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La cuchara

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La vela

La vela

La cuchara

Entre todo el trajín y el ruido de cuchillos y tenedores, el llanto del niño tronó en la cocina de paredes color salmón. De forma tranquila el padre sacó a relucir una cuchara, pero no era cualquier cuchara. Era esa cuchara. La que había viajado desde Londres a Madrid muchos años antes. Aquella que entre sus muchas cualidades - y más que se le atrubuirían con el paso de los años - tenía la capacidad mágica de parar el llanto. Con un simple gesto, repetido en aquellos momentos de desesperanza para el niño, el padre conseguía secar las lágrimas de cocodrilo que recorrían sus pequeñas mejillas. El método era en realidad sencillo, mucho más de lo que podría parecer. Sólo bastaba con recoger todas y cada una de las lágrimas que brotaban de los ojos del niño para acaparar su atención, para luego quizá, en los momentos en los que más costaba calmar al pequeño, incluso darle a probar esas lágrimas saladas. De pronto las lágrimas se convertían en risa. La desesperanza en diversión. Ya no llenaba las paredes el llanto, había sido desplazado por las carcajadas que brotaban a borbotones de la garganta del niño.

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Ese niño era yo. Esa cuchara es mi cuchara favorita, esa que se llevaba el mar de lágrimas. La cuchara de la mano de mi padre se alejaba llevándose la tristeza y el enfado consigo. Sigue en casa, la sigo utilizando, pero cada vez que la veo no veo una cuchara, supongo.

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