MEDIOS DIGITALES, PARTICIPACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA

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MEDIOS DIGITALES, PARTICIPACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA



MEDIOS DIGITALES, PARTICIPACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA

Daniel Barredo Ibáñez



Resumen extendido A través de la consolidación de internet, como espacio de deliberación social, se han ido desarrollando nuevas prácticas de consumo y producción de la información, las cuales no solo impactan a los medios de comunicación, sino en general a los procesos que estructuran a la opinión pública contemporánea. Por ello, este libro propone una panorámica que documenta las transformaciones y los desafíos a los que se enfrentan los medios de comunicación, los usuarios/ ciudadanos, y las organizaciones e instituciones. Desde ese ángulo, el libro se compone de cuatro grandes bloques: en el primero de ellos, se realiza un recorrido histórico, con el fin de relacionar la apropiación de los espacios de participación en la esfera pública fuera de línea, con los que han ido emergiendo posteriormente, ya con la generalización de internet. En el segundo bloque, se estudia la activación de las audiencias, al tiempo que se propone la interactividad como un factor esencial para la innovación de los medios en línea. En el tercer bloque, por su parte, se analizan las relaciones entre los medios de comunicación digitales, con sus usuarios, enfatizando los nuevos productos narrativos que emergen fruto de esa mayor interacción. Por último, en el cuarto bloque se explora la perspectiva organizacional e institucional, basada en la promoción diluida y la generación de estrategias de posicionamiento; en este mismo bloque, se profundiza, asimismo, sobre el diseño de sistemas automatizados de comunicación, con los cuales se genera una simulación de la participación.


Bio del autor

Daniel Barredo Ibáñez (Universidad del Rosario, Colombia)

Daniel (Bilbao, España, 1981) es Profesor Asociado de Carrera en el programa de Periodismo y Opinión Pública de la Universidad del Rosario (Colombia), así como de la Maestría en Estudios Sociales de la misma institución. Entre 2017 y 2020, lideró el proyecto de I+D “Esfera pública y participación ciudadana”, financiado por el fondo de proyectos de Gran Cuantía de la Universidad del Rosario. Asimismo, desde 2018 ejerce como Coordinador del Grupo temático 19 en Comunicación digital, redes y procesos, de la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC). Actualmente, es investigador invitado en el Fudan Development Institute de la Fudan University (Shanghái, China). Cuenta con más de 100 obras sobre los medios en línea, la participación política, o el estudio sobre el mensaje periodístico. Es doctor en Periodismo por la Universidad de Málaga, máster y experto en Comunicación y licenciado en Filología Hispánica y en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Granada, cuenta con un índice H de 14 y está acreditado como INVESTIGADOR SÉNIOR, máxima calificación concedida por el organismo regulador en Colombia.


Dedicatoria

A todos los colegas y colaboradores del proyecto “Esfera pública y participación ciudadana”, por su gran apoyo durante estos 3 años de investigación sobre la interactividad, la participación social y la innovación de los medios digitales, temas de este libro. Al Fudan Development Institute de la Fudan University y, sobre todo, a la Universidad del Rosario, sin cuyas ayudas este libro no habría sido posible.



Índice

Prólogo   13

Capítulo

1. INTRODUCCIÓN. MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y PARTICIPACIÓN SOCIAL: UNA PANORÁMICA HISTÓRICA   23 1.1. Medios de comunicación y participación social: una panorámica histórica

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1.2. La invención de la imprenta: de la emoción de lo desconocido a la racionalización del conocimiento

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1.3. La invención de la radio y la televisión: la aceleración abrupta del tiempo y del espacio

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1.4. La evolución del medio digital

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Capítulo 2. LA CIBERESFERA, LOS MEDIOS DIGITALES

Y SU RELACIONAMIENTO CON LAS AUDIENCIAS   109 2.1. La interactividad como un factor distintivo de la comunicación digital

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2.2. Interactividad y personalización de la experiencia del usuario

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2.3. Las audiencias activas: una síntesis de la producción y el consumo

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Capítulo 3. LAS RELACIONES ENTRE LOS MEDIOS

DE COMUNICACIÓN Y LAS AUDIENCIAS ACTIVAS   173 3.1. El capital social y la construcción de comunidades en los medios

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3.2. Las narrativas de la participación: de lo multimedia, a lo transmedia

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Capítulo 4. LA APROPIACIÓN ORGANIZACIONAL

DEL CIBERESPACIO: EL DISEÑO DE SISTEMAS COMUNICACIONALES AUTOMATIZADOS   273 4.1. Los sistemas de comunicación automatizados

341

Conclusiones   361

Referencias   377


Prólogo

Dra. Elba Díaz-Cerveró Universidad Panamericana – campus Guadalajara (México) Cuando recibí la invitación para prologar Medios digitales, participación y opinión pública, estuve tentada a juzgar su contenido como el de una más de esas obras que quedan almacenadas en la oficina de su autor hasta albergar dosis ingentes de polvo y suciedad. Pude haber llegado a pensar que el libro pasaría de ser la prometedora compilación de un entusiasta profesor, a un abandonado conjunto de páginas que a pocos -probablemente solo a él- le interesarían. No nos engañemos: todos conocemos a alguien en el mundo académico que, por cumplir metas de investigación, o por justificar los resultados de un proyecto -o tal vez por ambas cosas- publica cualquier cosa en cualquier editorial, y de cualquier forma. Si usted es investigador, es probable que se haya visto identificado en la anécdota relatada. Pero tampoco nos engañemos: quienes conocemos a Daniel Barredo sabemos que eso no iba a ser así en su caso. Por eso me decidí a aceptar el encargo de escribir las líneas que ahora mismo usted está leyendo y que, por cierto, están publicadas en una de las mejores editoriales de nuestro 13


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ámbito. Incluso aunque conozco bien tanto a la editorial, como al autor, debo decir que lo que vi me sorprendió de inmediato. Por lo tanto, si usted, lector, se decide a continuar, deberá saber que descubrirá ante sus ojos una descripción del panorama periodístico tan completa que es algo así como volver a estudiar la carrera. Pero no la misma carrera que algún día estudiamos. Tampoco una absolutamente nueva. En realidad, las páginas de Medios digitales, participación y opinión pública hacen un repaso por los contenidos teóricos, históricos y metodológicos más relevantes de los últimos dos siglos, entrelazados de una manera magistral con el presente y el futuro de la profesión periodística. Y todo ello en menos de 459 páginas. Pero no destripemos lo que cuenta el libro todavía. Déjenme decirles primero por qué no me atreví a prejuzgar negativamente su contenido antes de sumergirme en él. Como saben, uno de los aspectos más importantes de la comunicación es la credibilidad que nos merece la fuente. Pero la credibilidad hay que ganársela y, como tantas veces se nos dice, cuesta mucho ganarla y muy poquito perderla. Pues bien, Daniel Barredo es un colega que para mí tiene toda la credibilidad como investigador. Desde que lo conocí, hará dentro de poco un lustro, me demostró no solo que vale la pena leer todo lo que publica -es un excelente escritor de


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literatura también-, sino que es un placer compartir con él las investigaciones, tanto las que ideo yo, como las que proceden de su cosecha. No sé si él lo recordará, pero, el día en que nos conocimos, en aquel Congreso de la Asociación Latina de Comunicación Social, celebrado en 2015, nos propusimos cada uno colaborar en la investigación del otro. A ojos de académicos expertos, aquellos planes de trabajos conjuntos podrían haber parecido idealistas expectativas de dos investigadores noveles. Sin embargo, no solo no fue así, sino que las dos investigaciones prometidas se convirtieron en seis, y todas ellas se han publicado. El hecho de que hoy cuente esta anécdota no obedece a nada más que a ilustrar la credibilidad que me merece el autor del libro que los ocupa. Además de los artículos publicados dentro del proyecto que dirijo -también sobre aspectos periodísticos, pero de otro campo de investigación-, Daniel Barredo y yo publicamos varias obras sobre la interactividad, que -y ahora sí destripo el contenido- es uno de los retos fundamentales del periodismo de hoy -y, ojalá, del mañana- que el profesor Barredo recoge con un acertadísimo tono en este libro. La autonomía de las audiencias comenzó como un aspecto de poco valor y denostado por los primeros teóricos de la comunicación, como Lasswell -y su archiconocida aguja


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hipodérmica (1927)-, que preferían pensar que toda la fuerza residía en el emisor y su mensaje. Si bien unas décadas más tarde, la teoría de los efectos limitados (Katz y Lazarsfeld, 1955) empoderó en alguna medida al receptor -y así se fue avanzando ese empoderamiento, en la década de los 80, con el concepto de audiencias activas- lo cierto es que la llegada de la web 2.0 y 3.0 no ha traído tanta participación de los usuarios como cabría esperar. Aunque la tecnología lo permite de sobra, y muchos usuarios parecen dispuestos a contribuir, parecen ser los periodistas quienes se oponen a que los usuarios tengan una participación quasi profesional -o al menos más sustanciosaen los medios de comunicación. Y, así, como insinúa Daniel Barredo -y les confieso que yo misma pienso- pierden unos y otros. Los medios se quejan de que decae el número de lectores y usuarios, pero se niegan a poner toda la carne en el asador, lo cual, en el terreno de lo digital, supone desplegar un abanico de opciones de participación ciudadana muy superior a la que hoy en día ofrecen casi todos los medios a sus públicos. Muchos de quienes dirigen los diarios tradicionales estarían muy cómodos si siguieran operando como en la Web 1.0, cuando el discurso era completamente monológico -desde el periódico a sus lectores- y sin ninguna retroalimentación


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de estos últimos, más allá de las limitadas -y muchas veces artificiales- cartas al director. Incluso todo sería más fácil para los creadores de contenido, tanto periodístico como publicitario, si todo consistiera en inyectar al final de la película el hipodérmico mensaje de “Beba Coca-Cola”. Pero las cosas han cambiado. Como bien apunta Daniel Barredo en algún apartado de Medios digitales, participación y opinión pública, este último concepto ya no se identifica con la opinión publicada, como se nos dijo más de una vez cuando estudiábamos. Hoy en día, la opinión pública se constituye y mantiene de forma paralela a lo que publican los medios. Incluso en países tan autoritarios como en China -o quizás precisamente debido a ese autoritarismo-, los ciudadanos han desarrollado estrategias para burlar la censura y no dejarse llevar por los contenidos oficialistas de los grandes y anquilosados periódicos del régimen. Es precisamente ese gran país -al que bien conocemos, aunque por diferentes motivos, quien escribe estas líneas y el autor del libro- donde parece que la ciudadanía está despertando de siglos y siglos de censura. El reciente conocimiento del autor de esa realidad in situ contrasta con la profundidad con la que analiza los datos que de allí proceden.


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Al respecto del actual panorama mediático chino y el papel de sus audiencias, sorprenden gratamente los resultados de todas las investigaciones que Barredo llevó a cabo allí. En primer lugar, por los hallazgos, que en sí mismos producen la alegría de pensar que los usuarios son ya verdaderamente activos en el Gigante Asiático. Pero, sobre todo, y por si el punto comentado en el párrafo anterior no fuera suficientemente importante, por la minuciosidad y la delicadeza con las que el autor nos regala esas vivencias en forma de trabajo de investigación de primer nivel. Dada la dificultad del idioma y las trabas censoras, no es tan frecuente que desde el ámbito latinoamericano podamos llegar a gozar de un conocimiento tan vasto -en ideas y tendencias- e ilustrado -en ejemplos de todo tipo- como el que nos proporciona Daniel Barredo sobre el panorama mediático de China. Por eso, si antes les decía que el libro era como estudiar de nuevo la carrera de Periodismo, me quedé corta. En realidad, la carrera de Periodismo que Daniel Barredo nos propone en Medios digitales, participación y opinión pública no solo es más amplia y renovada que la que cualquiera de nosotros estudiamos hace -en mi caso 15- años. Junto a esa nueva carrera de Periodismo, este brillante profesor de la Universidad del Rosario, una de las más


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prestigiosas de Colombia y Latinoamérica, aporta también en su obra -y siguiendo el símil académico- la especialidad de medios de comunicación de China y Asia. No obstante, el hecho de que Barredo haya disfrutado no hace mucho de una estancia de investigación en ese continente no quiere decir que el profesor deje de lado lo que sucede en otras latitudes. Resulta grato leer en las páginas de su libro sucesos más o menos recientes, y todos ellos relevantes, que han tenido lugar en el panorama comunicativo de otros entornos. El principal país al que el autor dedica su exhaustivo trabajo es, obviamente, Colombia, su verdadera casa y a la que ha dedicado más de tres años de investigación. El lector no verá que en este caso el profesor dedique un capítulo en exclusiva al panorama de medios y audiencias colombianas, sino que, en cada apartado, este es descrito e ilustrado en relación con cada aspecto tratado. Llegados a este punto, es agradable encontrar en Medios digitales, participación y opinión pública aspectos loables que muestran la valentía de medios de países donde impera la censura -como los que hemos ido viendo en el caso de China- junto a otras prácticas reprobables de otros -medios y países- supuestamente democráticos. A este respecto, leí con cierto pudor cómo los medios de mi país -origen que también comparto con el autor- habrían


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llegado a silenciar un asunto que afectaba directamente a la reputación de la Casa Real y del Rey Juan Carlos I. Teniendo en cuenta la inmunidad mediática de la que hasta ese momento gozaba el Rey, una imprudencia suya -aunque yo prefiero llamarla atrocidad- habría pasado inadvertida si no fuera porque la ciudadanía impulsó, a través de las redes sociales, que los grandes diarios, radios y televisoras se hicieran eco de la realidad. Y, cuando esto sucedió, el Rey tuvo que pedir públicamente perdón. En realidad, las audiencias tienen hoy más poder que nunca, y ello lo demuestra el hito histórico que supuso la disculpa del Rey español y, en general, el hecho de que sean los usuarios, y no ya los propios medios, quienes imponen la agenda. “Los ciudadanos interactúan con los medios y al margen de ellos” es una máxima que se menciona en algún punto del libro al hablar del periodismo actual. Otra idea digna de resaltarse, de entre lo que nos cuenta Daniel Barredo en Medios digitales, participación y opinión pública, es que los medios de hoy necesitan más que nunca a sus audiencias. Y, de la misma manera en que se deben a ellas -exigiendo y equilibrando a los poderosos en forma de cuarto poder-, también a esos usuarios se les puede exigir un retorno para seguir manteniendo un periodismo de calidad. Probablemente, uno de los mayores errores de los periódicos, en su transición al soporte digital, fue el hecho de


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dejar de cobrar por los contenidos que sí tenían un valor -un precio que los usuarios estaban dispuestos a pagar- en papel. De eso han pasado ya dos décadas y la mayoría de los medios -tanto esos tradicionales como los nativos digitales- siguen peleando por encontrar un modelo de negocio sostenible en el futuro y que les ayude a reponerse de otros mazazos como el de las crisis, económica y de credibilidad. Como respuesta a la falta de recursos derivada de los problemas mencionados en el párrafo anterior, es precisamente Colombia un país pionero en pedir cooperación a sus audiencias. Para poder llevar a cabo investigaciones puntuales, algunos medios de ese país -y posteriormente otros de América Latina- se han especializado en la captación de recursos a través de lo que en inglés se conoce como crowdsourcing. Si nos fijamos bien, todas las relaciones que funcionan tienen un enorme componente simbiótico. Es eso lo que necesitan en su relación los medios y sus usuarios. Si, como medios, permitimos participar activamente a nuestras audiencias -incluso con contenido propio- estas nos serán fieles y, además, crearán comunidad y completarán nuestros puntos de vista. Y, si a ello le añadimos el hecho de que son las audiencias las que imponen los temas del debate público -en, como dice Barredo, una especie de Agenda setting invertida-, lo mejor para involucrarlas será escucharlas. Así, los medios sabrán lo


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que les están pidiendo. Y estos, conociendo esas necesidades de los usuarios, dejarán atrás la mera información para darles, además, la interpretación necesaria como para alcanzar a entender un mundo tan complejo como este en el que vivimos.


Capítulo 1. INTRODUCCIÓN. MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y PARTICIPACIÓN SOCIAL: UNA PANORÁMICA HISTÓRICA

La historia de la comunicación, en términos globales, se enraíza con la propia historia del hombre, en tanto que, al hablar de comunicación, nos referimos a su triple acepción como “proceso, disciplina y profesión” (Sarale, 2008, p. 1). Como proceso, la comunicación permite el intercambio de ideas de persona a persona y es responsable, entre otros muchos hallazgos, de la conformación de las sociedades. Como profesión, en cambio, la comunicación alude al conjunto de valores y atributos que hacen posible la profesionalización del mensaje, es decir, su metamorfosis desde la idea hasta ese producto terminado que asienta una aproximación a la realidad. Como disciplina, por su parte, la comunicación se encarga de estudiar los distintos fenómenos asociados a la comunicación como proceso y como profesión y, con ello, de constituir una epistemología, a menudo ligada a la observación empírica. Uno de los grandes problemas que ha tenido, históricamente, la comunicación, se centra en la cuestión de su definición disciplinaria. Al formar parte inextricable 23


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del ser humano y de las sociedades, la comunicación se ha ido transversalizando y desarrollando desde la multiplicidad de saberes. De hecho, autores como Rizo (2014, p. 248), la describen como un campo “multidisciplinario” e “interdisciplinario”, cuyos orígenes como área de estudios se remontan hacia mediados del siglo XIX, gracias a la labor de algunos estudiosos pioneros, procedentes de las Ciencias Humanas, como Augusto Comte, Herbert Spencer y Emile Durkheim. Desde su triple acepción -“proceso, profesión y disciplina”-, la comunicación va unida indisolublemente a otro ámbito, que es la participación social, la cual ayuda a “innovar y generar nuevo conocimiento para resolver problemas malditos” (Tarragó & Brugué, 2015, pp. 20 - 21). De igual forma que resulta impensable un ser humano sin algún tipo de mecanismo asociado de comunicación, toda comunicación se relaciona con un acto de participación social. Y la participación es responsable de la deliberación pública, pues gracias a ella el conocimiento avanza, se erosionan los prejuicios, se dinamizan los tabús y se construyen nuevos tabús, se establecen redes de colaboración y, con ellas, se refuerza el aprendizaje (Saxena, 2018). Por lo tanto, según se desprende de los autores citados, la comunicación y la participación social organizan un fenómeno más complejo, como es la opinión pública. Dentro de los procesos dialógicos que constituyen y que definen a la opinión pública -que son, por consiguiente, procesos comunicativos y participativos-, los medios de comunicación, entonces, encarnan un rol mediador, al constituirse como un punto de encuentro entre instituciones, organizaciones y ciudadanos


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en general. Los medios, por consiguiente, contribuyen decisivamente con el establecimiento de los imaginarios y, desde ese ángulo, estimulan una “adaptación dinámica a la cultura” (Fromm, 1995, p. 42). Son responsables, junto a instituciones como la familia o los centros educativos, de estructurar la realidad, de organizar la complejidad del marco simbólico de las sociedades, y de impulsar la enseñanza y el aprendizaje. Para Habermas (1981), la opinión pública se configura como un espacio relacional, construido por los individuos que conforman una sociedad, e incentivado por los medios de comunicación particularmente en el siglo XX. Los medios, según este autor, conforman el principal locus contemporáneo encargado de gestionar la interacción social. Agregamos la etiqueta contemporáneo, porque los locus o enclaves participativos se transforman a partir de las posibilidades técnicas y culturales; no permanecen estáticos, dado que se constituyen como dispositivos que canalizan la comunicación y la participación social y, por lo tanto, dependen estrechamente de las sociedades en que se originan, a las que caracterizan y distinguen. Como espacio relacional, por consiguiente, la opinión pública -según veremos a lo largo de este capítulo primero-, evoluciona en la medida en que lo hacen los locus o enclaves participativos: los medios de comunicación, mediante la aparición de la comunicación de masas, desempeñan el mismo papel que, en otros siglos, ejercieron los muros o las plazas de las ciudades. Los medios, en la concepción habermasiana, orientan un doble eje de acción: son portadores de mensajes, de manera que el entorno social, gracias a ellos, recibe una descripción


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de los hechos; y, también, son portadores de interpretaciones sobre esos mismos mensajes, con lo que contribuyen a la formación de puntos de vista. De este modo, los medios se constituyen como ventanas abiertas a la actualidad del mundo (Tuchman, 1978), capaces de organizar los hechos y las interpretaciones de los hechos que se suceden a nivel global. Pero, como explica esta misma autora, a menudo se favorece un discurso poco propicio para la deliberación pública, porque la sistematización fenomenológica de los medios suele conllevar una asociación con una ideología, frecuentemente la dominante en un país o contexto geográfico o cultural. Autores como McQuail (2000), al sintetizar el conocimiento alrededor de los medios característicos de la comunicación de masas, aseguran que dichos medios pueden influir en las opiniones individuales e, incluso, conformar las percepciones de la realidad que tienen algunos grupos sociales. Esta influencia, como veremos a lo largo de las páginas del libro, es cada vez más discutida y controversial, sobre todo porque, con la emergencia de internet, la opinión pública se ha ido trasladando hacia la nueva esfera relacional, en la cual los medios cohabitan con otros agentes involucrados en la comunicación y en la participación social, como las redes sociales (Barredo, Oller & Buenaventura, 2013). De este modo, hemos pasado del concepto de comunicación de masas -del medio a las multitudes-, a un escenario en transformación en que las multitudes construyen a los medios (Peñafiel, 2016). Autores como Stockmann & Luo (2017) mencionan, de hecho, la creación de una “opinión pública en línea” (p. 189), mediada por la participación


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masiva de los usuarios que, en términos globales, tiende a coincidir, bien entrado el siglo XXI, con la ciudadanía en general. La opinión pública digital se desarrolla a la par que los avances tecnológicos, favorecida por los mecanismos de interacción entre los usuarios. Un aprovechamiento de estos canales introduce nuevas formas de relacionamiento entre los usuarios (Van Laer & Van Aelst, 2010), aunque también entre los usuarios y los medios de comunicación, o entre los usuarios y las instituciones y organizaciones. Pero la opinión pública, en cualquier caso, también puede concebirse como un mecanismo de control de los procesos de deliberación social (Noelle – Neumann, 1995). De hecho, como explica Castells (2017), la concepción habermasiana establece un espacio ideal en que los ciudadanos se informan y discuten las propuestas originadas al interior de los medios; sin embargo, lo que sucede, más bien, es que los ciudadanos tienden a confirmar sus opiniones desde los medios que consultan, con lo cual los procesos de deliberación se diluyen a favor de los sesgos que difunden los medios, y con los que concuerdan las audiencias. Y esto no solo sucede en los medios. La participación de los usuarios en las plataformas en línea no tiene por qué darse en un marco deliberativo, de revisión crítica de los problemas comunes, sino que, por el contrario, autores como Acebedo (2015) han observado que los aportes -en espacios como los comentarios de las noticias- se vinculan más bien con “la disputa simbólica por la hegemonía política” (p. 198), o como manifestaciones de polarización y de odio (Montaña, González & Ariza, 2013). En el contexto del siglo XXI, la vigilancia y la manipulación de la opinión pública se ha ido intensificando


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mediante el establecimiento de mecanismos artificiales que simulan la participación de los usuarios, como las fake news o los bots, entre otros. Unos mecanismos cuyos efectos en las sociedades, como apuntan Lazer et al. (2018), apenas conocemos todavía, aunque cobran especial relevancia porque se consideran un “fenómeno global y generalizado” (Bradshaw & Howard, 2017, p. 3), utilizado por los distintos países para tratar de influir en la opinión pública, bien de sus sociedades, bien de otros contextos. Pero, en cualquier caso, y a pesar de los problemas enumerados -que podrían ser, en última instancia, extensibles a otras esferas de la comunicación y la participación social, y no solo a aquellas mediadas por la tecnología-, el trasvase de los usuarios hacia las plataformas en línea es abrupto en el caso de los usuarios más jóvenes, y progresivo, en el caso de los mayores. Ello obliga a los medios de comunicación a escenificar una mayor creatividad (Zeng, Dennstedt & Koller, 2016), aunque también a replantear la conceptualización que los identifica, en aras de transformarlos en plataformas más innovadoras, más apetecibles, más abiertas al diálogo con las necesidades de los usuarios que los secundan. Precisamente, mientras se redactan estas líneas, se percibe una primera tensión entre unos medios concebidos para un espacio público fuera de línea y otros que se han constituido alrededor de lo digital, como fruto de una transformación social que conllevan aparejadas las innovaciones tecnológicas. Al mismo tiempo, se percibe una segunda tensión entre las demandas de la ciudadanía de profundizar la deliberación en las organizaciones e instituciones -para las cuales los instrumentos persuasivos convencionales han perdido la


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eficacia-, que sustituyen la participación social a favor de estrategias activas de posicionamiento. Y también se observa una tercera tensión en internet, como espacio en disputa en que convergen medios de comunicación, grandes plataformas tecnológicas, organizaciones e instituciones comerciales y políticas, y en que colisionan intereses diversos y a menudo contrapuestos. Pero internet también es un espacio construido e identificado con unos ciudadanos cada vez más informados, en donde unos grupos más vulnerables -por disponer de un mayor acceso a los medios o a las plataformas-, coexisten con otros más resistentes a los manejos mediados por los intereses espurios, centrados en la monetización de la participación, en la extensión de las redes de influencia, en la distorsión de la deliberación. En el trasfondo de estas tensiones se percibe el choque entre una concepción cultural asentada en el siglo XX -la comunicación de masas-, y, a la vez, una concepción cultural emergente, sobre la cual trata de documentar este libro. Las siguientes páginas se han escrito a partir de una experiencia de tres años de estudios y de reflexiones sobre la relación entre medios digitales, participación y opinión pública, dentro del proyecto “Esfera pública y participación ciudadana”, financiado por la Universidad del Rosario (Colombia). Un fenómeno tan complejo como el que lleva por título exige una explicación basada en la interrelación entre teorías, descripciones históricas y resultados empíricos; sin embargo, abarcar todos los aspectos de la relación entre los medios digitales, la participación y la opinión pública resulta una tarea imposible, particularmente porque, al escribir estas páginas, están apareciendo nuevos problemas y soluciones;


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luego, cobran pleno sentido las palabras de Moreno (2008), cuando asegura: “El ideal de una teoría plenamente acabada de la comunicación es una verdadera utopía” (párr. 20). Y, aunque parece una utopía tratar de examinar las relaciones desde todos los ángulos posibles, cada uno de los capítulos se encarga de aportar unas claves distintivas: en el primero de ellos, antes de abordar el estudio de la ciberesfera, trazaremos una panorámica histórica, con el fin de visualizar las transformaciones por las que ha atravesado la comunicación hasta el momento actual, ya con la generalización de internet. En el segundo capítulo, se profundizarán los cambios en los procesos de emisión y recepción del mensaje, para en el tercero abordar las transformaciones que ha sufrido la relación entre los medios de comunicación y las audiencias. Por último, en el cuarto capítulo se ofrece una panorámica sobre los intentos de apropiación organizacional del ciberespacio, así como alrededor de las innovaciones basadas en la automatización de los sistemas de comunicación contemporáneos, hasta llegar a las conclusiones de todo lo anterior. 1.1. Medios de comunicación y participación social: una panorámica histórica Como anotábamos en las páginas anteriores, la participación se ha ido desarrollando en función de las características y las facilidades técnicas y culturales de cada época. En cada periodo histórico, y a tenor de los avances disponibles, se ha ido canalizando y readaptando el discurso


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social: “<...> cada época plantea desafíos a resolver en el campo tecnológico y de mercado que terminan en la configuración de estructuras propias de acuerdo a los respectivos desafíos” (Castellanos, 2016, p. 37). Dentro de los procesos de participación, la información, históricamente, ha poseído un valor estratégico instrumental. Su uso ha sido clave, bien para el mantenimiento de la cohesión social -habitualmente, mediante distorsiones y omisiones propiciadas por las élites gobernantes-; bien para la transformación y la innovación política y cultural; bien para el enriquecimiento de los imaginarios, a través de un acercamiento de otras ideas o formas de ver el mundo. En las siguientes páginas, se ofrece un recorrido desde los orígenes de la información, con el fin de contextualizar los cambios y desafíos propuestos por las innovaciones tecnológicas del siglo XXI. Muchos de los desarrollos técnicos relacionados con la prehistoria de los medios de comunicación se deben a China, de donde proceden inventos como el de la tinta (2500 a. C.), el papel (105 a. C.), o el papel reusable (1041 d. C.). Aunque la difusión informativa permaneció oral durante largo tiempo, la dinastía Chou (o Zhou) creó una gaceta imperial alrededor del año 600 a. C., la cual se empleaba para divulgar edictos o proclamaciones: son los llamados Dibao, unos reportes manuscritos, solo accesibles para los oficiales, que difundían los temas de la actualidad del Imperio, así como los anuncios estatales; eso sí, la escritura de los mismos introducía una hibridación literaria: “Las convenciones de la época dictaban que las comunicaciones de la corte imperial tomasen la forma de ensayos literarios y clásicos, en vez de la


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forma de reportear que tenemos hoy en día” (Green, 2003, p. 275). Lo interesante de estos manuscritos es que principiaron una interconexión entre las provincias y las regiones con la capital, contribuyendo a una mayor cohesión, además de ejercer una labor documental como huellas de su periodo, fragmentos que recogen la memoria de la vida pública de su tiempo. En China, a diferencia de en Europa, la palabra escrita tenía una gran importancia durante la antigüedad imperial. Por ejemplo, entre tres y cuatro de cada 10 hombres, y sobre 1 de cada 10 mujeres, sabían leer, unos porcentajes que se alcanzarían en Inglaterra en el siglo XVIII (Salazar, 2015, p. 82). De acuerdo a este autor, la gente común manejaba textos distintos a los de las élites, en que se simplificaba el estilo y el vocabulario. Por el lado occidental, en el Imperio romano fueron muy populares las llamadas Actas Diurnas (59 a. C. – 222 d. C.), las cuales “<…> consistían en una serie de tablones expuestos en los muros del palacio imperial o en el foro, en los que se recogían los últimos y más importantes acontecimientos sucedidos en el Imperio” (Bernabéu, 2016, p.1). Estos mensajes públicos, escritos sobre piedra o metal, no se vendían y, en cambio, se instalaban en las zonas de máxima afluencia, custodiadas habitualmente por soldados, para evitar posibles manipulaciones. Eran la palabra escrita del Estado: solían informar sobre cuestiones políticas o sociales, como nuevas leyes, matrimonios, noticias de sucesos de los rincones del Imperio, entre otros. Además, había una modalidad local, denominada Acta Diurna Urbis (García


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Barcala, 2018, 28 de enero), también de carácter oficial, tematizada por las cuestiones micro de los distintos enclaves del Imperio. De esta manera, en las Acta Diurna Urbis se difundía un repertorio de sucesos, de avatares, de edictos.

Fig. 1. Las Actas Diurnas del Imperio romano: antecedentes de los medios de comunicación occidentales

Fuente: García Barcala (2018, 28 de enero)

Más adelante, en la medida en que fue ampliándose el Imperio, surgió la necesidad de transportar la información de forma más eficiente. Por ello, las Actas Diurnas empezaron a ser copiadas en papiro y comercializadas en otras partes del Imperio. Y, aunque enfatizaban y sobredimensionaban


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los acontecimientos relacionados con la ciudad de Roma, lo cierto es que el avance técnico propuesto por el papiro -es decir, de la piedra al papel primigenio-, ayudaba a crear un imaginario común y una identidad cultural propia (Wright, 2016). Las Actas Diurnas, si bien eran documentos construidos alrededor de los intereses del Estado romano, resultaron fundamentales para el estímulo de la participación ciudadana en Occidente, debido a cuatro aspectos: en primer lugar, estimularon una expectativa por la actualidad, en un doble eje Imperial-local, de modo que favorecieron un mayor reconocimiento del entorno, dentro del entorno imperial común. En segundo lugar, fomentaron una centralidad de la información, al situar a la información en el epicentro de la vida pública de las ciudades. Dicha centralización, posteriormente, se iría fragmentando en una multiplicidad de mecanismos de adquisición y transferencia, esto es, aquellos ciudadanos que no sabían leer, recibían las noticias gracias a mecanismos orales (pregoneros, voceros oficiales, difusión boca a boca), así como desde otros artefactos y dispositivos culturales, como las obras de teatro. De hecho, la oralización sería una constante no solo propia del Imperio romano, sino en general característica de los siglos sucesivos. En el caso que nos ocupa, la divulgación dio pie a la emergencia de unos nuevos profesionales encargados de transmitir la información de un lugar a otro:


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“<...> los “Praeco” eran pregoneros que recorrían la ciudad comunicando noticias oralmente. Existieron también otra clase de pregoneros, como los “Strilloni” que comunicaban información y publicidad comercial y los “Subrostani”, que vendían la información que poseían, como lo hacen las agencias de noticias actuales”. (García, 2015, p. 16) Los pregoneros, asimismo, a menudo actuaban también como corresponsales de importantes personajes, además de que podían ser contratados para dañar alguna reputación mediante libelos (Díaz Noci, 1999). Todos estos indicadores señalan la importancia de la opinión pública en tiempos romanos, al tiempo que subrayan el decisivo papel arbitral que se estaba configurando asociado a la información y, sobre todo, al acceso a las fuentes y a la representación de las mismas. En tercer lugar, la falta de espacio de los soportes empleados para imprimir las Actas Diurnas motivó la necesidad de concentrar la narración en la descripción de los hechos esenciales, con lo cual se estaba dando paso a un tipo de escritura distintiva, más instrumental y menos ornamental que la literaria -su antecedente inmediato-, que se iría perfeccionando y profesionalizando con el paso de los siglos. En el Satiricón -una novela satírica de un autor romano llamado Petronio-, se ofrece en un pasaje la lectura de una de estas Actas Diurnas; fíjense en la estructura sincopada de la enumeración:


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“Pero un empleado interrumpió su pasión por el baile leyendo e imitando el diario de la ciudad: 26 de julio. Treinta niños y cuarenta niñas nacieron en la finca de Cumae, que es de Trimalchio. Se llevaron 500,000 fanegas de trigo desde la era hasta el granero. Se introdujeron quinientos bueyes. En la misma fecha, el esclavo Mitrídates fue llevado a la crucifixión por haber condenado el alma de nuestro señor Cayo. En la misma fecha: diez millones de sestercios que no pudieron ser invertidos fueron devueltos a la caja fuerte. El mismo día: hubo un incendio en nuestros jardines de Pompeya, que estalló en la casa de Nasta el alguacil”. (Petronio, Satiricón, cit. por Wright, 2016, p. 153) En la descripción anterior, destacan los hechos que se encadenan con una escasa hilación; la contextualización temporal; la falta de adjetivación; la precisión de las cifras; la alusión a los lugares; y el intento de involucrar a los ciudadanos en el Estado, mediante el aporte y la explicación de temas públicos que, por ello mismo, afectan a la mayoría. Pero, y en cuarto lugar y más importante, las Actas Diurnas, entonces, junto con los mecanismos orales de transferencia, y con la racionalización y la transparencia asumida por parte del Estado, fueron propiciando una interpretación social de la información oficial. Ante la falta de soportes mediadores entre los gobernantes y los ciudadanos, éstos últimos convirtieron a las ciudades en interfaces capaces de recoger la crítica, la denuncia social, para promover


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recomendaciones, difundir anuncios o convocatorias y divulgar caricaturas, entre otros. Las ciudades, desde ese punto de vista, prolongaban la significación y la interpretación de la información oficial de las Actas Diurnas y de la divulgación oral; sus murallas registraban el intercambio entre quienes las habitaban, como un antecedente claro de lo que más adelante describiremos como contenido generado por el usuario, muchos siglos después, ya con internet. Las paredes, como enclaves participativos, ofrecían un repertorio de aportes ciudadanos, anotaciones anónimas o firmadas, textuales o gráficas -en el caso de las caricaturas-, orientadas a la acusación pública por determinadas malas prácticas de un representante público, anuncios o invitaciones, contenidos difamatorios o expresiones del malestar o de la alegría que, finalmente, son características de las comunidades. En las murallas de Pompeya (siglo VI a. C.), una ciudad sepultada por la precipitada erupción del volcán Vesubio acaecida en el año 79 d. C., se han conservado intactos muchos de estos ejemplos de participación, de estos comentarios inscritos por los ciudadanos y que aportan una contextualización de la intrahistoria o historia interna de la ciudad, una injerencia de lo privado en lo público:


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Fig. 2. Ejemplos de inscripciones en las murallas de Pompeya (siglo VI a. C.) “Ampliatus Pedania es un ladrón” “Teófilo, no les hagas sexo oral a las chicas apoyadas en la muralla como si fueras un perro” “Aufidus estuvo aquí, adiós” “La vida es incierta para un pobre cuando un rico codicioso vive cerca” “Restitutus ha engañado a muchas chicas muchas veces” “Floronio, soldado muy bien dotado de la Séptima Legión, estuvo aquí. Las mujeres no lo sabían. Solo seis se enteraron, muy pocas para un semental como él” Fuente: Pardo (2017, 20 de diciembre) Además de las inscripciones en las ciudades, uno de los hallazgos del Imperio romano fue la conexión de los territorios en los que tenía influencia a través de un avanzado sistema de calzadas. Para Bowman & Clark-Gordon (2017), la Vía Apia -una de las rutas más importantes que atravesaba Italia-, puede entenderse como una forma primigenia de red social, gracias a su poder de fomentar una interacción entre distintos pueblos mediante el intercambio comercial y cultural. Con la caída del Imperio romano (siglo V d. C.), muchas de las rutinas ideadas y desarrolladas durante este periodo fueron apropiadas y potenciadas durante la Edad Media (siglos V – XV), el periodo histórico que se sucedería con la fragmentación imperial en una miríada de reinos. Con esta segmentación territorial, se fracturó la necesidad de acuñar una identidad común a través de la información pública, es decir, las Actas Diurnas fueron sustituidas por distintos


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mecanismos dependientes de los distintos gobiernos. La Edad Media fue la época dorada de la oralización, porque, como explica Rizzini (1977), “los pocos individuos que sabían escribir no tenían cómo, ni a quién hacerlo” (p. 11). La información, durante buena parte de la Edad Media, se difundía oralmente en enclaves públicos, como las plazas, alrededor de los conventos, las tabernas y los hostales (Casado, 2008). Al mismo tiempo, las ciudades incorporaban mensajes explícitos -inscripciones en las murallas, similares a las de Pompeya-, u ocultos, enlazados a las obras artísticas, como las esculturas o las pinturas, cuya narrativa, en muchos casos, se asemejaba a una narración gráfica o cómic. Asimismo, durante la Edad Media comenzó a ocupar un gran protagonismo el correo mercantil, el cual se desarrolló como una necesidad asociada a minimizar la incertidumbre económica. Como describe Bernabéu (2016), en este periodo los negociantes redactaban unos manuscritos denominados Avisos: “Consistían en cuatro páginas escritas a mano, que no llevaban título ni firma, con la fecha y el nombre de la ciudad en que se redactaban” (p. 17). Los Avisos difundían noticias de marineros y peregrinos, que eran de suma importancia para conocer el estado de los territorios, qué productos o manufacturas se percibían como necesarios, qué amenazas o peligros debían tenerse en cuenta, entre otros. También aparecieron unos documentos técnicos llamados Price-courrents, que ejercían una función de catálogos o de información de servicio, ya que aportaban información práctica, como los precios de las mercancías o el horario del transporte marítimo, por citar algunos (Bernabéu, 2016). En paralelo, los pregoneros de la época romana se transformaron en los trovadores y juglares medievales: los


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primeros, compositores, solían asociarse a los altos estamentos de la época, como explica Ventura (2012), tanto por recibir de ellos el estipendio o protección, como por los temas, más cultos, que abordaban. Los segundos, en cambio, además de transportar mensajes, también ejercían una función lúdica, con el recitado o la composición de poesía, canciones o tocando instrumentos musicales (Tamayo, 2007); de acuerdo a esta autora, los juglares actuaban para las minorías de los castillos o los conventos y, sobre todo, en espacios públicos abiertos, al interior de las ciudades, donde gozaban de gran popularidad por sus vidas bohemias y por su ingenio. Los juglares ejercieron una importancia capital instruyendo a la gente en las plazas públicas, y llevando mensajes de un territorio a otro; lejos de introducir solo una función meramente estética, muchas de sus composiciones tenían una ética, una crítica social, que provocaba una reacción inmediata en los públicos asistentes. En ese sentido, los señores feudales se encargaron de aprobar ordenanzas para prohibir o censurar sus burlas, de expulsarlos o de aplicarles distintas multas o penas (Ventura, 2012). 1.2. La invención de la imprenta: de la emoción de lo desconocido a la racionalización del conocimiento A partir de 1440, cuando Johannes Gutenberg inventa para el mundo occidental la imprenta de tipos móviles, surgió, como asegura Drucker (2000), “la primera de las revoluciones tecnológicas” (p. 27), que se refleja en los desorbitantes números que dieron paso al ingenio: de 1440 a 1490, se imprimieron cerca de 7000 títulos en 35000 ediciones. Según este autor, la principal clave de la imprenta


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fue el abaratamiento de los costes de producción editorial, en una industria artesanal que hasta ese momento se desplegaba mediante la copia manuscrita, esencialmente gracias a la labor de monjes amanuenses. La imprenta, a pesar del enorme poder transformador de la cultura europea, había sido desarrollada en China varios siglos antes. En concreto, Salazar (2015) indica que, al menos desde el siglo VI, se empleaba en este país la llamada “xilografía” (p. 83), que consistía en la utilización de unos moldes para la impresión seriada sobre madera de bambú u otros materiales, tal y como se aprecia en la siguiente imagen: Fig. 3. Textos impresos en láminas de bambú en China

Fuente: Museo de Historia Natural de Shanghái (China); foto propia


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La diferencia entre la xilografía y el invento europeo estriba en la utilización de los tipos móviles, los cuales permiten combinar las letras para generar impresiones seriadas sin tener que emplear una infinitud de moldes (uno por palabra); esta perspectiva es útil para las lenguas derivadas del latín, pero en el caso chino los tipos móviles no resultan necesarios, dado que ese idioma carece de letras (Salazar, 2015), y la escritura se concibe a partir de ideogramas. En poco tiempo, la imprenta de tipos móviles propició profundos cambios en el pensamiento europeo, gracias tanto a la aceleración del tiempo de producción de las obras, como con la multiplicación del conocimiento disponible. Mediante el uso estratégico de este dispositivo tecnológico, se extendió el protestantismo, fue posible la literatura moderna, se consolidaron las lenguas romances -dado que la mayor parte de las obras copiadas por los amanuenses eran en latín (Thompson, 1998)-, y se produjo una mayor deliberación pública y, con ello, aparecieron -y, sobre todo, se apropiaron de forma masiva-, nuevas conceptualizaciones del Estado (Drucker, 2000). Con todo, los cambios que trajo la imprenta fueron progresivos, porque como explica Infelise (2005), los manuscritos coexistieron con los textos impresos, particularmente para evitar los controles establecidos -de carácter religioso y político-, sobre la obra producida en la imprenta. No olvidemos que los Estados regulaban el acceso a la imprenta mediante timbres o impuestos, así como con licencias que regulaban el ordenamiento de este dispositivo de reproducción (Barredo, 2017). En el caso de los manuscritos, existían unos profesionales -los copistas-,


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que se encargaban de duplicar las cartas e informes para extender su propagación. Con la imprenta emergieron varias figuras novedosas: el editor -encargado de cuidar la impresión de la obra-, y el lector no especializado, es decir, distinto de los políticos o de las élites financieras y comerciales; también apareció el compilador profesional (Infelise, 2005), que ejercía una labor de selección y redacción de informes periódicos dirigidos a embajadores y miembros de las cortes de esa época, a cambio de un pago. Asimismo, surgió un nuevo concepto a partir de la obra reproducida, el de los derechos de autor. Según Díaz Noci (1999), el periodismo comenzó a consolidarse desde la interrelación de estos factores, a través de “la posibilidad de producir copias exactas unas de otras y difundirlas” (p. 6). No por casualidad, el primer periódico europeo, el Nuremberg Zeitung (1457), se inauguró apenas unas décadas más tarde de la invención de Gutenberg. Con todo, la generalización del acceso a la letra impresa quedó reservada a las minorías europeas, en tanto que las mayorías seguían siendo analfabetas. Pero el poder liberador de la participación que propuso la imprenta se debió a un enfoque multiplataforma: lo oral convivía con lo escrito, lo escrito se difundía desde otros mecanismos de apropiación, como el teatro, la música, la poesía, entre otros. De igual forma, la plaza de las ciudades se convirtió en una portada o revista en la que circulaban las noticias traídas por viajeros o agentes comerciales, profesionales de la escritura y copistas, entre otros (Infelise, 2005).


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Otro aspecto que potenciaría al incipiente periodismo fue la aceleración paulatina del tiempo, motivada por las mejoras progresivas del servicio postal (Díaz Noci, 1999), asociadas tanto a los prolegómenos de la globalización económica, como a una reagrupación de los territorios en unos contornos geográficos, en el caso de Europa, similares a los actuales. Las mejoras en los servicios postales contribuyeron a trazar un calendario o cronograma estable de entregas (Infelise, 2005), con un acortamiento de los tiempos de reparto. Esto mismo sucedió, asimismo, en otras partes del globo, con lo que se empezaron a sentar las bases de una red globalizada de comunicación. En China, por ejemplo, hacia el siglo XVI existía una extraordinaria red de mensajeros, enlazados a través de unos enclaves estratégicamente construidos en las calzadas; la eficiencia de este servicio de comunicación era tal que, como describe Salazar (2015, p. 82), ante cualquier emergencia, “un sistema de relevos cubría 575 kilómetros en veinticuatro horas”. Era un servicio estatalizado y al servicio del emperador, pero que ayudaba a interconectar los territorios de este vasto país. En el caso de la América prehispánica, durante el Imperio Inca (siglos XV y XVI) la información viajaba de un punto a otro gracias a los chasquis, unos mensajeros que, además de encomiendas, portaban información (Echegaray, 2017, 25 de abril); de acuerdo a esta fuente, los chasquis realizaban turnos de 6 a 12 horas y, a menudo, empleaban el llamado quipu, un sistema de escritura gráfica que almacenaba los datos mediante una intrincada codificación de nudos. En ocasiones, los mensajes se intercambiaban oralmente de un


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chasqui a otro, sin detener la carrera, con el fin de optimizar tiempo, dependiendo de la gravedad del asunto. En conjunto con los cambios en el tiempo, fruto del desarrollo de estos servicios postales hubo interesantes cambios en el espacio, ya que, del siglo XV al XVII, se produce tanto una multiplicación de las fuentes informativas disponibles, como, sobre todo, una ampliación de los públicos lectores. Los diarios comienzan a circular no solo a través de las cortes europeas, sino que son recibidos por otros públicos, como la burguesía o las clases populares (Langa, 2010). En este momento, además, se favorece la profesionalización del periódico como modelo de negocio; de hecho, los periódicos crearon el concepto de “suscriptores”, una distinción social que empieza a delimitar la posterior comunicación de masas (National Geographic, 2016, 10 de octubre). También se instala una división del trabajo dentro de los periódicos (Díaz Noci, 1999), con una diferenciación entre las profesiones técnicas -como la de los impresores-, de las propiamente narrativas, relacionadas con la redacción de textos. Sin embargo, como campo profesional, el periodismo se concebía todavía como una práctica no profesionalizada: los tratados de la época no lo incluían, al encontrarse aún en un momento de configuración (Rodríguez, 2016). A menudo, los editores bien carecían de estudios, bien procedían de ámbitos afines, mediados por la expresión escrita, como la literatura o la abogacía, entre otros. Por parte de los lectores, los hábitos de lectura de los primeros periódicos se asocian con la inauguración de espacios colectivos, como salas de lectura o clubes (National Geographic, 2016, 10 de octubre), desde los cuales se fragua una mayor participación a través


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del rol mediador de los medios de comunicación. Estos espacios también estaban justificados por el alto coste inicial de los periódicos, que determinaba la necesidad de habilitar lugares para su consulta pública. Las mujeres –anteriormente excluidas de la vida en sociedad, relegadas a su labor de madres y esposas-, constituyen uno de los principales públicos lectores a partir del siglo XVIII, conformando comunidades de lectoras suscritas a series noveladas, distribuidas a través de los periódicos. Desde finales del siglo XVII al siglo XVIII, aumentan considerablemente las nuevas opciones informativas (Díaz Noci, 1999). Algunos autores, incluso, sitúan al siglo XVII como el primer antecedente de la “cultura de masa” (Infelise, 2005, p. 41), ya que algunos ámbitos tradicionalmente reservados a las élites -como la política-, comenzaron a ser discutidos de forma mayoritaria y pública, en las plazas y en las calles de las ciudades. La lectura, en el marco de la llamada Ilustración, se asocia al espíritu de los tiempos: la razón, la formación, la discusión pública, gérmenes de la Revolución Francesa (1789) y de muchas de las tensiones sociales de la época. Los periódicos trasladan la participación de las calles: se van polarizando en función de unas opciones políticas u otras, introducen análisis en pro del bienestar colectivo, de una mayor racionalización de aspectos variados como la industria, la agricultura y el urbanismo. Los periódicos, ante las ventas cada vez más elevadas, comienzan a introducir otros géneros dentro de sus páginas, como la novela por entregas, las crónicas de viajes y la publicación de poesía, entre otros (Rodríguez, 2016).


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Pero, al mismo tiempo, en el siglo XVIII se impulsa el patrocinio (Díaz Noci, 1999), el cual financia la publicación de periódicos encargados de difundir los ideales de la Ilustración, esto es, la enseñanza social, la discusión seria y cercana a la de un journal científico, dirigida a fomentar la deliberación entre las minorías intelectuales. Por ello, aparece una mayor diversidad de colaboradores dentro del medio: el político, el filósofo, el jurista, el militar, por citar algunos. En general, los periódicos tenían de cuatro a ocho páginas (González, 2002), solían carecer de ilustraciones y poseían una escasa división en secciones. El editor a menudo solía ser también redactor y propietario: las cabeceras, a menudo, se constituían como negocios familiares. De igual manera, las librerías adquieren una gran importancia: son los centros que estimulan el desarrollo del conocimiento, el cual impacta fuertemente en la construcción del discurso político de la época. Para paliar el problema del analfabetismo -todavía muy extendido-, había lectores que “leían” las noticias en público, a cambio de unas monedas, es decir, se oralizaban los textos informativos para alcanzar una mayor difusión (National Geographic, 2016, 10 de octubre). Por ejemplo, en España, los ciegos, desde 1727, podían vender gacetas e impresos, además de participar activamente como transmisores orales; algunos de ellos colaboraban con el poder, si bien también hubo figuras transgresoras (Iglesias, 2016): “El texto del pliego era cantado o recitado mientras la copia impresa estaba siendo vendida, y esta distribución en la calle, en el mercado, en la taberna o en la feria <…> es un factor muy considerable de las street ballad <…>” (p. 83).


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Con las iniciativas anteriormente indicadas, se amplían los públicos y, por consiguiente, se promueve un mayor acceso a los medios. Pero también surgen publicaciones a contracorriente, que aprovechan la apropiación de la imprenta para potenciar la ridiculización de las élites gobernantes, o la emancipación de los movimientos políticos y sociales que emergen al calor de la revisión propuesta con la racionalización de la vida pública. Estos piratas editoriales, por tanto, favorecían la propagación de un discurso revolucionario o radical, incentivaban la divulgación de obras antirreligiosas, o de obras censuradas. Ante la dificultad creciente de contrarrestar una incipiente cultura underground, popular, masiva, impresa, y ante la inutilidad de legislar a favor de la prohibición de esos medios, los gobiernos tuvieron que intensificar la presencia del Estado mediante la creación de medios afines, o a través de un intento de controlar la información impresa con la imposición de una fiscalidad específica (Infelise, 2005). Un ejemplo de lo anterior sucedió en Inglaterra, en donde se aprobó la llamada Stamp Act (1712), que imponía el coste de un penique por hoja impresa y un chelín por cada anuncio (Landa, 2010); la ley fue reformada en 1724, 1756 y 1775 y, finalmente, derogada en 1855. Con cada reforma, se incrementaba el impuesto a pagar, algo que dificultaba la adquisición de los periódicos por parte de la gente con menos recursos. Los periódicos debían incluir un “sello” para mostrar así el pago de este impuesto. De esta forma, el Estado se reservaba no solo la exclusión de los diarios menos pudientes -con lo que se favorecía la progresiva concentración de medios, más fácilmente controlables-, sino también la posibilidad de impedir que los periódicos que manifestaran posturas a la contra siguiesen publicando sus contenidos transgresores.


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Más que acatar la postura oficialista, los editores ingleses de periódicos radicales decidieron no pagar el impuesto, como por ejemplo el The Republican, cuyo dueño -Richard Carlile-, fue encarcelado por blasfemia y sedición. Tras la encarcelación, su esposa, Jane Carlile, se ocupó de continuar con la publicación, hasta que en 1821 fue también encarcelada, como también su cuñada, Mary Carlile, a los seis meses de editar el medio. Desde la cárcel, los Carlile pidieron ayuda financiera y, en respuesta, recibieron tanto un donativo de £500 a la semana, como la presencia de voluntarios para el reparto de la publicación impresa: un total de 150 hombres y mujeres que, posteriormente, fueron encarcelados por vender el periódico. En la década de 1830, otros editores decidieron dejar de pagar el impuesto, siguiendo a los Carlile, lo que conllevó numerosas penas de cárcel y multas. Esta persecución del Estado hacia los medios disidentes se explica por la popularidad que tenían ante grandes grupos poblacionales, que se veían representados tanto por los temas, como por un estilo más desenfadado que el de los periódicos vinculados a los intereses de las élites. Dos de los periódicos sin el sello -Poor Man’s Guardian y Police Gazette-, vendían en un día más copias que The Times -uno de los medios más reconocidos-, en una semana (Simkin, 1997), de modo que los seis periódicos extraoficiales llegaban a alcanzar hasta 200.000 ejemplares semanales. Hacia 1836, el cisma social y político, provocado por unas élites que habían ido perdiendo la legitimidad ante la gente, propició el debate de abolir los impuestos. En ese momento, la preocupación fundamental del gobierno inglés era hasta qué punto una prensa sin impuestos alcanzaría unos menores niveles de radicalización, dado que ésta podía


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entenderse como una respuesta ante las presiones económicas y judiciales a las que se sometía a los editores. En 1849 se creó el Newspaper Stamp Abolition Committee, una sociedad que proponía la abolición de los impuestos y la libre circulación del conocimiento. Hacia 1855, finalmente, la Stamp Act fue derogada, en un momento en que los hábitos de lectura se habían convertido en más individuales que colectivos. Entre tanto, uno de los hechos fundamentales propiciados desde aproximadamente el siglo XVII fue la inauguración de los primeros periódicos en las colonias europeas. Antes y durante buena parte de las décadas que siguieron a la invención de la imprenta, el sistema de información se trazaba según un “esquema informativo piramidal” (Salazar, 2015, p. 85), que incluía censura directa, un predominio de las fuentes oficiales y una manipulación de la información, en función de los intereses del Estado (que a menudo se confundían con los intereses de la aristocracia, de las élites financieras o gobernantes). Desde el enfoque de estas sociedades, el poder y el privilegio habían sido concedidos como gracias divinas. Y, por consiguiente, cuestionar el poder establecido equivalía no solamente a un problema de dimensiones políticas, sino a un conflicto con el propio más allá: significaba dudar de Dios. Pero, incluso en estas sociedades predeterminadas por la amenaza y socavadas por la autocensura, la participación social se filtraba desde los canales disponibles: el arte, el boca a boca, el desarrollo de una prensa crítica ideada y difundida por personas que solían terminar arruinadas o en la cárcel por cuestionar los orígenes confusos y divinos de los poderes establecidos. No por casualidad, la imprenta, como principal artefacto tecnológico, estuvo durante buena parte de su historia bajo el monopolio de los Estados. Se trataba,


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en cualquier caso, de evitar la expansión de un discurso disidente, activo, movilizador, como finalmente sucedió. En 1690 apareció en Estados Unidos el periódico Publick Occurrences Both Forreign and Domestick, considerado el primer diario nativo americano, un periódico que constaba de 4 páginas, de las que 3 eran contenidos promovidos por su dueño -Benjamin Harris-, y 1 estaba en blanco, con el fin de que los ciudadanos redactaran a mano los contenidos que consideraban importantes (López, 2017, 25 de septiembre). Dado que el periódico era mensual, se pretendía de esta forma tan interesante que otros lectores, al recibir el medio, leyesen no solo las noticias brindadas por la redacción, sino también las escritas por los propios lectores. Como describe López (2017, 25 de septiembre), Publick Occurrences Both Forreign and Domestick solo duró un número, debido a las críticas del editor a la postura belicista del rey Guillermo III. Posteriormente, en Estados Unidos se inauguró The Boston News-Letter (1704), un periódico que contaba con la autorización de la metrópoli. Sin embargo, en 1765 se extendió la Stamp Act a las colonias británicas, que gravaba cualquier insumo de papel con este impuesto (Bosch, 2019). Este incidente, como explica la autora, produjo una reacción de protesta entre las élites coloniales, que se encargaron de distribuir todo tipo de materiales impresos para denunciar el atropello. Finalmente, en 1766 el Parlamento británico retiró la ley impositiva, pero este primer disenso mostró la vulnerabilidad del Estado y su decreciente influencia en las colonias. De igual manera, hasta 1783 -año de la independencia de Estados Unidos-, el protagonismo de la letra impresa fue esencial en el proceso revolucionario.


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Textos como Common Sense (1776), de Thomas Paine, alcanzaron un extraordinario protagonismo y ejercieron una labor indispensable para “convencer a muchos sectores de la población americana de que la única solución era la independencia inmediata” (Bosch, 2019, p. 23). La ruptura de los imaginarios fue el primer paso para alcanzar la emancipación política. De igual modo, en el caso del Virreinato de Nueva Granada -que incluía a Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá y Guayana-, la independencia con respecto de España comenzó a fraguarse, progresivamente, a partir de 1741, cuando según algunas fuentes (la fecha es confusa), la compañía jesuita introdujo en esta colonia la primera imprenta (Barredo, 2017). Hasta ese momento, la opinión pública en dicha región únicamente podía informarse, por un lado, a través de la prensa impresa y remitida desde la metrópoli; y, por el otro, mediante el empleo de mecanismos oralizantes de participación, tales como los sermones, las cartas y los rumores. Esta falta de perspectivas locales fomentaba el control sobre la información impuesto por la España borbónica, causaba una desconexión de los problemas propios, así como una interconexión desactualizada (por el tiempo en que tardaban en llegar las noticias), sobre los propios hechos acaecidos en Europa.


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Fig. 4. Cronología de la imprenta en Colombia (1741 1815)

Fuente: Barredo (2017, p. 416) En 1785, apareció el que se considera primer periódico de la historia de Colombia, el Aviso del Terremoto, con el que se buscaba informar sobre los daños y los fallecimientos causados por el terremoto de la ciudad de Bogotá, tras el movimiento telúrico acaecido ese mismo año; se publicó en tres partes el día 12 de julio de 1785, con una autoría anónima (Barredo, 2017). Ese mismo año, apareció también, de forma anónima, la Gaceta de Santa Fe, de la cual se publicaron tres números entre el 31 de agosto y el 30 de septiembre de 1785, para recoger las noticias sobre el terremoto ocurridas en otros lugares.


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Seis años después, en 1791, se creó el Papel periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, una de las publicaciones pioneras en el país, de carácter generalista, fundado por Manuel del Socorro Rodríguez, el 9 de febrero de 1791 -por orden del Virrey Ezpeleta-, que circuló hasta el 6 de enero de 1797. Tenía 8 páginas y se difundía los viernes: se publicaron 265 números. Fue un punto de encuentro para las élites de la época: entre sus suscriptores estaban José Celestino Mutis, Antonio Nariño y Manuel Villavicencio, entre otros. En 1801, el Correo Curioso, erudito, económico y mercantil -fundado por Jorge Tadeo Lozano y un pariente (Luis Azuola y Lozano)-, se editó del 17 de febrero al 29 de diciembre de 1801, hasta alcanzar la cifra de 46 ejemplares. Incluía temas especializados sobre gobierno, administración y economía y, con un enfoque eminentemente ilustrado e integral, ejerció una influencia clave en la activación de la opinión pública. Por su parte, el Semanario del Nuevo Reyno de Granada, editado por Francisco José de Caldas entre 1808 y 1810, fue un periódico de divulgación científica, que incluía temas diversos: agricultura, economía y ciencias exactas, entre otros. Con una vocación didáctica, se centraba en abordar cuestiones útiles para el desarrollo neogranadino, enfatizando en la perspectiva local. Además de la creación de estas publicaciones, con la llegada de la imprenta en el siglo XVIII, la posibilidad de reproducir la información en serie benefició la aparición de otros formatos impresos que fueron fomentando un mayor acceso al conocimiento, una identidad nacional, una


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desconexión simbólica con la metrópoli, que fue respondida por los españoles con la imposición de sanciones y la impresión de contenidos afines. Las hojas sueltas, por ejemplo, eran documentos no seriales (Guarín, 2012), difundidos coyunturalmente, que solían pegarse en las paredes, o que se dejaban en sitios públicos como las tiendas de comestibles, por ejemplo, para ser distribuidas gratuitamente. Estas hojas sueltas publicaban todo tipo de asuntos teológicos, militares, o reglamentarios, y eran utilizadas tanto como fuentes oficiales como anónimas. Asimismo, también se imprimían los sermones, que se propagaban en formatos diversos como hojas volantes o libros impresos, con la finalidad de tratar de influir en los fieles católicos (Fernández, Rosado & Marín, 1983), no solo en los asuntos de fe: a menudo, incorporaban referencias políticas y sociales. Dichas referencias sociopolíticas solían abordarse normalmente asociadas al punto de vista dominante, es decir, vinculadas a la monarquía borbónica. Igualmente, las autoridades publicaban las disposiciones legales -es decir, unos reglamentos que se daban a conocer en la plaza pública-, a viva voz y, después, se fijaban en las paredes para alcanzar una mayor audiencia (Guarín, 2012); en estos documentos públicos, se difundían nuevos impuestos o normativas sobre el aseo, por ejemplo. La suma tanto de textos escritos (periódicos, sermones escritos), textos oralizados (hojas sueltas, canciones), y de los mecanismos orales de transferencia de conocimientos (como las obras artísticas, el intercambio entre los lectores, entre otros), favorecieron una ampliación de los públicos lectores: fue tal la relación entre oralización y textos impresos que, en


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esta época: “solo raramente alguien escapa de las redes de lo escrito” (Silva, 2008, p. 16). Desde los textos y fuera de ellos, la opinión pública neogranadina incentivó la discusión sobre los problemas locales y extranjeros. De estos temas, la independencia de Estados Unidos sobre el Reino Unido (1783) fue un acontecimiento que siguieron los hispanoamericanos a través de la prensa, y que sentaría precedente del éxito de una colonia independizada. Muchos de los neogranadinos, siguiendo ese ejemplo de prosperidad, llegaron a convencerse de la idoneidad de la independencia del Reino de España (Rodríguez, 2010). De igual modo, la Revolución francesa (1789), fue un hito que simbolizó la posibilidad de alterar el orden establecido, la caducidad de la monarquía frente al dinamismo de la movilización social. Y, sobre todo, ese estallido revolucionario tuvo un influjo referencial en el globo por la anulación paulatina, en numerosos países, de las restricciones o licencias estatales para la impresión de libros y periódicos (Díaz Noci, 1999), lo que conllevó una mayor disponibilidad de conocimientos no mediados por el control estatal y vinculados a los intereses de las élites. Así las cosas, con la habilitación de espacios impresos de participación, el incremento de fuentes y la tematización de la ruptura a partir de esos macroeventos de Estados Unidos y Francia, se produjo una activación de la opinión pública neogranadina, que coincidió con el caos surgido tras la invasión napoleónica en España (McFarlane, 2002). En 1808, Fernando VII, rey de España, abdicó a favor de José Bonaparte -hermano de Napoleón-, lo que suscitó un aumento de la propagación de escritos para informar sobre lo que estaba


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pasando en España y Europa con las guerras napoleónicas. Fruto de esa ampliación del público lector, a partir de 1810 emergen nuevas cabeceras, como La Constitución feliz, Aviso al Público, Diario político de Santafé o El Argos Americano en Cartagena (Chaparro, 2012). El 20 de julio de 1810 inició la revuelta que conllevaría el nombramiento de la Junta de Gobierno, el primer paso para la independencia política; con todo, la independencia simbólica de la monarquía llegaría más tarde, porque muchos de los neogranadinos eran fieles a la Corona española, si bien demandaban un mayor desarrollo local. En ese sentido, con posterioridad a la declaración de independencia, en la Constitución de Cundinamarca, promulgada el 4 de abril de 1811, se asegura lo siguiente: “Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la voluntad y consentimiento del pueblo, legítima y constitucionalmente representado, Rey de los cundinamarqueses <...>”. Ya restaurado el orden en España, el 6 de mayo de 1816, Fernando VII envió tropas monárquicas al territorio sublevado; asimismo, ordenó el cese de la libertad de imprenta el 22 de abril (Barredo, 2017), dando inicio al periodo de la llamada Reconquista (1815-1819). Además de ajusticiar a los insurrectos, una de las tareas del ejército monárquico, comandado por Pablo Morillo, fue controlar y reconducir a la prensa en un intento de restablecer el orden simbólico: “Los realistas lucharían con todas las armas de la publicidad impresa para reeducar a los neogranadinos en la fidelidad regia. Por un lado, pequeños impresos: bandos, decretos, proclamas, partes de guerra e indultos. Por otro, impresos de gran formato, periódicos,


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sermones y manifiestos. Todos trascenderían los círculos estrechos y restringidos del taller de impresión y el despacho virreinal para instalarse como signos colectivos en diferentes espacios públicos”. (Chaparro, 2012, p. 147) No se trataba, por tanto, únicamente de vencer a las nuevas autoridades por la vía militar; las tropas monárquicas también debían convencer -por utilizar el juego de palabras de Miguel de Unamuno (Del Molino, 2018, 9 de mayo)-, a la opinión pública, persuadirla de la importancia emocional de la monarquía. Del lado republicano, por su parte, se divulgaban también argumentos que contribuyeron a racionalizar la monarquía, a desmitificarla y desgajarla del relato divino (Vanegas, 2011). La imprenta, en definitiva, ejerció una influencia clave para republicanizar a la sociedad neogranadina (Barredo, 2017), y cortar la dependencia política y simbólica de la monarquía española, que, más que buscar una racionalización de su justificación, cometió el error de centrar la narrativa de la Reconquista en introducir la opacidad de una supuesta legitimidad divina. 1.3. La invención de la radio y la televisión: la aceleración abrupta del tiempo y del espacio Desde principios del siglo XVIII, se impulsaron numerosas investigaciones sobre un fenómeno presente en la naturaleza, pero que aún no había sido canalizado a través del ingenio humano: la electricidad. Cada innovación técnica, a lo largo de la historia, se ha correspondido con una tensión


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social y, posteriormente, con una fase de consolidación y otra de superación; así sucedió, por ejemplo, con la invención de los pararrayos, unos artefactos orientados a capturar la electricidad presente en la naturaleza. Dichos dispositivos, en un inicio, para los eclesiásticos, eran “una manga herética que atraía los relámpagos de Dios” (Pelkowski, 2006, p. 9). En 1752, Benjamin Franklin (político, propietario de The Pennsylvania Gazzette, y científico), realizó su célebre experimento del pararrayos, que supuso un fuerte impulso para la ciencia de la electricidad. Y, desde ese prolegómeno, se desplegó durante el siglo XIX uno de los periodos más fecundos de la humanidad, gracias a la cantidad de innovaciones que, asociadas a la electricidad, contribuyeron a mejorar las condiciones de vida de la población mundial. En 1837, Samuel Morse inventa el primer telégrafo, un sistema de comunicación eléctrico que transmitía los mensajes codificados entre estaciones; como explica Joskowicz (2015), el telégrafo propone el llamado Código Morse, un sistema de codificación binario basado en “cortes pequeños o prolongados en la corriente”. De esta manera, la información podía circular de un lado a otro del mundo, transportada por la luz eléctrica. En el caso de Colombia, el 1 de noviembre de 1865 se transmitió el primer telegrama en el país (Rodríguez, 2012), en tanto que desde 1870 se autorizaron las conexiones telegráficas con otros países. Anteriormente, ante una geografía tan compleja como la colombiana, los territorios estaban relativamente desconectados no solo con otros entornos internacionales, sino también entre sí: “<...> a lo largo de buena parte del siglo XIX, un mensaje entre Bogotá y Cartagena podía tardar alrededor de quince días.


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De Cartagena a Estados Unidos ocho días y de Cartagena a Europa al menos quince” (Rodríguez, 2012, párr. 5). Como se desprende del ejemplo, antes del telégrafo, los territorios estaban interconectados a través de los servicios postales. Pero era esta una comunicación dificultosa porque propiciaba un intercambio asincrónico, como sucede con las cartas o los textos impresos, en donde el lector recibe la información días después de haber sido producida. A partir del telégrafo, se intensificó y profundizó el sistema global de telecomunicaciones, acortando las distancias entre las regiones y países, es decir, favoreciendo una transformación en los ejes del tiempo (al permitir comunicaciones sincrónicas) y del espacio (al favorecer una interacción inmediata entre los territorios). En 1871, Antonio Meucci registra un “telégrafo parlante”; sin embargo, en 1876, Alexander Graham Bell presenta una patente similar, que transmite señales de voz a través de la electricidad (Joskowicz, 2015): es el primer teléfono de la historia. El teléfono poseía dos circuitos interrelacionados (el de marcación y el de conversación), con los cuales se establece una privatización en los intercambios, ya sin la mediación del descodificador del telégrafo. Además, con la anulación del proceso de codificación, era posible transmitir mensajes más largos, en tiempo real. Con todo, el mayor inconveniente era el cableado, indispensable durante las primeras décadas tras la invención del teléfono. Conectar telefónicamente a unas regiones con otras significaba tener que acometer una inversión multimillonaria en la infraestructura básica de conexión, por lo que se inició una carrera mundial para desarrollar un sistema inalámbrico.


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En 1895, Guglielmo Marconi realizó la primera transmisión telegráfica inalámbrica a través de ondas de radio (Joskowicz, 2015); sin embargo, fue Nikola Tesla quien, en ese mismo año, la había inventado, aunque sin registrarla: la Corte Suprema de EEUU le reconoció el mérito en 1943 (Lagunilla, s.f.). Desde 1920, la radiotelefonía comienza a generalizarse como un sistema de comunicación, la cual aprovecha los campos eléctricos y magnéticos para propagar la difusión de información en ondas de radio. Unos años después, en 1927 se implementa este servicio entre EEUU y Gran Bretaña, y en 1928 la policía de Detroit instala un sistema basado en radiocomunicación en sus patrulleros Ford T (Joskowicz, 2015). Pero, mientras se adapta su uso para necesidades específicas, también se desarrolla este nuevo sistema de radiocomunicación de una forma masiva, que permite una comunicación sincrónica, así como una integración de la información y el entretenimiento, elementos que ya estaban presentes en los periódicos desde hacía siglos. Como indica Pérez (2015), la radio llegó a Europa tras la Primera Guerra Mundial, en un momento de paz y de restablecimiento del orden y restauración tras los desastres cometidos en el conflicto bélico. Tras algunos experimentos previos, los primeros canales de radio, de carácter regular, comienzan a propagarse a partir de 1920: Estados Unidos (1920); Francia (1921); Uruguay (1921); Reino Unido (1922); Argentina (1922); Suiza (1922); Cuba (1922); México (1922); España (1924); Perú (1925); Italia (1924); Venezuela (1926); y Colombia (1929), por citar algunos.


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La creación de la radio, como medio de comunicación, trajo consigo algunos efectos. El primero de ellos fue la ampliación masiva de las audiencias, al potenciarse como un medio de comunicación de masas, con la eliminación de la barrera interpuesta por la lectura: los analfabetos podían escuchar la radio, aunque no podían leer los periódicos. Las masas, como explica McQuail (2000), son grandes conjuntos de individuos, dispersos, anónimos, no interactivos, heterogéneos y desorganizados (p. 79). Los medios orientados a las masas tienen un enfoque estructurador, por lo que son capaces de organizar la complejidad de gustos y preferencias mediante la distribución de unas tendencias amplias, prototípicas y comunes. Dicha estructuración, en la comunicación de masas, se establecía mediante el criterio de la programación, es decir, dividiendo las emisiones en las franjas de supuesto interés a partir de los principales rasgos de los receptores. Esto, en realidad, constituiría una falacia, porque, como menciona Timoteo (2005), los intereses de los individuos no coincidían a menudo con los de los editores o directores que organizaban la programación del medio. Pero el criterio de la programación resultó de gran importancia durante buena parte del siglo XX (e, incluso, todavía en el siglo XXI sigue vigente en algunos medios fuera de línea), sobre todo, para generar rutinas de recepción, así como para vincular los intereses comerciales con el medio y fijar las tarifas del cada vez más importante sector publicitario. Con la masificación de las audiencias, los medios comienzan a desarrollar un extraordinario poder por su capacidad para influir en la opinión pública. De hecho,


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uno de los teóricos más importantes del siglo XX, Harold Lasswell, al calor de estas transformaciones, en 1927 propone en su tesis doctoral su célebre teoría de la aguja hipodérmica: los medios son instrumentos al servicio de la cohesion social mediante la inyección de una magic bullet o estímulo (Lasswell, 1971). Es decir, los medios envían un estímulo, codificado en el mensaje, que alcanza la respuesta de una mayoría social. A menudo, para ejemplificar la teoría de la aguja hipodérmica, suele emplearse el conocido caso de La guerra de los mundos. En esta emisión radial, emitida en 1938 en la Columbia Broadcasting System (CBS) de Estados Unidos, Orson Welles realizó una dramatización de la novela fantástica de Herbert G. Wells (Novalbos, 1999), basada en una invasión marciana de la Tierra. Aunque al inicio de la emisión se advertía de que se trataba de un programa de ficción, lo cierto es que muchos radioyentes se incorporaron tardíamente al programa y, por tanto, desconocían el juego emocional planteado por Wells, que incluía frecuentes desconexiones en directo para aportar testimonios y descripciones aterradoras, como la siguiente: “CARL PHILLIPS: ¡Un momento! ¡Algo está sucediendo! ¡Señoras y señores, es algo terrible! El extremo de la cosa está empezando a moverse. La parte superior ha empezado a dar vueltas como si se tratase de un tornillo. La cosa debe estar hueca [?] Señoras y señores, se trata de la cosa más terrorífica que he presenciado en mi vida. Un momento, alguien se está deslizando fuera de la apertura superior. Alguien o algo. Puedo ver como dos discos luminosos que


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observan desde el agujero negro. ¡¿Son ojos? [?] ¡Dios Santo! Algo está saliendo de la sombra, retorciéndose como una serpiente gris. Ahora otro, y otro, y otro. Parecen tentáculos. Sí, puedo ver el cuerpo de la cosa”. (Novalbos, 1999, parr. 16) Ante la alarma generalizada causada entre los radioyentes -es decir, entre aquellos que habían considerado la emisión como un producto no ficcional-, Orson Wells tuvo que pedir disculpas (Muy Interesante, 2017, 15 de marzo) y, con ello, se empezaron a sentar las bases de la responsabilidad social de los medios, así como de la necesidad de espaciar y definir conceptualmente los géneros y formatos. La teoría de la aguja hipodérmica, fuertemente influenciada por la propaganda de la I Guerra Mundial -que fue el contexto cultural en que creció Harold Lasswell (1971)-, puede asociarse tanto a la publicidad bélica, como a las primeras emisiones de la radio, es decir, a un momento de catarsis y de readaptación de los procesos de recepción. En la medida en que los usuarios se fueron reacomodando a las narrativas del nuevo medio, el estímulo promovido por los medios empezó a perder eficacia. Una de las explicaciones de lo anterior se relaciona con la ampliación de los contenidos disponibles que introdujo la radio, paralela a la masificación de las audiencias. Dicha ampliación se dio gracias al incremento facilitado por el propio medio: la radio emplea como soporte de impresión el aire, estructurado en las 24 horas de cada día. En comparación con los periódicos, esto suponía una gran ventaja que permitía incorporar: a) una mayor segmentación de las audiencias a


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partir de la constitución de las franjas de emisión; b) una mayor variedad de contenidos, sin las limitaciones físicas impuestas por el número de páginas. Y, con el incremento exponencial de los contenidos, los radioyentes y, en general, las audiencias de los medios, fueron desarrollando una mayor impermeabilidad a la persuasión mediática, por el simple hecho de que un mayor consumo tiende a corresponderse con un mayor conocimiento de la plataforma a la que se accede. Adicionalmente, la radio crea un área de oportunidad que había sido sugerida previamente por los diarios impresos: se convierte en un medio portador de entretenimiento. De esta forma, los medios se van configurando a partir de tres funciones básicas, de acuerdo a Lasswell (1985), como son: a) la supervisión, es decir, la cartografía de las problemáticas y de las mejoras para los usuarios a los que se dirigen; b) la interpretación, esto es, el intento de generar soluciones a los desafíos a los que se enfrenta la comunidad; y c) la transferencia cultural, por cuanto todo medio reproduce un conjunto de valores y atributos específicamente unidos a un imaginario. Más adelante, Wright (1985) propone como cuarta función el entretenimiento, dado que, a las funciones explicitadas, se agrega la posibilidad de destinar el tiempo de ocio gracias al desarrollo de nuevos géneros, como las radionovelas o los radioteatros (Zapata & Ospina de Fernández, 2004) y la emisión de música, por citar algunas. La difusión de contenidos de la radio, en directo o en tiempo real, fomenta una mayor expectativa por la actualización constante, con lo que se va desarrollando un usuario hiperactivo, el cual organiza sus tiempos vitales en función de los tiempos de emisión de sus programas favoritos.


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Además, la radio trae consigo la necesidad de crear puestos de trabajo cada vez más especializados, de manera que -en conjunto con las otras profesiones que emergen entre finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX-, el comunicador o periodista procedente de otros ámbitos -el literato o jurista-, resulta ineficiente para el nuevo medio, que exige de una mayor precisión, una capacidad de síntesis, un incentivo de la creatividad, e incluso ciertos atributos físicos -como el manejo de la voz-. De acuerdo a Manuel Vicent, el periodismo se constituyó como nuevo género literario en el siglo XX (Vilamor, 2000), pero eso fue posible gracias a una reflexión metaperiodística, una investigación conceptual y una mayor profesionalización de este ámbito. No por casualidad, el “modelo artesanal” de aprendizaje (Pestano, Rodríguez & Del Ponti, 2011, p. 402), que se centra en una transmisión de conocimientos desde el entorno de práctica y desde la asimilación mimética, va quedando atrás, en el siglo XX, dando paso a otros modelos, de entre los que destaca “el modelo universitario específico” (p. 406), que es responsable de concebir al periodismo como un campo disciplinar, y no solo como un campo profesional. Precisamente por aspectos como el aumento de medios y de públicos, en el siglo XIX se subraya la necesidad de atender, por un lado, a la creciente demanda informativa con la generación de más contenidos, que se traduce con un incremento de las coberturas asociadas a temas internacionales; y, de otro lado, se evidencia la importancia de mantener un control sobre la opinión pública naciente desde el sistema global de telecomunicaciones. De igual forma, como se ejemplificó con el caso de la independencia


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colombiana de España, desde el siglo XIX la información pasó a considerarse un apartado estratégico para los países, responsable de apuntalar la legitimidad de los Estados. En ese contexto surgen las agencias de noticias, unos centros de servicios vinculados a los viejos imperios coloniales europeos que, desde sus orígenes, se financian con la venta de información -un género predominante en sus agendas, como describe González (2015)-, ante clientes mayoristas o minoristas, medios de comunicación, gobiernos, partidos políticos, entre otros. La primera de las agencias se creó en Francia, en 1835, cuando Charles-Louis Havas inauguró una oficina de traducción que, además, facilitaba información financiera a los inversores franceses. Fueron estos los gérmenes de la Agence de Feuilles Politiques et Correspondance Générale, más tarde rebautizada con su apellido, Agencia Havas (Aguiar, 2009); en 1940, los alemanes la nombraron Agence Française d’Information, pero fue en 1944 cuando su rama informativa se separó y se conformó la Agence FrancePresse (AFP). En Alemania, en 1849, Bernhard Wolff creó la Wolff Telegraph Agency, que es la actual Deutsche Presse-Agentur – (DPA) (Aguiar, 2009), y que cayó en desgracia a partir de la I Guerra Mundial; de acuerdo a este mismo autor, en el Reino Unido, en 1851, Paul Julius Reuter fundó la agencia Reuters. Entre estas cuatro agencias, como puede verse en la siguiente imagen, se constituyó un cartel, que duró hasta la I Guerra Mundial, por el cual acordaban las zonas


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respectivas de influencia, en función de factores como el del relacionamiento histórico con esos territorios, o a través de la presencia de colonias o de intereses estratégicos de los países que las cobijaban: Fig. 5. La influencia global de las agencias europeas (18591918)

Fuente: Aguiar (2009, p. 10) Tras la I Guerra Mundial, el cartel fue perdiendo su influencia: aparecieron nuevos servicios, como el de la agencia EFE (1939), o se consolidaron las agencias de las potencias emergentes, como las estadounidenses Associated Press (1846), o, tras la II Guerra Mundial, United Press International (1958). El interés de los países por crear una agencia propia se relaciona con la competencia simbólica por consolidar una visión del mundo, por difundir una versión de los hechos y, con ello, de asegurar la hegemonía a nivel nacional e internacional. Además, la apertura a los contenidos de esos países en otros contextos facilita aspectos como los intercambios comerciales y culturales, y genera nuevos


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recursos económicos con la traducción de las informaciones previstas inicialmente para el lugar de origen. Asimismo, en el siglo XIX emergió otra interesante innovación que, más adelante, impactaría en el desempeño de las agencias de noticias y de los medios en general: en 1838, Louis Daguerre y Josep Nièpce crearon el primer proceso fotográfico, una imagen que se imprimía en una plancha de cobre con nódulos de yoduro de plata, en función de la luz que le entraba (Montañés, 2014, 11 de noviembre). Este invento, el daguerrotipo (vigente hasta aproximadamente 1850), tenía que protegerse tras un cristal, para evitar su ennegrecimiento. Sumado al invento de Daguerre y Nièpce, en 1841, William Henry Fox Talbot patenta el calotipo, un proceso fotográfico que permite la reproducción a partir de un negativo, además de la reducción de los tiempos de exposición (Villanueva, 2015), y que poseía una calidad más artística que el daguerrotipo. Unas décadas más tarde, los medios impresos, que hasta entonces habían sido eminentemente textuales, se apropiaron del nuevo invento; de hecho, ante la falta de un mecanismo de reproducción de la realidad, como máximo, algunos medios llegaban a incluir ilustraciones que procedían del imaginario literario. Esto se explica porque, desde sus comienzos, el periodismo ha permitido a muchos escritores profesionalizarse, ante la precariedad de la literatura (Cortés & García, 2012). Por ejemplo, en 1835, The Sun publicó en 6 entregas el descubrimiento de una “civilización lunar” (González, 2017, p. 115), acompañada de bocetos que


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reflejaban la vida y los seres que habitaban dicha civilización. Después, abruptamente, el periódico interrumpió la cobertura especial ante una supuesta ruptura del telescopio. Esta anécdota refleja la interrelación entre periodismo y arte y, sobre todo, entre periodismo y literatura, que ha sido característica de los periódicos hasta bien entrado el siglo XX. En ese sentido, tanto las agencias, como las nacientes fotografías, ayudaron a reducir la influencia del arte en los medios de comunicación, hasta ir constituyendo un ámbito disciplinario propio, con unas reglas y unos valores profesionales definidos. En 1880, se publicó la primera fotografía en el Daily Graphic de Nueva York (Fuentes, 2003); en 1883, empezó a publicarse el Illustrirte Zeitung de Leipzig, el primer magacín alemán, que daba más importancia a las imágenes, que al texto; en 1896, comenzó su andadura la revista Paris Moderne, mientras que, en 1898, empezó a imprimirse La Vie au grand air, también en Francia, que incluía reportajes fotográficos. En 1928, aparecieron las agencias fotográficas Dephot y Weltrundschau, que se encargaban de surtir de imágenes a la demanda creciente por parte de los periódicos. Como indica Fuentes (2003), desde los años treinta, la emergencia de eventos internacionales, como la Guerra Civil española, las guerras de China y Abisinia, o la II Guerra Mundial, aseguraban una fácil venta de las fotografías. Justamente en esos años, el fotógrafo empezó a firmar sus piezas; hasta entonces, las mismas habían sido anónimas o con firmas génericas. Fruto de esa necesidad de resaltar la labor del fotógrafo sobre la del medio, en 1947 se fundó Magnum Photos, una agencia cooperativa internacional de fotoperiodistas, gracias a la


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