El Libro de los amores ridiculos, Milan Kundera

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en relación con tan elevados personajes, citar el caso de aquella putita que me concedió el mayor honor al rechazarme. Tome buena nota, mi querida Alzbeta, de que el amor tiene una relación mucho menos estrecha de lo que la gente cree con eso en lo que usted piensa permanentemente. ¡No dudará usted de que Klara ama a Flajsman! Es amable con él, pero no traga. A usted eso le parece ilógico, pero el amor es precisamente aquello que es ilógico. —¿Qué tiene de ilógico? —volvió a reírse inoportunamente Alzbeta—: Klara quiere un piso. Por eso es amable con Flajsman. Pero no quiere acostarse con él, porque seguramente se acuesta con otro. Pero ése no puede conseguirle el piso. En ese momento Flajsman levantó la vista y dijo: —¡Qué insoportable! Ni que estuviera en plena pubertad. ¿Y si no lo hace porque le da vergüenza? ¿No se le ha ocurrido pensarlo? ¿Y si tiene alguna enfermedad que no quiere confesarme? ¿Una cicatriz de alguna operación que la afea? Las mujeres pueden ser muy vergonzosas. Pero eso usted, Alzbeta, no puede entenderlo. —También puede ser —el médico jefe le echó una mano a Flajsman— que, al ver a Flajsman, Klara se quede tan petrificada por la angustia que le produce el amor que sea incapaz de acostarse con él. ¿Es usted capaz de imaginarse, Alzbeta, amando tanto a alguien que precisamente por eso no fuese capaz de acostarse con él? Alzbeta declaró que no. [111]

Una señal A estas alturas podemos dejar por un momento de seguir la conversación (que continúa ininterrumpidamente con las mismas naderías) y referirnos a que durante todo ese tiempo Flajsman trataba de mirar a los ojos a la doctora, porque le gustaba perdidamente desde el momento en que (hacía cosa de un mes) la vio por primera vez. Estaba deslumbrado por la majestuosidad de sus treinta años. Hasta entonces sólo la conocía de pasada y la de hoy era su primera oportunidad de pasar un poco más de tiempo con ella en una misma habitación. Le parecía que ella le devolvía a veces sus miradas y aquello lo excitaba. Después de una de aquellas miradas recíprocas la doctora se levantó repentinamente, se acercó a la ventana y dijo: —Fuera está precioso. Hay luna llena... —y volvió a echarle a Flajsman una breve mirada. Flajsman no carecía de sentido para situaciones como ésa y de inmediato comprendió que se trataba de una señal —de una señal que iba dirigida a él. En ese momento sintió que el pecho se le ensanchaba. Y es que su pecho era un instrumento digno del taller de Stradivarius. Solía sentir en él de vez en cuando el elevado ensanchamiento que acabamos de mencionar y cada vez que eso le ocurría tenía la seguridad de que aquel ensanchamiento era irreversible como una profecía, que anuncia la llegada de algo grande e inédito, superando sus mejores sueños. Esta vez el ensanchamiento le dejó, por una parte, extasiado y, por otra (en aquel rincón de la mente al que el éxtasis ya no llegaba), asombrado: ¿cómo es posible que su deseo tenga tanta fuerza que a su llamada la realidad venga corriendo humildemente, preparada para acontecer? Asombrado de su fuerza, aguardaba el momento en que la conversación se hi- [112] ciese más apasionada y los participantes dejasen de fijarse en él. En cuanto se produjo, desapareció de la habitación.


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