como un caballo por la ciudad

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COMO UN CABALLO POR LA CIUDAD Autor: Cristian Olea Diseño, Diagramación e Ilustraciones: Jkö Sánchez 2012


COMO UN CABALLO POR LA CIUDAD


Es emocionante. La mayoría sólo posee las referencias temporales: fechas, momento del día; fue en la tarde, al despertar, para su primer cumpleaños. Por eso la alegría y el asombro se la llevan los espectadores.

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Lo que costó meses, lo hacemos cada día sin mayor cuestionamiento. Animales no humanos logran desplazarse autónomamente en mucho menos tiempo. Nosotros vamos, muchas veces en contra de nuestra voluntad, a algún sitio. Aprendemos a caminar en medio de maniobras, gritos, estrategias, diseños, estímulos, chantajes, atracciones. Y de pronto al irnos de cabeza, el mundo se estremece. Nuestros padres sufren. ¡Se va a caer! Y en el último segundo recuperamos el equilibrio.

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Equivocados todos, nunca pensamos en irnos al piso. Perdemos el equilibrio en el ejercicio natural de querer correr. De hecho tendemos a sonre铆r y gritar cuando aceleramos. Y nos gusta estrellarnos porque es el instante de nuestras vidas donde la ca铆da es menos catastr贸fica. Son tantas que ni se recuerdan. Vivimos tan cerca del suelo que se convierte en nuestro c贸mplice.

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Correr es el objetivo. Caminar es sólo la transición. Las piernas son a ratos un obstáculo entre el deseo y el placer. Dar una vuelta a la manzana era un desafío cotidiano entre mis amigos. Aparecía en las horas de aburrimiento crepuscular de aquella ciudad provinciana. Tomábamos el tiempo de la manera más primitiva pero quizás de la más imprecisamente humana que puede existir, contábamos los segundos. Acelerábamos en los primeros metros e intentábamos mantener el ritmo en lo restante. Así, en un dos por tres abarcábamos las cuatro cuadras. La gente regaba y no entendía nuestras caras de desesperación al esquivarlos. No era una carrera, era una prueba individual contrarreloj...

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Sin duda, era un inocente entrenamiento que después aprovecharíamos a la hora de arrancar de algún “atentado” a la paz del barrio. Habían muchas situaciones para correr. Es un arma de doble filo que en esa etapa de la vida no valoramos lo suficiente. Podíamos asaltar fácilmente su mundo de reglas e inmovilidad. Y arrancar siempre ha sido emocionante, sólo era cuestionado por los empapados de la virilidad absurda instalada por sus padres en sus diminutos cerebros. Esos mismos que minutos más tarde eran molidos a palos o patadas por jugar al héroe. Por otra parte muchas veces vi algunos que no tenían vocación de héroes pero que arriesgaban siempre su pellejo.

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Disfrutaba de mi postre viendo tele cuando de pronto aparecían parejas de jóvenes o sujetos solos a toda velocidad con mochilas en sus espaldas. Mi abuelo se ponía de pie y los miraba con desprecio. Luego se le dibujaba una sonrisa espantosa, cuando los uniformes motorizados seguían y aplastaban sus pasos. Unos segundos y comenzaban los gritos. En mi plaza de la esquina nadie quería jugar.

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Las horas de Educación Física eran de mis favoritas, me gustaba el deporte. Sin embargo, no podía decir que en mi primera infancia fuera un niño atlético. Esa tarde tenía que ir con buzo. Me habían llamado a almorzar, no obstante la curiosidad me tenía vuelto loco. Llega mi primo, un par de palabras las mentiras de rigor y nos fuimos al centro. Doblamos la esquina y nos enfrentamos a barricadas. Estudiantes, oficinistas y gente de todas las edades ocupando la arteria principal de la ciudad. Nosotros, unos pendejos, nos perdimos entre ellos. Era la protesta nacional, al menos eso decían las paredes.

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Crucé. Mi primo quedó en la vereda de enfrente. Sonreía de puro nervio. Vino la arremetida de los pacos. Vi pasar a un par de profesores de mi colegio entre los manifestantes. Por instinto quise seguir sus pasos. Busqué a mi primo y él ya había iniciado la carrera contra la dictadura que, según yo paradójicamente, fue una de las pruebas que lo llevarían a ser un deportista de elite. Yo por mi parte parapetado de manera absurda intentaba emular a un universitario que simulaba ser un vecino curioso.

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No corrí. Pero pataleé cuando los guantes negros apretaron mis brazos y me elevaron por los aires. Grité y lloré. Junto con las lágrimas corrió la orina que dibujó un mapamundi en mi ropa deportiva. Creo que esa tarde aprendí…

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Y en medio de mis veinte años, con menos vitalidad y más toxina, penas y recuerdos en el cuerpo, me vi parado en medio de la avenida Macul. Era el mediodía. Hacía calor y llevaba mi bolso con cuadernos que ya ni me interesaban. Ella tomaba asiento en una micro que esperaba el verde. Era una de las primeras de tantas peleas estúpidas que tendríamos durante ocho años en que nos empeñamos en amarnos más allá de nuestros abismos.

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Y comenzó a acelerar. En la 130 se iba hacia no sé donde, el amor de mi vida. Ajusté mi bolso y emprendí la más increíble de mis carreras. Con el entrenamiento de años, con la pasión de siempre, una irracionalidad equina se apoderó de mi cuerpo. Sorpresivamente podía mantener la distancia. El ruido del motor me estimulaba aún más. El siguiente semáforo era rojo y la alegría volvió a mi rostro. Estaba a 5 metros de la puerta de la micro. Ya revisaba mis monedas y la micro vuelve a acelerar.

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Asumiendo el fracaso, pero sólo parcial, tomé una micro que venía justo atrás. Subo y con la telepatía improvisada que otorga la desesperación, le pagué al chofer, “siga esa micro” dije con la vista.

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Fueron un par de cuadras sudando, sentado a medias. No perdía de vista la 130. Su pelo se veía en la mitad de la fila de asientos. Y como nunca, la congestión vehicular de Santiago me dio una mano. Bajé para una carrera corta. Aceleré al máximo para no repetir lo del semáforo anterior. Y llegando a la puerta pegué un salto y la alcancé en movimiento. Me fui por el pasillo y, como en esos melodramas intragables, me hice paso entre la gente hasta llegar a su lado.

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Perdida en el paisaje, tardó unos segundos en darse cuenta de mi presencia. Podía nuevamente regalarle mis jadeos y mi sudor, aunque fuera lejos de mi cama, aunque fuera a vista de todos, aunque no le pregunté “si dulce o salado”, aunque no imagináramos el vértigo horrible que vendría al querer saltar el abismo a medida que desechábamos calendarios desnutridos.

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