Si nuestro Dios tiene alguna debilidad, ésta son los niños. Es incapaz de pasar ante un niño sin detenerse. Su corazón no se lo permite. Son siempre ellos (y los que sufren) los que le arrancan las más tiernas y delicadas caricias, las más conmovedoras palabras y gestos. Posee una capacidad extraordinaria de sintonizar de inmediato con esas almas casi sin estrenar. Y esto es una prueba de que realmente Dios tiene alma de niño. Los niños, “Son la sonrisa del cielo confiada a la tierra. Son las verdaderas joyas de la familia y de la sociedad. Son la delicia de la Iglesia. Son como los “lirios del campo”, de los que Jesús decía que “ni Salomón, con toda su gloria, se vestía como uno de ellos”. Sonrisa del cielo que tantas veces se apaga y sofoca en nuestra tierra cuando se maltrata, se corrompe, se utiliza o se pierde la vida de un niño. Joyas de la familia y de la sociedad que en no pocas ocasiones se ven tiradas y abandonadas por los senderos y calles de este mundo. Lirios del campo pero manchados, pisoteados y truncados sin escrúpulo en tantos lugares del planeta. También todo esto Dios lo ve, y lo siente en carne propia. Y lo ha denunciado por doquier a voz en grito. Porque le duelen esas sonrisas trocadas en llanto y desesperación, esas joyas depreciadas y esos lirios segados sin piedad. Porque le duelen a Dios cada vez que no se les trata de acuerdo a su dignidad humana. Dios ama entrañablemente a los niños. No hay duda de que Dios también ha empeñado y empeña su existencia, (como deberíamos hacer todos nosotros), en mantener encendidas todas esas sonrisas del cielo que se nos han confiado y que son los niños.