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Nosotros, los griegos por Pedro Hernández Verdú

Orfeo (I): mito y pervivencia

El personaje mítico de Orfeo ocupa un lugar importante en el imaginario de la cultura griega. Aparece como uno de los miembros de la expedición de los Argonautas en busca del vellocino de oro y, sobre todo, en una de las historias de amor más recordadas, al realizar la proeza de descender hasta los infiernos para rescatar a Eurídice. Sin embargo, cabe destacar otra vertiente de Orfeo, como referente legendario del orfismo, religión mistérica e iniciática, que mostraba el camino hacia el otro mundo. Por este motivo nos ha parecido más interesante tratar el mito en las siguientes líneas y más adelante el orfismo junto a otras religiones mistéricas griegas.

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Orfeo es el cantor por excelencia. Hijo de Calíope, una de las nueve musas, entonaba cantos tan dulces junto con su lira que las fieras lo seguían, las plantas y los árboles se inclinaban ante él y los hombres más ariscos suavizaban su carácter.

Aunque es un mito de origen griego, las principales fuentes literarias tenidas en cuenta para la posteridad son latinas, sobre todo Ovidio y Virgilio. Entre los griegos nos encontramos a Orfeo en numerosos fragmentos de himnos órficos de diversas épocas, relacionados más bien con la religión mistérica, y en la aventura de los argonautas, una de las más antiguas y populares, citada ya por Homero. Fue cantada por muchos poetas, como Píndaro, aunque el que probablemente destaque más sea el poema épico de Apolonio de Rodas, de época alejandrina, que ha llegado íntegro hasta nosotros. Orfeo fue uno de los expedicionarios que acompañaron a Jasón. No tenía la fuerza de los demás héroes, sin embargo, con su canto consiguió calmar un mar tempestuoso y captar la atención de sus compañeros, evitando así el peligro de las Sirenas y las hechiceras.

De todas formas, sin duda el mito más célebre relativo a Orfeo es su descenso a los infiernos por amor a Eurídice, su esposa. Las versiones más destacadas son latinas, sobre todo la de Virgilio, en el libro IV de Las Geórgicas, y la de Ovidio en el capítulo X de sus Metamorfosis.

La ninfa Eurídice paseaba un día junto a la orilla de un río de Tracia. El dios Aristeo quiso poseerla y la persiguió. Al correr por la hierba, una serpiente le mordió mortalmente. Orfeo, cuando la encontró, lloró amargamente. Sin embargo, no se resignó y se propuso lo que ningún mortal vivo podía hacer, descender a los Infiernos y recuperar a su amada. Con el poder de su música consiguió que Caronte y Cerbero, el perro de las tres cabezas, le dejaran traspasar

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Orfeo (I): mito y pervivencia

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las puertas. En aquel momento se detuvieron el interminable devenir de la roca de Sísifo y los demás castigos. Al llegar ante Hades y Perséfone les suplicó que se compadecieran por amor, pues el amor también les unió a ellos.

Así canta Ovidio:

“Si me es lícito y, deponiendo los rodeos de una falsa boca, / me permitís decir la verdad, no he bajado aquí para visitar/ el tenebroso Tártaro, ni para derrotar las tres fauces, / erizadas de culebras, del monstruo con aspecto de Medusa:/ el motivo de mi viaje es mi esposa, en la cual una serpiente/ pisada instiló veneno y le arrebató sus jóvenes años. / Quise poder soportarlo y no negaré que lo intenté:/ venció el Amor. Este dios es bien conocido en la orilla superior, / no estoy seguro de si también aquí, pero, con todo, imagino que también aquí lo es;/ si no es falsa la leyenda del antiguo rapto, / también a vosotros os ató el Amor.”

Hades y Perséfone acceden a las peticiones de Orfeo con una condición, que durante el camino de regreso nunca se vuelva para mirar a Eurídice. Cuando casi ya habían llegado y se vislumbra ya la luz del día, Orfeo no lo pudo evitar y se giró. ¿Por impaciencia del amor? ¿o dudó si ella realmente le seguía y no había sido engañado? Lo cierto fue que Eurídice murió por segunda vez y se desvaneció.

De este modo describe Virgilio el dolor de los amantes:

“¿Quién, Orfeo, nos perdió a mí, infeliz, y a ti? ¿Qué demencia tan grande? / He aquí que los crueles Hados me llaman atrás otra vez, / y el sueño cierra mis anegados ojos. / Y ahora, ¡adiós! Una ingente noche me rodea y me lleva, / y yo, ¡oh dolor!, ya no tuya, tiendo hacia ti mis impotentes manos”.

Esta vez Caronte fue inflexible a los ruegos. Orfeo destrozado tan sólo aguardaba ya su muerte. Cuentan que un grupo de mujeres tracias, despechadas al no verse en absoluto correspondidas por él, ebrias en una fiesta dionisiaca, lo mataron y lo descuartizaron, enterrando en otro lugar la cabeza y la lira. Su alma, en cambio, encontró por fin la paz para siempre con su amada Eurídice.

La imagen del mito de Orfeo y Eurídice ha inspirado a infinidad de literatos y artistas hasta el día de hoy. Unas veces es el dolor por la pérdida o la mirada hacia el más allá inaccesible, otras es la consideración del infierno como destino cruel del que no se puede salir o la posibilidad de redención de ese infierno. En todas ellas, sin embargo, es el amor el verdadero protagonista.

Si se hace una sencilla reflexión aparecen fácilmente distintos paralelismos, aunque apenas completos. Cómo no pensar en los trabajos de Hércules, en la ya citada Perséfone y su madre Deméter (en la mitología romana Proserpina y Ceres); o en Dante en La Divina Comedia, guiado por Virgilio, recorriendo el Infierno, el Purgatorio y el Cielo, buscando a su amada Beatriz.

Quevedo, por ejemplo, aborda el tema del amor y el más allá. Es de todos conocido su soneto “Amor constante más allá de la muerte”. En cambio no lo son tanto dos poemas que dedicó a Orfeo y Eurídice, uno siguiendo la temática propia y otro totalmente distinto, burlesco y socarrón. Citamos algunos versos de éste último:

Orfeo por su mujer /cuentan que bajó al Infierno; y por su mujer no pudo /bajar a otra parte Orfeo. Dicen que bajó cantando; /y por sin duda lo tengo; pues, en tanto que iba viudo, /cantaría de contento. (…) Dichoso es cualquier casado /que una vez queda soltero; mas de una mujer dos veces, /es ya de la dicha extremo.

La trágica historia de amor fue motivo de innumerables obras de la pintura y de algunas de la escultura (la de Rodin es muy destacable). En casi todas aparece Orfeo guiando con decisión a Eurídice a través de las tinieblas.

Podemos encontrarnos adaptaciones no tan fieles al mito en diversas obras literarias y artísticas. Así Rilke escribió su libro “Sonetos a Orfeo” al conocer la muerte de una joven bailarina que se consumió rápidamente víctima de una terrible enfermedad. Orfeo, a pesar del título, tan sólo es aquí una metáfora para contemplar a través de la música y la poesía el ciclo de la muerte y la vida, tan presente en la misma naturaleza, algo muy propio del romanticismo.

Tennessee Williams en su obra “Orpheus Descending” de 1957 hizo una revisión teatral del mito de Orfeo. Un joven músico llega a un pueblo perdido del Sur de los Estados Unidos y allí se enamora perdidamente de una chica que se siente aprisionada en ese ambiente sin futuro. La música y las palabras del joven despiertan en ella ansias de libertad y de conocer nuevos mundos pero éste muere trágicamente a manos de una turba enloquecida.

Algo similar sucede en la película “Orfeo negro” de 1959, que consiguió al año siguiente el óscar a la mejor película extranjera. La bella Eurídice llega a Río de Janeiro poco antes del carnaval, huyendo de su novio. Allí es acogida por su prima que vive en un barrio de favelas. Entre el gentío y la samba de las calles aparece Orfeo, el joven conductor de un tranvía, que con sus canciones alegra la vida de la gente. Surge la atracción y la pasión entre ambos pero los celos del novio acabarán con la muchacha. A partir de esta película se dio a conocer al mundo la música popular brasileña.

La ópera “Orfeo y Eurídice” del alemán Glück se ha seguido representando con éxito desde su estreno en Viena en 1762. Es sin duda uno de los clásicos que no suelen faltar en una temporada de ópera.

Podríamos comentar incluso musicales recientes, como Orpheo Hadestown – cuya grabación íntegra puede verse en youtube- que muestran la vigencia comunicativa de este mito entre nosotros. Al menos ya es suficiente para despertar la curiosidad por alguna de estas obras.

Pedro HERNÁNDEZ VERDÚ

Profesor, escritor

Andábamos por Mesopotamia y pudimos ver un ejemplo de su arquitectura, el Zigurat de Ur, en nuestro anterior encuentro en este rincón. Hoy vamos a echar un vistazo a la escultura de los diversos pueblos que habitaron la región y que, como veremos, ya desde estadios temporales tan tempranos, emplearon el arte como instrumento de propaganda y difusión del poder.

Cabría comenzar haciendo una división entre la escultura de bulto redondo y los relieves. En las primeras, podemos observar, casi de inmediato, dos cuestiones. La primera es una sutil continuidad con las Venus prehistóricas que ya pudimos ver. La segunda, algunos parecidos más que razonables, con la escultura egipcia, de la que ya hablaremos. El caso más palpable de este último punto es la estatua sedente del Patesi Gudea de Lagash, actualmente en el Museo del Louvre.

Las esculturas sumerias, aparecen más dedicadas a la devoción y la religiosidad, representando al príncipe – sacerdote y con fragmentos de himnos religiosos grabados en ellas, mientras que los acadios, se inclinan más hacia la reproducción de guerreros y del rey como jefe de estos con los correspondientes atributos de fuerza, valor, etc. Estos, empleaban el bronce, lo que denota el conocimiento de técnicas de fundición. Conviene recordar llegados a este punto que estamos hablando de un arco temporal que podríamos establecer, grosso modo, entre el 2.500 y el 2.000 a.C. Destaca como ejemplo de la escultura acadia, retrato de Naram-Sin, una máscara de bronce que incluso es posible que llevara incrustaciones de piedras preciosas.

En cuanto a los relieves, representan a la perfección ese empleo del arte como elemento de poder al que hacíamos referencia o, tal vez, si se prefiere, como “medio de comunicación”, pues en ellos se representaban batallas, grandes acciones de los reyes, conquistas, etc…algo que, como iremos viendo, se mantuvo durante casi toda la Historia del Arte.

Podríamos distinguir dos periodos diferenciados en las estelas, atendiendo a su ejecución. En una primera fase se emplea en la representación de los cuerpos, una perspectiva que recuerda en mucho, de nuevo, a la egipcia, cuerpo de frente y cabeza y pies de perfil. No se expresa ningún interés por la profundidad y la ordenación de la narración se lleva a cabo mediante separaciones horizontales. En una fase más avanzada, en torno al 2300 a.C., coincidente con el dominio acadio, las figuras alcanzan un mayor grado de detalle, las proporciones están más cuidadas y se percibe un interés por mostrar un espacio, una profundidad, mediante la inclusión de elementos naturales como fondo; arboles, montañas, etc. Además, el orden de narración ya no es tan rígido y podemos encontrar ordenaciones oblicuas sin separación entre escenas.

Mención aparte merece la popular Estela de Hammurabi que contiene la primera legislación escrita conservada de la Historia en la que, además del texto, podemos ver como este está coronado por la figura del rey Hammurabi recibiendo de Shamash su báculo como símbolo de Poder e inspiración.

Ya en época asiria, a partir del 1340 a.C., destacan las representaciones guerreras y de caza a bordo de carros. Aquí la naturaleza, y la lucha contra ella, adquieren mayor importancia, siendo común la representación del Rey dominando de una forma u otra al león, como máximo representante del peligro y la fiereza.

Como siempre, el espacio es exiguo y las ganas de contar muchas, pero ya sabe, querido lector que mi intención no es “dar clase” de nada, si no ofrecerle un “picoteo” para que sea vd. el que coma cuanto le apetezca. Afortunadamente, una de las cosas buenas de eso que llaman nuevas tecnologías, es que nos abre todo un mundo de conocimiento, no se prive y deguste el Arte a placer.

Escultura Mesopotámica

Javier SÁNCHEZ PÁRAMO

Graduado en Historia del Arte javiparamo@cecaestudios.com

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