Cristianismo Protestante nº59

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enero - marzo 2011

La vidaSencilla Acuerdo sobre el bautismo Ciencia y fe La Iglesia y la Homosexualidad La tarea polĂ­tica de la Iglesia Responsabilidad social de la Iglesia: Posesiones y dineros


sumario No me avergüenzo Narcís de Batlle, 2 Editorial: Acuerdo sobre el bautismo 3 El Tiempo llamado hoy: Cuando no sabes a dónde mirar Gerson Amat, 4 Vida Cristiana: La vida sencilla Pedro Zamora, 5-7 Ciencia y Biblia: Ciencia y fe David Manzanas, 8-9 Iglesia y sociedad: La Iglesia y la Homosexualidad Juan Sánchez Nuñez 10-12 Pensamiento Protestante: La tarea política de la Iglesia Enric Capó 13 Responsabilidad social de la Iglesia: Posesiones y dineros Ignacio Simal, 14-15 REDACCIÓN Y ADMINISTRACIÓN: Casa de l’Església, c/ Tallers, 26. 08001 BARCELONA Tel. 93 301 89 38 E-mail: enriccapopuig@telefonica.net EDITA: Iglesia Evangélica Española (I.E.E.) DIRECTOR: Enrique Capó CONSEJO DE REDACCIÓN: Carlos Capó, Joel Cortés, Carmen Capó, Pau Sais, Narcís de Batlle, Ignacio Simal. SUSCRIPCIONES: Cristianismo Protestante, c/ Tallers, 26. 08001 BARCELONA Tel. 93 301 89 38 Dep. Legal: B-22365-96 – Periodicidad Trimestral – MAQUETACIÓN: Dpto. de Comunicación de la IEE

No me avergüenzo Nuestro Salvador y Señor Jesucristo nos dejó a sus discípulos dos mandamientos muy claros y concretos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, esta es la esencia de la espiritualidad cristiana. Nuestra espiritualidad cristiana es una relación de amor y entrega al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo que nos empuja a amar al prójimo, a aquellos que el Señor pone en nuestro camino. Toda nuestra ética cristiana emana de esta relación de amor filial. Así lo expresó san Agustín cuando dijo : “Ama y haz lo que quieras”, recuerdo haber leido en mi juventud un libro interesantísimo de Miguez Bonino con este título. El amor, no un sentimiento romántico superficial y sensiblero sino la expresión de nuestra entrega generosa al servicio de Dios y de los demás, es consecuencia del amor de Dios, pues el nos amó primero y este amor que recibimos y damos nos transforma primero a nosotros mismos y luego a los demás. Esta es la gracia cara de la que habló Dietrich Bonhoefer. Toda mi actividad y mis prioridades no estan marcadas en función de los cargos que ostento sino de mi entrega incondicional y absoluta a mi Señor y a mis hermanos y cuando uno está enamorado no mira el reloj ni calcula el coste…no somos “funcionarios” sino “amateurs” en el mejor sentido de la palabra. El apóstol Pablo que vivió la radicalidad de la fe como un apasionado,

dirigiendose a los Romanos dijo: “No me averguenzo del evangelio que es poder de Dios para todo aquel que cree…” La buena notícia del evangelio es para ser compartida con los demás. Que la vergüenza o un falso pudor no nos impida compartir con los demás aquello que Dios nos ha regalado para que lo compartamos con aquellos que el mismo ha puesto en nuestro camino. Aunque suene a espiritualoide no me cansaré de repetir que hemos de ser de bendición para los demás, que nosotros somos las manos, los pies, los oidos, la boca y el corazón de Dios para este mundo, que Dios quiere actuar a través nuestro y esto nos ha de hacer muy responsables y sensibles a su voluntad y a su palabra. Si nos empapamos de la palabra de Dios, si nuestra vida es una vida de oración y servicio generoso a los demás, si nuestra vida no está en contradicción con lo que decimos creer entonces seremos hombres y mujeres según el corazón de Dios, y desarmaremos con nuestra actitud al acusador. No se que nos deparará el 2011 pero si nos esforzamos en hacer la voluntad de Dios y en vivir para su gloria habremos empleado nuestro tiempo , nuestros esfuerzos y todos nuestros dones en la mejor causa posible, la causa del evangelio.

Narcís de Batlle


Editorial Acuerdo sobre el bautismo

La Iglesia Española Reformada Episcopal, una de las denominaciones clásicas del protestantismo español, y la Conferencia Episcopal Española han firmado una declaración de reconocimiento recíproco del bautismo. El documento ha sido publicado en la revista “Relaciones Interconfesionales (Septiembre-diciembre 2010), pero no se especifica la fecha de su firma ni las personas físicas que lo hicieron. El hecho de haber llegado a esta declaración común nos parece importante en este camino del ecumenismo que han emprendido las iglesias y que está dando fruto en muchas partes del mundo. Llegar a acuerdos doctrinales es positivo siempre que no se violente la doctrina propia de cada iglesia participante y se tome la Palabra de Dios como norma y guía de nuestras reflexiones. Leyendo el documento sentimos una cierta desazón. Advertimos que se hace mucho hincapié en la validez del bautismo insistiendo en que esta validez depende del “correcto empleo del agua y de las palabras que acompañan el acto bautismal, así como la intención de ministro… la intención del que pide el bautismo…” etc. Véanse, como ejemplo, los puntos 10 al 13 de la Declaración. Todo ello da la impresión de que se considera el bautismo como un rito en cierta manera mágico que requiere las frases y las formas correctas para que sea válido. Se

habla de los efectos del bautismo sin dejar claro que se trata de un signo. La teología evangélica siempre ha afirmado que un sacramento es un signo visible de una gracia invisible. La gracia de Dios es siempre anterior al bautismo y éste sólo certifica que esta gracia nos ha alcanzado. Todo esto queda borroso en la Declaración. Quizás la teología anglicana lo admita, pero en nuestras iglesias protestantes la frase “ex opere operato” aplicada a los sacramentos nos parece totalmente extraña al evangelio. Otro punto muy discutible de la declaración se refiere a la afirmación, muy claramente afirmada en la teología católica, pero siempre al margen de la teología evangélica, de que por el bautismo “el hombre es liberado del pecado original en el que ha nacido”. Nos resulta muy cuesta arriba aceptar esta interrelación entre bautismo y pecado original. Es cierto que el bautismo nos habla del perdón de los pecados y nos asegura la gracia de Dios sobre nosotros, pero no hay en él una referencia explícita al que, desde San Agustín, ha venido siendo llamado pecado original. El bautismo es un signo que nos asegura del perdón de Dios y de su acción salvadora a favor nuestro, pero de esto no se sigue que nos lave de una mancha congénita. La práctica del bautismo de niños no se deriva de esta interpretación teológica, sino

que se refiere con mucha más claridad a su incorporación a la Iglesia como cuerpo de Cristo. Bíblicamente no parce aceptable afirmar que “los niños nacen con una naturaleza caída y manchada por el pecado original” y que, por tanto, “necesitan el nuevo nacimiento del bautismo”. Creemos que haber llegado a un acuerdo sobre el bautismo es, como hemos dicho, un hecho positivo, pero nos parece que en esta ocasión la doctrina que los protestantes en general afirmamos no ha quedado suficientemente explícita. Otras declaraciones, como la firmada en Chile en mayo de 1999, siendo mucho más sencillas, derriban obstáculos dejando de lado detalles teológicos que pueden perdurar sin romper la comunión de los unos con los otros. Posiblemente esta Declaración de reconocimiento recíproco del bautismo, aun siendo un importante paso adelante, no sería aceptable para la mayoría de las iglesias protestantes de España.

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El tiempo llamado hoy Cuando no sabes a dónde mirar Hay ocasiones, sobre todo en los meses de verano, en que los periodistas no saben sobre qué escribir porque parece que no pasa nada en el mundo, y entonces hablan sobre el monstruo del lago Ness. Sin embargo, en otros momentos, como ahora, son tantas las cosas que reclaman la atención, muchas de ellas graves y/o urgentes, que no sabes hacia dónde dirigir la vista. No me refiero únicamente a la noticia puntual, flor de un día, sino a las situaciones permanentes de las que se deja de hablar con el paso del tiempo pero que quedan ahí. Ni hablo tampoco en general de las “cosas que pasan”, sino de situaciones que generan sufrimiento y angustia en las personas. Salvando todas las distancias, me vienen a la cabeza aquellos episodios que narra Marcos, al principio de su evangelio (Mc 1,21-39), cuando Jesús, que ha empezado a anunciar la buena noticia del Reinado de Dios es acosado por “un hombre poseído por un espíritu impuro” al que se tiene que enfrentar para liberar a aquel hombre de su mal. Cuando sale de esto se va a casa de Simón y Andrés, se supone que a descansar, porque era shabbat. Pero al llegar “le dijeron que la suegra de Simón estaba en cama con fiebre”. También entonces tuvo que intervenir en la situación para sanar a la mujer. ¿Pudo entonces bajar la guardia? “Al anochecer, cuando ya el sol se había puesto, le llevaron todos los enfermos y poseídos por los demonios. Toda la gente de la ciudad se apiñaba a la puerta”. ¿Os imagináis cómo podía sentirse Jesús? Una pista: en cuanto pudo, echó a correr a escondidas, se marchó de la ciudad para estar solo y poder orar más o menos tranquilo (¡socorro!). También allí fueron a buscarlo sus colaboradores: “todos están buscándote”. A partir de ahí, Marcos nos narra que Jesús tuvo que pasar una y otra vez por situaciones de estos y otros tipos y calibres, cada vez más graves, implicándose personalmente en ellas hasta el punto de que le llevaron a enfrentarse a las “fuerzas vivas” de su país y finalmente a las autoridades religiosas y políticas del momento, que acabaron con él. Todo este excurso bíblico no es

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para presumir de saberme la Biblia de memoria (¡ni de lejos!). Esto se llama “correlación”: leer el texto bíblico relacionando las experiencias que encontramos en él con nuestras propias experiencias. O viceversa, analizar nuestras experiencias a la luz de las experiencias bíblicas. En cualquier caso, son los relatos bíblicos, como relatos de situaciones humanas vividas desde la fe (entendida como relación con Dios), los que nos ayudan a interpretar “lo que nos pasa” de modo que se conviertan en auténticas “experiencias”, capaces de transformarnos, de hacernos ver la vida de otra manera, dándonos un plus de sentido, abriéndonos incluso nuevas perspectivas vitales. Como a Jesús, también a nosotros la realidad se nos impone. Se nos echa encima la preocupación por el futuro de nuestros hijos, que pasa de nuestro deseo de que estudien una carrera a la pregunta por el mundo con el que se van a encontrar cuando la terminen. Cuando dejamos de pensar en eso, nos enfrentamos a la enfermedad incurable de alguien a quien queremos, que no es más que un número estadístico cuando hablan en televisión de la cantidad de personas que padecen esa misma enfermedad, o tantas otras. Después nos asalta la cantidad de personas sin trabajo ni prestación de desempleo que hay en nuestra iglesia, con una hipoteca por pagar, y que apenas son una cifra insignificante en el conjunto de los datos macroeconómicos que manejan los técnicos. Es cierto que Jesús no podía ver en directo por televisión los desastres naturales ni las manifestaciones en Egipto, que se nos meten en casa a la hora de comer. Tampoco podía comprobar al momento los datos evidentes de que para que puedan comer mil millones de chinos se ha de hundir el sistema de relaciones laborales del mundo occidental. Es verdad. Jesús no vivió en una “aldea global”, como nosotros. Pero si vivió una experiencia parecida. Y desde dentro. Él vivió en aquella versión de mundo globalizado a escala reducida que fue el imperio romano,

pero no en la metrópoli sino en Judea. Una de aquellas mini-provincias que, como sólo tenían valor estratégico porque no producían materias primas que merecieran la pena (sólo cabras y fanáticos religiosos), tenían que mantener un ejército de ocupación (¿en misión humanitaria?) y otro de gorrones extranjeros, y proporcionar al erario público de Roma los impuestos con los que mantener el sistema. Allí los extranjeros no eran inmigrantes sino ocupantes, que vivían en sus zonas residenciales a todo lujo sin mezclarse con la población indígena, que ya se encargaba de odiarlos adecuadamente y de intentar alguna que otra revolución. Yo no sé a vosotros, pero a mí todo esto me suena también a rabiosa actualidad, aunque sea al otro lado de la tele. No voy a hacer ninguna aplicación práctica de todo lo que llevo dicho. Eso es cosa de los sermones o los estudios bíblicos. Es sólo que a nosotros nos toca, como seguidores de Jesús, hacernos cargo de nuestra realidad, de la actualidad que se nos impone, que muchas veces se nos echa encima sin darnos demasiado tiempo para pensar en la decisión que debemos tomar, si es que podemos tomar alguna. Y muchas otras ni siquiera tenemos capacidad para conocer y valorar adecuadamente lo que sucede. Pero aquí estamos. Con la misión de anunciar y realizar el Reinado de Dios en nuestro mundo. A nuestra pequeña escala, como Jesús. Buscando, como él, una “justicia superior” de la que apenas tenemos sólo unos esbozos en las bienaventuranzas y en el resto del sermón de la montaña. Ya he mencionado que a Jesús el poner en práctica su “opción fundamental” le costó la vida. Lo que no he dicho entonces, pero lo digo ahora, es que la memoria de su resurrección nos permite luchar por una realidad nueva a la vez que la esperamos de Dios.

Gerson Amat


Vida Cristiana La vida sencilla Una de las metas fundamentales que hemos recibido en herencia de quienes han fundado lo que es hoy la Fundación Fliedner, es la máxima “educar para la vida”. ‘Ahí es ná ...’, que diría algún castizo, educar para la vida ... ¿Qué es educar para la vida? Y ¿qué vida?, ¿la vida real, la vida ideal/utópica, o simplemente la vida profesional? Mi respuesta es que educar hoy en los valores que hemos recibido por herencia, es educar para la vida sencilla. La vida es compleja El estoico Séneca arremetió contra las corrientes filosóficas (y docentes) más estéticas transformando la máxima de éstos (Non vitae sed scholae discimus) en la que ahora nos ocupa: Non scholae sed vitae discimus–Educar para la vida (lit. no estudiamos para la escuela, sino para la vida). La máxima es preciosa y profunda, y sin duda es alentadora para la práctica educativa de la familia y de los docentes, puesto que eleva esta labor a un gran ideal. Sin embargo, un debate sobre ‘¿Qué es la vida?’ sería interminable y sólo con gran dificultad se alcanzaría una conclusión de mínimos. Esto es así porque eso que llamamos ‘vida’ tiene muchas facetas (y también muchas aristas). Es más, entendemos la vida según cada uno de nosotros la vivimos. En definitiva, la vida es compleja de por sí, sin que nosotros hagamos nada. Pero hay un punto añadido de complejidad que es el que generamos los seres humanos más o menos volun-

taria o conscientemente. Nos habla de ello un pastor y teólogo, Charles Wagner, que en 1895 escribió lo que sigue: Desde la cuna hasta la tumba, tanto en sus necesidades como en sus placeres, en su concepción del mundo y de sí mismo, el hombre moderno se debate en medio de complicaciones sin cuento. Ya nada es sencillo: ni pensar, ni actuar, ni divertirse, y ni siquiera morir. Con nuestras propias manos, hemos añadido a la existencia una multitud de dificultades y hemos suprimido muchos deleites. Estoy convencido de

que, en la actualidad, miles y miles de mis semejantes sufren las consecuencias de una vida puramente artificial. (La vie simple, Librairie Armand Colin et Librairie Fischbacher: París, págs. 5–6 de la edición de 1905) ¿No resulta vívidamente actual esta sensación de asfixiante complejidad

artificiosa? Para Wagner, la vida compleja, complicada por la propia acción humana, se vuelve una vida artificiosa. Y es que ese homo sapiens capaz de conocer la vida, no se conforma con conocerla y disfrutarla, sino que se transforma en un homo faber (lit. el hombre artesano1), esto es, en un ser que se pone a trabajar para dotarse de instrumentos que aumenten su capacidad de control de su vida y entorno. Famosa es la siguiente sentencia del censor romano Apio Claudio el Ciego / el Censor (340–273 a.C.): faber est suae quisque fortunae (lit. cada uno es artífice de su propia fortuna). De ahí el homo faber como el prototipo del hombre occidental que lucha por asegurarse destino y fortuna (¡magnífica sinonimia ésta!). A este hombre, hoy día se le denomina también como homo technologicus2, un hombre siempre rodeado de artefactos con los que pretende transgredir sus límites, de modo que pierde contacto con su naturaleza y, por eso mismo, con la verdadera naturaleza de las cosas. Por ejemplo, con la verdadera naturaleza de las relaciones humanas y con la vida diaria sin mayores intereses que el afán de cada día (Sermón del Monte). Esta vida artificiosa genera un círculo vicioso difícil de romper. Wagner (Ídem, pág. 6), lo expresa del modo siguiente: La complicación de la vida se nos presenta con la multiplicación de nuestras necesidades Nótese la relación del vocablo faber (artesano) con fabrica (arte, oficio).

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Yves Gingras, Éloge de l’homo techno-logicus. También Jacques Éllul escribió una obra dedicada a la sociedad tecnológica: La technique ou l’enjeu du siècle (traducción al inglés: The Technological Society).

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materiales. Uno de los fenómenos universalmente constatados en nuestro siglo es que las necesidades han crecido parejas a nuestros recursos. A más recursos, más y mayores las necesidades, y a más necesidades, más recursos se requieren. Este círculo vicioso alcanza un grado extremo de obsesión en nuestros días, donde las mediciones socio-económicas han alcanzado un elevado grado de refinamiento y de perfección, que además pueden ser difundidas urbi et orbi en tiempo real, con lo cual vivimos con el alma en vilo, todos pendientes de todo tipo de índices económicos, ya sean cercanos o lejanos en lo geográfico o en el tiempo. Es decir, pesan muchísimo también las proyecciones económicas a medio y largo plazo. El aumento de conocimiento es bueno per se, igual que el desarrollo humano. Por supuesto, muchos recursos son buenos y necesarios (v.g. higiene, educación, alimentación, etc.). Ergo, las metas para mejorar la salud, la educación, el bienestar, etc. son buenas y necesarias. El problema es cómo experimentamos los humanos el desarrollo: en lugar de liberarnos, nos quedamos atrapados en mayores preocupaciones; en lugar de vivir más confiadamente, vivimos desasosegadamente. Y de nuevo Wagner me sirve de apoyo en mi reflexión. En su libro (pág. 9) dice que la pregunta por el «qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos» (Evangelio de Mateo 6,31) no se la hacen sólo los pobres, sino también los afortunados, pues: hay que acudir a quienes comienzan a disfrutar de cierto bienestar, para constatar cuanta de la satisfacción de la que gozan por lo que poseen, se ve perturbada por el lamento de aquello que todavía les falta. Es decir, los pobres, al menos, sólo se lamentan por lo imprescindible, pero los afortunados se lamentan por lo que ambicionan. Quien carece del alimento diario, se preocupa por su hoy (¿recordamos el Padrenuestro: «el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy»?) o, máximo, por su mañana; pero el que tiene, se preocupa por su jubilación e incluso por asegurar el futuro de sus descendientes. También

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con Wagner, podemos constatar lo siguiente: No somos hoy más felices, ni tampoco más pacíficos y fraternales. Los niños mimados se pelean por todo y, además, encarnizadamente. Cuantos más son sus deseos y necesidades, más crecen las ocasiones de conflicto del hombre con sus semejantes; y a mayor

“La persona es lo que tiene valor por sí misma y la fraternidad creada en el amor al prójimo. Eso es para mí la vida sencilla…”

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el odio del conflicto, menor es la justicia de su causa. Que haya lucha por el pan, lo necesario, es ley natural. Puede parecer brutal, pero al menos hay una excusa para su dureza, que por otro lado se limita a una crueldad rudimentaria. Pero aquí hablamos de una guerra por lo superfluo, por la ambición, por el privilegio, por el capricho, por el deleite material. Jamás el hambre ha hecho cometer al hombre las bajezas a las que le han conducido la ambición, la avaricia, la sed de placeres malsanos.

El egoísmo se hace tanto más malvado a medida que se refinan los deseos. Por eso en nuestro tiempo asistimos a un agravamiento del espíritu hostil entre semejantes, y nuestros corazones están menos apaciguados que nunca. (Pág. 11) Demasiadas inutilidades embarazosas nos separan del ideal de verdad, de justicia y de bondad que debiera avivar y enardecer nuestro corazón. Toda esta maraña, so pretexto de abrigarnos –a nosotros y a nuestra felicidad–, ha acabado por ocultarnos la luz. ¿Cuándo tendremos la valentía de espetar a la engañosa tentación de una vida tan complicada como infecunda la respuesta del sabio: «Apártate de mi sol»? (pág. XVI) (Recuerdo que estas palabras ¡fueron escritas en 1895, antes de las dos guerras mundiales!) Este párrafo acaba con una famosa y atrevida respuesta –«¡Apártate de mi sol!»– del filósofo cínico Diógenes de Sinope (412–323 a.C.) al emperador Alejandro Magno (356–323 a.C.). A pesar de ser muy conocido, Diógenes vivía por deseo propio en las calles de Corinto como un vagabundo. Y cuenta la leyenda que, cuando Alejandro visitó dicha ciudad, se le acercó y le ofreció concederle un deseo, a lo que Diógenes, molesto por que su figura le impidiera disfrutar de los rayos del sol, le espetó dicha respuesta. Las fuerzas sociales que nos arrastran a una vida compleja, complicada y, finalmente, embotada para vivir con lucidez, son tan impresionantes como pueda serlo un emperador. Sólo alguien que confiadamente ha reducido su vivir a la máxima frugalidad, como Diógenes, puede realmente hacer frente a un emperador. Y sólo la institución (incluyendo la iglesia) que sabe cuál es la esencia de su misión y vive para ella, puede hacer frente al círculo vicioso de las «inutilidades embarazosas (que) nos separan del ideal de verdad, de justicia y de bondad».


La vida debe ser sencilla En efecto, muy fácilmente nuestros proyectos y metas, ya sean personales, profesionales o institucionales, quedan atrapados en el círculo vicioso descrito. La frontera entre lo bueno y lo malo es siempre muy difusa. Un proyecto personal de auto-realización es bueno, pero fácilmente puede dejar de serlo si no se convierte en servicio a los demás. Una ampliación de instalaciones es buena, pero si su único objetivo fundamental es garantizar el futuro de la institución, deja de cumplir con su vocación de servicio. Es decir, demasiado fácilmente nuestros proyectos y metas pueden dejar de servir a la fraternidad humana (a la felicidad humana en definitiva), sirviendo tan sólo al círculo vicioso del más y más... Nuestro Alejando Magno actual es la hiper-modernidad, o sea, el barroquismo con que se nos sobrecarga. Y si fuera así, lo queramos o no, revistamos como revistamos nuestros informes y programas, nuestra diaconía (sea educativa o de cualquier otro tipo) estaría movida por un «corazón menos apaciguado que nunca», pues crearíamos un entorno contaminado por la desazón y la inquietud, por el activismo, por la desconfianza, y, en última instancia, por la burocratización de nuestro servicio y de nuestra vocación más íntima. ¡Y qué triste es cuando la vocación, el carisma / don, se convierte en puro oficio, por muy profesional que sea! Por ello, es imperativo desarrollar entre todos, y cada uno desde su propia responsabilidad, un entorno sencillo, una vida sencilla, una comunidad sencilla. En mi opinión, estamos llamados a ofrecer algo más que buenos programas: estamos obligados a ser, no sólo a alcanzar, sino sobre todo a ser: ser modelo de vida sencilla. La pregunta es, claro está, ¿qué es la vida sencilla? Y para responder, permítaseme citar el Ideario de la Fundación F. Fliedner, concretamente al capítulo 3 (Bases de acción) y artículos b y c: La Fundación fija los fines de todas sus actividades y proyectos sobre la siguiente visión del ser humano y de la sociedad:

b) La dignidad de toda persona está por encima de cualquier otro valor. Además, el amor incondicional de Jesús al prójimo nos compromete a favor de la promoción y liberación de todo ser humano, independientemente de su raza, sexo, religión e ideología. c) El ser humano se perfecciona en la entrega amorosa al prójimo, que se constituye en un poderoso instrumento de transformación de la sociedad. La labor de la Fundación se justifica si nace de tal entrega. La persona es lo que tiene valor por sí misma y la fraternidad creada en el amor al prójimo. Eso es para mí la vida sencilla. No hay mayores metas, ni proyectos, ni estrategias, ni intereses, que la persona misma y el amor fraterno. Esto es liberación y nuestros programas deben coadyuvar a este fin. Es en ese ámbito en el que deberíamos ejercer nuestra misión, educativa o de cualquier otro tipo. Seguramente, alguno podría ironizar: «¡Qué ‘potito’! ¡Qué ñoño! ¡Qué ‘hollywoodiense’!». Sí, todo lo que se quiera; pero o caminamos por este camino o no sé si merece la pena… que nos consideremos una diaconía evangélica o una iglesia cristiana. Jesús se propuso una meta, ir a Jerusalén, y fijó cómo y con quién iría hacia esa ciudad. Iría caminando por (recorriendo) los pueblos de Palestina y llamó a seguirle a doce personas ‘de todo pelaje’. A partir de ahí, Jesús renunció a buscar su propio sustento y renunció incluso a escribir sus ideas o doctrinas (programas, objetivos, ...), ya fuera para su tiempo o para la posteridad. De hecho, los evangelistas no han dejado constancia de que jamás pidiera que se conservara su vida y obra en algún escrito. Jesús sólo se ocuparía del prójimo, que era verdaderamente el próximo, o sea, aquél a quien tenía en frente o al lado; su prójimo no era ni la posteridad desconocida ni la ascendencia (linaje, genealogía) ya lejana. Y a ese prójimo no lo buscó por mediación o instrumento alguno, ni como medio para conseguir algo, sino por su plena disponibilidad para el encuentro (la mirada directa a sus ojos). Es decir, Jesús gestó co-

munión verdadera prescindiendo de todo tipo de mediaciones entre las personas. Para Jesús, la meta hacia Jerusalén fue el modo de trazar un camino de acercamiento al prójimo, siendo esto tanto o más importante que su destino. Supongo que algunos o bastantes de los lectores habrán hecho el Camino de Santiago. Yo lo he hecho en cuatro etapas (veranos) y justo lo acabé el pasado agosto. Llegamos agotados a la magnífica plaza del Obradoiro, abarrotada de gente, con colas interminables para entrar en la catedral o para recoger la bula, de modo que no hicimos ni lo uno ni lo otro. Y me vino a la mente lo difícil pero hermoso del camino: las conversaciones con mi compañero de camino, los encuentros con peregrinos desconocidos, los pequeños oasis de sombra y agua –o incluso del solitario árbol que nos acogió en un momento de agotamiento– que descubríamos bajo el tórrido sol de Castilla, los parajes descubiertos antes desconocidos, los pequeños pueblos donde pernoctamos, (Ibeas de Juarros, el Burgo Ranero, Mansilla de las mulas...). Cierto, sin meta no hay camino, pero al final descubres que lo fundamental ha sido cómo y con quién has hecho el camino. La meta alcanzada no tiene sentido sin un buen camino. Conclusión Quiera Dios (Ruego a Dios) que hagamos de nuestra misión un buen camino que, sin duda, lleve a una buena meta. Pero entiendo que todos nuestros objetivos, metas, proyectos y desarrollos deben ser no más que la oportunidad de establecer un camino que recorramos bien, esto es, caminando, prestando atención al momento y al lugar, y que lo recorramos en fraternidad con quienes caminan a nuestro lado, esto es, compartiendo la vida. Sólo así seremos capaces de liberarnos y liberar a otros de las cargas de desasosiego de nuestro tiempo impuestas por una goaloriented society (una sociedad que vive para los objetivos) donde la meta es más importante que el camino, y por eso despliega infinitos recursos para acortar el camino y alcanzar la meta... para cargarnos con nuevas metas.

Pedro Zamora

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Ciencia y Biblia Ciencia y Fe, en disputa desde el principio de los tiempos.

Desde que ser humano se puede conceptuar como tal, ha estado marcado por la necesidad de saber. Saber de su entorno, el porqué de las cosas, de los fenómenos, buenos y malos, que le intimidaban; saber de sí mismo, de su cuerpo, su dolor y su placer, su hambre y su necesidad; saber de la vida y de la muerte, de lo que está aquí y ahora y de lo que hay más allá. Desde que el ser humano habita esta tierra creada ha tenido conciencia de lo que es propio de sí mismo y su entorno (lo inmanente) y de aquello que está fuera de sus límites, que escapa a su propio ser y naturaleza (lo transcendente). Lo primero podía conocerlo por la observación y su propio razonamiento. A ese conocimiento lo llamó Ciencia1. Lo segundo solo lo podía conocer mediante la revelación que venía de esa realidad que estaba fuera de sí y de su naturaleza, de esa otra realidad (o realidades) que, intuía, era causa, origen y final de todo. A ese otro conocimiento lo llamó Fe2. El Diccionario de la RAE define ciencia como “Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales.”

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2 Fe: “asentimiento a la revelación de Dios” (RAE) “Creencia en algo sin necesidad de que haya sido confirmado por la experiencia o la razón, o demostrado por la ciencia.” (Diccionario de la Lengua Española 2005, Espasa-Calpe

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Desde ese momento, todo el saber del ser humano se ha ido articulando y desarrollando en torno a estos dos saberes: la Ciencia y la Fe, lo científico y lo religioso. La convivencia entre Ciencia y Fe no siempre ha sido fácil, ni tampoco pacífica. Siempre, desde el principio, se ha supeditado la una a la otra, o la otra a la una, y se han establecido relaciones de dependencia de manera que una determinaba el alcance y competencias de la otra. En un principio, mientras el conocimiento científico apenas alcanzaba a explicar de manera convincente muy pocos de los porqués que el ser humano se planteaba, era el saber religioso el que ostentaba prácticamente el monopolio de las respuestas. La causa de las catástrofes estaba en la reacción de la divinidad a los comportamientos humanos; los buenos o malos resultados de las partidas de caza o pesca, o de las cosechas, dependía de la voluntad, razonable o caprichosa, de la divinidad. Y así, la religión se erigió a sí misma como única fuente de respuestas a las necesidades de saber del ser humano, la única que podía afirmar cómo y porqué eran las cosas y, mucho más importante, la única que podía decir cómo iban a ser el devenir de esas cosas. El conocimiento es, en sí mismo, un poder, y quien detente el poder de responder a las inquietudes de la humanidad, quien pueda explicar lo que sucede y sus causas, quien pueda arrojar luz sobre las preguntas que los seres humanos se hacen sobre sus orígenes y el sentido de una vida signada por el deseo y la tragedia, tiene en sus manos la facultad de dominar “vidas y haciendas”, de apoderarse de conciencias y destinos. Y ese poder sobre conciencias y destinos es el mejor aliado que puede tener del poder político y económico. Una leyenda cuenta que en tiempos del faraón Ramsés XIII, faraón que, según los historiadores, nunca existió, la clase sacerdotal atesoraba riquezas

y conocimientos, y que su poder era tal que tenía al propio faraón ahogado, sin ninguna capacidad real de decisión. Ramsés XIII, viendo la pobreza de su pueblo y la gran riqueza que se acumulaba en el templo de Amón, decide enfrentarse directamente al Sumo Sacerdote, Hertho (que, curiosamente, éste sí que existió, según los historiadores). Ramsés contaba con la adhesión del pueblo, pero Hertho tenía el poder del conocimiento. Y así, aprovechando un eclipse total que sabía se produciría, hizo creer al pueblo que el gran dios Amón (representado por el sol) abandonaba definitivamente a los egipcios por haberse rebelado contra sus servidores los sacerdotes. Cuando el pueblo vio que la oscuridad se hacía en pleno día, no dudó de la veracidad de lo anunciado por Hertho y abandonó a Ramsés a su propia suerte3. Se podría poner otros muchos ejemplos que ilustran de qué manera lo religioso ha dominado sobre conciencias y moldeado la historia4. Y así ha sido durante una gran parte de la historia de esta humanidad nuestra, al menos hasta el final de lo que se dado en llamar como Edad Media. A finales del s. XV y principios del s XVI se produce en Europa un cambio de tendencia en cuanto al pensamiento y, por supuesto, a la relación entre Ciencia y Fe. Son muchas las cosas que cambian en Europa. Solo citaré algunas, aunque ciertamente significativas. En 1453 Constantinopla es conquistada por los turcos, lo que provocó la llegada a Europa, especialmente a Italia, de una gran cantidad de exiliados bizantinos y con ellos el retorno a Europa de textos griegos clásicos, que favorecieron el desarrollo del Renacimiento y el Humanismo. Coincide con los trabajos en Alemania de Johannes Esta historia se cuenta en la novela “Faraón” del escritor polaco Bolesław Prus, y fue llevada al cine, con el mismo título, por el director, también polaco, Jerzy Kawalerowicz.

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4 Recuérdese la disputa entre el Papa Clemente VII y el Emperador Enrique IV y la humillación pública del Emperador para evitar ser depuesto como consecuencia de la excomunión decretada por el Papa.


Gutenberg que culminó, en 1450, con la invención de la imprenta de tipos móviles, auténtica revolución en el campo de la reproducción de libros y la divulgación del pensamiento. En 1492 Colón llega América, con lo que la comprensión de lo que era el mundo hasta ese momento cambia de manera radical (el mundo no se acaba en Finisterre). En 1517 Martín Lutero inicia el movimiento de la Reforma Protestante, que encuentra en el nuevo pensamiento humanista un punto de impulso y en la imprenta una herramienta de divulgación. En suma, se planteó una nueva forma de ver el mundo y al ser humano, que afectó tanto a las artes, como a la política y las ciencias, revisando el teocentrismo medieval y sustituyéndolo por cierto antropocentrismo. Lógicamente, el pensamiento religioso no fue inmune a las nuevas corrientes. Con la llegada de los nuevos paradigmas de pensamiento, se acentúa el individualismo y el relativismo y, cada vez con más fuerza, el racionalismo científico. Desde entonces hasta hoy, el peso del “saber religioso” ha ido en declive, ocupando su lugar el “saber científico”. Hoy, lo verdaderamente moderno, o postmoderno, es estar libre de toda influencia religiosa y solo confiar en el poder del conocimiento humano, único que puede llevarnos a encontrar las esperadas respuestas. Lo único real se encuentra en la ciencia, y los únicos caminos que pueden llevarnos a un mundo soñado son los que se abran desde postulados racionalistas, desde hechos tangibles, mensurables y controlables. Todo lo demás entra en el campo de los mitos, de lo imaginario y lo metafórico, que tiene su interés desde el punto de vista de la “Historia del Saber”, pero que nada tiene que ver con la realidad de las cosas como son. Se volvió la tortilla, y con ella, las relaciones de dependencia entre Ciencia y Fe. Pero sigue siendo la misma tortilla, y en el fondo se siguen reproduciendo los mismos esquemas con estructuras cada vez más parecidas. A la clase sacerdotal del tiempo de Ramsés XIII le ha sucedido una nueva corte de sacerdotes del conocimiento humano, y a la divinidad transcendente, que estaba más allá del propio ser humano, le ha sustituido una divinidad inmanente, que se encuentra intrínsecamente ligada a la propia naturaleza

humana. Hoy, la humanidad sigue haciéndose las mismas preguntas que en la antigüedad, preguntas sobre sus orígenes y el sentido de la vida, que sigue enmarcada entre el deseo y la tragedia, pero si entonces todas las respuestas venían de un mundo mágico, solo accesible a través de los iniciados y los sacerdotes, las respuestas del hoy vienen del mundo no menos mágico de la bioquímica, solo accesible a través de los iniciados y los nuevos sacerdotes de la ciencia. En el fondo, sigue siendo la misma tortilla. La respuesta, desde el mundo religioso, a esta situación de arrinconamiento de la Fe no ha sido, en la mayoría de los casos, muy afortunada, sobre todo en las tradiciones cristianas más conservadoras y apegadas al literalismo. Lejos de buscar el espacio propio de la fe con una actitud integradora con el conocimiento científico, se ha optado por la defensa a ultranza de la revelación, tal y como ellos la perciben, dándole la categoría de verdad absoluta, válida para todos y en todo tiempo. Como si quisieran salvar el honor de Dios, mancillado por el racionalismo, niegan todo valor a los descubrimientos científicos que puedan poner en entredicho la literalidad del texto bíblico, sobre todo en los campos más sensibles de la antropología, la paleontología y la astrofísica, disciplinas que tratan sobre los orígenes de la vida, tanto humana como animal, y de la naturaleza del universo. Como en tiempos de la Edad Media, pretenden sujetar los estudios y descubrimientos científicos a unos principios de antemano determinados basados en la literalidad del texto bíblico. Así, frente a la teo­ría de la evolución (también muy discutida en los ambientes científicos y sin poder llegar aún a teoremas definitivos y demostrables) se enfrenta la del creacionismo, y últimamente, dado el descredito de las tesis creacionistas en todos los ámbitos, a la formulación de la teoría del “diseño inteligente”. El problema, a mi entender, está en que la teoría del Diseño Inteligente no parte del estudio y el análisis de los restos arqueológicos, sino de la necesidad de armonizar lo que los restos arqueológicos revelan con una determinada lectura conservadora de los textos bíblicos de la creación. Es

decir, se fuerza a la ciencia para que esta no contradiga los postulados de la fe. Como dice Humberto Ecco en su obra “El Péndulo de Focault”, «el pensamiento estúpido, cuando tiene razón lo es por casualidad». Ignoro si finalmente los postulados del Diseño Inteligente serán corroborados y demostrados, pero si lo es será por casualidad. En esto, como en casi todo, los fines no justifican los medios. ¿Cómo salir de este ancestral desencuentro entre Ciencia y Fe? Desde luego no con enroques dogmáticos, más cercanos al fanatismo irracional que al razonamiento serio y sereno; enroques que se plantean tanto desde los cuarteles de los defensores de la fe como de la ciencia5. Personalmente no necesito a la ciencia para justificar o explicar a Dios, pero tampoco puedo caer en el utilitarismo de recurrir a a Dios para explicar el Universo. Creo que Dios es la causa, origen y final de todo lo creado, conocido o aún por conocer, con independencia absoluta de la manera o camino que las cosas que son han seguido para llegar a ser lo que son, y del que, probablemente, aún deban seguir para llegar a ser lo que serán. El problema es que durante siglos hemos estado dirigiendo las preguntas adecuadas en ámbitos inadecuados. Y ni la Biblia, testimonio de la Revelación de Dios en la Historia de la Humanidad, es un tratado de paleontología, ni los libros del científico Hawking pueden llevarme a la experiencia personal con Dios. Un bilbaíno universal, Miguel de Unamuno, dejó escrito: «Dios no es racional, sino cordial; no se demuestra con argumentos lógicos su existencia ni su no existencia tampoco. O se le siente o no se le siente; o se tiene experiencia personal con Él... o no se tiene. Para el que lo sienta en sí, las razones sobran, para el que no lo sienta, sobran también.» Y en una carta a Miguel Gayarre decía: «Para mí Dios no es una exigencia racional, no lo necesito para explicarme el universo, lo que sin él no me explico tampoco con él me explico».

David Manzanas

El último libro publicado por el físico Stephen Hawking, en el que afirma que no hace falta Dios para explicar el Universo, y por ende la propia vida, no es precisamente una ayuda para articular espacios de encuentro.

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Iglesia y sociedad La Iglesia y la Homosexualidad: Un nuevo “caso Galileo” Llevo mucho tiempo pensando en escribir este artículo, pero ha sido el extraordinario testimonio de una madre cristiana evangélica la que me ha terminado de convencer1. Su sufrimiento y, sobre todo, su esfuerzo por comprender y aceptar a su hijo, son extraordinarios, y nos muestran de lo que es capaz el amor. Una madre de tres hijos, a los que ha educado en la misma fe, en los mismos valores, con el mismo amor, y que descubre asombrada el sufrimiento que durante años ha padecido uno de ellos por reconocerse y aceptarse homosexual. Exclama esa madre angustiada: evidentemente mi hijo no ha elegido ser homosexual, nadie elige el sufrimiento, nadie elige ser rechazado, despreciado, acusado de pecador, denigrado por ser un pervertido; nadie elige esta marginación y esta humillación. Y tiene razón esta hermana nuestra. Nadie elige vivir siendo constantemente denigrado y despreciado; pero es más, querida hermana, y creo que esto es fundamental: nadie elige su condición sexual, ni el homosexual ni el heterosexual. Y esta afirmación es la que me gustaría desarrollar en este artículo, porque creo es clave para definirse en un sentido o en otro. Creo que el rechazo de esta afirmación es el que está haciendo que muchas iglesias sean miradas por gran parte de nuestra sociedad como atrasadas y sectarias, y consideradas como grupos de personas que ignoran los avances fundamentales de la ciencia. Sí, y por ello he titulado así mi artículo, porque creo que lo que nos divide tan profundamente a las iglesias evangélicas en España en cuanto a la evaluación de la homosexualidad, no es lo que dice la Biblia, sino lo que dice la ciencia. Y en el fondo, nuestra postura a favor o en contra se define más por nuestro conocimiento científico que por nuestro conocimiento bíblico. De ahí que estemos, como indico en el título, ante un nuevo “caso Galileo”. Pág. 8 de “Cristianismo Protestante” Nº 55, Enero-Marzo 2010

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Hoy en día nadie piensa que la tierra sea el centro del universo, y que el sol, los planetas y el resto de las estrellas giren a su alrededor. Quien afirma esto, simplemente es considerado un ignorante o un chalado. Y sin embargo, llegar hasta aquí ha costado muchísimo sufrimiento. Galileo fue condenado, no sólo por la inquisición de la iglesia católico-romana, sino también por las iglesias de la reforma, pues nadie estaba dispuesto a aceptar que la Biblia pudiera equivocarse, era la ciencia la que estaba en el error. Ese conflicto nos ayudó a interpretar mejor la Biblia y a no ver en la ciencia a un enemigo de nuestra fe. Hoy en día nadie duda de que la tierra gira alrededor del sol; y nadie hace una lectura literal de los textos bíblicos que afirman lo contrario; se tiene en cuenta el género literario de los mismos y la naturaleza del lenguaje teológico, y se distingue muy bien el tipo de verdad que nos comunican, que es una verdad de salvación y no una verdad científica: no es cierto que el sol se detuviera2 para que Israel venciera a sus enemigos (en todo caso se tendría que haber detenido el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje, cosa que ignoraba el autor del texto); pero sí es cierto que Dios ha salvado a Israel y ha estado a su lado de manera extraordinaria en todas las circunstancias adversas de su historia. Los Testigos de Jehová tienen otro “caso Galileo” con las transfusiones de sangre. Algunos hacen una lectura literal de los textos bíblicos referentes a la importancia de la sangre para la vida humana, en clara contradicción con lo que dice la ciencia actual: que la vida humana no está en ningún fluido corporal, sino en todo el cuerpo humano; una vida humana que es más que materia, es también y fundamentalmente espíritu. Y es que cuando se escribieron esos textos bíblicos, no se sabía que la sangre circulaba por el cuerpo, no se supo hasta muchos siglos después, y mucho menos se 2

Josué 10,13

imaginaban los autores que podrían realizase transfusiones de sangre. Cuando salta a la sociedad una noticia en la que esa creencia ha puesto en riesgo alguna vida humana, genera un rechazo frontal y absoluto, y los testigos de Jehová son vistos como personas retrógradas, ignorantes y sectarias, con una visión de la vida totalmente desfasada y peligrosa. Creo que con la homosexualidad estamos ante otro “caso Galileo”. Y me explico. Hoy en día la ciencia médica, biológica, psiquiátrica, etc, nos dice que la homosexualidad es una condición sexual y no una opción sexual. Y esta distinción es fundamental. La homosexualidad no es una orientación sexual elegida por una persona, sino recibida por la misma, exactamente igual que la heterosexualidad. Hoy la ciencia nos dice que en la orientación sexual de una persona han intervenido factores genéticos, ambientales, sociales, educativos, etc. y que cuando esta orientación ha madurado, debe ser plenamente aceptada, sin ninguna reserva, para que sea posible un desarrollo equilibrado de la personalidad. Esta visión de la homosexualidad es la que está detrás de las Leyes que distintos Estados han aprobado reconociendo igualdad de derechos a los homosexuales y permitiéndoles incluso el matrimonio. Leyes que ponen fin a una discriminación y a una persecución y desprecio que los homosexuales han soportado durante siglos. Hoy en día el homosexual es visto en nuestra sociedad como una persona, no como alguien que padece una enfermedad o ha hecho una opción sexual pervertida. Pensar así sólo es posible si ignoramos todo lo que la ciencia actual nos ha ayudado a entender de la homosexualidad. La homosexualidad empieza a ser estudiada por la ciencia médica a finales del siglo XIX, y claro está, es vista como una patología, como una enfermedad, como una opción del individuo en contra de su naturaleza. (Permitidme abrir un paréntesis. Hoy en día la ciencia nos dice que la ho-


mosexualidad es tan natural como la heterosexualidad, y que no sólo se da entre humanos, sino entre una gran diversidad de animales: delfines, ciervos, chimpancés, elefantes, aves, insectos, etc.). Pues bien, la ciencia empezó estudiando la homosexualidad como una enfermedad, y han sido necesarios muchos estudios a favor y en contra, mucho debate científico, con amplia participación de todos los agentes sociales, de las iglesias, de distintas organizaciones de todo tipo, etc. para que cambiara radicalmente el modo de evaluar la homosexualidad. La primera asociación científica que eliminó a la homosexualidad de la lista de enfermedades, fue la prestigiosa Asociación de Psiquiatría Americana (APA), en 1974, y en su seno comenzó una “guerra” el sector minoritario para que volviera a incluirse en la lista de trastornos, patologías o enfermedades. No lo consiguió, al contrario, en 1986 fue ratificada esa decisión aprobada en 1974 por la mayoría de sus miembros. A partir de los últimos años del siglo XX hemos asistido a declaraciones similares de diversas organizaciones científicas. La Organización Mundial de la Salud eliminó en 1990 a la homosexualidad de su lista de Enfermedades y otros Problemas de Salud; la Asociación Médica Norteamericana, la Asociación de Psicología Norteamericana, etc. han actuado de la misma manera. Pero no sólo los profesionales de la ciencia, sino que las leyes y los gobiernos de los países de nuestro entorno social y cultural, corroboran esta visión de la homosexualidad y adoptan las mismas medidas que la Organización Mundial de la Salud. Así lo hizo el Reino Unido en 1994, o la Sociedad China de Psiquiatría en 2001, etc. En nuestra sociedad la homosexualidad es vista como una condición sexual, no como una opción sexual; y por lo tanto el homosexual tiene los mismos derechos y deberes que el heterosexual a la hora de vivir su sexualidad de una manera plena y enriquecedora. La condición sexual del homosexual no puede ser objeto de discriminación ni de menosprecio de ningún tipo, pues sería como discriminar o despreciar a alguien por el color de su piel o por su etnia. Creo que nuestra sociedad está horrorizada

con la discriminación y la persecución que han sufrido los negros, los judíos, etc. por su condición étnica; al igual que todavía, en muchas sociedades, son menospreciados y marginados los homosexuales por su condición sexual. Y ahora viene “la gran pregunta” de nuestras iglesias: ¿Y qué dice la Biblia?. Y la respuesta es clara y rotunda: nada, absolutamente nada; la Biblia no dice nada de la homosexualidad, pues cuando se escribió desconocía que existiera. La Biblia no dice nada de la condición homosexual, como tampoco dice nada de la circulación de la sangre, ni dice que el sol gire alrededor de la tierra, a no ser en un lenguaje coloquial y no científico. La Biblia no habla de la homosexualidad, la Biblia habla sólo de actos homosexuales, y además actos homosexuales vistos como manifestación y expresión de una actitud profunda del corazón, actos homosexuales que son fruto de la codicia y la lascivia del ser humano, no manifestación del amor y de la ternura entre dos personas. Cuando fueron escritos esos textos, ni siquiera podían imaginar sus autores que los actos homosexuales fueran, al igual que los heterosexuales, manifestación del amor y del compromiso entre dos personas. Esto se ve claramente cuando los leemos en su contexto histórico; podemos comprobar entonces que en ellos se habla de los actos homosexuales, o bien como actos que transgreden las leyes de pureza del pueblo (cf. Lv. 15,16-20 y Lv. 20,18 antes de leer Lv. 20,13, en donde se dicta pena de muerte, tanto al que tiene relaciones sexuales con mujer que tenga el periodo, como al que lo hace con otro hombre; la razón en el primer texto que cito, en el que se nos habla de la impureza del semen y de la sangre); o bien como actos realizados en un contexto de egoísmo y autosuficiencia humana, de búsqueda de placeres extremos y de experiencias orgiásticas, de situaciones en las que los seres humanos desean transgredir todos los límites e ir más allá de lo conocido en una carrera desenfrenada tras el placer y la autosatisfacción. Y este contexto bíblico hay que tenerlo muy presente a la hora de leer esos textos, pues resulta una gran injusticia utilizarlos para condenar los

actos homosexuales de una pareja homosexual que se ama y se respeta; esa utilización sería equivalente a la de aquel que utilizara la condena bíblica de la promiscuidad y la prostitución para condenar los actos sexuales de una pareja heterosexual. Y no debe ser así, la Biblia tiene en gran estima los actos sexuales de aquellos que se aman y se respetan. Me gustaría exponer brevemente lo que he dicho anteriormente, analizando el que considero más conocido, y el que de manera más amplia nos habla de los actos homosexuales en la sociedad greco-romana del siglo I, el texto de la carta de Pablo a los Romanos, en su capítulo 1. Es claro el contexto en el que Pablo habla de estos actos: son manifestación de la arrogancia de los seres humanos, que en su rechazo del Creador han caído en la idolatría de sí mismos y en la adoración de sus propias obras, de sus cuerpos…, y “Dios los ha dejado a merced de sus bajos instintos, de modo que ellos se degradan a sí mismos. Este es el fruto de haber preferido la mentira a la verdad de Dios, de haber adorado a la criatura en vez de al Creador” (vs.24-25). Los destinatarios de la carta sabían muy bien de qué hablaba Pablo. Tanto en Corinto, desde donde escribe Pablo, como en Roma, habían adquirido mucha fama los cultos de Mitra, Afrodita, Cibeles, etc. Contaban con muchos santuarios y un gran número de fieles que participaban en ritos orgiásticos con los sacerdotes y sacerdotisas de los mismos. En los actos de culto de estos santuarios era habitual mantener relaciones sexuales con los prostitutos sagrados y participar en actos tanto heterosexuales como homosexuales; es más, incluso era habitual que las sacerdotisas utilizaran elementos “fálicos” para penetrar a otras mujeres. Es este contexto el que tiene en mente Pablo cuando describe los actos homosexuales de sus contemporáneos. Son manifestación de la idolatría, de un corazón entenebrecido que no ha reconocido a su Creador y “profesando ser sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles”(vs.22-23). Sí, los templos de estas divinidades

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estaban llenos de imágenes de dioses, diosas, gatos, chacales, cocodrilos, serpientes, Isis, Osiris, Anubis, etc. Pablo está haciendo referencia a algo muy conocido en su medio ambiente, la polémica judía contra la idolatría y sus consecuencias. Algo que describe de manera muy similar el libro de Sabiduría en sus capítulos 13 y 14, libro que no está en las biblias protestantes pero si en las católicas, escrito unos siglos antes que la carta de Palo y cuyo uso era habitual en aquella época. Pues bien, es la idolatría la que genera todo tipo de perversiones humanas, dirá Pablo: “Por esta razón Dios los entregó a pasiones degradantes; porque sus mujeres cambiaron la función natural por la que es contra la naturaleza; y de la misma manera también los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lujuria unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos el castigo correspondiente a su extravío”(vs.26-27). Y no puedo dejar de mencionar algo que pone claramente de manifiesto las ideas preconcebidas con las que leemos los textos bíblicos. Estoy convencido que muchos de nosotros, cuando leemos la primera parte del texto que he citado anteriormente, pensamos que Pablo se está refiriendo al lesbianismo. Si leemos que “sus mujeres cambiaron la función natural por la que es contra la naturaleza”, inmediatamente pensamos que está condenando actos homosexuales entre mujeres. Pues bien, parece que no es así. Al menos durante los primeros cuatro siglos del cristianismo, los que comentan este pasaje no lo interpretan así. Todos los comentarios que tenemos de este texto, de Clemente, de Orígenes, de Agustín, etc, dicen que Pablo no está hablando de lesbianismo, sino de mujeres que tienen relaciones anales con personas del sexo opuesto. Es imprescindible para interpretar los textos bíblicos tener en cuenta la sociedad en la que están escritos, sus costumbres sexuales, sus ritos sagrados. Era habitual en la sociedad greco-romana que muchos hombres tuvieran relaciones sexuales con varones jóvenes y esbeltos que estaban

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al servicio de la casa, y descuidaran a sus esposas; algo tan incomprensible para nuestra sociedad como esos actos de prostitución sagrada de los que hemos hablado. Es imprescindible tener en cuenta todo esto para no hacer un uso injusto de los mismos y condenar a inocentes. Hermanos, la Biblia no dice nada de la condición homosexual, pero sí tiene mucho que decir a las personas homosexuales, lo mismo que a las heterosexuales: que vivan plenamente su sexualidad, pues es un don divino al servicio de la comunicación humana en el amor, el compromiso y el cuidado mutuo. Cuando en nuestra sociedad los homosexuales ocupan puestos de responsabilidad en la Administración de Justicia, en el Gobierno, en los ayuntamientos, etc. Cuando destacados artistas, actores, cantantes, etc. viven su condición homosexual con toda naturalidad y sin ninguna discriminación. Cuando nuestros gobiernos aprueban leyes para que incluso en el ejército sea reconocida la condición homosexual… Cuando todo esto sucede en nuestra sociedad, no podemos nosotros en las iglesias seguir hablando de opción homosexual y de perversión homosexual, en contra de lo que afirma la ciencia, y reconoce la mayoría de nuestra sociedad. Y es que si nuestra sociedad actúa así, si nuestros políticos aprueban estas leyes, no es porque sean unos inmorales que no tienen en cuenta lo que es bueno y justo; sino porque han aceptado lo que la ciencia dice acerca de la homosexualidad y buscan superar la discriminación y la marginación que han sufrido durante siglos nuestros hermanos homosexuales. Creo que también nosotros en las iglesias debemos aceptar lo que dice la ciencia sobre la homosexualidad; y más cuando, como hemos visto, la Biblia no dice absolutamente nada de ello. Bueno sí, nos anima a

respetar y amar a todo aquel que es despreciado y marginado. Pero, por favor hermanos, no incluyamos a los homosexuales en el conjunto de los “pecadores” que debemos amar, NO; tal y como creo haber expuesto en este artículo, el homosexual es un ser humano que ha recibido de Dios su condición sexual y está llamado a aceptarla y vivirla en el amor, con sus riesgos y sus grandezas, exactamente igual que el heterosexual. ¿Cuánto tiempo le llevará a la iglesia reconocer lo que la ciencia nos dice acerca de la homosexualidad? ¿Cuántos “Galileos” tendrán que arder en las hogueras de nuestras inquisiciones?

¿Cuánto dolor nos llevará aceptar que la Biblia no puede ser utilizada como un arma arrojadiza, como un Código Penal? Espero que no sea tanto como para que nuestra sociedad termine por considerarnos una secta, y no sea capaz de escuchar de nosotros el mensaje de vida plena que sólo la fe de Jesucristo hace posible. Juan Sánchez Nuñez


Pensamiento Protestante La tarea política de la Iglesia

Lo político nos preocupa tanto, y es tan grave lo que está aconteciendo hoy en el mundo, que parece que estamos olvidando o dejando de lado facetas importantes de la vida religiosa. Vivimos tan de cerca y con tanta intensidad la dimensión horizontal del evangelio que, a menudo, su dimensión vertical parece quedar en la penumbra. Sin embargo, esto no debería preocuparnos, porque lo horizontal y lo vertical en la vida cristiana auténtica debe llevarnos a establecer la primacía de lo humano por encima de cualquier otra consideración. Atendiendo a la vocación cristiana, que nos viene de arriba, toda nuestra acción transcurre en el campo real en que se mueven los hombres y mujeres de nuestro mundo. Allí no hay almas y cuerpos, necesidades físicas o espirituales, salvación eterna o salvación temporal. Sólo hay hombres y mujeres, y a éstos se dirige nuestra acción. Debemos mencionar esto para recordar que los cristianos nos debemos a todos los hombres y en todos los aspectos de su vida. Nada queda excluido. Creemos en el reino de Dios y estamos convencidos que Dios tiene un proyecto para esta vida que incluye a todos los seres humanos. Por tanto, es con ellos, con todos, que hemos de trabajar para salvar a la humanidad de la inhumanidad que nos acecha. Las fotografías de las torturas en Irak y los crímenes de Al Qaeda nos muestran hasta que punto los hombres pueden llegar a ser inhu-

manos. Y también, hasta que punto podemos tratar de usar a Dios para nuestros propios fines. Volvemos a hacer de Dios el “Dios de las batallas”, un Dios que no debería caber en nuestros esquemas, dominados por la imagen del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. © Eduardo Sánchez El proyecto de Dios no consiste en sacar a los creyentes del mundo, abandonándolo como imposible de

“Nadie se preocupa

seriamente de garantizar una vida digna a la ciudadanía. Y las iglesias, con honrosas excepciones, hacemos poco más que decir: ‘Que Dios te ayude’

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ser transformado, sino que Dios nos manda al mundo para ser piezas importantes en su proyecto salvador. Creemos que sólo el Evangelio puede abrir puertas de entendimiento entre los pueblos y las naciones y son muy importantes las vías de diálogo que día a día se están abriendo y el compromiso de las religiones en establecer espacios de libertad y de cooperación por la paz y el entendimiento entre los hombres y mujeres de nuestro mundo. Cuando vamos a lo esencial de cada religión encontramos que los ideales de paz, justicia y reconciliación están en la base de todos los sistemas.

Sin embargo, sucede a menudo, y sucedió en Ginebra bajo la férrea dirección de Calvino, que el ideal del Reino de Dios se convierte en un ideal teocrático en el que lo más importante no es la soberanía de Dios, sino la soberanía humana, es decir, Dios interpretado por los hombres que confunden el triunfo de la religión que ellos profesan con el triunfo de Dios. Lo que sucedió en Irak no fue una lucha entre religiones, sino un intento por parte de la mayor potencia actual a una hegemonía mundial mediante el control de las fuentes de riqueza. Y esto no fue un caso aislado. Los ejemplos los podríamos multiplicar. El egoísmo y la codicia conforman nuestra vida pública y, allí, en la oscuridad, en las cloacas de nuestra sociedad, gimen las víctimas. Y esto es lo que hemos de denunciar. Quedarnos callados ante la tremenda injusticia que preside legalmente nuestra vida pública. ¡Cuán a menudo consentimos el mal y damos la bendición a los perversos! Una sociedad donde tantos y tantos quedan marginados y son pisoteados en sus derechos, no puede subsistir. Tenemos una hermosa declaración de derechos humanos, pero tenemos también una práctica abominable. Nadie se preocupa seriamente de garantizar una vida digna a la ciudadanía. Y las iglesias, con honrosas excepciones, hacemos poco más que decir “Que Dios te ayude”. Recordemos que el Dios que puede ayudar a los más desvalidos de nuestra sociedad somos nosotros. No los mandemos al más allá cuando se nos exige aquí solidaridad. La fe no se manifiesta en palabras y buenas intenciones, sino en un compromiso real en la obra salvadora de Dios, aquí y ahora, allá y después. Las iglesias deberían reflexionar sobre el porcentaje de sus recursos que dedican a mantener la institución y los que dedican a la ayuda a los demás. Si hacemos el cálculo, seguro que tendremos una muy desagradable sorpresa.

Enric Capó

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Pensamiento Protestante Responsabilidad social de la Iglesia: Posesiones y dineros patrimonio de los pobres

Una crisis económica global nos azota a todos. Tanto a instituciones seculares como a instituciones religiosas. Tanto a familias cristianas como a las que no lo son. Es hora pues de atarse el cinturón y pensar en clave económica a luz del Reino de Dios. La crisis que estamos experimentado nos ofrece la posibilidad de la conversión a un estilo de vida comunitario y personal que anuncie que otra manera de entender la vida socioeconómica es posible. Es posible aquí y ahora. Y ello imbrincado en la gracia de Dios, nuestro Señor. Algunos, espero que los menos, pensarán al leer el título de mi artículo que ha sido inspirado por un teólogo de la liberación o de un pertinaz izquierdista. Nada más lejos de la realidad. Juan Calvino, el reformador de origen francés, me lo ha inspirado. Y es que he querido recuperar una serie de ideas que Calvino expone en su Institución de la Religión Cristiana en relación con la economía eclesial. Tal vez nos sorprenda, pero dejando a un lado la posible sorpresa, haríamos bien en tomar nota y aplicarnos la lección. El principio de las cuatro partes Calvino en su deseo de regresar a

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las fuentes del cristianismo escribió: “Los obispos antiguos han formulado muchos cánones y reglas con los cuales les parecía que exponían las cosas más por extenso de lo que están en la Escritura, sin embargo acomodaron toda su disciplina a la regla de la Palabra de Dios, de tal modo que se puede ver fácilmente que no ordenaron nada contrario a aquella” (IRC, IV, capítulo IV, 1). De ahí que dijera, en concordancia con esos cánones, “que todo cuanto la Iglesia tenía en posesiones, o en dinero, era patrimonio de los pobres” (IRC, IV, IV,6). Nuestro reformador recupera para nosotros, cristianos del siglo XXI, la forma en que “los antiguos” diseñaban las líneas generales de su presupuesto económico. Reconocían la necesidad de sostener a sus pastores, de mantener sus “templos”, pero sobre todo tenían la convicción de que el centro de todo su presupuesto económico debía tener unos protagonistas principales: los pobres y los extranjeros. Escribe Calvino que en la antigüedad se distribuía “la renta de la Iglesia en cuatro partes: la primera para los ministros; la segunda, para los pobres; la tercera, para reparación de las iglesias y cosas similares; y la cuarta para los extranjeros y pobres accidentales”. Cualquier lector, o lectora, adivinará que el 50% de las posesiones y los dineros de la Iglesia iban destinadas íntegramente a los desposeídos y necesitados. ¿Alguien imagina una iglesia que destine el 50% de su presupuesto a combatir la pobreza “ad intra” y “ad extra”..? Y ahí está el meollo de la cuestión. No conozco iglesias, ni instituciones -esas que denominamos, infelizmente, “para-eclesiales”, que destinen la mitad de su presupuesto a proyectos que logren que los pobres y excluidos dejen de serlo.

Tal vez, las iglesias, y sus instituciones, deben comenzar a caminar por senderos nuevos, distintos a los acostumbrados. Senderos que hablen, en voz más que alta, de solidaridad y compromiso con la realidad de la pobreza y la exclusión social. ¿Qué sucedería si el 50% de nuestros presupuestos fueran destinados a luchar contra la pobreza..? Posiblemente, y ante la respuesta a esa pregunta, comprobaremos que el patrimonio de los pobres, al contrario de lo que nos sugiere Calvino, son las migajas que caen de la mesa de nuestras iglesias. Ellos son actores secundarios en nuestros presupuestos eclesiales. ¡Lástima! El salario de los pastores Los pastores y pastoras no cobran grandes sueldos por su trabajo. Esa es la verdad. Y lo afirmo a pesar de la dificultad de no conocer el sueldo medio de un pastor evangélico en nuestro país, no existen estudios al respecto. Sólo conozco con certeza lo que cobra el que aquí escribe. Por otra parte, bien es verdad que la mayoría de las iglesias evangélicas de nuestro país estipularán el sueldo de su pastor en base a su membresía y a las cualificaciones del pastor seleccionado. Un pastor cobrará una cantidad, mientras otro recibirá otra. La desigualdad económica se ha hecho un hueco en el espacio ministerial evangélico. Cosas del libre mercado... Pero eso es harina de otro costal. En primer lugar, me gustaría decir que, en mi opinión, la tarea ministerial tiene que ver con vocación y no con remuneración. Mal empieza el que se plantea el ministerio cristiano con criterios económicos. Calvino tiene mucho que enseñarnos al respecto. Ya hemos escrito sobre el “principio de las cuatro partes”. Decíamos, en la anterior entrega , que el 50% por cierto de las rentas y los dineros de la Iglesia deberían ir directamente a solventar las situaciones de pobreza y necesidad, mientras que sólo -pensarán algunos- un 25% se destinaba al sueldo del ministro eclesiástico. Calvino escribe que los “antiguos” po-


nían mucho cuidado en que “los ministros, que deben servir de ejemplo a los demás de sobriedad y templanza, no tuviesen salarios excesivos de los cuales pudieran abusar para lujo y delicadezas, sino que simplemente proveyesen a sus necesidades” (IRC, IV,IV,6). Más adelante escribe el reformador que “si alguno comenzaba a excederse y se pasaba de la raya en la abundancia, la suntuosidad y la pompa, al momento era amonestado” por sus colegas, “y si no se corregía era depuesto” de su ministerio pastoral (IRC, IV,IV,7). ¡Cómo han cambiado los tiempos! Desde mis inicios en el camino de Jesús de Nazaret, siempre me sorprendió -y me sigue sorprendiendo- la imagen de algunos “ministros eclesiásticos” que, más que parecer seguidores de Jesús de Nazaret, se asemejan a hombres de éxito, cuasi ejecutivos de alto standing, auténticos figurines... Los pastores y pastoras del pueblo de Dios debemos tener en cuenta que las posesiones y los dineros de la Iglesia son patrimonio de los pobres y ello debe iluminar nuestros apetitos económicos y estilos de vida. Me explicaré, el sueldo de los pastores subirá en estrecha relación a lo que ascienda el 50% de lo que, según el principio de las cuatro partes, corresponde a los pobres. Más claro todavía, si una iglesia quiere pagar a su pastor o pastora, por poner una cantidad redonda, mil euros brutos debe considerar que para combatir la pobreza debería dedicar dos mil euros. Os aseguro que, de ser así, las iglesias cambiarían su rostro y mostrarían, sin necesidad de discursos, que están -junto a sus pastores- al lado de los pobres. Concluyo con el recuerdo de lo que enseñaba a mis estudiantes de teología: la situación de los levitas, en el texto canónico, estaba unida de forma indisoluble al destino y situación de los pobres del pueblo de Dios. Vienen a mi memoria dos versículos del libro de Deuteronomio en el que aparecen los levitas (¿pastores del pueblo de Dios?) insertos en el grupo de los extranjeros, huérfanos y viudas (Deut. 26:12,13). Lo que, en mi opinión, implica que su destino estaba ligado a los que podríamos calificar como grupos en peligro de exclusión social. Si el pueblo de Dios era pobre, los levitas eran pobres. Si los levitas

eran pobres, el pueblo de Dios era pobre. Si los levitas era “ricos”, y el pueblo de Dios era pobre, algo no funcionaba. Y viceversa. Uno de los puntos por los que pasa la renovación de la Iglesia, sin duda, tiene que ver con el aspecto económico y especialmente con la opción que pastores y pastoras, en compañía del pueblo de Dios, hagan por los pobres “ad intra” y “ad extra”. Los espacios eclesiales de reunión y su “necesaria” parafernalia Evidentemente necesitamos espacios de encuentro donde celebrar nuestras actividades comunitarias y nuestro servicios diacónicos. No hay ninguna duda al respecto. Sin embargo el dispendio económico que supone el alquiler, compra o edificación de un espacio cultual y diáconico lleva a muchas comunidades a destinar buena parte del presupuesto a sufragar su gasto. Si a ese dato le añadimos el hecho de que la mayoría de nuestras comunidades evangélicas son pequeñas en número, la cuestión se complica todavía más. Ha llegado el momento de introducir de nuevo el “principio de las cuatro partes” que nos sugirió Calvino recordando a los antiguos cristianos: El 25% del presupuesto es lo que debiera ser destinado al mantenimiento del espacio cúltico o diacónico, ni más, y si acaso menos. En ese 25% incluiríamos el gasto de alquiler, compra o edificación del lugar físico de reunión y trabajo social. No deberíamos obviar que el 50% del presupuesto, según los antiguos, iría a parar al combate contra la pobreza y la carencia de recursos de los que nos rodean, dentro y fuera de la comunidad cristiana. Llegado a este punto nos es necesario atender a la pluma del reformador cuando escribe: “Lo que se dedicaba al adorno de los templos, al principio era bien poco. Incluso después que la Iglesia se enriqueció bastante, no se dejó de observar cierta moderación. Sin embargo, todo el dinero que se destinaba a este fin, se depositaba y dedicaba a los pobres, cuando la necesidad lo requería” (IRC, IV,IV,8). A continuación, Calvino, nos narra diferentes casos en los que se vendieron todos los ornamentos litúrgicos para atender a los pobres en sus necesidades. Es más, cita, entre otras, la acción de Cirilo, obispo de Jerusalén, que viendo el sufrimiento de los po-

bres en un tiempo de hambruna, y considerando su incapacidad económica para socorrerles, vendió todos los vasos y ornamentos sagrados de la Iglesia para paliar el hambre de los excluidos. El reformador protestante concluirá, coincidiendo con los antiguos, diciendo que “todo cuanto la Iglesia tiene es para socorrer a los pobres”. ¿Adónde queremos llegar? Muy sencillo: a la luz de lo dicho y recordado hasta aquí, las iglesias debieran optimizar y compartir sus recursos, no para ahorrar, sino para dar (tal vez, devolver) a los empobrecidos lo que en justicia les pertenece: una existencia digna. Ello implica que las comunidades debieran plantearse, con seriedad evangélica, si mantener cientos de locales de culto para unas decenas de personas responde a una lógica de vida o a una lógica de muerte. Si comprar o construir un vistoso templo responde a una lógica de vida o a una lógica de muerte. A la hora de tomar decisiones al respecto debiéramos utilizar como criterio de actuación la situación de miles y miles de seres humanos que no disponen de lo necesario para construir una existencia digna. No puede ser de otro modo si todavía nos confesamos como seguidores de Jesús de Nazaret, aquel que siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos a todos... y no a unos pocos. Es curioso que sea Juan Calvino, precursor del capitalismo según algunos, el que nos tenga que recordar, muchos siglos después de muerto, que las posesiones y los dineros de las iglesias son patrimonio de los empobrecidos... Todavía nos queda a los cristianos y cristianas del siglo XXI un largo camino que recorrer. Os aseguro que si nos tomáramos en serio el Evangelio y las palabras que de Calvino hemos recordado, toda nuestra vida, a nivel personal y comunitario, experimentaría una auténtica conversión. Una conversión que necesariamente cambiaría radicalmente el rostro de las iglesias tal y como lo conocemos. Y entonces, solamente entonces, el reino de Dios se haría presente en medio de la historia humana. “Soli Deo Gloria”

Ignacio Simal

Cristianismo Protestante | 15


LXXIV Sínodo General

...aumentará el Señor bendición sobre nosotros...

(preparándonos para crecer)

salmo 115:14

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29 de octubre - 1 de noviembre


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