Biblioteca Universal de Misterio y Terror 15

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El Ingenio son ruedas Pedro Montero

ÂŤAquelloÂť reposaba absolutamente inmĂłvil, pero en una inmovilidad tensa, como cuando el perro de caza avista la presa o el leopardo se detiene para calcular el salto y caer sobre la gacela ...


ORGE cerró la puerta apoyando su espalda contra ella y, una vez que oyó el ruido del pestillo, dejó que Amanda se deslizara suavemente hasta que la muchacha se encontró d e pie junto a él. Sus brazos no se habían apartado ni un milímetro de su esposa durante la maniobra d e descenso ni sus cuerpos se habían separado en absoluto. Simplemente la mujer había pasado d e hallarse e n brazos del hombre a encontrarse ahora junto a él; todo ello merced a un deslizamiento prcDgresivo y lentísimo tan impecablemente ejecutado que a los ojos d e un improbable espectad or la , maniobrahubiera parecido fruto d e innumerables ensayos, siendo así que se trataba d e una sencilla improvisación resultado del delibq cioso éxtasis postmatrimonial. Tras las efusiones de rigor en una pareja d e recién casados, el flamante matrimonio se dispuso a recorrer el apartamento para solazarse con la visión d e lo q u e e n adelante iba a ser su nido d e amor. Pero antes d e que pudieran iniciar el viaje doméstico se oyó el timbre del teléfono, como si el recién instalado aparato, gato electrónico q u e se pasa la mayor parte del día dormitando, quisiera demostrar a sus nuevos dueños

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que estaba vivo y presto a arrullar sus oídos con amistosos ronroneos. Jorge tomó el auricular y pronunció la fórmula que franqueaba la entrada al alejado interlocutor. -¿ Dígame? -«Desearíamos saber si la señora se encuentra conforme con todos los electrodomésticos y si están instalados a su gusto» -dijo la voz al otro lado del hilo telefónico. Jorge maldijo la excesiva cortesía de la tienda de muebles y procuró mostrarse amable: -Agradecemos su interés, pero todavía no hemos entrado en la cocina. Espero que me comprenda -añadió con un punto de ironía. El interlocutor vaciló unos instantes antes de responder y cuando lo hizo, empleando un tono de voz un tanto metálico, no pareció apreciar el sarcasmo de Jorge. ¿Puede -«Entiendo perfectamente -repuso-. ponerse la señora?». -La señora está ocupada - c o n t e s t ó Jorge comenzando a sentirse molesto por tanta amabilidad-. Créame que si hay algo que no funciona como debe les llamaremos para que revisen la instalación. -«Si no le sirve de molestia -insistió el de la voz metálica-, desearíamos hablar con la señora para ...». -Le repito que no está -repuso Jorge con brusquedad-. Buenos días-. Y colgó violentamente. Amanda se aproximó a su esposo y depositó con dulzura un beso en su oído como para limpiar de aquel modo el contacto y hacerle olvidar el intrusismo del comunicante que se había colado a través del auricular. N o estaba dispuesta a consentir, y esperaba demostrarlo así, que un vulgar teléfono doméstico, aunque ostentosamente rojo y con teclas nacaradas, le robara el humor de su marido. - C u a n d o te conocí en el despacho -dijo-, te pasabas el día escuchando a gente lejana como si tuvieras un pulpo negro pegado al oído. Ahora quiero ser yo un pulpo rojo que no se separe de tu boca y


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mandarte mensajes ciegos con el ~ b r a y l e ~ dmis e labios -finalizó un tanto cursi. -Y yo -respondió el marido sintiéndose obligado a corresponder en la misma línea- deseo ser de ahora en adelante tu único objetivo, amor mío. N o quiero que te aproximes a otra cámara que no sea la matrimonial. La única publicidad que realizarás estará encaminada a promocionar tus encantos ante un único espectador: tu marido -terminó satisfecho de su poder de improvisación. En la cocina todo parecía estar en regla. Cada electrodoméstico en su sitio y dispuesto para funcionar a las órdenes del ama de casa. Todo salvo una cosa. Cuando los recién casados se disponían a continuar su recorrido por el piso, advirtieron que junto a la puerta de 15 terraza se hallaba un aparato que no había sido instalado y para el que no parecía existir hueco adecuado en la cocina. El ingenio tenía una altura intermedia entre una lavadora y un frigorífico, estaba provisto de ruedas y, en su parte frontal, de una especie de claraboya de cristal opaco semejante al ojo de las máquinas de lavar. El resto de su superficie semejaba aluminio esmaltado, y de la parte de atrás salía un grueso tubo, de goma al parecer,que tenía todo el aspecto de un desagüe. N o había cables ni enchufes a la vista. -<Qué es esto? -preguntó Jorge. Su esposa se encogió de hombros significando que desconocía la utilidad de aquella máquina. -Quizá sea un congelador -repuso. -No tiene el aspecto de serlo. Además que yo sepa no hemos comprado ninguno ni estaba puesto en la lista de regalos -dijo él-. < N o lo adivinas tú, que te has pasado años acariciando lavadoras y besando frigoríficos? -añadió sonriente. -En absoluto -repuso ella negando con la cabeza-. Habrá que llamar a la tienda y pedir que pasen a verlo. Si antes hubieras estado más amable...


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Jorge marcó el número d e los almacenes y a los pocos instantes colgó airadamente. -iUn contestador automático! -exclamó malhumorado-. Odio esas máquinas. M e resulta imposible entablar conversación con algo mecánico. Amanda marcó llevándose el auricular al oído y despojándose del minúsculo pendiente. Cuando los dos teléfonos conectaron entre sí, esperó unos instantes dejando pasar la retahila d e advertencias grabada en la cinta y, acto seguido, se dispuso a dejar el mensaje. -Soy la señorita... la señora Amanda Torner -code rrigió-. Desearía que... ¿Cómo? -preguntó pronto-. ¿Oiga?... O h , perdón ... creí que se trataba d e una grabación ... ¿Que sí lo es?... Es usted muy gracioso ... ¿Sí?... Muy amable ...gracias... gracias... Jorge comenzaba a impacientarse ante la parsimonia d e su esposa. Aquello empezaba a tener el aspecto de convertirse en una amena e interminable conversación. -¡NO me diga! ... - c o n t i n u a b a Amanda-. Muchas gracias... ¿Le gusto más?... iOh, qué amable! ... No, no voy a rodar nada más ... Mi marido, jcomprende?... No, no... imposible. M e siento muy halagada, pero m e retiro de la profesión ... Comprendo... Incapaz d e contenerse más, Jorge arrancó violentamente el auricular de la mano de su esposa y dijo: -Escuche: tenemos aquí un electrodoméstico que no sabemos... Se produjo un chasquido en la línea y hasta Jorge llegaron lenta y pausadamente las palabras: «Esto es una grabación. Si desea dejar un mensaje espere a oír la señal y...». -iImbéciles! -exclamó el marido en el colmo d e la irritación-. ¿Qué te decía ese cretino? -Tranquilízate, por favor. H a estado muy amable. M e comentaba que ha visto todas mis películas publicitarias y que le gustan mucho. Le encantaría que siguiera' rodando. Eso es todo.


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-Encantado de servirla, señorita Amanda -exclamó el empleado cuando ella abrió la puerta. Una vez en la cocina, el mecánico se enfrentó con «ese ingenio con ruedas», como lo calificó Amanda, y estudió detenidamente su exterior. Jorge se sentó en una silla dispuesto a no perderse un detalle d e la operación ni una palabra del empleado, como si se tratara del mismo hombre del teléfono. -No -respondió el empleado a una pregunta d e Amanda sin dejar d e manipular el aparato-. N o era yo. Los mensajes se recogen en un contestador. Por cuando repasé la cinta para anocierto -continuí>-, tar las llamadas me pareció que se había estropeado. Creo q u e era usted la que hablaba al principio, pero había muchas pausas y... -Era yo -confirmó Amanda-, pero hablaba con alguien, un empleado muy amable. Se interesó por mi trabajo anterior y dijo... -¿Quién es ese empleado? -preguntó Jorge visiblemente m o l e s t e . ¿El encargado de la centralita? -No hay ningún empleado para eso, ni tampoco centralita -explicó el mecánico tratando d e abrir el aparato-. Como les he dicho, las llamadas se reciben e n un contestador automático. -Pero yo hablé ... -protestó Amanda. -i Imposible! -interrumpió el mecánico-. ¡NO hay modo d e abrirlo! -¿Se puede saber qué es? -dijo Jorge. -Lo siento, no sabría decirle -repuso el hombre-, pero voy a intentarlo d e nuevo. ¿Es cierto -preguntó dirigiéndose a Amanda- que ya no va a hacer más publicidad? Jorge se levantó d e la silla y apoyándose en el frigorífico repuso masticando las palabras: -Puede usted jurarlo, amigo. Se acabó el estrujar lavadoras y acariciar lavaplatos esmaltados. D e ahora e n adelante yo tendré la exclusiva. ¡Ay! -gritó d e pronto dando un salto. -¿Qué te ocurre? -preguntó Amanda alarmada. -¡Revise la instalación d e este trasto! -exclamó


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él dirigiéndose al t é c n i c e . Acaba de darme calambre. -Es difícil -repuso el aludido con calma. -¡Le digo que me ha dado un calambre! -repitió Jorge a gritos, mientras Amanda no podía evitar una sonrisa. El empleado miró a Jorge y haciendo acopio de paciencia dijo: -No puede haberle dado un calambre porque la nevera todavía no está conectada. El matrimonio dirigió sus miradas hacia el enchufe de la nevera que, en efecto, yacía por el suelo lejos d e la conducción eléctrica. -;Muy bonito! -exclamó Jorge-. Seguro que ni siquiera comprobaron el funcionamiento cuando lo instalaron y encima se permiten telefonear a deshora para interesarse por si marcha o no marcha. -No es costumbre de la casa, señor - c o n t e s t ó el mecánico. Y como Jorge no respondiera, continuó d i c i e n d e : Los electrodomésticos se instalan y se comprueba su funcionamiento, luego se desconectan hasta que los dueños quieran enchufarlos. Ustedes, por ejemplo, estaban fuera. -¿Quién era entonces el de la voz metálica? -¿Qué voz, señor? -inquirió el técnico. ¿Puede decirme -Dejémoslo -repuso Jorge-. de una vez qué es esto? -¿Tiene usted el folleto de instrucciones? -preguntó el empleado a su vez. El rostro de Jorge se congestionó, mientras su esposa parecía muy interesada por lo que ocurría detrás de las ventanas, tratando de ocultar un ataque de risa. Deseando hallar una excusa para abandonar la habitación unos instantes salió de la cocina pretextando ir en busca de ropa para comprobar el funcionamiento de la lavadora. -No tengo ningún folleto de instrucciones -repuso Jorge-, ni tampoco la garantía. Eso es cosa de ustedes. -Lo siento señor -dijo el empleado consultando una lista que sacó de su bolsillo-. N o es cosa nues-


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tra. Entre los electrodomésticos que hemos traído no figura éste. Amanda regresó con unas cuantas prendas e introduciéndolas en la máquina lavadora la puso en marcha. -¿No es cosa de ustedes? -preguntó. El empleado denegó con la cabeza y añadió-: Debe de tratarse de una confusión, pero como no sabemos quién lo ha enviado será mejor dejarlo ahí hasta que alguien lo reclame. ¿ N o te parece, querido? -Si este señor es incapaz de abrirlo para que sepamos lo que es... -No parece fácil, señor -repuso el aludido-. N o quiero forzarlo por temor a que se rompa, de manera que, si lo demás va bien, me parece que debo marcharme ya. -Le agradezco sus esfuerzos -dijo Amanda gentilmente-. Tenga, por las molestias. -¡De ningún modo! -exclamó el emplead-. Me doy por satisfecho con haber conocido a la señorita-hogar en persona. Cuando se lo cuente a mi mujer no se lo va a creer. Es lástima -continuó ante la creciente irritación de Jorge- que se retire de la profesión y no ruede más anuncios. A todo el mundo le encantaban. -¡Por eso mismo! -exclamó Jorge interrumpiendo-. Ya le he dicho antes que se acabó ver a mi esposa sobando cacharros. N o había terminado de decir estas palabras cuando el ritmo de la lavadora comenzó a hacerse más rápido; el tambor empezó a moverse suavemente al principio y, tras una especie de espasmo a cuyo impulso el aparato se desplazó unos centímetros, todo el ingenio fue presa de un ritmo endiablado. El movimiento se hizo frenético al mismo tiempo que se oía un zumbido cuyo tono iba ganado en altura. El técnico se abalanzó sobre la lavadora y la desenchufó violentamente. Poco a poco fue disminuyendo aquel frenesí hasta que con un último estertor el tambor quedó inmóvil y las prendas se agolparon


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contra la ventana d e cristal. Amanda abrió el ojo d e buey y examinó la ropa extendiéndola sobre la mesa: el pijama d e Jorge había quedado irreconocible, mucho más sucio que cuando ella lo introdujo y, lo que era peor, completamente destrozado, literalmente reducido a jirones. El camisón d e Amanda, por el contrario, aparecía limpio y suave al tacto, y en toda la extensión de la prenda no podía apreciarse ni una arruga.

Después d e la cena contemplaron las noticias d e las nueve y, tras la información meteorológica, Jorge se empeñó en desconectar el aparato hasta el comienzo d e la película: no deseaba ver los anuncios porque era casi segura la aparición d e Amanda ligera d e ropa haciendo carantoñas a algún frigorífico y tratando d e convencer a los potenciales clientes de las excelencias del producto. Su esposa, no obstante, tuvo la habilidad d e persuadirle para que no lo hiciera. Le gustaba contemplarse e n los pequeños films publicitarios y odiaba ver las películas ya empezadas. Mientras el hombrecillo aburría a la audiencia tratando d e justificar las lluvias intempestivas como si él fuera el mismísimo hacedor del clima, Jorge y Amanda se besaban tan apasionadamente que no oyeron los ligeros ruidos procedentes d e la cocina. Al tiempo que el locutor deportivo exponía su perorata d e quejas y lamentaciones por la escasez d e las subvenciones estatales para la promoción del fútbolsala; mientras los técnicos d e la televisión ponían e n antena imágenes d e esquí acuático cuando d e lo que se trataba era de lanzamiento d e martillo; a la vez que un redactor de pelo grasiento hacía preguntas supuestamente incisivas, y que sólo eran groserías impertinentes, al presidente d e un club d e fútbol; e n aquellos mismos instantes que precedían al pase d e los


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anuncios, algo se movió e n las inéditas entrañas d e «el ingenio con ruedas». U n ligero temblor comenzó a agitar muy suavemente la superficie esmaltada de blanco y, e n la parte frontal, justamente encima d e aquella especie d e o j o d e buey, una sección metálica comenzó a iluminarse, débilmente primero, d e forma palpitante después, hasta q u e aquella minúscula región adquirió el tono d e un hierro al rojo vivo que no despidiera calor. A la vez, el cristal d e la ventana redonda sufrió una metamorfosis y se volvió d e color ceniciento, como si dentro d e la «cosa» hubiera volutas d e humo en continua circulación. Suavemente, muy suavemente, «el ingenio con ruedas» comenzo a moverse con infinita precaución. Aquella pequeña sección frontal palpitaba enrojecida y e n las entrañas del ingenio se entrecruzaban violentas ráfagas d e humo o vapor denso e n una tormenta controlada. Las ruedas continuaron girando muy lentamente y la extraña «cosa» salió al pasillo. El tubo d e goma a manera de desa&e colgaba detrás como una cola lacia. Si los amantes se hubieran vuelto cuando comenzaron los anuncios hubieran quedado sorprendidos al contemplar cómo «el ingenio con ruedas» se detenía prudentemente ante la puerta del comedor y permanecía allí sin hacer ningún ruido y con la frente palpitante. Pero no se volvieron. Si Jorge no hubiera sido subyugado finalmente por la imagen d e su esposa promocionando una magnífica lavadora superautomática, y si Amanda no hubiera encontrado tanto placer e n contemplarse a sí misma, quizás hubieran podido advertir que alguien o algo experimentaba más placer todavía que cualquiera d e los dos. Pero no lo advirtieron. Sólo al final d e la película, cuando abandonaban el comedor, se dieron cuenta d e que en el suelo del pasillo, justamente a la altura d e la puerta, había un pequeño charco d e agua. Al menos eso fue lo que Jorge pensó, aunque Amanda, tras recogerlo con una


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bayeta, prefirió no dar su opinión sobre lo que aquello le parecía. Mientras en el dormitorio los dos amantes se entregaban con frenesí al combate amoroso, un gran silencio reinaba en el resto de la casa. Hubiera podido decirse que hasta el frigorífico, único electrodoméstico que permanecía en vigilia alternante, reducía el murmullo de su tiritar a fin de que alguien o algo pudiera escuchar los gemidos y suspiros procedentes de la alcoba de matrimonio. En el rincón a que había sido relegado, detrás de la puerta de la cocina, «el ingenio con ruedas» reposaba absolutamente inmóvil, pero en una inmovilidad tensa, como cuando el perro de caza avista la presa o el leopardo se detiene para calcular el salto y caer sobre la gacela como una gran noche definitiva. En efecto, cuando el reloj de la cocina señalaba las tres menos cuarto, una gran quietud se extendió por toda la casa, señal inequívoca del final del gran combate. En aquellos momentos, si los aparatos electrodomésticos hubieran tenido ojos, se habrían clavado sobre «el ingenio con ruedas» esperando algo que tenía que suceder y cuyas líneas maestras estaban ya trazadas desde tiempo atrás. Poco a poco, algo se fue agitando en el interior de aquella «cosa». Extraños mecanismos despertaron de un prolongado letargo y la frente del ingenio adquirió aquel calenturiento brillo de metal al rojo vivo. Tras una leve vacilación, «la cosa» comenzó a rodar muy lentamente, arrastrando un tubo tras de sí y, esquivando con cuidado todos los obstáculos, salió al pasillo. La cocina permaneció silenciosa, y el frigorífico procuró que su periodo de muerte aparente coincidiera con el avance de «la cosan pasillo adelante. Al llegar a la puerta del dormitorio se detuvo un momento. Amanda yacía en el lecho completamente desnuda y su marido, vuelto de espaldas, despreciaba,


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manifestándolo con sonoros ronquidos, la suavidad de aquellos miembros y la frescura de aquella boca. «El ingenio» se adentró poco a poco en el dormitorio y se situó muy cerquita de Amanda. La sección rojiza de la frente de aquel extraño ingenio de utilidad desconocida palpitaba vertiginosamente; la superficie esmaltada con gruesas gotas como de vapor d e agua, o quien sabe si de sudor; el extraño desagüe se estremeció violentamente y a los labios de Amanda, que yacía profundamente dormida, asomó una sonrisa. Una hora más tarde «el ingenio» regresó a la cocina y fue a detenerse no en su sitio habitual, sino muy cerca del frigorífico, que moría y resucitaba a intervalos regulares de tiempo. En el dormitorio, Amanda se despertó un instante y, aproximándose a su esposo que yacía e n J a misma posición, depositó un beso en su espalda diciendo en voz muy baja: «Gracias amor mío. Gracias especialmente por la segunda vez». El silencio se hizo entonces tan doloroso en toda la casa que hubiera podido decirse que el tiempo había suspendido su veloz carrera, cuando acontecía precisamente lo contrario. En su rincón junto al frigorífico, «el ingenio con ruedas» se sentía muy feliz, si pudiera expresarse en estos términos lo que la máquina experimentaba. Sucesivos chasquidos y un murmullo adormecedor indicaron que algún increíble proceso se ponía en marcha en las entrañas de aquel aparato. Toda la superficie esmaltada comenzó a desprender una suave luminosidad y algunas luces fugitivas de color rosa y azul aparecieron esporádicamente en la parte superior del aparato. La pared frontal, en la que se encontraba el ojo d e buey, fue adquiriendo un ligero abombamiento que se agudizaba muy poquito a poco jr el cristal de la ventanilla redondeada se volvió transparente, permitiendo ver a su través el interior de la máquina. Pero,


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aún suponiendo la presencia de algún observador inteligente en la cocina, nada de lo que estaba ocurriendo en el seno de «el ingenio» hubiera podido ser deducido por éste (lo que seguramente habría sido en extremo beneficioso para su integridad mental). Al cabo de treinta minutos la pared frontal de aquella máquina aparecía alarmantemente abombada, aunque todavía no había señales de que la pintura blanca fuera a resquebrajarse. Media hora después el alabeo del metal era tan pronunciado que algunos tornillos empezaron a aflojarse y el esmalte a saltar en determinadas zonas, pero el fenómeno parecía seguir un curso determinado y natural. A pesar de la deformación de «el ingenio con ruedas» nadie hubiera podido decir que pareciera horrenda ni antiestética: todo lo contrario. Aquella súbita hinchazón otorgaba al incógnito electrodoméstico unos perfiles amables y hasta familiares, parecía hermoso en su deformidad y había adquirido un misterioso halo de femineidad. Al cabo de los noventa minutos desde que se iniciara el proceso, la curvatura de la pared metálica llegó a tal extremo que la máquina parecía próxima a explotar. Los rumores y los chasquidos se hicieron más urgentes, y lo que se veía a través del deformado ojo de buey era tan extraordinario que nadie hubiera dado crédito a sus ojos: aquella masa informe, aquel magma palpitante se había ido sedimentando y adquiriendo un perfil preciso y claramente delimitado minuto a minuto hasta adaptarse a un invisible molde que dio forma al prodigio. En el minuto noventa las cosas llegaron a su término. Amanda experimentó entre sueños una dolorosa sensación de pérdida, un tremendo vacío y a la vez un considerable alivio que provocó un suave relajamiento en todo su cuerpo. Al mismo tiempo la cocina se convirtió en alucinante sala de maternidad. La pared frontal de «el ingenio con ruedas» cedió quedando al descubierto un gran saco membranoso


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que fue rasgado desde el interior. Varios líquidos d e litro se vertieron sobre los baldosines y la criatura, abandonando d e motu propio su posición fetal, dejó el claustro materno. Esbozó unos pasos por la habitación y la sombra d e su cuerpo se proyectó sobre los electrodomésticos, q u e yacían provisionalmente muertos. Solamente el frigorífico dio señales d e vida acelerando su epiléptico tiritar como para saludar al recién nacido. Así como la fiera hace acopio de paciencia y espera junto a la fuente a que su presa baje a beber, cosa que hará más tarde o más temprano, así también la criatura neonata se aproximó al frigorífico y apoyando un codo e n la parte superior de la nevera y la palma d e la mano e n su barbilla, se dispuso a esperar a su captura sin preocuparse del paso del tiempo. Unos minutos antes d e que despuntara eJ amanecer, Jorge soñó que caminaba a través del desierto. U n sol abrasador calcinaba sus miembros y un aire seco fustigaba su piel. Allá a lo lejos apareció la silueta d e unas palmeras, inequívoco signo d e la presencia d e un oasis. D e repente el decorado del sueño se modificó. El suelo era rocoso y la vegetación más frondosa y lujuriante. Allá abajo, iluminada por la traicionera luz d e la luna, rielaba el agua fresca d e u n manantial. Jorge se deslizó entre la maleza sin hacer ruido hasta que se encontró a pocos metros del anhelado líquido. Iba ya a lanzarse a una última carrera, cuando sus pies se detuvieron en seco; la pérfida iluminación nocturna le fue favorable esta vez: emboscada entre las altas hierbas había una fiera sigilosamente camuflada; dos ojos como ascuas acechaban a la espera d e la presa. Al cabo d e un rato Jorge se despertó envuelto e n sudor. Tenía la boca seca y una sed ardiente le devoraba las entrañas. Se incorporó en el lecho con ánimo d e dirigirse a la cocina y beber un vaso d e agua fresca, pero el recuerdo d e un sueño tan angustioso le retuvo.


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Procurando olvidar la pesadilla que le había provocado aquella sed abrasadora, salió del dormitorio. Caminó a través del pasillo y unos instantes antes de entrar en la cocina se detuvo presa de una momentánea inquietud, pero su vacilación no duró más que unos segundos, justos los necesarios para que el frigorífico se estremeciera y entrara en su periodo d e reposo. Cuando entró por fin en la cocina su mano se detuvo sobre el interruptor de la luz, y un destello de prudencia le permitió comprender que no debía iluminar la escena entrevista en las tinieblas. Dio un paso en dirección a la nevera, pero de pronto quedó paralizado al ver que alguien se le había adelantado, y ese alguien era una fiel copia de sí mismo. Todo lo demás sucedió en un abrir y cerrar de ojos. D e la misma forma que en el intervalo que media entre el transcurrir de dos segundos se desgarran las nubes, desciende fulminante el rayo y abate el mástil del navío, que herido de muerte se hunde veloz en el abismo, igualmente Jorge se abatió sobre Jorge, y tras oprimir su garganta durante los minutos precisos, introdujo su cuerpo exánime en «el ingenio con ruedas», cuya pared frontal, curada ya de su repentino abombamiento, se cerró bruscamente oprimiendo sin compasión el cadáver de Jorge. Acto seguido se reprodujeron los extraños chasquidos y el proceso invirtió su curso dejando reducido el cuerpo en el transcurso de noventa minutos al tamaño de un óvulo fertilizado.

Cuando Jorge regresó de su trabajo al día siguiente, Amanda le recibió con un beso d e bienven i d a , . ~conduciéndole a la cocina le preguntó sonriente: -¿No notas nada especial?


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N o sabemos si Jorge notó o no algo especial, pero el caso es que respondió negativamente. -Algo que ya no está -insistió Amanda divertida. -«El ingenio con ruedas» -dijo finalmente Jorge. -Se trataba de una equivocación. Esta mañana vinieron unos hombres a buscarlo. -Me alegro enormemente -repuso Jorgeera algo sumamente extravagante. -¿Para qué serviría? -se preguntó Amanda-. Ni siquiera los empleados que se lo llevaron me sacaron de dudas. Me parece que no tenían ganas de dar explicaciones. ¿Y los demás elec-No importa -dijo Jorge-. trodomés ticos? -Funcionan perfectamente. En aquel momento sonó el timbre del teléfono. El matrimonio se dirigió al comedor y Jorge tomó el auricular pasándoselo acto seguido a su espasa. -Para ti -dijo. Amanda respondió a la llamada y sostuvo una breve conversación con su interlocutor. D e vez en cuando miraba a Jorge y negaba con la cabeza como indicando que la cosa carecía de importancia. -¿Quién es? -preguntó al rato su marido. Ella tapó con la palma de la mano el micrófono y repuso: -Nada de particular. Es Ventura,que está empeñado en que ruede con él un comercial. Una lavadora revolucionaria, o qué sé yo -dijo ella con cierta nostalgia. -¿Por qué no lo haces? -repuso Jorge comprensivo. - C a r i ñ o , sé que te desagrada. T e prometí que no volvería a acariciar frigoríficos ni a besar lavaplatos -dijo Amanda. -Te ruego que lo hagas; esa idea era absurda por mi parte. ¿Por qué había de tenerte en exclusiva? Otra cosa sería si hubiera de compartirte con personas, pero en nada me afecta que repartas tu afecto entre los electrodomésticos -manifestó Jorge-. Acepta, te lo ruego.


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-¿De veras? -preguntó Amanda alborozada, sin comprender del todo la razón d e aquel súbito cambio. Jorge asintió complacido y ella le lanzó un beso por el aire al tiempo que volvía su rostro hacia el teléfono. -Me encantará rodarlo, Ventura ...; sí esa era su opinión, pero ha ocurrido algo maravilloso ...; mi marido ha cambiado. Ahora lo comprende mejor y me ha dado plena libertad ... Sí..., maravilloso. Amanda colgó el teléfono y d e una veloz carrera se precipitó e n brazos d e su esposo. El rumor del frigorífico y el batir del tambor d e la lavadora se hicieron más intensos, más vivos, más alborozados.





Fernando MartĂ­n lnie~ta

Toda su existencia habia estado marcada con la estrella de los perdedores, la de los hombres sin suerte y sin fortuna. Y lo habia aceptado con fatalidad melancĂłlica. Sin embargo, su espir2'tu se rebelaba ante la idea de sucumbir en Bna trampa inexorable que, en realidad, estaba destinada a otro...


A B I A que terminaría matándome. Lo he sabido siempre. El ha sido el más fuerte. Y, además, yo nunca he pretendido luchar contra él, acaso porque he tenido la certeza d e que cualquier esfuerzo por mi parte sería inútil. Tampoco he tenido vocación d e víctima. N o creo en los héroes y cualquier sacrificio me parece estéril. Sé que ya nada ni nadie me podrá salvar. Esta bomba que han colocado sobre mi pecho, con la amenaza d e que estallará si intento quitármela, cumplirá su objetivo. Bueno, el objetivo d e matar a un hombre. El otro objetivo no se cumplirá nunca. Escribo que voy a morir como el único medio a mi alcance para librarme de la muerte. M e resulta cómodo pensar que todo esto es una broma, una broma macabra. Nunca he creído e n la fatalidad, y no estoy dispuesto a hacerlo ahora. Si hablo d e mi muerte, al nombrarla, al convertirla e n palabras, dejará d e ser eso: muerte, para transformarse e n letras, sílabas, nombres. Una letra, una sílaba, un nombre, ésta n o podrá ser otra cosa que cuanto escriba: palabras. En el fondo d e mí mismo, esta situación sólo me produce ganas d e reír. Acaso porque todo ha sido tan


súbito, tan impensado, tan absurdo, que no me hago a la idea de que pueda ser verdad. Y, sin embargo, este aparato mortal, sujeto a mi pecho, al contacto frío del metal sobre mi piel, el tirón violento de los esparadrapos que lo sujetan, es una realidad. ¡Si al menos pudiera evitar, como lo estoy haciendo ahora, que el terror me domine, podría hallar una solución! Pero temo moverme, y, al mismo tiempo, ando en deseos de abandonar esta casa, salir a la calle y gritar, gritar hasta que todos lo sepan. Eso, al menos, me hará sentir alguien, atraer la atención sobre mí. Siempre, siempre he sido un hombre gris, oscuro, pequeño, insignificante. El, sin embargo, ha sido un ser brillante -lo sigue siendo- y temo que si denuncio este hecho, tampoco me pertenezca la muerte que me aguarda, que sea de él y no mío el hilo de esta trama absurda. Nunca he tenido nada y, ni siquiera esta muerte va a ser mía. Es la muerte de otro la que va a acabar conmigo.

Enciende un pitillo con languidez. Tras la primera chupada, al contemplar la boquilla, descubre que deja manchas de carmín: « H e debido pintarme demasiado los labios». Se recuesta sobre el diván y alcanza su bolso d e mano desde el otro extremo de la mesa. Extrae de él un espejito y un pañuelo. Se mira el borde de los labios y, con toda delicadeza, sin apenas tocar la piel, se los limpia. Mira, después, el pañuelo manchado: «Así está mejor.» Vuelve a contemplarse en el espejo de mano mientras se aprieta los labios y se siente satisfecha. Mira el minúsculo reloj-joya de oro y brillantes. Son las siete y veinte de la tarde. Carlos -siempre será Chiki para ella- vendrá a buscarla a las ocho. Van a cenar con unos amigos; luego, una copa en cualquier sitio y después ... ¡cualquier cosa! Faltan cuarenta minutos todavía. N o resiste la tentación de contemplarse y admirar otra vez el modelo


Fernando Martín lniesta

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color fuccssia con amplio escote y desnuda espalda - q u e estrena esta noche- y entra en el dormitorio. Abre las puertas laterales del gran armario y se contempla en los tres espejos a la vez. Se siente satisfecha, bella, aunque nada joven, pero capaz d e atraer las miradas de admiración de los hombres y de envidia de la mujeres. Se siente satisfecha. Chiki se lo ha dado todo, todo lo que ella quería y casi todo lo que deseaba. Vuelve al salón. Del mueble bar saca un vaso de cristal tallado, pone tres cubitos d e hielo y al caer el whisky suena el teléfono: «¡Vaya, a que me quedo sin salir esta noche después de arreglada!». Se sabe la historia: «Vete sola y espérame, o mejor, no me esperes, no sé cuando podré acabar. Estoy con una comisión que ha venido de Londres...». Se serena tomando el primer trago antes de descolgar. Es una voz desconocida la que habla. El tono es impersonal, desfigurado a propósito: -Le dijimos que recibiría noticias. .. Esperaba nuestra llamada, ¿verdad?... -¿Quién habla? -Esperamos que... nunca lo sepa. ¿La señora d e Arrazu? -Sí, diga, diga... -¿Su esposo no ha llegado todavía a casa? -No. -Dígale que tenga preparados cincuenta millones. En efectivo ... Que volverá a recibir noticias. -iQ uién ... quién es usted? Han colgado. Tarda algunos segundos en comprender que ya no hay nadie al otro extremo del hilo. Por unos instantes no sabe qué hacer.Vuelve a coger el vaso y apura un largo trago. El whisky, todavía, no se ha mezclado con el hielo y conserva toda la pureza de su ardor, pero apenas lo nota: «Le llamaré. Hablaré con él, tiene que saber...». Marca el número directo de su oficina. Nadie, nadie lo coge. Vuelve a mirar el reloj-joya: «Ya han debido de salir, son bastante puntuales. Quizás esté ya en camino». Marca el número de teléfono instalado en el coche, el sun-


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EL ATENTADO

tuoso «Mercedes» último modelo. Apenas ha sonado la primera señal lo descuelgan: -Digan... iAh, es usted! ... El señor sube en estos momentos en el ascensor. Me ha ordenado que les espere. ¿Desea algo más, señora? Es la voz de Raimundo, el chófer. Cuelga precipitadamente y ligero. -¡Querido! -Pero ¿qué te ocurre?... Estás nerviosa. Ella le abraza con ansiedad. -¿Ha ocurrido algo? -Han llamado.. . -¿Quién? -Han dicho que tú sabes quiénes son... que debes tener preparados cincuenta millones ... Y que volverías a tener noticias. .. -¿Han dicho que yo ... sabía? -Sí... y que esperabas su llamada. -No espero la llamada de nadie. El ríe. Su risa espontánea y segura le devuelve la confianza. Le conoce lo suficiente como para no ignorar que nunca, sea cual sea la gravedad de una situación, tenderá sobre ella una cortina de humo. Acostumbra a mirar las cosas cara a cara. -Una broma, querida... Una de tantas bromas como acostumbran a gastarnos. ¡Olvídala! Ella afirma con la cabeza. -¡Te has puesto guapísima esta noche! ... ¿Me das un trago? La mujer se vuelve de espaldas y camina hacia donde se encuentran las bebidas. El se recrea en su espalda casi desnuda y vuelve a descubrir por milésima vez, la poderosa atracción que ejerce aquella piel sobre su deseo.

Sereno. Conservar la serenidad es, en estos momentos, el único camino que me queda. Debería lla-


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mar a la policía. Pero, ¿qué puedo decirles realmente? Si este aparato no falla, si está perfectamente sincronizado, ¿qué pueden hacer? Y si se trata de una broma ... No. N o es ninguna broma: es la muerte. .. del otro. Pero, ¿qué podría decirles para hacerles descubrir a los culpables? ¿Que al cruzar la puerta del gran edificio destinado a oficinas, dos hombres, con el rosto cubierto con una máscara me amenazaron y obligaron a subir a un vehículo que esperaba en marcha, que luego me obligaron a respirar de un pañuelo impregnado en algo que debería ser cloroformo, y que cuando desperté estaba en las afueras de la ciudad, con la bomba sujeta al pecho y tan solo una nota que decía: «Si intenta quitarse este aparato, estallará. Si quiere vivir regrese a casa, no diga nada a la policía y espere una llamada». ¿Qué pista puede darles estos hechos? Ninguna. Creo, que, de momento lo único que puedo hacer es conservarme sereno y esperar la llamada.. . ¿Quién puede desear, esperar o llorar mi muerte? Creo que nadie. H e vivido veinte años fuera del país, acabo de regresar y el único ser que sabe que estoy aquí, si desaparezco, no se molestará en buscarme. Me conoce. Sabe que mis ausencias son largas, mi destino desconocido y mis actividades ignoradas. Yo me he preocupado de que sea así. ¿Beneficiarse con mi muerte? Nadie. N o tengo dinero. En este viaje he gastado hasta el último céntimo. Ni siquiera sé dónde dormiré dentro de una semana. Tampoco me importa. Creo que todo hubiese sido distinto si llego a aceptar su oferta: Hubiésemos comido juntos, hablado, él jnaturalmente!, de sus éxitos, de sus ganancias y de su inmensa fortuna, y yo, apenas le hubiese contado alguna que otra anécdota sin importancia. Ha sido mejor así. Mejor, desde luego para él... Raimundo, el chófer, abre la portezuela del coche y se inclina con una leve reverencia cuando entra la


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señora. La mujer se ha puesto, sobre el leve vestido, un chaquetón de piel de zorro. Su amplio escote lo enmarca un collar de rubíes. Está radiante. Carlos se siente orgulloso de ella. Pero su orgullo es algo más que el sentido de posesión de una mujer hermosa, ella sabe ser -nunca se lo ha dicho por temor a herirla- el mejor escaparate de su éxito y su fortuna. Lo que esconde un gran hombre de negocios, lo suele mostrar su esposa, o su querida. Sonríe al pensarlo. La fascinación que aquella mujer ejerce sobre financieros, comerciantes y políticos le ha sido útil, en más de una ocasión, para realizar buenos negocios. A veces piensa que, más que una esposa, es un socio lo que lleva a su lado, viste, presenta y halaga. Le prende un pitillo con un encendedor de oro y se lo pone en los labios. Ella sonríe. -Gracias. El la mira curioso y como quien tiene un secreto que no quiere revelar, mientras le dice: -¿Recuerdas a Santos? -2 Santos?... ¿A qué viene ahora eso? iCiaro que lo recuerdo! -Puede que luego lo sepas. ¿Hubo algo en realidad entre vosotros?... -Sí y no, según se mire... Pero todo acabó al conocerte, ya lo sabes... ¿ N o me digas que estás celoso ahora, al cabo d e los años? - C e l o s o , no. Sólo tengo curiosidad. ¿Le quisiste? -A los dieciocho años una tiene demasiadas ilusiones.. . -¿Te hice yo perderlas? -No. ¡Qué tonterías dices! ... El era el sueño; tú la realidad. Todo cuanto él me hacía soñar, tú podrías convertirlo en verdadero. Eso lo comprendí en el instante mismo en que nos presentó. Además, él rogaba; tú mandabas... ¿Te basta esto? -Me basta. El coche se detiene ante uniluminado chalé de amplios y cuidados jardines. El chófer abre nuevamente


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la portezuela, y, con la gorra en la mano, espera instrucciones. -Puedes marcharte, Raimundo. Alguien nos Ilevará a casa. -Gracias, señor. Que se diviertan los señores. ¡No quiero morir! Por muy mísera que haya sido mi vida, es lo único que tengo... Hace ya siete horas que estoy esperando esa llamada y no llega. La Ilamada es la única esperanza que me queda... ¡NO puede ser! ¡Esto es estúpido, absurdo, incomprensible! ¿Por qué tengo que ser yo? Yo, y no cualquier otro. ¿Por qué? Acaso porque soy el único que se le parece ... ¿Y si le llamara, si le dijera lo que me ha ocurrido por parecerme a él? Sé cuál sería su respuesta: la misma que cuando le presenté a Marta: «Hay cosas que no deben ser de todos. Esa mujer no te pertenece. Nunca podrás darle lo que necesita». iPero la muerte sí es de todos, de cada uno la suya! Creía que sólo la muerte podría igualarnos, ponernos la misma máscara de estupidez o solemnidad. Pero no, tampoco la muerte es igual para todos. N o es la suprema justicia, sino la suprema estupidez. Y o me libraré de ella. ¡Me libraré! Si alguien ha sido capaz de colocarme sobre el pecho este artefacto, yo sabré quitármelo. Lo haré despacio, muy despacio. Con sumo cuidado... sin que apenas se' mueva... sin que... Pero aquí me asfixio. Aquí no podrá ser... Creo que al aire libre, en el campo, tendré la tranquilidad suficiente para hacerlo ... Porque esto, esto es... i10 único importante que voy a hacer en mi vida! El champán les ha dejado los ojos brillantes y la palabra torpe. Sobre los ceniceros, las copas, las botellas vacías quedan los restos de una noche de alegría y placer. Casi los restos de un naufragio donde todos los náufragos se hubiesen salvado...


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Ella lleva en bandolera el chaquetón de piel de 20rro, y se balancea levemente al andar. El dueño de la casa le lanza a Carlos un llavero: -¿Puedes conducir? -Creo que sí. -Pues llévate mi coche... Mafiana me lo envías. -Gracias. Se besan. Alegremente se besan en una despedida que no lo será tal, ya que, mañana, volverán a reunirse. Amanece. Carlos pone e n marcha el deportivo y su mujer intenta varias veces la entrada en el vehículo antes de lograrlo. -¡Qué incómodos son estos bichos! El coche arranca con un sonido d e bólido animal y salvaje. -¡Despacio, que nos estrellamos! El hombre conecta la radio. Sobre la música, dice a SU mujer: -¿Sabes quién ha estado a verme esta mañana? -¿Quién? -responde ella sin mucha curiosidad. -Santos, mi hermano.. . -¡NO me digas...! La radio transmite, ahora, las primeras noticias del día. La voz todavía no despierta del locutor, informa: «En las afueras de la ciudad, en el sitio conocido como «Sobrelatas», ha aparecido el cadáver de un hombre, muerto, al parecer, por la explosión de un artefacto. Dado el estado en que ha quedado el cadáver, no ha ido posible su identificación». Ella desconecta la radio con un gesto de fastidio. -¿Qué decías de Santos? -Que ha estado a verme ... -¿Y qué se cuenta...? -Apenas pude hablar con él... La mujer, en un gesto mimoso que el alcohol convierte en pesado, le da un beso en la mejilla y se recuesta en el asiento: - C u a n d o lleguemos, me despiertas. ..





José Luzs Velasco

La caja, envudta en terciopelo color carmesí, había permanecido en poder de su familia durante generaciones. La luz de la razón le impelía a rechazar que la ca& fuese portadora de a n terrible maleficio; pero no podía olvidar q t l e su madre había muerto el mismo día en que se decidió a abrz'rlu...


N A mañana, a principios del otoiio, al levantarme para ir al colegio, una mañana lluviosa y oscura a causa d e un cielo plomizo que cubría la estepa y acentuaba la tristeza d e los viejos pinos del jardín d e mi casa; pinos que habían crecido a su antojo durante lustros y sus ram'as tocaban ya los cristales d e los balcones; una mañana, digo, al levantarme para ir al colegio, entró e n el dormitorio mi abuela; no pasó a despertarme, como todos los días, Amelia, la doncella d e mi madre, sino, cosa extraña, mi abuela, con su toca malva y las manos un poco deformadas por ; la artritis, limpia y sonrosada, quizás algo nerviosa, apenas nada, para decirme que me vistiera deprisa a fin d e marcharme al colegio. Para decirme también que aquel día no regresaría a casa, sino que, a la salida d e la escuela, me esperaría mi tía Adela para Ilevarme con ella durante una semana. -¿Por qué? -le pregunté mientras, diligente, comenzaba a vestirme. -Mamá se ha puesto enferma - c o n t e s t ó nada más, sin aclarar cuál era la relaciód entre el hecho d e que mi madre se hubiese puesto enferma y la necesi-


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dad de que yo no estuviese en casa por el espacio de una semana. Tampoco inquirí ninguna aclaración, porque el tono d e la voz d e mi abuela y su semblante, ligeramente pálido y agitado me indicaban que la enfermedad d e mi madre era un suceso demasiado turbador sobre el que yo no debía hacer preguntas. Y a la vez que llegó la abuela a mi dormitorio para decirme eso, percibí en la casa, por los pasillos del piso alto y en la planta baja, una serie de idas y venidas, movimientos y conversaciones inusuales que me sumieron en una extraña congoja; abajo se escuchaba a varias personas hablando en voz queda, voces graves de hombre, y varias veces, a aquellas horas tempranas en que jamás venía nadie a vernos, oí la campanita de la puerta de la calle indicadora de que estaban llegando visitantes. En algún rincón del piso alto creí advertir sollozos apagados, y la tristeza de aquella mañana d e otoño se cargó de pronto d e una angustia laxa e intemporal, como si las nubes y la lluvia y el páramo se quedasen de súbito sin tiempo, pendientes de un momento de melancolía aciaga, que yo debía disimular para irme al colegio deprisa, como si nada fuera de lo común hubiese ocurrido, pese a que comprendí en seguida que mi madre había muerto. Cuando regresé a mi casa al cabo de cinco días, no pregunté por ella; era obvio que ya no estaba en casa. Nunca la mencioné durante el resto de mis días; sabía que había desaparecido y no regresaría jamás, máxime cuando encontré a toda mi familia enlutada, máxime cuando mi abuela se ocupó de mí apenas Ilegué, encargándose, solícita, de todos los cuidados que mi madre me prodigaba; máxime cuando mi padre, durante unos cuantos días, me trató con una deferencia especial; él, que apenas me hizo caso nunca, como si desease, en cierto modo, suplir un poco con alguna caricia o alguna pregunta mientras comíamos («¿qué tal hoy el colegio?») la ausencia de mi madre; hasta que, finalmente se olvidó de este ceremonial a todas luces forzado y volvió a ser el caballero lejano de


José Luis Velarro

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siempre: un individuo alto, con gruesas patillas, que entraba y salía de casa, o desaparecía durante varios días, con su eterno puro delgado entre los dedos. Sólo mucho más tarde, cuando mi abuela creyó entender que yo había entrado ya en edad de razonar, la tarde de un domingo ab-urrido y sofocante de septiembre, cuando yo estaba estudiando en mi cuarto y ella pasó a recoger la taza de café que me había tomado después de comer, comenzó a hablarme y yo acepté gustoso su conversación porque se produjo uno de esos momentos cálidos que provocan a veces los ancianos queridos, cuanto te cuentan anécdotas o sucesos del pasado y sabes que no mienten, tan sólo adornan el relato con cierta lentitud cariñosa que no sólo te depara un conocimiento curioso de hechos ocurridos hace cincuenta o sesenta años, sino que también te permiten saber detalles reveladores de otra generación de gentes que llevan tus mismos apellidos. Entonces habló de mi madre, me hizo notar que yo nunca había preguntado nada sobre ella a partir de la mañana en que vino a despertarme diciéndome que estaba enferma, y, omitiendo detalles, me narró las circunstancias de su muerte, narración que escuché absolutamente en silencio mientras la tarde caía acentuándose el bochorno y por los caseríos aislados del campo comenzaban a ladrar los perros; un relato que, desde ese momento, le deparó a mi vida una vaga inquietud siempre presente. Anoto, resumida su historia: «Fui yo quien la encontró a las seis de la mañana. Ya sabes que, desde hace muchos años, duermo muy poco. Me dirigí, como todos los días, hacia la cocina, para ir preparando los desayunos despacio... Sí, incluso los de las criadas. ¿Por qué no voy a prepararle el desayuno a las chicas si yo me despierto dos horas antes que ellas? Al pasar frente a la biblioteca vi luz que se filtraba por debajo de la puerta. Desde el primer momento me pareció algo muy extraño; pensé que, la noche anterior, alguien se había dejado encendida la lámpara de la mesa antes de irse a dormir.


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Pero, ¿quién? Tu padre no solía entrar en la biblioteca después de cenar y mamá era muy raro que omitiese un detalle como apagar la lámpara al irse a la cama; ella era muy escrupulosa, mucho, tanto como yo, en todo lo que se refiere a detalles domésticos. De modo que abrí la puerta con la intención de apagar yo misma la luz. iOh, qué espanto, Eugenio, qué espanto! Mamá estaba allí, sentada frente a la mesa de la biblioteca ... Muerta. N o dudé un instante de que lo estuviera, no era posible dudarlo. Pero mucho más terrible que eso fue contemplar su semblante. Se había quedado sentada, mirando al frente, recostada sobre el respaldo del sillón ... ¿La recuerdas? Pienso que no se trata de pasión d e madre, pero era muy hermosa, muy hermosa.. . Tenía entonces treinta y dos años y estaba en la plenitud de su belleza: alta, distinguida, con el pelo dorado y una piel fina y pálida que parecía d e terciopelo. Pues bien, hijo mío, todo eso había desaparecido en una noche, tal vez en unos segundos. Estaba allí, con los ojos horriblemente abiertos, desorbitados, desfigurada por una expresión indecible d e terror infinito; su rostro, envejecido súbitamente, mostraba atroces arrugas de anciana, y el tono ceniciento de su piel, delataba un espantoso final presa del pavor. Sí, es cierto que el pánico encanece en muy poco tiempo, en unas horas o quizá, en unos minutos. Su precioso cabello dorado aparecía completamente blanco. ¿Cuánto duró ese tránsito de la vida a la muerte a causa del espanto? ¿En cuánto tiempo aquella mujer espléndida se había transformado casi en una anciana de aquelarre? Supe en seguida la causa, Eugenio, lo supe en seguida... Ella, no sé por qué -Dios mío, me lo he preguntado muchas veces-, no sé por qué, había abierto la caja. La tenía delante, sobre la mesa, cerrada ya. Su mano derecha yacía sobre la tapa, como si la hubiese bajado de nuevo cuando ya era demasiado tarde ... N o pudo ser otra cosa, no hay ninguna otra explicación ... Sí, Eugenio, ella la abrió...»


Jojé Luis Velasco

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En el transcurso del relato, que mi abuela refirió haciendo muchas pausas, ahogándosele a veces la voz e n un llanto contenido y aniñado, la noche había cerrado por completo sobre la comarca. Los ladridos d e los perros e n la lejanía delataban el paso d e caminantes extraños o perdidos en la oscuridad d e aquellos parajes. -¿Está aún la caja en casa? -le pregunté. -¿Sabes tú algo d e ella? -preguntó mi abuela a su vez-. ¿Alguien te habló alguna vez d e esa maldición? . -No abiertamente. Pero ya conoces el instinto infantil para descubrir ciertas cosas a través d e palabras aisladas, comentarios disimulados o gestos d e entendimiento tan sólo, que los adultos ponen en práctica, creyéndolos indescifrables, cuando se ven obligados a tratar temas, inconvenientes delante d e ellos... -¿Qué sabes, hijo mío? -Sé que en casa hay una misteriosa caja, incluso la vi siendo niño en cierta ocasión, cuando mamá ordenaba los cajones del escritorio grande ... N o me dijo nada, pero lo supe. La delató una mirada furtiva, como un relámpago, y un gesto rápido tratando d e ocultarla e n seguida... Una caja siniestra, según todos, que conserva nuestra familia, la rama d e papá, desde hace siglos. -Sí, mucho, mucho tiempo. -Una caja que encierra algo... abominable, ¿no es así? -Sí, cariño, sí... -Pero, ¿qué es? i Q u é contiene? -No lo sé, ni quiero saberlo... Tan sólo puedo decirte que..., que no debe abrirse jamás. <Me entiendes, Eugenio? Jamás, bajo ningún concepto. T u madre, pobre hija mía, lo hizo. Permanecí unos instantes en silencio. Se había levantado d e pronto un viento racheado que, atravesando el páramo, se filtraba por las junturas d e las ventanas silbando siniestramente. Estaba e n los comienzos d e mi carrera d e ingeniería, que había em-


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prendido sin grandes entusiasmos, más bien obligado por una tradición familiar, y el contacto directo, incluso intenso, con una zona del saber puramente científica, había impregnado mis hábitos mentales de un cierto rigor sistemático que, en principio, rechazaba historias tan insólitas como la de aquellas caja que, con su carga de horror, permanecía en algún lugar de la casa. -Yo creo, abuela, que esa historia de la caja debe pertenecer al terreno de la fábula; su poder fatídico, o lo que sea, tiene que ser una leyenda ... A mamá debió ocurrirle otra cosa. -No, hijo mío, no. Ella tenía la caja delante cuando la descubrí muerta. ¿Qué otra cosa podría haber sido? Somos una familia sin problemas o con los problemas comunes que aquejan a todo el mundo. H e pensado mucho durante estos años, mucho, casi continuamente, y no hay nada, te lo aseguro, que hubiera podido producir aquel horroroso espanto devastador marcado en el rostro de tu madre.. . -Pero, jestá la caja en casa? N o me has contestado.. . Mi abuela me miró a los ojos dibujando en sus facciones, de formas redondeadas y limpias, una expresión severa, concentrada y absolutamente seria. -Sí. - Q u i e r o verla. La simple formulación de este deseo hizo que mi abuela se sintiera embargada de inmediato por una agitación y un nerviosismo, desacostumbrados en ella, que la hicieron ponerse en pie y hablar de forma entrecortada. -No, no, por Dios, Eugenio... N o debes verla... Ya es muy tarde, se trata de una caja normal. Me voy abajo; tengo, tengo que decir a las chicas lo que tienen que preparar para la cena. .. N o me pidas eso.. . Me costó mucho trabajo vencer la obstinación de mi abuela sobre este asunto, pero era inevitable que alguna vez claudicase: no era posible que algo tan


José Luir Velasro

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monstruoso permaneciese en nuestra casa eternamente oculto al único heredero; incluso resultaba necesario que yo conociese su escondrijo, y una noche de julio, cuando un sofocante bochorno se abatía sobre la llanura y el campo se pobló del remoto chirriar de los grillos y todas las ventanas de la casa permanecían abiertas para que una suave brisa tibia orease los aposentos, ella, con su paso vacilante, me condujo hasta la biblioteca ovalada, se aproximó al severo escritorio de caoba que yo había visto siempre en el mismo lugar desde mi niñez y sacando una llavecita d e su monedero, abrió uno de los cajones. Envuelta e n un paño de terciopelo granate, que tocó con evidente desasosiego y aprensión, como si se tratase d e algo prestado, estaba la caja. Antes de retirar completamente el paño, mirándome con aquella expresión del todo severa que adoptaba cuando debía comunicarme algo solemne, insistió: -Júrame que no la abrirás ... Por Cristo crucificado, Eugenio, jurámelo. Recuerda lo que le pasó a tu madre. -No la abriré, abuela, te lo aseguro. La caja, a primera vista, no mostraba ningún dato que produjese la menor sospecha sobre cualquier modalidad anormal: era d e madera, rectangular; la tapa carecía de cerradura, por lo que se deducía que abrirla era tan sólo cuestión de desearlo. Sus dimensiones, relativamente pequeñas, evocaban la imagen d e un joyero común, pero su superficie, lisa, carecía de cualquier clase de ornamentación. Se conservaba, pese a la antidedad que podría atribuírsele según las informaciones que yo poseía, casi flamante. Ni una sola muesca o rasguño alteraba la limpieza de sus caras. Tan sólo un tono demasiado oscuro de la madera y un veteado que se marcaba profundamente delataban, quizás, un origen muy distante en el tiempo. Y, sin embargo, en el silencio de la biblioteca, teniendo próximo el páramo, cuya presencia cercana durante toda mi vida no le había restado nada de su pérfido hechizo desolador, la caja suscitaba ese instinto d e


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prevención vigilante, ese estado de alerta que inmediatamente provoca la presencia d e cualquier ofidio; seres estáticos y en apariencia indiferentes que, sin embargo, parecen contener todo el horror de una amenaza oscura e inminente. Criaturas que incluso poseen, pese a la prevención que provocan, unas dosis de atracción que te impiden alejarte de ellas cuanto mayor es el temor que transmiten, tal es su ambiguo grado de fascinación alevosa. -Está bien, ya la he visto -le dije a mi abuela sin hacer ningún c o m e n t a r i v . ¿Por qué no la tiramos? Sería una buena solución para alejarla de nosotros... Mi abuela volvió a mirarme con fijeza y severidad. -¿Quién sabe, quién sabe lo que eso podría acarrearnos, las desgracias que nos traería tal acción? Mientras permanezca cerrada nada ocurrirá ... Está aquí desde hace siglos, y aquí debe seguir. Los perros de los caseríos habían enmudecido, lo noté entonces. Tan sólo, de vez en vez, quebrantaban el bochorno nocturno con ese indeseable aullido prolongado que te traspasa el ánimo haciéndote presentir la presencia d e la muerte en algún ámbito incierto d e la noche. Han pasado muchos años, y a esa edad en que las gentes de mi condición han accedido al calificativo de persorzas respetables, una fatídica suma de acontecimientos desgraciados y turbulentos me han arrastrado a un estado de permanente ignominia que tan sólo pueden mitigar desesperados paseos a caballo por el páramo a la caída de la tarde; paseos inexcusables que, en alguna medida, atenúan mi desolación, galopes errantes sintiendo el aguacero salpicando sobre mi rostro o el huracán azotando mi cuerpo dolorido. Apenas atiendo a mi aseo personal ni a la administración de mi patrimonio; desde que mi padre y la abuela murieron, la decadencia de la casa comienza a hacerie martirizante en el deterioro progresivo del mobiliario, en el polvo que cubre las estanterías, los marcos de los espejos, los libros ... Jamás he traba-


José L I ~ I SVelasro

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jado; alejado de amigos y relaciones desde hace mucho tiempo, mi fortuna me ha deparado el tormento de poder saborear, detalle a detalle, durante días y años que se arrastran como siglos, el inexorable desmoronamiento de mis posesiones y de mí mismo. Ella es la causa, jella! Contraje matrimonio, muy joven, con una mujer a la que cuadran, en la actualidad, todos los epítetos que contienen el concepto de «detestable». Sigue siendo hermosa o, si deseo ser exacto, cegadoramente apetecible. La he visto cruzar mil veces por los aposentos de esta mansión opresora con la insolencia perversa d e quien te ignora y eso, precisamente, provoca su placer; he acechado sus viajes a la ciudad, cuando ella se marcha a media mañana dejando en las estancias el aroma turbador de sus perfumes marchitos, el anuncio lacerante de cien frivolidades indignas, el rastro de aventuras clandestinas vividas al lado de otros hombres con la impunidad de quien se sabe inmune. A veces demora su regreso varios días, y cuando vuelve, siniestra y hermosa, con las marcas de su rostro ojeroso d e días y noches d e lascivia y deshonor, la congoja me sume en un silencio turbio y rencoroso que me impulsa a esconderme como un perro castigado en el último rincón de la casa o a cabalgar, desesperado y loco, por la llanura. Hace tiempo que dejé de recriminarle su conducta: su.s gestos altivos, su distante arrogancia, acentuada por una diabólica sonrisa de desprecio, la implacable tenacidad con que ejerce su libre albedrío, han terminado por convertirme en una sombra errante que merodea insomne por los parajes desolados que rodean nuestra casa. En ocasiones, desde hace aproximadamente dos años, he intentado buscar alguna ocupación absorbente que me hiciese olvidar su existencia, alguna d e esas tareas cuya fascinación continuada te sume en una obsesión permanente haciéndote eludir incluso tus costumbres más arraigadas. Me he dedicado al estudio de la caja. Desde que mi abuela me la mostró


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un atardecer de verano, hace ya más de veinte años, nunca había vuelto a ocuparme de ella, en parte porque jamás he sentido tal necesidad, también quiero confesarlo, a causa de un extraño recelo, algo semejante al sentimiento que producen algunos objetos que yacen en viejos armarios con olor a difunto, cuya fisonomía, reveladora de la muerte, les confieren la condición de intocables. Pero cuando me decidí a ocuparme del tema, cuando me atreví a apartar el paño granate que cubría la caja para verla de nuevo y no sabía cómo iniciar una investigación que me proporcionase algún dato revelador sobre su naturaleza o su procedencia, el azar me deparó un hallazgo espantoso. Apenas hace dos meses, entre los papeles que mi padre dejó al morir ordenados en carpetas atadas con cintas, he encontrado una decena de pergaminos donde se habla de ella; no explican mucho, tan sólo, en un inventario de los bienes de mi familia fechado en 1780, se la nombra entre un lote de objetbs que incluye piezas de mucho más valor: óleos de la escuela flamenca y española, joyas, muebles, antiguos, porcelanas ... Y la caja. Se la menciona de pasada, pero con una anotación aterradora que transcribo: «... una caja procedente de las cámaras del señor Gilles de Rais, que no debe abrirse ...m Tan sólo eso y, sin embargo, admito que sentí un escalofrío al leer un texto aparentemente inocuo, pero en el que golpeaba aquel nombre: Gilles de Rais, el monstruoso sádico, violador y torturador de niños, que vivió en la Francia de Juana de Arco, durante la primera mitad del siglo XV. Un sujeto abominable del que la historia consigna espeluznantes orgías cuyas víctimas eran niños sometidos a tormentos y vejaciones feroces. Esto es todo, porque no he querido profundizar más. El hallazgo de esta noticia ha detenido mis pesquisas más que impulsarme a seguirlas; es demasiado el horror que ahora me produce la caja para indagar morbosamente en un tema que me provoca náuseas. Por eso, desde hace dos meses, y tras un lapso de tiempo


J o ~ í Luis Vekzsco

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inapreciable en el que conseguí eludir mis sufrimientos, he asumido otra vez la condición de espía de los movimientos de mi esposa; observador impotente de sus salidas y llegadas, entre las que existe ese deleznable periodo de sus ausencias, cuando deambulo por los corredores de la casa, por las cámaras y buhardiIhs, por las bodegas subterráneas, imaginando, incluso con cierta delectación insana, su risa, sus gestos, sus caricias, los detalles más nimios y más atroces de sus maniobras eróticas prodigadas a otros hombres. Afortunadamente, mi tormento va a terminar. Este atardecer despreciable ella ha precipitado, de improviso, el final. Cuando aún no había cerrado la noche, desde la ventana de mi dormitorio he visto avanzar d e regreso su coche de caballos por la carretera que atraviesa el páramo. El aire diáfano del acerado anochecer que presagiaba nieve permitía oír todos los sonidos de la llanura con nitidez. Una risa laca y convulsa rasgaba el aire de la estepa. Era suya y procedía del coche de caballos; a su lado, el rumor esporádico d e una voz más grave, masculina, que se mezclaba a las carcajadas d e Laura, me han hecho tomar una decisión súbita y desesperada. Regresaba acompañada. Jamás se había atrevido a tanto: una especie de puñalada abrasadora me golpeó el corazón. Entró en el vestíbulo acompañada por un hombre maduro, alto y distinguido, vestido de oscuro. Su risa nerviosa hería las paredes, los tapices oscuros, los jarrones, las alfombras. Llegaba borracha, con el maquillaje descompues;~y su vestido desordenado, quizá, sí, más hermosa que nunca. El caballero de oscuro, más sereno, mostraba el azoramiento propio de una circunstancia que podía resultar harto peligrosa. -iEugenio, querido! -gritó ella llamándome-. ¿Dónde te has escondido hoy? Baja a conocer a mister Simpson... N o te va a hacer nada, cariño... Presa de un impulso cegador salí de mi cuarto y me dejé ver en lo alto de la escalinata que conduce al vestíbulo. Mi mirada, que yo advertía cargada de esa clase de ira que anuncia una explosión de violencia,


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incluso de sangre, hizo reaccionar inmediatamente al hombre. -Caballero, discúlpeme por esta intromisión en su H e querido acompañar casa - d i j o apenas verme-. hasta aquí a su esposa que no se encuentra del todo bien. Insisto, le ruego que me disculpe. Buenas tardes. Y, rápidamente, con los ademanes de un huido, abrió la puerta y salió del vestíbulo mientras ella le dirigía alguna frase confusa y despectiva en la que distinguí claramente la palabra «idiota». Poco después, mientras Laura y yo permanecíamos en silencio, quizá mirándonos con asombro, como quien se descubre de pronto, escuché los cascos del caballo alejándose por la carretera. Lo había decidido; con el cerebro presionado por una turbulenta carga de odio y desesperación, bajé lentamente la escalera intentando no alterar mis movimientos, procurando mostrar esa calma que se traduce en lentitud cuando la cólera te ciega, pero, a la vez, tratas de contener el estallido d e tus impulsos hasta el momento preciso. Me acerqué a Laura, y con un tono martilleante y pausado que conminaba a obedecer, le dije: -Acompáñame a la biblioteca. Quiero mostrarte algo que desconoces y que está hace muchos años en esta casa. Ella me siguió arrastrando su cuerpo sugerente con una cadencia abandonada, con el rostro sofocado por el alcohol y la excitación, haciéndome caso como quien condesciende a la petición de un imbécil. La biblioteca estaba fría: habían comenzado a caer los primeros copos de nieve y en el páramo se escuchaban, como todas las noches, los lejanos ladridos de los perros. Saqué la llave del cajón del escritorio donde permanecía la caja desde hacía tal vez siglos y, mientras procedía a abrirlo, cada vez más tranquilo, le dije: . -Siéntate ahí, en esa silla. La misma donde se encontraron muerta a mi ma-


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&e. Y ella obedeció, justamente cuando yo tomé la caja con un escalofrío y los perros de la noche habían dejado de ladrar y se hizo un silencio absoluto en el páramo y en la casa y me acerqué a la mesa para depositar sobre ella la maldición y miré directamente a los ojos de Laura, al fondo del infinito de sus pupilas claras, con amor, es cierto, con amor, presintiendo que aquella mirada era, sí, una despedida amarga y ella seguramente lo comprendió, porque su piel palideció d e pronto al tiempo que un perro perdido estremecía el frío de la noche con un aullido de muerte y yo colocaba la caja delante de ella sobre la mesa y le decía «es para ti, ábrela», y Laura adelantaba su mano cerúlea hacia el cofre y sus dedos tocaban la tapa de madera para levantarla, quizá sorprendida, expectante sin duda... Al principio no ocurrió nada, salvo que el silencio del mundo se hizo más intenso, excepto que, desde el fondo de la caja, pareció escucharse un sonido errático, como un murmullo lejano, muy lejano, agudo e hiriente, un sonido que fue en aumento, que creció terrible y espantoso, imponderablemente helado e incisivo, proveniente de un abismo insondable, la suma de cientos o miles de lamentos infantiles que no eran exactamente humanos, que no se podía decir qué eran, salvo que todo cuanto produce calor en la Tierra, salvo que cualquier conexión orientadora que te permite saber que hay lagos y tazas o muchachas en flor, se perdía sumiéndote en un horror insoportable: el lamento de mil almas infantiles arrojadas en la atroz soledad del hielo, de la negrura, de la nada; un sonido que lo ocupó absolutamente todo con un sostenido grito de pavor inacabable, llenando hasta la última partícula de un ámbito definitivamente aterrado, un sonido sin equivalente, sin final, sin final, sin final: el asesino sonido del pánico. X

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La criada que se ocupaba de limpiar el polvo de la biblioteca los encontró a las diez de la mañana. El


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EL S O N l W DEL PANICO

rigor mortzs acentuaba lo macabro d e la escena. La señora permanecía con los ojos desorbitados por el horror recostada sobre el respaldo del sillón; su mano derecha reposaba en la tapa de la caja. El hombre estaba de rodillas, junto a ella, abrazado con desesperación a su cuerpo. Sus rostros, cuya piel había adquirido una siniestra tonalidad cenicienta, mostraban un atroz envejecimiento súbito. El cabello blanco de ambos aún permanecía erizado.





Ojos de maniquí Víctor Claíldín

;Era imposible que aquel mzcñeco respirase! ;Imposible! Y si lo aceptaba ... ¿cómo admitir que en el U niverso existiesen mzíltiples planos de realidad? Pero aquellos ojos ..


i siquiera tendré el tiempo necesario para maldecir mi propia debilidad? Tengo cierta dificultad e n concentrarme para cumplir con la obligación d e explicar al mundo la razón oculta d e mi metamorfosis, d e las circunstancias que m e han conducido hasta aquí, pero esa mirada vidriosa, partida, q u e k reflejaba una vieja historia sanguinolenta me sobrecoge aún después d e transcurrida esta larfR:& guísima semana en la q u e me h e convertido en víctima suya por un azar inexplicable. El primer contacto, la primera señal d e su existencia fue esa respiración agitada que parecía nacer e n el cuarto contiguo donde yo trataba d e terminar un artículo d e opinión para el periódico. Al principio lo consideré una aprensión mía, ya que vivir e n un chalet, aislado a diez kilómetros d e la ciudad, favorece todo tipo d e miedos y suposiciones macabras. Parecía real y continuaba; era como una persona con problemas respiratorios que se duerme en una postura incómoda. Pero YO sabía que e n la casa no había nadie más que yo, así que traté d e olvidarme d e ese sonido que se hacía cada vez más fuerte y escribir un párrafo final que ' . . . c .


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OJOS DE MANIQUI

resumiese, subrayándola, la tesis central del trabajo. Sin embargo, la frontera impuesta por el punto y aparte daba la sensación de que fuera definitiva y no localizaba la palabra que tenía que inaugurar la nueva línea. Porque la respiración estaba ahí, llamándome. Me levanté mirando en todas las direcciones y asegurándome de que en los rincones no se ocultaba nada enemigo. Era fácil orientarse en busca del origen de ese misterioso palpitar, y que no podía corresponderse con algo real: era evidente que provenía de mi cuarto, pared con pared del salón que me servía de estudio. Lo primero que hice en el pasillo fue encender la luz para borrar las sombras; sólo un ruido, la maldita respiración sobre la que no tenía duda de su existencia, pero a la que no podía encontrar una explicación racional. Estaba ante la puerta de mi habitación, temeroso, mis manos temblaban, tratando de reconstruir en mi mente el interior de la habitación para recorrerla con un solo golpe de vista nada más traspasar la frontera que constituía la puerta, cuya manija ya tenía en mi mano. Las alfombras, la cama grande, un pequeño armario con una radio antigua y unos cuantos libros además de algunos objetos de arte, junto a la ventana una mecedora adosada a una mesita con una lámpara... no recordé en ese momento el maniquí sin brazos que puse en el rincón del armario empotrado y que acababa de encontrar en las cercanías de la casa apenas un par de días atrás. Entré. N o podía creerlo. Era imposible. El maniquí, un material sin vida, no estaba en su sitio; todo lo demás sí y no había nadie. El maniquí respiraba, respiraba desde su nueva posición tendido sobre mi propio lecho. El maniquí respiraba. El maniquí estaba en mi cama. Reconozco que la impresión me cogió con la guardia baja y retrocedí pálido, mudo, como si me hubie-


ran golpeado en la boca del estómago. Corrí hacia el teléfono que fue lo primero que se me ocurrió. Estaba llegando al aparato cuando oí un grito mortal que procedía del exterior. Era como si en esos instantes se hubieran dado cita en mi casa unos espíritus malignos. Me asomé al ventanal ya casi desquiciado. Vi cómo una mujer se convulsionaba a la puerta de entrada. Las sacudidas parecía que iban a poder descoyuntarle los miembros. N o perdí ni un segundo, me olvidé de la respiración del maniquí y del teléfono y me lancé hacia fuera. N o pasaron siguiera diez segundos, o un minuto si se tiene en cuenta que mi estado de excitación no era capaz de dilucidar correctamente lo que estaba sucediendo. Sin embargo, ya había ocurrido. Mientras avanzaba por el porche hacia el cuerpo femenino, ya inmóvil como si fuera pétrea su' composición, una especie de mancha o de sombra se separó de la mujer y desapareció por la carretera que me vinculaba a la ciudad. N o hubiera podido responder entonces a la pregunta que se me estranguló en la garganta sobre lo que podía ser aquello. Sin embargo, todo quedaría claro exactamente diez días después, al inicio de esta semana de pesadilla que, sin llegar aún a matarme, ha vencido mi ilusión de vivir. Mi atención se volcó, recuperado un tanto de las peligrosas vibraciones que había recibido mi corazón, sobre el cuerpo inmóvil de la mujer. Le faltaba un brazo, precisamente el brazo derecho que estaba a unos metros del cuerpo; pero no sangraba. N o había sangre porque no era un cuerpo humano. Supongo que no tengo necesidad de explicar que era un maniquí, un maniquí al que yo mismo, desde el ventanal de mi estudio, observé unos instantes antes en agitación demente y gritando aullidos de auxilio. Un maniquí. Un maniquí. Algo sin vida, un objeto


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OJOS D E M A N I Q U ~

muerto, porque los maniquíes no tienen vida, son puro adorno. Cerré los ojos en un intento desesperado por sacar de mi memoria lo que viví en unos pocos minutos. Pensé en el folio que me esperaba a medias enrollado a la máquina de escribir; pero no podía entrar en la casa. N o podía volver, pasar por el pasillo con riesgo d e echar una mirada a mi cuarto donde un objeto sin vida respiraba violentamente. Para pasar luego junto a otro que, poco antes, era una mujer desesperada. Salí corriendo. Julián, el médico amigo residía en una urbanización a tres kilómetros de distancia. Llegué exhausto. Cuando al día siguiente volvimos a mi casa, todo parecía normal. Julián, evidentemente, estaba convencido de que todo esto se reducía a una negra pesadilla, a una consecuencia del exceso de trabajo al que yo estaba sometido últimamente por la negra situación del país que requería de un gran esfuerzo colectivo. Sin embargo, yo no podía creerle, aunque en el porche no hubiera nadie ... o nada, y que en el dormitorio el maniquí estuviera ... mudo... en el rincón junto al armario empotrado. Lo único que coincidía con mi explicación era el hecho de que la puerta de la calle estuviese abierta y que, en la máquina, el artículo sobre la situación general esperaba la conclusión final. -Trata de olvidarlo -me dijo Julián. Yo no le contesté.

El que esté leyendo estas páginas ha de saber lo difícil que me resulta terminar la narración rigurosa de los hechos cuando pende sobre mí la terrible amenaza y sus primeros efectos ya han comenzado. Las piernas están frías y me hormiguean, mientras los pies ya no los puedo mover, no los siento, ya no son


Víctor CLaudín

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míos. Sólo gracias al esfuerzo mental que estoy manteniendo y el saber perfectamente lo que me está ocurriendo, permite que no me derrumbe como las víctimas anteriores en la desesperanza terrible del que sabe que está perdiendo su naturaleza humana. Pasaron los días, y sin que la imagen de lo ocurrido consiguiera esfumarse de mi recuerdo, conseguí volver a cierta rutina relativamente tranquila, y ajena a cualquier peligro. A pesar de todo, el equilibrio no iba a tardar en romperse. Y esta vez para siempre. Había asistido como participante a una mesa redonda sobre un tema que no me interesaba, y luego los organizadores nos habían invitado a una cena donde nos permitimos todo tipo de frivolidades con unas muchachas que, casi por arte de magia, se sentaron a nuestra mesa alargada. Entre bromas y coquetas insinuaciones sin contenido de deseo expreso, una morena bien moldeada se fue apretando contra mí hasta el punto de verme en la encrucijada de invitarla a una copa en mi casa o poseerla allí mismo. -Sí, sí! Estupendo. El ofrecimiento le ilusionaba de una manera asombrosa. El bullicioso regreso se materializó muy pronto sin llegar a despedirnos de ninguno de los presentes. Era una mujer absorbente que me quería poseer sin tregua. En el coche no me dejaba conducir, colgada unos ratos a mi cuello, acariciando mis zonas más sensibles y manoseándome en todo momento. En la cama, la mujer resultó francamente excepcional. Lo sabía hacer muy bien; su glotonería me abandonó en el preciso instante en que no podía ya dar más de mí. Se entregó a tiernas y medidas caricias al percibir mi satisfacción y agotamiento. Lo cierto es que su sensualidad era tal que hasta esas neutras caricias fueron capaces de hacerme pensar en un nuevo intento. Pero a mis más de cuarenta años tenía que reservar algo para lunas venideras. Antes de dormirme me entregué al minucioso re-


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corrido de la belleza que estaba tendida a mi lado. Ya no podía enamorarme, eso lo sabía, pero perfectamente podía conseguir que aquella morenita tan deliciosa pasara unos días haciéndome recobrar el pálpito sentimental que tan escasamente tenía oportunidad de gozar. Con el regusto amargo, la flojera indefinible que me vencía y las extrañas tinieblas que nublaban mi entendimiento, a la mañana siguiente no fui capaz de comprender que se había iniciado en mí el principio del fin durante esa noche. Que con el placer había entrado, para no salir, otra dulce sensación: la de la muerte. Lo que sí me asustó sobremanera, ya a la hora de comer, fue la presencia en el jardin de aquel maniquí que, exactamente diez días atrás hice que los basureros se llevasen en la necesidad que tenía de olvidarme de los sucesos de la fatídica noche. Me quedé petrificado y un terror desconocido taladró cada célula de mi cuerpo. Maribel ni se inmutó, tampoco se interesó por la palidez que había cubierto mi rostro, por la mirada que salía de mis ojos abiertos, o por el temblor que volvió a mis manos para ya no irse más. Sólo ahora que escribo puedo controlarlo relativamente, lo suficiente para cumplir con mi cometido. -Tengo que irme -dijo entonces Maribel, añadiendo otro factor a mi desconcierto. N o comprendí esa imprevista noticia y en mi angustia no pude controlar lanzarme hacia ella y rogarle que se quedara. -Ya he cumplido con mi misión -dijo. Sucedió entonces. N o tuve tiempo de preocuparme por esas palabras, ni siquiera se me permitió tratar de buscar una explicación. Siempre obsesionado por racionalizar los hechos para que se acomoden a mis posibilidades, a mi capacidad de entendimiento, no pude darme cuenta de qu,e en el universo existen muchos niveles de concepción, infinitos planos de realidad, múltiple diversidad en el hecho de producirse o provocarse los


acontecimientos. Tampoco pensé algo d e esto en ese momento. Mi capacidad d e reacción se centró en el horror que me inundó haciéndome babear. Fue cuando los delicados ojos d e Maribel brillaron d e una forma especial. Unos ojos inclasificables que n o pertenecían a una mujer, sino que eran pura luz, puro color removido, pura muerte. Entonces se desprendió del cuerpo d e la mujer morena que se iba desplomando despacio, una masa informe, una especie d e nubosidad a caballo entre lo material y lo inexistente, d e viscosidad repulsiva, e n donde lo único concreto que se distinguía eran esos ojos. Ojos que no cesaban d e mirar haciéndome retroceder empavorecido. Ojos que yugulaban toda respiración, todo aliento. Ojos d e los que se escurría un finísimo hilo brillante d e sangre. Ojos d e muerte, ojos d e algo mucho más bestial que la desaparición, ojos d e tortura insoportable. Ojos d e monstr,uosidad creciente que no era posible rehuir porque perseguían hasta el acorralamiento. Perdí el sentido. Cuando lo recobré era ya d e noche; no podía explicarme cómo pude estar tanto tiempo sin conocimiento. Pero lo intuí cuando la presencia d e un maniquí que recordaba lejanamente la preciosa mujer con la que disfruté la noche pasada hasta las más altas cotas d e placer, me transportó a la mirada macabra que había acuchillado mi resistencia, Aquellos ojos. Ante mí, un maniquí. U n maniquí sin vida. U n maniquí sin vida aparente. Aquellos ojos, un maniquí junto a mí en la cocina, y otro... Me asomé a la ventana por cerciorarme d e que e n el jardín permanecía o no el maniquí sin brazos del que había procurado deshacerme. A pesar d e la oscuridad reinante, vislumbré junto a aquel otro al que le faltaba una pierna. Los dos estaban derechos. Supuestamente sin vida. Porque los maniquíes no tienen vida. Los ojos. Aquellos ojos. Aquella masa, aquella


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nube con aquellos ojos, ojos sangrantes, ojos lucifer i n o ~ .Ojos asesinos. Creí que no iba a soportarlo porque no contaba con la facultad humana de la adaptación. Aquí me tenéis, tratando de recordarlo todo, aunque sea imposible de todo punto reproducir mi angustia, el carácter violáceo que han tenido estos días mis sensaciones, el drama que me enajenó, esa mirada sobrecogedora... Afortunadamente el espanto en el que he vivido está a punto de dar a su fin. Mi única diferencia es que no grito; en su lugar escribo, me regodeo en el horror pasado, en el horror presente, para no preocuparme de la inexistencia de futuro. Julián no tardaría en acudir a mi llamada d e auxilio. Pugnaba por serenarme, clavado ante el teléfono, cuando golpearon la puerta de la calle. Abri. Julián se hallaba frente a mí, riéndose, señalándome con el brazo extendido. Y sus ojos brillaban como despidiendo llamaradas. N o pude acercarme pero tampoco hubiera servido de algo. U n instante después la extraña vida que había penetrado en él le abandonó. D e nuevo esa macabra mancha con ojos salió del cuerpo y se esfumó ante mi vista. Julián se transformó en un maniquí. Me arrodillé junto a él cuando aún un hálito de vida le impulsó a pronunciar sin fuerza una palabra: «Huye... huye ... hu». Sí, tenía que huir de aquello. D e todas formas no era capaz de entender, tampoco, por qué yo no terminaba como todas esas gentes que estaban cerca de mí. Parecía estar reservado para mí un destino especial. ¿Por qué? Los interrogantes se agolpaban en mi cabeza y ninguno hallaba una salida para mi salvación. Saqué el maniquí de Maribel junto al de Julián al porche de entrada y me encerré en la casa, asegurándome de que todas las ventanas estuvieran bien cerradas. Me dispuse a resistir. Una resistencia que se revelaría inútil ante la potencia desconocida.


Estaba rota toda comunicación con el exterior entre otras razones porque, como había demostrado la muerte d e Julián, la mera proximidad d e otros seres a mi casa los transformaba e n muñecos inanimados. Tenía que disponerme a la supervivencia personal e n espera d e algún resultado inesperado y sorprendente q u e consiguiera terminar con el mal destructor que m e amenazaba. Era la fatal entrega a la espera. Desde ese momento e n que decidí permanecer encerrado en mí mismo y e n mi casa hasta los hechos d e hoy, apenas han sucedido acontecimientos que se salieran d e la técnica d e los narrados. Hasta doce maniquíes h e llegado a contar rodeando la casa e n un principio como estableciendo u n riguroso cerco mortal. Su jadeo, lo único que alteraba su presencia inmóvil, parecía estar impulsado por el más allá insondable. La comunicación telefónica se había cortado y nadie conseguía llegar a mi casa si es que se podía hablar d e alguien que lo intentase. Los cadáveres estaban ahí delante, todos ellos amputados d e algún miembro o d e alguna otra parte del cuerpo, transformados e n piezas al servicio d e un poder cuya naturaleza superaba todo análisis imaginativo d e mi inteligencia. Y sólo respiraban o jadeaban pero nunca los he visto acercarse aunque se acercan, moverse aunque se mueven, aparecen o desaparecen respondiendo a una especie d e mecanismo d e juego d e ajedrez, d e toma d e posiciones. Intenté escapar en tres ocasiones durante los días anteriores, suponiendo que no estarían pendientes d e mí. En cada oportunidad mi fuga se truncó cuando una pared d e maniquíes se interponía en mi camino. Una pared que se iba estrechando sobre mi figura. En la ÚItima ocasión también escuché algo más: un sonido gutural a medio camino entre la risa y el llanto q u e suponía propiedad d e aquel monstruo d e los ojos d e cristal ardiente. Hace un par d e días se desencadenó el desenlace. Era d e noche. Estaba en la mecedora d e mi dormitorio, seco por la angustia, inmovilizado por la impo-


tencia, sumamehte adelgazado por la falta de alimento, fija mi mirada en el exterior enemigo. De repente, la casa comenzó a temblar, los cristales se rompieron en mil añicos; yo apenas podía sujetarme en el asiento, y hasta mis órganos interiores parecían pugnar por salir d e la cárcel que representaba para ellos mi cuerpo. Oí aquel sonido que sin duda provenía del ser. Y unos ojos, los ojos que ya conocía, esa siniestra avanzada del universo más terrorífico que jamás hubiera podido imaginar, bailaban fuera de la casa, precisamente en el espacio de mi visión formado por el marco de la ventana. Me puse de pie atraído como por arte de embrujamiento. Comprobando así que el fenómeno del que estábamos siendo víctimas la casa y yo mismo, tenía como causa directa una extraña y miserable fusión de todos los jadeos y respiraciones en una danza a la que se habían entregado las decenas y decenas de maniquíes que estaban reunidos en el exterior, en el jardín de mi casa, convocados por ese aullido que ahora atronaba, sombras de vidas que fueron, sedientos de nuevos acólitos, prestos a servir a su dueño, sirvientes criminales de esa masa informe, indescriptible, que se había convertido en ama y señora de... jsolamente de los alrededores? Esa es mi única esperanza, que cuanto yo vivo, que cuanto me está matando de forma tan monstruosa, sólo suceda aquí, en mi casa, en mi jardín ... El ruido del jadeo se hizo más infernal y la misteriosa masa iba y venía dando la impresión de estar a punto de descoyuntarse. Y aunque yo no lo pudiera percibir, los maniquíes se movían, se acercaban más y más. Como un eco distorsionado, unas palabras se formaron con el acento sensual de Maribel. «Falta poco. T e necesito. A ti. ¿ N o lo deseas?.)) Recordé la maravillosa noche pasada junto al cuerpo moreno de la mujer. Me dije que sí lo deseaba. Y comprendí. Yo también pertenecía a esa cosa.


Víctor Ckaudín

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En las últimas horas los maniquíes han entrado en la casa. Van de un lado a otro sin que yo los vea nunca en movimiento, manteniendo vigoroso el escalofriante ruido de sus aspiraciones agitadas, insensibles. La masa desde ese momento se ha hecho carne. Maribel ha revivido para mí, para mi placer y para el de esa masa, sólo que sus ojos no son humanos, son ojos de pura luz, de puro color removido, pura muerte. Pero ya no me importaba, no me torturaban, sino que los deseaba. Los amaba. Y ellos amaban mi vida. Inexplicablemente. Antes de que se me escape mi último pálpito tengo que decir que me come por dentro esa misteriosa fuerza, que va subiendo, que se va apoderando de mí. Tengo poco tiempo, ya sólo puedo utilizar la mano derecha, y sólo la mano porque el resto del brazo se me ha inmovilizado desde hace unos minutos. Del vientre para abajo no siento nada y no quiero mirarme para no sentir horror de las costras plásticas en que se ha transformado mi piel. Ella me lo anunció cuando nos amamos rodeados por una cohorte infernal que aullaba, danzaba. Me explicó cómo se produciría mi transformación. Todos me miran, se deleitan sabiendo que, en poco tiempo, seré como ellos, casi como ellos. Casi, porque yo seré quien albergue en mi seno esa repugnancia a la que me entregué, relevando en secuencia repetida a otros seres. A mí me eligió. Tendré esos ojos sanguilonentos, de luz. Ya me arde la cabeza, estoy llegando al fin. Llegando al principio. Y todavía no puedo explicarme lo que ha sucedido y su posible por qué. Tampoco importa. Lo único que deseo es... que tengáis algún día la maravillosa dicha de pertenecer a la tribu secreta d e los maniquíes, de ser parte de ese plano igualmente real donde los ojos mandan y matan y gozan. Ojos de maniquí: vacíos, dispuestos a ser ocupados ...




a navaja Rafael Castellano

(N

CastlemanÂť)

Se sentia fuerte y seguro al pisar a fondo el acelerador del coche reciĂŠn robado. El mzlndo se le ensanchaba a cada bocanada de hachis. Tenia, ademĂĄs, una cuenta que saldar y la saldaria ... Por algo era el destripador del barrio del Divino Cordero...


L buga ha mamado buena gasofa

y ruge cosa mala al coger las curvas, mientras las gomas chillan, porque por fin se han ( :idido a asfaltar esta parte d e barrio, y para q u é te voy a contar el eros que me meten esos chillidos, mayormente si pienso que no es mío, que el chorvo q u e 'para la hora que es lo está buscando por las comisarías, sudando y maldiciendo, se ha quedado hoy sin sáicar como yo me quedé sin abuela. Plan nota, lo tiene el tío, con un muñequito q u e representa a un madero colgado del espejo (pienso durante tres segundos, justo una chupada al chute, si no será él mismo un madero; y me añado que mejor si es así) y detrás un escudo d e casa regional. N o te digo la q u e hay. M e se olvidaba deciros q u e conmigo va la Yuli, una titi con la q u e tengo que hablar d e cine, unos kilómetros más allá, cosa d e q u e la,coja la percata d e que uno no es un blanco, que por tal me tiene, me lo ha chivado otra chula, la Blanqui, que me ha cogido ternura porque es fea y lo sabe, y yo me la tiro en plan legal y sabe que yo sé que sé, total, complicidaz. Y va y se pone, dice, la Yuli te tiene por un liso, sin vacile. Y ahora la miro

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de reojo a la Yuli y le noto el pánico e n los ojos y el vértigo en el entrecó. Y todo eso por el rodar marchoso, nada más. Si supiera que lleva al lado al destripador del barrio del Divino Cordero. Jindama, puta jindama hay que meterlas si quieres quilar. Y yo es que, fetén, d e jeta ando un poco y d e alguna manera mamón, m'asemejo al Pecos tonto, poca barba, cuatro pelos d e higo chumbo. Entodavía no m e atrevo a ir al burquechi a que me afeite, son neuras. Va lista la prójima, digo, que por aquí permanece la bunga d e que los vampiros d e Dusseldorf son cosa d e anglosajones. Como quien dice Wagner o las mazorcas crudas, vaya, que en el Burger's King d e la calle del Autogiro aún no ponen, pero al tiempo. Y yo m e digo, vaya, me pongo: esto es cultura urbana. Bugata apandado, un poco d e coloque para el rollo, las jichas que aplauden con la chirla y el asfalto, que dan. Pues qué van a dar. Destripadores, aberrados: qué es el mundo sino una puta casquería. Le doy una calada honda al planet y piso lo que quedaba d e acelere. La chai, al punto del pasmo, legal. -<Tú quién crees que le dio mulé al Jacinto? -dejó caer. -2 Jacinto? -«El Queo» -aclaro. -iAh! -sorbe la Yuli; siempre tiene el hocico húmedo, como un tuso. -¿Quién crees? -Pues unos navajeros. -Ya. El nido va quedándose atrás. Chabolas con su bombilla, casuchas, fábricas. Hay andovas que se quejan d e que no hay currelo, y yo pa mí lo tengo dicho, asimilo que e1,que llora por currelar es que no sabe hacer otra cosa. Yo, chanelador e n afanes, en lo que haya. Trajiriar costo sin pasarse, con la pertinente chanzaina. Pero lo que m e priva mayormente es eso, el desgüace d e personal, cuando se entere la Yuli, es que no veas.


Rafael Castellano (~Castlemanw )

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-Al «Queo» le estaba bien. Era un borde. -Si tú lo dices. Y como viene un camión le doy una toba al volante, cosa d e amague, que parece que nos metemos debajo. El claxon nos llama hijoputas y la Yuli está d e la color del chiclé mascado y pegado en el forro d e la butaca. -¿Hay julepe? -inquiero. Y la chorva me juna un sí es no es asesinante. Floja, me la trae. Tiro la toba por la ventanilla. -Te voy a contar un cuento. Tú sabes que el Jacinto un día me hostío. N o niegues, vaya si lo sabes. M e hostió porque es un demasiao. Era. Y o estaba contigo, y vino al incordio, y yo voy y le digo, me pongo date el queo, «Queo», que le llamaban así por eso, porque daba la torrija a todos en cuanto estaba flipa, pero vamos, unas turras de mucho preocupar. Y me hostió. Y yo que entre dos que fajé, que voy y miro donde ti, y tú dándole al cuantró con yelo con jeta d e la Liz Taylor. Y uno, sin furuné d e nadie y sin poder hacer foro. Más que a Uzcudun, me dieron, y yo sin poder hacerle un chirlo, porque, eso es notorio, yo nunca acarrero cheira, o por lo menos, por l o menos - r e c a l c e eso es lo que digo, que hay mucho especialista d e la muy capaz de descolgarse donde los barandés, tú ya sabes por dónde voy. Curva a ciento veinte, y le digo chillando a la Yuli: . -¿Tú ya has ligado can los barandés? Y la Yuli, qué va a hacer, negar, a la pasma ni mentarla, como si uno no supiera lo del madero aquél, con más vacile que el bolero de Ravel cantado por Coz, que se la estuvo ventilando a diez por hora como poco. A la altura d e las corvas noto el bluyin pegajoso d e sudor, hace bochorno. U n poco más abajo, con la punta tocando casi el pinrel, el frescor d e la faca. U n hierro albaceteño, largo, dos filos, te afeita en seco a un cristiano, y el Cabeza jamás tuvo e n la mano bisturí más quede: acaricias y ya sangra. -¿Tú no crees que fue el Destripador, el que puso a «El Queo» mulajai?


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-Oye, que pareces el Kojac. Se me pone borde la hurí. Y menda nota cómo la hoja albaceteña ya no refresca: quema. -¿Qué hiciste aquella noche, Yuli, cuando me hostió Jacinto? La Yuli lo debe tener húmedo ya de espanto, y va y dice, se pone, y en seguida nota que acaba de decir una jilipoyez: -Me quiero bajar. -Quiá. La carretera negra, negra. Y la noche también de alquitrán. Se ven los meños de la sierra, buenas madrigueras para el escaque, para la función. Y lejos, lejos, pero tal cual como al alcande de la mano, un bosque de chopos, como a un kilómetro de una mensuna que, para mayor chipén, tiene cerrado por vacaciones. -Yo te voy a decir lo que hiciste. T e ligó un madero que andaba por el lugar, y te lo llevaste al pije. Gratis, para más inri. Y yo, por mi propio pie a la Casasocorro. Yuli ya ni pía. -Pues allá va la fetén. Y o le saqué el despojo a «El Queow. Labor rápida. La firma en el ombligo y luego tirar parriba hacia hacia la pechuga. Seco, arrugao y blanco como un klines. Lo hice con esta misma -me la saco de la bota- que aquí ves, y que con un poco de suerte te va a dibujar un crucigrama en la barriga, porestas. Y desde ya te aviso, reina por un día, sólo te queda darle a la pegante si te hace el avío, pero percátate que a más tuist and chaunt más me se escitan los instintos de la cosa, así que callada sales ganando. Iten más, si te da la venada de saltar, el añico más grande tuyo será como una cáscara de pipa sin sal, que esto no miente, que ha pasado la revisión y lo pone claro, ciento cuarenta. Tercera alternativa, cuando frene para el asunto, te me escaqueas campo a trav6s. T e gano, te cazo y empiezo por los ojos, tal cual como cuando en las marisquerías de Atocha te apañan unas ostras gallegas.


Rafael Castellano (nCastleman~)

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Queda poco para llegar al lugar fetén. Las nubes se han abierto y allá en lo alto aparece una luna redonda y blanca como una aspirina. Chipén. Me falta una advertencia: -No me quieras hacer favores con el chichi, que yo no puteo. Hay emociones que las tengo superadas. Juno a la Yuli, y algo me suena mal, porque se está descojonando. La medrana no la ha abandonado, eso se cala, y además las risas suenan más falsas que un comunicado oficial. Pero el hecho es que se descojona, que no parece tan dinillí como de primeras. Pa mí que me quiere tomar por dupa, y este cura de eso no gasta. Me pongo: -~Cosquillas? -Achántala, listo. A que no sabes qué buga has mariscado. -¿Este? El de cualquier maromo con pela. -Con pela o con farde: igual segunda mano y bien retocado. -Traduce. -Pues que ese monigote, ese escudo con su puente me suenan más que el síngel del Rodríguez. -Y yo voy y me lo creo. -Como que he viajado en él -va y dice la Yuli-. Viajado y quilado. Se le da a la rueda esta tal que asín y sale una cama. Y es verdad. H a manipulado no sé qué, y el respaldo se achanta hacia atrás. -Sin macanas, que te churino. -¿Sabes con quién? -2 ? -Con el barandé, con tu amigo el madero. Le has bailado el auto a un pasma, manú. Y además le tengo dicho con quien ligo hoy, prenda. -Farol. -Te queda comprobarlo. Y me suben los pelichós a la barbilla , porque por detrás ha sonado una sirena. La bofia. «Niuniuniu-


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niuniuniunius hace allá atrás, a lo lejos, la puta bocina. N o sé cómo explicarme sin ser bachiller, pero es que, d e oír aquello, te pones borde todo tú, te coloca demasiado, es la voz de la selva, eres tú o ellos, y entonces voy y dejo al proyecto d e disección en vivo d e la Yuli para otra, una dramia u otra caerá con el mondongo fuera, y eso está jurado, y además le mando los bandullos al randa d e su bato, un carroza que está e n la construcción, para que se haga una cazuela callos. Para mayor chorreza, las reztas se acaban y la carretera empieza a hacer el caracol, ya hemos dejado atrás la mensuna y la chopera y el caso es que yo sin escenario no me manejo, yo soy como el hombre-lobo, el destripador del barrio del Divino Cordero no improvisa, yo tengo puesto en un bló aquí la cojo aquí la descuaderno empezando por los bajos, y si me alteras la tramoya m e se cruzan los cables y ya no me aclaro. «Niuniuniuniuniuniuniu», la sirena ampuchándonos, ampuchándome, que a la otra nada la harían más que un favor, y ya no se puede gasear a cien, a noventa y para d e contar, el buga además es grande y no tiene maniobra. En la chirimoya han empezado a darme la murga así como cien grillos, es la depredación por la vida, como dicen en el programa d e Rodríguez d e la Fuente, y vienen por mí y si me trincan me mandan al maco in eternis, si es que no le da a Fraga porque le atiendan y me dan noche, que de todo puede pasar. Por hacer algo, por darme el que0 d e la presencia d e la Yuli, pongo la antena y sale que están pinchando a «Status Q u o ~ . Y no va la muy bollera y se pone a hacer palillos con los dedos plan gogó, mientras detrás, siempre detrás, alborota el «Niuniuniuniuniu» cada vez más cercano. Y delante, curvas, curvas, curvas, cuesta arriba y ya metiéndonos yo diría que por Gredos. Ya no me erotizan las gomas del bugata al rechinar, ni me viene del volante, cómo te diría, esa fiebre d e haber cogido lo que es .tuyo porque lo que hay en España e s de los españoles, ni me erizan las partes los pensamientos d e que voy a hacer albondiguillas con ese cuerpo tan


Rafael Castellano

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quedón y tan eno-de-pravia d e la Yuli, que a más d e eso gasta un aire que me subleva d e maja d e las vendimias, d e disfrutar cuando la bajan al pilón d e llevar sostenes con refuerzo d e alambre, que se me olvidaba deciros lo que me mola a mí el asunto del fetiche. «Niuniuniuniuniuniu», hace la sirena ya casi pegada al culo. Y yo piso, y coloco más alto la total, que ahora se está marcando un rosho political-melódico a cargo d e Jarcha, n o sabes tú a mí lo que m e jiba la ecología, los pájaros, Doñana y la madre que los cagó. Y o soy hijo del sintasol y del ambulatorio, la yerba d e sentarse me da pol culo. ~Niuniuniuniuniuniu». Lo tenemos pegado a la cola, al celular, le Ilevamos todo lo más dos curvas, y n o hay forma d e q u e ese pitido, asín como el grito de la bechuní cuando pare en las chabolas d e abajo, que aún hay vaquería, lo tape el pinche d e turno, y apago la total porque me está poniendo aún más al borde y me se escapan los esquemas. Volar, tomar soleta. Y piso, y la Yuli parece que recupera su respeto, como debe ser, porque a la derecha d e la carretera, donde va ella, hay un abismo más negro que los güebos d e Idi Amín. -Como Romeo y Julieta, Yuli. Si me escurro, adiós. Nos escurrimos. A mí me han prestado novelas d e miedo que dicen que un andova q u e se va a dar la piña cayendo d e lo alto, pues recibe por dentro d e la imaginación del bolo, mal comparado, como el flin d e todo lo que ha vivido. Pero no es nuestro caso, al menos no el mío. A ver si os lo puedo explicar. Le meto más al pie, y el buga se me arreboja cosa mala, y d e pronto en el cerebro me dice, se pone, ya la has pringado, ya no es tuyo, ya marcha sin control, y mientras tanto estoy mirando por el espejo y no te puedes imaginar qué es lo q u e veo: el .Niuniuniun i u n i u n i u ~no sale d e azul, como cuando es la bofia, sino d e naranja. Una ambulancia. -¡Alcahueta d e mierda! -le escupo a la Yuli. Y trato d e meter el freno, pero ya hemos despegado d e Cabo Cañaveral, y a partir d e ahora si te di-


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ESCULPIDO A NAVAIA

cen que cuando se cae a un precipicio te ponen el nodo d e tu vida, tú vas y te pones que eso es pajarota, que allí lo único que nianda es el cuerpo, que lo quieres poner como si tuviera parachoques, a ver si m e entiendes lo que te quiero decir, que sacas fuerzas de la parte interna d e uno para aguantar el hostión. Y llega, y duele, y es como si te hubieran metido en la trituradora d e la basura. Para cuando dejo d e viajar me noto acezando como un tuso con moqui110, y a punto d e jirabé, porestas, y lo primero que juno es a la Yuli que tiene una ceja abierta y no veas lo que me solivianta, que a mí, no sé si os lo he dicho, me va cantidubi la marcha d e las jichas en su jugo, y me trato d e incorporar porque la venganza es un plato que se come caliente y además allá arriba parece que se ha parado alguien en la carretera y que mira hacia abajo: la ambulancia habrá visto cómo nos despeñábamos. -Te ha llegado el Sanmartín -me pongo. Y trato d e incorporarme; pero hay un hierro, una chatarra por medio, con tan mala casualidad que mis piernas caen d e un. lado, y el resto del chasis del otro: estoy cogido en el asiento como un pelo d e ceja d e gachí entre las pinzas d e depilar. U n corte. Le lanzo un lapo d e los duros a Yuli, q u e se le queda colgando del bo-derek: -Eres un hijo d e mil putas -va y dice. Y, a pesar de las averías, empieza d e nuevo a descojonarse. Pronto siento sus dedos que se me pasean como ciempieses por la rodilla, con mala baba, con cachondez jodida, creo que me explico. Y quiero sacarme d e debajo del hierro, y niporesas. La Yuli persevera en sus manipules d e encachondamiento, y un hilillo d e baba le empieza a caer d e una comisura, mezcléndose con la sangre semiseca, cuando mete las uñas dentro del boto y palpa la empuñadura d e nácar, que siempre me recuerda las tapas del libro d e primera comunión que me regalaron las damas catequistas, d e la cheira. Eso es un sacrilegio. La faca es patrimonio del Destripador del barrio del Divino Cor-


Rafael Castellano (~Castlernan~l

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dero, batuta y varita mágica. U n poco d e suerte y la Yuli, que la noto que se le vidrian los clisés poco a poco, la diña y salgo sano, que prefiero ahora que lo pienso ir al tubo, o que me den noche, a lo que a todas luces me espera aquí e n manos d e esta balkiria con amok instantáneo y sin chute. Ya tiene la cheira en la zoca, mientras con la derecha me estira para abajo d e la cremallera del pantalón. -Se lo voy a mandar a la Blanqui en bocata pan integral. Ya m e raja la hoja las partes, y lo último que oigo antes d e desmayarme es la voz d e butrón d e la Yuli, que dice entre estertores, va y se pone: -Y además, d e verdaz.




Pablo G. Cortés

Sin duda -se decja- todo estaba en orden. No había nada que temer. Se trataba, simplemente, de un estúpido suceso del que después se reiría. Pero aquel frío, aquel silencio, aqaellu sombras ...


A catedral estaba prácticamente

desierta. Sus reducidas dimensiones permitían abarcar d e una sola ojeada las tres naves separadas por gráciles columnas. Las laterales aparecían hermosamente despojadas. La central, por el contrario, daba asiento a dos hileras d e bancos en los que dos o tres personas, acurrucadas en la penumbra del atardecer, rezaban silenciosamente. Recorrí lentamente las naves laterales entrando en las capillas cuyo acceso no obstaculizaba reja alguna. Hollé con mis pisadas las lápidas sepulcrales que pavimentaban el suelo y traté d e leer las inscripciones, casi indescifrables ya por el continuo paso d e varias generaciones d e fieles. Contuve mis deseos d e hacer alguna fotografía temiendo que el relámpago del «flash» distrajera a los ya escasos devotos y, a la espera de encontrarme solo, me senté en uno d e los bancos desde donde podía contemplar perfectamente el artístico retablo a espaldas del altar mayor. Me desperté aterido. La oscuridad reinante me hizo suponer que había transcurrido largo rato desde q u e me invadiera el sueño. M e puse en pie y aguardé


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unos instantes para que mis ojos se acomodaran a la casi total ausencia d e luz. Poco a poco, las siluetas d e las cosas fueron haciéndose visibles. Una lamparilla cuya luz oscilaba a impulsos d e alguna corriente de aire me indicó la dirección del altar mayor. Traté de ver la hora en mi reloj d e pulsera, pero me detuve al escuchar unas campanadas procedentes sin duda d e la torre d e la catedral. El sonido descendía a raudales desde lo alto, se amplificaba en las bóvedas y se derramaba sobre mí como una aplastante catarata metálica. Conté once campanadas. Inmediatamente, aproximando todo lo posible el reloj hacia mis ojos, corroboré asombrado que eran las once d e la noche. Había permanecido dormido cerca d e cuatro horas. El agotamiento producido por dos días de callejear incesantemente por la ciudad, el silencio y la frescura del templo habían propiciado un sueño tan prolongado. Supuse inmediatamente que me hallaba encerrado en la catedral. El encargado d e hacerlo había cerrado las puertas a la hora acostumbrada y no había reparado e n mí, que, profundamente dormido, y oculto por la sombra d e alguna columna había permanecido ajeno a los ruidos que sin duda tenían que haber ocasionado las monumentales puertas. Al instante me sentí inmerso en una clásica situación propia d e un relato d e terror, aunque, lejos de asustarme, sonreí para mis adentros satisfecho en cierto modo d e tener una aventura más que contar a mi regreso d e vacaciones. Con toda probabilidad las puertas se hallaban herméticamente clausuradas, las ventanas provistas d e vidrieras, y el edificio d e la catedral lo suficientemente aislado como para que mis llamadas d e auxilio, si es que me decidía a emitirlas, no fueran escuchadas por nadie. Por otra parte, dado que me hallaba casi al límite d e mis recursos económicos, y puesto que había decidido pasar la noche en la sala d e espera d e la estación d e ferrocarril, la situación no había variado en gran manera. Podría esperar el amanecer confortablemente acostado e n uno d e


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aquellos bancos y gozando d e un silencio que difícilmente me hubiera proporcionado el incensante ir y venir d e los trenes. La única incomodidad era el frío reinante en aquel umbrío ámbito, pero ya se me ocurriría algún modo de solucionarlo. Transcurridos unos minutos me puse en pie. Inspeccioné los alrededores todo l o cuidadosamente q u e la escasa claridad me permitía y me dirigí hacia la parte trasera del templo teniendo buen cuidado d e rozar con la mano el respaldo de los bancos a fin d e localizar después el sitio en donde había dejado la mochila. Al llegar al último d e los asientos vacilé un momento. Entre el lugar en que yo me encontraba y el muro, se extendía un espacio vacío, al final del cual se perfilaba borrosamente la silueta d e una gran puerta. Extendí las manos por delante a la manera d e un sonámbulo e inicié la travesía sientiendo.bajo mis pies las irregularidades producidas por los desgastados relieves d e las losas sepulcrales. Poco después arribaba al pie del muro y caminé unos pasos pegado a él hasta que mis manos tomaron contacto con los ásperos entrepaños d e madera. Forcejeé un momento con una barra metálica dispuesta a modo d e tirador, hasta que me convencí d e que mis suposiciones se correspondían con la realidad: las puertas se hallaban herméticamente cerradas. D e nuevo junto a los bancos, fui contándolos, y, al llegar al número ocho, tanteé en busca d e la mochila. Al no localizarla, recorrí el banco posterior y el q u e antecedía a aquel en que creía haberla dejado. Conté otra vez los bancos a partir del último y nuevamente mi búsqueda resultó infructuosa. Estaba seguro d e que había tanteado ocho respaldos en mi retroceso hacia la puerta, pero e n las proximidades d e donde ahora m e hallaba no se vislumbraba ningún bulto que pudiera corresponder a mi mochila. Suponiendo que quizá la había dejado en una posición inestable, me agaché para inspeccionar la parte correspondiente al reclinatorio. Pasé después al


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banco siguiente para hacer lo propio y luego a otros d e alrededor, d e manera que, al poco, me hallaba completamente desorientado y confuso. Sentado en el lugar en que creía haberme quedado dormido, aguzaba la vista tratando d e penetrar las tinieblas. A lo lejos brillaba débilmente la lamparilla d e aceite junto al sagrario del altar mayor. Por un momento estuve tentado d e dirigirme hacia el ara y tomar aquella pequeña luz a fin d e auxiliarme, pero un cierto sentimiento d e respeto me retrajo. Finalmente, enumerándolos en voz alta, volví a contar los bancos a partir del final. Al llegar al que hacía el número ocho vislumbré un bulto al extremo del asiento. La mochila se encontraba e n el lugar en que yo la había dejado. Confuso y ligeramente nervioso, concluí que tan sólo una obnubilación pasajera me había impedido localizar lo que, obviamente, había permanecido donde yo lo depositara. N o obstante lo cual, cierta intranquilidad, que al instante intenté disipar, hizo presa e n mi espíritu. Pensé que lo más oportuno era tratar d e conciliar el sueño y me tendí sobre el banco cuan largo era, pero a los cinco minutos comprendí que el frío, que cada vez era más intenso, me impediría dormir, o en el mejor d e los casos, si lo lograba, atraparía un enfriamiento considerable. En la mochila no llevaba más que un jersey, que con toda seguridad no bastaría para protegerme d e la baja temperatura reinante. Se me ocurrió la idea d e que quizá en la sacristía, si conseguía localizarla y se encontraba abierta, podría encontrar alguna prenda con la que resguardarme. Al levantarme con la intención d e buscar aquella dependencia, lo hice con tal impulso que desplacé el banco d e lugar y a punto estuve d e perder el equilibrio. Las patas del asiento se deslizaron sobre la rugosa sup,erficie d e las losas q u e cubrían el suelo y un agónico chirrido se elevó hasta las bóvedas donde se extendió e n múltiples ecos por todo el ámbito d e la catedral.


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Me maldije al instante por aquella torpeza, y procurando hacer el menor ruido, traté d e situar el banco en su posición original. Al hacerlo, me sorprendí a mí mismo obrando del mismo modo que un ladrón que no desea ser descubierto, o como quien se afana por actuar silenciosamente para no despertar a los que duermen. Caminé lentamente guiándome por el respaldo d e los bancos, y cerca ya del altar mayor percibí que otra pequeña lámpara lucía tenuemente en una de las capillas laterales. Como había imaginado a mi derecha se vislumbraba una pequeña puerta que sin duda correspondía a las dependencias auxiliares de la caterral. Apoyando la mano en el pomo metálico, lo hice girar temeroso de que estuviera cerrada con llave, pero, apenas presioné ligeramente con el hombro sobre la madera, se abrió silenciosamente. En,la sacristía reinaba una oscuridad total, y, suponiendo que aquella dependencia debía de estar dotada de iluminación artificial, mi mano recorrió el sector de pared cercano al marco de la puerta e n busca d e un interruptor. Un segundo después, mis dedos tropezaron con algo viscoco y hormigueante. Una araña d e considerables dimensiones saltó hasta mi brazo con la intención d e introducirse bajo la manga de mi camis-a. Aterrorizado, sacudí violentamente el brazo, pero el insecto fue más rápido que yo y consiguió llegar hasta la altura d e mi hombro, deslizándose bajo la tela. Propinándome un nervioso puñetazo aplasté el arácnido, que quedó reducido a una pulpa fría y palpitante, y de inmediato me despojé de la camisa. U n círculo blanco me indicó dónde se hallaba el interruptor, que pulsé repetidas veces sin resultado. Dispuesto a no ser nuevamente sorprendido por repugnantes insectos, que sin duda aprovechaban las horas nocturnas para pasear a su antojo por los húmedos muros, fui aproximándome al altar mayor. Cuando arrebaté la lamparilla d e aceite del lugar e n


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que se hallaba sentí como si hubiera cometido una profanación, y experimenté la. sensación de que había sustraído la vigilante lucecilla que con su débil resplandor tiene la misión de ahuyentar inquietantes presencias de los alrededores del sagrario. Con ella en las manos, avancé hacia la sacristía lentamente protegiéndola de la corriente d e aire que mis movimientos provocaban. Sobre los muros de la iglesia danzaban sombras fantasmales que se retorcían atormentadas a mi paso. Al traspasar el umbral de la sacristía me quedé petrificado por el espanto. Un momento antes de que la lamparilla cayera de mis manos haciéndose añicos contra el suelo, pude contemplar tres hieráticas figuras que, decapitadas, y con largas vestiduras, se hallaban inmóviles frente a mí. La súbita oscuridad en que me vi inmerso fue lo único que me impidió emprender una loca carrera. De haberlo hecho, me hubiera estrellado con toda probabilidad contra alguna de las paredes. Y fue precisamente en aquella actitud cuando, al poco rato, vislumbré d e nuevo borrosamente las tres siluetas que me habían asustado: se trataba de tres maniquíes encerrados en una urna de cristal, como en seguida comprendí, cubiertos con antiguas y ricas vestiduras sacerdotales. Lo que mi exaltada imaginación había tomado por fantasmas decapitados no eran sino parte de alguna exposición instalada en la sacristía del templo. Afortunadamente, sobre las grandes cómodas de roble, había varios candelabros provistos de velas. Tomé uno de ellos, y casi a tientas, me dirigí hacia una de las capillas laterales, en cuyo altar brillaba tenuamente la lamparilla del sagrario. Encendí las velas, no sin algunas dificultades, y, levantando el candelabro por encima de mi cabeza a fin d e que la cercanía d e la luz no me deslumbrara, inspeccioné someramente la capilla. La talla de un santo que no conseguí identificar presidía el altar. Junto a los muros laterales, dos


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grandes sepulcros en piedra constituían el único amueblamiento del reducido ámbito. Ningún banco ni reclinatorio perturbaba el aire d e simplicidad de la capilla. El piso, como en todo el resto del templo, estaba cubierto por grandes losas correspondientes a antiguos enterramientos. De pronto, un crujido me sobresaltó. N o supe de dónde provenía ni qué lo había causado. Por mi imaginación pasaron velozmente una. considerable cantidad de explicaciones razonables: la madera de los bancos, una corriente de aire, el rozar del ala de algún ave nocturna contra el cristal de las vidrieras ... Una urgente necesidad de corroborar que todo estaba en orden me impelió a abandonar la capilla y volver al lugar donde me había quedado dormido por la tarde. Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo cuando, como había inconscientemente supuesto, no pude hallar ni rastro de la mochila. Reflexioné un instante y deduje en consecuencia que en ningún momento había tocado el saco de mis pertenencias. Elevando el candelabro, me aseguré de que me encontraba junto al banco que hacía el número ocho a partir del final. Busqué por los alrededores, pero todo resultó inútil. En aquel preciso instante creí escuchar un bisbiseo procedente del coro. Un apagado murmullo descendía de la parte alta del templo, allí donde se encontraba el órgano y llegaba hasta mis oídos como el eco de una conversación en voz baja. -¿Hay alguien ahí? -pregunté. El sonido de mi propia voz me asustó. Mis palabras, amplificadas por el espacioso ámbito, fueron devueltas desde las altas bóvedas y multiplicadas por el eco. Cuando las últimas rzsonancias se apagaron no volví a oír más aquel murmullo. Sacando fuerzas de flaqueza, empuñé crispadamente el candelabro e inicié la subida por las empinadas escaleras que conducían hasta el coro. Los estrechos escalones de piedra estaban tan desgastados


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en su parte central que resultaba necesasio asirse al pasamanos para no perder el equilibrio. Mil sombras equívocas se desplazaban junto a mí escaleras arriba. En cada recodo me detenía un instante temiendo que, al volverlo, algo que no me atrevía ni siquiera a imaginar se precipitara sobre mí. D e súbito, un formidable estrépito se produjo sin que yo, ocupado como estaba en subir los últimos escalones, pudiera conocer el origen de semejante estruendo. Acuciado por el temor, y dispuesto a enfrentarme con lo desconocido, penetré en el coro, que era de reducidas dimensiones y constaté que se hallaba por completo desierto. Asomándome a la balaustrada, extendí sobre el vacío el brazo con el que portaba el candelabro y miré hacia abajo. Sobre las losas que formaban el suelo del templo, inmediatamente a mis pies, se hallaba mi mochila. Por la posición que ocupaba deduje que alguien la había arrojado desde el lugar en que ahora yo me encontraba. -¿Quién está ahí? -pregunté con voz temblorosa. Pero sólo el eco respondió a mis palabras. Registré con todo detenimiento la parte alta de la catedral. Miré detrás del órgano, debajo de cada uno d e los asientos ... ¿Cómo había llegado hasta allí la mochila, y quién la había arrojado por encima de la balaustrada?... En la iglesia no parecía haber alma viviente; el coro no tenía más salida que la escalera por donde yo había subido. .. Una vez que hube descendido me aproximé a la mochila y la así por las correas al tiempo que sostenía el candelabro con la otra mano. A punto estuve de exclamar: «¡Salga quien sea!», pero un resto de prudencia ante lo desconocido me contuvo. Por primera vez, desde que me despojara de ella en la, sacristía, advertí que me hallaba sin camisa. Violentos temblores comenzaron a recorrer mi cuerpo. La temperatura había ido descendiendo gradualmente, pero, absorto en los extraños sucesos que es-


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taban acaeciendo, tan sólo ahora me daba cuenta del frío reinante en el interior de la catedral. Después de abrir la mochila y vestir el jersey volví nuevamente a la sacristía, teniendo buen cuidado de llevar conmigo mis pertenencias. Cerca de la entrada yacía la camisa, que aparté de mi camino con un gesto de asco. En los cajones de un arcón encontré algunas vestiduras para cubrir los altares y las tomé, no sin cierto remordimiento supersticioso, pensando que podrían servirme de cobertores. Estaba decidido a permanecer el resto de la noche en aquella dependencia, más recogida y menos fría que el resto de la iglesia. Preparé un improvisado lecho en uno de los bancos y tan sólo lamenté que la puerta de la sacristía no pudiera cerrarse por dentro, La desaparición de la mochila me tenía todavía sumido en un mar de confusiones. ¿Habría sido yo mismo el autor del ~raslado del saco, o acaso mis nervios me habían jugado una mala pasada? Me disponía a ocupar el improvisado lecho cuando un agudo sonido llegó hasta mí desde algún rincón de la catedral. Una estremecedora melodía, vacilantemente interpretada, resonó elevándose hasta las bóvedas y se expandió por todo el recinto sagrado. Con gran precipitación rebusqué entre mis pertenencias y pude comprobar que mi flauta había desa: parecido. Ahora ya no me cabía duda de que no me encontraba solo en la iglesia. Algún desaprensivo ladronzuelo, un vagabundo quizás, había quedado encerrado también, voluntariamente acaso, a fin de proporcionarse un techo bajo el cual pasar la noche. ¿Qué es lo que le impulsaba a obrar de aquel modo? ¿Por qué aquel absurdo e inquietante juego? <Se trataba de una persona de corta edad, un niño quizá? Quienquiera que fuese carecía de oído para la música. Las notas arrancadas a la flauta iban componiendo una extraña melodía, interrumpida esporádicarnente, que, no obstante, poseía una cierta cohe-


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rencia intranquilizadora. El desconocido virtuoso parecía esforzarse por interpretar un sonsonete capaz de desquiciar los nervios de la persona más templada. Apartando las improvisadas sábanas, fui acercándome poco a poco a la puerta, que abrí sigilosamente. La más elemental precaución hacía aconsejable no portar el candelabro, cuyas velas estaban ya medianamente consumidas. Por suerte, tal género de luminarias debía de abundar en el lugar en que me hallaba. Una vez fuera de la sacristía, aguardé unos momentos para que mis ojos se acostumbraran a la penumbra reinante. A través de las más altas vidrieras penetraba un pálido reflejo de la luz de la luna. Mediante aquella difusa claridad, procuré guiarme hacia el lugar u de donde parecía surgir la inquietante melopea. Las desquiciadas notas de la flauta me condujeron hacia una d e las capillas laterales, aquella misma de cuya lamparilla me había servido para encender el candelabro. Cuando me encontraba a medio camino, cesó la música. Hasta mí llegó un confuso murmullo, un batir alas o un apresurado deslizarse de pies descalzos, no supe distinguir. Penetré en el recinto de la capilla. La tenue claridad de la lamparilla cercana al sagrario fue suficiente: sobre uno de los sepulcros se encontraba la flauta que me había sido sustraída de la mochila. Tomándola con mano temblorosa, constaté que junto a la embocadura había depositadas unas repugnantes excrecencias que limpié apresuradamente con la sabanilla del altar. Un crujido procedente de algún rincón de la capilla me hizo volverme. En aquel mismo instante, una distorsionada nota musical hirió mis oídos, y escuché un resbalar de piedra sobre piedra, un rechinamiento que erizó mis cabellos. Me asomé a la nave y deslizándome a lo largo del muro, fui rodeando la iglesia en dirección al lugar de donde surgían los sones de flauta. Poco a poco, la entrecortada melodía me condujo hasta las proximi-


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dades d e la sacristía. Un trecho antes de la puerta d e aquella dependencia, cesó la música. Junto a mi mochila contemplé horrorizado lo que en principio tomé por una flauta, pero que examinada más de cerca no era sino una tibia humana profusamente agujereada. Súbitamente, una risa sofocada surgió d e las cercanías de la puerta. Corrí temerariamente y, en medio de la nave, exclamé: -¡Quién está ahí! La respuesta no se hizo esperar esta vez. Desde lo alto del coro descendieron sinuosas las distorsionadas notas d e flauta. La melodía aquella tenía algo de Ilamada al más allá que me aterrorizó. Corrí como un loco escaleras arriba. Conforme subía los escalones de dos en dos, escuchaba el rechinamiento producido por losas sepulcrales que fueran desplazadas de su sitio. Una sombra se precipitó, voló sobre la balaustrada al entrar yo en el coro. Sobre uno de los bancos contemplé con horror otro largo hueso agujereado a modo d e flauta. -;Por todos los santos! -murmuré. Ya iba a asomarme sobre la nave central, cuando llegaron hasta mí, desde dos lugares distintos de la iglesia, dos melodías diferentes. Los sones aquellos se entrecruzaron igual que dos serpientes confusamente retorcidas. Un momento después, un tercer instrumento se unió a los dos primeros. En aquel mismo instante, escuché un gran estrépito. Parecía que las lápidas sepulcrales estuvieran desencajándose al conjuro de aquel concierto. Aterrado y a punto de desvanecerme, fui retrocediendo hacia el fondo del coro. Los chirridos de las losas llenaban el aire de vibraciones que hacían temblar el cristal de las vidrieras. D e súbito, aqiiella barahunda cesó, y un silencio tenso reinó durante unos segundos, transcurridos los cuales, fue elevándose desde el suelo de la catedral un difuso murmullo. Al mismo tiempo, llegó hasta mis oídos una sobrenatural y desquiciada melodía emitida por varias flautas a la vez.


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Incapaz de asomarme para contemplar lo que estaba sucediendo allá abajo, continué retrocediendo hasta las proximidades del órgano. El murmullo fue haciéndose más intenso, y d e pronto comprendí que aquel confuso deslizarse no era sino el rumor de pasos de decenas de seres, cuyo aspecto y naturaleza no me atreví a imaginar. Al compás d e las notas musicales emitidas por macabras flautas de hueso, aquella para mí invisible procesión fue recorriendo la nave central de la iglesia, y poco más tarde, el sonido de pasos llegó hasta el coro mediante el hueco de las escaleras. Estaban ascenI diendo. Con los ojos desorbitados por el terror, contemplaba fijamente el final de la escalera. Mis manos asían crispadamente las molduras de los asientos del coro. La macabra procesión iba aproximándose lenta, pero inexorablemente, hacia donde yo me encontraba. D e mi garganta pugnaba por salir un grito de angustia y de pavor, y, en el último instante, cuando mi corazón desbocado amenazaba con romperse en mil pedazos, cuando la cabeza d e aquel infernal desfile estaba a punto de ingresar en el coro, retrocedí un poco más, y, perdiendo el equilibrio, fui a caer sobre el teclado del órgano. Al tiempo que mi boca se abría desmesuradamente, y se desencajaba de una manera atroz, el grito de pánico que había quedado congelado para siempre en mis pulmones surgió a través de los tubos de viento del órgano y se expandió por todos los rincones de la catedral.




Lรกzaro versus Lรกzaro


Cuando retornó a la vidu - e n aras del prodigio- lo primero que vieron sus ojos fue la imagen de un leproso que huía despavorido de S* presencia. Empezaba para él la agonía de la resurrección...


L sol de la mediatarde prolongaba las sombras, haciéndolas puntiagudas e irreales. Del grupo se adelantó un hombre hasta la boca sellada del sepulcro. Su voz, enérgica y sublime, atronó en la profundidad de la fosa. -iJ-.ázaro, sal fuera! El cadáver se estremeció ligeramente. La piel yerta del rostro se agrietó como un cuenco d e istacerámica. Los gusanos :modos en los globos ocula vieron perezosamente sus anillos. Las moscas abandonaron un momento su trabajo de succión en las fosas nasales. El estremecimiento puso e n tensión la columna vertebral del muerto, espantando las rai se abrían paso hacia hacia sus vísceras. De la boca entreabierta -4 escapó una escolopendra gruesa como un sapo. La lengua del difunto -negra y descarnada- se humedeció súbitamente. Su extremo puntiagudo asomó al exterior, mientras el primer aliento del resucitado elevaba penosamente la costra de las costillas -una plasta del tono de los excrementos resecos al sol. -iLázaro, levántate y anda! Animados por una agitación enfermiza, los múscu-

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LAZAR0 VERSUS LAZAR0

los del cadáver tensaron la tela del sudario, que se rasgó en mil pedazos. La sangre bombeó el corazón de un golpe seco y las venas licuaron el riego podrido, arrojando al cerebro unas señales intermitentes, dolorosas, suficientes sin embargo para que Lázaro comprendiera.. . Movió una mano, que, tras un esfuerzo desproporcionado al fin perseguido, llevó hasta los labios, apartando de ellos la seda venenosa de un escorpión hembra, en plena tarea de desove. Movió luego la otra, que arrastró hasta el bulto del vientre, cuyo volumen encontró exageradamente amplio, inflado como una vejiga de puerco. El giro de la cabeza hizo que rechinaran las vértebras cervicales astilladas como cuchillos. El aguamarina del cristalino se aclaró levemente, descubriendo en la entrada al cenotafio un punto d e luz. El fuego d e esta breve intensidad puso en hervor el sebo apelmazado de las mucosas. Tenía la impresión de haber crecido irregularmente, en tanto no estaba muy seguro de ser él quien así se sentía. La imagen súbita d e su recuerdo postrero en el lecho de muerte erizó sus cabellos, abundantes y enmarañados. Un vómito de alimentos putrefacto~y retenidos en el estómago durante aquellos días muerto, pugnaba por abrirse camino en el esófago aplastado. La picadura atroz del ano le hizo olvidarse de momento de otras sensaciones. Hurgó entre las piernas y asió el látigo viscoso de una cría de serpiente, cuya cabeza tenía en aquella oquedad un refugio seguro, además de una fuente de alimentación constante. El roce casi involuntario de sus partes genitales recordó de improviso a Lázaro su condición, su estado, sus afanes e inquietudes humanas ... devolviéndolo a la consciencia de lo ocurrido con una virulencia insoportable. Reanimados por el dolor de la memoria, los lacrimales de sus ojos liberaron unas gotas ácidas de orín, que sirvieron para arrastrar el polvo cadavérico adherido a sus mejillas.


-iLázaro, te lo ordeno, sal fuera! Haciendo un esfuerzo ímprobo, Lázaro logró arquear la espalda, girar sobre su postura yacente e hincar las rodillas en el suelo. U n enjambre de cucarachas abandonó los huecos en descomposición de sus sobacos. La mirada turbia del resucitado se posó con asco indecible en la alfombra de lombrices sobre la que había descansado. Surgida al amparo umbroso de las heces que ,u intestino dejara escapar, una comunidad de orugas había practicado una complicada ruta de aprovisionamiento, que iba desde su ombligo a una galería subterránea cuya entrada estaba a su costado izquierdo. El techo de la tumba, por otra parte, filtraba un leve río de agua putrefacta, que había estado derramándose gota a gota sobre su garganta. Las manos de Lázaro encontraron una espesa bufanda de musgo alrededor del cuello, cuyo hedor y podredumbre habían hecho nacer en la piel unos diminutos hongos y setas pastosas. Pasados los primeros instantes de incredulidad y espanto, Lázaro -puesto a cuatro patas en el interior maloliente de la fosa- se movió en dirección a la voz que le reclamaba, tratando de agilizar las articulaciones de los huesos y ello con la incomodidad del vientre hinchado, que arrastraba por el suelo en el penoso vaivén del cuerpo. Todo su organismo iba recobrando la elasticidad perdida, menos los ojos, nublados por la carcoma feroz de los gusanos instalados en las órbitas. -iLázaro, Lázaro, levántate y anda! -¡Vamos, sal fuera! Hasta sus oídos medio petrificados llegaban, amplificadas, las voces familiares de sus amigos y parientes. Pero él se sentía muy lejos, perdido en una nebulosa de cieno. Abrió la boca para contestar a los requerimientos de que era objeto, y la sensación de haberse tragado la lengua le hizo dudar de poder responder a quienes le reclamaban de nuevo a la vida.


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LAZARO VERSUS LAZARO

Medio ciego, podrido en parte, espantado de sí mismo por el recuerdo de su propia muerte, y asqueado por la repulsiva presencia física que debería mostrar, Lázaro luchaba entre abandonarse definitivamente en su tumba y suplicar a su bienhechor que reconsiderara la necesidad d e aquel milagro, toda vez que su existencia pertenecía más al reino de los muertos que al mundo d e los mortales. Oyó, sin embargo, la orden, tajante e irrevocable, y no supo negarse a obedecer a quien d e tal modo interrumpía la corrupción de sus restos. El grito de horror que saludó su presencia estuvo a punto d e devolverlo al oscuro pudridero. Advirtió que sus parientes y amigos se alejaban, y buscó a tientas al responsable de su resurrección. -¿Eres tú, el que dice que me ama? La carroña d e sus brazos se había enroscado al cuello del autor del milagro, que miraba aún a lo alto, extraviado en la impenetrable y silenciosa distancia del más allá. Sin embargo, él puso los labios en la piel putrefacta de las mejillas de Lázaro, enjugó con su saliva los ojos mustios del resucitado y acarició las manos avinagradas del amigo. Lázaro recobró la luz y lo primero que vio fue a Jonasán el leproso, que huía de su presencia sin volver el rostro ... Solo ante la puerta allanada de la tumba que le sirviera de morada en aquel tiempo, dejó vagar la mirada por el páramo del cemen~erio.Sus parientes y amigos corrían como endemoniados, tal vez con objeto de dar a conocer la buena nueva de su resurrección. La soledad que le rodeaba estaba sin embargo preñada de indelebles presagios, invisibles repugnancias que ninguna tregua sería capaz d e subsanar. Había pasado el tiempo. Su esposa, sumisa en principio, vivía aterrorizada ante el simple gesto de su. contacto. Vencida por el miedo, consentía el calor hediondo de su cuerpo, incapaz de excitarse como antes. Sus relaciones eran las del verdugo y su víctima. Una madrugada sintió Lázaro que su esposa se es-


curría del lecho, y nunca más volvió a saber de ella. Sus hijos, obedientes y respetuosos, no pudieron sin embargo superar el asco de su presencia en la mesa, bajo el mismo techo. El primogénito se hundió la punta del arado en el vientre,^ el segundo se ahorcó una noche en la viga maestra de la casa. Solamente Sarah -prima hermana de Lázaro que hacía las veces de sirvienta- pareció asimilar la cruel tragedia del resucitado y a él entregó su vida. Sordomuda y taciturna, Sarah hizo de la tarea de sanar a Lázaro un mandamiento. A partir de entonces nadie volvió a ver al resucitado, que bajo la estrecha vigilancia de su prima -experta conocedora de hierbas y pócimas medicinales- se recuperaba poco a poco de tan horripilante experiencia sufrida. Algunas partes de aquel cuerpo medio podrido, sin embargo, no recobraron la vida, y todo el afán de Sarah se concentraba en evitar que la corrupción se extendiera. Pero esto era inevitable. En ocasiones, Lázaro padecía súbitos letargos, llegando al borde mismo de la muerte; un extraño sortilegio impedía sin embargo que este fin se consumara, como si no le estuviera permitido atravesar la frontera letal por completo. En tan dramática situación vivió Lázaro casi un año. Cuantas veces se sucedían los trances agónicos, otras tantas se manifestaba la imposibilidad de que la muerte se adueñara definitivamente de aquel espectro infrahumano. Lázaro, desfigurado y débil como un feto, era ya incapaz d e recobrar lo que en cada ocasión perdía de forma más espantosa. Una noche, los ojos hundidos y secos del resucitado miraron de tal modo a su prima, que ella, asustada, salió huyendo de la casa. Quienes vieron sus pies destrozados y contemplaron su veloz carrera por muchas aldeas, dijeron haber presenciado ei paso de un demonio enloquecido. Y quienes tuvieron oportunidad de observar cómo se arrojó, sollozando, a las plantas de aquel que hiciera


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el milagro d e la resurrección de Lázaro, dijeron luego haber visto la imagen del miedo y la desesperación. -Ve, porque todo se ha consumado. Oyó y comprendió Sarah la sordomuda las palabras de quien podía hacerse entender de ella, y emprendió el camino d e vuelta, imaginando que así terminaba el sufrimiento d e su primo. La sombra pálida de la muerte se echaba mansamente sobre el cuerpo tránsido d e Lázaro. Conocida su frialdad amarga, absorbió complacido la hiel de su presencia, y bebió hasta saciarse la herrumbre letal que destilaba su savia. La corrupción seguía ahora su curso normal, más apresuradamente tal vez, y el hedor de la carne putrefacta lanzaba al aire efluvios con recobrada violencia. El sopor cadavérico ahogaba su respiración, en tanto las manos se petrificaban sobre el vientre, de nuevo abombado de amoniaco en descomposición. Un temblor irregular puso en agitación todos sus huesos, que se descoyuntaron blandamente, sin fijación alguna. Presinuendo que la muerte era finalmente irreversible, Lázaro se alzó mediante un esfuerzo supremo, encaminando los pasos trémulos hacia el páramo del cementerio, hasta la boca oscura del sepulcro familiar meses atrás abandonado. Nadie sabe cómo lo consiguió, pero Lázaro llegó al hueco mortal de su sepulcro, y en la misma hoya esperó la llegada parsimoniosa de su segunda muerte. Aún tuvo tiempo, sin embargo, de sentir cómo un cuerpo extraño se ceñía a su cadáver, un sudario de carne y hueso. Su prima, Sarah, la sordomuda, quería impedir a toda costa que volviera a repetirse el desgraciado milagro. A partir de entonces nadie podía resistir la tentación de llamar a Lázaro en la puerta d e su tumba. Y como si el maldito sortilegio todavía perdurara en sus efectos, el cadáver se estremecía ligeramente, así como removían perezosamente sus anillos los gusanos enquistados en los globos oculares del muerto.





El guardián del labewcinto José León Cano

Habta sido elegido para penetrar en los secretos del laberinto. También le habjan advertido que para escupar al dominio del Innombrable, del Gzlardián, deberta mantener puro szl corazón y su espirita ...


MBRIAGADO por las ardientes imágenes de un sueño, por la sed de pasión y aventura que esas imágenes han dejado en el alma, uno trata a veces, cuando despierta, de reencontrarlas en el esquivo océano de la realidad. Semejante navegación, si se persiste en el empeño, no puede tener otro final que la locura o la muerte. Pero lo terrible de uno u otro destino es mil veces preferible a una vida mediocre y estéril como tantas otras, presidida por el signo de la seguridad y el

Fiel a esta idea, había adoptado como norma de conducta la per.secución de mis propios sueños, por descabellados que pudieran parecer. Y esos sueños, en ocasiones, me incitaban a emprender viajes aparentemente absurdos, como hubiera parecido a cualquiera con un mínimo de sentido común el que estaba realizando a Ankor, en el Alto Egipto. El viaje hubiera parecido absurdo porque los pocos datos que me habían motivado a emprenderlo eran, aunque inquietantes, capaces de despertar el apasionamiento' únicamente de investigadores tan poco momificados por la ortodoxia «científica» como yo


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mismo: rumores acerca de un Laberinto subterráneo cuya existencia habría sido tenazmente silenciada por una secta mistérica que transmitía oralmente sus secretos, de generación en generación, a unos pocos iniciados; igualmente rumores, aunque mucho más vagos, sobre la presunta inmortalidad del Oscuro ser que en ese Laberinto habitaba; habladurías referentes a la vertiginosa antigciedad de la Construcción y de su terrible Inquilino. Tanta, que habría dado origen a los Mitos del Laberinto plasmados por las civilizaciones egipcia y cretense; mitos que no serían -de acuerdo a las vagas noticias que habían llegado hasta mí- sino la versión deformada de una realidad cuyo soterrado imperio se extendía hasta los tiempos actuales. En el caso de que Schliemann (reflexionaba yo) hubiera considerado como una simple sarta de invenciones mitológicas a la Iliada; si no se hubiera dejado tentar por los ilusorios encantos de la fantasía, jamás hubiera descubierto la realidad de la hasta entonces considerada mítica Troya. Yo desconocía entonces hasta qué grado podía llegar a ser espantosa la naturaleza de aquella Troya laberíntica que me esperaba en Ankor, pero iba a su encuentro con un fervor jamás experimentado desde los lejanos días de la ado!escencia. Como el propio Schliemann, había yo dedicado los mejores años a los negocios. Y ahora, en plena madurez, estaba en condiciones de llevar a cabo mi vocación de exhumador de enigmas. Tales reflexiones me ocurrían a bordo de un destartalado autobús (según todos los trazos, construido con migajas de otros autobuses menos destartalados) sobre el que el sol caía de plano. Mi indefensa piel anglosajona soportaba la cocción con resignación hagiográfica. El martirio era doblemente cruel, puesto que la condición de europeo no inspiraba compasión alguna a los sudorosos, pero perfectamente adaptados campesinos de piel oscura que compartían el tormento. Mi curiosidad estaba siendo castigada con otro sadismo de los, en aquella ocasión, poco benig-


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nos dioses. Era que a la izquierda del autobús se deslizaba el lujurioso curso del Nilo. Pero a la derecha (donde, desgraciadamente, me encontraba) sus ventanas daban, sin protección alguna, a las interminables y candentes arenas. Como consideraba ridículo el uso del salacot y absolutamente impropio el del turbante, mi rostro se iba pareciendo, con desagradable rapidez, a un solomillo crudo; y los pensamientos chisporroteaban como el aceite hirviendo bajo la insuficiente protección del cuero cabelludo. La tierra de Egipto, el oxidado sueño de mi juventud, se encontraba por fin bajo mis pies; o, por mejor decir, bajo las remendadas ruedas de un autobús cuyo folklórico tercermundismo proclamaba a gritos; y no se trata de una expresión metafórica, ya que los viajeros se comunicaban entre sí -ignoro por qué razón- a grandes voces. Semejante algarabía, unida al sopor y a la cegadora mirada de Osiris, me hizo entrar en un estado semejante al sonambulismo mediúmnico. Con turbadora insistencia me visitaban imágenes que, debido a sus extrañas características, parecían no formadas por los recuerdos de mi mente, sino emitidas directamente -si ello fuera posiblepor una mente mucho más poderosa y en todo ajena a la mía: Veía una gran boca que era a la vez un ojo negro de insondable profundidad. Y en el fondo de esaboca había una caja de piedra negra, de paredes pulimentadas como espejos, cuya longitud era algo mayor que la de un bastón y cuya tapa estaba ligeramente corrida. Pese a que todavía conservaba un asomo de vigilia, tales imágenes (y las que vendrían a continuación) se me aparecieron enormemente cargadas de emoción terrorífica, y semejantes a las de una pesadilla a no ser porque su viveza y nitidez eran mucho mayores. Como si alguien estuviera utilizando mi cerebro a modo de pantalla de proyección cinematográfica. Me inquietaba particularmente el contenido de la caja, que en mi semisuefio me resistía a contemplar, pues tanto era el pavor que me inspi-


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raba. Mi resistencia no tuvo éxito, porque vi algo de apariencia tan infame que mis entrañas se volvieron repentinamente heladas, como ante un presentimiento de la muerte. Encuentro grandes dificultades para describir lo que vi. Algo semejante, en cierto modo, a la garra de un milano disecado. Algo semoviente de repulsiva delgadez, tal vez una mano seca si hubiera alguna de uñas tan desmesuradamente largas, en parte afiladas, en parte carcomidas. Una especie de mano que se contraía y me señalaba alternativamente, componiendo un gesto d e suprema, de absolutamente impúdica maldad. .. Traté de borrar esa imagen repelente, de abrir los ojos y reintegrarme a la realidad de mi viaje. Pero cuanto mayores eran mis esfuerzos para retomar el curso de la vigilia completa, más me hundía en el fango de aquella siniestra pesadilla. Fui plenamente consciente (pese a mi mente alterada) de estar siendo arrastrado a un círculo de angustiosa negrura, y comprendía que los esfuerzos por escapar de ese círculo estaban condenados al fracaso. Al hombre de voluntad más débil; a quien, por ser demasiado sensible, más angustiosamente sufre los arañazos d e una pesadilla, le está concedido el consuelo de salir de ella (aún gritando, aún bañado en sudor y lágrimas) cuando esa pesadilla se hace absolutamente intolerable. Uno sueña que está a punto de morir, que el filo de la guillotina empieza a acariciar los primeros cabellos de la nuca, y entonces el destino le concede la inmensa gracia de despertar. Nadie, en su sano juicio, tendría curiosidad por saber cual hubiera sido la continuación de la pesadilla, de no haberse despertado. Pues bien, yo tuve que soportar esa ominosa continuación, una vez que en la semivigilia que me posesionaba descubrí la imposibilidad de hacerle frente. Y así fbe como asistí a la espantosa escena. Empujada por aquella garra de inquietantes y deformes connotaciones humanas, la pequeña losa ne-


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gra se fue abriendo poco a poco hasta dejar al descubierto un cuerpo delgado, retorcido, no mayor que el de un niño de seis años, cubierto aquí y allá por los desgarrados restos de lo que, tal vez en un tiempo lejanísimo, habían sido las vendas de la momificación. Habría que imaginarse un cuerpo de yeso, casi esquelético, que tuviera la insólita facultad de moverse por sí mismo. Y aun así, esta imagen resultaría pobre en comparación con lo que vi. Pese a sus cualidades aparentemente pétreas, el horadado y hueco costillar estaba empezando a adquirir, aunque muy lentificados, los movimientos de la respiración. Le oía respirar, en efecto, pero también podía comprobar, aterrorizado, la completa inexistencia d e pulmones por los entresijos que las centurias habían abierto en sus costillas... N o fue esto, sin embargo, lo que más me aterrorizó. Puesto que la losa, en su recorrido, acabó por dejar al descubierto la cabeza. jLa cabeza! Difícilmente podría decirse que aquella podrida forma lo fuera. Contráctil, como una superficie vermicular donde unos ojos duros, semejantes a cuentas de vidrio verde, se fijaban a los míos con insistencia dolorosa; ojos sedientos d e luz como pozos secos, en el fondo de los cuales se adivinaban las huellas de una obsesión infame. En la pesadilla (si es que de eso se trataba) cerré los míos, los cerré con violenta determinación. Y cuanto más los cerraba, cuanto más trataba de apartar el rostro de aquella boca corroída y terrosa, de aquel espeluznante hueco apergaminado donde debiera encontrarse la nariz, con más fuerza se fijaba esa imagen de la locura a mi cerebro. La boca se abría despacio, muy despacio, y acabó mostrando, en toda su espantosa desnudez, el hueso del paladar. N o había lengua, ni labios, ni un asomo de carne. Y, sin embargo, esa boca pronunció mi nombre con las graves y retumbantes modulaciones de un bordón. La penumbra en que hasta entonces se había desarrollado la escena dejó paso, de pronto, a un resplandor insufrible. Y vi con insufrible claridad


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cómo aquel cuerpo engendrado por la noche se incorporaba, y cómo su garra sarmentosa se iba acercando cada vez más a mi hombro. El terror parecía haber detenido insidiosamente la circulación de mi sangre, impidiéndome todo movimiento. Sentí al fin el peso de esa garra sobre mi piel y experimenté una emoción semejante a la que debe soportarse en el momento de morir. Creo que di un grito. U n grito real. Porque al despertarme resollando, con los músculos agarrotados, bañado en sudor y seca la boca, sentí una aguda irritación en las cuerdas vocales. Alguien me estaba zarandeando en el hombro derecho; justamente donde una fracción de segundo antes había apoyado sus podridas uñas el engendro de mi pesadilla. -;Despierte, sidi, despierte! ¿Qué le ocurre ...? Ya hemos llegado. .. Abrí los ojos. Un hombre de expresión afable, barbudo y de piel oscura, me miraba compasivamente y con cierta sorna. Sin lograr desprenderme por completo del venenoso sopor, todavía temblando por los horrores de la pesadilla, balbucí algo en árabe sobre los perniciosos efectos que tenía para un europeo viajar a pleno sol en un autobús egipcio. El individuo ensayó un rictus de burlona conmiseración y se dio la vuelta, dejándome solo en el vehículo. Los demás pasajeros ya se habían marchado. Mientras asistí a esa horrenda proyección sonambúlica tuve cierta conciencia, si bien amortiguada, del mundo exterior. Hubiera jurado que la espantosa representación no duró mucho más de cinco o diez minutos. Por eso me sorprendí, hasta los más profundos límites de la estupefacción, al comprobar que era ya noche cerrada. El extraño estado en que, aparentemente, me sumió el calor, había durado en realidad más de seis horas. ¿Dónde había estado mi mente durante todo ese tiempo? ¿Por qué solamente recordaba un pasaje de breves minutos? Me fue imposible responder a ninguna de esas dos cuestiones. La estupefacción impidió que me levantara del


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asiento. Tuve que hacerlo cuando vi que al otro lado de la ventanilla el conductor, malhumorado, me instaba a elio. Cogí la mochila y salí del vehículo. Tantas horas de viaje, consumidas con tan inaudita velocidad, sumaban en mi mente más confusión a la confusión que me produjeron las abyectas imágenes del sueño. Embriagado por el horror, caminé al azar entre las sombrías callejuelas de la ciudad. Sin embargo, encontré un lenitivo a ese horror en el esplendoroso brillo de las estrellas, salpicando de luz la ciega majestad de esta noche. Las enrevesadas callejuelas de la medina asistían, solitarias y silenciosas, a la sonora representación de mis pasos. Tanto silencio y tanta soledad hicieron que me sintiera como el único superviviente de una catástrofe universal. La silueta de un soberbio alminar navegaba sobre la penumbra celeste como una quilla de plata. El aire de la noche sofocaba de la misma forma que los vapores de un invernadero, aromados a la vez de perfumes y pestilencias. Ankor me recibía con el crudo contraste de sus olores: corrupción y lujuria hermanándose en una atmósfera de belleza y miseria donde, como en todas las ciudades orientales, la vida y la muerte tienen el mismo rostro. Los blancos arabescos del alminar se recortaban en la noche con tanta nitidez que imaginé a la espuma detenida sobre una playa de ébano. En la base de aquella torre encontré este poyete donde pude reposar de mi fatiga y de mi angustia. Gracias a ello, las horrendas imágenes del sueño fueron disolviéndose poco a poco en el silencio; y en el relativo sosiego que siguió a esa disolución traté de poner en orden mis pensamientos. Lo primero que hice fue palparme la camisa y comprobar que bajo ella seguía pendiente de mi cuello la bolsa de cuero. En su interior se encontraba el viejo papiro que me había llevado hasta Ankor. Se trataba de un documento al parecer muy antiguo; tal vez del Primer Periodo Intermedio, a juzgar


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por las características de sus esbeltos y bien trazados jeroglíficos. Una rara pieza arqueológica, en suma, o tal vez una falsificación demasiado perfecta. En cualquier caso -pensé cuando lo vi por primera vez-, algo digno de ser adquirido a cambio d e las pocas rupias que por él me pedían en el zoco cairota. Luego, en la agradable penumbra d e la habitación del hotel, y con la inestimable compañía del aire acondicionado, pude examinarlo con todo detenimiento. N o sin dificultades, aunque soslayadas con la ayuda del excelente Diccionario de la Enciclopedia Británica, pude traducir el texto. Decía así: «Cuando la Cuarta Luna muestre su rostro totalmente desnudo, espera el nacimiento de Osiris junto al Obelisco de Ankor. Su sombra, entonces, te indicará la dirección del Laberinto. Camina en esa dirección hasta que Osiris vuelva a sumergirse en el Mundo de los Muertos. Entonces hallarás la Gran Boca. Pero examina tu alma antes de penetrar en ella, y no lo intentes de no encontrarla completamente purificada. Pues si lo intentas con ánimo impuro, el Guardián se levantará de su tumba y te encontrarás con algo mucho peor que la muerte*. Por lo que luego diré, la lectura de este texto me produjo una hondísima impresión. Hubiera deseado dudar de su autenticidad, y este deseo mío fue alentado por un hecho curioso. Era que el papiro reproducía, con todo lujo de detalles, el dibujo de un Obelisco que, sin embargo, no logré identificar.En su representación, el artista no había olvidado dibujar también la sombra que, procedente del sol en su amancecer, se proyectaba esquemáticamente tras- del Obelisco, y sobre las arenas del desierto, hasta lo'que parecía la entrada de un subterráneo. Pero, como digo, el Obelisco era desconocido. Consulté varios volúmenes de Arte Egipcio. Recurrí, incluso, a las autoridades del Museo Arqueológico de El Cairo. Nadie conocía la existencia de un Obelisco semejante en la ciudad de Ankor ni en sus alrededo-


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res. Quizá lo hubiera en otra época, pero no se disponía del más leve indicio. N o era razonable emprender un viaje hasta Ankor en semejantes condiciones. Pese a que mi descubrimiento del papiro ocurrió precisamente a principios de abril; es decir, cuando la «Cuarta Luna» a que hacía mención estaba creciente. Pero varios meses atrás había sido testigo de un suceso muy peculiar y de algún modo relacionado con el -aparentementecasual descubrimiento del papiro (y relacionado también -pensaba bajo el alminar de Ankor- con la pesadilla sufrida momentos antes). Cuando ocurren tantas «casualidades» uno ha de ser lo bastante humilde para reconocer que está siendo empujado por fuerzas desconocidas. Y que, en tal caso, lo más sensato es dejarse arrastrar por esas fuerzas. Decidí Ilegar hasta Ankor aunque no obtuviera resultado alguno; puesto que, en el peor de los casos, esperaba enterrar en sus arenas mi creciente inquietud. Por otra parte, si en Ankor lograba encontrar el Obelisco podría confirmar las oscuras teorías de que he hablado al principio de este relato; teorías, sospechas y suposiciones que llegaron igualmente hasta mí de un modo «casual» cierta brumosa tarde de noviembre en que me hallaba visitando las salas dedicadas a Egiptología del Museo Británico de Londres. Aquella tarde, la contemplación de una momia muy particular atrajo mi atención más tiempo del que le hubiera dedicado, a no ser por sus extraordinarias características. Sobre la vitrina que la protegía había una inscripción que situaba al cadáver en la época del Imperio Medio. En opinión del Museo, se trataba de una «Noble Desconocida». Pero no era la alcurnia de la dama lo que despertó mi curiosidad, sino las inquietantes cualidades de la momia. Su piel no tenía el aspecto oscuro y apergaminado de las otras, sino una tonalidad grisácea y rugosa que la hacía semejante al cemento; también, a diferencia d e las otras, estaba magníficamente conservada. Hubiera jurado que se trataba d e una reproducción en piedra de la muerta, a


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no ser porque el cabello tenía un aspecto, aunque apelmazado, natural. Y este era, por decirlo así, el único detalle «natural» del conjunto. Porque el resto del cuerpo (salvo, quizá, las uñas) estaba como petrificado, tal vez a consecuencia -supuse entoncesd e un procedimiento de momificación muy poco usual. Era fascinante la perfección alcanzada por el necrofílico y desconocido artista en su tarea conservadora; porque, pese a su aspecto pétreo, todas las cualidades de la vida parecían latentes en aquel cuerpo: brazos, senos, cuellos, mandíbulas, mejillas, estaban conservadas con tan absoluta fidelidad que no tuve por menos que recordar ciertas obras de Miguel Angel y, en particular, «La Piedad» que se encuentra en El Vaticano. Sólo el genio de Buonarotti había sido capaz de insuflar tanta vida al cuerpo muerto de Cristo, en esa composición escultórica, como para hacer comprensible y hasta creíble a los cristianos el difícil Misterio de la Resurrección. Pues bien, esa misma emoción experimenté contemplando la momia del Museo Británico. A través de sus ojos entreabiertos vislumbré tantos signos de vida que me hubiera producido un gran terror, pero ninguna sorpresa, verla incorporarse del féretro y empezar a caminar... Ese pensamiento acababa d e cruzar por mi mente cuando alguien me golpeó de forma amistosa en el brazo. Como si hubiera adivinado la naturaleza de mis elucubraciones, un individuo estrafalariamente vestido a la europea, aunque de inequívoco aspecto oriental, me sonrió de forma ceremoniosa en extremo y luego, en un inglés perfecto, me dijo: -Parece que va a despertar de un momento a otro, ¿verdad? No tuve más remedio que asentir al extraño desconocido. Extraño, porque sus vivísimos ojos negros parecían fulgurar con los destellos de una antigua sabiduría. Tendría alrededor de cincuenta años; tal vez más, a juzgar por la nívea blancura de su barba. Sus ojos almendrados, grandes; su nariz ligeramente gan-


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chuda, sus mejillas oliváceas, evidenciaban un origen egipcio genuino; el mismo de quienes profesan la religión copta para mantener una barrera infranqueable frente a sus actuales conquistadores, los árabes mahometanos. -Esa mujer que está en el féretro -añadióparece una momia, pero no lo es. Es una víctima del Innombrable, del Habitante del Laberinto, del Guardián que jamás duerme... -Perdóneme -balbucí-, no entiendo.. . -Lo entenderá a su debido tiempo, señor ... Lo entenderá todo. Porque usted ha sido elegido, usted descubrirá el Laberinto y el secreto que en él se encierra. Pero recuerde lo que voy a decirle, recuérdelo bien y no lo olvide nunca: mantenga el corazón puro si quiere salir con vida de ese Laberinto, si no quiere que le ocurra algo infinitamente peor que la muerte. Algunas otras cosas me dijo acerca del Laberinto. Del inestimable beneficio que de él obtenían quienes eran capaces de entrar y de salir. Pero también me dijo otras cosas tan terribles, tan difíciles de creer, que sólo en parte las he transcrito al principio de esta narración. Pensaba que estaba viéndomelas con un perturbado y le seguí la corriente; esperando, además, obtener la mayor información posible acerca de tan descabellada y curiosa leyenda. Pero aquel individuo parecía adivinar en todo momento lo que yo pensaba y no obtuve de él otros datos que los que él mismo me quiso proporcionar. -Usted sabrá -me espetó-, usted lo sabrá todo. .., a su debido tiempo. La Magia de Egipto no ha desaparecido con su civilización, porque es inmortal como la mirada de Akenatón. Usted ha sido elegido... Pero por ahora es mejor que no sepa... Todavía no... Sin abandonar su afable sonrisa, el extraño individuo me tendió la mano. Tras estrechar la mía la llevó a su pecho, a la altura del corazón, en una expresión que quería ser d e suprema cordialidad y que a mí, sin embargo, me resultó enigmática, tal vez por la rara


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forma en que cruzó los dedos. Sus gestos eran majestuosos, solemnes y, sin embargo, naturales como podían haber sido los de un sacerdote de la Primera Dinastía. Luego se dio la vuelta, salió de la sala y desapareció, casi literalmente, a lo largo del corredor. En vano traté de reencontrarle por salas y pasillos. Habría sido engullido por alguno de los numerosos grupos d e turistas que recorrían el Museo o, más probablemente -llegué a imaginar con cierta sorna-, se lo había tragado la tierra. Hay hechos a los cuales no es posible encontrar explicación.Quizá ningún hecho las tenga, en su más oscura profundidad. Yo he renunciado a buscarlas. Especialmente, las de esos hechos que parecen relacionarse entre sí como cuentas de un collar ensartadas por leyes ajenas, tanto a la lógica como -hasta cierto punto- a la voluntad de quien se ve impelido a participar, por fuerzas de ignorada naturaleza, en ciertos acontecimientos excepcionales. El hecho era que yo me había tropezado, inopinadamente, con el extraño visitante del Museo Británico; el hecho era que de pronto, sin saber exactamente por qué, sentí unos enormes deseos de visitar Egipto -como no los había experimentado desde la lejana adolescencia-, así como la premonición de que algo de capital importancia me esperaba allí; el hecho era que en El Cairo -y según todas las evidencias, de manera casual- me encontré con un papiro que hablaba del Laberinto (como me había hablado aquel raro personaje en el Museo Británico); y el hecho era, finalmente, que durante mi viaje a Ankor había tenido un extraño y terrorífico sueño, igualmente relacionado -sospechécon el Laberinto. Tal vez lo más sensato fuera regresar a Londres cuanto antes y tratar de olvidar el asunto... Pero yo nunca he querido ser «sensato» y ya he ido demasiado'lejos. Estaba dispuesto, costase lo que costase, a encontrar el Obelisco y seguir su sombra hasta alcanzar la boca misma del Laberinto... o del Infierno.


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Una inesperada claridad comenzó a bañar de plata la noche de Ankor. Por los tejados situados hacia el oriente se levantaba la luna llena. Es la noche del día dieciséis d e abril, del caluroso abril africano. Se trata, por tanto, de la «Cuarta Luna con el rostro desnudo», d e que hablaba el papiro. Dentro de pocas horas el sol iniciará una trayectoria similar. Si no quería que mi viaje resultara inútil, antes de que transcurrieran esas horas debería encontrar, cuanto menos, algún indicio de ese Obelisco desconocido ... Evidentemente, se trataba de una tarea de locos. Consulté el reloj. El sol saldría exactamente dentro d e dos horas y media. Y yo me encontraba desorientado y perdido, en una ciudad desconocida. Y dispuesto, sin embargo, a llevar a cabo una tarea de carácter arqueológico cuya consecución, con un buen equipo de especialistas, hubiera requerido, quizá, varios lustros. Y ello, en el caso bastante improbable de que el supuesto Obelisco mencionado por el papiro fuese real. Puedo ser un exaltado, pero no un demente. Ante la imposibilidad d e la tarea que el destino parecía querer asignarme, me crucé de brazos. Los sueños más brillantes -reconocíacaban en las decepciones más vulgares. Decidí renunciar a lo que tan alejado estaba de mis posibilidades. Me encontraba literalmente destrozado por el cansancio físico y la tensión nerviosa. La luna llena, al mirarme, parecía compadecerse de mi estupidez. Decidí echarme en el poyete del alminar las pocas horas que faltaban para la salida del sol. Reconocí mi fracaso y decidí también que al despertar de ese corto sueño emprendería el viaje de regreso a El Cairo. Y ello, pese a que apenas unos momentos antes estaba en disposición d e vagar como un alucinado bajo la claridad lunar en busca de un imposible. En un momento de lucidez observé que semejante vaivén d e decisiones contradictorias bien podía ser considerado como un primer síntoma de perturbación mental. Tumbado en el poyete cerré los ojos, a


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la espera de la benigna llegada del sueño. Pero el calor agobiante y la turbadora claridad de la luna le impedían el paso. También bajo el imperio de la luna chisporroteaban las ideas en mi cerebro. Mis ojos se posaron distraídamente en las complicadas, pero armoniosas curvas del arabesco con que habían enlucido los muros del alminar. Constituían, en verdad, un espectáculo soberbio, iluminados por el foco mágico de la luna. Lamentablemente, el paso del tiempo y la incuria habían producido algunos desconchados, y en ellos se veía el primitivo muro de granito. Consideré extraño el empleo de esta piedra en construcción semejante, cuando casi todos los monumentos árabes de esta naturaleza estaban edificados en Egipto de ladrillo cocido. Empujado por la curiosidad y aprovechando la inexistencia d e testigos, cometí una acción a todas luces sacrílega desde un punto de vista artístico: aumenté la superficie desconchada del arabesco con mi navaja, lo que dejó al descubierto un espacio mayor del muro de granito. El espanto y la satisfacción confluyeron con sus voces contradictorias en mi garganta, y lancé un grito: ¡El minarete estaba edificado sobre la base truncada d e un Obelisco! Era tan angustioso que creí, seriamente, estar a punto de perder la razón. Pero, al mismo tiempo, una euforia embriagadora me quemó las venas. N o sabía si dar saltos de alegría o ponerme a temblar. Mi garganta, como horas antes, durante la pesadilla, volvía a estar seca. <Qué mano terrible me había guiado hasta la base misma del monumento? Saqué, una vez más, el papiro de su bolsa de cuero. N o había duda: los dibujos de la piedra, aunque algo desfigurados por el paso del tiempo, coincidían punto por punto con los del papiro cairota. Vi la lanza de un guerrero, una estrella d e cinco puntas, el rostro contraído por el dolor de un asirio barbudo, hecho prisionero por el ejército de un faraón desconocido, la mano d e nieve de una princesa extranjera, en actitud de pedir clemencia ... ¡Gran Dios! Todo aquello resultaba exce-


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sivo para mi mente fatigada. Con la frente apoyada sobre el Obelisco me dejé arrastrar por el equívoco consuelo de las lágrimas hasta que, poco a poco, fui serenándome, y aguardé la salida del sol con la tranquila calma de un monarca que esperase recobrar su imperio. H e escrito las líneas anteriores amparado por el Obelisco, iluminado por la claridad lunar. Mi mano se ha deslizado por las hojas de este cuaderno a una velocidad de vértigo, a pesar de la fiebre que me consume. Mientras lo hacía he notado, a veces, la presencia de una sombra terrible sobre mi cabeza... Sé que el Guardián me aguarda, impaciente por comunicarme los secretos del Laberinto... ¡Algo peor que la muerte! En mi cerebro resuenan las palabras del Visitante del Museo ... Su rostro terroso ...! Si pudiera levantarme, olvidar, escapar de esta pesadilla ...! Sé que es inútil, completamente inútil ... El círculd está a punto de cerrarse, el sol empieza a despuntar sobre el Nilo. ;El Ojo ardiente de Osiris me está indicando el camino...! Yo te venero, Dios Solitario, acepto la gracia de tu fuego antes de penetrar en las sombras de la Boca. ¿Podrá tu radiación poderosa purificar las miserias de mi alma?

Seguían unas palabras incomprensibles tanto por su grafía como por su oculto significado. Expresiones como gruñidos, como incoherentes onomatopeyas. En el raído cuaderno creí entender algo, sin embargo, relacionado con un Ser putrefacto que nunca duerme. La Losa Negra, la Garra, eran mencionadas también en varias ocasiones. Pero la incoherencia de los últimos párrafos denotaban claramente que la lucidez se había apagado por completo en el cerebro de SU autor. Este cuaderno apareció, junto a otros objetos personales, e n la mochila dz un extraño cadáver encontrado en el desierto, a cinco millas de Ankor, por una


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EL GUARDIAN DEL LABBRINTO

caravana de beduinos. Como estaba escrito en inglés, los beduinos me lo entregaron, junto con la mochila, atendiendo a mi calidad de cónsul de Inglaterra en esta ciudad; pero se negaron, aterrorizados, a indicarme el lugar exacto donde, apresuradamente, enterraron el supuesto cadáver. Decidí, de todas formas, no llevar a cabo indagación alguna. Porque uno de los beduinos, incapaz de contener por más tiempo el horror, sufrió una crisis de histeria y cayó al suelo, gritando y pataleando. Cuando conseguí calmarle habló de que los ojos de aquel cuerpo, convertido en una repulsiva conformación pétrea, seguían moviéndose y moviéndose sin parar mientras caían sobre su cabeza las primeras paletadas de tierra.


PROXINIA APARICION

NANA r n R A UNA VKlRaA

LAS cuma GARwmAs



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