Cicatrices y avenidas

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1 Cicatrices y Avenidas De entre todas las novedades que podrían haber impresionado a Ruther, la inmadura fragilidad con la que había evitado enfrentarse al matón que le birló el taxi, fue de las más destacadas. Le había causado una gran tranquilidad saber que ya no reaccionaba de forma violenta a los desafíos, tal y como habría hecho en el pasado. Tal vez esto, para Gumersinda, su madre, no era tan importante. Después de todo, había algo en ella que siempre lo había aceptado tal y como aparecía en cada nuevo cambio. Lo había cuidado, pero nunca lo había aconsejado gratuitamente y lo había esperado pacientemente en la puerta del centro de menores, pero no tenía nada que reprocharle. Cada vez que se había puesto violento en aquel lugar, los guardias le habían dado una paliza. Por increíble que pareciera se había resignado a no luchar, a dejarse humillar y a perder cada vez que de su reacción sumisa dependiera. “Da igual, ya pasara otro”, dijo Gumersinda empapada bajo la lluvia. Otro taxi pasó enseguida y en el camino a casa el taxista lo reconoció, “usted ha salido en la tele hace un año por prender fuego a un banco, era usted, ¿no es cierto?”, le hablaba de usted porque parecía mucho mayor de lo que era y aún no había cumplido los dieciocho, o tal vez, porque no quería establecer un vínculo de confianza. El taxista tuvo que armarse de valor para hacer aquella pregunta porque no era un tipo atrevido y Ruther miró por la ventanilla sin hacerle mucho caso. Confió en que al ver que no le contestaba desistiera en su interrogatorio pero fue Gumersinda la que dijo, “fue un accidente y una terrible equivocación en culparlo de llevar un mechero cuando lo detuvieron, había otros chicos en aquel lugar y todos llevaban...” Después de aquello, el taxista se sintió animado a seguir preguntando y se estableció una conversación en la que Ruther no estaba animado a participar. El hombre era comedido y se mostraba moderación y educación en sus preguntas, pero tanta curiosidad, aunque sólo sirviera para distraerlo de un interminable día de trabajo atado a su auto, no era lo que el muchacho esperaba a su vuelta de un año encerrado entre delincuentes y educadores capaces de romperle un brazo y decir que se había tratado de un accidente. Hizo un esfuerzo tan grande para no corregir a la versión que se estaba haciendo de los hechos de aquella noche desafortunada, que tuvo que morderse los labios para no perdirles que se callaran y lo dejaran en paz de una vez. En un taxi, donde se pueden airear los secretos más delicados de los políticos, hablar del tiempo o, en confidencia, descubrir los escándalos sexuales más tórridos de los actores de moda, el taxista le contó que mientras él pasaba aquel año encerrado, el alcalde había sido acusado de quedarse con el dinero del seguro de los viajes oficiales que eso le había hecho perder las elecciones. No era un consuelo, a pesar de que había sido muy activo en los medios pidiendo cárcel para los autores de la gamberrada que había llevado a un edificio de nueve plantas, a cenizas, y que su insistencia había sido populista hasta el extremo de exigir un cambio en la legislación para que los menores pagaran como si se tratara de adultos en casos similares. De su primera y última, estancia en el centro de menores no quería hablar, pero como el taxista se mostró condescendiente con una culpa por la que al fin ya había pagado, le respondió que no lo había pasado bien aquel año y que esos lugares de 2


internamientos no son como pasar unas vacaciones a pesar de lo que muchos piensan. Tenía algunas cicatrices que conservaría de su paso por allí, pero no las iba a enseñar, ni al taxista, ni a Gurmensida, ni a nadie. Por lo poco que pudo entender, aquel tipo le debía dinero al banco y no se habían portado muy bien con él en el momento de establecer las condiciones de su crédito, o no se lo habían contado como realmente había resultado, o algo parecido. Tampoco le interesaba demasiado aquella conversación, no obstante, cada vez que el taxista insistía en hablar de ello, sentía que algunos conciudadanos podían haber simpatizado con aquel acto del que en tal momento renegaba, que, como decía Gumersinda, se había tratado de una accidente, pero que algunos habían considerado un acto de justicia a favor de los jubilados a los que había sacado sus ahorros en planes de inversión de los que nunca podrían recobrar su dinero -al menos los que tenían una fecha de vencimiento tan larga que nada les permitiría sobrevivir para recuperar lo invertido-. Ruther había oído algo al respecto, pero no entendía nada de aquel tema, así que cuando lo llamaron para hacerle una entrevista en la televisión tuvo serías dudas en aceptar y sólo cuando le ofrecieron una cantidad por su presencia en un programa de variedades, aceptó y se felicitó de poder conseguir algo de dinero del que no andaba sobrado. Tenía que admitir que estaba en racha, y cada vez en la conversación que había tenido con el taxista, se convencía de que el asunto había llegado más allá de lo que en aquel año de penitencia podría haber imaginado. Se trataba de una televisión dispuesta a despellejar todo lo despellejable a cambio de una audiencia comprometida con el partido. A pesar de las recientes multas y de las deudas que planeaban sobre ella, dedicaron el programa a hablar de los bancos y su papel político al sostener económicamente a aquellos partidos que les devolverían el favor en caso de quiebra. Lo cierto era que a Ruther, todo aquello le tocaba muy de costado, pero se sentó paciente a escuchar y esperar que le preguntaran. En la cadena habían tomado la novedosa costumbre de invitar a personajes del pueblo, algunos perfectos desconocidos, para que se desahogaran acerca de lo maltratados que había sido por el sistema y que pudieran manifestar su frustración contra los grandes poderes. Era algo así como intentar someter al sistema a la tensión del morbo de sus propios errores a través de voces anónimas. A la hora de más audiencia, en el momento en que otras cadenas llevaban invitados de gran prestigio con su crónica social, la RCK llenaba los domicilios de escándalos políticos, de abusos de poder y de dramas personales, provocados por la negligencia al cumplir las leyes que deberían defender a los ciudadanos contra los corruptos. Y Ruther había sido invitado, se había sentado alrededor de una mesa con otros perjudicados por los bancos y los banqueros, y dos periodistas que habían realizado un trabajo de investigación sobre las maniobras especulativas para desahuciar a familias y quedarse con sus viviendas. Desde el principio, Ruther pensó que su necesidad de dinero rápido lo había llevado allí, pero la charla con el taxista le había abierto los ojos y había terminado por sentirse una víctima por completo. Sus antecedentes le daban forma a su imagen y a la expresión que se esperaba de él, porque cuando por fin pudo responder a una pregunta, nadie en la emisora esperaba un lamento del que pudiera sentirse arrepentido, sin embargo, esa era la realidad. Intentó hacerles comprender a todos, que él no era un activista, que los jóvenes, sobre todo, hacen las cosas que hacen por diversión y que, a veces, cometen errores. No deseaba ser malinterpretado, sabía perfectamente que los bancos dejaban a la gente sin casas y sin ahorros, pero había sucedido aquel lamentable suceso del incendio, que por fortuna no había pasado de daños materiales, no había sido por un acto reivindicativo de las juventudes de izquierda a las que pertenecía, sino porque se habían ido a fumar a aquel lugar semiabandonado. No resultaba fácil desmontar la idea de él que todos allí se habían hecho, pero disfrutó haciéndoles ver que se habían equivocado con él. En cierto modo, el amor propio estaba en juego, porque se sabía manipulable pero sólo por ver la cara que se le quedó al regidor ya había valido la pena. Toda la tarde estuvo disfrutando de aquel momento en que le cortaron y no volvieron a darle chance, y estaba seguro de que no lo volverían a llamar para hablar de sus desgracias. Habiéndolo oído renegar de la prensa fácil con tal sinceridad, fue la directora de un programa de 3


citas la que se sintió aludida, y como el mal efecto que le causara fuera tan grande, decidió que podría utilizarlo para su propio programa y ver como se enfrentaba a ello. Bernadette Miller tenía cincuenta y ocho años cuando conoció a Ruther Vaninkof que tenía dieciocho recién cumplidos y sus intenciones estaban entre la piedad y la venganza contra todos los que renegaban de los programas del corazón. Estaba dispuesta a moldearlo como se moldea la arcilla, llevarlo por donde ella quisiera, hacerle ver, sin decírselo explícitamente, lo que podía y no podía decir, pero no iba a adularlo ni hacerle creer que era más importante de lo que era en realidad. Otras cadenas habían intentado llevarlo a sus informativos esgrimiendo elogios y falsa simpatía, Bernadette lo quería para que formara parte de su programa de tarde y para eso tendría que pagarle, y sabía que no había mejor elogio y la muestra de mayor convicción, que esa. En cierto modo se trataba de sobornar cualquier conciencia en favor del morbo como entretenimiento, pero lo que ella no podía adivinar que a sus dieciocho, Ruther tenía el carácter de un hombre de más de treinta y que era capaz de adivinar sus intenciones antes de que le hiciera una propuesta. Firmaron un contrato por tiempo limitado pero que disponía un sueldo atractivo, a los ojos de un muchacho desheredado por el mundo. Además, Bernadette se reservaba el derecho de finiquitarlo en el momento que desease sin ningún tipo de contrapartida. La oficina de la directora de la cadena parecía la habitación de un hotel, sin cama a la vista, eso sí. Si bien, era posible que durmiera en aquel lugar en noches de exceso de trabajo y, desde luego, el sofá era tan grande que podría dormir en él confortablemente el mismo Papa de Roma. Aquel lugar estaba mejor equipado que el piso de su madre y no pudo por menos que sentirse confundido al ver que en una esquina discreta, la directora había puesto, debidamente enmarcadas, las portadas de las revistas de desnudos de otros, chicos y chicas, que antes que él habían sido parte de su programa. En algunas de aquellas fotos los chicos se reclinaban sobre un sofá de cuero parecido al que tenía delante y se tapaban los genitales con la mano. En sus caras el gesto de la sorpresa y la picardía. Las chicas, por su parte, flexionaban las piernas inclinándose ligeramente hacia adelante para exponer sin pudor el equilibrio de sus pechos y, hacia atrás, para hacer lo mismo con sus glúteos. No le pareció excesivo, pero se equivocó al pensar que Bernadette pudiera querer “algo con él” más allá de lo puramente profesional, el lesbianismo de la directora era de sobra conocido por todos. Al conocer más de cerca a la directora, descubriría en poco tiempo que no era fácil de tratar. Parecía agradable, pero era sólo una pantalla, en realidad podía estar pensando lo peor de él y hablarte con la dulzura sosegada de una pantera. Llevaba con cierta altivez un reloj diminuto, una cadena y un broche, todo de oro, escribía con rapidez y letra clara, solía fruncir el entrecejo si era contrariada a la espera de una explicación, llevaba pantalones, con frecuencia negros y cruzaba las piernas al sentarse; todo un carácter. En realidad, nada le importaba más que el éxito de audiencias, Ruther formaba parte de esa idea y nadie podría entender lo que había visto en él -un muchacho que ni siquiera se había molestado en ver el programa alguna vez y no tenía un interés especial en hacerse tan popular como iba a suceder al haberse colocado en un lugar semejante-, pero cuando salió por primera vez en una tertulia hablando del amor entre personas en las diferentes edades, muchos televidentes lo reconocieron y preguntaron, ¿no es ese el chico que quemó el banco? Todo un golpe de efecto. En cuanto empezó a frecuentar los estudios, enseguida se vio en medio de un grupo nutrido de chicas que buscaban el éxito en diferentes programas de actualidad y que le hablaban como si lo conocieran, como si él tuviera sus mismas ambiciones y como si todo estuviera claro entre ellos a ese respecto. Era tratado como un igual y con la rivalidad que eso merecía; siempre sin perder sus sonrisas. Algunas de aquellas chicas parecían interesadas en su vida y en hacerle preguntas que no siempre podía contestar, para, a continuación alejarse de él e ignorarlo el resto del día. Una de ellas era Peggy Saule, que tenía el cuerpo más hermoso y los vestidos más ajustados que recordaba haber visto. Se distraía mirándola y eso le hacía incurrir en todo tipo de comentarios vagos e imprecisos cuando intervenía en las tertulias. Se había “metido en la boca del lobo” intentando adular a la estrella el programa y sin que ella pudiera imaginar el poco interés físico que en realidad despertaba 4


en Ruther. Todos parecían jugar el mismo juego, y el joven de clase baja aprendía pronto, aún sin tener muy claro qué hacía allí. En absoluto podía decir que lo hubiesen marginado o le hubiesen propinado algún comentario sarcástico que buscara herirlo premeditadamente, pero podía notar el efecto del juego, la aversión y la antipatía que siempre genera toda rivalidad, y estaba seguro de que ninguno de los participantes en el show pudiera no desear que desapareciera como otros lo iban haciendo cada vez que había una renovación. Y, en ese sentido, el debía tener claro que había llegado para sustituir a otro participante y que no sabía lo que duraría allí. Según dijo, el amor tiene se que ser expresión de libertad, y eso ya fue mucho decir, para añadir, que no veía ningún impedimento en la raza, la clase social, la talla, la edad o el género. Según él, todo estaba únicamente limitado a la intención de amarse y finalmente al deseo de consumar. No dijo mucho más en el primer programa y Peggy Saule lo contradijo al afirmar, que alguna gente no sabía con certeza lo que sentía y que cometía errores sobre algo que no es tan claro como puede parecer, y que esos errores también había que respetarlos. No parecía haber llamado demasiado la atención y cuando llegó a casa, su madre lo esperaba orgullosa de tener un hijo famoso, así que le preparó una cena digna de un obispo y abrió una botella de vino que sirvió para adormecerlo y llevarlo a un sueño profundo en el que se disiparon todas las preocupaciones, si alguna vez habían existido. A la mañana siguiente sintió añoranza por los viejos tiempos y los amigos de la infancia, con los que sólo había estado un par de veces desde que saliera del centro de menores. Hay cosas a las que no se puede renunciar por mucho que nos cambie la vida, así que volvió a pasar por aquellos lugares que sabía que frecuentaban. A ellos les podía decir que el único sitio donde se sentía realmente feliz era en el barrio, pero ellos habían empezado a verlo raro desde su aparición en la televisión entre toda “panda de oportunistas”. Quizás ellos no eran capaces de comprender que aquellos no eran sus nuevos amigos, que sólo se trataba de un trabajo y que no había cambiado tanto como habían creído al verlo. Eran chicos de acción y no tenían un pelo de tontos, no se iban a quedar mirando en silencio mientras él se pavoneaba de lo bien que le iba todo y así se lo dijeron; sin tapujos, sin medias tintas, él ya no era aquel al que habían conocido. Después de aquel rechazo, tuvo que volver a centrarse en su trabajo y como había dado aquel paso para ser un personaje público -no sabía por cuanto tiempo- se dijo que al menos debía intentar no hacer un ridículo total y empezó a tomarse en serio sus guiones, lo que hasta aquel momento no había hecho. En su siguiente aparición volvieron a abordar el tema del amor con diferencia ostensible de edad, y llevaron a un hombre de unos sesenta años que se acababa de casar con una chica de veinte, y algo parecido pero en el caso de que era la mujer la sexagenaria y el chico era de la edad de Ruther. En este caso, la mujer no había querido casarse porque decía no estar segura de que los sentimientos del muchacho no fueran a cambiar con el tiempo, pero afirmaba que funcionaban muy bien en la cama (así lo dijo). El hombre mayor, sin el consentimiento de su esposa, aprovecho para anunciar que iban a tener un hijo. El enfado de la chica de veinte años fue evidente, “eres un idiota, te dije que no lo anunciaras hasta que se lo hubiera dicho a mis padres”. Y la audiencia subía y todo parecía ir de perlas. Una periodista le preguntó a Ruther si él aceptaría una relación con una mujer de más de sesenta años, a lo que él respondió que por supuesto, si le gustaba eso no tenía ninguna importancia. Después añadió que había conocido mujeres mayores pero que había sido en vacaciones y que se había tratado de turistas inglesas que se habían vuelto a su país. Eso interesó tanto que terminaron hablando de los amores de temporada, o las ocasiones de una noche. Las chicas participantes en la tertulia intentaron ser más comedidas, mientras que los muchachos no se querían quedar atrás al contar sus aventuras, tal vez porque no querían parecer poco experimentados. Había un fondo retorcido en la forma de mirar de Bernadette Miller mientras se desarrollaba el programa. Parecía estar calculando lo que servía a sus propósitos y lo que no, y eso conllevaba decidir quien no estaría el día siguiente siguiente. Cuando esto sucedía parecía esconderse detrás de una de las cámaras y sus piernas se apretaban una contra otra en tensión lo que le daba a su cuerpo una postura a la defensiva, metiendo el pecho hacia adentro, cogiéndose los brazos sobre él, 5


mientras con la mano derecha esgrimía el dedo índice con el que se acariciaba el mentón y la boca. En realidad, ella había decidido que todos aquellos jóvenes tenían algo que enriquecería la discusión, pero seguía empeñada en decidir cuánto y qué de bueno había en ellos, como si cada emisión en abierto se tratara de una prueba irrefutable que lo decidiera todo. A pesar de cada nueva experiencia, Ruther intentaba seguir viviendo sin que nada de todo aquel entramado le afectara. No era demasiado bueno en cerrar su vida a las nuevas experiencias si se veía desbordado, no solía decir que no a las invitaciones de sus compañeros de plató para tomar algo al salir de allí, y tampoco les dijo que no a salir por la noche. Aún con todo, creía seguir siendo el mismo. Por muy animado que se sintiera y de buen humor que lo pusiera todas aquellas atenciones, no olvidaba cual era su sitio y volvía cada madrugada a la casa de su madre que también era la suya, y se deshacía en excusas por haber tardado más de la cuenta en volver, cuando eso sucedía. Cuando al final del día, todos empezaban a hacer planes, él solía ponerse al lado de Peggy Saule y unirse al grupo. Su ambición en aquel momento, no era otra que parecer tan intrépido y alegre como el resto de sus compañeros, pero lo cierto era que no creía del todo en tanta artificial diversión. También le sucedía que empezaba a ser reconocido y que algunos transeúntes intentaban entablar conversación con él, esgrimiendo argumentos a favor y en contra de los temas de los que había hablado recientemente en el programa. Se dirigían a él como si lo conocieran de toda la vida y, a veces, lo increpaban desde el otro lado de la calle para censurarlo o animarlo. Que su opinión pudiera parecer tan relevante era algo totalmente nuevo y poco irracional. No se trataba más que de opiniones populares y superficiales lanzadas al aire para crear una polémica espontánea entre los televidentes, nada demasiado sesudo o profundo. Peggy lo miraba, de pronto, había reparado en sus movimientos, en los gestos y el movimiento de sus manos. Él se dio cuenta del cambio, observaba como se expresaba y la forma con la que pronunciaba la C. Tal vez esperaba algo más de él, un acercamiento más directo, pero eso no iba a suceder porque todos decían que Peggy se veía con otro chico, aunque nadie lo conocía. Ella se apoyaba en la mesa y parecía dejar volar la imaginación mientras lo oía hablar, ya no existía aquel afán por rebatir cada uno de sus argumentos. No había exactitud en nada de lo que allí se pudiera decir, después de todo, era un programa de entretenimiento. Ruther había intentado dejar atrás aquel chico que buscaba pelea, en conflicto con el mundo y su falta de oportunidades y, en ese sentido, se sentía como un experimento de Bernadette. ¿Era posible que ella estuviera mandando un mensaje de aceptación e inclusión al tenerlo en su programa? En realidad, nadie podía objetar abiertamente que estuviera entre todos aquellos niños bien y que su opinión valiera lo mismo, pero todos deseaban ver la peor versión de su frustración, violento y sordo, tal vez gritando, y exponiéndose al mundo en su peor versión, la del barrio violento del que intentaba escapar. No era tan extraño, bajo este punto de vista que Peggy lo observara, después de todo, empezaba a sorprender su paciencia y capacidad para permanecer en silencio, su capacidad para escuchar y respetar otros argumentos, y sobre todo, su habilidad para no responder a las provocaciones. Bernadette intentaba demostrar que las opiniones de clase trabajadora eran más firmes y menos dispersas que la de aquellos jóvenes a los que se les había dado todo hecho y no tenían mucho que perder. Ruther podría llegar a sentirse como un ratón a punto de ser diseccionado por una clase de futuros científicos, pero no quería entrar en eso. Se conformaba de momento con dar su opinión sobre temas como la pornografía, la violencia en el fútbol, o enseñanza religiosa. No deseaba profundizar en aquello de que era un ejemplo para todos, le molestaba pensarlo. Seguramente, muchos de sus compañeros, encontrarían descabellado pensar que entre Peggy y Bernadette pudiera haber algo sentimental, pero en aquel momento en que la pareja de la directora había desaparecido sin dejar ni una triste braga en su apartamento, la muchacha se sintió enternecida por su tristeza y fue de mucha compañía visitándola y acompañándola a cines y cafés. A esas manifestaciones de amistad se unió Ruther y un chico que acompañaba a Peggy con que el que era obvio que había algo más, pero ninguno de los dos parecía resulto de revelar la verdadera naturaleza de aquello que los mantenía unidos (todos pensaban que podían ser amantes pero en una 6


relación abierta pues resultaba raro que, en ocasiones, actuaran como si no se conocieran). Ruther sabía que, montaje tras montaje, había muy poco de verdad en nada de lo que rodeaba a la televisión. 2 Parásitos de Dinosaurios Peggy estaba acostumbrada a decidir, a llevar la voz cantante y conducir a sus amigos a los sitios de moda, pero cuando Bernadette se unía al grupo, adoptaba un perfil bajo y no decía una palabra sin consultarla primero. Todos estaban dispuestos a aceptar que si estaban y salían con ella, tendrían que aceptar sus condiciones. Se avenían a sus caprichos y la seguían al fin del mundo, hasta que de pronto empezó a suceder algo inesperado, cuando Peggy intervenía en las tertulias televisivas e intentaba conducir la situación o hablaba más de lo habitual, las audiencias bajaban abruptamente. Eso empezó a ser preocupante la segunda semana de su nueva y decidida imagen de mujer independiente y, en poco tiempo, Bernadette tuvo que tomar la dolorosa decisión de poner a otra persona en su lugar. “La experiencia fue buena”, le dijo a Ruther cuando se despidió y él se dijo que si no había comprendido desde el principio como se había sentido atraído por ella, era mejor dejarla marchar. El beso final fue en los labios, y ella lloró llevándose un pañuelo de papel a la nariz. Bernadette no lloró, pero sintió profundamente tener que prescindir de ella, y quedó en llamarla para salir a tomar una copa y poder verse de vez en cuando. “Se nos va una líder”, le dijo una chica a Ruther, Emma Watson, una muchacha gris capaz de pasar desapercibida hasta leyendo poesías sobre un escenario en un teatro lleno de gente. Bernadette, por aquel tiempo dio síntomas de cansancio y hastío, lo que nunca antes había sucedido. Ruther la visitó porque ella se lo pidió por teléfono y porque la escuchó triste realmente afectada por todo lo que le había pasado en los últimos tiempos. Había bebido y le abrió la puerta del apartamento tambaleándose. “Te llamé porque no me encuentro muy bien y no quiero estar sola”, dijo. Se dejó caer en un sillón como si fuera lo último que estuviera dispuesta a hacer en la vida. La cabeza caída apoyaba el mentón sobre el pecho y se movía al ritmo de una respiración profunda. Aquello era el anuncio de un día terrible, y habría programa la tarde del día siguiente. Tal vez acudiría con una gafas negras que le había visto otras veces y se atiborraría de calmantes para poder estar como siempre detrás de alguna cámara, escrutando cada movimiento de sus chicos. Estaba tranquila porque Ruther estaba con ella y eso evitaría que se le pasara por la cabeza llenarse de somníferos para poder dormir, pero la miraba sin comprender del todo. Se levantó y preparó café. “No me suelen pasar estas cosas, no te preocupes”. No parecía que le importara demasiado lo que pudieran pensar de ella si la vieran en una situación semejante, era capaz de bajar al portal semidesnuda con la excusa de coger el correo sólo por darse una vuelta por las escaleras, pero confiaba en Ruther y sabía que no contaría nada de todo aquello; por algún terrible motivo que sólo ella conocía, confiaba en él. Su familia se había cansado de su actitud huidiza y ya nadie la llamaba por teléfono, podía caer muerta y permanecer allí tirada durante meses, si no fuera porque la echarían de menos en el programa de la televisión o la encontraría la señora que iba a limpiar un par de veces por semana: después de perder a su amante era todo lo que le quedaba. Una vez que Peggy desapareció de sus vidas, las salidas nocturnas disminuyeron y la diversión se volvió más y más artificial. Todo cambió, y posiblemente Bernatte reconoció que había sido un error haber prescindido de Peggy, pero ya era demasiado tarde. Siempre cabría la duda de si había habido algo entre ellas, o si la había deseado tanto que el temor que le producía ser rechazada había influido en su decisión. Cualquier otra mujer hubiese considerado que eso no era posible, pero no en 7


el caso de Bernadette, porque era pasional y capaz de imaginar las situaciones más locas, porque era capaz de dejar volar su imaginación hasta límites que nadie conocía y, sobre todo, porque no era la mujer de piedra que se desprendía de la imagen que lanzaba al mundo sin pudor. Todos se habrían escandalizado de verla tan inestable y vulnerable como Ruther la vio aquella noche. Nada entonces hubiera hecho pensar a Ruther que iba a ser capaz de enfrentarse a semejante situación, ni siquiera, que se encontraría tan comprometido con unos sentimientos que desconocía o que, cuando recibió la llamada de auxilio, se encontraría tan desorientado ante la escena que le esperaba en el apartamento de Bernadette. Al día siguiente, después de la emisión de un nuevo programa, la vio moviéndose entre las cámaras, buscando las zonas menos iluminadas y evadiéndose de cualquier saludo inesperado. Se detuvo delante de una mesa y se apoyó como si estuviera invadida por una infinita fatiga. Ruther se acercó lo suficiente para observarla sin que ella pudiera notarlo. Parecía mareada cuando sacó del bolsillo unas pastillas y se tomó una, él se acercó: No son nada, calmantes para el dolor de cabeza. Detrás de Ruther nadie había reparado en ellos, nadie había notado los mareos de Barnadette, ni manera en que se había alejado de todos detrás de sus gafas negras. “El mundo se está yendo al garete”, le dijo Emma Watson, que siempre parecía tener la frase adecuada a cada momento. Fue como un empujón para que Ruther hiciera lo que debiera y no se fuera dejando las cosas así. Llevaron a Bernadette a casa y pararon a tomar algo en el bar de la esquina. Hablaron del programa y de que la gente jugaba a entender qué había en ellos que les agradaba, o por el contrario, les resultaba insoportable. Había una inclinación natural a apartar a aquellos que les parecían no reprimir con suficiente fuerza sus envidias, su agresividad, su prepotencia o su arrogancia. “Todo está simplificado en nuestro programa; el público juega a ser Dios y Peggy ha sido una de sus víctimas”. Si Bernadette hubiese escuchado eso, se hubiese sentido mejor, le habría ayudado que alguien le dijera que no había dependido de ella y que no había influido en su decisión su propio parecer al respecto. Dicho de otra forma, nunca le había caído del todo bien a pesar de saber que se había preocupado por ella. Esto era algo que todos necesitaban saber, las audiencias influían, pero la decisión final la tomaba ella. Y, en ese momento que, después de varios de éxito ininterrumpido, cualquiera podía aceptar que el resultado no siempre era el mejor y que el objetivo no siempre había sido buscar que todos sus chicos se llevaran bien y crearan una relación santificada, pura e inocente. Al contrario, todo dependía de ver la forma en la que el conflicto se desenvolvía y que ni público, ni Bernadette, se equivocaran al final. Pero, al final lo habían hecho, Peggy no merecía haber salido tan pronto, el juicio supremo se había convertido en una farsa. “A Peggy se la cargaron porque no era tan importante para ellos, no porque no fuese una buena pieza en las tertulias. La vida sigue”, señaló Emma que parecía dispuesta a convencerlo de que nadie estaba a salvo. Ruther no sabía como se las había apañado sin Emma hasta aquel momento, mientras todo era nuevo y no sobreviniera una marcha que pudiera afectarles más de lo que habían creído. Cedían a la lógica de lo irracional que interrumpía cualquier secuencia; todo podía suceder, Emma llevaba razón. Una de aquellas tardes compartidas, Ruther quiso comprobar si Bernadette, como parecía, se encontraba mejor. No solía ser el primero en acercarse a ella al terminar, pero en aquella ocasión, esperó el momento menos tumultuoso y comentó, casi sin quererlo que había hablado con Peggy por teléfono, que estaba bien y que mandaba recuerdos para todos. Para Bernadette, que alguno de los chicos le devolviera el saludo de alguien del pasado que ya creía olvidado, no era agradable. Pero no tenía más remedio que aceptarlo, quisiera o no, eso formaba parte de su trabajo, aunque nadie esperaba de ella un sincero comentario o un desmedido interés por la noticia. Sin embargo, en este caso todo era diferente, Ruther no le quitaba ojo, y ella preguntó, ¿no va a dignarse a hacernos una visita algún día? Eso fue suficiente para que él la llamara y se lo pidiera. Su plan había funcionado, el deseo premeditado de infundirle rubor por todos los desaparecidos la había llevado a abrirse a un encuentro que parecía deseado por todos, pero no lo era por nadie menos por él. A 8


veces pasa que nadie se atreve a decir lo que piensa, que todo el mundo parece conforme con una decisión que les afecta, y a la hora de la verdad, todos fallan con diferentes excusas. Era de esperar que si Peggy aceptaba quedar para verse con los chicos, la mayoría de ellos ni se molestaría en aparecer, pero la excusa le valdría a Ruther para volverla a ver. Bernadette se portó con cierta educación pero se lo tomó como una convención social por la que debía pasar y a la media hora exacta, como si lo hubiese planeado, se despidió y se fue. No volvieron a saber nada de Peggy después de una noche tan sórdida y distante. Unos meses después Ruther seguía asistiendo a las tertulias sin acusar un sólo síntoma de fatiga. Aquella mañana se despertó muy cansado y sin apenas recordar lo que había sucedido la noche anterior. En la cama, a su lado, estaba Emma Watson, lo abrazaba y pasaba una de sus piernas por encima de los genitales de Ruth, dormía. Empezó a recordar, habían salido a bailar y lo había invitado a tomar algo en su casa, a él le había parecido bien. Fue muy agradable despertarse a su lado, estrecharla por la cintura y sentir una erección involuntaria mientras ella frotaba su pubis en su pierna. No sabía si había hecho bien, si aquello lo comprometía más allá de donde deseaba, pero era tan agradable que no iba a poner objeciones. Miró los lunares en su cuello y la besó antes de desprenderse de su abrazo y dirigirse al baño para efectuar una de las meadas más largas que recordaba. Se lavó la cara y cuando su pene recuperó el reposo que le exigía se puso los pantalones. Entonces abrió una cerveza y cuando estaba bebiendo de la botella, echando la cabeza hacia atrás y rascándose la barriga, sonó el timbre de la puerta. Ante la insistencia se decidió a abrir. Era imposible que Ema siguiera dormida después de semejante jaleo. Era Toni Franchesqui, un tipo poco comprometido que ponía todo de su parte para parecer de fiar. Sus palabras fueron, “Acaban de encontrar a Bernadette muerta en su habitación. Se tragó un frasco de pastillas para dormir”. 3 La Ira de el Destino Lo hueco de una vida se manifiesta con más fuerza que nuestros mejores recuerdos. Es ese vacío lo que nos hace temblar con sólo pensar ello, en la idea de que puede crecer, porque de alguna manera, tenemos la sensación de que la vida nos invita a dejarnos invadir por esa tristeza. De lo que fuimos, entonces queda poco o nada. Sólo podemos mirar adelante para salir de la decepción de lo que la vida promete y, a veces, se consigue. Ruther y Ema estaban empezando a descubrirse y conocerse, dejando caer los muros en un exceso de confianza. Se acercaban más y sentían más a gusto el uno cerca del otro de lo que antes había pasado. Deberían haberlo decidido antes, haber dejado sus distracciones y comunicarse mejor para saber que existían. Tal vez Emma lo intentó, pero Ruther estaba tan distraído por todo lo que le sucedía que apenas tenía tiempo para pensar en otra cosa que la televisión y sus mentiras. La ceremonia de incineración no fue religiosa, apenas se le dijo a nadie y se intentó que transcurriera en la intimidad de los más allegados. No querían que se llenara de tanta y tanta gente que había conocido así que la reciente pareja se mantuvo alejada, echaron un vistazo y se fueron en silencio, sin llamar la atención. Lo más probable era que si Bernadette pudiese poner a disposición de la aseguradora una lista de admisiones, hasta algunos de aquellos que parecían organizarlo todo, se quedarían fuera: no se llevaba muy bien con la familia. En los últimos años había tenido cuatro amantes, un número considerable si pensamos en que no le gustaban los cambios, pero ninguna de aquellas mujeres acudió para darle “el último adiós”, como se suele decir. En el momento de la separación, con una de aquellas mujeres había tenido un altercado justo antes de empezar el programa. El día después de decirle que no quería volverla a ver, apareció en el plató con intención 9


de insultarla y montar un numerito. La cogió por los pelos y la zarandeó hasta tirarla al suelo y aquella mujer le puso una denuncia por agresión. Aquella fue la primera vez que puso sus gafas negras, aquellas gafas negras enormes detrás de las cuales nadie podía saber si lloraba o había estado llorando. No se podía culpar a nadie de la poca suerte que había tenido en la vida y en el amor, pero en el programa los chicos seguían dando sus opiniones y entreteniendo al país como el primer día. Al menos eso si lo había hecho bien y a pesar de los muchos jóvenes que habían creído que podían confiar en ella y de los que se deshizo sin volver a saber que había sido de ellos. Ahora estaba en aquella caja de madera, sin más relevancia a efectos de la incineradora que cualquier otra cosa que pudiera llevar puesta. Ya no había que hacerle, después de muertos no necesitamos más que un poco de dignidad para pasar al otro lado, pero cualquier ayuda emocional que hubiese necesitado habría que habérsela dado antes. Emma no solía arriesgar opiniones fáciles acerca de casi nada, por eso el viaje de vuelta fue en silencio. Tampoco esperaba de Ruther una determinada elocuencia, ni siquiera que le contara episodios al lado de Bernadette que ella desconocía. Si algún recuerdo realmente especial rondaba la cabeza de él, Bernadette no esperaba que lo compartiera en aquella ocasión. Y todo aquel abismal silencio formaba parte del proceso que te lleva a conocer a una persona. Era una forma de incorporar los hábitos del hombre solitario al silencio de la pareja, lo que no es lo mismo pare se le parece lo suficiente para respetar una linea de pensamiento que no necesita interrupciones. Él la miró y sonrió, después miró a la carretera y siguió conduciendo. Tal vez esa sonrisa quiso decir, es el momento, interrumpe cada cosa que piense, pero ella no lo hizo, se limitó a mirarlo en silencio y así siguió hasta que llegaron a casa. Los dos parecían perseguir ese estado de cosas en las que el equilibrio se puede romper con el aleteo de una mariposa. Contenían la respiración para no decirse lo que pensaban del mundo y, aunque Emma era algo mayor que Ruther y podría haberlo conducido sin problema, los dos sufrían por no desear hablar de ello. Una cosa parecía clara, ese mundo que los dañaba no tenía nada que ver con ellos, pero tenían que intentar encajar en él de alguna manera. Ella, al fin, preguntó, ¿crees que uno de los dos será expulsado de la mesa esta semana? Se refería a la mesa de contertulios del programa de televisión, la mesa en la que podían ser elocuentes y divertidos, la mesa que les había crecido como una extensión a la que les costaría mucho renunciar. “Peggy está haciendo un anuncio publicitario de yogures”, respondió él, “siempre se encuentra alguna salida después del derrumbe”. El día después de que les presentaran al nuevo director, Emma se sintió indispuesta. Había pasado toda la noche vomitando, con fiebre alta y sin apenas dormir más de una hora seguida. Ruther confiaba en que por la mañana estuviera mejor, pero no fue así. Sin embargo, ella se empeñó en que llamara a la productora y la excusara lo mejor que pudiera, pero que a continuación se vistiera y no dejara de acudir para hacer el programa, que debido a la novedad en el mando y equipo directivo, iba a ser un programa importante. Él no estuvo del todo de acuerdo, se ofreció para acompañarla al médico sin conseguir su aprobación. Antes de salir, le llevó un café a la cama y comprobó que la fiebre había bajado. “Tengo todos los síntomas de una gripe”, le dijo animándolo a continuación a que saliera para el plató y que así pudiera contarle cuando volviera todo lo relativo a los cambios que se esperaban. Aunque intentaba parecer animada, lo cierto era que los estados de ánimo de Emma subían y bajaban como una noria. Rechazó la idea de que la madre de Ruther pasara a mediodía para ver como se encontraba y le llevara algo de comer. Al fin, él salió por la puerta y bajó las escaleras corriendo porque llegaba tarde. Aquel día iba a ser difícil de olvidar, todo se estaba torciendo y nada sucedía como lo había esperado. De vuelta hacía la casa de Emma, Ruther paró en una farmacia y compró iburpofeno, “aquello no iba a combatir la gripe pero le permitiría escucharlo, porque lo que le tenía que decir no era especialmente agradable”. Mientras estaba pensando que tampoco estaba seguro de que quisiera tomarse el medicamento, metió la llave en la puerta y abrió. “No soy un especialista en destruir los sueños de la gente, pero no hay que apostar todo al mismo número y hay que combatir la estupidez”, lo había visto tantas veces en otros que creían firmemente en su posibilidades tal y 10


como a él le pasaba... Hizo ruido al abrir la puerta y oyó la voz de Emma que lo llamaba desde la cama. ¿eres tú? Apareció en la habitación después de pasar por la cocina con un vaso en el que se observaba como un polvo blanco se deshacía en el agua. Ella lo abrazó y él le dio la noticia: todos rumoreaban de que la llamarían esa misma tarde y que ya no iba a volver. En realidad no la cogió de sorpresa, se lo habían insinuado unos días antes pero había preferido no decírselo, tal vez por miedo , o por vergüenza, después de todo, aún no era definitivo. Se echo a llorar y siguió abrazándolo. ¿Sabes?, le dijo, “Todos decían que terminarías por plantarle fuego a al plató, pero siempre creí que eran unos mediocres”. Añadió que se estaban cargando la “cuota de pantalla”, lo que sonó muy profesional, y que terminarían por tener que darle carpetazo al programa porque sin Bernadette nunca sería lo mismo, que terminarían pagando por sus errores y que ella no era ni de lejos la que menos aportaba al conjunto. Ruther estaba tan enternecido que no podía dejar de acariciarle el pelo, los hombros y la espalda. Tenía ganas de tumbarse a su lado y quedarse allí inmóvil hasta que se hiciera de noche y tuviera que levantarse para cerrar la persiana y encender la luz. Trató de darle su punto de vista sobre las bajas y las desapariciones (llamaban así a los contertulios que eran sustituidos sin despedirse y de los que nadie volvía a saber nada), según él no existían razones objetivas, ni siquiera con Bernadette había sido de otra forma. Era un juego de azar, tiraban las fichas al aire y las que caían fuera de la mesa, esas eran las que causarían baja en el programa. Y estaba en ello cuando Emma lo besó sin tener en cuenta que le pegaría la gripe y eso le provocaría muchos problemas de maquillaje, si no tenía que, como ellas pasar unos días de reposo. Y sonó el teléfono y ellos seguían dando vueltas en la cama como el primer día, el se separó un momento y alargó el brazo mientras ella lo retenía y le decía, “déjalo que suene, que se jodan”

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