Nada más verte

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asombro. Aún no podía creer que cuando Gary había hablado de un detective ya sabía de sobra que iban a enviarle a una mujer y, por lo visto, Amanda también estaba al corriente. Entre ellos habían acordado todo a sus espaldas y estaba claro que a él le habían reservado el papel de tonto útil. —Estuve hablando con su hermana para que me diera los detalles y debo decir que todo el asunto pareció divertirle mucho —intervino en ese momento la detective con un brillo burlón en los ojos, consciente de su incomodidad—. Acordamos que diríamos que yo necesitaba realizar unas prácticas para poder optar a un puesto de profesora en un colegio italiano y que, aprovechando que mi «tiastro», por llamarlo de alguna manera, era profesor en Oxford, trabajaría durante unos meses como su ayudante. Definitivamente, la detective Taylor no le gustaba un pelo, pensó Stephen. Sus ojos grises eran muy expresivos; cuando miraba con frialdad, era capaz de congelarle a uno la sangre en las venas y, cuando lo hacía con burla, podía arrancar tiras de carne. —Ya. ¿Y no se le ha ocurrido que para ser ayudante de un catedrático de la Universidad de Oxford debe tener unos conocimientos mínimos de Historia Antigua? —replicó, sarcástico—. Si alguno de mis alumnos le pregunta algo, ¿qué va a contestar? ¿Va a fingir que es sorda? Ya se daría cuenta esa estrafalaria jovencita de que él también sabía hacer sangre si era necesario. —No se preocupe, profesor Allen, tan solo necesito que me dé una lista con una serie de libros que usted considere básicos y lo demás corre de mi cuenta. Prometo no molestarlo. Así podrá seguir dedicando su tiempo a quitar el polvo a sus amados legajos. —Sus palabras, cargadas de


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