"Más allá de la muerte" (2016) por Nacho Márquez

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NACHO MÁRQUEZ

MÁS ALLÁ DE LA MUERTE


MÁS ALLÁ DE LA MUERTE De Nacho Márquez Isidora Cartonera 2016 Edición a cargo de Sergio Bravo Loyola Maqueta & diagramación por Germaín L. Editorial Isidora Cartonera Primera Edición Contacto con el autor: jose.marquezs@usach.cl

Se permite la reproducción total o parcial de la obra sin fines de lucro y con la autorización previa del autor

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MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

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A la U porque, sin ella, ninguna de las palabras a continuación serían posibles, A mi papá por transmitirme este amor, A mis abuelos y familia por moldearme, A Gabriela por acompañarme en esta y todas mis locuras, A mis amigos por reforzar mi enfermedad, Y a Eduardo Sacheri. Sin él no hubiera sabido cómo canalizar todo esto.

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NOTA PRELIMINAR Comencé a escribir estos cuentos por allá por el año 2011, un año de triunfos y momentos inolvidables para todos los que compartimos esta pasión por la U. Ya sentía la inquietud de escribir historias, pero no me animaba a activar mi creatividad. Sin embargo, conocí a Eduardo Sacheri por un video motivacional que Jorge Sampaoli les mostró a los jugadores de la U y que contenía un extracto del cuento “Una sonrisa exactamente así”. Eso me hizo buscar sus obras y atreverme a escribir tímidamente. Primero fueron reflexiones, ideas sueltas y finalmente, relatos y cuentos. “Más allá de la muerte” fue el primero publicado en la web por allá por el año 2013, y después le siguieron otros como “Mi enfermedad” y “A Carlitos lo conocíamos desde chico”, los que tuvieron una buena acogida entre los seguidores de las páginas donde fueron publicados. Un día, iba caminando por la calle y me encontré con un amigo hincha de otro equipo que venía con un muchacho fanático de la U. Él me dijo: “¿Tú eres el Nacho que escribe cuentos?” Y yo, mezcla de avergonzado y orgulloso le dije que sí, que los cuentos eran míos. Él me dijo que sería buena idea lanzar un libro, y les comenté a algunos pocos amigos cercanos. Me incitaron a hacerlo y lo que usted tiene ahora en sus manos es el resultado de esa idea; una recopilación de cuentos que usan al futbol y a la U como excusas para hablar de las emociones, de las sensaciones más íntimas de nosotros, los seres humanos.

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MI ENFERMEDAD Vera doctor. Yo no estoy muy convencido de esto pero quiero hablar de lo que siento. Algunos dicen que es un problema, me han dicho que es incluso una enfermedad. No creo que sea tan así pero vine igual. Más por darle en el gusto a los comentarios que por decisión propia pero aquí estoy al fin y al cabo. Dicen que esto de la U me tiene enfermo. Le voy a contar en orden cronológico porque así no me desvío. Comienzo: Yo viví toda la vida con mis abuelos maternos y la sangre por ese lado era blanca, usted sabe a lo que me refiero. Mi tata específicamente era hincha de ese lado: tenía carnet de socio y asistía al estadio. Mi mamá y mis tías también siguieron ese camino. La cosa es que él intentó hacerme hincha de ese cuadro. Me compró camisetas cuando yo tenía meses de vida, me vestía de esos colores y me sacaba fotos. Incluso me enseñaba los cánticos que salían en un viejo cassete que había en la casa. Lamentablemente para él, mi papá transitaba el camino correcto de la vida. Él era azul de corazón. Contó que su papá trató de hacerlo hincha de la Unión Española pero no tuvo éxito. Quizás esto sea genético, doctor. Mientras mi tata (y mi padrastro después) trataban incesantemente de que yo fuera del lado blanco de la vida, mi papá hacía poco o nulos esfuerzos por encarrilarme. Hasta que tuvo la genial idea de llevarme al estadio. Recuerdo casi perfectamente esa Noche Azul, año 1997, no recuerdo el rival pero es un detalle. La cosa es que llegamos al Nacional

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temprano, los luchadores del sentimiento blanco nunca tuvieron la idea de llevarme al estadio, quizás las cosas hubiesen sido totalmente distintas y no estaríamos aquí, doctor. La cosa es que entramos y subir las escaleras me impactó. Como llegamos temprano había poca gente pero conforme avanzaba la hora empezó a llegar gente, gente y más gente. Estaba llenándose el estadio y mi corazón latía cada vez más fuerte. Se hizo de noche y por los altoparlantes anunciaron que comenzaría a ingresar el nuevo equipo a la cancha. En ese preciso instante, la hinchada comenzó a cantar el clásico “Sale León”. Le juro, doctor, fue terrible la sensación. Al principio me asusté pero luego me vino una emoción cerca del pecho que no podía controlar. Me entró una mezcla de nervios con ansias y me puse a cantar. Ahora recapitulando creo que ese fue el primer momento de “tensión-pre-traición” a los blancos pero no me importó nada en ese instante. Seguí cantando y en el codo suroriente armaron un chuncho gigante con globos. Era algo hermoso y asombroso ante mis ojos de niño. Ahora estaba acompañando la interpretación con pequeños saltitos. Y de repente, sale el equipo a la cancha. Una explosión de gritos, aplausos y el volumen subió drásticamente. Yo quería sentirme parte de la fiesta y seguí cantando. Humo azul y rojo, papeles, fuegos artificiales y el relator del estado diciendo: “Bienvenidos jugadores de la Universidad de Chile”, completaban ese momento perfecto, interminable, inmaculado. Se calmaron un poco los ánimos y se aplaudía a los jugadores cuando los nombraban. Comenzó el partido, acompañaba los cánticos, preguntándole a mi papá por las letras cuando no podía captar lo que decían “Los de Abajo”. La cosa es que terminó el partido y mi papá me fue a dejar en el auto, mientras yo lo llenaba de preguntas: “¿Por qué se llaman Los de Abajo? ¿Cuándo juega

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la U contra colo colo?” y la más importante, esa pregunta que detonó por fin la explosión de amor que había comenzado hacía pocas horas y que determinaría el camino inquebrantable que mi existencia iba a seguir desde ese momento: “¿Cuándo venimos al estadio de nuevo?” Quería y deseaba fervientemente ir de nuevo al estado porque me sentí parte de algo, porque sentí que los jugadores escuchaban el canto de esos fervorosos hinchas. De ahí en adelante, doctor, la próxima vez que recuerdo haber ido al estadio fue un partido que la U le ganó 8-3 a Deportes Temuco. Imagínese, doctor. Ah, perdón, ¿lo puedo tutear? perfecto. Imagínate ir a ver a un equipo que gana haciendo 8 goles. ¡8 goles, era una maravilla! De repente con mis amigos de infancia jugábamos en la calle usando piedras como arcos y no lográbamos hacer más de 3 o 4 anotaciones ¡pero 8! estaba en éxtasis. Siguió pasando el tiempo y mi tata se empezó a dar cuenta que ya no me entusiasmaba con respecto al cuadro blanco. Niño tímido y sin ganas de crear conflicto tampoco le dije para evitar el choque. Creo que él se dio cuenta solo, me conocía bastante bien. Y ¿sabe doctor? creo que él supo cuándo dejar de insistir. El primer campeonato de la U que yo viví en el estadio fue el del 99. Empate ante Santiago Morning que nos dejó campeones. Igual vi casi todos los partidos en la tele, incluido el 5-4 frente a O’higgins, “El Partido del Siglo” le llamaron. Leonardo Rodríguez y Emiliano Rey mantuvieron viva a la U que al final completó 33 partidos invicto. Perdón por desviarme, doc. Al final, mi papá me llevó partido ese con el Chago donde la U se coronó campeón y nos fuimos celebrando por las calles. Era hermoso saberse campeón pero era más bonito ver a toda la gente feliz. Si sigo tan puntual voy a terminar pagándole el sueldo de todo el mes. Pagándote,

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perdón. No me pongas esa cara, si es una broma. Mejor saltemos al 2006. No éramos una maravilla pero el equipo se las arreglaba. Para ese tiempo ya sabía un poco más de fútbol así es que entendía lo que era “jugar bien”. Pensé que le dábamos vuelta la final al colo pero cuando Marcelo Salas perdió ese gol sobre el final supe que algo comenzaba a romperse. Después de los penales lloré a mares y lloré mucho más viendo los goles (para mi adolescencia tenía alguna que otra tendencia sadomasoquista). Más avanzado en edad comprendí que ese era el punto de quiebre entre ser hincha de un equipo y pertenecer a él. Porque uno puede celebrar, cantar o gritar por muchas cosas, incluso sin relación al fútbol pero cuando uno llora por un equipo no hay vuelta atrás. La tristeza se queda en el corazón y abre una herida que costará mucho cicatrizar pero que le recordará a uno durante toda la vida que se hizo parte de un grupo de personas, de una idea a la cual ya no se podrá renunciar. Porque de la alegría se puede volver pero no de la tristeza. Al fin y al cabo, todos tenemos de esas heridas. Al otro día no quise ir al colegio, yo que siempre fui un gran alumno. Sabía que era feo esconderse después de la derrota pero no podía aceptar el hecho de haber perdido una final, por penales y más aún con ESE penal. Sufrí mucho y más aún porque tenía un amigo que me acompañó durante toda la educación media. Él también era de la U, así que compartíamos alegrías efímeras y sufrimientos tan amargos como duraderos durante esos años. No fue sino hasta el 2009 que pudimos celebrar juntos. Y ni siquiera estábamos juntos porque ya había entrado cada uno a su carrera universitaria. Nos llamamos y lo celebramos. Esta consulta me va a salir más cara que la multa que tuve que pagar

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por tomar en la calle y pegarle a un paco después de un partido con la Cato, ¿no? ah, perfecto, doctor, ya no queda gente así ¡te felicito! yo soy profe, son actividades parecidas. Sigo. Ahí como que empezó algo. La Copa Sudamericana de ese año me pareció injusta, no debimos quedar fuera así. Llegó la Libertadores del 2010 y en ese tiempo yo estudiaba pero no trabajaba, entonces vivía de las 5 lucas que me daba mi mamá en la semana y no pude ir a ningún partido. Ese equipo, sin ser brillante, nos llenó de ilusión. Maldito ese arquero (esto es personal, doctor, no creas que ando odiando y maldiciendo a la gente por ahí) que nos quitó la final, cuando estaba ahí a la vuelta de la esquina. Al otro día había clases pero no me escondí. Fui a la universidad con mi camiseta puesta y, coincidentemente, vi a varios colocolinos con la suya también. Y llegó el 2011. Me hice abonado en febrero antes de saber todo lo que venía. Disfruté mucho ese abono. Tenía descuento en la entrada así que se me hacía accesible. Aparte dejé de ser un flojo de mierda y me puse a trabajar. Mes de abril, clásico con el colo. Goles de Gustavo Canales y Diego Rivarola para darlo vuelta al final del partido. Espectacular, doctor, yo estaba en el sillón con mi padrastro y mi hermano (hijo de él y mi mamá, colocolino por ende), y cuando Diego les hace el gol de cabeza, me arrodillé en la alfombra y lo grité como si ellos no existieran. Quedaron enclavado en el sofá y cuando me puse de pie les dije: “Acuérdense, la U va a salir campeón”. Por eso lloré de nuevo cuando perdimos la final de ida con la Católica. Me dormí enrabiado y triste pero desperté extraño. Después de la ducha, prendí la tele y vi que muchos hinchas azules habían agotado las entradas en dos horas. Algo en mi fe se encendió. Me convencí inmediatamente que con todo lo que habíamos

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tenido que luchar ese campeonato, no podíamos perderlo. No podíamos ser otro equipo, teníamos que ser la U hasta el final y sufriendo (como antes) salir victoriosos. Si no se sufre no vale, dice mi papá. Y creo que eso también es un lineamiento para la vida, hay que luchar mucho para obtener lo que uno quiere y cuando lo tiene, lo disfruta a concho. La Sudamericana, el tricampeonato y el del 2014. Y aquí estamos pues, doc. La gente dice que estoy medio loco, otros dicen que no tengo remedio y yo creo que estoy bien. O sea, no bien para lo que el resto espera. Mire, doc, trabajo en un lugar donde hay que ir de camisa y pantalones de vestir, pero llego a mi casa y me pongo la camiseta de la U y salgo a dar una vuelta para que la gente la vea y hacer presencia, ¿me entiende? el fin de semana ando todo el día con la camiseta puesta. Voy al estadio (poder adquisitivo, ¿ve?) y me junto con amigos de la U a hablar de la U y de la vida porque al final para mí es eso. Es vida, es magia, es una de ver las cosas. Yo no veo las cosas de una forma normal, seria o formal. Creo que la vida hay que disfrutarla porque es muy corta y siento que ser de la U es una bendición divina (porque en Dios no creo. No el de las iglesias pero sí en un ser supremo). La U de Chile me ha enseñado valores, doctor. Me ha mostrado un camino de sacrificio, de lucha, de perseverancia y de que las cosas sin sufrimiento no valen; la U me ha enseñado que las cosas fáciles no existen, que para todo hay que pelear y pelear hasta conseguir lo que se busca. La U para mí doctor es un vía de escape, un tema de hablar, una estructura de pensar y hacer.

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Obviamente tengo un trabajo, familia, como todos. Pero la U, no sé. No sé de qué forma describirlo. Pucha, doctor, hablé como dos horas, dígame qué piensa usted. - Mire. No creo que esto sea grave, son influencias. Usted no está enfermo, solamente su pasión es exacerbada. Y por la consulta no se preocupe, yo lo entiendo perfectamente… también soy de la U. Perdón por las lágrimas, es primera vez que escucho a alguien hablar así de la U y me emociona, me descoloca. ¡Grande la U!

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CHILE – PERÚ Y MI ABUELO A mi abuelo, que me lee desde el cielo Para mí los partidos entre Chile y Perú tienen un sabor especial. Ojo que no hablo ni quiero extenderme hablando de ese patriotismo barato que me parece tan ridículo como lamentable. Venganza por una línea que delimita porciones de mar dicen los unos. Peruanos muertos de hambre, devuélvanse a su país dicen los otros. Estos simulacros de odio son tan bajos como entrometerse en la relación sentimental de un amigo y tan ridículos como esperar que ese amigo lo siga siendo después de tamaña fechoría. Me viene justo ahora a la cabeza una historia que pasó en mi grupo de amigos de la media, en el Lastarria. Estos dos seres jamás volvieron a hablarse pero me estoy desviando del tema. El sabor que mencioné anteriormente tiene que ver con eso que lo lleva a uno a amarrarse y aferrarse al pasado y que en el paladar de la memoria tiene gusto a café con leche y tostadas con mantequilla. La primera piedra en el continuo de estos recuerdos la puso mi abuelo: José Miguel Salas Bravo, una noche en que se jugaba un Chile – Perú. No recuerdo la fecha pero era domingo por la noche. Yo tenía 6 años entonces, de eso sí estoy seguro y mi papá me había ido a dejar donde mis abuelos, un departamento en un block de la comuna de La Granja, que era el lugar donde transcurrían mis semanas desde los domingos en la tarde-noche hasta los viernes en la tarde cuando, ya fuese

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mi mamá o mi papá, me llevaban a su casa. Con los padres separados y una melancolía que derivaba en escándalo cada domingo que le correspondiera a mi papá llevarme con él, el único que me entendía y permanecía estoico, aunque nunca indiferente, era mi abuelo quien después de acabados mis llantos, gritos y escándalos me decía: “Ya hijo, ven, veamos los goles”. Así es que llegué esa noche, tranquilo como cuando era mi madre la que me iba a dejar los domingos, ansioso porque jugaba Chile, el Matador Salas era titular y porque era un partido importante, así es que lo íbamos a comentar cada segundo con mi tata. Entré al departamento siempre ordenado y al no ver a mi tata esperando el partido sentado frente al televisor, con los zapatos en el suelo pero sus pies apoyados en la mesa de centro cuyo vidrio quebré una vez en un arrebato de enojo, pregunté por él. “Fue al estadio a ver a la selección” dijo mi abuela. Me entró una envidia terrible porque ese hombre, quien dicho sea de paso era el responsable de mi tierna niñez y atribulada adolescencia transcurrieran en ese departamento, iba a ver al Matador acercarnos al mundial de Francia en vivo y en directo. Pero era tarde y hacía frío, así es que pensé que fue sin mí por cuidarme de un resfriado que me privaría de varios días de mi primero básico en el Liceo San Francisco. Mi abuela, que a veces sabe lo que estoy pensando, disipó las vacilaciones de mi silencio cuando dijo: “Lo invitó tu tío Nano”. Aquí debo destacar que la selección nacional era nuestro punto de encuentro futbolístico porque él era un hincha ferviente de Colo-Colo, que iba a los clásicos con ya 55 abriles en el cuerpo y yo estaba en pleno génesis de mi eterno idilio con la Universidad de Chile. Yo siempre fui bien despierto, como dirían algunos y sabía para ese entonces que la U había bajado a segunda división dirigida por un técnico que

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después la misma U le daba la vuelta olímpica en la cara cuando dirigía a la Católica. Yo era, además, capaz de recitar la formación titular del 95 o al menos la que más me llamaba la atención: Vargas; Fuentes, Castañeda, Mora, Traverso; Musrri, Valencia, Víctor Hugo Castañeda, Rodríguez; Ibáñez y Salas. Aprendí sobre algo llamado injusticia cuando vi con mis propios ojos que el arquero puñeteaba al Huevo Valencia en el área de River, que después el mediocampista de los argentinos sorprendía al gran Sergio Bernabé Vargas y que nos quedábamos sin Libertadores de América. Me aterroricé cuando vi ahí mismo a los hinchas azules golpeados y ensangrentados. Esto me explicó que la policía es mala en todos lados. Algunos de estos aprendizajes fueron alentados y reforzados por mi padre, fanático azul de quien heredé este sentimiento. Yo trataba de convencer a mi tata de estas bondades que llenaban de calor y gozo mi novato corazón futbolero. Pero era en vano. La Libertadores del 91, Pedreros (de cual había escuchado una referencia de un tal Pinochet), el Cóndor Rojas, los penales con Cruzeiro en Japón, los cassetes con cánticos de la Garra Blanca (que dicho sea de paso él nunca abría, porque nunca supo que yo llenaba de chunchos las páginas interiores de los folletos que venían en las cintas), eran algunos de los argumentos que José Miguel esgrimía para decirme que él nunca se iba a hacer de la U. Insistí hasta el 2000, con los goles de Rivarola en el Monumental. Él estaba enrabiado por ese partido mientras yo luchaba porque mi felicidad no fuera muy exagerada y dañina para su corazón colocolino. En ese momento fue cuando entendí que éramos distintos, él blanco y yo azul.

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Decía antes de explicar esta diferencia que la selección era nuestro punto de encuentro. Una instancia mágica en que su opinión y la mía convergían como sacadas de la misma mente. Él cedía ante mi argumento de que Salas era mejor que Zamorano y yo asentía cuando él decía que Víctor Hugo no era regular en su nivel de juego cuando se ponía la roja en vez de la azul. Entonces vi ese Chile- Perú sin él, como no había sido la costumbre durante esa eliminatoria. El Matador hizo 3 goles, uno con grito en la cara del golero incluido. El otro lo hizo Pedro Reyes, lo que es ya casi una anécdota. Me acosté, me quedé dormido y llegó mi tata. Tarde, muy tarde. Tanto que yo ya había hecho ingreso en la tierra mágica del sueño profundo por lo que la leve apertura de mis ojos no se pudo sostener para levantarme y preguntarle pormenores de ese disfrute que yo sabía nuestro, pero que esta noche él había vivido con su hermano. Ahí caí en la cuenta de que se me había olvidado la envidia. Desperté a la hora de siempre. Tomamos desayuno. Lo de siempre, café con leche y tostadas con mantequilla. Me reservé las preguntas para nuestro momento íntimo que era el camino de la cama a mi colegio, a pie, porque era corto el tramo. Me contó todo, desde que se juntaron con el tío Nano hasta que llegó a la reja que separaba nuestro block del resto del mundo. Cuando me contó que gritaron más el tercer gol de Salas que el de Pedro Reyes (jugador de Colo-Colo), lo miré y le pregunté: “¿Y qué le dijiste al tío?”. “¿Cuándo?” me dijo él. “Cuando se despidieron”, le dije yo. “Le dije gracias hermano”. Cuando me respondió esto, me pareció que tenía cuarenta años menos, que no era mi tata y que él con su hermano compartían una conexión especial que yo quería y que por cierto tenía, pero con él, mi tata, cuarenta años mayor, únicamente cada vez que jugaba la selección nacional.

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EL AGUANTE ¿Cuántas veces fuimos juntos al estadio? ¿Cuántas veces nos abrazamos y gritamos los goles de la Gloriosa en el Nacional? ¿Cuántas veces cargué contigo cuando perdíamos y te trataba de yeta hasta dejarte sin habla; y me sentía culpable después porque pensaba que te lo habías creído? ¿Cuántas veces durante la media sufrimos y nos jurábamos que el próximo semestre íbamos a ser campeones? Primero Católica el 2005 y después el archi el 2006. Tú no sabes cuánto lloré cuando Aceval nos hizo el gol. Disfrutar y saltar por un equipo es una cosa, pero llorar es algo totalmente distinto. En el momento en que uno llora por un equipo está todo dicho y todo hecho. No hay regreso, se consuma el amor, se destraban las últimas confusiones del alma, se establece el orden natural de las pasiones íntimas y futboleras. Lloré como un condenado, lloré hasta quedarme dormido. Más encima al otro día llego tarde a clase, todos los indios adentro y entro yo. Las risas y los “¡fracasado!”, que fue lo más suave que me gritaron. Menos mal que el profe de historia era de la U y los hizo callar. Me fui a sentar al lado tuyo con los ojos húmedos y la única mierda que fuiste capaz de decirme fue: “Ya, tranqui”. Tan impávido como nunca, parecía que lo que había pasado el día anterior había significado una anécdota para ti. Cuando se acabó ese día de colegio fui el primero en salir de la sala, no por arrancar, sino para que todos me escucharan el “¡CHI-CHI-CHI-LE-LELE- UNIVERSIDAD DE CHILE!” Llovieron los insultos, pero yo caminé no más, indolente. ¿Que para qué te cuento esta historia? Para que te des cuenta de lo que es el aguante. Y

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después, el 2007, salen campeones de nuevo. Ganaban y ganaban estos desgraciados, nosotros terminamos 14 ese año, ¿te acuerdas? Tuvimos 3 técnicos ese año, mucho. Primero dejaste de ir al estadio, dijiste que ya no te gustaba ir a puro sufrir y a putear a los jugadores. Yo te insistía que no, que vamos, que aguante la Chile, que en las buenas y en las malas, que esa es la diferencia, que no nos importan las copas sino la pasión, pero tratar de hacerte cambiar de opinión era como intentar pasar una sandía por el ojo de una aguja. El 2008 jugamos la promoción contra Puerto Montt. La ida en Santiago la empatamos a 0. La vuelta era la semana siguiente. Empecé a hincharte lueguito. “Viajemos, hermano, no podemos dejar a la U ahora”. Me respondiste que lo ibas a pensar. No tengo idea si en verdad lo pensaste, pero me dijiste que no. Tus negativas, ya lo había aprendido, qué duda cabe, eran rotundas. No existía fórmula que te hiciera cambiar de parecer. Eras terco, obstinado y arrogante, con razón te iba tan bien en las pruebas. No tienes idea de lo que lloré en ese bus hacia Puerto Montt. Me llevé un termo lleno de vino, que iba rellenando a lo largo del viaje. Llegué al estadio y fue como siempre. Te echaba de menos, está claro, pero saltando y cantando se me olvidaba un poco. Perdimos. No te cuento cómo ni por qué lo viste, y me viste a mí llorando en el Chinquihue. Salí en la tele y en las noticias, todos me contaron. No te dignaste ni a llamarme, como en la media cuando nos decíamos: “el otro semestre compadre”. Nada. Te iba a llamar pero pensé que estarías triste y cuando estás triste no pescas el teléfono. Bajamos a segunda. Otra vez. Hablamos algo cuando volví, pero poco. Me contaste que estabas

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pololeando con una mina del Colo y yo te dije: “No te vayan a voltear”. No tenía idea. Estas bestias jugaban la final de la Libertadores de América otra vez. Yo sabía, pero tenía mejores cosas que hacer en mi vida que gastármela viendo un partido de ellos. Medio Santiago con la camiseta incolora, el metro lleno de blanco y negro. Atisbos de lo que estaba por pasar. Habían ganado en la ida 2-0 a Jorge Wilstermann en Bolivia y era casi imposible que les dieran vuelta el resultado. Quince minutos antes de que empezara el partido me llamaste. Te costó hablar. Carraspeaste después de saludarme. Me dijiste que estabas en el estadio. Te pregunté que en cuál estadio. No podía, o no quería, o me rehusaba a pensar. Me respondiste que en el David Arellano. No era posible. Te pregunté si era broma, si me estabas hueveando porque no podía imaginarte metido entremedio de esos seres contra los cuales tanto habíamos gritado, tanto habíamos peleado. Me dijiste lo siguiente: “La U no existe, yo no sé lo que es ser campeón, no tienen estadio, cualquiera los basurea, ahora soy del Colo”. Si te hubiera tenido al frente te parto la boca, pero solo atiné a decirte: “Estás muerto, la U es todo, el Colo no es el aguante que somos nosotros, perdedor, te vendiste por unos momentos de gloria que ni siquiera van a ser tuyos, porque tú saltaste en el tablón conmigo y con Los De Abajo, si te veo en la calle con ese trapo te rajo”. Corté. Te cuento todo esto para que veas que yo sí tengo aguante, que soy de la U y que no olvido, que tampoco perdono, así es que si me voy en cana por haberte pegado en la calle me da lo mismo. Son principios, es aguante, yo cobré tu traición, a ver si puedes levantarte ahora.

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¿CÓMO ES EL HINCHA DE LA U? Para hablar sobre el hincha de la U, primero tenemos que entender qué es la U. Debemos ubicarla en un contexto futbolístico (primero que todo), social y cultural (después). Luego, nos internaremos en el concepto que este hincha tiene de la U. La Universidad de Chile nace bajo el alero de la casa de estudios del mismo nombre, y con algunas dificultades logró posicionarse en lo alto del fútbol nacional. Tuvo una década de gloria, donde de la mano del “Ballet Azul” logró seis títulos, dos subcampeonatos y memorables actuaciones contra equipos como el Santos de Brasil (con Pelé en sus filas), el Milan de Italia, el Standard de Lieja y otros campeones europeos. Después de eso, pasaron 25 años sin que la U pudiera dar la vuelta olímpica. 25 años donde hubo de todo: desde la separación de la Universidad de Chile y creación de la CORFUCH hasta un descenso, pasando por intentos de construir un estadio, deudas millonarias generadas por dirigentes corruptos (en una época donde todas las autoridades eran elegidas por la junta militar), fracasos deportivos y escasos triunfos. Luego vino el renacer deportivo de la Universidad de Chile, que bajo la conducción de René Orozco (doctor titulado de la “Casa de Bello”) logró ordenar sus alicaídas finanzas y formar un plantel competitivo para volver a pelear en lo más alto de la tabla y cumplir así el sueño de la nueva estrella. Campeón el año 1994 tras un campeonato de infarto, donde la Católica siempre llevó la delantera. Bicampeón el año 95 y

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campañas inolvidables, como la del 96 en la Libertadores, donde River Plate le cortó el sueño a la vocal mágica ayudado por una mano siniestra; o la del 99, donde el cuadro mágico estuvo 33 fechas invicto y protagonizó partidos épicos, como contra Coquimbo, cuando en el minuto 87, y perdiendo 1-0, Pedro “Heidi” Gonzalez pierde un penal, luego la U lo empata a través de un córner y al final del encuentro lo gana con un cabezazo de Rafael Olarra, o el 5-4 en el último suspiro contra O’higgins de Rancagua. Más años malos y la quiebra del club. Como una señal de que algo grande se venía, llega el campeonato del 2009, semifinal de Libertadores nuevamente el 2010 y el 2011. Ese glorioso año 2011 donde el conjunto azul supo de alegrías gigantes, como la final ganada a Católica y la copa Sudamericana. El 2012 fue una prolongación de estos éxitos, con entrañables triunfos sobre el archirrival y remontadas históricas a Deportivo Quito y O’higgins, esta última coronándonos campeones. Luego, más derrotas, un 2013 solo destacando el triunfo en la final de Copa Chile ante (quién si no) Católica, pero aumentando el número de años sin ganar en el Monumental. Un año 2015 que comenzó de la peor manera, eliminados de la Copa Libertadores, pero terminó con un gusto hermoso, final de Copa Chile ganada al enemigo, con gol de penal de nuestro amado (por nosotros) y odiado (por ajenos) Johnny Herrera. Una historia de momentos dulces y amargos, que por cierto reflejan la vida de todos nosotros, los que somos hinchas de la U. Socialmente el club de fútbol de la Universidad de Chile nació como un movimiento estudiantil, formado por integrantes de esta casa de estudios. Su insignia, el chuncho fue el espontáneo estandarte, que representaba “la sabiduría, la

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vida sana y el equilibrio entre el cuerpo y el alma”. Luego se profesionalizó y se incorporaron diferentes jugadores, siempre bajo el cobijo de los ideales que promovía la universidad. Durante los oscuros años que vinieron después para el país, la fanaticada azul comenzó a entonar el icónico “Y va a caer”, llevándolo desde las protestas hasta el estadio. El líder de la barra oficial de ese entonces, conocido partidario del gobierno militar, salió a defenderse arguyendo que era una facción aislada compuesta por jóvenes subversivos, rebeldes, violentos y borrachos. Lo que el “Chuncho” Martínez no sabía era que ese grupo de jóvenes se convertiría en la barra más popular de Chile, Los de Abajo. Con la llegada de las sociedades anónimas al fútbol, Azul Azul S.A. específicamente al cuadro universitario, las movilizaciones en repudio a esta gestión se hicieron presentes y permanentes. Los hinchas no podían tolerar ser considerados clientes, y que el club que tanto amaban fuera ahora una empresa, que generara ganancias a sus accionistas pero pérdida de beneficios en sus fieles. El fanático azul siempre ha estado comprometido con su equipo, porque es parte de su vida. Pero, ¿qué es ser hincha de la U? ¿Cómo describir lo que esta persona, diferente al resto de los mortales, siente por su equipo? Podríamos decir por ejemplo que el hincha de la U es romántico, como dice el himno. No vive de glorias pasadas por el mero hecho de tener copas en las vitrinas, sino por los momentos de alegría que le dieron esos triunfos. Se recuerda más de lo que pasó ese día que del hecho de ser campeón; se nutre de historias románticas, de viajes fallidos, de encontrar ese gusto dentro de las tragedias. El fanático de la U es simple, no le importa si el equipo pierde y jamás va a preferir una copa

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en desmedro de ver jugar a la U, porque el fanático no se convirtió por las glorias, se convirtió porque la U es única, porque cada vez que esos once jugadores entran a la cancha, se convierten en hermanos, en representantes de lo que él quisiera hacer; el hincha de la U daría lo que fuera por poder estar dentro de la cancha vestido de azul, no necesariamente para ser campeón, sino que para poder defender los colores de su amado equipo. Es por esto que canta hasta romper su voz, porque la U le da alegría por existir, le hace sentir vivo, y debe retribuirle esta vida que el cuadro mágico le da, cantándole y alentándolo donde sea, bajo las condiciones que sea. El hincha de la U es terco y porfiado, pero todo lo hace solamente por estar ahí con la U. Es capaz de soportar golpes, insultos, vejaciones policiales, peleas en su casa, discusiones con su pareja, viajes en pésimas condiciones e incluso días y noches sin dormir ni comer, porque sabe que al final va a llegar el momento de ver al equipo jugar, y que todos los sacrificios van a haber valido la pena. Sabe que tiene que pasar por momentos desastrosos y andar por caminos pedregosos, porque la U le va a dar alegría y todos los malos pasos van a ser una anécdota. El hincha de la U vive por la U, y aplica su filosofía al vivir cotidiano, sabe que la forma de vivir la pasión por la U es como la vida misma, la vida que golpea y abate, la vida que no es siempre color de rosa y que cuando tiene que enseñar algo lo hace a través del dolor; pero que en algún momento va a mandar momentos buenos. Para un hincha de la U, el club es la vida, y no hay vida sin el club.

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DEFENSORES Nunca fui un tipo de camorras. Siempre me asustó un poco pelear. Toda la vida he sido flaco y bajito, nunca me caractericé por un porte o una contextura que intimidara, por lo mismo no me tenía confianza si se daba la ocasión de montar o participar en un conflicto físico. Como conocía estos aspectos y debido también a mi eterna personalidad pacífica y conciliadora, tenía el cuidado y el tino de no enfrascarme en discusiones innecesarias y potencialmente violentas. Sin embargo, hubo una vez en la que me arriesgué a un enfrentamiento casi sin pensarlo. Ocurrió de repente. Ya estaba en la universidad. Por ese tiempo frecuentaba un grupo de muchachos que eran amigos de un compañero de carrera. Mi relación con ellos era profunda durante, digamos 90 minutos a la semana, que era la frecuencia con la que disputábamos partidos con distintos rivales en el mítico estadio USACH. El resto era encontrarse en los pasillos de la universidad y saludarse de forma amistosa pero no empalagosa, así como cuando uno celebra un gol cuando te llevan tres en contra y no hay tiempo para bailecitos ni besitos en los tatuajes. El momento del cambio definitivo ocurrió un día martes. Yo por esos años me las daba de puntero izquierdo. Como era ligero, desbordaba y centraba bien, dados mis entrenamientos en la escuela de fútbol donde milité 4 años. Y en ese equipo jugaba de delantero. Más recostado, porque éramos dos puntas y el centro delantero estrella era Eduardo. Muchacho alto, corpulento, patadura y mañoso. Para quitarle la pelota había

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que hacerle una incisión a la altura del tobillo o sembrar el área propia con minas antipersonales. Mandaba chumbazos desde cualquier distancia y mayoritariamente le apuntaba entre los tres palos, con la fuerza necesaria para conseguir que el arquero diera rebote, mandara al córner o rechazara para su suerte; o dejara pasar la pelota, se doblara las muñecas o simplemente no llegara, para suerte nuestra. Trotamos y tocamos la pelota a modo de calentamiento y decidimos empezar. Jugábamos sin árbitro. Cuando juegas 11 contra 11 en cancha de tierra y pasto, con camisetas del mismo color y ceñido al reglamento del fútbol, o a lo que el sentido común te hace conocer de este reglamento, es porque la cosa no es un partido de taca-taca, algo serio tiene. Pero al no haber árbitro, esta seriedad se complementa con la confianza que uno deposita en los rivales y los rivales en uno. El off-side por ejemplo. Hay jugadas en las que el delantero rival sale en evidente posición de adelanto y ahí se espera que éste pare y reconozca la ilegalidad de su carrera hacia el arco. Hay otras jugadas, en cambio, en que el delantero arranca adelantado pero no frena vaya uno a saber por qué, y ahí se desmorona el principio de confianza previamente impuesto. Se le presentan al defensa varias salidas para esta disyuntiva: protestar hasta lograr anular el gol o que sus protestas sean infructuosas y el gol se valide; o bien, puede adherirse hasta quitarle la bola agregando a la entrada un dejo de violencia al borde de lo reglamentario. Amonestaciones o expulsiones no hay. Las faltas se cobran solo cuando la vehemencia del impacto le impide al afectado continuar en posesión de pelota o el alarido se escucha en toda la cancha. En estos casos la barrera se coloca

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a 6 o 7 pasos, con permiso a adelantarse tanto como sea posible mientras el delantero prepara el remate. Ese día martes me resultó todo. Digamos todo lo que respecta a habilitar a nuestra estrella. Cualquier intento individual fue infructuoso, tanto dribleando como rematando de mediana y larga distancia. O se me arrancaba la pelota al entrar al marco mayor o mandaba el chute a dos metros de los verticales y a siete del horizontal, si calculamos un promedio. Pero en los pases al delantero andaba hecho un poema. Me sacaba al marcador de ellos que tampoco era tan bueno o carnicero, pero me lo sacaba justo. Y mandaba el pase. Medido, justo a los pies del talentoso 9 que jugaba por nosotros. El central de ellos era tan ancho como nuestro delantero, así es que ese duelo estuvo entretenido. Cuando él descargaba en dirección a mí, pasaba lo que ya describí. No pude definir una sola oportunidad. En una jugada yo me moví un poco al ala izquierda, recibí desmarcado, hice la diagonal y metí el pase entre líneas en dirección a nuestra carta de gol. Él solo tuvo que acomodarse y la mandó a guardar al rincón más alejado del arquero. Uno a cero. Felicitaciones y persignaciones correspondientes. Ellos se vinieron encima, pero no gozaban de talento o de decisiones acertadas a la hora de acabar una jugada. Nuestro defensa central, hermano de Eduardo sacó de meta y la pelota solo volvió al piso pasada la mitad de la cancha. Como esa suele ser la zona del campo donde más se transita, es también la más poblada con tierra, por lo que la redonda picó hacia adelante. El volante de corte de ellos quedó corto y Eduardo largó junto con el bote. El lateral corrió a marcarme a mí, creo que porque vio que Eduardo estaba más cerca de la pelota, e ir a chocarlo a él equivalía a poner la cabeza

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en la guillotina de manera voluntaria, así es que intuyo que prefirió dejarle tamaña responsabilidad al centerback. Eduardo iba lanzado, con pique y el balón entre ceja y ceja. El defensa quedó parado afuera del área y el goleador le pasó el balón por arriba con la cabeza. Hasta ahí había rebotado en el piso solamente dos veces, el aquero de ellos ni siquiera se lanzó cuando vio la pelota venir al arco como un rayo. Dos a cero. Acordamos irnos a descansar porque ya llevábamos poco más de media hora jugando y hacía bastante calor. Volvimos para disputar el segundo tiempo y Eduardo se cansó y además se resintió de un dolor en el pie, malditos sean los importunos dolores. Así es que me delegaba la responsabilidad de definir las jugadas, pero yo parecía que estaba peleado con los arcos, como cuando te peleas con la polola y no resulta nada de lo que intentas. No entraba ninguna pelota y las mejores intenciones salían disparadas, como fulminadas por la mirada despiadada y rencorosa de esos tres tubos que eran mi polola durante esos sagrados 90 minutos. Me perdí dos goles en inmejorable posición. Ellos estaban jugados al ataque y los únicos que estábamos pendientes de los contragolpes éramos Eduardo y yo. En un tiro de esquina a favor de ellos, yo recibí la pelota después de un rechazo de nuestro arquero que a esa altura había sudado más que en todo el primer tiempo por los esfuerzos de evitar algún descuento peligroso. La despejé mirando a Eduardo que desde la mitad de la cancha observaba el evento belicoso en el arco mayor de nuestra propiedad, el defensa saltó antes que él pero no le acertó al cabezazo, yo creo que debido al sol que lo encandiló. Así es que se mandó solo nuestro compañero iluminado y solo tuvo que sortear al arquero para que el arco quedara a su merced, como pidiéndole

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por favor que sepultara las ilusiones de ese equipo rojo que hasta ahí lo había hecho todo mal. Iban no más de quince minutos de segundo tiempo. Parten ellos del medio y como si les hubieran dicho a todos que su profesor los habían reprobado solo por el hecho de no llamarse como él, se apoderó de ellos una rabia y una determinación como la que tuvo un equipo del sur que le dio vuelta una final imposible a un clásico rival hace no mucho tiempo. Les costó dos intentos marcarnos el primer descuento. Un gol de esos trabados, que el que lo sufre intenta a toda costa meter una pierna para despejarla. Tres a uno. Más o menos como a los 25 o 27 minutos del segundo tiempo, y con ellos ya establecidos en nuestro campo se viene el puntero de ellos por la orilla y saca un centro que rechaza el arquero nuestro con los puños, la recibe el 10 de ellos y la cuelga de un ángulo. Tres a dos. Ya era cosa de tiempo que llegara el maldito y funesto empate. Logramos desalojarlos un poco y mandar unos pelotazos desesperados a la mitad del campo desde donde nacían los ataques rivales. Cuando calculábamos que el partido estaba por darse por finalizado y hacíamos lo posible porque el delantero nuestro recibiera bien perfilado (su dolor de pie ya no lo dejaba correr a alcanzar una pelota) hacen una pared bellísima (a veces hay que ser sincero, aunque los ejecutantes sean los contrarios) el puntero izquierdo de ellos y el 10. Finalmente quedan botados nuestro lateral derecho y nuestro defensa central. Yo, que estaba parado cerca de la jugada atiné a correr mirando los zapatos brillantes del puntero izquierdo. Cuando levanté la vista para ubicarme vi que salía el arquero a la orilla del área.

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Fue en ese instante en el que supe que ese puntero no podía seguir su carrera, así es que se me vino a la mente un recuerdo de un campeonato de baby fútbol en la escuela donde hice la básica y yo le metí una zancadilla atroz a un jugador del otro equipo cuando se iba solo. Ese fue precisamente el tratamiento que apliqué en esta ocasión, 10 años después de esa falta sanguinaria que no quedó impune. Esta vez tampoco quedaría impune, o al menos eso pensaron los jugadores del equipo rojo, que cuales jueces vinieron a tratar de poner justicia emprendiéndolas contra mi humanidad esmirriada, al tiempo que yo veía al jugador tomarse las rodillas y apretar los músculos de su cara en esa inconfundible mueca de dolor físico, pero además sicológico. Sicológico porque ahí se acababa. Ahí moría su oportunidad de acabar esa jornada como héroe y ser recordado como tal en sucesivas jornadas de compartir tragos y hazañas con sus compañeros de equipo. Yo solo supe defenderme a empujones, primero porque me sabía culpable como para mandar al aire un puñete que podía acabar encajado quizás en qué mejilla y segundo, porque esos muchachos con los que yo compartía una amistad profunda solo durante 90 minutos a la semana, esos mismos a los que yo saludaba sin afectos fingidos en los patios de nuestra universidad, se convirtieron en mis férreos defensores, y evitaron que en mi primer amago de pelea saliera perdiendo.

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MÁS ALLÁ DE LA MUERTE Nataniel Rodríguez era fanático de la Universidad de Chile, y sin embargo no quería que ganara la Copa Sudamericana. Quizás si la final se hubiese jugado en otro estadio él hubiera adoptado una actitud diferente, pero se jugaba en el Nacional, y Nataniel creía tener motivos suficientes para pensar de esa manera. 11 de Septiembre de 1973. Los militares se alzan de forma tan violenta y tajante, que todo se calló. Dentro de ese fatídico correr de los días, el Estadio Nacional se convirtió en un símbolo del abuso, del poder exacerbado y de la capacidad aniquiladora de un gobierno tan ilegal como contundente. Centro de detención, de tortura y de exterminio, allí cayeron miles de personas cuyo único crimen (en varios casos) había sido apoyar el gobierno legítimo y democrático de Salvador Allende. Fueron detenidos muchos hombres cuyos sueños de libertad los habían impulsado a manifestar su apoyo a la vía chilena al socialismo. Sueños que ese fatídico 11 quedaron aplastados bajo la bota implacable de la dictadura. Música, arte, cultura, historia e identidad agonizaban junto a aquellos hombres que desconocían incluso la existencia de un futuro más allá de esas torres de iluminación y esos palcos abatidos de dolor. En su mente se amontonaban recuerdos dulces y tristes. Él mismo había ido con su padre a ver al Ballet Azul hacía solo algunos años. Con 12 años Nataniel Rodríguez ya era capaz de distinguir algunas nociones básicas del fútbol, en gran medida apoyadas por enseñanzas de su padre, y por lo tanto,

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disfrutaba de ese equipo azul que salía campeón jugando tan lindo. Él mismo había visto ganarles a los brasileños del Santos, con el mismísimo Pelé en la cancha. Se había maravillado también al ver esos espectáculos que se daban cuando jugaban contra la Católica, y en su mente de niño se preguntaba si los jugadores defendían sus colores porque habían estudiado en respectivas universidades. Fiestas de fútbol en las que el estadio se llenaba de gargantas estridentes y personas agolpadas en las rejas perimetrales deseando poder entrar a disfrutar de tardes familiares de fútbol y magia. Y ahora, todo era distinto. Adentro las graderías se habían llenado de desconcierto, de historias con lugares comunes, de preguntas sin respuestas, de gargantas que si bien necesitaban desahogar su pena, no se permitían gritar ese dolor ahí afuera, y lo lloraban adentro, en las noches que pasaban en esos fríos camarines en los que intentaban, sin mucho éxito, conciliar el sueño. Esos camarines que habían albergado los nervios y la adrenalina de esos integrantes del glorioso Ballet Azul cada vez que se preparaban para salir a barrer rivales con ese juego mágico. Nataniel Rodríguez había sido testigo de esos días gloriosos de antaño, de azul y cielo, pero ese sombrío día, todo cambió. Su padre salió a trabajar como todos los días, pero como nunca antes. Su esposa le dijo que no asistiera al trabajo, que todo estaba muy raro, que no se sabía que podía pasar; y él que no, que si falto me pueden despedir, que si pasa algo nos van a mandar temprano a las casas y otras excusas un poco menos convincentes. Dos días después, Nataniel Rodríguez y su madre se enteraron de que su padre y esposo llegó a su trabajo, pero no tuvo razón en lo que iba a ocurrir.

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Lo tuvieron retenido a él y a algunos compañeros más. A todos los había visto en reuniones del sindicato. Después de un rato largo de silencio y amenazas de los militares que custodiaban a estos “peligrosos conspiradores”, les ordenaron salir de la fábrica con las manos a la nuca, en fila india y subirse al camión que les esperaba afuera en completo silencio. Quien tuviera la idea de proferir palabra alguna o de intentar algún movimiento extraño, iba a “terminar en el infierno de un balazo, como todos los otros upelientos”. El acoplado del camión era cerrado, por lo tanto ninguno de los trabajadores podía ver hacia dónde se dirigían. Estuvieron dando vueltas alrededor de tres horas, hasta que se detuvieron y los militares abrieron la puerta del acoplado. Descendieron los trabajadores y bajo las mismas órdenes caminaron en dirección a la fila que se formó frente a los accesos a las galerías del Estadio Nacional. Ahí se les hizo un control de identidad y se les escoltó hacia la escotilla que le correspondía a cada uno. Obviamente, los “peligrosos conspiradores” no podían estar juntos, así es que todos esos compañeros de reuniones sindicales no volvieron a toparse en el estadio. Nataniel Rodríguez y su madre hicieron fila muchas veces para poder entrar a ver a su padre y esposo, pero nunca lo lograron. Los militares les decían que nunca estuvo ahí, que quizás estaba en otro centro de detención, que buscaran en el estadio Chile. Por supuesto que fueron a buscarlo ahí y las respuestas que recibieron fueron idénticas a las del coloso de Ñuñoa. El 14 de Diciembre un llamado telefónico a la casa de Nataniel Rodríguez los despertó del letargo y la ilusión. Era un compañero de escotilla y camarín que de alguna forma había conseguido el número de teléfono. Fue preciso y severo, sin

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eufemismos. La penúltima vez que lo había visto, lo habían llamado a interrogatorio. La última vez que lo vio, lo llevaban envuelto en una frazada, descubierta sólo su cabeza, inerte y sangrando por sus oídos y boca. Dijo además que no compartía mucho sus experiencias con sus compañeros, pero que tres temas le hacían volver mágicamente las palabras y el brillo a los ojos: su esposa, su hijo y la Universidad de Chile, la “Chile”, como diría este compañero de prisión. De ahí en adelante, Nataniel Rodríguez cultivó un odio contra todo lo que estuviera relacionado con ese maldito lugar. En realidad, casi todo. Había algo a lo que no podía dejar de amar. La Universidad de Chile. Es que ese equipo de fútbol se había convertido en un lazo invisible e indestructible que lo ataba a su padre. Cada vez que pensaba en “la Chile”, aparecía en su mente el recuerdo de su padre tomado de su mano, comentando sonriente los pormenores de algún partido. Como esta dualidad dolorosa le comía el alma y el pensamiento, optó por no ir nunca más a ese estadio. Si la U jugaba en otro recinto, ahí iría a verla, pero al Nacional no volvería a ir jamás. Pasaron muchos partidos inolvidables que él no vio en vivo. La liguilla del 80 ganada al archirrival en el último suspiro; el descenso, que lo mantuvo una hora llorando pegado a la televisión; el penal que Borghi ni con una rabona pudo meter en el arco defendido por Sergio Bernabé; el bicampeonato del 95; el del 2000; y más recientemente, la vuelta olímpica del Apertura 2011, cuando su amada U. de Chile dio vuelta un resultado que parecía imposible. Pero ahora, ahora él no quería que pasara. Porque la historia debía seguir como había sido hasta entonces. Los

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blancos, Cobreloa dos veces, la Católica, los blancos de nuevo, en ese partido donde Pachuca les dio vuelta el 1-0. La misma U el 96 y el 2010. Eran argumentos suficientes para esgrimir al momento de afirmar que ningún equipo nacional podía ganar un torneo internacional en ese estadio, porque estaba maldito, porque estaba manchado con sangre, porque cuando la hinchada se iba, sonaban los gritos de horror y tortura que escondían esas capas de pintura. Un torneo nacional, un campeonato, vaya y pase. Pero una copa internacional, sea cual fuera, era algo totalmente distinto. Porque ese estadio había sido el lugar donde muchos compatriotas perdieron la vida, jugando el partido más desigual de la historia. Al principio, él no se inmutó demasiado. Ganarle así a Deportes Concepción para clasificar a la Sudamericana, no revestía mayor inquietud. Un par de rondas, nos toca con un argentino o un brasilero y listo, estamos fuera y todo vuelve a caminar y la maldición no se rompe. Pero cuando vio el partido contra Flamengo, en Brasil, su corazón dio un vuelco para indicarle que algo grande estaba por pasar. Nataniel Rodriguez veía como la U. de Chile pasaba por encima de Ronaldinho y compañía, quienes parecían meros espectadores de la obra maestra que tenía como protagonistas a Vargas, Rojas, Marco y Osvaldo, Herrera, Mena, Díaz, Aránguiz, Lorenzetti, Castro y por supuesto a Sampaoli. Cuando terminó el partido y él se fue a acostar, supo que Flamengo ya era historia incluso antes de venir a jugar la revancha. Luego Arsenal y la misma historia. Ahora cada vez que empezaba un partido de la U por la Sudamericana, él sentía una piedra que le subía desde el estómago a la boca y le bajaba de vuelta. Algo muy grande estaba por pasar. El partido con Vasco en Santa Laura no lo vio,

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porque pensó que quizás así la U perdía y no llegaba a la final. Pero en el fondo de su corazón, él quería que la U ganara y que todo se decidiera en la final. Liga Deportiva Universitaria de Quito. Tremendo rival, invicto en torneos internacionales jugando de local, con un plantel potente, más encima jugando en la altura. Nataniel Rodríguez vio el primer partido solo. En el living de su casa y esperando nada. Su respiración se detuvo cuando Eduardo Vargas sorteó al arquero y demoró en empujar la pelota a la gloria. Mientras el comentarista vociferaba lo obvio, Nataniel Rodríguez se sentó en el sillón del living de su casa, mirando el televisor pero viendo nada. Cuando terminó ese partido en Quito, él se fue a la cocina, calentó agua, se preparó un té y pensó durante mucho rato, que la historia se había confabulado para poner todo a prueba. Los recuerdos, la historia, el maleficio, la magia, la Chile. Esos días que siguieron antes de la final de vuelta se le hicieron eternos. Finalmente la noche del partido, encendió el televisor, sintonizó el canal que transmitiría la final y se sentó en el sillón del living de su casa. Cuando vio que Eduardo Vargas remataba para marcar el primer gol, no lo gritó, no se levantó, no dijo palabra alguna. Solo se puso de pie cuando terminó el primer tiempo. Fue al refrigerador, lo abrió y cerró maquinalmente, fue al baño, volvió al refrigerador, salió a dar una vuelta a la manzana, volvió a su casa, entró de nuevo al baño, volvió a abrir y cerrar el refrigerador y se sentó de nuevo en su sillón. Cuando Gustavo Lorenzetti marcó el segundo, apretó el puño y lo agitó, como si fuera un gol de descuento, esos que se marcan de visita y que a veces sirven para acortar la diferencia de gol para la revancha. Fue ahí cuando el corazón le empezó

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a latir más rápido de lo normal. Se estaba dando cuenta de que ahí terminaba todo, o mejor dicho ahí cerraba todo. Ahí se rompía el maleficio, porque la U iba a dar la vuelta olímpica de un torneo internacional en ese maldito estadio. Ahí comenzaba la magia, porque la U de Chile era capaz de acabar con todo el dolor y la muerte que habían sembrado los militares antes. Cuando Vargas repitió y selló el 3-0, Nataniel Rodríguez se puso a llorar, pero no como ese 14 de Diciembre de 1973, con rabia, dolor y odio. Este era un llanto nuevo, un llanto de alivio. Un llanto un poco ridículo, porque no entendía a esa altura como era posible desear y esperar que ese equipo no fuera campeón en ese lugar, si ese equipo era más fuerte que todo el odio, toda la destrucción, todo el llanto y la humillación. Se secó las lágrimas y se encontró al árbitro levantando los brazos para indicar el final, el campeonato, la algarabía desatada. Fue en ese momento cuando Nataniel Rodríguez se encontró a sí mismo llorando y alzando los brazos y la mirada al cielo, para traspasar la muerte y encontrar y abrazar a su padre, que cayó en ese lugar terrible, desde donde ahora la U. de Chile, “la Chile”, lo estaba haciendo gritar y llorar de alegría.

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PUDO SER “Quiero verte” le dijo, y ahí comenzó todo. Pensándolo bien, todo comenzó mucho antes, cuando se conocieron en la universidad. Él siempre la encontró hermosa, perfecta, pero se emparejó con otra compañera. Más de un año y medio duró ese idilio hasta que se dio cuenta que esa niña no estaría dispuesta a compartir sus máximas pasiones. Y se aburrió. Pero nunca tuvo el valor, o lo que fuera que se necesitaba para tenerla y traspasar esa barrera de la amistad a medias. Él una vez le dijo que la quería. Pero fue más por confortarla, y ella se lo tomó por sorpresa. No supo qué responderle y prefirió no mentirle. De ahí en más mantuvieron una amistad a medias, donde se hablaban tarde mal y nunca, y mayoritariamente sobre el equipo de fútbol del que ambos eran aficionados, la U. de Chile. En parte porque nunca fueron tan unidos, y también porque los celos de la polola del muchacho le impedían acercarse a otra mujer. Pero esa noche él venció sus miedos y le habló. Le dijo que la echaba de menos y que quería verla. Ella le dijo que había soñado con él y que había despertado feliz, porque soñó que él era el hombre que necesitaba para toda su vida. Él se durmió triste, porque a pesar de estar de acuerdo con lo soñado por esta muchacha, no podía hacer nada. No había forma, porque su matrimonio estaba ya consumado. Era un hombre felizmente casado y no quería poner eso en riesgo, porque ya estaba su vida diseñada con esa persona. Pero se puso triste y se fue a dormir, y coincidentemente esa noche soñó con ella. Le dijo en sus sueños que había renunciado a

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toda esa vida perfecta que tenía diseñada y que quería ser suyo, para siempre. Despertó de madrugada sudando y tuvo que ir a la cocina a beber poco más de un litro de agua. Al otro día pensó en decirle lo que había soñado, pero no quiso porque temió que no le creyera y que lo tomara por charlatán. Pasaron exactos dos meses desde ese incidente, y la mujer de este muchacho tuvo que irse de viaje por una semana y media. Él reunió el valor para invitarla a salir y para combatir su sentimiento de culpa y le dijo que fueran al estadio. Los dos compartían el amor por la U y encontró una luz para iluminar el camino del encuentro. Se ubicaron en un sector preferencial, poco concurrido y se aprestaron a ver el partido. La U comenzó perdiendo, ella le tomó la mano y no se la soltó hasta que lo empató. El partido estuvo muy animado y al final del encuentro, el arquero azul convirtió un gol de penal. Ella lo abrazó y se besaron instintivamente. Se besaron con tanta pasión, que solo dejaron de hacerlo cuando el árbitro hizo sonar su silbato para indicar el fin del partido. De ahí en más nunca dejaron de ir juntos al estadio. Inventaban excusas para no acompañarse de otros, y ese era su momento de unión. Él evadía a su esposa y ella evadía al que eligió como su compañero de vida. Pero el amor late más fuerte cuando se prohíbe. Ninguno de los dos se atrevía a luchar realmente por eso que sentían y no tenían la valentía para dejar todo abandonado e irse juntos. Sin embargo, no todo puede aguantar eternamente y el sentimiento crecía cada partido más. La U logró meterse en la final de la copa Libertadores y definir en casa. Con el 0-0 en el partido de ida, todo parecía fácil para el equipo azul, a pesar de que al frente estuviera nada más ni nada menos que River Plate. Él no pudo aguantar más y le

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prometió dejarlo todo si es que la U salía campeón, y le pidió a ella que se dejara de bromas y que lo prometiera también. Ella se fue en silencio todo ese camino al Nacional, y cuando estaban saliendo los equipos al terreno de juego con el telón de fondo a cargo de la hinchada “Los de Abajo”, comenzó a llorar y le contestó que sí, que ella cumpliría con lo mismo. Era una forma de premiarse el esfuerzo contenido por tanto tiempo; era una manera de decir: “Somos vencedores, lo podemos todo”. Al otro día ellos estaban tomando desayuno, con camisetas de la U, tomados de la mano y besándose en el avión.

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EL MOMENTO PERFECTO Si algo me ha enseñado la vida es que hay veces en las que el enemigo está más cerca de lo que uno pudiera creer, y que no podemos hacer nada frente a esa presencia. Porque sin quererlo, ese enemigo se torna parte fundamental de nuestras vidas, comienza a compartir el tiempo, las experiencias, las alegrías y las penas. Se convierte en una de esas coincidencias que parecen sacadas de un libro de fantasías, porque hasta el momento anterior de esta coincidencia, hemos pensado que no somos nosotros el tipo de personas a las que les suceden estas cosas, que nuestras vidas son equivalentes de existencias promedio, de cosas que pasan porque sí, siguiendo un ritmo que parece predeterminado y predecible. Pero llega ese momento y todo vuelve a caminar. El tiempo y las cosas se alinean y caminan en una dirección nueva y correcta. Todos los pasados banales y todos los hechos anteriores parecen convertirse en una mera exposición de errores, porque ahora sí, ahora la vida va a correr hacia el lado correcto. Yo la vi y supe inmediatamente que ella era la que iba a cambiar mis tardes solitarias por conversaciones intrigantes, por horas de amor y compañía. Yo la vi y supe que la quería. La quería y la amaba, que son dos cosas diferentes. Yo supe de inmediato que esa chica podría acompañarme en todas mis aventuras, y así fue durante dos semanas. No nos veíamos tan seguido, pero aprovechábamos cada segundo de nuestros encuentros en las plazas y parques cerca de nuestros colegios y de su casa. Dos semanas maravillosas en las que nos conocimos, nos miramos, nos besamos y nos tomamos las manos como si más allá de la

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bajada de la micro no existiera mundo. Pero no todo es para siempre, por más que los astros se pongan en línea. Una tarde de septiembre, calurosa pero adornada por un suave viento frio, se me ocurrió preguntarle si le gustaba el fútbol. Me dijo que sí, que era fanática del fútbol por su papá. Mientras me decía eso, mi estómago dio tres vueltas hacia atrás y volvió a su posición retorcido. Había tres opciones: la primera, que fuera de mi mismo bando, quizás con distintos matices, pero hincha del mismo equipo que yo, para mi suerte. La segunda, que fuera hincha de algún equipo inofensivo, que no tuviera rivalidad directa con mi predilección. Y la tercera, la más funesta, que fuera hincha del archirrival. Con un silbido de aliento le pregunté qué equipo le gustaba. Me miró seriamente y pareció dudar en contestarme. Lo dijo rápidamente. Cuatro sílabas. Cuatro sílabas que me parecieron cuatro estocadas en el cuello. Debo haber puesto una cara de terror elocuente, porque ella se echó atrás y me miró asustada. Lo había comprendido. De las tres opciones, era la tercera. La peor, para mí. Le pregunté si iba al estadio y me dijo que sólo cuando iba con su papá, pero que eso ocurría casi siempre que jugaban de local. Ella me preguntó lo mismo y le dije que no me perdía partido de local, y que de visitante tenía que inventar las historias más descabelladas para poder salir de la capital, porque mi mamá se preocupaba mucho. Nos fuimos a tomar la micro en silencio y cuando se subió, vi preocupación en sus ojos de almendra. Me fui a mi casa pensando en la razón por la cual Dios la había hecho tan perfecta si la iba a castigar haciéndola hincha de ese equipo, ese terrible equipo. Por supuesto que también pensaba mientras me acercaba a mi hogar en cómo iba a hacer compatible ese aspecto de su vida con todo el amor que para esas dos semanas ya le tenía.

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El sábado fui a ver al equipo contra Deportes La Serena. Bonito triunfo, bonita tarde. El día martes la fui a buscar al colegio. Traté, juro que traté de no abordar el tema y no espantarla, pero a los quince minutos le pregunté si había ido al estadio. Bajó la mirada y me dijo que sí. Me sentí como un imbécil. Ella me respondió casi con culpa, y le dije que estaba bien, que en eso éramos diferentes y que no podíamos hacer nada. Yo sé que a los 18 años uno piensa en modo cursi todas las cosas antes de decírselas a una chica con la cual ya te imaginas casado, viejo y con niños, pero yo de verdad creía lo que le acababa de decir. Así pasaron las semanas y el tema se fue aquietando. Estábamos más tranquilos y habíamos progresado de tal manera que ya hablábamos de fútbol y debatíamos poniendo a nuestros equipos de frente. Cuando la situación se ponía un poco densa, nos dábamos un beso y nos reíamos. Así pasaron los meses, sin pedirnos nada con respecto a nuestros gustos futbolísticos, solo pidiéndonos pololeo, y con la situación ya controlada, hasta que ella me dijo que el papá quería conocerme, y para eso me había invitado cordialmente a almorzar con ellos el próximo domingo. Inmediatamente llegó a mi cabeza el día domingo. No era un domingo cualquiera, era ese día domingo que se da dos veces al año, era ese día en el que se enfrentaban futbolísticamente sus creencias con las mías. Era el choque del siglo. Yo para ese entonces estaba enamorado locamente, y jamás se me pasó por la cabeza rechazar esa invitación, pues sabía que ese domingo nuestra relación podía dar un paso gigante. Lo que sí pensé fue en si el papá de mi polola lo había hecho a propósito, si mi polola le había dicho que yo era hincha de su archirrival y si aún en terreno enemigo podía soportar ver al equipo de mis amores.

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El sábado en la noche dormí poco y mal. Estaba irremediablemente ansioso y expectante por el almuerzo y por supuesto por el partido. No nos jugábamos nada trascendental porque ambos equipos estábamos en la mitad de la tabla y las posibilidades de que alguno de los dos se acercara a la pelea por el título eran muy escasas, pero clásicos son clásicos, son partidos aparte. Un clásico puede parecer muy poco importante cuando los dos equipos no pelean nada, pero siempre es objeto de deseo saborear la victoria frente al rival de siempre, ese rival que se odia y que, como ya he dicho antes, se pone enfrente de nosotros y nos revoluciona las emociones. Así es que decidí no ir vestido con algo de color azul para evitar fricciones evitables e innecesarias. Me desperté el domingo sobresaltado y alerta. Cuando me junté con ella en el paradero de siempre, comprobé con un poco de gusto culpable que ella compartía esas sensaciones. Se notaba tensa, miraba en direcciones distintas cada 2 segundos y medio como si ese gesto pudiera hacer que el tiempo avanzara más rápido o que sus nervios se calmaran. Llegamos a su casa y su mamá nos abrió la puerta. Llevaba puesto un delantal de cocina y el pelo mojado le hacía ver más joven de lo que en realidad era. Pasamos y su papá estaba preparando pebre. Antes de saludarme se lavó las manos para no impregnarme con olor a perejil y otros elementos de su preparación. Me dijo que era un gusto por fin conocerme, a mí que era ese cabro del que tanto hablaba su hija. Nos pusimos a conversar y ayudé a poner la mesa; no por ganarme el humor de mis suegros, sino porque lo hacía siempre y esa costumbre ya era casi parte de mí. Mientras comíamos, me convertí en un interrogado sin quererlo, pero a la vez sin evitarlo. Mi familia, mis opciones de futuro después

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del término del año escolar, las actividades de mi tiempo libre y hasta mis mascotas fueron tema de conversación durante la entrada y el plato de fondo, y por un momento casi hasta olvidé lo que iba a pasar a partir de las 4 de la tarde. Cuando sirvieron el postre, el tema se presentó en todo su ancho. Y no fui yo, lo juro. Fue el papá de mi polola el que dijo que más rato nos íbamos a sentar a ver el partido. Asentí. No dije nada porque tenía en mi boca una cuchara con flan de chocolate y también porque no pude pensar en ninguna respuesta inteligente. Fue como si mi cerebro sólo hubiera ordenado mover la cabeza en un gesto vago de arriba hacia abajo. Un cuarto para las cuatro el papá nos invitó al living. Ya más o menos al momento de las formaciones de los equipos, mi estómago volvió a hacer esa gracia de retorcerse. El papá se sentó en su gran sillón de cuero, que lo hacía parecer un rey en su trono, dueño de su castillo y sus tierras y por lo tanto, de todas las palabras que se dijeran en ese trozo de mundo. Yo me senté con mi polola en el sillón de dos cuerpos café que parecía sacado de otra parte, como si se lo hubieran conseguido con un vecino que no compartía los gustos mobiliarios. Comenzó el partido y se me hizo un suspiro hasta el minuto 64, cuando el delantero de ellos cabeceó y nos pegó el primer golpe. Yo la miré a ella, y no lo celebró. No así su papá, que lo gritó como si hubiera estado en el estadio. Ningún insulto, nada ofensivo, solo el grito de gol ardiente y explosivo que salía incesantemente de lo más profundo de su ser. El resto de mis órganos y mi estómago trabajaban en conjunto en eso del retorcimiento y me estaban matando. Hasta que cayó el azul en el área. Se puso frente a la pelota, chuteó y gol. Faltando tan poco para el final, me daba por pagado y sólo empuñé mi mano y la agité. No grité, porque empatar el partido a esa altura era un premio suficiente. Además con ese

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resultado quedábamos todos medianamente contentos, o quizás solo quedábamos sin pelearnos, lo cual era un paso bastante importante para mis pretensiones en ese momento con mi polola y su familia. Pero la vida tiene esos momentos únicos, determinantes. Esos momentos que tú sabes que algo va a pasar justo antes de que pase. Y es que yo lo vi meterse al área antes de que el otro sacara el centro. Yo lo vi picar desde tres cuartos de cancha para dejarlos hundidos y humillados como antes, como cuando se colgó de la reja, como cuando cabeceó por encima del arquero, como esa tarde de febrero y la goleada. Yo lo vi saltar y supe que no era posible seguir mudo, que tenía que acomodarme porque el retorcimiento de mis interiores iba a llegar a su punto más álgido. Yo tuve que gritarlo porque estos momentos se dan pocas veces en la vida, tan pocas veces como encontrar a una mujer perfecta, o casi. Yo tuve que arrodillarme porque no era capaz de ubicarme en el tiempo y lugar donde realmente estaba. Yo tuve que cerrar los ojos porque no quería saber de nada más, ni de nadie más, aunque al lado estuviera la persona indicada para mí, la futura madre de mis hijos y la compañía de mi jubilación. Yo tuve que gritarlo hasta perder el aire porque en esos meses paradisíacos no fui capaz de decirle a ella que mis órganos retorciéndose querían decirme algo. Yo tuve que esforzarme para lograrlo porque sabía que ahí, en ese lugar y en ese momento, justo cuando les ganábamos de esa forma que yo tanto disfrutaba, ahí era el momento justo para rendirme y dejar de luchar, ese era el momento perfecto en el que yo quise irme, no sin antes mirarlos a los ojos a todos los habitantes de esa casa y gritarles: “Vamos la U conchetumadre”.

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ENAMORADO DE MI PROFESORA Llegó un día la profesora nueva de Lenguaje y Comunicación (o como le dice mi abuela, Castellano) a la sala en medio de un desorden generalizado del que yo formaba parte. Ella entró con su caminar pausado, sus labios sin pintar, sus uñas pintadas de azul, su pelo lacio y unos ojos verdes que a partir de nuestro primer contacto visual, jamás he podido olvidar. Dejó el libro de clases con displicencia sobre la mesa y se paró en el medio del pizarrón, observándonos con detención. Nosotros medio asustados con esta nueva presencia en la sala (no sabíamos que el director había tenido amores con nuestra ahora ex profesora de Lenguaje), atinamos inmediatamente a volver a nuestros puestos y esperar lo que esta nueva docente nos iba a decir. Dijo: “Espero que esto no se vuelva a repetir.” Y yo al ver su rostro inmaculado decidí que nunca más me iba a portar mal en presencia de ella, que iba a hacer lo imposible por ser un santo y que si Lenguaje era uno de mis promedios más altos, ahora iba a ser el mejor. Con el correr de los días me iba poniendo más firme en mis propósitos y estudiaba después del colegio lo que habíamos visto ese día en Lenguaje. La profesora se llamaba Azul, y yo sonreía porque la combinación de su nombre y el forro del cuaderno de su asignatura me resultaban en los colores de la U. Para ese momento yo había intentado acercarme a ella preguntándole algunas cosas (nada muy

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personal, por supuesto, yo que soy tan tímido) pero ella me respondía solo con frases cortas y no ahondaba en la información. Llegó el fin de año, los últimos trabajos y yo tenía promedio 7.0 en Lenguaje. También en Inglés, pero ahí no había otro tipo de interés, más que la buena onda del profe chistoso, de pelo cano e hincha de la U. Yo pensé en que quizás la profesora no siga el próximo año en el colegio, y esa sola idea me causó pena y dolor, por lo que decidí preguntarle de frente, más que mal, solo era una pregunta de Sí o No. Y la respuesta fue positiva, es decir, la Miss Azul, la de los ojos hermosos, la de la voz suave, del pelo lacio, la expresión seria y el andar pausado, iba a acompañarnos un año más. Hoy, último día de clases, me he decidido a actuar. Ayer, mientras nos llamaba para decirnos los promedios, noté que en su computador tiene de fondo de pantalla una imagen del gol de Rivarola al archirrival, por lo tanto es de la U como yo. En la última página de mi cuaderno, que me tiene que revisar hoy la profesora Azul, pegué un sticker de la U que me compró mi papá una vez, y en el estuche llevo otro para dárselo a ella, a ver si así me regala definitivamente una sonrisa.

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¿VAMOS, PAPÁ? Me levanté temprano. En todo caso, decir “me levanté” es un eufemismo, me acosté pero no pude pegar un ojo en toda la noche. Qué día este. No puedo creer que me he arreglado tanto para una despedida, y me duele tanto esto. No sé si es dolor, o rabia, o qué. Pero aquí estoy, me miro frente al espejo y me parece que tengo unos diez o quince años más de los que en realidad tengo; estos tres días me han envejecido y me han golpeado bastante, por eso mi aspecto demacrado no me sorprende al ver mi reflejo. Fue todo tan rápido, pienso mientras deslizo la hoja de afeitar sobre mi mejilla izquierda. No tuve tiempo ni para prepararme, aunque ¿quién está preparado para esto? Uno sabe que este momento indefectiblemente va a llegar, pero la incertidumbre va ligada con la felicidad, entonces uno no pierde el tiempo preparándose para estos eventos. Me pongo la camisa azul que tanto le gusta a mi papá e inspecciono que llevo todo. Ah, falta algo. La pongo en mi camisa y listo. Antes de cerrar la puerta miro el living detenidamente y reparo en el viejo tocadiscos sobre cuya cubierta me miran dos entradas. Dos entradas para el partido de esta tarde. No es menor, ni es un partido cualquiera. Semifinal vuelta contra Chivas de Guadalajara, en el Nacional. Las compramos apenas salieron a la venta y nos juramos que íbamos a estar ahí alentando a la U. Salgo de la casa, voy en micro pensando en las palabras que voy a decir. Quiero decir tantas cosas que no logro armar un discurso coherente en mi cabeza. No sé cómo van a ser recibidas mis palabras, pero eso ya no es problema mío, las palabras dejan de

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ser tuyas en cuanto salen de tu boca. Llego a la cita y veo a toda la gente que esperaba ver. No me sorprendió la gran cantidad de gente que había, pero sí el número de personas que me saludó y que yo no conocía. “¿Estás bien?” Fue la pregunta más común y que más veces contesté de la misma forma: “sí, ya va a pasar”. La verdad es que me moría de ganas de decirles a todos: “no, estoy como la mierda y me encantaría que todos ustedes se desaparecieran de mi vista”, pero seamos honestos, yo jamás le contestaría así a alguien, y tampoco era el momento de perder la compostura. Terminada la ceremonia que siempre se da en estos casos, me dirijo cabeza gacha hacia el lugar exacto de nuestro último encuentro. Están esperando que diga lo que quieren escuchar, yo creo. Me paro y miro hacia el lado, siempre con la cabeza gacha. Ahí están los restos mortales, los que vinimos a despedir hoy; levanto la vista, los miro a todos, miro la piocha con la insignia de la U que tengo en la camisa y comienzo: “Nadie nos prepara para la muerte, menos para la de una persona tan significativa en nuestras vidas”. Vienen a mi mente muchos recuerdos que me causan un nudo en la garganta. Las vacaciones, esa primera vez y todas las otras veces que fuimos juntos al estadio, la casa, los asados, cumpleaños, y varios otros. Carraspeo y toso para continuar. “Quiero agradecerles a todos que estén aquí, eso demuestra que se preocuparon y que quisieron a este hombre. Varios me preguntaron si estaba bien y la verdad es que no, estoy pésimo aunque les haya contestado que sí estaba bien. Todos sabemos que aquí está mi papá, pero no está realmente. Cada vez que nosotros nos acordemos de él, cada vez que nos riamos de algo relacionado a él, pensemos en sus historias, sus arreglos eléctricos y cosas, ahí va a estar él. Yo personalmente tengo una conexión a través de algo mucho más potente que los

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recuerdos. Está aquí, en mi pecho, tiene esta forma, es la U. La U entre nosotros era un punto común, un tema de conversación que nos unía. La pasión por la U no es algo trivial, y nunca fue así entre nosotros. Vivíamos la pasión de una forma muy parecida. Fue él quien me enseñó estos colores, y a través de ellos he intentado vivir mi vida. Él me dijo cuando niño, que para ser de la U había que estar operado de los nervios, y así fue como aprendí que debía vivir. Luchando, peleando contra muchos y mucho. Ser de la U no es fácil, me dijo él. Tienes que estar preparado para la adversidad, para que todo te cueste el doble, pero debes aprender a no rendirte jamás. Habrá veces en que no tendrás nada más que aquello en lo que crees. Aférrate a eso”. Me sequé las lágrimas y finalicé: “Si no me rindo es porque me aferro a lo que creo. Son las cosas en las que creemos las que nos definen, no podemos vivir sin ellas, porque perderíamos nuestra esencia”. Bajé de ahí y me enfrenté a uno de los dolores más fuertes que he sentido en mi vida. Voy a extrañar tus abrazos de gol, esos que iban acompañados de una sonrisa limpia. Llego a la casa y abro la puerta. Todo está tal como lo dejé al salir, pero se siente una ausencia. No va a ser lo mismo, está claro, pero más temprano que tarde voy a tener que acostumbrarme a ello. Me preparo unos tallarines blancos con aceite y me meto a la ducha. Ya lo había hecho en la mañana, pero tenía la necesidad de limpiarme de nuevo, purificarme y recargar energías. Al salir, miro las entradas. Me siento en la silla que está frente al tocadiscos y me quedo mirándolas fijamente. “Voy a ir” me digo, decidido, cuando el corazón me da uno de esos vuelcos agresivos. “No, no voy, ya está” y el

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corazón no hizo nada. Con calma, con movimientos metódicos y calculados, me pongo la camiseta de la U, esa LG del 2003 manga larga que mi papá me había regalado esa navidad. Tomo una entrada y salgo rumbo al Nacional. ¿Por qué una? Quizás usted señor lector, pensó en lo obvio. Esa otra entrada que quedó estaba reservada para mi papá y no podía legarla a nadie más. Tiene razón señor lector, pero no completamente. La razón es más compleja. Es cierto, mi papá no va a usar esa entrada. Tampoco es que la muerte me haya incinerado el cerebro y yo pensara en llevarlo como “amigo imaginario”. Mi papá sí va a estar, pero ayudando a nuestro arquero a poner las manos, ayudando a nuestros defensas a cerrarles los espacios al rival, iluminando las mentes de nuestros mediocampistas para meter el pase preciso, desviando hacia el arco los remates de nuestros delanteros y guiando a nuestro técnico para que no se equivoque en los cambios. Mi papá no va a estar ausente, ni ahora ni nunca. Estoy seguro de que cada vez que juegue la U, él va a estar haciendo fuerza desde el cielo, y cada vez que hagamos un gol, él va a bajar sus brazos mientras yo alzo los míos, para trenzarnos en una celebración de gol eterna e inmortal, porque la U es y será el puente que nos mantiene unidos. Vamos la U, gracias papá.

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GRACIAS BULLA AMIGO QUE ME HAS DADO TANTO Juan trabajaba como empaque en un supermercado y leyó en la noche que en la tienda “Don Siete” estaría firmando autógrafos Diego Rivarola a eso de las 12 del día siguiente. Le dijo a su amigo Óscar, que también era hincha de la U, y él aceptó acompañarlo. No tuvo muchos problemas para salir antes de su turno en gran medida porque su tía era la encargada de supervisar ese supermercado. Pasó a su casa y se juntó con su amigo. Se puso su mejor pinta, que consistía en una camiseta de la U del 94 (que le quedaba un poco apretada), jeans oscuros y sus zapatillas regalonas. Al llegar había un tumulto de gente y al cabo de un rato un encargado de la tienda gritó a todo pulmón: “Diego ya va a llegar, formen una fila por favor”. Era tanta la gente, que en ese diminuto lugar la fila dio varias vueltas e incluso en un momento llegó a la calle principal. En ese intertanto de la formación de la fila, atrás de Juan y Óscar quedaron dos muchachas de edades similares y muy bien parecidas. A Juan le llamó la atención la que andaba con camiseta de la U, la Reebok 1998 sin sponsor y en talla de niño (porque en las de adulto la U era estampada y no sublimada). Esta niña, bajo el pretexto de ajustar la cámara, le sacó un par de fotos a Juan, quien al principio no se percató, pero después incluso posaba. Las chicas les dijeron a los muchachos: “Nos cuidan el puesto, por favor”. Y los muchachos, por supuesto, accedieron. Al cabo de un rato regresaron y fue el turno de los hombres de

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salir de la fila: “Ahora cuídennos el puesto ustedes, porfa”. Juan había tenido un buen día en el trabajo a pesar de haber trabajado la mitad de las horas que le correspondían, y se le ocurrió la brillante idea de llevarles Súper 8 a las niñas. Eso sirvió para romper el hielo y comenzar a conversar; sin ese Súper 8 Juan no podría haber sabido nunca que estas niñas vivían cerca de donde vivía su papá, y varias cosas más. Cuando llegó el momento de ingresar, Juan dejó pasar a los dos que estaban más atrás de las muchachas, porque estaban entrando de a cuatro personas y él quería entrar con esa niña de la camiseta Reebok 1997 sin sponsor, que por cierto, se llamaba Graciela. Los nervios parecieron traicionar a todos, porque tartamudearon para decirle a Rivarola lo agradecidos que estaban por todo lo que él le había dado a la U. Las correspondientes fotos y al momento de salir, el intercambio de contactos. Correos electrónicos y “Messenger” fueron suficientes para comenzar una relación de amistad virtual. Juan nunca mencionó que pololeaba y Graciela no hizo más que dejarse querer. El otro día y después de mucho tiempo me topé con Juan; está más grande, ya se tituló de profesor de Inglés, trabaja y le creció barba. Sigue siendo tan fanático de la U pero ahora va más seguido al estadio y viaja de vez en cuando a ver los partidos de visitante. Le pregunté si había sabido más de Graciela, y se sonrojó. Me dijo que llevan 5 años juntos, que viven en un departamento cerca del Estadio Nacional y que tienen un perrito que viste una hermosa y ajustada camiseta Reebok sin sponsor del año 1997.

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A CARLITOS LO CONOCIMOS DESDE CHICO A Carlitos lo conocíamos desde chico. Él nació unos años después que la mayoría de los muchachos que conformábamos el grupo de amigos de la cuadra, entonces se convirtió en nuestro compañero de juegos cuando ya no se notaba tanto la diferencia de edad. Él tenía 8 y nosotros 10 en promedio. Ese verano, nuestro delantero estrella Pablito se hizo un esguince en el tobillo jugando fútbol en la calle, y para dar tanta ventaja jugando con uno menos, llamamos a Carlitos. Recuerdo que yo mismo le dije que se parara de delantero a ver si embocaba alguna, y también les dije a los rivales que fueran benevolentes con nuestro atacante de bolsillo. Parecía jugador de torta al lado de los muchachos rivales, pero cuando el Borracho (le decíamos así porque se tomaba los conchos de vino en las fiestas de la cuadra) le tiró el primer pase, Carlitos miró la pelota, controló dirigido con el borde externo del pie derecho, pasó la pelota por encima del defensa que le sacaba mínimo dos cabezas de diferencia y enfiló solo hacia el arquero, que salió a achicarle el ángulo. Con la gambeta elevada se le fue la pelota un poco hacia el costado, así es que frenó, pasó la zurda por encima del balón haciendo pasar al arquero de largo y cuando todos creímos que iba a rematar, pisó el balón dejando al arquero desparramado, saltó la patada que este le tiró y empujó la pelota a través de las dos piedras que hacían de arco. Quedamos de hierro, como estatuas. El enano venía corriendo hacia nosotros gritando el gol con una euforia descontrolada y

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la verdad es que nos costó reaccionar; el truco que había hecho con la pelota y cómo había dejado al arquero no lo habíamos visto nunca en vivo. Veíamos las imágenes que nos llegaban por las noticias de Maradona en Boca, que hacía cosas parecidas, pero nuestro Carlitos tenía 8 años. Al final tuvimos que correr en su dirección, pero no para abrazarlo, si no que para detener al golero, que salió furibundo a perseguir a nuestro nuevo chiche. Dejamos el partido hasta ahí para evitar que se armara una grande y cuando fuimos a comprar bebidas para matar la sed que nos había producido jugar a las 5 de la tarde en pleno enero, le preguntamos directamente a Carlitos si era primera vez que hacía algo así. Nos dijo que no, que cuando jugaba con sus primos los fines de semana, él hacía cosas parecidas con la pelota y que los primos le decían que era súper bueno, que él mismo les había dicho a sus papás que lo llevaran a la U, pero que no tenían tiempo y que su abuela le había jurado que apenas se recuperara del dolor de rodillas que le producía su artrosis, lo iba a llevar. A la U. ¿Por qué a la U? En ese grupo de amigos, varios eran del lado blanco de la vida, pero el Borracho, Pablito y yo éramos azules, así es que si se trataba de convencer a alguien, yo, que tenía más verborrea y poder de convencimiento generalmente triunfaba; en otras palabras, el hecho de que Carlitos fuera de la U era responsabilidad mía. Habíamos ascendido hace poco, y la alegría de los hinchas azules era mi principal argumento. Jugamos en los potreros, es cierto, pero nosotros propiamente no éramos de un nivel socioeconómico alto y teníamos arraigada la cultura del esfuerzo y el sacrificio, como el pueblo azul. Sabíamos a nuestros tiernos diez años lo que era luchar por lo que queríamos.

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Así que Carlitos fue azul. Desde ahí iniciamos una especie de campaña para que lo llevaran a probarse en la U, campaña que fue un total éxito. La cosa es que el talento y el esfuerzo lo llevaron a escalar todas las divisiones inferiores para ponerse por primera vez la azul del primer equipo el año 1999. Nosotros ya íbamos al estadio, vivíamos en el mismo barrio o cerca de ahí y lo más importante es que seguíamos siendo amigos. Yo era socio del club, así es que Carlitos no me tuvo que regalar entrada para ir a verlo en su debut. “El profe me dijo que voy de titular” nos dijo a Pablo, al Borracho y a mí con lágrimas a punto de salir de sus ojos, bien agarrado de la mano de su polola Romina, que llegó a vivir ahí a nuestro barrio cuando teníamos doce, y enamoró al Carlitos inmediatamente. Lo malo de eso es que los otros dos vieron el partido en Marquesina y yo en galería, así que nadie me vio llorar cuando bajo el saludo de la hinchada, el “sale león”, los papeles picados, el humo azul y rojo y el artificio, salió el equipo a la cancha, con el Carlitos, nuestro Carlitos detrás del capitán. Ganamos 2-0 con un gol de Carlitos casi al final del partido, y creo que ese ha sido el gol que más he gritado, porque lo hizo Carlitos, y a Carlitos lo conocíamos desde chico. Después de dos vueltas olímpicas, al muchacho se lo llevaron a Europa, donde cumplió con creces lo esperado, sacando campeón a un equipo de medio pelo de Italia y a otro de Alemania. El Carlitos estaba jugando la Champions cuando se cortó el tendón de Aquiles. Cuando lo vimos por la tele se nos vino la noche a todos, porque a Carlitos lo conocíamos desde chico. Fue un golpe durísimo, y quiso hacer la recuperación con los médicos de la U, decisión que cayó pésimo en la dirigencia alemana, que amenazó al zurdito del barrio con rescindir su contrato si partía sin autorización.

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Carlitos, desobediente como nunca, viajó igual. Cuando nos vio en el aeropuerto, se puso a llorar como un niño, como cuando se cayó del árbol por estar robando limones donde la vecina Carmen. Armándonos de valentía, le dijimos que no se preocupara, que al calor del barrio lo íbamos a levantar y volvería a ser el mismo de antes. Físicamente esto se cumplió, pero en cuanto al marketing ese del que tanto se habla hoy en día, la imagen de Carlitos quedó destrozada: lo tildaron de irresponsable, de flojo y en Europa hasta corrió el rumor de que había dado positivo en un control dóping; cosa que no podía ser cierta, porque Carlitos era un muchacho sano y limpio, quién más que nosotros podía saberlo, nosotros que lo conocíamos desde chico. Muchos le dieron vuelta la espalda, pero cuando volvió a instalarse a la casa de su abuela, le vimos de nuevo la sonrisa amplia, esa que mostraba cuando hacía un gol, o cuando la Romina le contaba algún chiste (francamente eran pésimos, pero se amaban tanto que él le encontraba la gracia). En enero, coincidentemente, sonó el teléfono de la casa del Carlos. Yo venía llegando de la feria y cuando terminé de guardar la verdura, golpearon la puerta de modo frenético. “¡Abre José, apúrate!” Era Carlitos, quien venía desbordante de felicidad. Me imaginé que lo habían llamado de Europa, o de Argentina, porque en la tele habían dicho algo de que Argentinos Juniors estaba interesado en él. Al abrir me abrazó tan fuerte que casi me botó, y me dijo: “Me llamaron de la U, José, quieren que juegue por la U de nuevo”. Y a mí me recorrió un escalofrío por la espalda, conteniendo la emoción le pregunté si quería ir y me respondió que era lo único que quería ahora. Habíamos hablado antes de su regreso, y él dijo que quería volver al fútbol en el club de su vida, la U de Chile.

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Cuando lo presentaron fuimos con mi mujer y la Romina a la conferencia de prensa. Pablito y el Borracho llegaron casi al final con sus mujeres porque andaban trabajando y se escaparon en la hora de colación, pero cuando salimos nos abrazamos y creo que todos recordamos ese abrazo de años atrás que nos dimos cuando lo aceptaron a Carlitos después de la prueba en la U. Anoche no pude dormir nada, porque hoy se reestrena el chico del barrio con los colores más lindos del mundo. “Sale león”. Ahí viene el equipo, miro a los muchachos y ahí viene Carlitos, con su sonrisa amplia, con la camiseta de la U, con su bebé en brazos y saludando a la barra. Me devuelvo hacia los muchachos y estamos los tres sentados en el tablón, llorando desconsolados de la alegría y la emoción, porque a pesar de todo lo malo y lo bueno que tuvo que pasar, Carlitos había vuelto a jugar por la U, y a Carlitos lo conocíamos desde chico.

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ÍNDICE

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- Nota preliminar

pág. 5

- Mi enfermedad

pág. 7

- Chile – Perú y mi abuelo

pág. 14

- El aguante

pág. 18

- ¿Cómo es el hincha de la U?

pág. 21

- Defensores

pág. 25

- Más allá de la muerte

pág. 31

- Pudo ser

pág. 38

- El momento perfecto

pág. 41

- Enamorado de mi profesora

pág. 47

- ¿Vamos, papá?

pág. 49

- Gracias bulla amigo que me has dado tanto

pág. 53

- A Carlitos lo conocimos desde chico

pág. 55


“Más allá de la muerte” de Nacho Márquez se terminó de imprimir en el mes de julio de 2016 en los talleres de Editorial Isidora Cartonera, Santiago de Chile

www.isidoracartonera.blogspot.com 61


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