RETORNO A SOCOTRA La búsqueda del paraíso de Jordi Esteva TEXTO Sabina Frieljudssën FOTOS JORDI ESTEVA
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ordi Esteva es un viajero que no busca lugares o paisajes: solo persigue sueños. Trabajó durante años como periodista en El Cairo, donde aprendió árabe y, sobre todo, a mirar a Oriente. Avatares políticos le hicieron tener que abandonar el país. Contactamos con él para que nos seleccione las fotos más importantes para él de esta edición gráfica de Socotra, recién sacada del horno de la editorial Atalanta por el maestro confitero Jacobo Siruela. Y pillamos a Esteva preparando la maleta para irse una temporada a El Cairo a ver a viejos amigos. Cuando todos los que decían amar Egipto salen por piernas, él regresa. Algunas noches, cuando el sueño tardaba en acudir, el pequeño Jordi Esteva hacía girar la bola del mundo y la detenía con un dedo. Una madrugada, la paró en un punto minúsculo entre África y Arabia: la isla de Socotra… ¿Estaría habitada?, ¿qué animales albergaría?, ¿sería desértica o selvática? El aislamiento de aquella isla del Índico, a 250 kilómetros del Cuerno de África y a casi cuatrocientos de las costas de Arabia, había preservado una flora y fauna singulares, con especies propias de otras eras. En las últimas décadas, la interminable guerra de Yemen, a la que pertenece administrativamente, la ha mantenido fuera de la larga mirada de la globalización capitalista. Socotra era el lugar donde crecían los árboles del incienso y de la mirra, ofrendados con prodigalidad en los rituales paganos e indispensables en las momificaciones de los antiguos egipcios. En la isla se encontraba el aloe socotrí, tan apreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, según la leyenda, Alejandro Magno, alentado por Aristóteles, invadió la isla para procurárselo. Socotra es también un jardín agreste para el árbol de la sangre del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja como sangre que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos, como los lutieres de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stra-
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divarius. Durante siglos, atraídos por la riqueza de sus resinas olorosas, indios, griegos y árabes del sur acudieron a esa isla de las maravillas. Tras ellos, los piratas. Allí sus habitantes siguen hablando la lengua de la reina de Saba. Marco Polo escribió que los pobladores de Socotra eran “los más sabios encantadores y nigromantes que había en el mundo”. Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. En Lamu, durante las fiestas del aniversario del Profeta, adonde acudían gentes de toda la costa del África oriental para honrarle con sus cantos y letanías y repetir al unísono los 99 nombres de Dios conocidos por los hombres, un viejo marino contó a Jordi Esteva que en Socotra moraba el anja, el ave Roc, el pájaro gigante de Simbad que apresaba a los elefantes y se los llevaba a su nido. Aquel pájaro gigante era el ave Fénix de griegos y romanos; el simurg de los persas. Esa misma ave, aseguraban en las costas del Zufar, cogía a los niños y alimentaba con ellos a sus crías. Pero, si uno conocía las palabras mágicas, podía invocar al ave y viajar sobre su lomo a la isla. Y Jordi Esteva nos hace un regalo extraordinario: nos lleva con él a Socotra. Cuando se cumplen cinco años de la publicación de Socotra, la isla de los genios (Atalanta), nos muestra ahora las imágenes fotográficas que él mismo captó en ese viaje, en un volumen que incluye también el documental que ha presentado ya en varios festivales de cine, el primero de la historia filmado en lengua socotrí. Una película sin artificios ni martingalas en la que vemos a los socotríes reunidos alrededor del fuego contando historias de seres maléficos, aves fabulosas y yins en uno de los lugares del planeta donde la magia todavía permanece adherida a las piedras y a los hombres. Socotra Jordi Esteva Atalanta 128 págs. 45 €.