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“El pintor de la Luz” por Peregrina Varela

El pintor de la luz. Reverón, el indiscutible talento

Armando Reverón, el poeta de la luz, yo diría que este pintor ejemplar se fue a Macuto porque allí cerca del mar era feliz. Se llevó a Juanita, una criada de una casa a la que él fue una vez como invitado, se la llevó y fue su mujer toda su vida. Le había dicho “esta noche te robo”, mientras servía, y así lo hizo, ella con catorce años y él, treinta.

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Le llamaron “el pintor de la luz”, pero yo creo que también era un “poeta de la luz”, un poeta que se expresaba con la pintura. Lamentablemente con los años, una patología se fue agravando un poco y le hacía ser un poco especial, algunos le llamaban “el loco de Macuto”. Según la película “Reverón”, antes de pintar, solía hacer algunas tonterías. Juanita estaba muy enamorada de él a pesar de su enfermedad y recibía las visitas de caraqueños ilustres para impulsar su obra, cosa que a él nunca le interesó demasiado, si bien es cierto que muchos de sus cuadros como dice la película, se los compraron por cuatro lonchas. Finalmente, poco a poco fue logrando un reconocimiento y estos ilustres caraqueños no dejaban de visitarle, la mayoría de las veces él les recibía haciendo el loco precisamente. Vivía con dos monos y algún animalito más y tenía sus muñecas de trapo siempre con él. Estos caraqueños siempre iban a visitarle vestidos de blanco, eran luz, también. Finalmente, un día se lo llevan al manicomio y consigue escapar. Antes de irse del manicomio, hace un dibujo de una palmera en una pared del hospital, y lo firma con su nombre: Reverón.

En una pregunta de un periodista sobre cuáles eran los elementos principales de su obra, él respondió, que eran dos: blanco y mierda. También ha dicho que su persona era un lienzo y la persona del periodista era otro lienzo y que todo era luz, absolutamente todo: el cine, la fotografía, la pintura… También expresó que solo le interesaban tres cosas: Juanita, el castillete y que su pintura fuera lo más venezolana posible.

Dentro de su instalación rebosante de arte, Reverón recibía las visitas de magníficos amigos, como Edgar Anzola, Roberto Lucca, Mary Pérez Matos, Julián Padrón, Bernardo Monsanto, Luisa Phelps, Alirio Oramas, Armando Planchart, Manuel Cabré, Victoriano de Los Ríos, Alfredo Boulton, Miguel Otero Silva, y otros. También fue visitado por turistas extranjeros, y personas que vivían en Caracas y otros lugares, que se acercaban por simple curiosidad, o para llevarse como “souvenir”, y sin querer pagar mucho por el producto, algo del pintor, tampoco dejaron de ir al castillete quienes encontraban entretenimiento en las rarezas del “loco Armando Reverón”, él era para esa gente, un personaje circense que actuaba gratis.

Para terminar, quiero hablar aquí de su cuadro “El playón”, en el que empleó las técnicas: óleo y temple sobre coleto. Dimensiones: 114 x 148 cm. Data del año: 1942.

Esta obra básicamente tiene tres ejes horizontales, indispensables en la pintura de una marina. Vemos un brazo de tierra con palmeras, uveros de playa tropical, arena y vegetación, es una masa paisajística, que se introduce desde el costado izquierdo. Todo ubicado en una diagonal que es la primera línea de horizonte. A continuación, encontramos los trazos acuáticos del paisaje, culminando con una insinuada elipse desde donde percibimos las montañas. Finalmente, el espacio atmosférico es abierto, son manchas y matices emanando de la tela misma intervenida de lleno por algunos tonos blancos.

En esta obra de 1942, se patenta la ruptura del maestro con los soportes nobles y su necesidad de transformarlo todo, creando soportes y pigmentos a partir de ingredientes naturales. “El playón” exhibe la aspereza del soporte como una fuente para incrementar calidades expresivas y un duro trazo, con cierta similitud al carboncillo.

El manejo de la luz es fundamental para crear el paisaje, siempre contactando con el cielo protector pero también superior y amenazante.

El paisaje es realista, no abstracto, estudiadas las partes, poniendo todos los elementos que encontraríamos en las playas de Macuto, es también su obra algo temible, el mar lo es, privado de escándalo, sin ningún ser vivo presente, sólo tú, espectador, desde el fuera de cuadro. Tú, en soledad ante toda esa inmensidad y ante la inquietud del artista.

Homenaje a Chaplin Hoy lo he visto. Entré al café bar de la esquina del teatro y allí estaba, sentado a la mesa más distante, casi oculto por una cortina deshilachada que divide la sala en dos partes: una es la de la barra bulliciosa rodeada de tertuliantes conocidos; la otra, de las mesas para comensales. Calvero no había pedido de comer; se había situado aparte de los que ocupaban los taburetes del bar. Quizás quería estar solo en su tenaz fantasía. Yo sabía que gustaba de la soledad después del espectáculo, intuía su deseo de meditar sobre la fuerza de la actuación de cada día. Sé que su acto de pantomima es sencillamente triste dentro de la más festiva situación teatral.

Tiene en la cara restos del maquillaje. En la barbilla quedan ribetes de azafrán, en los ojos pintas negras como barcos. Me acerqué a la mesa y le pedí acompañarlo. Nada dijo pero comprendí que me aceptaba. Fue, como siempre, el silencio que yo conocía. Miraba el mantel, la mesa todavía sin sus complementos, y esperaba algún gesto para conversar. Calvero tiene aproximadamente cincuenta y cinco años. Su rostro aparece envejecido, tal vez por tantos afeites que lo han resecado, y muestra los pliegues que deja la risa en la boca, el río de muecas que pone a diario frente al público. Porque Calvero es mimo, la palabra para él es innecesaria: todo se comprende en los gestos de la alegría o la sorpresa; y es silencioso cuando baila con agilidad en la escena y cuando pone a saltar las pulgas imaginarias de un brazo al otro. La concurrencia de platea o galería cree entender que Calvero está contento al hacer sus blancos disparates.

Suena en la sala del café bar una pianola con música firme y vivaz, al ritmo de máquinas de industria siempre activa. Calvero sonríe. Parece decirme que una vez, hace tiempo, ha trabajado en una fábrica y que en ella se escuchaba una música con ritmo de ferrocarril, como el de ésta, y sonaba sin tregua para que los obreros prestaran mayor esfuerzo. El capataz estaba siempre vigilante de que los operarios, hombres y mujeres, no cedieran en su marcha laboral. Calvero era un trabajador manual muy hábil en hacer girar en sonámbulo frenesí tuercas aceradas que rodaban en largos listones por horas y horas, sin saber para qué. En las plateas de aquella escena fabril que rememora, el espectador no era anónimo como el que lo aplaude o se burla en su acto teatral diario; tenía sí el rostro áspero de la opulencia y la fuerza, y castigaba con privación el desmayo en la faena.

Pero Calvero sabía escaparse en patines con ruedas de hierro por las galerías de los comercios vecinos de la fábrica. Bailaba en sus patines al compás de un vals, y lo acompañaba la sencilla obrera que cada día le daba sonrisas como promesas. Repentinamente, la música de aquella factoría se hacía apacible y tierna, venía de una armonía diferente; era la voz de la niña operaria que sonreía con la misma frescura de una canción; y entonces él decía: “Tu sonrisa está en mi corazón”; y le repetía: ¡Smile¡ Luego volverían a la rutina de la máquina. Un día que parecía ser el final de una hermosa historia, Calvero y la artesana caminaron por un largo sendero con el sol delante, como un viático de oro delineando sus siluetas. Ya estaban libres de aquel duro trabajo y sus pasos iban en busca de una promesa, siempre la esperanza de la felicidad.

El silencio de Calvero (Homenaje a Claplin)

EL SILENCIO DE CALVERO (En la víspera del último acto)

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