Oaxaca sicalíptica

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Oaxaca sicalíptica Por Virginia Blasco

Tautologías. Los niños son niños, los ancianos son ancianos. Las niñas se aderezan con moñetes de colores y las abuelas no se abandonan en residencias asépticas. La ancianidad de estas mujeres depositadas como fardos sobre las aceras, a veces con los pies ocultos, brotando casi, sin siquiera cabecear, es un paisaje de un envejecer visible que allí me falta. Si no están, no los oyes, si no los ves, no existen. Estos cuerpos sin palabras, al menos adquieren condición de estorbo. En España hace tiempo decidimos que eso es poco higiénico y que la buena praxis con los mayores exige instituciones totales.

La calle atruena, en Oaxaca todo es sonido, incluso el estallido de color restalla, vibra, a veces hasta dolorosamente. Personajes célebres troquelados en banderolas plásticas tricolores cuentan a los más pequeños y a los guiris las caras de la independencia en dibujos. Dije que los niños son niños, pero hay algo de inexactitud en mis palabras...

Un hombre sin una pierna, apoyado en sus rústicas muletas de madera, con un aire a Nick Cravat, el compañero de volatines de Burt Lancaster en El halcón y la flecha y un deslenguamiento semejante, se revuelve cuando un policía urbano le aconseja de malos modos que no puede enseñarme, ni siquiera con el justificante de su sonrisa de pillo, cómo maneja la aguja de hacer crochet —¡ni me planteo recordar cómo era que dijo que se denomina en lengua nativa!—. No retira sus ojos de mí, estudiando el efecto de su discurso. Asegura que es él quien confecciona esas bolsas colgantes para el móvil o los pesos. Me extraña por los colores... Huelo en las horas del hilo, unas manos de mujer.

Entonces, sus groserías retadoras a la autoridad comienzan a reproducirse salazmente ante mis inexpertos oídos, tan repentinas como los conejitos de la serie de Fibonacci. Muleta en ristre marcha de la vecindad de la turista no sin antes volverse para recordarle al mugriento pinche policía: “¡Ni se te ocurra ponerme la mano encima, guey!”, ante la complicidad de la camarera.

Los pasillos del convento de Santo Domingo tienen algo del Unterhalten berlinés. Observadas sus bóvedas repintadas a la luz adormecida por el pasillo inacabable te transportan al golpeteo de botas soldadescas en otras guerras hasta que el despertar te acomete mirando aquel cartel que anuncia, “Tesoros de la tumba 7”. Un complicado sistema de numeraciones para designar a los individuos en el Oaxaca zapoteco termina por levantarme dolor de cabeza. Conejo cuatro o jaguar trece, ¿me recibes? Chiucu, chuna, ala llichi..., se revelan inasequibles a la mnemotecnia. Repaso los relatos sobre los guerreros, ¿qué hacían ellas? ¿Acaso las pinzas de depilar del tesoro eran cosa de hombres?

Un brasero con rostro humano, el de un dios poco benévolo, pero al que se puede asir con las manos.

Balcones al museo Etnobotánico desde el que los oaxaqueños no se pueden asomar. Puede ser que arrojarse desde el ventanal sobre un paraíso posible no entrara en la categoría de suicidio, ¿y entonces? Colores, dimensiones inesperadas, frondosidad natural, no impostada. El aire no se mueve; los rumores de la gente, sí. Observando este arrebato de lo que para mí son cactus y aquí es un volumen de nombres, me distancio y pienso en la sabiduría del dejar hacer a la naturaleza. Ella sabrá escoger las especies idóneas para apropiarse del paisaje, incluso dotar de una belleza agreste y amenazante sobre los sillares. No hay más que viajar a Butrint... ¡Al demonio con el césped y el perfil recortado del golfista, dueño y señor de los áridos de La Mancha en la locura mimética de lo que nunca fue ni será Bristol!

02/10/2012 19:37


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