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doctrina

convence. También nos abruma. San Juan asocia la eternidad del Verbo con la vida eterna. El prólogo del Evangelio que lleva su nombre y el de la primera epístola desarrollan esta verdad. El Verbo, que también es vida, se manifestó para darnos vida eterna y abrirnos el camino que conduce a su posesión. Juan y los demás apóstoles tuvieron la gran fortuna de ser testigos de esta vida. Con sus manos terrenas, ellos tocaron, palparon el Verbo de vida eterna. A un misterio grande sigue otro mayor. Cristo es la vida eterna en sí mismo, pero es también el medio que a ella nos conduce. Es la fuente de donde el agua brota y el agua viva que apaga la sed. Es la puerta que el Padre abre para darnos paso a la vida eterna. Las palabras de Juan, sencillísimas, al alcance de todas las mentalidades, son de una gran elocuencia: “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.

En la tumba queda algo más que polvo y ceniza. Tras la tumba queda la esperanza gloriosa de la resurrección, el amanecer de una nueva vida con Dios o la tristeza de una condenación eterna.

los tiempos se acerque, con sus mismos ojos ha de contemplar a Dios, aunque el polvo y la ceniza invadan la Tierra. La promesa de Cristo al ladrón de la cruz: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”, es la mayor garantía que tenemos de una vida eterna. Si la vida eterna fuese una mentira, Cristo no habría infundido vanas esperanzas a un hombre que estaba al borde mismo de la tumba. Sus palabras no fueron palabras de consuelo. En la Cruz mantuvo lo que siempre había creído y proclamado: que hay otra vida más allá de esta. Una de sus más contundentes y claras afirmaciones al respecto es la que

transcribe Juan en su Evangelio. Hablando con los discípulos, el Señor les dijo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy vosotros también estéis” ( Juan 14:1-3). La casa del Padre es la vida eterna. Allí, las moradas para el creyente son incontables. Y si la eternidad fuera una mentira, si no hubiera cielo, ni Padre ni posibilidad de seguir viviendo tras la muerte, Cristo nos lo hubiera dicho. La sinceridad de Jesús no solo nos

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios” (1 Juan 5:11-13). Como se ve por todos estos pasajes del Nuevo Testamento, los apóstoles de Cristo no tenían dudas de ninguna clase sobre la realidad de la vida eterna. Más allá de la muerte física, cuando sus cuerpos bajaran a la sepultura, continuarían viviendo, espiritualmente conscientes, en las mansiones eternas. ¡Qué convicción tan alentadora para nosotros! También nosotros podemos decir, con los autores del Credo apostólico: “Creo en la vida perdurable... Amén”.

Agosto 2017 / Impacto evangelístico

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