Amor junto al Moldau - Capítulo 6

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VAGAMUNDO

AMOR JUNTO AL MOLDAU

[Último párrafo del capítulo anterior: No lo había pensado demasiado. Varias condiscípulas del primer curso de la universidad lo hacían y le ofrecieron llevarla a la carretera de Dresde. Aceptó de inmediato.]

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Capítulo VI

Anezka bajó la mirada que había errado de uno a otro punto del cuarto mientras hablaba y la fijó en mí, que permanecía acostado con los brazos detrás de la nuca. No pedía comprensión. En ningún momento me pareció que anhelara la indulgencia moral de la sociedad, en este caso representada por mí, que no parecía necesitar. Me miraba directamente a los ojos, serena y firmemente, y lo que parecía requerir más bien era mi reconocimiento acerca de la sensatez de su elección.

Se había convertido en una de las garzas blancas que revoloteaban junto a la carretera que une Praga y Dresde. Y había pasado malos ratos, sí, al borde de la E 55, con sol, frío y lluvia durante ocho o diez horas diarias. Los autos alemanes se acercaban y por un precio que en marcos era irrisoriamente bajo ella ganaba en un día lo que un trabajador medio checoeslovaco ganaba en un mes. Había pasado malos ratos; separaba la vista de mí y sus ojos volvían a posarse distraídamente en un punto de la habitación mientras su pensamiento vagaba en la nostalgia paradójica de un pasado cercano y penoso ella no parecía admitirlo que para Anezka, por su juventud, se perdía en una niebla distante de acontecimientos superpuestos, en esa crónica dilatada que con los años, a medida que se alarga, resulta sin embargo cada vez más escueta. El chulo defendía su lugar al borde de la carretera y cobraba su porcentaje. Nada que objetar.

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Había sido duro, es verdad, y por su expresión adusta pasaba el destello de una sonrisa rápida, de ternura por sí misma, como les sucede a las personas maduras cuando sus recuerdos de tiempos difíciles se asocian con la juventud y sonríen al muchacho que fueron alguna vez. Avanzaba rápido Anezka. Pero gracias a la carretera de Dresde había roto el círculo vicioso de la miseria en que el nuevo orden atrapaba a los menos avispados, ése en el que giraban sin fuerza para escapar sus compañeras del restaurante que una vez a la semana tenían un día libre para ir a la discoteca.

Un día, por la carretera de Dresde había pasado un Mercedes conducido por un checoeslovaco. Un coche occidental de lujo con matrícula checa seguía siendo un hecho raro, aunque ya lo fuera menos. Después de pagarle sus servicios el hombre le había hecho una proposición. Algo debía haber visto en ella diferente de las otras, dijo sin tratar de ocultar el orgullo pueril que sentía porque un ojo avezado hubiera sabido apreciar sus dotes profesionales.

Dejó la E 55 y el motel de la carretera y se convirtió en actriz. De ese modo lo decía la muchacha: “I became an actress”, haciendo resonar el “tress” con el sonoro énfasis de su satisfacción. “Actriz”... Anezka había ingresado al elenco estable que animaba las fiestas de época que se celebraban en un palacio de los tiempos del Imperio en la isla Kampa. Muchachas vestidas de emperatriz Sissy, criados con pelucas empolvadas, representaban una parodia burda para turistas con más dinero que cultura histórica quienes, sin embargo, en sus países no hubieran podido pagarse estas delicadezas que las agencias ofrecían aún a precios de economía centralizada.

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Enseguida Anezka se había ganado un puesto entre las primeras actrices. Algo la distinguía de las otras que el ojo clínico del patrón había sabido descubrir. Su gracia, su vivacidad, su mirada inteligente, además de su belleza, hacían que los clientes la prefirieran. Y no menos su aire adolescente, que no estaba mancillado por el cinismo del oficio y velaba todas sus cualidades con un candor que excitaba la perversidad de los asistentes más refinados.

“Elijo”, afirmó la muchacha orgullosamente, subrayando una potestad que elevaba su jerarquía y establecía diferencias con sus compañeras. Se lo dejaban creer; no les costaba nada mientras su pretensión no obstruyera el negocio; al contrario, era un incentivo agregado que la hacía más deseable y aumentaba el precio de la mercancía. El jefe estimulaba sus ilusiones: “¡Anezka, Anezka! ¡Soy un hombre afortunado! ¡Pasar aquel día por la carretera de Dresde! ¿Qué sería de mí si no te hubiera encontrado?.”

No obstante, cuando ella estaba cruzando el límite de lo admisible, un cabeceo oportuno la enviaba sin rebeldías a las habitaciones con el hombrón desagradable que había pagado la tarifa establecida. Ella lo sabía en su fuero íntimo, pero le gustaba imaginarse como una mujer libre, o como cortesana caprichosa, requerida por los principales caballeros a los que podía decir “sí” o “no” a su antojo.

Nos levantamos. Fui a poner unos billetes sobre la mesilla de noche; su mano me lo impidió con un gesto tierno. Me dijo: “Puedes invitarme a cenar a un buen restaurante.”

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Con la comida sabrosa de por medio y un buen vino tinto de Bohemia en las copas, la muchacha continuó su relato.

Trabajaba tres noches a la semana. Con eso y algún cliente particular de vez en cuando, que atendía a espaldas de su patrón, tenía para vivir holgadamente. Su jefe la presionaba para que acudiera más días por semana, el negocio era próspero y ella hacía bien su trabajo. Pero se resistía. Después de las noches en el palacio dormía hasta muy avanzada la tarde y no podía estudiar; le quedaba el tiempo justo para asistir a sus clases de física en la universidad. Porque para ella esa vida era transitoria. Nada más que un medio; una forma de pagarse los estudios, me decía mirándome a los ojos con una franqueza que me obligaba a creerla, y con la naturalidad de quien asegura que ha aceptado un puesto de cajera de supermercado, no obstante estar preparada para responsabilidades superiores, con el único fin de concluir su carrera.

Había planificado juiciosamente su futuro, y no tenía dudas. “Me iré de Checoeslovaquia”, me dijo. “Pero no a Alemania. Los alemanes son groseros y sólo sirven para que se les saquen sus marcos. Ni a ninguna otra parte de Europa. Europa es un lugar de campesinos cerriles; provincianos mezquinos y vanidosos que se asesinan por una vaca y por minúsculos orgullos localistas.” La voz grave de la muchacha bajaba una octava más; sonó apocalíptica cuando dijo: “Habrá nuevas guerras. Todo estallará; todo arderá.”

-A América es a donde iré.

Y al pronunciar estas palabras sus lindos ojos claros se iluminaron con toda la ilusión de la juventud.

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Un americano que trabajaba en un organismo internacional en Viena y que era su cliente cuando iba a Praga, le había prometido que le iba a conseguir un visado. Mientras tanto ella estudiaba inglés y esperaba que sus conocimientos le fueran útiles aun antes de irse, ya que la agencia había asegurado que les mandaría clientes americanos y japoneses, había dicho el empresario utilizando técnicas avanzadas de motivación del equipo. Hasta entonces había mandado algún japonés, pero ningún americano, se lamentaba la muchacha.

También sentía admiración por su chulo, o empresario, como ella decía, a quien despreciaba... Lo despreciaba porque era un patán. Un peón grosero de cara grasienta, con los dedos incrustados de anillos de oro con piedras llamativas, que se atiborraba de manjares finos sólo porque ahora podía pagárselos y que pretendía contener la gordura ciñéndose las adiposidades, que se le escapaban por encima y por debajo del cinturón levantándole las puntas del chaleco. Había trabajado hasta poco antes como muchacho para todo servicio en la embajada argentina, pero se había movido con soltura en el mercado clandestino, hasta que pudo aflorar como empresario respetable. Además del prostíbulo tenía muchos negocios, que Anezka sólo podía enumerar parcialmente con un orgullo que parecía personal cuando con signos de fatiga concluía “... y tantos otros, tantos otros... “ que ella no conocía y que le costaba imaginar.

Hablaba de su jefe con entusiasmo. Aunque la admiración por él no era la reverencia incondicional que profesaba por la tía, que sabía hacer dinero sin

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perder el estilo, no podía ocultar su respeto por alguien que había sabido adaptarse a los tiempos y era a todas luces un triunfador.

Anezka participaba de esas extrañas veladas que los criados, los músicos, y ante todo ella y sus compañeras, actrices principales del elenco, tenían que animar. Los invitados, turistas que por disfrazarse de cortesanos imperiales pagaban por una prostituta más de lo que habían pagado, a moneda equivalente, sus modelos por las originales, manifestaban frecuentemente sus preferencias por ella, y aun cuando las intenciones no siempre fueran ortodoxas la perspicacia de Anezka las sabía descifrar. Era cuando mencionaba con gesto severo a una señora que la asediaba y que no obstante sus desaires volvía una y otra vez sin desalentarse. La miré interrogativamente.

-Sí, qué quieres- confirmó disgustada Hay gente que tiene inclinaciones raras. Para peor agregó con asco es una vieja ¿Cómo cuántos años? me atreví a preguntar sobresaltado.

¡Ah, qué sé yo! manifestó hastiada, negándose a abordar la tarea fatigosa de una cuenta tan larga. Casi cuarenta, tal vez. Se hizo un silencio corto, durante el cual, de no ir ella todavía dando grandes zancadas y bebiéndose el viento de la vida, y de haber reducido el paso ya para observar los detalles, habría advertido que se me había cortado la respiración.

-Pero yo sé lo que debe hacerse- agregó de modo terminante. Sin embargo, un gesto involuntario de orgullo halagado y el paso de una sonrisa traviesa por su cara, me descubrieron que estaba pisando la frontera de su propia moral.

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Aunque ésa era la primera noche de nuestro amor y aún teníamos por delante todo lo que restaba de una larga semana, brindamos por el futuro, como si ya supiéramos que el tiempo era vertiginoso. Levantamos las copas y las chocamos haciendo cantar el buen cristal de Bohemia. Ella bebió mirándome a los ojos, convencida de que el día de nuestro reencuentro era tan real como su ida a América, aunque la naturalidad misma confería a su evidencia una ligereza que la relevaba de compromisos. Yo también bebí mirándola a los ojos y sabiendo que ese día de mañana no existía.

En las ocasiones sucesivas no tuve el mal gusto de insistir en pagarle. Ella parecía darse por satisfecha con mis invitaciones a cenar en restaurantes que, no obstante su poder adquisitivo muy superior al de la media de sus compatriotas, aún le resultaban lugares prohibidos. Por otra parte, con un sentido de la realidad envidiable, era capaz de conciliar prudentemente el sentimiento con la necesidad, y a sus manifestaciones inequívocas de enamoramiento sumaba su gratitud sincera porque decía que yo era un buen amigo con quien charlar. Estaba encantada de poder practicar su inglés con el que se preparaba para romper el círculo germánico y tener acceso a los míticos americanos. La muchacha era apasionada pero no por eso perdía la ecuanimidad, y consideraba justo nuestro trato.

Cuando me despedí de ella le regalé un perfume francés que recibió con señas de un agradecimiento extraordinario. Parecía sincero. Se sentía halagada por un regalo poco común: todavía no se habían vulgarizado algunos de los artificios del buen gusto burgués y Anezka atribuyó al detalle el valor de una muestra de la consideración que tenía por ella.

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Fin

Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos;yelvolumendeensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La NacióndelaArgentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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