HOTEL GRANADA

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107 Jugar a las máquinas, era una cuestión de “honor personal”, se solía por lo general hacer individualmente, era un reto, una confrontación, entre esa evolución y nuestra inteligencia humana. Había que doblegar la gravedad, la electricidad, la neumática aplicada, traspasar rampas, golpear bumpers, esas setas centrales a las que cuando la bola llegaba, golpeaban y eran rechazadas, al tiempo que otra cercana que también la rechazaba, la lanzaba a otra similar, en un baile salvaje de idas y venidas, pero cuyo resultado se traducía en la acumulación de puntos, pues con cada golpe el marcador del tablero anotaba en la progresión hacia el objetivo del juego, alcanzar aquellos diez mil puntos, trece mil o los inalcanzables quince mil, lo que daba derecho a una, dos o tres partidas, emitiendo un sonido muy característico que se hacía notar, sobresaliendo notablemente sobre cualquier otro, haciendo que todos los presentes y hasta los ausentes, deparasen en aquel individuo que por instantes era el rey, el líder, el atleta de elite, el mejor en pocas palabras, aquel que había doblegado a la máquina. Había una admiración silenciosa pero arrobamiento al fin y al cabo, por aquel individuo fuese quien fuese, en cualquier caso había impuesto su ley, había domesticado a la cosa, había demostrado que allí quien mandaba era él. Todo un placer aquellas máquinas, y tantas horas de observación, de diligente investigación, de análisis y examen de cuantas posibilidades daban de si aquellas evoluciones: subiendo y bajando rampas, golpeando bumpers, descubriendo agujeros que llamaban holes, o haciendo diana en aquellos targets de colores estratégicamente situados, evitando la huida de la bola por el centro o por los pasillos laterales en los que en ocasiones los rollovers activaban un mecanismo que impulsaba la bola de nuevo al tablero. Toys, atrapa bolas, elementos electromagnéticos, tantos dispositivos, que hacían de éste un juego que rozaba la ingeniería matemática, y todo para alcanzar una “extra ball” o lo mejor de todo, hacer pleno o Jackpost con el resultado ya conocido. Así pasé horas, ya fuera en el Suizo Chico, en los Billares Gálvez, o en la Sala de Máquinas de La Plaza de Las Monjas, observando aquellos magníficos mecanismos. Como venía diciendo, la ausencia de frescura económica, le hizo desarrollar más la paciencia y disfrutar con el juego de los demás, ya se sabe, “a la fuerza ahorcan”, y como era lo que había la mayoría de los días, poco a poco se hizo de un ritual, como acercarse a observar desde la disciplina del silencio y la discreción, así se aproximaba con cautela, pues muchos jugadores no querían ser observados, sobre todo si eran unos maletas, y no querían testigos de su fracasada aventura. Otros, la mayoría si te dejaban observar y la complicidad que llegabas a tener a lo largo de las partidas, le hacían disfrutar tanto o más que al propio actor, a veces le permitía darle algún consejo-truco, y otras el cansancio le hacía apoyar los brazos sobre el marco de cristal, muy al filo para no molestar, acercando la cara y reposando en ellos, de este modo, las luces y la bola, se hacían extraordinariamente íntimas, ensimismado en los giros, y atontado por las idas y venidas, y el calor que desprendían, cuándo el golpeo extraordinario de la bola en el cristal, en un bote inesperado, te devolvía a la realidad.


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