ISLA DESCUBIERTA 10

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David Pérez Chico

¡Prohibido aburrirse! Esta es la consigna de los tiempos que nos ha tocado vivir. Aburrirse está mal visto. El grado de éxito de nuestras existencias en las sociedades occidentales modernas es inversamente proporcional al grado de aburrimiento. No hay sitio para los que como Bartleby preferirían no hacerlo. Esto es paradójico al menos por dos razones: porque ocurre en un momento en el que un alto porcentaje de la población de estas mismas sociedades no tiene nada que hacer; y porque ante el aburrimiento incluso los dioses luchan en vano. Así lo supo ver Nietzsche, el mayor de los profetas de la modernidad. Pero los medios nos repiten constantemente lo que tenemos que hacer y a dónde tenemos que ir para hacerlo. Estamos sometidos a una presión constante, de tal manera que nos encontramos con otra paradoja: incluso no hacer nada requiere un gran esfuerzo. No ir a la fiesta de fin de año a la que piensan ir todos tus conocidos, no celebrar tu cumpleaños, quedarte en casa en verano simplemente pensando, poniendo tu vida en perspectiva, no está bien visto y nos obliga a elaborar excusas plausibles. Por mi parte discrepo con quienes, como David Hume, piensan que el peor de los castigos es la soledad completa, el aislamiento. Y es que tengo para mi que uno de los mayores retos que nos plantea nuestra sociedad es la de ser capaces de estar a solas con nosotros mismos aunque sean 15 minutos cada día, 15 minutos sin atender al teléfono móvil, sin comprobar el correo electrónico, sin encender la radio, sin ver la televisión... Eso lo pienso y lo escribo ahora. Pero antes de que comenzara el verano también yo redacté una lista de buenos propósitos destinada a ocupar los días que tenía por delante sin obligaciones académicas ni, en realidad, de ningún otro tipo. No sé muy bien a qué se debe que a los de mi gremio nos de por pensar que en el mes de agosto, además de descansar, nos dará tiempo de hacer lo que no hemos hecho durante los anteriores siete meses. En mi lista figuraban tareas tales como terminar de leer el clásico de Edward E. Gibbon Historia de la decadencia y caída del Imperio romano en la versión electrónica anotada que se consigue por menos de dos euros. Una edificante y monumental obra que después de más de tres siglos de su publicación sigue siendo un ejemplo de buena historiografía. Pero es que, además, en estos tiempos que corren sigue siendo muy recomendable para tener presente que otras construcciones más sólidas que nuestra unión económica europea han caído. Otro buen propósito presente en esa lista mía consistía en comenzar mis mañanas frente a la costa de nuestra isla mirando el ir y venir de las olas escuchando una y otra vez La Mer, de Debussy en la excelente grabación

de la Orquesta filarmónica de Berlín dirigida por Simon Rattle (EMI, 2005). No obstante me he tenido que conformar con escuchar La Mer cantada en vivo por Julio Iglesias como fondo musical de unos de los mejores finales de película que he visto últimamente, el de El Topo. Una película que retrata el mundo del espionaje y la guerra fría desde el lado de los británicos, y lo hace de manera pausada y alejada del nervio y los altos niveles de testosterona de otras películas del mismo género como las de James Bond o las de la saga de Bourne, convertida esta última ahora en tetralogía por una más o menos prescindible cuarta entrega.

Así es que con estas y otras tareas pendientes, el final de verano y la vuelta a la rutina se presentan como la oportunidad de volver a empezar haciendo borrón y cuenta nueva. Para los que de verdad comenzamos cada septiembre un nuevo curso es más sencillo. Pero todas y todos tenemos a nuestra disposición en cualquier quiosco de prensa una cantidad incontable de colecciones por fascículos que nos brindan la oportunidad de hacer lo que nunca hicimos o no tuvimos la oportunidad de hacer, como por ejemplo aprender alemán, que tan de moda se ha puesto últimamente, aprender a hacer ganchillo, construir maquetas, aprender bricolaje, construir la casa de muñecas con la que han soñado todas las niñas, o apilar coches deportivos a escala en una repisa donde cogerán polvo hasta que decidamos deshacernos de ellos. Seguro que hay una colección para cada uno de nosotros. Septiembre y enero son los meses del año en los que las editoriales hacen caja aprovechándose de la desconfianza que los seres humanos tenemos en nuestra propia naturaleza y que nos empuja a encontrar la estabilidad más allá o más arriba de nuestra existencia cotidiana. Así, el ser humano, llevado tener que realizar la tarea paradójica de justificar su existencia desde fuera de ella ha inventado cosas tales como la religión. Por supuesto no quiero dar a entender que todo lo que tenga que ver con esta necesidad de adoptar lo que los filósofos denominan “el punto de vista del ojo de dios” –esto es, si se me permite: vernos desde arriba o desde

fuera de nosotros mismos– tiene que ser necesariamente negativo. Es lo que explica, por ejemplo, el inconformismo de nuestra especie, su constante evolución y desarrollo y la permanente búsqueda de conocimiento. Acaso sea este movimiento perpetuo lo que nos caracteriza por encima de cualquier otra cosa. Ahora bien, a fuerza de querer ir cada vez más lejos corremos el peligro de olvidarnos de lo que tenemos más a la mano, de lo familiar y cotidiano, de lo ordinario. Y no deberíamos menospreciarlo pues pocas cuestiones son tan importantes y complejas como la de la experiencia humana ordinaria. Pascal y Montaigne lo supieron ver hace ya algunos siglos. Más recientemente fue Freud el que llamó la atención sobre lo siniestro, lo extraordinario, que puede llegar a ser lo ordinario, y gran parte del pensamiento más interesante de las últimas cinco o seis décadas se resume por el intento de volver a dirigir

nuestra atención sobre lo extraordinario que pueden llegar a ser nuestras vidas ordinarias. Es una manera tan buena como otra de interpretar el cine de Terrence Malick, la literatura de Jonathan Coe o de Haruki Murakami, las ciudades desiertas pintadas por de Chirico, los paisajes urbanos de Hopper, o la filosofía de Ludwig Wittgenstein, de Martin Heidegger, de Gadamer o más recientemente de Stanley Cavell. Y probablemente estaremos de acuerdo en que el suceso del verano que ahora acaba ha sido un ejemplo de cómo lo extraordinario sacude inesperadamente nuestras vidas cotidianas: la mundialmente célebre restauración por parte de la no menos famosa Cecilia Giménez, del Ecce Homo de Borja.

Otro aspecto de nuestra naturaleza del que se aprovechan los editores que inundan de fascículos coleccionables los quioscos de prensa es nuestro afán coleccionador. Sellos, cromos,


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