Delirios de imaginantes

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Delirios de imaginantes

Ana María Shua - Ángel Olgoso - René Avilés Fabila Fernando Iwasaki - Luisa Valenzuela - Juan Armando Epple Agustín Monsreal - Ángel Zapata - Raúl Brasca Andrés Neuman - William Guillén Padilla - Eduardo Berti Nana Rodríguez Romero - David Roas - Lilian Elphick Rubén Abella - Manu Espada - Alfonso Pedraza - Ginés Cutillas Pía Barros - Diego Muñoz Valenzuela - Juan Romagnoli Flavia Company - Clara Obligado - Marcial Fernández José María Merino - Carmen Simón - Armando Gutiérrez Méndez Triunfo Arciniegas - Julia Otxoa - Juan Pedro Aparicio María Rosa Lojo - Fabián Vique - Umberto Senegal Jaime Muñoz Vargas - Harold Kremer - Fernando Sánchez Clelo Rui Manuel Amaral - Eduardo Gotthelf - Eloy Tizón Isabel González González - Armando Alanís Canales Julio Estefan - Mónica Lavín - Rogelio Guedea - Raúl Ariza Antonio Serrano Cueto - Gabriel Jiménez Emán Marco Aurelio Chavezmaya - Pedro Guillermo Jara

La Ínter


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Delirios de imaginantes AntologĂ­a de microrrelatos

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Internacional Microcuentista Revista de lo breve

2015

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Índice Presentación

8

Sin título

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Perplejidad

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La cueva

12

El puente

13

Cuentos pendientes

14

Natación

15

La inmolación por la belleza

16

Artistas de trapecio

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Mi!hermano! !

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Entre!inmensidades! !

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Continuidad!de!los!parques!!

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Sobremesa!o!fin!del!mundo!!

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Los!dos!reyes!y!los!dos!laberintos! !

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Un!guerrero!humilde!

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Cuento!de!horror!

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Raíces!!

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El!viaje!

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Le regret d´Héraclite Sirenas!

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La!hija!de!la!lavandera!

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Una!confusión!cotidiana!

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Amor!77!

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Ante!la!ley!

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Sin!título!II! !

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La!luna!

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Descubrimiento!

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Errata!!

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El!mozo!

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El!escupidor!de!Rafael!Castillo!

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Reencuentro! !

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El!monje!y!la!mosca! !

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Las!preocupaciones!de!un!padre!de!familia!

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43!

Historia!fantástica! !

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El!que!acecha!!

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Cordelia!

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El!adivino!

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Tragedia!

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El!componedor!de!cuentos! !

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Puntualidad! !

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Sin!título!III! !

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Episodio!del!enemigo!

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La!inspiración!

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El!narrador! !

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Geometrías! !

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Aforismo!

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58!

La!ubicuidad!de!las!manzanas!

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El!último!dinosaurio!!

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Mi!reloj!

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61!

La!bella!durmiente!del!bosque!y!el!príncipe!

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Juego!de!niño!!

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Presentación Sin temor a equivocarnos, podríamos afirmar que la presente antología es la más emblemática. La razón es sencilla: elegimos a cincuenta de los autores de microrrelatos más representativos de la actualidad y les pedimos que fueran ellos los que escogieran ese texto que en algún momento los cautivó como lectores. Solo explorando cada uno de los textos predilectos de los invitados es posible entender por qué su nominación de referentes es recurrente. Digno de mención, igualmente, consideramos el fenómeno de que aún sin saber a quiénes habíamos invitado a esta aventura antologista, muchos de los autores seleccionados eligieron algún texto de los escritores que están presentes en este documento. Una curiosa anécdota que confirma con el nivel literario que usted, querido lector, está a punto de encontrarse. Delirios de imaginantes, nombre que hemos elegido para esta selección y del cual sobra explicación, pretende presentarles un listado extraordinario de esos textos que de una u otra forma detonaron la genialidad de autores que se han convertido en símbolos. Solo esperamos que disfruten cada microrrelato, así como nosotros nos hemos deleitado compilándolos. Comité Editorial Internacional Microcuentista

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Sin título Conozco a un hombre que dormía con sus brazos. Un día se los amputaron y quedó despierto para siempre. César Vallejo Elegido por William Guillén Padilla. Perú, 1963.

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Perplejidad a Guillermo Martínez La cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir. El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: si mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré trofeo y podré comerme su exquisita pata a la cazadora. De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza ¿volverá y se comerá a mis hijos? Precisamente el león está pensando: ¿para qué me canso con la madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las crías? Cierva,

león

y

cazador

se

han

detenido

simultáneamente.

Desconcertados, se miran. No saben que, por una coincidencia sumamente improbable,

participan

de

un

instante

de

perplejidad

universal.

Peces

suspendidos a media agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento. Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida. Raúl Brasca Elegido por Nana Rodríguez Romero. Colombia, 1956.

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La cueva Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y les dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán. He oído que mamá ha muerto. Fernando Iwasaki Elegido por David Roas. España, 1965.

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El puente Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse. Fue una vez hacia el atardecer —no sé si el primero y el milésimo—, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme. Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mí. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces —yo soñaba tras él sobre montañas y valles— que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz. Franz Kafka Elegido por Lilian Elphick. Chile, 1959.

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Cuentos pendientes El joven contó que anoche salió a caminar, que se acercó al jardín de esa casa y robó dos rosas para regalar a su novia, que en ese momento vio en el cielo, no una, sino dos estrellas fugaces, que su deseo fue tener algo de más valor para regalar, que las estrellas siguieron bajando, que con luces cayeron a sus pies, que cuando las levantó, milagro de amor, eran dos brillantes. Que estaban engarzados en este par de pendientes. El policía no le creyó. Eduardo Gotthelf Elegido por Luisa Valenzuela. Argentina, 1938.

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Natación !

He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.! No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.! Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.! Virgilio Piñera Elegido por Eduardo Berti. Argentina, 1964.

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La inmolación por la belleza El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor. Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo —como aconsejan los libros de zoología—, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso. Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón. El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso. Marco Denevi Elegido por Ángel Olgoso. España, 1961.

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Artistas del trapecio No tengas miedo, volará, heredó nuestros genes, dice el artista del trapecio. Y desde el punto más alto lanza a su hija, un bebé todavía, por el aire, hacia los brazos de la madre aterrada e infiel. No debería temer: por las artes de su verdadero padre, el mago, la niña realmente vuela. O les hace creer que vuela. Ana María Shua Elegido por Rubén Abella. España, 1967.

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Mi hermano Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá. Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine, aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano. Yo nunca la saqué del error. Rafael Novoa Elegido por Manu Espada. España, 1974.

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Entre inmensidades Ícaro dijo: Padre mío, no puedo detenerme. Y las olas azuladas le cerraron la boca. Su infeliz padre (¡ay!, había dejado de serlo) le gritaba: Ícaro, hijo mío, ¿dónde estás? Todavía lo estaba llamando cuando vio plumas sobre las aguas. Ovidio Elegido por Alfonso Pedraza. México, 1956.

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Continuidad de los parques Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. !

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Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. Julio Cortázar Elegido por Fernando Iwasaki. Perú, 1961.

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Sobremesa o fin del mundo Hoy después de comer he retirado el mantel, he lavado los platos, y un día estaré muerto. Eloy Tizón Elegido por Ginés Cutillas. España, 1973.

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Los dos reyes y los dos laberintos Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso». Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere. Jorge Luis Borges Elegido por Ana María Shua. Argentina, 1951.

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Un guerrero humilde Una vez le preguntaron a un guerrero imbatible por qué se paseaba siempre por las calles con un aire tan simple y humilde, aire que no correspondía a su rango. Mostró una mano extendida y dijo: «¡Mis dedos son cinco, señores! ¡Estos cinco señores se inclinan ante mí!». Fue cerrando la mano hasta convertirla en un puño. «¡Mientras más humildes se hacen, más fuerza me dan!». Alejandro Jodorowsky Elegido por Pía Barros. Chile, 1956.

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Cuento de horror La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones. Juan José Arreola Elegido por Diego Muñoz Valenzuela. Chile, 1956.

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Raíces Con el último golpe del hacha, el árbol cae pesadamente al suelo. Sin embargo, los pájaros permanecen inmóviles donde antes estuvieron las ramas. Acaso porque solo son la sombra de esos pájaros. Acaso porque esos pájaros miraban demasiado la distancia y la distancia los hipnotizó. O acaso porque la memoria del árbol muere después. Eugenio Mandrini Elegido por Juan Romagnoli. Argentina, 1962.

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El viaje Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de la celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado, que interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa», dijo la abadesa tras los saludos de rigor, «me gustaría ver el convento desde fuera». Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. «Es muy bonito», concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias. Cristina Fernández Cubas Elegido por Flavia Company. Argentina, 1963.

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Le regret d´Héraclite Yo, que tantos hombre he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo se estremecía Matilde Urbach. Jorge Luis Borges Elegido por Clara Obligado. Argentina-España, 1950.

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Sirenas Como es bien sabido, hay en todos los puertos del mundo por lo menos una taberna donde, a cambio de un vaso de vino o de algunas monedas, algún viejo marinero relata a los viajeros sus largas travesías y sus amores breves e intensos con las sirenas. ¿Habrá bajo el mar lugares donde las viejas sirenas narren sus antiguos amores con los marineros? Luis Bernardo Pérez Elegido por Marcial Fernández. México, 1965.

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El hijo de la lavandera Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabezasandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas. Ana María Matute Elegido por José María Merino. España, 1941.

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Una confusión cotidiana Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa. Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida. A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tobillo y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B — tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado— que baja la escalera furioso y que se pierde para siempre. Franz Kafka Elegido por Armando Gutiérrez Méndez. México, 1971.

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Amor 77 Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son. Julio Cortázar Elegido por Carmen Simón. México, 1955.

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Ante la ley Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. —Tal vez —dice el centinela—, pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: —Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como

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en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. —¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable. —Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: —Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. Franz Kafka Elegido por Triunfo Arciniegas. Colombia, 1957.

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Sin título II Algún día los hombres descubrirán que el sueño vino después. Dios no duerme, ni Adán dormía. Los infusorios no duermen, ni el diplodocus podía. El elefante duerme dos horas y el perro todas las que puede. No digo más. Los muertos no duermen. Yo, tampoco. Al que duerme, matarlo. Max Aub Elegido por Juan Pedro Aparicio. España, 1941.

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35!


Luna Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos. Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea. —¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada... Entonces, alzando la voz, dijo: —Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe. —¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas. —Y... alguien podría bajar desde la azotea. —Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas... —Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces «tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan

contento.

Pero

vámonos,

que

ya

es

tarde

y

hay

que

dormir.

Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea. Enrique Anderson Imbert Elegido por María Rosa Lojo. Argentina, 1954.

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36!


Descubrimiento Oír el canto de los pájaros, oírlos hasta descubrir cuál de ellos hace del canto el gorjeo más invencible. Después oír el aullido de los perros, oírlos hasta descubrir cuál de ellos alcanza el gemido más desgarrador. Y así, hasta finalmente descubrir cómo es en la alegría y en el desamparo la voz de Dios. Lo demás, su atroz silencio, ya lo conocemos. Eugenio Mandrini Elegido por Fabián Vique. Argentina, 1966.

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37!


Errata Donde dice: La maté porque era mía. Debe decir: La maté porque no era mía. Max Aub Elegido por Julia Otxoa. España, 1953.

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38!


El mozo Un mozo que servía de repartidor a un maestro panadero robaba harina para, como quien dice, entregársela a la mujer a la que amaba como muestra de cariñosa atención. Precioso amor, cautivador delito, ingenioso robo. El mozo terminó por ser sorprendido en su caballeroso empeño y lo mandaron a la cárcel. Los señores jueces, severos, tuvieron compasión de él y le impusieron una condena que, aun siendo justa, resultó ser relativamente benévola. Pobre ignorante. No puedo ocultar que siento simpatía por él. Con qué felicidad le debieron de brillar los ojos en los momentos de picardía en que birlaba la harina, y qué dulce debió de saberle el beso que pudo dar y recibir de aquella por cuyo interés cometía travesuras. A ratos huele aquí a romanticismo, cual embriagadora rosa, y a ratos se trata, cuando se ha robado harina, de dulce amor. Es sencilla, la pequeña y harinosa historia. A mí me conmovió cuando la leí, y me aventuro a contársela al amable y benévolo lector con la esperanza de que también a él le conmueva un poco. Cuántos, de los que van bien vestidos y cuidan los más nimios detalles, y presumen de estar enamorados, no serán capaces ni tendrán el coraje, que tuvo el bobo del mozo panadero, de robar harina para la persona a la que adoran. ¿Qué es ser amado y ser querido frente a la linda y floreciente maravilla de amarse a sí mismo? ¿Y qué son la cultura, la erudición, la sabiduría y la distinción, tomadas en comparación con la flor olorosa de la franqueza? Este mozo, que se vino con un paquete de harina robada para dar una alegría a su amada, estuvo, cuando lo hizo, extremadamente gentil, pues lo hizo por cariño y amor verdaderos. Guarda, querido lector, un pequeño e indulgente recuerdo del pobre mozo, te lo pido. ¿Verdad que lo harás? Robert Walser Elegido por Umberto Senegal. Colombia, 1951.

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39!


El escupidor de Rafael Castillo Todas las noches, a la una en punto, el escupidor de Rafael Castillo sale a escupir a la gente. El recorrido abarca las dos veredas de Carlos Casares, desde Don Bosco hasta las vías. Quienes lo conocemos evitamos la zona en la media hora que dura la vuelta. Pero siempre encuentra inocentes que deambulan a merced de su boca certera. Alberto apunta a los ojos y lanza un líquido casi blanco, no muy espeso pero de interesante volumen. Los escupidos se asombran del buen semblante, de la discreción y hasta de la elegancia del escupidor. Nunca reaccionan. Se limpian la cara y siguen su camino. Se dice que en las mejores noches Alberto ha proporcionado más de una docena de escupitajos. Durante el día, sin embargo, el escupidor es un hombre común y corriente. Suele decir que no le gusta el barrio y que tiene ganas de mudarse con su familia a un lugar más tranquilo. Fabián Vique Elegido por Jaime Muñoz Vargas. México, 1964.

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40!


Reencuentro La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se apeó del bus él hizo lo mismo. La siguió a corta pero discreta distancia, y luego de algunas cuadras la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza. —Todo fue un sueño —le dijo—. En un sueño nada tiene importancia. —Depende de quien sueñe —dijo la mujer—. Este también es un sueño. Luis Fayad Elegido por Harold Kremer. Colombia, 1955.

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41!


El monje y la mosca El timbre en los monasterios hace yin-yang. —¡Maldita mosca! Pero antes de poder levantar el brazo para asestar el certero golpe, el desesperante zumbido cesó y el monje se dio cuenta de repente: aquella mosca había descubierto su lugar exacto en el universo, había alcanzado la iluminación logrando el equilibrio perfecto y se desvaneció como si nunca hubiese existido. —¡Maldita mosca! —dijo el monje y en su voz había envidia. Alexandr Zchymczyk Elegido por Fernando Sánchez Clelo. México, 1974.

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42!


Las preocupaciones de un padre de familia Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra. Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas. Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar. Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño. —¿Cómo te llamas? —le pregunto. —Odradek —me contesta. —¿Y dónde vives? —Domicilio indeterminado —dice y se ríe.

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43!


Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho. En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir. Franz Kafka Elegido por Rui Manuel Amaral. Portugal, 1973.

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44!


Historia fantástica Cuenta fray Jerónimo de Zúñiga, capellán de la prisión del Buen Socorro, en Toledo, que el 7 de junio de 1691 un marinero natural de las Indias Occidentales, de nombre Pablillo Tonctón o Tunctón, de raza negra, condenado al auto de fe por brujo y otros crímenes contra Dios, se evadió de la cárcel y de ser quemado vivo pidiendo a sus guardianes, tres días antes de marchar a la hoguera, una botella y los elementos necesarios para construir un barco en miniatura encerrado dentro del frasco. Los guardianes, aunque el tiempo de vida que le quedaba al reo era tan breve, accedieron a sus deseos. Al cabo de los tres días el diminuto navío estaba terminado en el interior del vidrio. La mañana señalada para la ejecución del auto de fe, cuando los del Santo Oficio entraron en la celda de Pablillo Tonctón, la encontraron vacía lo mismo que la botella. Otros condenados que aguardaban su turno de morir afirmaron que la noche anterior habían oído un ruido como de velas, chapoteo de remos y voces de mando. Marco Denevi Elegido por Eduardo Gotthelf. Argentina, 1945.

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45!


El que acecha Mi espada hiende el aire. La herida se cuaja de goterones sangrientos. ¿He acertado por fin en el cuerpo del que acecha, enorme, del otro lado de la realidad? ¿Es la música de su muerte este vago rugido estertoroso, esta respiración gigante? ¿O es el aire mismo el que, partido en dos, agoniza? Asoma por el tajo la hoja de otra duda, de otra espada. Ana María Shua Elegido por Isabel González González. España, 1972.

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46!


Cordelia Sintió pasos en la noche y se incorporó con sobresalto. —¿Eres tú, Cordelia? —dijo. Y luego: —¿Eres tú? Responde. —Sí, soy yo —le replicó ella desde el fondo del pasillo. Entonces se durmió. Pero a la mañana siguiente habló con su mujer que se llamaba Clara —y con su sirvienta que se llamaba Estolia. Francisco Tario Elegido por Armando Alanís Canales. México, 1956.

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47!


El adivino En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo examinador le pregunta si serรก reprobado o si pasarรก. El candidato responde que serรก reprobado... Jorge Luis Borges Elegido por Julio Estefan. Argentina, 1963.

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48!


Tragedia María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga. Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo. Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos. Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante. ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo? Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo. Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda. Vicente Huidobro Elegido por Mónica Lavín. México, 1955.

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49!


El componedor de cuentos Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países. Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro. De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros. Mariano Silva y Aceves Elegido por Rogelio Guedea. México, 1974.

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50!


Puntualidad Todos los veranos regreso al lugar que un día ocupó mi pueblo, sumergido desde hace treinta años bajo las aguas del pantano. Me siento en la orilla, o en un roquedo, y cada mañana, a las diez en punto, escucho un sonido que sube desde las profundidades, un tintineo sordo, conmovedor, helado como una pena. No, no es el tañido de las campanas de la iglesia, me digo siempre, se parece más al timbre de la bicicleta del cartero. Ángel Olgoso Elegido por Antonio Serrano Cueto. España, 1965.

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51!


Sin título III «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?» Samuel Taylor Coleridge Elegido por René Avilés Fabila. México, 1940.

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52!


Episodio del enemigo Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde. Me incliné sobre él para que me oyera. —Uno cree que los años pasan para uno —le dije—, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido. Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver. Me dijo entonces con voz firme: —Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso. Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir: —En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón. —Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada. —Puedo hacer una cosa —le contesté.

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53!


—¿Cuál? —me preguntó. —Despertarme. Y así lo hice. Jorge Luis Borges Elegido por Agustín Monsreal. México, 1941.

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54!


La inspiración Hay que imaginarse el escenario: los días todos iguales del Polo Sur, una atardecida eterna que arropa de desvaído azul un universo frío, plano y desamueblado. En el espacio que nos interesa recortar tal vez se puedan suponer, además de la superficie helada y blanca, tres o cuatro pingüinos a lo lejos, si acaso en un ángulo a la izquierda los deshilachados amagos amarillos de una aurora boreal. Poco más. Y frío, un frío abstracto y desacostumbrado para los termómetros. Pero en el centro de la escena está el iglú, como una redonda y rotunda provocación. Y en su interior, la historia: despaciosos sucederes presididos por el calor. Los padres se aman desnuditos bajo las blanquísimas pieles de oso, la abuela come a lentos puñados de un pescado blanco salpicado de rojo intenso en las agallas, y el hijo entretiene su mirada en el alegre bailoteo de las llamas en el fuego del hogar. Esa contemplación ensimismada le ocupa todas las horas; hay poco colegio por esas latitudes. No se trata de perder el tiempo, aunque lo parezca, como no se pierde el tiempo si se observa toda una tarde el vaivén del mar golpeando en la costa o el resto de la noche el cuerpo desnudo de la mujer que hemos amado. Los ojos del niño han subido y bajado al compás de las llamas durante horas y horas, y ahora tiene como dos brasas las pupilas. Afuera todo lo más quedará un solitario pingüino rezagado, el paisaje aún más plano bajo el peso de difíciles constelaciones. Es entonces cuando el niño casi lo susurra: «Bueno..., y yo ahora me pregunto...: ¿qué es un rincón?». Hipólito G. Navarro Elegido por Ángel Zapata. España, 1961.

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55!


El narrador Había una vez un hombre a quien amaban porque contaba historias. Todas las mañanas salía de su aldea, y cuando volvía al atardecer, los trabajadores, cansados de haber trajinado todo el día, se agrupaban junto a él y le decían: —¡Vamos! Cuéntanos qué has visto hoy. Y él contaba: —He visto en el bosque un fauno que tañía la flauta y hacía bailar una ronda de pequeños silfos. —Cuéntanos más. ¿Qué has visto? —decían los hombres. —Cuando llegué a la orilla del mar vi tres sirenas, al borde de las olas, que con un peine de oro peinaban sus cabellos verdes. Y los hombres lo amaban, porque les contaba historias. Una mañana dejó su aldea como todas las mañanas; pero cuando llegó a la orilla del mar, he aquí que vio tres sirenas, tres sirenas al borde de las olas, que peinaban con un peine de oro sus cabellos verdes. Y continuando su paseo, cuando llegó al bosque vio un fauno que tañía la flauta a una ronda de silfos. Ese atardecer, cuando volvió a su aldea y le dijeron, como las otras noches: —¡Vamos! Cuenta, ¿qué has visto? Él contestó: —No he visto nada. Oscar Wilde Elegido por Marco Aurelio Chavezmaya. México, 1960.

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56!


Geometrías Las aceras embaldosadas con líneas rectas paralelas a la calzada me llevan rápido de esquina a esquina. Las que trazan diagonales me invitan a parar en cada escaparate. Las que dibujan ondas, como en las Ramblas, convierten mi devenir en un solo de Charlie Parker. Jesús Esnaola Elegido por Raúl Ariza. España, 1968.

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57!


Aforismo Una jaula sali贸 en busca de un p谩jaro. Franz Kafka Elegido por Eloy Tiz贸n. Espa帽a, 1964.

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58!


La ubicuidad de las manzanas La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de gravedad. Ana María Shua Elegido por Andrés Neuman. España-Argentina, 1977.

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59!


El último dinosaurio Fue necesario un solo corte. El cuchillo era grande y afilado. No dudó ni por un segundo. Desde pequeña supo que existían, y conocerlos fue inevitable. La primera exhibición de un dinosaurio le fue hecha por su padre adoptivo; luego vinieron otros y otros más. A corto plazo fue una jauría de ellos que la acosaban a toda hora y en cualquier lugar. Ella odiaba a los ridículos animalejos de cuello largo que habían convertido su vida en un eterno huir. Decidió que esta vez sería el último y con la fuerza que le daba la furia fue necesario un solo y certero corte. El hombre con los ojos desorbitados por el dolor y el ultraje, no vio cómo ella sonreía con inocencia al pensar que al fin y al cabo, los dinosaurios eran una especie en extinción. María Isabel Quintana Elegido por Pedro Guillermo Jara. Chile, 1951.

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60!


Mi reloj Mi reloj atrasaba, pero lo mandé componer y adelantó de tal manera que no tardó en dejar muy atrás a los mejores relojes de la ciudad. Mark Twain Elegido por Raúl Brasca. Argentina, 1948.

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61!


La bella durmiente del bosque y el príncipe La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye acercarse simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos. Marco Denevi Elegido por Juan Armando Epple. Chile, 1946.

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62!


Juego de niño Estaba yo en el patio trasero de la casa, escarbando en el suelo con las manos, cuando un hueso bastante grande ¿un hueso humano?, salió de la tierra. Era un hueso de forma más o menos aplanada, con las bolsillas de las articulaciones pegadas en ambos extremos. Me lo quedé mirando en silencio encima de mis manos. Era un hueso de persona grande, de seguro, que tal vez perteneció a un brazo; pero estaba ya viejo y amarillento y hasta perforado en dos o tres lugares por donde se podía ver la pulpa abizcochada. Nunca he pedido olvidar ese hallazgo, porque el hueso que había sacado de la tierra me pertenecía: era uno de mis huesos de grande, de la persona que debía morir y que había muerto. Lo estuve contemplando mucho rato, sin cambiar de posición y ya tenía mis propios huesos entumecidos; pero me detenía la idea de que al incorporarme iba a crecer enormemente hasta alcanzar al estatura de un hombre. Si aquel fue un sueño, no lo sé. Pudo ser, ¿qué más?; el sueño de la muerte; pero de ello sólo nos queda, con el tiempo, el miedo a despertar. Salvador Garmendia Elegido por Gabriel Jiménez Emán. Venezuela, 1950.

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Delirios de imaginantes es una edición digital de Internacional Microcuentista, revista de lo breve. Comité Editorial Martín Gardella (Argentina), Esteban Dublín (Colombia), Víctor Lorenzo (España), Fernando Sánchez Ortiz (España), José Manuel Ortiz Soto (México) y Rony Vásquez Guevara (Perú). Publicación no venal para descarga gratuita desde internet. En la web: http://revistamicrorrelatos.blogspot.com En Facebook: Internacional Microcuentista - En Twitter: @LaInter2015 Contacto: microcuentista@gmail.com © 2015 Todos los derechos de autor que aparecen en esta antología pertenecen a los autores descritos después de cada texto. Diseño y selección de textos: Comité Editorial de Internacional Microcuentista y colaboradores. Prohibida su comercialización.

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Delirios de imaginantes, nombre que hemos elegido para esta selección y del cual sobra explicación, pretende presentarles un listado extraordinario de esos textos que de una u otra forma detonaron la genialidad de autores que se han convertido en símbolos.

La Ínter


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