EL HÁBITO DE LA LECTURA
BÍBLICA
COMPENDIO MANUAL DE LA BIBLIA.Henry H. Halley.- Editorial Moody Traducción de C. P. Denyer Moody. Buenos Aires. 1955.
Ultima parte La Lectura Bíblica Congregacional y el Predicador I No me extraña que los llamados predicadores “modernistas”, con el punto de vista que tienen acerca de la Biblia, no muestren interés en que sus congregaciones se hagan lectoras de ella. Más bien, a modo de quintacolumnistas, socavando la fe cristiana desde adentro, parecen deleitarse en rayar y tachar las Escrituras. Estas palabras no se les dirigen a ellos. Pero lo que sí me deja perplejo es que nuestros predicadores “conservadores”, que proclaman con vehemencia militante su fe en la Biblia como la Palabra de Dios, y agotan su vocabulario en exaltar y glorificar a la Biblia, se preocupen tan poco de que sus oyentes lean la Biblia para sí mismos. Eso sí me extraña. Los predicadores predican sus sermones, los maestros enseñan sus lecciones, los profesores de seminarios diligentemente preparan a los nuevos miembros en cómo desarrollar un bosquejo de sermón con su sonoro “en primer lugar, segundo y tercero” –y desde luego, todo sacado de la Biblia. Pero ¿en dónde están las iglesias, los ministros, maestros o profesores de seminario, que –salvo alguna exhortación de tiempo en tiempo- se esfuercen por establecer el hábito de la lectura de la Biblia entre aquellos que están bajo su cuidado pastoral? El plan y la técnica de toda organización y actividad de la iglesia moderna parecieran estar dedicados por entero a
dar la impresión de que todo depende de los sermones. Por cierto que la predicación es ordenada por Dios; es decir, la predicación novotestamentaria. Quizás sea una distorsión de la palabra novotestamentaria “predicar”, el aplicarla al prevalente tipo moderno de oratoria ministerial. Ciertamente el Nuevo Testamento jamás tenía la intención de que la predicación fuera tan totalmente jamás tenía la intención de que la predicación fuera tan totalmente desprovista de enseñanzas en la Palabra como lo son la generalidad de los sermones textuales que los asistentes a las iglesias escuchan hoy día. Pero sea esto como sea, la predicación, aun en el sentido más verdadero y de la mejor calidad, nunca fue propuesta por Dios como sustituto completo y suficiente de la lectura de la Palabra de Dios por el pueblo mismo y para sí mismo. Todo cristiano debiera ser lector de la Biblia. Es el hábito único que más que ningún otro hecho en el espíritu debido, hará de un cristiano lo que él debiera ser en todo otro sentido. Si alguna iglesia pudiera lograr que su comunidad entera se hiciera devota lectora de la Biblia, esto revolucionaría a la iglesia. Si las iglesias de alguna ciudad, en conjunto, pudieran lograr que su comunidad entera se hiciera lectora regular de la Biblia, no solamente revolucionaría a las iglesias, sino que purificaría y cambiaría a la ciudad entera tal como ninguna otra cosa puede hacerlo. Tómese el ejemplo de los siglos de oscurantismo de la Edad Media. Durante aquella era la Iglesia, o más bien aquello que se hacía llamar la Iglesia, bajo la dominación papal, durante los 500 años del siglo décimo al decimoquinto, rigió al mundo con una mano tan despótica como jamás haya sido la de cualquier imperio terrenal. ¿Cosa extraña, no, que la supremacía de la Iglesia y los siglos de las tinieblas fueron coetáneos? La Iglesia, la “luz” del mundo, trajo sobre el mundo las tinieblas de media noche. ¿Por qué? Porque el Papado suprimió toda libertad, prohibió la circulación de la Biblia entre el pueblo, y aun mataba a quien la leyera; y en su engreimiento sin límites, sustituyó los decretos papales en lugar de la Palabra de Dios. Esto es lo que trajo la Edad Oscura –la diabólica impudicia del hombre, que se exaltaba a sí mismo por encima de la Palabra de Dios. Si la Iglesia se hubiese sometido a la Palabra de Dios y la hubiese enseñado al pueblo, aquello podría haber sido el milenio en lugar de la Edad Oscura. Ahora el ejemplo de la Reforma. Fue el descubrimiento de la Biblia por Martín Lutero, y su liberación para el pueblo, respaldada por la indómita alma inigualable de Lutero mismo, que trajo la Reforma Protestante y