Amor junto al Moldau - Capítulo 3

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AMOR JUNTO AL MOLDAU

[Último párrafo del capítulo anterior. Este sonido que tardé en reconocer como del tranvía –sólo su repetición a intervalos regulares y su uniformidad me hicieron abandonar la sospecha acerca de las máquinas procelosas del golpe de estado se incorporó a mi duermevela hasta que desapareció, porque me dormí o porque el tranvía había terminado el horario de servicio, y fue la primera señal auditiva de la vigilia que reapareció introduciéndose en mi sueño cuando aún no había amanecido, y su lamento mecánico que crecía hasta la crispación bajo la ventana me produjo el mismo escalofrío que me produce la madrugada de todas las ciudades oscuras que reinician el ciclo disciplinado de la producción.]

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Capítulo III

Este segundo día, cuando el ritmo de la ciudad y mi tempo de viajero estuvieron mejor afinados, me tomé un respiro después de almorzar y volví a mi alojamiento para hacer una corta siesta. Cuando me dirigía a la salida para reanudar mi vagabundeo metódico vi que pani Cicmirová me sonreía desde el fondo del pasillo como si estuviera esperándome. Señaló el comedor y pronunció un largo discurso en alemán acompañado de gestos ceremoniosos. Aunque a esa altura yo ya había adquirido el vocabulario básico de la convivencia sobre la que se basaba nuestro contrato de alojamiento y alimentación, me quedé perplejo ante esta arenga oscura de la que sólo logré entresacar las palabras Junge Dame repetidas varias veces, a no dudarlo ayudado por los ademanes evidentes que la señora Cicmirová hacía en dirección a la muchacha rubia que estaba sentada en el comedor. Creí entender que me la estaba presentando y miré indeciso a una y otra de las mujeres sin saber qué hacer. La más joven vino en mi auxilio. Se puso en pie, me tendió la mano, y con una expresión cordial aunque algo asombrada y un leve titubeo en la voz que parecía exteriorizar sus dudas acerca de lo que decía, preguntó: “¿Habla inglés?”. Apenas hube contestado: “Sí, gracias a Dios”, su expresión ambigua se trocó en otra de complicidad traviesa, como si compartiera con un muchacho de su edad de menos de su edad, como si ella también tuviera algún año menos de los pocos que aparentaba tener y ambos fuéramos adolescentes un secreto que ocultaban a los mayores. Mientras tanto, a nuestro lado, pani Cicmirová cabeceaba complacida, como lo hacen los

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mayores que disfrutan encubriendo las travesuras de los niños, y expresaba su satisfacción eso me pareció con sonoros vocablos alemanes.

Las primeras frases formales me produjeron un agradable efecto de descompresión al permitirme romper el silencio, o cuasi silencio, obligado de dos días, si se exceptúan los monosílabos que cruzaba con mi casera y los tres amigos de Düsseldorf, y las conversaciones mínimas mantenidas con los camareros. Sin embargo, tal vez porque empecé a sentir que la situación se volvía forzada sostener ese diálogo bajo la mirada atenta de pani Cicmirová que presumiblemente no entendía pero que, arrobada, manifestaba su aprobación en checo y alemán o tal vez porque Praga, que ya había empezado a ejercer su fascinación, me reclamaba y esta escena imprevista era un obstáculo para ir a su encuentro, hice ademán de despedirme. La muchacha, que había vuelto a sentarse quizá preparándose para una charla prolongada, al escuchar mi Auf Wiedersehen y ver la reverencia, que dirigí más a pani Cicmirová que a ella, a la que vigilaba de reojo, se puso de pie rápidamente. Dijo algo en checo a la señora, quizá una explicación, y siguió los pasos que yo daba hacia la puerta dubitativamente al advertir su actitud. Titubeaba acerca de si las conveniencias sociales del lugar aprobarían que me echara a la calle con una recién conocida en el híbrido de hogar alojamiento, regentado por una anciana, que yo habitaba transitoriamente en un país extraño. Me sacó de dudas la propia dueña de casa, pues al observarla furtivamente antes de cruzar el umbral vi que nos contemplaba con las manos enlazadas a la altura del pecho, al parecer encantada. Salimos juntos para iniciar lo que sería nuestro amor de una semana.

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La muchacha se puso a mi lado. Sin consultarla caminé por la avenida Revolucni en dirección al Polvorín y de allí a la plaza de la Ciudad Vieja, lo que se me había hecho un hábito. No se opuso. Parloteábamos. Ella hablaba inglés con lentitud se veía que tenía que vencer dificultades , tal vez elaborándolo trabajosamente a través de una doble traducción proveniente del checo y que pasaba por el alemán. Pero se expresaba de modo correcto, al menos suficientemente correcto como para que nuestras mutuas interferencias idiomáticas no nos hicieran caer en perplejidades. Hablaba con las consonantes filosas de su lengua natal que navegaban como puntas de témpanos en el oleaje cálido de su voz profunda. En esas aguas turbulentas naufragaba la funcionalidad inglesa cuando se le trasfundía la pasión eslava. E interponiéndose en medio de la seriedad de su esfuerzo por expresarse con precisión y de la intensidad del sentimiento heredado de sus ancestros, irrumpía por causas triviales una risa fresca y ligera de muchacha.

Su presencia me producía la emoción contradictoria que experimento cuando voy a iniciar un viaje y la idea de que a mi lado pueda sentarse una mujer atractiva me seduce y repugna a un mismo tiempo, ya que por una parte me tienta la idea de vivir una aventura amorosa con una desconocida y por otra me desagrada que mis planes de viaje se vean alterados por los imprevistos. En este caso con más razón, porque acababa de cortar un cordón umbilical que me habían implantado tardíamente y estaba empezando a gozar del placer de mi autonomía trashumante recuperada.

La muchacha, que caminaba a mi lado sin sospechar cuál era el hilo oculto de mi pensamiento y, seguramente, con la espontaneidad irresponsable

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de la juventud, sin preocuparse tampoco de cuál pudiera ser, empezó a ejercer su influencia sobre mi itinerario. Éste era el mismo que había recorrido esa mañana y el día anterior, pero a partir de entonces cambió, digamos, de calidad. Ella hizo que me detuviera ante edificios del pasado que hasta ese momento había omitido contemplar de manera desaprensiva debido a mi ofuscación por el presente que bullía a mi alrededor: magníficas portadas esculpidas, bustos de emperadores tallados con maestría que estaban semiocultos por carteles publicitarios recientes, riquísimos palacios barrocos que albergaban oficinas. Me había trasplantado un par de ojos nuevos, con una visión más aguda, perceptora de otra ciudad, que la ceguera del turista o, en el mejor de los casos, la miopía severa del viajero “inteligente”, me había impedido ver hasta ese momento. Me arrastró fuera de la calle Celetná, que seguíamos, por un callejón solitario. Abrió una puerta e introdujo la cabeza en la penumbra y la frescura del taller de un ebanista, un anciano de rostro bondadoso y mirada perspicaz que cruzó con ella unas palabras y al despedirnos me dirigió varias reverencias corteses aunque sin obsecuencia, acompañadas con sonrisas amigables. Dejamos el callejón y tras dar unos pasos me encontré repentinamente conque, por una de esas maravillas del espacio de la ciudad medieval, habíamos aparecido en las traseras de Nuestra Señora de Týn. Le dije a la muchacha que aún no había podido visitar la iglesia y que deseaba hacerlo, así que nos metimos por debajo de los soportales de la plaza para llegar al patio a donde daba la puerta de entrada. Allí estaba el mismo hombre que el día anterior me había informado sobre el horario de apertura y al que había tomado por un

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vendedor de postales y baratijas. Esta vez, gracias a la muchacha, me enteré de que este hombre era un médico afamado y que, así como el ebanista y muchos otros praguenses, era miembro de la asociación de amigos del templo y dedicaba voluntariamente parte de su tiempo libre a vender chucherías a fin de recaudar fondos para restaurarlo. También ella, que era estudiante universitaria, formaba parte de la asociación, a la que aportaba regularmente una pequeña cantidad de dinero y con la que colaboraba en la organización de conciertos benéficos.

Entramos. La muchacha se inclinó ante el altar y yo sentí, en la soledad y el silencio de las bóvedas de donde bajaban por momentos los acordes emitidos por un organista oculto, que era absorbido por el espacio gótico. La luz que bajaba de la linterna quedaba suspendida en el crucero. Inscripta en ese cono de fosforescencia tenue estaba dibujada la encrucijada del tiempo detenido. A su alrededor, la tiniebla en la que se perdió la muchacha y de la que yo provenía. En ella también se ocultaba el organista angélico cuya música, no obstante, emanaba de todos los puntos de la piedra y convergía en el cono de luz. Di un paso hacia éste, y la masa concentrada de su núcleo, al arrastrarme con su atracción centrípeta, me convirtió en una fuga de partículas luminosas por los abismos de la gravedad. Entonces la música se hizo una sola nota ultrasónica afinada con el esplendor, y los sentidos se universalizaron pero a la vez se alinearon con la comprensión intelectual y con la intuición inmediata del fenómeno. Así la experiencia dejó de ser la experiencia descriptible con la sucesión lineal de la racionalidad para convertirse en conciencia única, subjetiva y objetiva, del mundo terrenal y del más allá.

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Desapareció lo endógeno y lo exógeno, se borraron los límites, sólo existió el uno, y yo fui parte de ese uno. La muchacha, lo que yo había sido hasta el momento anterior, el mundo particularizado de objetos, criaturas y tiempo, desapareció, y me trasladé en el uno, que contenía el movimiento además de la estabilidad, en la corriente vertiginosa y pluridireccional de átomos de luz, que también lo eran de sonido, de gusto, de olor, de tacto, de lucidez inabarcable, de conocimiento total y súbito. La puerta del universo se me había abierto y viajaba hacia su centro aunque centro y puerta eran una misma cosa y el viaje era instantáneo . El que viajaba era yo y no yo, movimiento y quietud, cuerpo opaco y trasparencia deslumbradora. Todo pareció acabar, pero no obstante no fue el fin sino el arribo, al que llegaba más allá de mi propia conciencia perdida.

Cuando volví en mí emergí a la vida que llamamos real, a la luz cruda que empasta la profundidad y nos entrega un mundo de dos dimensiones, a la cronología de las escenas que ocurrían en esa plaza y que, pese a la luz mórbida de Praga que presta a los objetos una densidad de carne suave, me resultaron tan violentas y netas como si en lugar de emerger en Praga lo hubiera hecho en una isla del Mediterráneo y la realidad fuera una procesión de decorados de papel maché arrastrados por los tramoyistas del tiempo. La muchacha reapareció a mi lado y me tomó del brazo. Pareció adivinar lo que me sucedía y fue tan gentil como para facilitarme el regreso mediante un cabo físico que me depositara en tierra amortiguando el impacto. El reloj del Ayuntamiento daba la hora, y la Muerte, que hacía sonar la campana y agitaba el reloj de arena recordándonos socarronamente que la hora de cada uno

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había de llegar sin apelación y que ella era un juez insobornable, la Muerte, que presumía de su sagacidad con jactancia ya que juega con las cartas marcadas, la propia Muerte burlona y grotesca, me pareció concreta y amigable en el tránsito dificultoso del retorno. Al fin y al cabo la Muerte es de este mundo. La muchacha, ahora, ya no soltaba mi brazo. Antes de Nuestra Señora de Týn, cuando íbamos lado a lado, me arrastraba a veces de la mano para mostrarme, encantada, algún detalle de la ciudad de la que se sentía dueña y que quería ofrecer como presente al huésped para que lo gozara en su compañía. Sus gestos, al tocarme, mezclaban la ingenuidad de la niña y la coquetería desgarbada de la adolescente, pero como yo sabía que era una muchacha y que ella también lo sabía, sus movimientos, aunque parecieran deliciosamente espontáneos, se cargaban de intención. Pero ahora, decididamente asida de mi brazo, era una mujer, y cuando me empujaba y me decía “Look at that” o “Come with me”, para mostrarme uno de los tesoros ocultos cuya posesión compartía con Praga, estas frases triviales sonaban en su voz, que en estos casos se cargaba con los matices oscuros y hondos de la contralto, con el dramatismo y la emoción que la ópera confiere a los hechos pueriles convirtiéndolos en casos de vida o muerte.

Me arrastró suavemente a través de la plaza de la Ciudad Vieja, y esta garza de piernas blanquísimas que emergían en casi toda la larga extensión de sus muslos y sus pantorrillas por debajo de la minúscula falda elastizada, me hizo pensar en una de esas palomas de la plaza que revoloteaban aquí y

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allá, un poco imprevisiblemente y que, sin embargo, tenían el objetivo preciso de la comida que le arrojaban los turistas.

Pasamos frente a la casa de Kafka dando un rodeo antes de dirigirnos al puente Carlos, ya que quiso que previamente conociera la ciudad judía. Entramos al cementerio y nos sumergimos en el hacinamiento de la muerte que proviene del siglo XV, en la maraña de lápidas apiñadas y superpuestas cuya atmósfera sin embargo no es tétrica, e incluso es acogedora, de modo que yo, un extranjero, me acerqué respetuosamente pero sin aprensión al sepulcro del rabino Löw para rendirle homenaje. Deposité allí la piedrecita que sustituye a la flor y dejé un billetito con un mensaje en el que le rogaba me dejara conocer al Golem. (Pocas noches después el rabino satisfizo mi pedido y el gigante se me apareció en sueños.) Unos metros más allá, detrás de las ventanas de las casas contiguas al cementerio, tenían lugar escenas de vida que no desentonaban sino que compartían de modo natural con sus vecinos ese espacio de Praga, una ciudad que alberga armoniosamente la diversidad. En el puente Carlos me encontré con el espectáculo previsible de buhoneros, saltimbanquis y músicos, y con la multitud de curiosos que iban y venían de una margen a la otra del Vltava deteniéndose sin propósito fijo ante los grupos cuya apariencia y actitud oscilaban entre el pasado colectivista y el presente concurrencial, aunque con tendencia a acomodarse en la intermedia estación ilusoria del sesenta y ocho. A ambos lados del puente, impertérritas en sus sitiales de las balaustradas, las estatuas perseveraban en su observación impasible de las corrientes de humanos convencidos de la gravedad de sus anhelos.

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Pero ahora el paseo pintoresco no fue como las veces anteriores, cuando lo había hecho solo, porque la muchacha, sin soltar mi brazo, avanzaba en zigzag de uno a otro pretil parándose a charlar con los vendedores y artistas. Me los presentaba y me traducía sus palabras corteses de bienvenida, que pronunciaban con tal delicadeza que lograron convencerme de que no eran simples fórmulas sociales sino la manifestación sincera de una acogida cordial. Entre ellos estaban los integrantes de un trío de música barroca compuesto por una flauta travesera, un violín y un celo. Una muchacha aun más joven que mi acompañante interpretaba el violín, y el celo lo tocaba un querubín delgado y rubio, de mejillas rosadas, que me saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa beatífica. Sus ojos parecían volar por mundos ideales y no hablaba, de modo que ante todos estos signos tuve ganas de buscarle las alitas en la espalda. El flautista era el director del grupo. Se llamaba Pável, tenía unos veinticinco años y era el mayor de los tres. Hablaba con entusiasmo, gesticulando con la flauta, a la que observaba con frecuencia atentamente para limpiarle la embocadura y manipular sus llaves, como si estuviera preocupado por algún problema de afinación, aunque en realidad estaba abstraído y maquinaba su próximo argumento. Porque si bien yo no entendía sus palabras, la expresión concentrada de su rostro y sus gestos vehementes no me dejaban lugar a dudas de que estaba argumentando. Me pareció que la muchacha quería abandonar a sus amigos. Al menos tiró de mi brazo y me empujó sin violencias hacia delante, con la suavidad firme a que ya comenzaba a acostumbrarme, hacia el otro extremo del puente. Había terminado el tiempo que estaba dispuesta a conceder al trío y tomaba sus

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decisiones con convicción. Pável me estrechó la mano calurosamente a modo de despedida y la muchacha me dijo que él estaba encantado de conocer a alguien que venía de España, país al que admiraba por su transición pacífica de la dictadura a la democracia y por el impulso vigoroso de su mercado libre. Pese a la prisa que mi acompañante acababa de demostrar todavía nos demoramos mucho en pasar junto a las torres que dan ingreso al barrio de Malá Strana porque, aunque ya no se detuvo en conversaciones, siguió su lento avance en línea quebrada, que parecía ser arbitrario y no lo era, para intercambiar aquí o allá un saludo, una frase al paso, concluir con una de sus carcajadas frescas. Conocía a mucha gente y empecé a sospechar que formaba parte de una de esas redes que, sobre todo en el tiempo agitado de los cambios, ocupan estratégicamente el espacio urbano. La mayoría no cuenta; es poco móvil, rutinaria, sus movimientos son previsibles, no entiende el conjunto y toma por casuales y desconectados entre sí los encuentros en la malla programada de hilos e intersecciones que construyen los que controlan la ciudad. Del otro lado del puente recorrimos con rapidez la calle Mostecká y atravesamos la plaza Malostranské dejando a un lado San Nicolás, sin que la muchacha me permitiera volver a gozar de la belleza promiscua en que conviven sus líneas barrocas y clásicas. Parecía que ahora su apuro era real pues me arrastraba velozmente calle Nerudova arriba. Lanzaba miradas de soslayo hacia lo alto y deba grandes pasos con sus largas piernas blancas, dirigiéndome frases de ánimo, interjecciones en un tono ensimismado que antes que a mí parecían estar destinadas a sí misma: “Come on! Come on!”.

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Me obligó a recurrir en ese ascenso a todo mi orgullo masculino y al resto de mis reservas físicas de montañero para no quedarme atrás. Cuando llegamos a la curva de donde arranca el tramo final de la calle que sube a la plaza del Castillo ocurrió algo imprevisto; fue como si se hubiera roto la secuencia natural de las horas y de pronto hubiera pasado un largo tiempo. La muchacha se quedó clavada en el suelo. Consideraba perpleja el tramo recorrido en su carrera absurda. Pareció haber comprendido repentinamente que había perdido, que era inútil seguir. Miraba espantada. En el recodo de la calle y en los portales se amontonaban las sombras. Ya bajaban en tropel, se empujaban por la calle. Era la sombra del Castillo que se abatía sobre Praga. -Go back!- gritó la muchacha y ahora corría calle abajo. You’ll come back some other time! You’ll come back some other time!- me decía consternada para consolarme y justificarse mientras huía de la sombra del castillo.

Por supuesto que volvería cuantas veces quisiera, y no sería una muchacha la que me lo impidiera.

Cuando llegamos abajo se mostró aliviada. Salió de su abstracción, comenzó a hablar, aunque lo hacía de modo nervioso e intercalando risas sombrías. Y así como sus risas frescas y juveniles sólo eran ingenuas en apariencia porque detrás sonaba una nota de sabiduría y vejez prematuras, estas otras retumbaban entre los muros de esas calles con el eco desalentado de generaciones que arrastraban consigo toda la tragedia de la Historia.

En Malá Strana el tiempo había seguido el ritmo previsible, sin alteraciones, y ahora estaba detenido en la plaza Malostranské que brillaba

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delicadamente. La cúpula de San Nicolás era de cuarzo rosado, la sombra del Castillo no había llegado hasta allí, y la luz se había instalado en la plaza como si no fuera un reflejo sino el mismo lugar del poniente, pero un lugar dorado y plácido, donde las sustancias que se fusionan en el sol no se elevaban en géiseres violentos y desordenados ni se precipitaban en vertientes de materia torturada por el fuego, sino que convivían en el acuerdo sosegado de moléculas sutiles que en la ignición palpitaban armónicamente y con serenidad. Toda Malá Strana atardecía, y la luz de esa hora no venía del cielo sino que irradiaba del interior de los muros y las cúpulas de los edificios barrocos y se proyectaba sobre el mundo. Praga atardecía. Atardecía en el puente Carlos, en la ciudad judía, que acumulaba sombras prematuramente a causa de la penumbra aferrada con los siglos a las estelas del cementerio. Atardecía en la calle Parizká y en la Ciudad Vieja. La ciudad entera había adquirido la textura de la porcelana cuyos colores finos penetraban la sustancia traslúcida de los edificios. La luz irradiaba de la combustión suave de la materia de que estaba hecha la ciudad, sin que la materia se agotara sino que se refinaba y volvía más impalpable, se concentraba y endurecía al envejecer, hasta la cristalización. La consistencia de la ciudad al atardecer era el recuerdo histórico del elemento tierno con que se la había construido en el pasado. Pero esto no constituía más que una ilusión, el efecto de un juego vano de la memoria, porque también era la maduración del recuerdo de ella misma apenas unas horas antes, cuando Praga iluminada por el sol del mediodía está igualmente hecha de porcelana, aunque de colores vivos.

¿Has ido a una vinárna? me preguntó la muchacha.

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Continuará

Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos;yelvolumendeensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La NacióndelaArgentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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