Edición 245

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Dos en el Templo Por Pbro. Darío Martín Torres Sánchez

“9 Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: 10 «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. 11 El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. 13 En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. 14 Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado»” (Lc 18, 9-14).

¿C

ómo orar? Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura se plantea esta pregunta, y se deja en claro que no toda oración es apropiada, es decir, que puede haber vicios en el orar y generar una manera de orar equivocada. El capítulo cuatro del libro del Génesis, presenta a los hijos de Adán y Eva. Sin ser muy explícito, deja en claro que uno sabe orar y el otro no. El que no sabe orar mata a su hermano. Éste representa el apego a las leyes de los sedentarios, mientras que Abel representa la provisionalidad y la libertad de los nómadas. En cuanto a nuestra parábola, sólo san Lucas trasmite esta pieza de la predicación de Jesús, en la que un fariseo y un publicano suben al templo a hacer oración, con la cual quiere evitar que sus discípulos tengan sentimientos de arrogancia y desprecien a ciertos miembros de la comunidad discipular, pues Él ha atraído tras de sí a muchos pecadores. Más que una advertencia a los fariseos es una advertencia a los propios discípulos. Esta parábola corresponde a un rasgo que ca-racteriza este Evangelio: la oración como medio indispensable y fundamental para afianzar la vida de la comunidad en la más pura enseñanza de Jesús. En esta ocasión, no sólo enseña cómo orar, sino también advierte sobre formas equivocadas de orar y, además, sobre actitudes equivocadas en relación con los demás.

La enseñanza de esta parábola es directa, no hay necesidad de hacer analogías, dado que en sí misma constituye un ejemplo de cómo se debe orar y de cómo no se debe orar. Ésta es una parábola que en la retórica se le llama “ejemplo”. De este tipo encontramos otros tres en San Lucas: el del buen samaritano, el del rico insensato constructor de graneros y el del pobre Lázaro con el rico. En su oración, el fariseo enumera un catálogo de todas sus virtudes. Primero lo que no hace y luego lo que hace. En el centro aparece el clímax de su error: se compara con el publicano, al que parece estar viendo y del cual se alejó lo más que pudo, utilizando de modo despectivo “este publicano”. Su oración es de vanidad, de reconocimiento propio. Deliberadamente excluye el considerarse pecador, ni por error señala un pecado propio. En realidad no necesita de Dios. Su oración es una

acción de gracias viciada. Inicia diciendo: “¡Dios mío, te doy gracias!”, pero no reconoce ninguna obra de Dios, ni siente la necesidad de pedirle algo, pues destaca únicamente todo lo ha hecho él mismo y agradece porque no es como “ese otro” que también está orando. El publicano, por su parte, permanece en un punto retirado, ni siquiera realiza el gesto elemental de la oración veterotestamentaria: “elevar la mirada”. Su oración ciertamente no es una acción de gracias, pero sí una petición muy sentida, reconociéndose pecador, con una conciencia expresa de que su única esperanza es Dios misericordioso. El principio que reside en esta parábola, parece coincidir con el desarrollo que más tarde hará s. Pablo, en relación con la justificación por la fe en Dios y no por las obras de la ley.


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