que tenía claro, era que iba a tener que luchar también con su hermano. Cada uno, en su vida, tiene que llevar pesos con los que no cuenta de antemano pero se convierten en responsabilidades a las que no se puede renunciar, y para ella Raulet estaba a punto de convertirse en uno de esos pesos. Nadie en el mundo, a medida que va creciendo, puede renunciar a los compromisos vitales que la misma vida nos ofrece, que forman parte de nuestro carácter y nuestra solvencia. Sabemos que somos observados y puestos a prueba para que, todos a nuestro alrededor, conozcan nuestra solvencia, o integridad, o valía, o mejor llamarle fidelidad. Nadie se fía de los cobardes, pero sobre todo, nadie se fía de los que rehuyen sus compromisos vitales, de los que rehuyen cosas como una madre enferma, un hermano irresponsable, un hijo deficiente psíquico, este tipo de cosas. Pero también suele suceder, que en algunos casos, por amor, se llega a creer que la vida es una huida hacia adelante, y se renuncia a 2


todo poniendo tierra por medio. Este no era el caso de Shara, pero ya le empezaba a causar cierta fatiga ser responsable de su hermano todo el tiempo, y como no encontró otra forma mejor de contentarlo por haberlo desplazado portando la maleta de joyas de su padre, decidió que si lo invitaba a la fiesta de cumpleaños -lo que no tenía pensado hacer de antemano por miedo a que se la estropeara-. Todo sería más llevadero. Bernie fue invitado al cumpleaños de pura casualidad, y en cambio, Shara rehusó invitar a su compañero y amigo Sterny Brigthy porque “no encajaba”, según sus propias palabras, por eso el viejo Sterny puso toda su confianza en que más tarde, Bernie le contaría todo lo que allí aconteciera, por eso y porque no le permitirían sacar fotos. Parte del material recogido en formato fotográfico y las impresiones personales con forma de artículo periodísticos que los acompañaban ya habían sido enviados, y posiblemente no estarían más de una semana allí. Trataban con su trabajo de reproducir la atmósfera de un lugar peculiar, de retratar a sus gentes y sus costumbres más secretas, pero el excesivo celo por conseguirlo, en ocasiones había provocado que los vecinos los rechazaran y hubiesen perdido algunas buenas oportunidades de retratarlos. Con aquel trabajo, Bernie esperaba obtener una mención especial en el periódico para el que trabajaban, y que eso le supusiera un contrato estable, o al menos, que contaran con él con más frecuencia; así estaban las cosas. No es innecesario añadir que, después de la invitación, se entregó con todos sus sentidos en prepararse para la fiesta, pero también hay que aclarar que no esperaba otra cosa que conocer un poco más de aquellas gentes, ni tontear con las chicas, ni diversión liberada. Sin embargo, Sterny no era hombre apocado ni de pocas palabras, no tenía el temperamento de los grandes hombres con grandes responsabilidades sobre sus hombros. Y lo cierto era, que esa forma de ser tan desprendida, tan libre y ligera, no le había sido de mucha ayuda, sobre todo en la opinión que otros se formaban de él. Además, después del tiempo que pasara recorriendo las calles de aquel lugar, hablando con todos y mostrándose como una persona amable y confiada, no quería echarlo a perder, consciente de que su personalidad ya lo había estropeado todo en otras ocasiones. Es posible que en su preparación olvidase ponerse perfume, planchar de nuevo su camisa, o alguna otra cosa, pero le parecía más importante que se notara que había puesto mucho de su parte, que se había puesto a ello y que había pasado la tarde acicalándose porque apreciaba la invitación y el gesto que tuvieran con él, que, por otra parte, aparecer como un reluciente galán dispuesto a molestar a todos los otros chicos que posiblemente tendrían sus aspiraciones con algunas de las invitadas. Durante la fiesta que se celebró apenas una semana después, los muchachos “hicieron piña” al principio con bromas y carcajadas, sin que Sterny pudiera saber acerca de que iban aquellos chistes que parecían tan graciosos, y sin dejar de dudar un momento, que en alguno de ellos pudiera aparecer él mismo. Cada uno de los chicos se había preparado para la fiesta con sus mejores galas, llevaban camisa blanca en su mayoría, recién lavadas y planchadas. Algunos usaban sombrero americano, con largas viseras de béisbol, lo que le pareció notable y sorprendente a la vez. Había uno que llevaba un reloj cromado grande y brillante, y se esforzaba por tirar de la camisa hacia atrás para poder ver la hora, lo que hacía con frecuencia. Un chico menudo e inquieto no dejaba de acercarse al lugar donde dos chicas ofrecían vino, colas y licores, procuraba dos o tres vaso de cada vez y se lo llevaba a sus compañeros. Ninguno parecía fumar, o si lo hacían, no querían llenar el local de humo, porque a las chicas no les gustaba, y además habían elaborado unos carteles de colores donde explicitaban que no se hiciera. Es posible que a la madre de Shara tampoco le gustara, y como la fiesta se hacía en los bajos de su casa, justo allí donde solía tender la colada, es posible que hubiera dado un aviso explícito de que no deseaba llegar por la mañana y encontrar ahumada la ropa, recogida sobre una mesa en una esquina. Poco a poco, el periodista iba entrando en conversación y rompiendo el hielo. A eso de las doce se abrió la puerta y apareció Samuel al que nadie esperaba, estaba vez sin su maletín y un poquito achispado. Era un hombre corpulento pero no intimidaba porque todos lo conocían y le fueron haciendo sitio para que pudiera pasar. Por pura lógica, su inquietud se debía al sentimiento que invade a los padres más posesivos cuando su hijos crecen y sienten que los pierden, o al menos, eso era lo que Sterny imaginó en un primer momento. 3


Se hizo el silencio como esperando su aprobación, y él comenzó diciendo que estaba muy bien, que todo estaba muy bien, y se giraba intentando ver a través de la niebla que lo invadía. No era hábil en los discursos pero, de lo que se podía desprender de sus palabras, estaba muy orgulloso de su hija. Se apoyó sobre el hombro de uno de los muchachos con una mano fuerte que parecía una garra y ya no veía más que su propio pecho a punto de echar unas lágrimas. Su voz se iba quebrando y la pasión por la vida y sus etapas lo dominaba. Así las cosas, cuando por fin pudo de nuevo, levantar lar la cabeza y coger fuerzas dijo: “Amigos, este es mi mejor joya”, y abrazó a su hija, para después con un escueto, “pasarlo bien”, se dirigió a la salida y desapareció. Sterny aceptaba cualquier cosa que pudiera suceder con una curiosidad sin límite, pero era consciente de que una explicación de los aspectos tan diferentes de una cultura que no le era del todo ajena, le vendría bien. Con la excepción de los aspectos religiosos que estaban en decadencia y no eran tan diferentes de los de su país, nada podía decir como crítica más que cada persona acepta o no las costumbres de sus padres según como las ve. Los aspectos más oscuros de la inclinación al alcohol de las clases populares deberían ser encuadrados en la insatisfacción de sus vidas programadas en los planes del gobierno, en el rol que se les destina y en su propia incapacidad para salir de los prejuicios que otros tienen sobre ellos, por eso Sterny lo miraba todo con la inocencia de un niño y nunca aceptaba valores preconcebidos ante cada nueva sorpresa. Al salir pasó al lado de él y dijo algo indescifrable, como no cabía duda de que se había dirigido a él, se sintió confuso y sin saber que hacer. Mientras se iba alejando uno de los muchachos se le acercó y le dijo que no se lo tuviera en cuanta, que era un buen hombre. En su vida no había hecho otra cosa que intentar ganar un poco de dinero para que a su familia no le faltara de nada, ese había sido el motor de su existencia. Se sintió inquieto al oír lo que le estaba diciendo Claudio porque, en verdad que no había interpretado aquellas palabras del viejo como una afrenta. Le contestó que conocía otros hombres así, que de hecho, su padre se le pareciera bastante en vida y que estaba acostumbrado a diferenciar resentimiento y gratuita crueldad. Claudio se tomó sus palabras como una ofensa y se retiró sin responder. Un momento antes del amanecer, después de una noche de bailes, cerveza con ron y algunas escapadas de unos y otros para estar solos, los pocos que quedaban en pie se fueron a la plaza del pueblo y allí se sentaron. La hija de Samuel se había mareado y la habían tenido que llevar a casa. Además, se había caído un par de veces y llevaba las rodillas rascadas y sangrando, por lo que tuvieron que introducirla furtivamente en el baño, hacerle una cura y después meterla en la cama sin que nadie en la casa supiera lo que pasaba. Su madre, que se había pasado la tarde ayudándoles a organizar la fiesta después de un terrible día de trabajo, había caído dormida como una roca, y era como si se hubiese aislado y estuviera en otra dimensión, así que, posiblemente, tantas precauciones para no hacer ruido no hubiesen sido necesarias porque no se hubiese despertado ni aunque le pusieran una bomba debajo de la cama. Sterny, deseando aprender las costumbres de todos, ponía de su parte lo que hiciera falta para no llamar la atención y permanecer en un segundo plano, pero su exceso de educación y celo bienintencionado al pedir las cosas empezaba a molestar. La noche daba a su fin, y los síntomas del cansancio el descontento y las viejas rencillas, por algún motivo que sólo Dios conoce, hizo pasar a aquellos adolescentes de la diversión al malestar y después a reacciones violentas y fanfarronadas difíciles de entender. Algunos se sentían abatidos, una chica se había echado a llorar porque la había dejado su novio recientemente, y a Sterny le faltó tiempo para comprender que alguien había puesto algo en las bebidas que no resultaba nada divertido o que la tolerancia al alcohol no era muy alta por aquellos lugares. Intentó reconocer aquellos síntomas sin tener en cuenta a los que seguían bebiendo, o a los que habían dejado de hacerlo y experimentaban una especie de resaca que los excitaba. Cuando Sterny miró más allá de la plaza, se encontró con la figura opulenta de Samuel desplazándose como si anduviera sobre un barco y se alejaba por una callejuela, los había estado mirando y también parecía mareado. En un momento se paró y se llevó la mano a la boca para detener sus arcadas, después siguió caminando y desapareció. A Sterny lo acababa de dejar su novia y estaba buscando un sitio para vivir que le gustara, para así poder 4


desplazarse y empezar en otro lado. Era por eso que deseaba que aquellos chicos le cayeran bien, que ellos y sus familias y otras personas en el barrio, lo reconocieran como un amigo. Pero algo no funcionó, intentaba ir demasiado deprisa y no era bien vista ese ansia artificial por ser reconocido. Ya había pasado otras veces por situaciones parecidas, cuando había estado solo y no había sido porque realmente lo deseara, había sentido entonces en la piel un calor humeante, casi de sudor hervido, que sin embargo soportaba mejor en los días de aventuras. Entonces, su espíritu rejuvenecía y se sentía con ganas de moverse, de correr por la noche, de tomar un auto y conducir sin final a pesar de su carrocería ardiente bajo un sol vengativo. Pero, la idea frenética de dejar atrás otro destino fallido, se llevaba por delante algunos sueños que había tardado mucho en construir. A esas alturas del terrible final de fiesta, ya podía hacerse una idea del carácter violentamente insospechado en la novedad del forastero. Y, a pesar de todas las provocaciones a las que sometía a su entorno, le pareció inteligente. Con frecuencia adoptaba una postura indiferente con este tipo de adolescentes, dispuestos a comerse el mundo y pasar por encima de cualquiera que se pusiera en medio como si pasara con su coche por encima de un gato viejo. Y luego, una vez todo hubiera acabado y se hubiese salido con la suya, aunque no valiera su esfuerzo más que su ego, se echaría a reír con ojos brillantes, respirando profundamente y ya dispuesto para recibir su corona. Tal vez, Sterny no supo ser lo suficientemente hábil con él. Normalmente sabía como tratar a chicos difíciles, pero no fue el caso y su forma de evitarlo fue tan evidente que pasó a la brusquedad ante la insistencia. Le repetía que bebiera como una orden, y Sterny se levantó y se alejó unos pasos indicándole que lo dejara en paz. Más tarde se inició una pelea en la que Sterny medio, y por supuesto Claudio estaba en ella. Hubo movimientos muy violentos, navajas y rotura de botella, y cuando parecía que todo terminaba, Sterny dio un empujón a Claudio que cayó por unas escaleras y se rompió la cabeza, la muerte fue instantánea.

2 Los Jardines Repetidos El devenir de una vida tan sórdida le hacía acordarse de su vida antes del accidente. Aquello lo había cambiado todo y lo cierto es que, en cierto modo, tuvo mucha suerte. Nunca había sido problemático ni violento en ese punto y eso le ayudó para apenas pasar un par de años en la cárcel y salir un par de meses antes por buena conducta. Allí, en sus últimas reuniones con su abogado, le informaron de que le habían echado una mano desde el periódico con lo de las referencias, y que el juez había tenido en cuenta que todo señalaba a un accidente, pero que la gravedad de los hechos y la insistencia de la familia del muchacho muerto, le dejaban claro que sólo su trayectoria en la vida, le había rebajado el castigo. Dentro de aquellos muros aprendió a hablar para sí, sin que nadie lo notara y alargando las conversaciones consigo mismo hasta que era la hora de salir al patio. No todo lo que se decía tenía sentido, pero sí tenía sentido intentar evadirse con juegos semejantes. Esos juegos los mantuvo cuando salió y se dedicó a deambular por las plazas de diferentes ciudades como sonámbulo. Ninguna cosa que hubiera a su alrededor parecía interesarle, cunado no hacía tanto que todo lo emocionaba y sorprendía, la arquitectura, el clima, las voces de la calle y sus gentes. Un año después de su dolorosa escapada empezaron los remordimientos. Era verano y no podía deshacerse de la idea de volver al barrio donde todo sucediera, de creer que mantenía sus 5


impresiones y que podría recuperar las sensaciones perdidas. Apareció por sus calles como un turista empobrecido, irreconocible, barbudo y sin asearse. Había escrito a su familia para tranquilizarlos, pero no deseaba volver al hogar de sus padres y sus hermanos. Se incorporaba a su vida una día de sol tras otro, y aceptó buscar la sombra entre los indigentes. Incluso a la sombra el calor del aire dificultaba la respiración. Fuera de los arcos de los soportales algunos transeúntes despistados pasaban sin miedo a cocerse, enrojecidos y sudorosos, no era buena idea, aún entre aquellos que buscaban una terraza con sombrilla. No le importaba dormir en la calle, pero le quedaba algo de dinero y la primera noche en el barrio decidió dormir en una pensión. Por la mañana, al despertar y bajar a la recepción le dijeron que habían estado preguntando por él, un muchacho joven con cara de pocos amigos al que el conserje había visto pasar varias veces por la acera pero al que no conocía. Al parecer, el muchacho tenía el pelo afeitado y portaba camiseta, jeans y zapatos negros. Sterny se ha duchado y se ha afeitado y por su forma de expresarse le hace comprender al conserje que no se trata de un solitario abandonado a su suerte, tampoco le parece un viajero o un turista, pero, por no equivocarse, prefiere ser tan correcto con él como lo sería con el rey si apareciera por aquella puerta (a pesar de que era un convencido republicano). Todo sigue normal en las horas siguientes. Sterny se da una vuelta por el barrio, que, es necesario decirlo, es una ciudad en pequeño y haría falta más de un día para ir de una punta a otra. La vida trascurre con normalidad, lo que le hace recordar viejas impresiones acerca de los signos de vida que le emocionan, chimeneas humeantes y sus olores, ropa oreando sobre las fachadas, las madres llevando a los niños al cole sin perder un segundo, los jardineros regando los parques, los taxistas en su para leyendo la prensa apoyados en sus coches, todo forma parte de ruleta que no se detiene. El paseo no es en vano, se situa en la plaza para fumarse un pitillo, y un poco más tarde aparece Samuel, con su mesa portátil de joyas falsas, y se pone a la sombra de un edificio de piedra, un edificio oficial de puerta de cristal que abre y cierra cuando alguien se aproxima. No es precisamente un hombre de recursos, y menos ahora que recién salido de la cárcel no tenía a nadie a quien recurrir en caso de catástrofe, más que su familia más cercana, pero eso no le asusta. Consigue facilmente cambiar de posición y sentarse en otro ángulo de una escalera, más cerca de Samuel y más sumido en la sombra. Todo lo que podía ver se hallaba aparentemente en el sitio exacto que lo dejara unos años antes y, en su pensamiento, había tomado una forma definitiva y real que, al menos allí, nunca podría cambiar. Pero también, y aunque nunca se lo contaría a nadie, notaba como en un periodo relativamente corto de tiempo, todo había envejecido de forma acelerada, y el mismo había sucumbido a esa brujería. El viejo Salomón estaba aún más viejo, y la mesa donde guardaba sus joyas tenía una pata rota a la que le habían puesto cinta americana y unas grapas. No se trataba de algo ruin e indignante, no es que no quisiera gastar dinero en una mesita nueva, es que la gente se encariña con las cosas que usa cada día y se ve que a él le parecía bien así. Esa naturaleza que nos lleva a dejarnos acompañar en nuestra vejez por cosas que lo han hecho toda nuestra vida, nos hace parecer ajemos a un mundo que se moderniza y cambia a cada minuto. Con contenida felicidad (era la primera vez que se sentía así después de su paso por la cárcel), se dispuso a permanecer inmóvil el tiempo necesario, cubierto por una sombra ligera, soportando el calor, pero a salvo. La luz del sol era tan fuerte a aquellas horas, que apenas se podía mirar directamente a las casas con sus reflejos de paredes brillantes; en ellas, la sequedad del ambiente rebotaba y convertía las calles aledañas en tubos de calefacción por aire. No era tan viejo, pero se sentía como si le hubieran puesto sesenta años encima, y como hacía en sus años de juventud, ya no sería capaz de pasar horas en una piscina municipal tirándose de cabeza al agua sin descanso, y sobre todo, ya no sería capaz de aquel ánimo que desafiaba todas las quemaduras y cualquier temperatura por aterradora que la hubiesen presentado en el parte meteorológico. La libertad de su cuerpo desnudo corriendo entre los bañistas, saltando sobre cuerpos y toallas ajenas sin respeto alguno. ¿Qué embriagada resurrección tendría que ocurrir para volver a ser el mismo? No era bueno ponerse melancólico a mediodía, así que intentó no pensar en la felicidad de la juventud perdida. La atracción de regresar a aquel lugar, a los ruidos de sus calles y las voces inconfundibles de 6


mercados y bares, le producía una sensación muy fuerte. No podía pensar en si corría peligro, en si podía quedarse al margen del mundo y sus inquietudes, y aún así, aunque no se percatase de que el tiempo era precioso y no conseguía arrancar, continuaba imbuido por aquel caballo atropellado de sensaciones, enredado en su laberinto, recorriendo la espiral que él mismo creaba en su vértigo. No había preocupaciones, y la angustia de verse de pronto libre, incapaz de tanto aire, empezaba a retroceder. El aspecto del hombre en la plaza, mirando a su alrededor, le hizo comprender que no se había esforzado lo suficiente por comprender que no sólo lo tranquilizaba, sino que tenía que haber algo más que lo había llevado hasta allí. En los primeros minutos en su nuevo emplazamiento creyó descubrir que había sido un error estar tan cerca de Samuel, primero porque él apenas se movía y segundo porque hasta allí llegaba el olor a comidas de un bar y eso lo mareaba. Había otro inconveniente que se manifestaba en ese momento: de alguna manera, empezaba a creer que nada era como lo recordaba. La observación ininterrumpida de Samuel, tampoco era un entretenimiento especialmente gozoso, si tenemos en cuenta que apenas nadie le compraba nada y ya no comunicaba las excelencias de su producto a pleno pulmón, tal y como hiciera en otro tiempo. Por fin, apenas media hora después, apareció ante sus ojos la figura de Shara exquisitamente vestida para una tarde de calor, con unos pantalones cortos y una blusa casi transparente. En ese momento una nueva duda se manifestó en la mente del aspirante a periodista, y era que tal vez había vuelto a aquel lugar, había esperado el momento, y se había pasado la mañana sentado en aquel punto, porque en su inconsciente esperaba verla de nuevo. Estaba muy crecida, y sus formas eran las de una mujer madura, aunque por otra parte le seguía pareciendo una estudiante. ¡Allí estaba ella! O, más bien, su imagen y la forma súbita de un nuevo rubor desconocido. Por fin, ante sus ojos, encontraba el significado de su desamparo. Ya no quería ser periodista, ya le daba igual si volvía a la cárcel o si por hacer las cosas que hacía terminaba por perder la razón, todo daba igual porque la había vuelto a ver. En su mente ideas absurdas y otras más realistas tomaban forma sin control y eso lo hacía feliz. ¿Estaba recuperando sus ilusiones? Parecía haber pasado una eternidad desde cualquier tiempo de su vida que alumbrara cosas importantes. Mucho había cambiado en los últimos pocos años, y todo lo que no había conseguido ese cambio, al menos lo había doblado hasta hacerlo apoyar la cara en el suelo. Sucesos concretos que parecían destinados a minar su moral y dejarlo caer carente de todo orgullo. Pero era aquella tarde la que al fin, después de su última gran derrota -esta vez nada menos que ante un respetado tribunal de justicia-, creía estar recuperando la lucidez y las ganas de vivir. En ese tiempo, hasta que terminó el verano, pudo asistir a la misma operación cada día, ella llegaba para plegar la mesa y ayudar a su padre a volver a casa. Parecía que nunca se hubiese sentido tan confundido por una presencia femenina, o que a la mujer con la que había vivido hasta entonces, nunca la hubiese querido, o al menos, no hubiese sentido algo, ni de lejos tan firme, como lo que ahora sentía. En lo que respecta al amor nunca somos del todo objetivos. No se encontraba del todo preparado para eso, y ni siquiera sabía si ella había alguna vez pensado en él. En ocasiones parecidas en el pasado, lo había visto todo como la solución de una tormenta, pero ese no era el caso esta vez. Intuía con aquella chica un horizonte despejado de dificultades añadidas, y digo añadidas porque la primera dificultad sería convencerla de que él era el hombre que le convenía. Al fin, un día en que el sol se tomó un respiro y aparecieron unas pequeñas nubes que jugaban a esconderlo, Shara lo reconoció. Lamentó entonces haberse expuesto tanto, pero esperó mientras ella echaba a andar desde el centro de la plaza y se dirigía hacia él. Lo acusó de inconsciente y descuidado por estar allí, de querer provocar a la familia de Claudio, el chico muerto y le informó de que todos sabían que andaba rondando por aquellas calles y que a nadie le gustaba. Desde aquel momento comprendió que había una oportunidad, que su voz sofocada no era casual y que él le importaba. En otras circunstancias, todos los que lo conocían lo sabían, sería capaz de la empresa más descomunal y aparentemente imposible. No daba por superada ninguna prueba inicial, era consciente de las dificultades. Habló con ella y dijo lo que se suele decir en estos casos: cuando había salido, que tenía pensado y si sus planes eran realistas, si tenía algún trabajo o forma de vida y 7


si había quedado arrepentido para ya nunca volver a caer en un error parecido. Fue en ese punto que comprendió que muchos de lo vecinos del barrio no creían que se hubiese tratado de un accidente: posiblemente, el juez tampoco. Esta era la forma de perder de nuevo, el estigma. Cada día, al igual que Samuel, iba a la plaza y hacía como que se entretenía leyendo algo, propaganda de los buzones o cosas peores. La miraba cuando acudía para acompañar al viejo de vuelta a casa. No podía evitar acudir a su cita, había algo de irresistible en aquella dinámica. Pero también había algo de seductor en ella, en su apariencia cambiante y su forma de conducirse. Tenía una forma de andar característica, poco común en las mujeres -a él siempre le había parecido que las mujeres caminaban apretando las piernas, al contrario que los hombres-, daba pasos cortos, pero eso le posibilitaba darlos con cierta rapidez y moverse con energía. No había nada de refinado en eso, más bien parecía una moda que se extendía a las dependientas de los centros comerciales o al ritmo de las madres que salían de trabajar para recoger a los niños en el cole sin descanso. Es un detalle que a otros les parecería carente de cualquier importancia, pero para él, nada que tuviera que ver con Shara dejaba de serlo. Además, le producía un placer no del todo alcanzable, poder estudiarla, observar sus gestos y manías, coincidir con sus gustos y disfrutar de sus cambios en la forma de vestir, el calzado, el peinado, todo ese tipo de cosas que las mujeres interpretan como un puzzle. No podía frenar su entusiasmo, y no sería exagerar afirmar que no parecía sano todo lo que interpretaba, la obsesión, como se dejaba llevar y lo que le hacía sentir. Otro día, mientras Shara lo disponía todo para echar a andar manteniendo cogido a su padre por un brazo, pasó a su lado uno de los chicos del pueblo al que Sterny pareció reconocer como uno de los que asistieran a la noche de la fiesta fatal. El chico saludó a Shara y dijo algo que Sterny no consiguió entender, pero que interpretó como un piropo, después el muchacho echó una carcajada y se alejó orgulloso de sí mismo. A esa hora, con todo el calor y con las calles solitarias, resultaba chocante que el viejo se empeñara en acudir a su cita con la plaza. Es posible que se acabara de levantar y que no encontrara un modo mejor de pasar el tiempo hasta la hora de ir a comer. A una edad no queda nada mejor que hacer que mantenerse en las costumbres para que el equilibrio del cuerpo no se venga abajo y posiblemente algún médico que le aconsejara que se moviera, cuando su tendencia era a sentarse y no moverse. Shara comprende su propia dedicación y parece asumirla sin queja alguna, su padre y su dificultad al andar es parte ya de su vida, de la nueva vida de una juventud comprometida, aunque sólo fuera en parte, por los achaques de aquel anciano. Los mira, sabe que se irán en dirección opuesta y como un acto reflejo, cada día mira el reloj de la torre: las doce del mediodía. No variaba, alguien se encargaba de engrasarlo y mirar cada día de que no variara ni un minuto. ¿Era posible que se tratara de un reloj de cuerda y que cada día alguien se encargara también de girar una palanca para que anduviera, además de todo el mantenimiento? Llevaba allí sentado casi dos horas y en ese tiempo no había pasado nada reseñable, nada que lo pusiera en tensión, a él o a otras personas que andaban por allí, sentados o paseantes. Y eso lo consideraba una cuestión de suerte, que le proporcionaba la posibilidad de seguir acudiendo cada día sin que nada cambiara, y que su imaginación siguiera alimentando aquella fábula con forma de incipiente mujer. Para él, sería en vano que alguien intentara convencerlo de que la vida era otra cosa y que debía salir de aquella pereza que lo ataba y buscar una salida, no por buscar la aprobación general o de su familia, ni por demostrar que aún podía concebir una solución para sus sueños golpeados, sino porque de eso se trataba todo. Se cumplía con el Estado y la sociedad tal y como mandaban las leyes, se podía considerar a sí mismo -y todo apuntaba instintivamente a que debía hacerlo- una partícula intrascendente del fenómeno terrestre, o si se prefiere de los acontecimientos de la nada y por lo tanto aceptar, que debemos hacer lo que debemos hacer, allí donde encajamos, sin grandes razones ni la promesa de una solución final. Pero si bien, su dolor no era definitivo, visto desde fuera, tal y como actuaba y el aspecto que se empeñaba en abandonar a propósito, daba la impresión de transitar el borde del abismo. Esta lamentable confusión no era culpa suya, pero ayudaría que se esforzara, aunque sólo fuese un poco, por agradar a sus semejantes, a la gente con la que se cruzaba 8


por la calle, a su casero, y so no lo hacía por ellos debería haberlo hecho por Shara. Nadie, en esa confusión, podía sentir el verdadero ruido interior que lo movía, la cuerda que vibraba y lo hacía levantarse cada mañana en busca de un lugar a la sombra donde sentarse un par de horas. Pero en cuanto a Shara, era tarde para pensar en acicalarse como un pretendiente, ella lo había visto y había halado con él en alguna ocasión y si le había desagradado su aspecto, el mal ya estaba hecho y no tenía muchas oportunidades de parecer algo distinto de lo que era, un forastero sin destino ni mayores inquietudes. Todo en él era un inconveniente y tenía la cualidad de provocar un efecto que se detenía en la superficie, y puesto que en ese tiempo todos en el barrio parecían dispuestos a una mejora en el orden, la limpieza y las dotaciones para instalaciones municipales, nadie podía estar contento con seres como él que deambulaban sin motivo aparente.

3 El Cajón De: Prefiero El Silencio A La Fuga El casero lo despertó un día de principios de mes, estaba muy pesado con eso de que quería cobrar antes del día cinco, porque él también tenía que pagar sus recibos, o eso dijo. En ese momento, sin darse demasiada prisa en buscar la cartera en sus pantalones y extenderle un billete, comprendió que deseaba deshacerse de él y que si demoraba el pago lo echaría sin contemplaciones. Era un hombre severo, acostumbrado a tratar con sus deudores, incapaz de la duda y resuelto a los peores modos si fuese necesario; un maleducado en toda regla. Sterny le había pedido pagar a mediados, que era cuando recibía algo de dinero de su familia, pero no hubo forma. Y aún peor, se lo tomó como una debilidad a explotar, y por eso, sólo dos semanas después de que su huésped se instalara, el día primero estuvo allí para cobrar la parte del mes que le correspondía. “El mes siguiente le tocará entero”, le dijo, pero a Sterny no hacía falta que se lo recordara, lo sabía muy bien. El señor Balleck siempre había exigido de sus clientes tres cosas importantes, que no hicieran ruido, que fueran limpios en los espacios comunes y que pagarán sin demoras, si bien, Sterny sabía que algunos de sus mejores clientes sí tenían crédito. Sin darse cuenta por completo de que eso era un secreto mal guardado. ¿Se ponía exigente con él como acusándolo de ser una persona de la que nadie se podía fiar? Como se dio cuenta de que aquel tipo lo iba a molestar más de la cuenta, se dispuso a limpiar la mirilla de la puerta y ponerla de nuevo en uso, y una vez concluido ese proceso de defensa, estaría dispuesto a no abrirle si se ponía muy pesado. Alguien había sido muy descuidado al pintar la puerta y había pasado la brocha justo por encima. Se preguntó si el señor Balleck había seguido el mismo proceso de pintado en todas las habitaciones y si esa decisión había sido debida a algún pensionista que se le hubiese atrincherado, tal vez insultándolo mientras lo miraba a través de la puerta. Aún cuando durante aquellos días no dudó un instante de que conseguiría tener la mirilla limpia para observar las idas y venidas del casero, lo cierto es que la pintura se resistía al disolvente. No dejaba de frotar cuando creía que nadie podía oírlo al otro lado de la puerta, jadeaba y maldecía y no parecía que consiguiera su objetivo. Conforme su paciencia se fue agotando iba cambiando de producto y sus métodos se iban volviendo más expeditivos cada minuto que pasaba. Pasó al malestar, a la impaciencia y finalmente a la desesperación, cuando por fin se decidió a rascar con un cuchillo de cocina el pequeño trozo cóncavo de cristal de cristal que sobresalía de la madera de la puerta. Era importante para él tener la visión del pasillo si iba a vivir allí un tiempo, pero nasabía 9


cuanto. Al fin después de tanta entrega consiguió su objetivo, no sin algunos arañazos lo que hacía que todo se viera sucio y segado al otro lado; limpió la parte exterior y se sintió orgulloso de haber, al fin, conseguido su objetivo. Estar ocupado en pequeñas cosas como la que acabo de relatar era para él un placer más que trabajo, darle vueltas a su habitación, limpiando o cambiando muebles de sitio era otro de esos entretenimientos. Pero no quería que todo pareciese demasiado a su gusto, ni que cada cosa estuviera ordenada y en el sitio preciso porque sabía que su vida estaba abocada a las mudanzas, y era mejor eso que andar moviendo cosas que, al fin, serían prescindibles. En ese momento, su presencia en el barrio era ya de sobra conocida, y provocaba algunas discusiones entre el grupo de amigos de Shara, a los que ella intentaba contener. Y así como Sterny caminaba por las calles sin interesarse por aquellos a los que una vez había querido conocer, los que sí asumían que lo conocía, se paraban para verlo pasar sin dejar de mostrar su desagrado. No se sentía del todo fuerte, y tosía con frecuencia, y tal vez era debido a que no se alimentaba lo suficiente que adelgazaba cada día y se sentía fatigado. Ese podía ser otro de los motivos de su carácter en transición, de su reticencia a hablar abiertamente con gente en plena calle, a los que no conocía, o a ser menos servicial o colaborativo. No deseaba ser malinterpretado y su posición ya no era de superioridad como se había considerado en otro tiempo. Algo había cambiado que le hacía creer que si se ofrecía a ayudar a una de aquellas señoras en el mercado que portaban bolsas tan pesadas, es posible que desearan darle una propina; así de confundido se encontraba y tan estrafalario era su aspecto que provocaba ese tipo de confusiones. Uno de aquellos días Samuel dejó de acudir a su cita con la plaza y los turistas. Pasaron unos días y todo seguía igual, la plaza sin la presencia del joyero, y el igual de abandonado sin la visita diaria de Shara. Y entonces, cuando más afectado se sentía decidió preguntar a un hombre que se sentaba cada día en la terraza del café de al lado, y con el que había entablado cortas conversaciones otras veces. “¿Cómo es posible que Samuel no esté en la plaza, precisamente esos días en los que él sabe que habrá más gente por allí debido al buen tiempo y las nuevas cafeterías?” Pero el hombre no parece prestarle demasiada atención, está con la mirada perdida en alguna parte indefinida de la calle y no le contesta. Entonces pasa a su lado una señora cargada de bolsas en las que sobresales hortalizas y una barra de pan y también le pregunta. Pregunta repetidamente a todos los que pasan a su lado pues no es la primera vez que se siente perdido y parece que sabe como abordar a los desconocidos sin producir ningún temor. Aquella señora con bolsas del mercado, le parece una cara conocida, y en el caso de que no esté equivocado, es posible que tenga alguna relación con los chicos que acudieron a la fiesta de mayoría de edad de Shara la noche fatal. Si es ella, es posible que estuviera entre el público que asistió a su juicio, o también que se esté obsesionando con algunas cosas que no le hacen bien y sólo se trate de un parecido familiar. Esto le hace pensar en su situación personal, en como todo derivó en una perdida de aspiraciones, de ilusiones y de la vida que tenía, desde entonces. Se siente apesadumbrado, y se queda mirando el lugar de plaza en donde debería estar Samuel, con su maleta de joyas falsas y Shara, manteniéndolo firme para evitar un desafortunado derrumbe. Muchos lo miraban con desconfianza, pues ya sabían quien era o lo que lo ataba al barrio desde su pasado. Sin embargo, él sentía un gran respeto hacia ellos, tal y como se representaba en su llegada en medio de aquel bullicio de familias y juegos. No quería ser malinterpretado. Pero hay un mandato de solidaridad, una regla de vecindad, que lo convertía en aquel que les había causado un daño. Eso iba más allá de la desaprobación, y tal vez Shara y otros no lo vieran así, pero le iba a costar un esfuerzo descomunal superar todo aquel rechazo. Por mucho arrepentimiento que sintiera, aunque el siguiera creyendo firmemente que se había tratado de un lamentable accidente, el perdón era algo que no estaba en sus límites. Y consideraba que lo necesitaba y asumía que no lo iba a conseguir nunca. Para Sterny, no había nada de provocador en su conducta, lo repetiría un millón de veces si fuera necesario. Se asombraba de la capacidad de alguna gente para estancarse en un hecho pasado y comportarse como si el mundo le debiera algo. Según necesitaba creer, la primera parte de su vida había sido un completo fracaso, un error inesperado, pero que debía asumir. A partir de ahí, 10


necesitaba recuperar la confianza en el mundo, y ese era otro de los motivos de volver a aquel lugar, saberse señalado, y aún así, ser capaz de superarlo. En aquella lucha, sus días ya no le pertenecían, porque esperaba poder demostrar algo que no sabía exactamente lo era, pero que tenía que ver con su orgullo. Y que justamente, siendo así las cosas, ya no podía renunciar a permanecer en el Barrio Sosiego, entre sus gentes y en el centro de sus conflictos. Estas reflexiones también le servían para darle a sus pensamientos una forma asumible, pero no podía ir a ciegas, creer tanto en ellas que, por así decirlo, fuera dándose con la cabeza contra los marcos de las puertas. No había ricos en el barrio, al contrario de lo que suele suceder, pues hasta en el lugar más pobre y olvidado de Dios, siempre hay algún pretencioso paseando su mercedes entre la necesidad de los demás. La expresión más amarga de la necesidad, el hambre, por fortuna no siempre se manifiesta en los barrios humildes porque parece que a la organización política les sale más barato ayudarlos que soportar sus protestas, y es posible que ese sea el motivo que haga la vida tan llevadera en estos lugares. Digamos que nadie les ofrece oportunidades para salir de su condición de pobres, pero posibilitan que el lugar sea habitable y que los ciudadanos que lo habitan, lo conviertan con sus costumbres y el aprecio que le demuestran en un hogar. Todo podía suceder, cualquier cosa se podía hacer en busca de algo de dinero, y la venta ambulante era una de esas cosas. Aquella práctica estaba tan generalizada, que de una forma u otra, con un producto u otro, todos en el barrio eran comerciantes desde niños y esos niños se esforzaban por serlo en serio, de modo que cuando llegaran a una edad conveniente pudieran montar sus propios negocios, lo que era como cumplir una vieja promesa. El hermano de Shara había ingresado en el ejército recientemente y eso lo alejaba de las pretensiones familiares de ayudar en la tienda bisutería. Se acercaba el otoño pero aún hacía calor y los jardineros habían mantenido su horario de agosto, que era más amplio porque los parques parecían resecos y desatendidos después de un verano duro y caliente. Es posible que aquella parte de la ciudad, inesperadamente baja y con los edificios extraordinariamente pegados los unos a los otros, contribuyera a convertirlo en una hoya a presión en la que, ni en las calles más anchas, corría el aire. Sterny aprovechaba el papel higiénico del baño comunitario en su planta, para llevar un poco en el bolsillo y secarse el sudor de la nuca donde, incidía especialmente en su caso, se concentraba y terminaba por bajar por la espalda. Esperaba que el casero no apreciara un aumento en el consumo de papel porque protestaría, como solía hacerlo por todo el resto. Seguía yendo a la plaza a diario, pero como Samuel no aparecía y tampoco lo hacía Shara, después de pasar allí una hora u hora y media, se dedicaba a dar paseos por las calles aledañas. Se decía que si tenían que portar con sus manos y brazos la mesa, con las “joyas” hasta la plaza la distancia hasta su destino no podía estar lejos y así era. Un día, de forma inesperada, al lado del mercado vio una persiana y a un lado una puerta de cristal, sobre las dos un pequeño cartel pintado de forma artesanal decía, “Bisutería Samuel”. Los clientes del mercado pasaban delante de él como si no importara demasiado que estuviera cerrado. Fuera por lo que fuera, aquellas viejas oficinas en las que apenas cabían dos personas de pie, y en las que se vendía de todo de todo, iban cerrando una tras otra y parecía haberle llegado el turno a la del padre de Shara justo en aquel momento. Había un timbre que sonó triste y enfermizo, pero que no hacía falta por que con golpear los nudillos sobre la persiana, si hubiera alguien dentro de aquellos deis metros cuadrados, no podría obviar la llamada. El destino parecía especialmente interesado en ponérselo difícil, ¡no dejaba de castigar su iniciativa! Ese era el resumen de su situación, cada vez que tomaba interés por algo, el destino lo castigaba y precisamente era por eso, por lo que nadie lo podía culpar por su indolencia. Una mañana, sentado de nuevo en los soportales de la plaza, se puso cómodo sobre una piedra al pie de una columna en la que podía apoyar la espalda. No era lo más cómodo del mundo pero ese día no tenía dinero para tomar un café en una terraza. Ya todos a su alrededor lo conocían y comprendían que nada lo haría cambiar de costumbres fácilmente. Unos minutos después, aún sentado en la misma espartana posición, su cabeza se volvió al centro de la plaza desde donde llegaba una música de acordeón malamente interpretada. Esta música sombría nacía de un músico 11


callejero que se había situado muy cerca del punto en el que hasta entonces Samuel colocaba su mesa y su falsa sonrisa de tahúr. Era, posiblemente, el lugar más frecuentado y perfecto para recibir propinas, o al menos si no gustaba aquel arte, ofrecer a los viandantes la posibilidad de deshacerse de pequeñas monedas que le pesaban en los bolsillos. La instalación había sido tan rápida, que Sterny bajó la cabeza para pensar mirando al suelo, y cuando la volvió a levantar, ya el músico había colocado una silla, había abierto el estuche y extraído su instrumento, se había colocado cómodamente y había empezado a tocar una melodía popular. Si hubiese aparecido después de una cortina de humo, como en ocasiones los magos hacen aparecer a lindas señoritas en los circos, no hubiera sido más efectivo. Las manos de dedos largos y peludos se movían vertiginosamente sobre los botones y las teclas, y los brazos sobresalían sobre la camisa remangada abriendo y cerrando el fuelle repintado como si se tratara de la cola de un pavo real. Aquella música, al principio, pareció embriagarlo, se dejó llevar y cerró los ojos. De pronto, los abrió de golpe y empezó a sentirse nervioso. ¿Qué estaba haciendo? No podía permitirse tanto placer; no mientras no encontrara lo que buscaba. Aquel tiempo de desamparo le había dado una sensibilidad especial, una capacidad de emocionarse y dejarse llevar que nunca antes había experimentado. Tal vez también eso lo había alarmado al salir de sus ensoñaciones. Había sido capaz de escuchar aquella música con el corazón. Sin haberlo pretendido le sería imposible decir todo lo que había sentido porque hasta sus manos temblaban por no haber sido capaz de controlar aquella “fuerza” desconocida. Entonces, una nueva idea lo alarmó, si había desarrollado sus sentidos y emociones en aquella dirección, si no se había dado cuenta hasta aquel momento, ¿era posible que su cólera se hubiese desarrollado del mismo modo? ¿Se habría convertido, sin haberlo apreciado todavía, en un ser violento incapaz de controlar sus reacciones? Cada vez que ese pensamiento volvía, el corazón se le aceleraba y las manos le empezaban a sudar sin control alguno. La muerte de Claudio había sido un accidente, necesitaba, al menos estar seguro de eso, pero... ¿Si en aquel momento se viera involucrado en una situación semejante, obraría de forma violenta consciente de la consecuencia sus actos? Aquellos viejos amigos, ya no los vio a su vuelta durante el tiempo que pasó hasta ese día. Si no formaban parte de aquellos que deseaban deshacerse de él hasta marginarlo, como era de suponer por su naturaleza, al menos debían asumirse como parte del cuerpo vecinal silencioso, el que nunca se compromete ni sale en ayuda del débil. Así pues, saliendo de aquellas reuniones en el bar por los motivos realmente extraordinarios que el pueblo considera, aquellos que en otro tiempo conociera, se resistirían a abrir los viejos cauces de la amistad en las nuevas circunstancias pero no se resistirían al halago de dejarse fotografiar, para ocupar de nuevo unas páginas del semanario en el que Bernie, su colega, aún seguía trabajando. Y aunque para algunos vecinos, que parecían seguir todos sus movimientos desde sus ventanas cerrada, esa reacción a favor de la prensa, sería una prueba de la salud, equilibrio y buena voluntad de su juventud, para él era objeto de profunda tristeza y reflexión, y esos pensamientos giraban alrededor de sus propias dudas, inseguridades y la confianza perdida. Los encontró en un callejón de puertas cerradas con trancas y candados viejos, pintadas de verde y rojo, algunas de maderas podridas. Lo empujaron contra una pared y lo amenazaron de muerte. Sobre sus cabezas hondeaba la ropa de la colada de las vecinas como banderas y cada golpe de viento dejaba caer unas gotas de agua sobre sus cabezas. De las ventanas abiertas salían conversaciones de cocina y se oía el ruido de los cubiertos al chocar con los platos: era la hora de la comida. Algunos viandantes pasaban a lo lejos por la calle principal, pero si alguno pensó en entrar o pasar por allí, no lo hizo, y por el tiempo que duró la escena nadie hizo presencia en el callejón. Sterny se sentía mal, no por la violencia con que lo humillaban, sino por aquellas caras tan reconocibles a las que aún les tenía algún aprecio. Le preguntaron por sus intenciones y si no se daba cuenta del daño que le hacía a los padres del chico al nadar por allí luciéndose libre, mientras él estaba muerto. Las últimas palabras de aquellos chicos fueron pronunciadas con mucha rabia y con la garganta rota de ira, y a continuación fue como si lo hubiesen dejado todo muy claro y no hubiera más que hablar; la mañana daba a su fin y el sol de otoño golpeaba con fuerza contra una de 12


las paredes. Se cogió con una mano el costado donde había recibido uno de los golpes y el lugar que más le dolía, se quedó un momento sin poder respirar y se inclinó sobre las rodillas mientras los veía alejarse. En los primeros pasos de su aventura, nada había importado más que volver a verla y que sentirse en el sitio preciso en el que ese acontecimiento podía suceder. Pero una vez conseguido, había entrado en un bucle de inconstantes contrariedades que truncaban el plan diario de sus encuentros y eso lo llevaba a nuevas y profundas tristezas. Poco antes de su encuentro con los chicos del barrio, se había conmovido con la idea de que tal vez, ese día, de nuevo apareciera Samuel con su mesa de abalorios, y más tarde, tal vez, Shara para recogerlo y llevarlo a su casa. El prodigio de la esperanza y su capacidad de sentirlo era lo que le hacía creerse capaz de todo, fiel a un sueño sin grandes pretensiones. Lo trastornó el enfrentamiento con los amigos de Claudio y también los suyos (en otro tiempo, ahora enemigos declarados) y eso lo llevaría a hacer algunos cambios en sus costumbres. Samuel parecía definitivamente desaparecido, pero aquel día en el que todo parecía dispuesto a suceder, justo antes de su tropezón con Grusso y los otros -Grusso había estado muy unido a Claudio, y había llorado mucho por el después de su muerte, prometiendo venganza, sin terminar de creerlo del todo), en aquel momento del mediodía, entró Shara en la plaza, en el lado opuesto del que él se encontraba, y en ese momento creyó que ya nunca podría combatir contra aquel fuego (tal vez fue por eso, que minutos más tarde no se sintió intimidado por Grusso, ni sus golpes le dolieron, ni pensó en retirarse y no dar aquella batalla). A través de los brillos de los escaparates, en día soleado y claro como los mejores días del verano, desde su puesto bajo los soportales, envuelto en un bullicio de cafeterías a derecha e izquierda, la vio dirigirse a él como un animal mitológico, una fuerza nostálgica y convincente a pesar de su juventud, dispuesta a todo, decidida contra cualquier amenaza o crítica, la miró acercarse con el afán de su voz, no como una mujer de carne y hueso, sino como una respuesta de la naturaleza. Llegó hasta él con paso ligero y su habitual palidez parecía acentuarse por el reflejo de la luz del sol en el blanco de su vestido. En su rostro había una apacible sonrisa y eso lo tranquilizó. Le hizo un gesto con la mano en la distancia, como un saludo, después se acercó y se sentó a su lado. Cuando recuperó el aire y dejó de respirar con la fatiga de la carrera, le habló con un susurro pausado. Apenas era un soplido articulado entre dientes pero suficiente para que pudiera entender cada palabra. La expresión de su voz fue tomando un matiz triste cuando le contó que Samuel, su padre, había caído y se había golpeado la cabeza. Todo se había complicado a partir de entonces y la familia no pasaba por su mejor momento, Entonces, ella mostró preocupación por su aspecto, delgado, y como dijo, “desatendido”. No quiso profundizar en su aspecto, pero le señaló la cara con el dedo índice, y observó que iba sin afeitar, que su ropa hacia mucho que no pasaba por una lavadora y que sus zapatos estaban rotos. Se fijaba en cada detalle y volvió a hacer un largo silencio. Pausadamente puso su mano sobre su hombro y añadió, “tienes que cuidarte”. Después le pidió que pasara a comer por casa uno de aquellos días, que lo estarían esperando y desapareció atravesando la plaza, voluptuosamente, casi flotando, mientras a Sterny se le taponaban los oídos y un pitido desconocido se mantuvo hasta que dejó de verla.

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