HOTEL GRANADA

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SINOPSIS de Hotel Granada:

Bajo el paraguas de su título, se oculta el relato que dibuja unos años, aquellos críticos sesenta. Conducidos de la mano de un niño, que haciendo eje en su entorno más inmediato, y de las circunstancias vitales que se sucedieron, describe, reflexiona y sueña las esencias de la ciudad, su presente, su pasado y cuanto está por emerger, al ritmo que marcan los acontecimientos de toda índole, ya sean propios o transfronterizos, que inevitablemente imprimen el día a día, el pulso de la ciudad. Si bien sólo ocupa un capítulo, denominar Hotel Granada al libro, es aprovecha la oportunidad de devolver y refrescar la memoria por un singular inmueble, hoy desaparecido, que mientras ejercía como tal, fue un referente, un lugar especial, que como tantos otros personajes, hechos o circunstancias, corrieron igual suerte, desapareciendo sin dejar marca, sin hacer ruido, ocupando sólo el rastro que queda tras la evocación. Esta narración, procura abrir una ventana, ordenar los viejos cachivaches que andan inconsolablemente desordenados, rendir culto y ejercer de acompañante, manteniendo la línea trazada de principio a fin, haciendo de esta historia a veces real y a veces fabulada, un paseo en el tiempo, que se inicia posiblemente durante la primavera de 1966.


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BIOGRAFÍA DEL AUTOR: Adolfo Morales Cordero, Onubense. 1956. De formación autodidacta. Se mueve más comúnmente en el ámbito de la fotografía de autor y la fotocomposición. Sus imágenes mantienen una impronta, que descubren o presagian al autor a través de su personal claroscuro. Algunas de sus tomas han sido reconocidas o premiadas en certámenes de ámbito nacional y local. Partiendo de las fotografías, unas propias y de otros autores, ha creado un contexto en el que contar historias. Bajo el epígrafe “lo que nos cuentan las fotos”, ha buceado en antiguos revelados, revisándolos y refrescándolos para volver a sintonizar, con el mensaje secreto que cada una de esas representaciones ocultan. Mantiene y actualiza desde su más remotos comienzo un blog personal en constante renovación, en el que combina las facetas de apasionado por la fotografía con la de osado escritor de relatos. Ha participado en distintas manifestaciones, siempre relacionadas con el mundo de la creación. Ha sido en menor medida prologuista, y algunas de sus composiciones ilustran la portada de algunos libros de Editoriales como Hontanar o Estrella del Sur. Finalmente, la literatura, no ha dejado nunca de ser un lugar de encuentro, una propuesta siempre íntima, con la que expresar sus delirios y quimeras, a la que se acerca no sin rubor desde la mayor de las consideraciones. amoralesc@telefonica.net


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Prologo No lo puedo evitar, el salto captado por Cartier-Bresson me trae a la memoria un partido de fútbol entre el Indauchu y el Caudal. De hecho, casi todos los charcos de agua de lluvia en una tarde gris me recuerdan el sonido de la radio que ponía fin a aquellos domingos, detallando los resultados de la segunda división (zona norte). Para un niño del sur, "Indauchu" y "Caudal" eran otras perplejidades más de la vida. Así trabaja la memoria: con retazos de imágenes, sonidos, de partido de fútbol entre equipos de nombres imposibles o con el proustiano sabor del bizcocho. Adolfo es un recreador de la imagen. Quien conozca su amplia colección fotográfica no le extrañará esta afirmación, pero es que también recrea la imagen con la palabra. Sugiere, capta, perfila, ajusta los tonos y enciende el contraste para que el lector se sorprenda con una descripción reconocible y auténtica. En "Hotel Granada" usa, como no podía ser de otra forma, una evocadora e infinita gamas de grises, azules y sepias. Hace algunos años "Hotel Granada" era sólo una sucesión de entradas en un blog con el título general: "Huelva, posiblemente en la primavera de 1966". Un año especialmente curioso porque coincidieron la bomba de Palomares y la ley de prensa, como trasunto de la imposibilidad de una información creíble en las coordenadas del pensamiento único. Pero, volviendo a "Hotel Granada", añadiré que fue la casualidad la que me hizo topar con el blog de Adolfo, con sus fotografías y sus textos. La primera lectura me sorprendió. Lo que aquél texto transmitía era (es) una instantánea -con unos tonos precisos y una justa dosis de melancolía- en donde aparecía un coro de atrabiliarios personajes (los tontos) en el encuadre de un paisaje conocido, la Huelva de mi juventud. Sin duda el azar había dado sus frutos. La conocida historia de que una pequeña variación en las condiciones locales -el paseo de mis dedos por el teclado- derivaron en una confabulación de alas de mariposas y caos. Así se abrieron las puertas a las palabras que me hubiera gustado escribir y no escribí nunca.

Más allá de la legítima melancolía de un niño -que posó los ojos sobre las mismas sombras y las mismas luces- el lector encontrará una acertada mezcla de peripecia personal, entorno y referencias temporales que dan vida a "Hotel Granada". Allí le esperan las carteleras colgadas en cualquier esquina de la España del NO-DO, los altramuces y las pipas de calabaza, los juegos en las plazas de cualquier rincón de Andalucía, en unos años en los que el desarrollismo apenas concedía a las rodillas otro derecho que la


6 genuflexión. Están allí también los colegios y los alumnos de todos los países que han pasado por periodos de adoctrinamiento colectivo. Y la sociedad egoísta, puritana e hipócrita escrutada por los ojos inmensamente abiertos de un niño. No falta, por supuesto, el sabor a poso del café, a religión, incienso y pan bendito. Y las vueltas que da la vida. Como una peonza, como un trompo, un permanente carrusel de acontecimientos que se guían por el método de ensayo-error. Y una evolución íntima marcada por el amor, y el desamor. La crónica eterna en cualquier lugar del mundo.

Esto es lo que hay. Imágenes de un creador de imágenes. Imágenes que proceden de un tiempo y de un lugar pero que hablan de ámbitos y voces diseminadas en todos los sitios. No conozco personalmente a Adolfo. Sólo sé de su obra. Nos separan unos años y nuestras vivencias personales durante la niñez no coincidieron en el tiempo. Y esto es lo curioso del asunto, nuestra historia personal durante la niñez es, en algunos casos, tan próxima que casi invita a especular con una posible broma del azar. Él me ha sugerido que les reciba a la puerta de sus relatos y yo he aceptado encantado. Por favor, amigo lector, pase y vea.

Prof. Bartolomé Quintero Dpto. Química Física Facultad de Farmacia. Universidad de Granada.


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TAILOR SHOP POR LA INMACULADA 18 DE JULIO DE 1941, CRUCE DE CAMINOS DE MONJAS Y HOSTIAS ¿QUIÉN FIRMÓ AQUEL PAPEL? SAN CASIANO, LAS PRIMERAS RÁFAGAS 37 ESCALONES Y 7 DESCANSILLOS HACEN UN TOTAL DE 44 PELDAÑOS INTRAMUROS SOBRE LA LUZ DEL PASILLO Y LAS SOMBRAS DE LA HIGUERA PEPE LOS TONTOS EL BURDA, LOS AIRES DE EUROPA DE LOS JUEGOS QUE NOS CONDUJERON A KENNEDY EL CASTING DE LA CALLE MORA CLAROS O BOTICA SEGÚN SE DIGA DE CÓMO SIR ARTHUR IGNATIUS CONAN DOYLE LLEGA A SABER DE LUISA DE GUZMAN ENTRE FANTOMAS Y HARDS DAY'S NIGHT MINCEMEAT, EL ENGAÑO DE LAS FALSAS PISCINAS DE LOS INGLESES AL DOMINIO DEL AIRE DEL 20 DE DICIEMBRE AL 6 DE ENERO NADA ES CASUAL EL TEATRO MORA BAJO EL INFLUJO DE LAS MÁQUINAS HOTEL GRANADA

TAILOR SHOP


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Huelva, posiblemente durante la primavera de 1966. Desde que es capaz de recordar, le persigue el estigma de haber sido diferente. Ingenuidad aparte, haber compartido una vida social, con gente de otro nivel mercantil, o simplemente tener la sensación de estar de paso, fueron un hecho. En cualquier caso, estos consustanciales accidentes, propiciaron que viviese de algún modo dos vidas, la suya por derecho propio y la otra, la de las circunstancias o de las casualidades. Aquel menudo y ocioso mundo, se desenvolvía entre las calles Méndez Núñez, Puerto, Concepción y Mora Claros, esta última la calle donde vivía, y en la que formando parte del mismo escenario, se situaban: la farmacia de los Figueroa, la peluquería de señoras de la familia Fortes; una barbería, que bien podría rotularse “La Indiscreta”, que le ilustró el mundo “de los hombres”, con sus pueriles comentarios no exentos de una pretendida complicidad, y en la que un regordete, bajito y calvo “maestro” ejercía de experto barbero-peluquero, además de cronista social; el afamado Bar Alpresa, conocido por sus peleas de gallos, con su impecable ambiente andaluz al más puro estilo Berlanga; la ferretería Mascaros, en donde encontrar fácilmente: picaportes, candados, tornillos o cualquier herramienta, en la esquina más al oeste, el Palacio del que fuera Alcalde de Huelva en 1920, don Antonio Mora Claros, y en los medios, la sastrería de su padre. Más conocida por “Tailor Shop”, era por entonces toda una provocación, tanto por usar una rotulación con palabras inglesas, como porque toda la fachada, estaba realizada con un grueso cristal negro brillante, que ocupaba todo el paramento, y sobre el que se dibujaban prendas de vestir de caballeros y el anagrama MORALES, usando la “A” como mediatriz del logotipo. Se hizo popular entre los chicos, jugar a hacer “la bicicleta”, algo tan simple como pegarse al cristal en una esquina, y divertirse con el reflejo que reproducía movimientos imposibles. Cualquier sábado en la madurez de la primavera, aquel chico, hacia media mañana antes del almuerzo, gustaba de hacer del escalón de la sastrería, tribuna en la que sentir la ciudad. Con pantalón corto, apoyado en sus rodillas, sólo, cuando la calle presentaba una ordinaria ausencia de viandantes, con la mirada perdida, tan propia de él, y de sus condiciones genéticas, mirando sin mirar, mirando sin dejar de hacerlo, una cuestión que la calidez del sol siempre estimuló y que compartía con lagartijas y otros pequeños reptiles. El sol del sur tiene algo de hipnótico. Era una peculiaridad, aquel ensimismamiento sobre cualquier cosa que aconteciese, la innata curiosidad por conocer el mundo inmediato, le hizo ser frecuentemente: observador paciente, testigo insolente o voyeur incondicional. Y otra, su timidez enfermiza, aunque resuelta con humor y provocación, las más de las veces. Un primer paso, que suele costar la medida justa, que se equipara con la perdida de muchas otras oportunidades. Tampoco está claro como conoció a Pepe, su amigo –hijo de un dentista de Valverde Camino, con fama de tosco, que vivía en la Calle Méndez Núñez, justo


10 frente a la puerta lateral de la Iglesia-parroquia de La Concepción-, sin duda debió ser él, quién diera el primer paso, y es más que probable, que así fuera. La cuestión es, que en aquella pequeña ciudad, rondando los sesenta y pocos, estas cuatro calles, constituían el “centro” neurálgico de aquella pequeña ciudad tan provinciana, los caminos socialmente más comerciales e influyentes, aquellas vías más festivas y tradicionales: cercanas a iglesias, plazas, al mercado de abastos o a los cines que como sabéis son los puntos cardinales de cualquier lugar. Por entonces, la percepción abarcaba poco más allá, de los rincones de la casa de re-alquiler en la que vivían juntos: su padre, su madre, sus dos hermanas, y él, el benjamín de la casa. La serenidad del sur, la fragancia de la primavera y la inminente llegada del estío, hacían discurrir los días con normalidad y sin más estridencias. El minutero infatigable por su parte, siguió abriéndose camino con su sistemático tic tac. Aunque algo se barruntaba. Cuando tocaba bajar a “La Indiscreta”, en la que por aquello de hablar entre hombres: maestro y mozo, se encargaban entre peines, tijeras, espuma de afeitar y navajas, hacer del tiempo compartido más amable y cómplice entre todos los presentes, fueran conocidos o simples transeúntes, y entre ironías y bromas, hacer presunciones sobre el pretendido apego de su progenitor por el sexo débil o la alegre vida social, en la que mujeres y bien vino no faltaban. Un desliz propio de la época, que jamás fueron capaces de restituir, ni posible de excusar. Aquel mal trago llegaba demasiado pronto, cinco años son demasiado pocos, para sopesar ningún comentario fuese el que fuese. Tienen mucho peligro barberos y peluqueros de uno u otro sexo, por una extraña razón, siempre tratan de ir un poco más allá en las cuestiones personales, y debe ser que el contacto con la piel ajena les induce a pensar que esa circunstancia les unge de ciertas emancipaciones. Era cuestión de tiempo que todo girara. Al igual que la humedad presagia lluvia, los rumores abanderan disputas. Mientras eso ocurre, les invito a embriagarnos del perfume de la infancia insobornable, del sabor ácido de las gamboas, de las tabletas de chocolate Elgorriaga a la salida del colegio, del trompo, sus dibujos y del arte que tenían algunos para hacerlos volar y bailar; de las pequeñas bolas de cristal que contenían lagrimas de colores, o de la gran radio, con su ojo mágico de color verde fosforescente y sus noticiarios.

POR LA INMACULADA


11 De cuantos sucesos a lo largo de tantos años, su madre le narrara una y otra vez, no queda una memoria bien ordenada ni definida, algunos trozos robados y el recuerdo de habérselo oído contar tantas veces emocionada, a ratos orgullosa, y a ratos vencida, codeándose con la mayor de las depresiones. Sería un 8 de diciembre a las 8 de la mañana, cuando vio la luz de esta ciudad por primera vez. El hospital de campaña sería el dormitorio familiar –en el que después radicaría el salón principal y más adelante “sala de pruebas”, donde rodeada de espejos, su madre se dedicaría a ajustar los vestidos que confeccionara como "modista" o "costurera" como también se decía, no sin esconder cierto aire peyorativo, como prueba previa-, de la calle Mora Claros, número 2, 2º, tal y como hasta entonces venía ocurriendo, es decir, que se pariese en casa con la ayuda de una experta matrona, toallas limpias, agua caliente y suerte, mucha suerte. Al coincidir con el día de la Inmaculada, las campanas de la próxima Iglesia de la Concepción, a escasos metros, iniciaron un sereno repiqueteo, a la vez que recibía los primeros aires del húmedo invierno de Huelva, o tal vez debiera decir del invierno especialmente fresco de aquella casa. En cualquier caso, no sonaron para celebrar su llegada al mundo, porque sería de lo más extraño que así fuese, sobre todo por como el tiempo hizo que se definiese con respecto a estos temas más adelante. Lo que si está claro fue, que ambos momentos corrieron juntos aquella mañana de 1956, por lo que de un modo u otro, anduvo algo más festivo y celebrado. La banda sonora de esta conmemoración no ha dejado de acompañarle, aunque no serán los cumpleaños algo en lo que tropiece, con una inclinación especial. En aquellos días, la ansiada venida de un varón a la casa, era especialmente celebrada. Y muestras dio su padre de que así fuera tiempo después. El primer desencuentro con los empleados públicos o funcionarios de la administración, se remonta a aquellos primeros días, por cuanto fue inscrito en el Juzgado, como nacido el primer día hábil después del festivo día 8, así es que en el juzgado y a todos los efectos consta como nacido el día 10 de diciembre, al mismo tiempo que en la partida de nacimiento de la parroquia, consta del mismo modo, nacido el día 8. Desde entonces, juega con un pequeño galimatías en función de a quién deba referirle el día de su nacimiento, bien sea el real o el oficial. Y todo ello se lo debe, a un triste empleado de la administración de justicia de cuya eficacia se acordará toda su vida. Salvo que, ni los festivos ni los domingos puedas prorrumpir a la vida de ningún modo, y sea entendido como un capricho de las gestantes, que esto así suceda y por tanto se deban tomar los días laborables como los más adecuados a estos efectos. Sin ningún pudor, como “Adolfito el machote", en un alarde de provincianismo extremo fue como mandó rotular su padre, las etiquetas de las botellas de vino que se sirvieron, el día que celebraron el bautismo como cristiano oficial. Fue un signo de que aquel varón era esperado después de dos chicas, y así se exponía no sin cierto pavoneo entre los amigos y familiares que acudieron a la


12 casa a celebrarlo. Su madre recuerda aquella fiesta, como un día de gran revuelo y desorden. Allí estaban: el entrañable tío Emilio -maestro redero, que fue el encargado de cocinar especialmente vieiras con huevo y jamón, cocer las gambas blancas y cortar el jamón- mientras su mujer María que poco a poco acabaría sorda como una tapia, deambularía con su imperturbable melancolía entre los presentes; algunos primos, las mujeres del taller de la sastrería que se movían en corro, amigos, el padrino Carmelo Ponce y su sucinta pero guapa esposa, y los hermanos "Salado", hijos del propietario del Bar El Salado, que se dedicaban a bailar flamenco y que allí estuvieron deleitando a la concurrencia con su arte. Todo esto hay que enmarcarlo en una ciudad pobre, proscrita, ignorante, marinera y rural, donde todo giraba alrededor de los toros, las tabernas, “dios” y las putas, salvo honradas excepciones que hacían de la cultura o el arte su motor principal, de quienes no tengo desafortunadamente ninguna referencia. Apenas habían transcurrido diecisiete años del final de la guerra y era una obviedad que la ciudad apenas había comenzado a despertarse de tan tremenda prueba. Aunque sobre todos, emergían los asuntos de orden religioso y militar, la gente trataba simplemente de olvidar o comenzar una nueva vida como fuese posible, dentro del régimen instalado a golpe de corneta y agua bendita. Para las nueve de la noche, en que todo retornó a la calma esperada, la casa presentaba una infame puesta en escena, el suelo lucía astroso, el mobiliario desordenado y las mesas repletas de platos y copas a medio terminar, y un profundo olor a puros Habanos, cuyo aroma era muy apreciado por su padre, impregnaba el aire de toda la casa. De nuevo las campanas repiquetearon, y el silencio de las frescas y oscuras noches de invierno, daban paso al sueño reparador de aquel niño ajeno a tanta feria, cuyo jaleo no entendía muy bien y aún hoy no entiende del todo. Ton!, ton!, ton! .... así hasta nueve veces.

18 DE JULIO DE 1941, CRUCE DE CAMINOS


13 Su padre, vecino de Nerva, tenía solo 16 años en el 36, cuándo Franco, Queipo de Llano y otros militares se sublevaron contra la República. En el despunte del golpe militar, de este rincón partieron hombres que conformaron una columna, con gente de las Minas de Río Tinto, Zalamea La Real, Huelva y demás pueblos colindantes, que se dirigieron a Sevilla y trataron de frenar la sublevación. Ni que decir tiene, que acabada la guerra civil, los pueblos mineros se convirtieron en ejemplo y escarmiento para los detractores de la dictadura, y así cayó sobre ellos la justicia más impía, y el Régimen durante los días siguientes, quiso mostrar toda su dureza y no escatimó en "paseíllos", y asesinatos en cunetas o en muros de cementerios, además de violaciones y palizas, que se cebaron con estas familias, eliminando a cualquiera que pudieran representar la menor oposición al sistema, pudiera existir la mínima sospecha o presunción de que así pudiera ser o no mostrase signos de total adhesión. De hecho, el cementerio de Nerva contiene dos fosas comunes con algo más de 500 civiles ejecutados, sin más juicio que el de la locura. Un triste y dramático balance por ser fieles a la República. Así en este convulso momento, aquel un joven, como cualquier otro, vive estos días entre el terror y el instinto por sobrevivir a tales circunstancias. Si bien era tradición que los oficios pasasen de padres a hijos, ésta se rompió con él, pues aunque trabajó por algún tiempo en la mina, en las tristemente conocidas "teleras", decididamente aquel no era un trabajo, para quién se otorgara el mérito de “inventar” años más tarde, la "americana sin costuras". Así es que soñando con ser "sastre" comenzó en su pueblo a aprender el oficio, zurciendo prendas de vestir en un ambiente pernicioso e insolidario. No era del todo bien visto entre sus amigos. La mina impone fuerza, abnegación y sometimiento a partes iguales, y aquel tipo le salía de lo habitual y era como poco original, por no decir que era un blandengue, aunque no se tratase de eso. La dictadura hizo de él un soldado a la fuerza, y lo llevó hasta la guerra, contendiendo en el frente e incluso en la tristemente conocida batalla de Brunete, por haberse convertido en una colosal carnicería para ambos bandos. Ahora, en la distancia, te das cuenta de cuan ciegos se vuelven los hombres en las guerras. Brunete en lo militar se recuerda por el conjunto de operaciones desarrolladas, entre el 6 y el 25 de julio de 1937, en esta población y otras aledañas del oeste de Madrid, que arrojó un saldo estremecedor, ni más ni menos que alrededor de 20.000 soldados del “bando rojo” y 14.000 del “nacional”, hombres y mujeres que dejaron para siempre sus esperanzas de un mundo mejor, tiñendo con su sangre aquellos campos, que para quienes lo vieron la repulsión que les produjo jamás les dejaría de atormentar. La ofensiva lanzada por el Ejercito Popular Republicano, con el objetivo de disminuir la amenaza ejercida por las fuerzas sublevadas sobre Madrid, tuvo ese


14 enorme sacrificio. Los soldados que sobrevivieron, en el lado Nacional, recibieron la condecoración más preciada y de mas alto honor otorgada por el ejercito "español", la Laureada de San Fernando con carácter colectivo al "valor heroico", una recompensa recibida también “a la orden”, por seguir vivo tras aquel desenfreno militar. Aquella medalla, aparte de ser un objeto simbólico, no le deparó ni prebendas ni beneficio alguno, y es que la tropa siempre será la tropa, y los símbolos, símbolos; aunque él se empeñó en hacerla constar en sus variopintas tarjetas de visita, algo por lo que tenía verdadera manía, y eran constantes los refrescos de tales cartulinas, que usaba como credencial de modo habitual para presentarse ante desconocidos. Acabada la guerra, en los años en paz que siguieron, retomó su deseo de ser sastre. Y en este estado de cosas, comenzó su periplo profesional, primero sería "planchista" en la sastrería de don Bruno Prieto, en la plaza de Las Monjas, más adelante, ya sastre estuvo trabajando en Sevilla, volvió y se asoció con su amigo Manolo del Toro, -a quien le llamaban "cascabel" por lo alegre que era y años más tarde padrino de su boda- , y juntos alquilaron un piso en la calle Miguel Redondo, en él que montaron un taller. Paralelamente en el tiempo, su madre, vivía también, su particular historia. Bien diferente en sus orígenes, aunque con lazos comunes como veremos. Ella nació en 1922, hija de un marinero de Isla Cristina, Manuel Cordero Galloso, y de Teresa Benítez Barbosa, sus abuelos eran naturales de Cartaya, aunque afincados en aquellas fechas en Ayamonte, en el término de Isla Canela. Contando cuatro años se trasladan a Huelva, y recalan justo el día que murió el joven torero "Manolito el Litri", el hermanastro del afamado Litri. Verdad o no, cuentan las crónicas de sociedad y pasa por ser una de las leyendas más románticas de la ciudad dónde las haya, refiriéndose a la dinastía de los Litri, que el padre de la estirpe, Miguell Báez Quintero también torero, nunca tuvo hijos con su primera mujer, en cambio, un descuido con una asistenta de su casa, la joven "Margarita", le hizo padre. Aquel niño, fue acogido como propio en aquella casa, incluso recibió el apellido "Litri", siendo conocido también torero como "Manolito el Litri", tomando la alternativa con sólo diecinueve años, le llamaban “el expreso de Huelva” y todo hacía apuntar a una larga carrera dentro del mundo taurino. Ya fallecida su mujer, una tarde aciaga en la plaza, un toro cornea a este joven torero que más tarde muere a consecuencia de las heridas. Un aciago 11 de Febrero de 1926 en Málaga, el toro de nombre Extremeño de la ganadería de Guadalest le cornea la pierna derecha, siete días más tarde, tras amputársela afectada por la gangrena muere. La novia de Manolito, se desplaza desde Valencia a los funerales en


15 Huelva, y cosas de la vida, se enamora del padre del novio fallecido, don Miguel Báez Quintero, con quien terminaría casándose y teniendo a Miguel Báez Espuny Litri, torero de gran porte e historia, icono de la ciudad de Huelva. En la actual avenida de Pablo Rada, un monumento recuerda esta dinastía de toreros, con una figura de 3,20 metros de altura de Miguel Báez Espuny Litri, en la que se prepara para iniciar “el litrazo”, un pase que despertaba gran emoción, y en el que el torero escondía la muleta tras de sí, hasta que el toro llegaba junto a él y ejecutaba la suerte. En la base de la imagen figuran cuatro relieves en los que aparecen su padre, Miguel Báez Quintero, su hermano Manolito Litri y su hijo Miguel Báez Espínola. Aunque puede pasar por ser una leyenda popular, es así como la memoria de los más veteranos versionan los hechos, en cualquier caso siempre interpretado desde la admiración, el glamour y la prudencia. Pues en esa fecha tan "señalada", su madre llegó a Huelva, para situarse en un barrio marginal llamado y conocido como la Joya, más tarde se cambiaría a la calle Garci-Díaz, casualmente la que actualmente se denomina Pablo Rada y a muy escasa distancia de este monumento que os he referido anteriormente. Estudió con las Hermanas de Vicente de Paúl hasta los 14 años, coincidiendo con el año 36, el de la sublevación, y ante la necesidad y las circunstancias de echar una mano a la economía familiar, aprendió "corte" con las mismas monjas, y poco a poco, con la ayuda de una amiga, terminaría "cosiendo en los domicilios", acompañada de sus instrumentos: tijeras, dedales, agujas, alfileres, un metro y un jaboncillo -una especie de tiza empleada en la costura, también conocida como tiza de sastre- con los que cortar, coser y hacer poco a poco los “arreglos” o terminar un vestido a cambio del almuerzo, la merienda y 2,50 Pts. Es este el modo, en el que toma contacto con el mundo de “la confección” y aprende "más por necesidad" que por otra cosa, el oficio primero de "costurera" para terminar siendo después "modista", un título que dentro de la profesión distinguía a los que ya ostentaban unos conocimientos y destrezas de primer nivel, pasando a disfrutar del adjetivo de “maestro” frente al de aprendiz u oficial de sastrería. Corría la jornada del 18 de Julio de 1941, dos años después de acabar la guerra civil, y los militares había instituido esa fecha como jornada festiva de celebración nacional, así en la Plaza de Las Monjas, había cierto ambiente bullicioso y alegre. La banda de música deleitaba a la concurrencia con pasodobles e himnos militares. Estos dos jóvenes desconocidos paseaban de aquí para allá. Su madre acompañada por una amiga y su padre de igual modo, por Carmen, casualmente la primera locutora de Radio Nacional de Huelva, hija de la encargada del desaparecido club de golf que los Ingleses situaron en las marismas del Titán, cerca de la ría del Tinto y según parece no demasiado agraciada. Al ser conocidas entre ellas, y entre saludo y saludo, él –su padre- le pidió a Carmen que le presentase a aquella joven y bella chica, no sin cierta desazón por parte de ésta, que al fin accedió, y es así como el 18 de Julio de 1941, se produjo este cruce de caminos.


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DE MONJAS Y HOSTIAS El 3 de Enero de 1957, Huelva contaba tan solo con 70.317 habitantes. Durante el año que le precedía, se habían producido 841 defunciones, 697 matrimonios y 1.947 nacimientos (uno de los cuales, salvo otros criterios administrativos, debería ser el protagonista de esta historia). Si coincidiendo con su nacimiento, Fidel Castro desembarcaba en Cuba, los años siguientes no fueron ajenos y signos extraordinarios se sucedieron, así durante 1957, en Liverpool se abre el The Cavern Club; la URSS lanzaría el Spútnik I, el primer satélite artificial de la tierra; Edmund Hillary, llegaría al Polo Sur, y el trágico Vuelo 609 de la British European Airways se estrellaba en el aeropuerto de Munich-Riem, cuándo trasladaba la plantilla al completo, del equipo de futbol del Manchester United. En aquellos días de sol de lagartijas, la vida se desenvolvía entre la casa y el colegio de las monjas del Santo Ángel, donde asistía a clase de párvulos. Aunque fundamentalmente era un colegio de chicas, si admitían a niños pequeños, pero eso sí cumplidos los años, debías salir espetado de allí, con destino a otros centros solo para chicos, y es que el diablo debe estar escondido entre las hojas del calendario Repeinado como Tintín, o con “pompón”, algo que no le hacían ni pizca de gracia, por una mera cuestión de decoro y orgullo personal, y sabedor como era de los experimentos que sus hermanas llevaron a cabo con él, en los asuntos del vestir y los constantes esfuerzos por mejorar su aspecto, sin ningún éxito, pues su estilo desaliñado, poco coqueto y esencialmente práctico, marcan sus rasgos y gustos en el vestir, salvo en muy contadas excepciones. En esa tensión estética, una vez “peinado”, un beso a su madre, cuarenta y cuatro escalones y el salto de rigor desde los últimos 3, 4 o 5 últimos peldaños, le llevaban a tomar contacto con la calle. Un giro de noventa grados a la derecha, hacia el oeste y enfilando como alma que le lleva el diablo, hacia la calle Puerto dejando atrás, la sastrería, la barbería, el bar, la peluquería, la farmacia y el palacio de Mora Claros, y en este punto un nuevo giro y ya pisabas la calle, en ligera pendiente y a la altura del número 41, el colegio, su primer colegio, el Colegio del Santo Ángel de la Guarda. Aquel nombre siempre le resultó ciertamente cómico, aunque las madres esgrimiesen la presencia de un supuesto ángel que cuidaba de todos los niños, incluso en ocasiones, hasta cuatro que velaban mientras dormías, aunque no dejase de ser una mera patraña, pues hubo más de una ocasión que el dichoso personaje pudo haber hecho acto de presencia y tal y como diría Sabino “ni está ni se le espera”, ni apareció por allí. El 15 de octubre de 1960, la prensa local, se hacía eco de la noticia de la apertura del curso, ODIEL –el periódico local- contaba como la Rvda. Madre Superiora en compañía del director espiritual y profesores, tras oír al coro del


17 colegio entonar el “Veni Creator”, dedico unas palabras al alumnado que portaba insignias y banderas, animando a las chicas a comenzar el curso con entusiasmo y colaboración con los profesores. La calle Puerto, fue una vía importante en la historia moderna de Huelva, pues en ella se situarían a lo largo de los años: el Ayuntamiento, La Comandancia de la Guardia Civil, La Casa del Millón (de los Quintero Báez), La clínica 18 de Julio, el Colegio San Casiano y el de las monjas, entre otros inmuebles. Todos estos edificios -de los que quedan uno o dos- no son fechados en ningún caso con posterioridad a 1900 o andan muy justos- y todo es debido al desconocido terremoto de Lisboa de 1755, que tuvo lugar a las 09,20 horas del 1 de noviembre de aquel fatídico año. Siendo uno de los terremotos más destructivos y mortales de la historia, causó la muerte entre 60.000 y 100.000 personas solo en Portugal, destruyendo totalmente el centro de Lisboa y sus ondas se hicieron sentir en Huelva de tal modo, que asolo o envió a la ruina cualquier otro edificio civil de los que hoy, las hemerotecas más fiables no guardan ni memoria. Tan solo el Santuario de la patrona de la ciudad la Virgen de la Cinta, La iglesia de San Pedro, el Convento de la Merced - hoy catedral- y la Iglesia de la Concepción, salvo su torre que se vino abajo y andando los años restaurada, todo lo demás no resistió y literalmente desapareció inmediatamente o poco después al declararse en ruinas. La transformación de la ciudad, se debió al auge de la minería que actuó de motor e hizo prosperar a la ciudad, transformándola y abriéndole camino hacia el siglo XX. La Río Tinto Company Limited en 1916 encarga el desarrollo del llamado Barrio obrero Reina Victoria, y del complejo residencial de La Casa Colón, exponentes de aquellos días que aún hoy pueden ser disfrutados. Alrededor de esta fecha se produce un resurgimiento industrial, la ciudad prosperaba, y la mayoría de los escasos edificios modernistas existentes y referentes de la ciudad, se datan en esa época. Sería en esa calle, en la que recibiría los primeros impactos arquitectónicos y urbanísticos. Así algunos de esos simbólicos edificios modernistas o neoclásicos, se han refrescado en su retina una y otra vez desde aquellos nacientes días, formando parte del decorado de un complejo escenario. El pavimento adoquinado de las calles llamaba su atención por su superficie acristalada, pulida y suave, además cuándo llovía el suelo brillaba de un modo intenso, reflejando las luces de las farolas, y los pequeños charcos hacía florecer espejos por todas partes. Cuando había obras de reposición, siempre se paraba a contemplar el trabajo de "chinos" que representaba situar después de cuadrar cuidadosamente, aquellos tacos de piedras o bloques labrados, en forma rectangular de 20 cm. de largo por 15 cm. de ancho, piedras comúnmente de granito, pesadas, cuyo volumen estaba estudiado para que el operario pudiera manejarla con una sola mano, mientras con la otra se empleaba en el ajuste fino.


18 Aunque su origen se remontase 25 siglos atrás, utensilios y sistema de trabajo eran muy parecidos. Los obreros especializados sostenían con una mano la pesada piedra, mientras que con la otra y con la ayuda de una pequeña piqueta, mediante golpes secos, cuadraban o ajustaban el volumen para que el taco entrase perfectamente en el hueco, eran frecuentes las lesiones oculares por impacto de minúsculas partículas que salían despedidas en cada golpe. En aquella época no había gafas protectoras y si las había, esa revolución aún no se había implantado en aquella calle; finalmente una vez colocadas y alineadas las piedras en el suelo y dejando una huella de aproximadamente 2 centímetros entre pieza y pieza, se cubrían con polvo de cemento y arena, un poco de agua y el conjunto compactaba por si solo. Las monjas del Santo Ángel de la Guarda, afables por lo general, lucían un hábito oscuro rematado con una especie de gorro o cofia de lino blanco rígido, sobre la cabeza, que formaba una pieza-conjunto con una especie de enorme babero que cubría cuello y pecho todo en uno. ¡Que formas tan extrañas y caprichosas las del tocado de las religiosas ! y ¿qué sentido tienen esos jubileos tan aparatosos?. Aquel niño no dejaba de contemplar asombrado aquellos prodigios. De estas mujeres consagradas a dios, recuerda el "puestillo" que en el recreo montaba una de ellas en el patio, con un simple canasto de mimbre apoyado sobre sus piernas. Probablemente la Madre Loreto fuese la encargada, una afable mujer entrada en años, corpulenta, conferida de una cabeza enorme y una gran boca proporcionada a su cráneo, sin olvidar su amplio buche, que se asemejaba al de un enorme pavo de los que sorteaban en navidad, y que ofrecía como si de golosinas se tratara “recortes de obleas” a cambio de unos céntimos. ¿Quién en aquel tiempo, antes o después no probo aquel "pan" tan insípido?. Los conventos y colegios de monjas, auto gestionados las más de las veces, cuándo hacían las hostias de modo artesanal, entre circulo y circulo del molde, en las extensas láminas de pan ácimo, quedaban pequeños trozos de la misma sustancia, composición y sabor. Eso si, "dios" todavía no estaba allí, y si en cambio algunos símbolos, "mysterium fidei", que al trasluz eran descubiertos, algún trozo que otro, los “premiados” llevaba consigo esos emblemas espirituales como una cruz, un triángulo, la palabra dios en latín y cosas así, que solo podían observarse anteponiéndolos al mismo sol, una afición como otra cualquiera, aquella de buscar distintivos de las cosas de dios, en aquellos trozos de “pan”. Así es que por unas cuantas monedas, de tarde en tarde te desayunabas un puñado de aquel pan, esperando alguna reacción que nunca se producía, y dicho sea de paso resultaba bastante soso, y por el que tan solo tuvo, una curiosidad digamos científica. Terminada la jornada, lo mejor debía ser la carrerilla devuelta a su casa, el retorno le convertía en no se que clase de aventurero, pues el babi terminaba transformándose en una capa, abrochada con un botón al cuello, y en la medida que sorteaba obstáculos y peligro imaginarios, ondeaba resuelta de un lado para otro. Después subir los cuarenta y cuatro escalones como un rayo, recuperar el aliento, darle un beso a su madre, en aquellos mofletes por lo general “fresquitos” y


19 merendar felizmente lo que quedaba de la onza de chocolate. En casa, por entonces, se comienzan a marcar las diferencias y las controversias se vuelven cada vez más frecuentes, a medida que se acercaba la primavera del año 1961. Desde el 15 de Marzo de 1947, fecha de la boda y la primavera del 61, transcurrieron catorce años, los que tendría su hermana Tere, la mayor; diez su hermana Nani y cinco él.

¿QUIÉN FIRMÓ AQUEL PAPEL?


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La Sastrería poco a poco fue haciéndose un hueco en el comercio local, y posiblemente su juventud, destreza y las ganas de prosperar, propició una frenética actividad, llegando a abrir el negocio a los pueblos de la provincia, con los que ampliaba la cartera de clientes, se hacía popular y acumulaba letras de cambio como formula financiera común a pagos a 30,60 o 90 días. A fuerza de dedicarle muchas horas, de pasar muchas de ellas en el taller, de ejercer un excelente marketing, y fomentar las relaciones públicas, el negocio crecía de un modo notable, y el dinero fresco comenzó a fluir y con él todos los fantasmas al uso. Así durante aquellos años, al menos durante diez, de los 20 en que estuvieron casados y viviendo bajo el mismo techo, la evolución fue importante y a las fuerzas vivas de la industria textil local, no les paso desapercibido aquel ingenioso sastre, "Tailor Shop" como sería para los restos, comúnmente “apellidado”, por ser especialmente original en los negocios, sociable con los amigos, vanidoso, apuesto entre las mujeres, y dado a gastar cuando toca sin excesiva mesura, al tiempo que la contabilidad y las finanzas que no eran su fuerte, debía cederlas en la confianza de otros, por lo común la enfermedad de los trabajadores más genuinos. En cualquier caso no dejaba de ser un intruso, un arrogante pueblerino o un hijo de minero, un engreído, aunque ninguno se atreviese a decir lo que pensaba en voz alta, dado el carácter que suelen tener la gente que se han hecho a si mismas, y estar frente a alguien cuando se le toca el orgullo es solo para valientes y se necesitan agallas para resistirlo. Es más fácil merodear a hurtadillas, y suele ser por lo general, la táctica utilizada por los mediocres y en general en sociedad. Lo cierto es que los días fueron transcurriendo y cada actor fue gestando su propia tragedia, nadie queda exento al paso del tiempo, la vida pasa igual para todos, y nuestras propias limitaciones, mentiras y fracasos hacen el resto. No obstante resulta desconcertante rescatar de la memoria, la imagen de aquellas dos niñas perfectamente vestidas, casi uniformadas, de mirada limpia, inocente, llenas de candidez y futuro, ajenas al mismo mundo que de un modo diferente compartían, percibiendo la bonanza de aquellos días, ninguno de ellas podría imaginar el maleficio de los imponderables que entrarían en juego. Tere y Nani, guapas “como su madre”, eran la admiración de la calle Concepción. Un día tras otro, con la impertinencia de la rutina, las semanas fueron agotando el calendario, y mientras aquel niño seguía saltando sobre enemigos imaginarios, salvando a damas en apuros con la ayuda de su ingenio y su capa mágica de color azul a rallas blancas, al otro lado de la acera, frente a la peluquería Fortes y al lado de Casa Alpresa, se estaba cociendo un quiebro inesperado del destino. Las cartas ya estaban sobre la mesa. Los encargos y los compromisos aumentaron, y con ellos las largas horas dedicadas a la sastrería. Así es que los trajes a medida, las sotanas para curas, o los uniformes para militares, agotaban las cada vez mas escasas horas de ocio, y las que quedaban comenzaban a repartirse entre, amigos o putas, según se decía. Las sospechas y los rumores ya se sabe, siempre rozan la realidad. Así día si y otro


21 también, fueron sucediéndose los desencuentros, las discusiones y la destemplanza se fue encargando de ir tiñendo la relación familiar. Paralelamente las mujeres del taller de costura de la sastrería, pasaban mucho tiempo con él por razones obviamente profesionales, y ya se sabe la amistad entre un hombre y una mujer es cuestión de tiempo y casualidades. Aunque no sea ningún principio que así deba ser, esa es la creencia popular y la ley de la propia naturaleza humana. Cuenta la leyenda, y a los efectos así costa, que un incierto día firmó un documento como parte de un acuerdo, préstamo o algún tipo de fianza, con un socio industrial importante de la época. Según él, aquello fue una artimaña, que jamás reconoció, entendió que fue objeto de una trampa a través de algún subterfugio, para sus efectos una firma en falso o simplemente usurpada. Tampoco sabremos si los vapores de una noche de borrachera y descontrol, propiciaron el gesto, aunque perdiese la memoria de lo sucedido. Que le fuese falsificada la firma, o que firmara preso de la ignorancia, de la confianza delegada, en un papel en blanco, de momento queda por descubrir. Lo cierto es que aquel papel, determinó que fuese objeto de la ejecución de una quiebra ante el impago de una suma que jamás quiso reconocer, que nunca recibió, que mal administró o que sencillamente gastó en los cabarets de entonces, en un alarde de total incontinencia, según hilaban los barberos. Aquel asunto del papel y la firma, se convirtió en un asunto recurrente, y jamás reconoció como tal lo sucedido, y por el que pleiteó durante mucho tiempo después. Lo cierto es que hubiese o no “acuerdo”, esas diferencias contractuales dieron como resultado que se timoneara definitivamente los destinos de su familia. Sin embargo, su origen, talante y el carácter jubiloso, así como ser amigo de copas, puros, y su nula capacidad para la administración, así como su manifiesta no afinidad al Régimen, ni muchos menos a la Iglesia, para los que simplemente trabajaba y la ausencia de raíces con el poder, lo desacreditaban y pudieron ser tal vez detonantes, tanto en el desarrollo como en el resultado final de esta diferencia de llamemos "criterio". El guión estaba casi terminado. A consecuencia de aquel hecho, el juzgado emitió sentencia y dictó orden de embargo de bienes materiales, cuentas bancarias y todo cuanto de valor tuviese. La incautación se produjo, y los trastos de la sastrería fueron subastados y algunos muebles de la casa también. Así de improviso, la familia entre la desesperación y la frustración más intensa, conocieron que hay en el revés del saco. Una cosa que no solemos hacer nunca, cuando el saco está lleno, es mirar en el fondo. Todos asistieron atónitos a aquella degradación social por orden judicial. Aquel niño, observaba todos los gestos, las expresiones, las dobles intenciones, las dobles lecturas que los humanos somos capaces de urdir al mismo tiempo que acompañamos un gesto amable, así él también descubrió que si despojas a una pared de un cuadro, tras él revelas un espacio diferente, ahora solo


22 el cáncamo luce solitario, a la espera de un nuevo inquilino que adorne aquel muro. Del mismo modo supo que las palabras pueden tener más de un significado, aún escribiéndose de la misma manera. Meses después un incendio "fortuito" devastó la sastrería, y todo se perdió. La calle se impregnó del fuerte olor que desprendían los tejidos carbonizados. No será fácil de olvidar, la humareda que salía del pequeño local, y como estaba todo oscuro, carbonizado, asolado. Todo absolutamente todo se había perdido, y con ello las esperanzas de recuperar la situación. Apenas algunas reglas, tijeras de sastre, algunos jaboncillos grises, azules y granates, decenas de pequeñas cajas con botones de curas, de guardias civiles, de trajes de señorito, y tal vez una o dos planchas. A salvo quedó, uno de aquellos pequeños cristales publicitarios, que se intercalaba en los cines antes de las películas, lo demás se desvaneció. Nunca se comentó nada en la casa, debía ser lo suficientemente complejo para tratar de comprenderlo, tampoco el chico supo o no quiso estar en la frecuencia, posiblemente porque toda esta realidad y las jaranas familiares, estaban superando a aquel proyecto de chaval y tal vez la solución fuese cerrar los ojos, taparse los oídos y esconderse en algún lugar dónde el tiempo no pasase, donde nadie le viese o él no viese a nadie. Es tal vez, el principio del viaje interior, el comienzo de las dudas, los temores. El encuentro con la fatalidad, consigo mismo o con la misma realidad. Su padre, se vio obligado a trasladar el negocio a la casa, hizo taller lo que hasta entonces fuese dormitorio familiar. Una tarde de verano, le observó trabajar, tirando del metro, de la regla, haciendo ajustes y también planchando con gran maestría y destreza, sabiendo que aquello era cuanto tenía para vivir, sus manos, su arte, su visión, sus limitaciones, pero no le gustaba demasiado sentirse observado, tal vez sentía cierta desazón que deseaba guardar para si. La vida, sus circunstancias y sus infortunios, le pasó una cara factura, y en aquella depresión, continuó con la amistad que por entonces ya tenía con una de las mujeres del taller de la sastrería. Un apoyo, tal vez el único refugio en aquellos momentos. ¿Quién sabe?. A estas alturas, extrapolando los hechos y la proyección de los acontecimientos, todo apunta a que fue más que otra cosa, víctima de una bribonada. La candidez de un hombre que tenía que depositar su confianza en otros, la inocencia de un industrial sin antecedentes, lo hacían fácil presa, de las maniobras de los astutos hombres de negocio de aquella época. Probablemente una elaborada argucia y la conjunción de influencias entre los amigos y poderes afines al Régimen, hizo caer la balanza en su contra sin ningún pudor ni consideración. Es bien cierto, que en su casa jamás hubo ni adulación al poder militar ni devoción a lo religioso, tan sólo se pretendió sin éxito, pasar inadvertidos. Tanta originalidad, tanta influencia anglosajona, tanto liberalismo, entre beatos y fascistas provincianos, no hacía más que crepitar cada paso que daba. Sin duda estaba marcado con y sin ayuda.


23 Visto desde la calma que impone la distancia de los sucesos, es mas que posible que esto fuese lo que ocurriese y lo que le propulsó a buscar nuevos horizontes más allá de la perspectiva que divisaba desde el ático de la calle Mora Claros. Muchos años después no cejó, persistió, reiteró, y trató de ejercer un pulso sobre aquel asunto de "la firma", y era parte de su hoja de ruta, cada verano, a su regreso por vacaciones, visitar al abogado, en Gibraleón, hasta que el tiempo, la ineficacia, la impotencia y los favores entre procuradores le revelaron que no tenía sentido insistir, que todo estaba perdido, vendido, comprado. Si era del todo inocente ¿a qué venía tanta testarudez, tanta obcecación?. Aprendió entonces, que el valor específico de los hombres no se mide por la supuesta honestidad que puedas tener, sino por el grado de favor que puedas llegar a dar o recibir. Por las mismas fechas, la ciudad continuaba con su ajetreo, y así el diario local informaba en la mañana del 18 de Mayo de 1961, del nombramiento de un importante industrial del sector del comercio, hombre de reconocida rectitud, afín al Régimen y gran devoto, como nuevo Presidente del Comercial, loado sea el señor. En este estado de cosas, tras 20 años de casado, 6 de ellos de noviazgo, 3 hijos de 14,10 y 5, un embargo, un incendio, una amante y una casa en ruinas, decide marchase a probar suerte en otras tierras. El día que decidió dar aquel paso, y cargado de maletas bajó uno tras otro los cuarenta y cuatro escalones, haciendo seis pausas para recomponerse, en cada uno de los seis descansillos y puso rumbo al Congo Belga al encuentro de nuevas oportunidades, el minúsculo corazón de aquel niño supo que a partir de ese momento, todo iba a ser diferente, que no había vuelta atrás. Es cierto, el corazón aunque sea figurado, es capaz de romperse en mil pedazos. Algunos de aquellos trozos desaparecieron fulminados y jamás fueron recuperados. El primogénito de la familia, con aquellos escasos cinco años, no estaba preparado para someterse a tanta presión, a tantos cambios, tan bruscos, continuados, inesperados, insospechados y fundamentales en esta etapa, así de un plumazo todos los personajes imaginados se esfumaron y el babi volvió a ser simplemente eso un babi, y la mirada comenzó a parecer ajena, distraída o interior, y comenzaron las preguntas y las dudas. Aquel chaval, no cabía en si mismo, ni había rincones donde esconderlo, ni corsarios o piratas con los que mantener una dura batalla, ahora las paredes de la casa lucen vacías, sin cuadros, apenas un sillón azul, las camas, y la calle con la sastrería deshumanizada, tapiada y con olor a chamuscado por meses, y su madre derrumbada, abandonada, y ahogada en suspiros. ¿Quién puede salir airoso de semejante envite?. Aquellos fueron días severos, irrepetibles y del todo punto desaconsejables


24 En esos momentos, la nave viró cambiando de rumbo, y el horizonte se presentaba impreciso y peregrino, no podían imaginar algo así, y en cambio aquel día comenzaron una nueva vida, más genuina y única. Tal vez debiéramos buscar entre los restos quemados de la sastrería, el billete de este largo camino. Tal vez se ignoró el valor de los compromisos que se firman, sobre todo si se olvidan a quién se les firma, quién sabe si ignorante comenzó a atesorar litros y litros de gasolina en su querido taller, y un cortocircuito se encargo de todo lo demás. Al mismo tiempo, en el Gran Teatro, uno de los cines más notables de la ciudad se proyectaba la película HISTORIA DE UN CONDENADO, de la Universal Pictures, “una del oeste” como se decía entonces, protagonizada por Rock Hudson y Julie Adams, dirigida por Raoul Walsh.

SAN CASIANO, LAS PRIMERAS RÁFAGAS


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Tal vez fuera coincidencia, pero aquel vuelco inesperado, coincidió con el fin de la experiencia entre aquellas monjas del Santo Ángel, que pasó con más pena que gloria, sin dejar demasiados posos amén de los recién traídos. Lo cierto es que ver marchar de aquella manera a su progenitor, le despertó del letargo, de esa infancia ajena a la realidad. Pocos números más abajo del inmueble de las monjas, en la misma calle Puerto, se situaba el afamado Colegio San Casiano. Una institución civil, dirigida por el eficiente y vocacional don Mario, al que su madre debió "convencer" para que pudiera en él continuar las clases hasta obtener el ingreso, antes de hacer el bachillerato. Y es que, don Mario con años de experiencia, nada más verle debió pensar que aquel chico ya apuntaba maneras, y esa "cara de duda" que se le fijó, iba cantando que aunque no fuese duro de mollera, no representaba el mejor ejemplo ni la garantía de un esplendido futuro académico, como así fue. La ingeniería española no perdió en él, ninguna promesa con un futuro brillante. No obstante, en favor de aquel pequeño hay que decir, que aquellas circunstancias inevitablemente le habían afectado. Su cerebro comenzó a desarrollar sus propias protecciones y actuaba como una esponja que se empapaba de cuanto sucedía alrededor y si percibía cualquier signo gratuito de falsa protección, se volvía aun más a su interior, y le surtía de argumentos para seguir construyendo murallas defensivas imaginarias, al tiempo que paralelamente surgía el desinterés, y la despreocupación, hacia la realidad o hacia los objetivos más usuales de aquella edad, quedando reducidos a pura banalidad. La ciudad en estado puro: sus esquinas, el aire con sabor a marismas, las plantas, una simple libélula, un “torero” como se le decía, eran seres más interesantes, a los que dedicar su curiosidad e interés, y con los que encontrar la paz tan deseada. Incluso le costaba caminar y aun más, correr como antes. Como suelen ocurrir tantas cosas, de un modo accidental, aquellos días fueron el principio de la toma de contacto con la realidad, la auténtica, sin artificios ni conservantes. Día tras día, acumulando argumentos, llenando la biblioteca de la percepción con los comentarios, opiniones, tics, y ademanes que observaba y escuchaba de unos y de otros. Tomando contacto con las nuevas circunstancias y con la tremenda incongruencia de "ser diferente". Al Colegio San Casiano se accedía a través de un portalón, que te introducía en un largo túnel, en su interior, sobre su costado izquierdo, se situaban algunas dependencias como el despacho del director, y una especie de enfermería, en la que le inocularon alguna vacuna, escondida en un terrón de azúcar, dentro de un ambiente más cercano y parecido a un refugio antiaéreo que a una estancia sanitaria. A medida que lo atravesabas siempre en un sereno silencio, divisabas la luz


26 del patio, a través de unas cristaleras situadas al fondo. Una vez que la atravesabas, alcanzabas un gran patio, el centro del complejo. Aquel colegio, se articulaba teniendo como eje central una pequeña fuente de piedra, en la que vivían pequeñas pero voraces sanguijuelas, pequeños gusanos chupa sangre, rodeado de árboles y jardines muy desnudos y prácticamente abandonados, dibujando una especie de plazuela cuadrada cuya superficie se distribuía en distintos niveles. En un lateral existía una especie de almacén que siempre estaba cerrado y que solo con el tiempo permitió descubrir que era guardián y depositario del esqueleto de algunos de los pasos que en la cercana Iglesia de la Concepción, tenían lo que ellos llamaban "estación de penitencia", en cualquier caso, "La Oración en el Huerto" o "El Cristo de la Buena Muerte" guardaban allí sus estructuras y armazones. Solo una vez les vio maniobrar introduciendo aquellas grandes armaduras y por eso supo lo que contenía aquel sitio. Probablemente aquel inmueble podría haber sido el antiguo almacén de mantenimiento del colegio, pero en aquella época estaba alquilado a esas hermandades. Justo frente a la fuente, el patio se hacía más amplio, desigual y largo, el suelo era polvoriento y estaba lleno de pequeñas chinas, por lo que supongo que era una de las causas por las que jamás se articuló actividad deportiva de ninguna clase en él. A primera hora de la mañana, antes de entrar a las aulas, se formaba en filas. Como un ritual, todos los chicos dispuestos unos detrás de otros, alargaban el brazo derecho hasta tocar el hombro de su compañero más cercano, esta distancia era la que marcaba el sitio exacto que debías ocupar, quedándonos finalmente firmes en el sentido atlético que no marcial, pues en aquel lugar, aunque de sus paredes colgaban a decir verdad, fotos de Franco o Cristos crucificados, eran parcas representaciones y en honor a la verdad no se hizo proselitismo de ninguna clase, más bien una discreta presencia, por lo que poco a poco llegó a pensar que aunque la rectitud y el orden eran fundamentales, aquellos enseñantes probablemente eran más de izquierdas que de derechas. Tras medir y cuadrar las filas, un profesor cantaba el nombre de los niños, y unos con un ¡presente¡ más enérgico que otros, iban identificándonos antes de entrar en las clases que quedaban justo detrás de ellos. Para comprender mejor el conjunto, solo falta por identificar al aula de los mayores. Ésta se situaba al este de la fuente y tras las vidrieras de la entrada, y era un espacio enorme, muy agradable y serio, las dos paredes laterales exteriores daban al patio y estaban constituidas por muchos ventanales, constituidos por pequeños cristales cuadrados, lo que propiciaba una iluminación agradablemente extraordinaria. En el centro y sobre un pequeño entarimado, comandaba don José María, más joven que don Mario y de peores maneras cuando se enfadaba. Junto a él una vara de madera, que en ocasiones utilizaba de modo "ejemplarizante" con los alumnos, soltándola sobre la palma de la mano, o sobre las yemas, una vez juntos todos los dedos y vueltos hacía arriba, a la espera del lacerante escarmiento. Este modo corrector de conductas rebeldes o taciturnas, era relativamente cruel sin ser especialmente doloroso, y a veces resultaba simplemente grotesco por no decir cómica la situación. Aquel colegio en franca decadencia, vivía de los restos de una historia


27 seguramente más gloriosa y perdida tal vez durante la guerra, tal vez en la República arrebatada. El conjunto así lo expresaba: las infraestructuras, los jardines, el material de enseñanza tan escaso, los viejos mapas impresos sobre lienzo, o aquellos enormes compases de madera al que se le incrustaba una tiza y que servía para dibujar enormes círculos, y así tantas otras cosas. Pero había serenidad, luz no faltaba, ni tampoco sanguijuelas. En este conjunto de sombras y hermosas luces y en aquel patio destartalado se instruyó en el arte de jugar a las bolas, y también aprendió que apostar puede resultar indignante para el perdedor, sobre todo si resultabas ser tú, y de camino reconocer que no todos somos iguales, y que incluso para jugar a las bolas con maestría debes nacer con ese don, pues de lo contrario estás perdido. En “el San Casiano”, le hicieron la famosa foto académica, en la que aparecía sentado en un pupitre delante de un mapa de España, junto a la bola del mundo y que hoy anda extraviada, y también la de la "primera comunión", allí están para la posteridad: su tocayo, Narváez, Candea, Pedro el del Suizo "chico", Demetrio, tantos otros y su añorado, recordado y querido Rogelio que hace tanto se marchó de este mundo asqueado de él y por quien profesaba especial cariño, por su generosidad y entrañable humanidad, sin olvidar que lo que más les unía, era su común frustración personal. Dos gotas con matices, casi idénticas. Rogelio, querido Rogelio, debiste echarles un pulso a esta panda de miserables, debiste lucirte delante de ellos, demostrarles que ninguno eran más que tú, que nosotros, que aun sin pesetas en los bolsillos, no éramos menos. ¡ Maldita sea Rogelio, maldita sea¡. A resultas de aquella foto, aquella jornada de la "primera comunión" se le antojaba confusa desde el primer instante, por cuanto la decisión de aquel acto, no es completamente suya, pero en la España del dictador, la Iglesia se había hecho un hueco muy importante, y coordinaba los procesos de conversión y de adhesión a la "fe" cristiana, así como los de renovación a la fidelidad del régimen. La iglesia se olvidó de muchos de sus principios, antes, durante y a lo largo de aquella travesía por la que el país deambuló tanto tiempo. Allí estaba él, de blanco y azul, de marinero con rango indeterminado, con unos ridículos zapatos de charol blanco, unos guantes, un pequeño libro con tapas de falso nácar blanco con instrucciones de "como ser un buen hijo de dios" y un rosario enjaretado en la muñeca como si de una Macarena se tratase. Un conjunto que nada tenían que ver con él, ni con su entorno más cercano, ni con el de a diario. La cuestión es que aquel día se presentaba como un compromiso ineludible socialmente y cargado de desinterés y contrariado por cuanto aquel domingo se le iba a escapar de las manos y no podría evitarlo. La ceremonia se celebró en la Iglesia de la Concepción. Aquel día acudió el Sr. Obispo, al que hubo que darle un beso en el anillo que llevaba en su mano izquierda. Un anillo a decir verdad, ostentoso y poco representativo de la humildad y sencillez con las que imaginaba que aquellas cosas debían de ser. Más tarde le informaron que el anillo era un símbolo de autoridad dentro de la jerarquía de la iglesia. Tampoco comprendió entonces que tuviera que tener un valor especial, podría ser algo más discreto. Pero no. Era así, ridículo y humillante y sobre todo


28 muy material, de todos modos tampoco tardó mucho más en comprender, que esto de la iglesia, es algo de los hombres y que por tanto todo este tipo de parafernalia decadente es propia de la condición humana, en el sentido de dar valor a las cosas, en función del valor de las cosas que portas, luces o de las que haces ostentación. La ceremonia se celebró entre gran bullicio, la iglesia estaba muy animada, aunque actuó más de observador que de actor, un presente ausente, un anima o cosa por el estilo. La promesa de que después de la ceremonia, iría a ver a algunos familiares y que estos le darían "para invitarse", era lo único que justificaba aquel drama y cual comediante trató de estar a la altura sin dar ningún disgusto en casa, sobre todo a su madre. Su tía María "la sorda", entre espavientos, la repetición de frases por aquello de no oír demasiado bien, y el singular olor a lejía que inundaba todo el piso de su casa, además de un par de besos rápidos y fríos como su piel, le soltó algunas monedas, escasas a decir verdad, pero suficientes. Aquella tarde su tío Emilio no estaba en casa y era la única justificación que le llevaba allí, aquel fue el más querido de todos sus familiares. Un hombre entrañable, bueno, y amable. Cada verano tenía la costumbre de traerles una enorme sandía, la más grande con diferencia que pudieras encontrar en el mercado, era una especie de guiño, una complicidad entre hermanos. Creo que tío y sobrino vivían un momento especial con el asunto de la sandía, por la espectacularidad del fruto, el niño tan dado a expresar sin decir palabras, no dejaba de expresar con sus ojos el asombro que el momento le deparaba, con gran gozo por parte de su tío. Aquel momento, en el que se mezclaba su sonrisa de satisfacción, con la de su madre por la sorpresa y asombro ante el tamaño de aquella singular cucurbitácea, eran de lo mejor de aquellos días del estío. Emilio, fue maestro redero y con aquellas manos, supo tejer esos vestidos con el que los marineros recogen del mar todo tipo de peces y mariscos. Maestro redero, suena bien. Aquel día, él no estaba, si en cambio la palidez de su tía, sus pequeños ojos negros y aquellas marcadas arrugas que cubrían toda su cara. Ya por entonces, cada vez que había un cruce de conversaciones entre familiares, amigos, conocidos o desconocidos, las referencias veladas a su situación familiar, se estaban volviendo un tic inevitable y también insufrible. María reprochaba, reprobaba o se desentendía de "su caso" con elegancia aldeana, pero a ninguno de los tres, se les escapaba. Y es que del agua caliente el perro huye, y así es, por lo general, cuándo ante nosotros se nos presenta una situación personal desventurada por decirlo de algún modo, procuramos aislarnos y le damos esquinazo, eso si, con originalidad, con argumentos. De este modo tan espontáneo, vamos consolidando la situación ajena, como si ésta tuviera que ver con una maldición o fuese infecciosa. Aquel Mayo de 1962, y tras el paseo y la corta peregrinación en búsqueda de la "propina esperada" , se volvieron a casa más felices que cuándo salieron por la mañana, sobre todo porque aquel insólito espectáculo estaba a punto de concluir. Nunca más volvió a ver aquellas ropas, si acaso aquel librito de pasta


29 dura imitando nácar, pero jamás lo abrió. Al día siguiente el diario Odiel, transcribía un anuncio de "sociedad" que decía, "En la Parroquia de la Concepción se acercó por primera vez a la Sagrada Mesa para tomar el Pan de los Ángeles, el alumno de la escuela de San Casiano José Tomás Hernández M, hijo del industrial de esta plaza don Tomás Hernández. Un chico de familia "bien" y "creyente" según parece desprenderse del "eco" social extractado en el periódico. En portada también señalaba la gran bajada que experimentó la Bolsa de Nueva York. El mundo ya escuchaba a Los Beatles y en aquellos días editaban el álbum: Please Please Me, que incluía entre otros el famoso "Love Me Do" o "Misery" cuya letra comenzaba diciendo: "The world is treating me bad... Misery..., algo así cómo "El mundo me está tratando mal ...", francamente un delicioso tema. El principio de la niñez, de la autonomía para ir, venir y tomar contacto con las calles aledañas en primera persona, fue un hecho en aquellos días. Comenzaba así, poco a poco a actuar siguiendo el instinto y las primeras sensaciones. La calle fue un salón muy grande en el que se sentía como pez en el agua. Aprendió a observar y a disfrutar con las alegrías, las ilusiones o los éxitos de otros, ocupando una segunda piel momentáneamente, al oído de aquellas historias domésticas que hablaban sencillamente de normalidad. Era un modo de escapar unos instantes y porque para entonces, era una evidencia de que en casa tenían lo justo, aunque discretos, orgullosos, y llenos de amor propio, miserablemente pobres, pero en dónde no faltó el cariño necesario para sobrevivir, que es la mejor vitamina de todas. La niñez tiene eso de milagro, de sorpresa, de descubrimiento, de las primeras complicidades, y tuvo que ser que a fuerza de compartir y colegio, cómo conoció a su primer amigo y compañero de aventuras Pepe.

37 ESCALONES Y 7 DESCANSILLOS, HACEN UN TOTAL DE 44 PELDAÑOS


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Solía ser lo habitual, acceder al amplio portal de la finca dando un gran salto, superando así un primer rellano en el que se situaba el gran portón de madera. Entrar de este modo, de un brinco, y caer en seco ya en el interior del gran portal, terminaba en un oscuro y seco gong. La amplitud y altura de las paredes encaladas, hacían de caja de resonancia y el suelo de diapasón. Una vez en su interior, treinta y siete escalones y siete descansillos, le separaban de “su casa” aunque carente de propiedad o título sobre ella. El primer tramo de escalera y más largo, no menos de 15 escalones, solía ser el de los retos, sobre todo al salir, es decir justamente en sentido inverso a lo que ahora trato de describir. El reto consistía en llegar al piso del portal, saltando agarrado de la baranda, sin pisar los escalones, cuantos más, mejor, así unas veces cinco, otras seis y otras en el esplendor atlético jamás conocido podía llegar hasta 9, 10 y 11 escalones, en un alarde suicida. Es lo más cercano que conozco a volar sin alas. A la altura del tercer descansillo, se situaba la casa de los caseros, el médico Daniel G. Carbboell. Una enorme puerta oscura, sólida, bien tallada, de gran porte, aderezada con bronces: llamador, mirilla, cerradura, y cartel anunciador del titulo de médico para situar así a propios y extraños. Hasta este punto el barandal de hierro, presentaba una filigrana andaluza bien diseñada y acorde con el nivel social de la finca, que se remataba con un pasamano de madera, que terminaba en forma de garra de animal en el extremo del primer tramo. Tras cuatro descansillos más, con una solería sutilmente más sencilla, (en nada parecida a la precedente que era una losa fina, que alternaba los colores ámbar y tierra con un dibujo en rombo), y del mismo modo el pasamanos. Llegabas no sin falta de resuello, a la puerta de la casa. En esos jadeos y mientras recuperabas el ánimo, contemplabas por un lado la inmensa puerta pintada de marrón café con leche, con una mirilla circular de bronce y un pequeño llamador, frente por frente, otra puerta, esta bastante más pequeña a la que se accedía subiendo dos escasos escalones, siendo una habitación auxiliar de la casa, y que denominábamos “el cuartillo”. En el contra ángulo, por un lado una ventana que refrescaba las escaleras e iluminaba ese rellano, que los días en que se dejaba abierta mostraba la terraza del enorme ático, en su lado opuesto, un ventanuco que asistía a la mirilla, con el que ver estando a buen recaudo, las visitas de cuerpo entero, y que en más de una ocasión sirvió ante contingencias o intrusos que se veían vulnerables al ser observados sin posibilidad de “defensa”. Otro similar había también, a la altura del tercer descansillo, con la misma utilidad, disposición y efecto disuasor. El 27 de Octubre de 1955, se reunieron don Diego Ramírez y su padre, acordando un convenio de subarriendo del piso segundo de la casa sita en el nº 6 de la calle Alcalde Mora Claros, acordándose un precio de “doce mil pesetas” pagaderas a razón de 1000 pesetas mensuales. Pocos meses antes, el 1 de julio de 1955 se firmó el Contrato de Inquilinato, entre Diego Ramírez, arrendatario y Doña Elvira Sado Srade, arrendador. Acordándose un precio de “seis mil” pesetas anuales, pagaderas mensualmente, y por tiempo no determinado. Un cien por cien de beneficio, sin exponer nada fue sin duda un gran negocio, que a ambas partes debió interesar, teniendo en cuenta que para esa fecha, y según el Informe sobre


31 “La evolución de la renta” elaborado por el Consejo Económico-Social de Extremadura y Huelva. La renta Per Capita media en la España de 1955 alcanzaba las 25000 pesetas, solo alcanzadas en las provincias Vascas, mientras que en provincias más deprimidas como Huelva no alcanzaba las 19000. Por alguna razón de peso, vuelven a reunirse de nuevo, curiosamente cuarenta y cuatro meses después, firmando el 1 de Marzo de 1959, una reducción sustancial al contrato inicial que pasó de las 1000 pesetas mensuales originalmente acordadas a seiscientas veinticinco, que serían las que se mantendrían por mucho tiempo, con muy ligeras actualizaciones. Algún tiempo después doña Elvira vendería el inmueble a don Daniel, nuestro casero, con nosotros dentro. Estos asuntos administrativos de algún modo también marcaron el devenir de la finca, sus altos y bajos, y tanto sus incertidumbres como las oportunidades que la misma brindaba al ocupar un lugar preferente en el mismo centro de la ciudad. De esta manera se produjo el forzado, aunque inevitable mimetismo con las gentes del lugar. Nuestras vidas, la gente con las que nos cruzábamos, los vecinos que llegamos a conocer, o los amigos que hicimos, de un modo u otro vienen marcados por la situación del inmueble, su ordenación, arquitectura, luminosidad, altura y el privilegio de haber sido sus “hijos adoptivos”. Haciendo honor a la memoria de don Diego Díaz Hierro, historiador por excelencia de Huelva, rememoraré que aquella calle, donde se situaba su casa, era calle con solera y añadiendo a todo lo dicho hasta ahora, no dejar de nombrar a los que en la "historia reciente" de aquellos años dejaron su impronta y marcaron su carácter. No puedo dejar de mencionar la tienda de juguetes de los Hermanos Muñiz, que fueron los primeros en instalar en Huelva teléfonos y pararrayos, al distinguido Casiano de Gregorio tan popular con su surtido de Meneses, la pescadería de Vicente Candela Vázquez, la imprescindible Casa Alpresa en la que en otro tiempo viviera el incansable sacerdote don Francisco de Paula Monis, la casa Carmona, la sombrerería de José María Gastelu, o la sastrería de Juan Vides instalada en el nº 15 allí en los albores de 1879. "El Correo de Huelva" en un número editado en 1880 narraba: "Fotografía, Tetuán, 12, Huelva: Diego Pérez Romero, premiado con diploma de Honor y Medalla en la Exposición Universal de Filadelfia en 1876. Especialidad en fotografías de niños". Tratándose tal vez del primer fotógrafo, que existió en Huelva. Solo treinta y siete escalones y siete descansillos les separaban de la calle. INTRAMUROS Propios y extraños debían reponerse de los 44 escalones, y una vez resueltos hacer uso del viejo llamador, que más adelante sería sustituido por un timbre eléctrico de lo más impertinente, porque además de estridente te quitaba el sosiego con su alarmante forma de timbrar. Tras superar la puerta de entrada, accedías al ático con terraza a Mora Claros, lo primero que percibías era una pieza grande que hacía las veces de


32 distribuidor. Por un lado daba acceso a la terraza, un enorme y soleado espacio ligeramente inclinado, cuya superficie no era menor de sesenta metros cuadrados; por otro proporcionaba paso a la sala más principal y por otro y bajando un escalón, al resto de la casa, la más intima y familiar, que solía quedar amparada detrás de unas cortinas. A esta primera estancia o distribuidor, la denominábamos “salita”, y debió ser por algún tic de refinamiento cultural, un toque de exquisitez culturalmente hablando, muy propio de provincias, al principio era la que iniciaba la vida doméstica, siendo el lugar preferido en el que estar en los momentos de ocio o descanso. El sitio de la “mesa-camilla”. Las paredes estaban “decoradas” -en una evolución y aprovechamiento de los materiales provenientes de la sastrería-, con un zócalo barnizado de más de metro y medio de altura. Un par de macetas de pilistras, un paragüero, y un par de cuadros de gran formato de los que pudieron retenerse “escondidos” después del embargo sufrido. Uno de ellos, un valioso lienzo –posiblemente la única cosa de valor que teníamos -con una imagen que representaba el trabajo en el campo con toros bravos, un mayoral su segundo y una pequeña manada de reses que eran dirigidas a algún lugar, para mantener la casta y la bravura, levantando polvo en aquella frenética carrera. El otro, un falso tapiz, que evocaba una escena medieval. Una estampación sobre lienzo, que su madre hasta transcurridos muchos años no comprendió que no era más que una falsa reproducción, aunque bastante bien lograda, en la que planteaba una escena en el interior de un castillo, y en la que figuraban un supuesto rey, una joven princesa y un apuesto príncipe, en torno a una mesa alargada y junto a una chimenea que lucía encendida, ya fuese invierno o verano. La solería se adornaba con la alternancia de piezas de tonos blancos con otros rojos borgoñas, simulando un tablero de ajedrez. Mucho tiempo después acogería el avance tecnológico más deseado: la televisión, una General Eléctrica Española que emitía obviamente en blanco y negro; pero hasta que eso ocurriese, una gran radio con su “ojo mágico” verde fosforescente, resto de la extinta batalla recién perdida, sería el foco de comunicación con el resto del mundo. La habitación más principal, la denominábamos “la Sala”, en otro desliz idiomático casero, y solía ser zona de paso hacia el único cuarto de baño que disponíamos, y francamente de lo más atropellado y desafortunado. Una ampliación in extremis para adecentar los escasos aseos disponibles, promovió unas obras con más pena que gloria. Un aseo mal acabado, mal construido y mal mantenido, al que había que entrar atravesando una inusual y pequeña puerta de hoja acristalada y que solía ocultarse detrás de una gran cortina. Su padre en cuestiones de albañilería nunca supo estar a la altura de las circunstancias y sus asesores aún menos. Aún así, aquel "cuarto de baño" fue dotado de las últimas ciencias aplicadas: un pequeño acumulador para el agua caliente, del que por suerte nos libramos de quedar electrocutados. La “Sala” aunque en ocasiones fue dormitorio principal -es el lugar en el que aquel 8 de diciembre vine al mundo- y también salón de estar –en él llegamos a la Luna-, al pasar a ser zona auxiliar para “pruebas” de los trabajos de su madre como


33 modista, terminó siendo una habitación auxiliar que prácticamente no usábamos, salvo para ir al baño. Se accedía a través de una puerta enorme, que se le antojaba elegante, y es que soy fácil de contentar, pintada de amarillo color hueso, y estaba prolijamente decorada con espejos, algunos reciclados de la sastrería, no menos de tres, uno móvil, para facilitar que las “clientas” se vieran por todos los ángulos, imaginando como lucirían con sus prendas aún en bastimento. Disponía de una gran ventana que comunicaba con la terraza y que lucía vestida con unos largos visillos claros, que le daban a la sala, un excelente contrapunto que mejoraban su discreta elegancia. Pasar más allá de intramuros, suponía serpentear entre el visillo de la “salita”, encontrar el camino limpio y bajar un pequeño escalón. Una vez allí, observabas el largo pasillo que distribuía el resto de la casa, dividido en dos niveles. En el primero de ellos, el dormitorio principal, al que se accedía por una sencilla puerta de madera acristalada, en su interior: una cama de matrimonio, un sencillo aparador que contenía una escultura de la Virgen de Fátima con pastores, cuyas pequeñas cabezas, con el tiempo se convirtieron en receptores de anillos y pequeñas joyas, eso si, desde el respeto, un perchero abierto con barra, un armario ropero, una pequeña mesita redonda decorado con una lámpara que imitaba un antiguo quinqué y un par de cuadros alargados de flores pintado sobre seda. Todo el conjunto en un ejercicio de sobriedad y sencillez impuesto, aunque a juego. Frente a la puerta, en el pasillo, una ventana daba a la azotea interior, en la que se situaba un pequeño lavadero cubierto, y un sencillo aseo, en donde se colgaba la ropa a secar y era lugar preferido por las libélulas, que debieron encontrar algo en que entretenerse entre sus paredes encaladas y el reflejos de los geranios que salpicaban la terraza en decenas de macetas.

SOBRE LA LUZ DEL PASILLO Y LAS SOMBRAS DE LA HIGUERA Bajando dos escalones más, te situabas en el pasillo, al que denominaremos indistintamente también “corredor” y que distribuía cuatro piezas de la casa: la cocina, el cuarto de la costura, el otro dormitorio y la terraza interior que conducía al lavadero y al pobre y sencillo aseo. Acristalado en toda su longitud, soleaba e iluminaba con la intensidad de las horas del día. El pasillo cuyas baldosas se asemejaban a teclas de un piano imaginario, y que por entonces ya emitían armoniosas notas musicales al discurrir de un lado para otro, al pisar sobre ellas, notas que duraron para siempre, pues no hubo manera de hacer encajar aquellas losas sin que al pisarlas dejaran de tintinear. Mil veces reparadas y como siguiendo algún tipo de consigna mágica, otras mil veces volvían a sacar su peculiar partitura. Se hizo tan familiar el sonido de aquellas losas


34 que, si alguna vez pisabas y caías en la cuenta de que no había emitido el sonido esperado, volvías atrás y te asegurabas de que todo estaba en orden y cumplía con lo esperado. Superada la duda, seguías tu camino. Aquel pasillo musical, vivía al ritmo del sol, y la casa se veía afectada por ese discurrir que va del amanecer al anochecer, y lo mismo ocurría con las estaciones, sus sonidos, sus luces y sus olores. La primera, era la habitación que ocupaban, los tres hermanos. Sucintamente decorada, con las camas pegadas a las paredes y una lámpara. No había sitio para más. Disponía de una ventana que daba al pasillo que solía tener macetas con flores. La siguiente fue el dormitorio de su abuela Teresa, con la que pudo convivir algunos años, aunque con recuerdos muy difusos y desordenados. Era una mujer brava, acorajinada, con carácter, enjuta de talla y embebida entre sus telas de permanente luto y su usual chal de lana negro. A su avanzada edad y tras diversos incidentes con las escaleras, un buen día, decidió marcharse y así lo hizo, sin hacer mucho ruido, en el momento justo y sin nadie esperarlo, no como en otras ocasiones en que burló los juicios más definitivos esgrimidos por médicos o por el mismo párroco que le llegó a dar la “extrema unción”. En un descuido, pudo acercarse a la cama, dónde yacía preparada para ser introducida en el ataúd que a la mañana siguiente, la recogería y la trasladaría al cementerio municipal, y así pudo despedirme con la intimidad y el respeto de la soledad que dispusieron por unos instantes. Jamás supe dónde colocaron su nicho, jamás visitó su tumba, jamás le colocó flores de plástico ni un portarretratos. Por entonces fraguó la idea de que una vez mueres, queda poco más de nosotros, todo es simbólico y cuanto antes seas capaz de superarlo, tal vez dejes espacio para los recuerdos que te quedan y sean estos lo más importante de todo. Tiempo después el cuarto, se fue transformando en Cuarto de la Costura, allí se concentraría la artillería, los instrumentos de aquella sutil cirugía, los planos, las muestras, los cortes de tela, las planchas, una mesa de corte y de empatronar, y algún armario reciclado de la sastrería, ordenando el caos en la distribución de prendas de las clientas, la máquina de coser Singer, que durante años fue sufragada en pequeñas rentas, las sillas de enea y la radio. El pasillo se constituyo como área de trabajo, allí era donde su madre y “las muchachas”, en sus pequeñas sillas de enea trabajaban, contaban historias, oían las interminables novelas radiofónicas, pasando horas y horas, construyendo vestidos. Al fondo quedaba la cocina, que eran dos piezas comunicadas entre si. La más pequeña tenía un respiradero y allí se situaría la cocina, cuando comenzaron a comercializarse las de gas, antes sería una alacena, y la cocina propiamente dicha se situaría en la pieza de mayor tamaño, que contaba con una chimenea y unos antiguos fogones de tres fuegos, que se alimentaba con carbón.


35 Con el tiempo y el reciclaje todo fue sustituido por muebles independientes de “cocina”. Allí se concentrarían el fregadero, un mueble empotrado que hacía las veces de alacena y la mesa del comedor, de un impecable color azul y sus cuatro sillas a juego. El techo de “la cocina”, con el tiempo, las lluvias, el difícil y caro mantenimiento, y las chapuzas al que le sometieron todo tipo de “curtidos manitas”, se fue abombando lentamente, y a lo largo de los años, incluso nos regaló con espectaculares vistas a sus entrañas. En el otro extremo de este pasillo, una puerta de madera también acristalada en su mitad superior, te conducía a la terraza del patio lavadero. Unas precarias obras, situaron bajo techo, el cuarto lavadero, en el que se situaba una gran pila circular, que con el tiempo sería sustituida por una del mismo tamaño cuadrada y más tarde se complementaría por la primera lavadora BRU que entró en casa. Algo tan sencillo y sin embargo tan revolucionario. Formando parte de la misma construcción y endebles, un pequeñísimo cuarto, una sencilla taza de water de los de cadena en la vertical, que el tiempo le doto de "taza" con tapadera de plástico como estaba mandado, un lugar que pese a su lastimosa presencia, solía ser intimo, aireado y en el que si te pillaba una tormenta, te permitía el lujo de entreabrir la puerta y contemplar la lluvia con total intimidad. Aquella puerta con los años se hinchó y jamás volvió a encajar en su marco, por lo que el cerrojo solía ser el palo de la escoba que hacía de tranca. Allí pasé muchas horas leyendo, viendo revistas o incluso oyendo la radio, y es que ante la cuestión escatológica en la dimensión fisiológica, puede y debe ser un tiempo compartido con otras artes. En términos generales, no había ningún lujo. De la casa desapareció cualquier sombra de lo que pudiera haber existido, en una etapa anterior y en esas condiciones, día a día, poco a poco, fue reconstruyéndose, manteniéndose, y vistiéndose a lo largo de los años, hasta hacerla una casa más, en la que no faltase casi de nada. Si algo de bueno tiene empezar desde cero, era celebrar cualquier cosa que se incorporaba a la misma, ya fuera mobiliario o utensilio de cualquier tipo. Había una solidaridad fraternal en tal sentido. Allí arriba, en aquel mirador privilegiado, crecieron. El ático de la calle Mora Claros, con su luz, sus goteras y la misma tranca del water, durante algunos años, les protegió y en él comenzaron a adornar sus sueños. El 9 de octubre de 1967, asesinaron al Che Guevara en La Higuera, víctima más que probable de una conspiración desde dentro. Con este crimen, se apagaron muchas voces y muchas esperanzas se desvanecieron. Era lo natural que ocurriese. Estoy convencido que él lo esperaba. Sólo los auténticos líderes son víctimas de la confusión y el caos. Los cobardes les sobreviven para contarlo.


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PEPE Pepe, su entrañable amigo Pepe, posiblemente el primer “amigo” que se precie, era/es convenido de cuerpo, ni muy delgado ni gordo, justo de peso, como imparcial y discreto en su actitud social, siempre supo ocupar un reservado segundo plano, inteligentemente bien diseñado, en eso era más astuto, aunque el que suscribe era más arriesgado, expuesto y decidido en aquellas cosas de niños propias de la edad, sin ser un niño alocado. A diferencia de Pepe, bien es cierto que siempre tuvo predilección por el riesgo, el debate o la confrontación, en definitiva por el pulso a todo lo establecido o que pareciera inamovible. ¿Qué es vivir sin sentir el precipicio al borde de tus pies, en alguna ocasión?. Es verdad que Pepe tenía una capacidad intelectual indudablemente mayor que la mía, entre otras cosas por su status familiar y el equilibrio del que “a dios gracia” disfrutaba. Aquel niño, para que lo podáis visualizar era como os decía, justo de proporciones, y si algo le caracterizaba eran sus ojos que marcaban especialmente su rostro, y que sin ser demasiado grandes, delataban un segundo lenguaje de signos, un modo de comunicación gestual cuando no le acompañaban los argumentos. Creo que Pepe siempre miope. El transito del San Casiano a su casa de Méndez Núñez, pasaba inexorablemente por discurrir a través de la Calle Mora Claros, su territorio, y de una y otra vez, surgiría la complicidad que hace que las personas se conozcan, se


37 comuniquen, compartan y terminen o no siendo amigos. Su amistad, tuvo que surgir de esa logística. Lo cierto es que desde aquellos días y por muchos años formaría parte del círculo más preciado de colegas más próximos, y con los que compartió infinidad de aventuras. Pepe tenía la suerte de vivir, frente por frente a la puerta lateral de la Iglesia de la Concepción, tan justa que en la Semana Santa de entonces, entre puerta y puerta se construía una especie de puente entarimado para que los "Pasos" pudieran salir y descender a la calle. Pero tan justa que el Paso media justamente aquel ancho de calle, por lo que desde el balcón de Pepe, el ángel de la Oración en el Huerto, casi llegaba a poner su mano sobre el mismo balcón, por lo que aquel momento era esencialmente extraordinario, mágico y casi místico. Sin lugar a dudas, ver avanzar hacia ti, a un ángel y llegar a tocarlo, estaba más cerca de un arrebato espiritual o de una escena de Buñuel. De esta cercanía extrema con la Iglesia, vendrían después muchos de aquellos momentos singulares, que vivimos a la sombra y parapetados dentro de aquellas estructuras de madera, tornillos, bordados, rosas y cirios de todos los tamaños, mientras los preparaban y engalanaban para procesionar el Miércoles y Jueves Santo, embadurnados con incienso. A la casa de Pepe, se llegaba atravesando un gran portalón y subiendo una oscura escalera de veinte o más peldaños. En el bajo vivía una familia que tenían una peluquería, cuya hija se hablaba con un tal Vito, un muchacho afable y por lo general muy repeinado, de unos inusuales ojos azules -tan escasos en aquella época y por consiguiente tan especiales para las mujeres- serio y de carácter familiar que le había bautizado como “fito”. Una vez que alcanzabas el descansillo, te plantabas en la puerta de la casa, alta, oscura, de madera, repintada, con una mirilla circular de bronce como se estilaba entonces y el llamador de hierro, que simulaba una garra de león que sujetaba una bola. Normalmente era su madre la que abría, una mujer entrañable que siempre trató con cariño a su familia. Se trasladaron a Huelva y abrieron su consulta de dentista en septiembre del 36, tal y como quedaba registrado en el Diario local, como consulta provisional, en el principal de la calle Méndez Núñez. Pues bien, el piso era sencillamente enorme, tras dejar atrás la habitación del balcón o balcón de las apariciones y a todos los efectos, la consulta de su padre, que dicho sea de paso ejercía de odontólogo con distinta suerte, pues se comentaba que no era especialmente delicado, y es que aunque fuera natural de Valverde del Camino, no necesariamente debía ser tal vez más rudo que otros colegas, pero salvando esta premisa, lo cierto es que no era demasiado fino en su trabajo y esa imagen se la colocó su propia clientela y ningún otro fantasma, pero ya se sabe que el libro de las interpretaciones lo escribimos todos y cada uno dice lo que quiere. Avanzabas por un largo pasillo en donde se distribuían las habitaciones de Pepe y sus dos hermanos, ambos mayores. Casi antes de llegar a la cocina, dejabas a la derecha un salón enorme, tan grande que hoy resulta


38 inimaginable, parecía vacío, y en el que en una zona central había una camilla con varias sillas, y al fondo, muy lejos, la habitación de sus padres. Sería en este salón donde supiese por primera vez que el ingenio, la técnica o los avances aplicados a la vida doméstica, serían una constante en la vida de aquellos años sesenta. Allí estaba, de un pálido color hueso, una especie de pequeño armario, que mantenía fresca la comida o las bebidas, aquella “nevera”, era una estrella en aquella casa y en aquella sociedad, y precursora de tantos otros adelantes que estaban por llegar. ¿Qué haríamos ahora sin nevera?, no alcanzamos ni siquiera a comprenderlo, esta es la dependencia que tenemos con la técnica y que nuestra memoria olvida tan rápidamente como somos capaces de adaptarnos a los nuevos progresos. Aquella nevera, era un lujo, un avance técnico, aún cuándo no fuera más que un recipiente recubierto de paredes acolchadas que protegían los grandes trozos de hielo que en él se depositaban, del calor a veces sofocante que soportábamos por aquellas latitudes, en verano. Aquel salón también disponía de un par de balcones, que soleaban y refrescaban con su brisa el espacio. Aquellas vistas te conectaban por un lado con los vecinos del piso bajo, y del otro con el tendedero y azoteas del propio piso. Para alcanzar estas estancias, habría que pasar por la cocina, que es lo que casi nos falta por describir. En ella, en primera instancia, una amplia mesa, junto a una pequeña ventana, por la que se recibía una luz clara que incidía directamente sobre la mesa, iluminando los almuerzos y a las meriendas. La imagen más común de Pepe, en aquella cocina, es verlo devorar tebeos con un ansia y una atención casi científica, mientras merendaba un Cola-Cao, pasión que compartía o heredó de su hermano mayor Juan. Ya en aquellos momentos, su apasionamiento por la lectura, por las aventuras o por los inventos del TBO le capacitaba con un punto de vista “intelectual”, para cuando diseñaban alguna trastada. Pepe vivía aquí, en una amplia casa, con TBO’s, con su nevera y con el mágico balcón de las apariciones. Pero todo lo que nos confiere a un status social, aún era algo que no formaba parte de nuestro círculo de vanidades, y una cuestión que transitó en segundo plano prácticamente a lo largo del tiempo que duró nuestra amistad. Entre TBO’s y meriendas, el equipo de Futbol local, el Real Club Recreativo de Huelva, el equipo señero de la ciudad, en aquel año 1965 iniciaba su ahora clásico Torneo Colombino, una cita anual en dónde equipos de renombre tanto nacionales como extranjeros, recalaban en la primera semana de Agosto coincidiendo con las Fiestas Colombinas, dando lustre y nivel a las fiestas consagradas a festejar la llegada de las Tres Carabelas de Colón, a aquellas tierras desconocidas, un 3 de agosto. De aquella calle, de su estrechez, no queda nada, hoy es una arteria amplia de la ciudad, y lo que fuera antes nido de sueños, hoy es una amplia avenida, por la que discurren turismos a todas horas, de aquel solar solo queda la memoria de los


39 que la guardamos como algo que solo a nosotros pertenece, aunque su nueva orientación nos descubrió que bajo aquel pavimento, otras culturas como las Griegas, Fenicias o Romanas ya trabajaron la pesca y el salazón. Solo la Iglesia de la Concepción que se levantara en 1515 en terrenos donados por Cristóbal Dorantes, sigue imperturbable, aunque escasamente maquillada, observando el devenir de las nuevas generaciones los no tan niños ya, que hoy siguen circundando sus limites, en la clandestinidad de sus enormes paramentos o escuchando el repicar del campanario, tan rejuvenecido como mal herido por los avatares climatológicos o físicos, como el terremoto de 1744 de tan terribles consecuencias. Aunque las iglesias deben ser lugares de paz, no siempre es así, y durante la guerra civil, muchos fueron ajusticiados sin más, en los escalones de su puerta principal. La calle Méndez Núñez, como es conocida coloquialmente, debe su nombre al Almirante Casto Méndez Núñez, al que la ciudad recuerda por su actuación el 2 de mayo de 1866 en el combate del Callao (Lima). Se rotuló así el 12 de agosto de 1866. Siempre le llamó Pepe, no así su madre o amigos, que lo llamaban cariñosamente Pepito y que aún hoy, cuando lo saludan o van a su Farmacia, le siguen llamando Pepito, un diminutivo que él recibe de buen gusto, aunque imagino para sus adentros que mirando las agujas del reloj, piense que hace tiempo que dejó de ser Pepito para convertirse en don José. Vivieron travesuras de todos los calibres, formamos un tándem donde el equilibrio se producía por la confluencia de caracteres tan opuestos, y también por la diferencia social, entre sobriedad y creatividad siempre hay una atracción, donde al final casi siempre se impone el sentido práctico en la resolución de los conflictos. Algo parecido a esto, era la resultante de congeniar ambos mundos. A Pepe le debe muchas cosas, el apoyo de muchos días, la solidaridad de muchos Sugus, el ánimo de muchas tardes, su grata compañía y como no, su espectacular nevera.


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LOS TONTOS Todos los pueblos, además de la arquitectura civil, la parsimoniosa repetición de las costumbres, los dulces típicos o la ingenua demostración de provincianismo a la menor ocasión que se precie, se define también por los tontos. Cada época tiene sus personajes, y también unos tontos. Seres humanos únicos, especiales, atípicos, que nos hablan de la ciudad a la que pertenecemos. Son estos tipos que cuando “hay visita” aparecen y te desmontan la imagen de sosiego y modernidad que quieres dar, devolviéndote a galeras a seguir remando. Y es que los tontos son incontrolables y además campan a sus anchas. Suelen ser una raza protegida. Por el hecho de ser tontos no puedes decirles nada, salvo correr si les caes mal, o les da por hacerlo detrás tuya. Y eso si, sálvate de que te atrape, porque siempre tendrá la razón él, “no ves que es tonto”. Por lo general, los tontos que conocemos son los más humildes. Siempre estaban en la calle, y cuándo te cruzabas con ellos había que tener un golpe de suerte para pasar como si fueras un fantasma transparente. En aquellos años 6070 Huelva tenía bastantes tontos, no sé como andarán otras ciudades pero porcentualmente éramos líderes sin duda alguna. Entre la Calle Concepción y la Plaza de las Monjas, todos: civiles, tontos y provincianos intercambiábamos esencias, en un ir y devenir tranquilo, soleado, y apenas ruidoso. En este descubrir los rincones de la ciudad que va parejo con cumplir años, por aquello de ampliar fronteras y experiencia, los tontos eran un referente geográfico, precursores del GPS, pues estaban localizados casi milimétricamente. De este modo además también se repartían tareas a favor de la ciudad. Por ejemplo: siempre había alguien detrás de los pasos de semana santa que llevaba un botijo lleno de agua –con lo que pesa un botijo de 3 litros lleno de agua-, eso era trabajo para un tonto, o quién portaba las escaleras para subir al paso y encender a


41 mitad de la procesión las velas que se apagasen, o quién tiraba los cohetes con refinada profesionalidad ya fuera: Reyes, El Rocío o Las Colombinas… eso es, los tontos al uso, nuestros queridos tontos. En la vida todos ocupamos un papel, un rol, no sé cómo podría definir esto Platón en su diseño, pero había y hay trabajos que solo pueden hacer los tontos. Les respetaba y los miraba de lejos, en muy pocas ocasiones los traó, aunque hubo ocasiones para ello, y su mediocridad los observaba entre el miedo ante una reacción inesperada y su lamentable imagen. Para él eran y siguen siendo gente especial. Fellini supo muy bien sacar jugo a estos seres, o a lo incoherente que vive en nosotros, por eso le gusta el fantástico mundo de éste director. Así es que observar el mundo, mirando cómo actúa un tonto, en su suerte o en su desgracia, es una experiencia tan sensible que te marca el corazón. Cuándo a un tonto le duele algo, parece que duela más. Era así como les tratábamos, con respeto pero con desprecio, marcando las diferencias, estableciendo límites que no se debían cruzar. Por eso, si estábamos animados, lo normal era que si nos cruzábamos con Arturíto, nos metiésemos con él, y jugásemos a ver quién corría más, pues Arturíto tenía una vara, una especie de bastón de metro y medio, que probablemente él mismo, se habría agenciado y preparado, y que representaba un arma de la que había que huir a toda prisa, cuándo el más atrevido le decía cualquier tontería. Arturíto, era un muchacho de unos treinta y algo años, bastante alto, y proporcionado, sus pequeños ojos negros delataban que algo no funcionaba allí dentro. Su look por lo general lo componía un tres cuarto azul marino y se remataba con una boina, que a veces en las carreras se le caía, por lo que él paraba y regresaba a buscarla, dejando ver una completa calva, brillante y morena. Arturíto era tonto, pero también era malabarista, y cuándo estaba inspirado y feliz, hacía bailar el palo entre los dedos, haciendo gala de una destreza de artista, siendo aquel número lo mejor del espectáculo. También era capaz de correr haciendo esos malabares. Sin duda alguna, Arturíto fue el precursor de este arte, lo que pasa es que nadie quiere reconocerlo. Los tontos son tontos, porque les falta algo y los locos, son locos porque les sobra en la misma proporción. Así es que los cuerdos, o sea nosotros, debemos serlo porque tenemos la proporción justa, la medida intermedia entre tonto y loco. Arturíto, efectivamente era tonto, pero tenía memoria, sabía recordar y guardaba imágenes, por lo que te reconocía o creía hacerlo, por eso era muy importante que si te cruzabas con él de manera imprevista, le observases y calcularas su reacción, porque podría hablarte a voces cosas que no entendías o blandir el palo macizo y tendrías que disponerte a correr los 100 metros lisos, escapando escondido entre la gente o mejor metiéndote en algún comercio dónde él no actuaba. La memoria tiene estas cosas, que crees recordar, y de ahí a estar confundido no hay nada que le separe. En aquella Huelva, había muchos tontos, y digo tontos porque lo uso con sentido de género al 100%, pues la verdad no había "tontas", las mujeres “raras”, estaban locas “habían perdido la cabeza” o sencillamente eran mujeres “fáciles”, según se decía sin ninguna duda y con absoluta contundencia, en el lenguaje de los hombres. Así es que el rol de tontos, solo estaba transferido a los hombres.


42 Pero Arturíto, además de tonto al uso era carbonero de la calle San Francisco y pasó a la historia por la extraordinaria habilidad que tenía al bajar la cuesta del Conquero corriendo y revoloteando su famosa estaca con una sola mano sobre su cabeza, provocando la estampida de los alumnos del Francés, los Maristas, el Instituto y sobre todo las niñas del Santo Ángel. Habría que hacerle un monumento a él y tantos otros, como fueron: “El Moana”, o “San Pedro” que tenía la logística situada alrededor de la Iglesia de su mismo nombre, era un empleado de astilleros, un tiparrón de cerca de los dos metros, de pelo rizado y pelirrojo, con pequeñas pecas salpicándole los pómulos. Un día de pronto, salto a la escena, pues se decía que él había dicho que era San Pedro, que hay que joderse con la elección. De cualquier modo si te cruzabas con él, lo mirabas con cierta expectación y es que eso de decir que eres un santo y estas cosas, aunque no te las creas, siempre crean cierta inquietud, por si hubiera algo de verdad. Así es que lo mirabas de arriba abajo, buscando algo que no encontrabas, y él al verse observado no tenía otra cosa que decirte “adiós..” y tú como devolver un saludo cuesta poco, le decías igualmente adiós, y a partir de entonces, estuvieses donde estuvieses el saludo era algo esencial con aquel personaje, que dicho sea de paso, se pasaba gran parte de su tiempo, saludando a los viandantes. Pero en la colección estaban otros personajes fantásticos como: Bigotes, uno que cuando lo enterraron, llovía una “jartá”, “llovía más que cuando enterraron a Bigotes”. Briján, realmente su nombre era O’brien, un mecánico de origen británico. “Sabes más que Briján”. Diego el Policía, que paseaba por la calle Concepción con su gabardina gris, incluso en verano, con su pistola de plástico y libreta para apuntar los delitos y las pruebas. El Canoda, famoso botero de la Junta de Obras del Puerto por los años 50, que quiso ser tan fino, que un día que tenía que llevar al ingeniero del puerto a la isla de Bacuta le dijo “Señor ingeniero la canoda –en vez de canoa- está lista. Se le quedo para siempre “el canoda”. El Jazminito, amigo y eterno acompañante de otro famoso, llamado “Caena”, un cochero de aproximadamente metro y medio de altura. La aventura más tonta de los dos, fue hacer sus necesidades en medio de la calle, durante un desfile de Carnaval delante del Gobernador, aparte de más de un guantazo le costó varios días de arresto. El Espía, debía haber trabajado en una panadería, iba denunciando y avisando que andaba cerca la " Fiscalía de Tasas " y que iban a detener a los que vendían el pan con las canastas sin forrar, solía ponerse el antebrazo para taparse el rostro e iba dando saltos de esquina en esquina para asomarse luego con gran profesionalidad para no ser visto. Tomás el de la radio, siempre con su transistor pegado al oído y andar muy rápido, su obsesión eran los partidos de fútbol. El Tonto Bacuta, un personaje que vivía semidesnudo en la isla de Bacuta y era famoso por su “tercera pierna”. El Gori-Gori, un hombre extraordinariamente enigmático que vivía en un palacete en ruinas que había en la zona de La Joya cerca del Instituto, y así la lista podría continuar hasta nuestros días. Sin duda alguna, los tontos son un referente de cualquier ciudad, de igual modo que mariquitas, putas, políticos o industriales (dueños de negocios), todos tienen su sitio.


43 Para aquel niño, mirar y observar las reacciones de los “tontos famosos” era todo un espectáculo sociológico del que siempre aprendía algo, ya fuera humanidad, dolor, rabia… Los tontos tenían dentro de si algo que les jaleaba, que les susurraba esto o lo otro y que solo ellos podían oír. No llegaban a estar locos aunque a veces lo pareciera, era otra cosa.


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EL BURDA, LOS AIRES DE EUROPA Para cuándo se dio verdaderamente cuenta de qué estaba pasando, su madre funcionaba como modista a pleno rendimiento. La costura ocupaba un primer plano y un modo de ganar algo de dinero. Los giros mensuales que su padre hacía desde el extranjero eran bastante pingües y a todas luces insuficientes. La cuestión de la costura, y su peculiar argot pasó a formar parte del congénito modo de entender el trabajo, entiéndase la idea de distribución y de especialización. Y entre carboncillos, reglas, tijeras, y las costureras que formaban este pequeño equipo con ella: Manoli, Torres, Tere, y algunas más que estuvieron de paso por allí, pero que no dejaron su impronta más allá de las horas que pasaron ocupadas, los días comenzaron a tener otro pulso, más sereno y luminoso. ¡Qué buenas tertulias mantuvieron, entre puntada y puntada, a costa de este o aquel asunto traídos a colación por cualquiera de ellas¡. Había un clima familiar, cercano, sin perder el ritmo de los compromisos para entregar “las prendas” en determinada fecha. El equipo de “Pepita la Modista”, sinónimo que desde entonces la identificará en sociedad, lo formaban esencialmente muchachas que se precipitaban en el mundo de la costura (coser para otros de un modo profesional) para ganarse unas perrillas al mismo tiempo que aprendían los trucos y procedimientos de la jefe de equipo, en este caso, su madre, que ya venía en este sentido bendecida por algún don divino y la necesidad. Así es que, entre detalles técnicos al uso como: “…primero le haces un pespunte y al final rematas los hilos con cuidado de que no se te doble ahí arriba, ves...”, “no fuerces el hilván que hay que hacerle una prueba a doña Margarita” o “ el dobladillo debe quedar más cerrado, más recto…”, y el ir y venir del jaboncillo, aquella curiosa especie de tiza, más fina, más precisa y fácil de quitar, la tijeras, los alfileres y el acerico. Así fue como reencontró el sitio que le correspondía en el mundo que le había tocado vivir. Resultaba que al retorno del Colegio, a la hora de merendar, después de subir las escaleras como un torbellino lleno de energía, lo usual era contemplar la estampa de “las niñas” escuchando la radio. La novela al uso. algo de música, o comentando lo sucedido en la ciudad, de este o aquel conocido, sería una constante lamentar abiertamente, la suerte que le había tocado con la claudicación a la vida conyugal, que su padre había tomado al marcharse a trabajar al extranjero, los rumores sobre una supuesta novia, amante o “querida” que le adjudicaban, la viudez de Torres, o aquel chico que pretendía a Manoli y que ella se negaba a conocer. En este estado de cosas, fui un privilegiado en cierto modo, pues gracias al inesperado oficio de modista, hasta su casa comenzó a llegar con exquisita


45 regularidad, una revista técnica, de edición alemana que más adelante dada la profusión que tuvo entre el sector femenino, comenzó a traducirse al español. Aquella revista en color, no era otra que el “BURDA”, páginas dedicadas al mundo de la moda y sus tendencias, que incrustaban planos desplegables de corte de prendas: unas veces faldas, otras blusas, pantalones, etc. Así mientras todos los chicos disfrutábamos de las aventuras de Tintín, en su Vuelo 714 para Sidney en la biblioteca municipal, los obreros de su bocadillo de sardinas en aceite, los industriales del Odiel de “las noticias” y los aburridos avatares sociales de la ciudad, además tenía una ventana a la Europa demócrata de aquellos días. Burda incorporaba pequeños trabajos periodísticos, o hablaba de lugares donde sobre todo había color, mucho color frente al tenebrismo que aquí disfrutábamos, y sexo, sexo con mentalidad alemana, o lo más parecido a lo que pudiera parecerse, así chicas ligeras de ropa, por aquello de la moda de verano, o mostrando las nuevas tendencias en ropa interior escapaban a la censura, ¿quién iba a controlar una revista de moda para mujeres?, y esa ventana, mes a mes, fue facilitando tics de un mundo que corría paralelo al nuestro. Las imágenes de estas mujeres, aquellos electrodomésticos Bosch, y aquellos pequeños reportajes se hicieron algo común, natural y mes a mes, esperado. De un modo u otro, esto acentuó e hizo ordinaria la visión que tuvo de la mujer: de los cuidados que dedicaban a su cuerpo, del culto por según que telas en función de la temporada, ya fueran: gasas, linos, moarés, organdíes o muselinas…, de cómo acentuaban su feminidad, con polvos, cremas y lápiz de labios de variados colores, y junto a ellas, aquellos escenarios europeos o americanos, actores, actrices, diplomáticos, etc. Todo aquello hablaba de algo más, aparte de aquellas leyendas que institucionalmente hablaban de lo que oficialmente ocurría tras las fronteras. De un modo ingenuo aquella ventana le acercó a la Europa real y sin duda también diversificó el compendió de fuentes de información que constituirían su cultura social. Por Abril de 1967, en Huelva se anunciaba a bombo y platillo que el Consejo de Ministros ordenaba la confección del proyecto del puente sobre el río Odiel, y que Rafael por segunda vez, representando a España en Eurovisión con su canción “Hablemos del amor” quedaba en sexto lugar, aunque no fuese una noticia al uso, por cuanto toda España vivía la noche de Eurovisión como un solo hombre. ¡Habría algo más interesante que Eurovisión!. Ya por entonces, el asunto Gibraltar mantenía su ritmo y era un recurso habitual en la prensa "nacional" el pulso al imperio Británico y a su graciosa majestad, por la roca. La cuestión es que en aquella España, en la que la incipiente Ley de Prensa del 66, quitaba paja al asunto de la censura previa y la bajaba de nivel coactivo, aún así, dictaba mucho de que los periodistas y contrarios al Régimen pudieran expresarse con libertad, pero era un pasito a favor de la corriente que trataba de normalizar la vida social dentro de aquella Dictadura de Franco. En Huelva era el ODIEL, -el diario dirigido por Antonio Gallardo, afín al estado de bienestar existente, y que por 2 pesetas era la voz de la sociedad local, nacional e internacional, disponía en 10 páginas por ejemplar, de todas las noticias y el pulso a aquellos días de extraña calma y abnegado equilibrio.


46 Era obvio que no iba a ser la fuente más objetiva para conocer lo que estaba realmente ocurriendo en la ciudad, en España y en el Mundo, era obvio entre otras cosas porque en su logotipo y cabecera de portada junto a su nombre, exhibía el símbolo del yugo y las flecha además de inscribir con total descaro que la editora pertenecía a la red de Prensa y Radio del Movimiento con sede en Madrid, sita en la Avenida del Generalísimo, como no podía ser de otro modo-, mientras que en el resto de España, con el mismo talante, otros diarios de tirada nacional, como: ¡Arriba!, la Hoja del Lunes, El Alcázar, Diario Ya, Pueblo, La Vanguardia, ABC o el Diario Madrid que sería el que tuviese la fatal decisión de desafiar al Régimen, aprovechando la incipiente bonanza de la indicada nueva Ley de Prensa. Hay que hacer especial mención de él, pues marcado desde entonces, el Diario Madrid sería varias veces sancionado, sus periodistas perseguidos, y años más tarde sería clausurado y teatralmente su edificio sería demolido con una espectacular voladura. Eran las reglas del aperturismo de la dictadura. En otra dimensión Pueblo, próximo al sindicato vertical en su fase final pasó a ser considerado de alguna manera "obrerista", dirigido en esa última época por Emilio Romero, que coqueteaba con ambientes de la oposición de izquierdas sin abandonar el falangismo. Fue el periódico más leído de España después de La Vanguardia y ABC. Esto era lo que había, una España yacente, callada, abrumada por el siniestro sistema de vencedores que dirigían a todo un país, con un sentido ridículo de las normas, la educación o las creencias, que se fundó en el temor de dios, de un dios extraño, que no sabía distinguir lo que se decía dentro a lo que se hacía fuera de los templos. Efectivamente BURDA, a su manera, abrió una ventana al mundo, a un mundo que en aquella España de sermones y boinas rojas, facilitó que la conspiración, la aspiración o la ansiedad por el cambio, también se impulsase desde la visión ingenua de aquella revista de moda.

DE LOS JUEGOS QUE NOS CONDUJERON A KENNEDY Podría ser que esta maldita y extemporánea protusión discal, tuviera su origen en aquellos indómitos juegos, alguno de los cuales se le antojaban algo salvaje y humillante. Al fin y al cabo todos los juegos lo son en algún grado, unos pretenden doblegar el aspecto físico y otros el intelectual, ambos buscan la selección del mejor, y eso en el fondo es algo cruel, banal y deshumanizante, sobre


47 todo si juegas creyéndote el papel. Cualquier actividad física asociada como tal al deporte, si llevaba aparejada la competitividad “per se” o si adicionalmente tratase de ocupar el centro de todas las cuestiones de interés, arrogándose el derecho de anular cualquier otro asunto, junto a la embrionaria lesión de espalda y al rechazo frontal del esquema del chicotipo, le hicieron observar este fenómeno, el lúdico-deportivo con otros ojos más cercanos a la observación sociológica. Bien es cierto, que aun hoy, siguen siendo otros los motores que le conmueven y le hacen reaccionar, no obstante a pesar de ello también creo, que esta incipiente lesión de un modo u otro fue argumentando los contras frente a los pros. Esa magulladura marcaba una predisposición de reserva ante cualquier actividad lúdico-física. Para cuando el Real Madrid, el Recreativo o el Atlético de Bilbao eran referentes culturales, en su caso, por estas u otras prioridades, la actividad física o deportiva, si no era para divertirme no correrían de la mano de sus preferencias. Las inquietudes de aquel chico pasaban por otras experiencias, no necesariamente mejores o más sanas. Bien es verdad, que la capacidad física de muchos de aquellos chicos, más bravos, atléticos y ágiles, representaba además un hándicap añadido. Lo cierto es que además de subir los cuarenta y cuatro escalones de mí casa en un santiamén o bajarlos primero de dos en dos, después de tres en tres y al final casi volando, pues agarrado a la baranda saltaba de descansillo en descansillo y alguno de ellos podía llegar a tener hasta 8 o 9 peldaños. Resuelto este digamos hito deportivo, el resto fue mucho más ceñido y lo que practicaba era por una cuestión de subsistencia social en espera de mejores oportunidades. El patio de recreos del Colegio San Casiano, se organizaba alrededor de su solitaria sencilla y monolítica fuente, ya por entonces un lejano recuerdo de lo que pudo haber sido en otra época, ordenaba en torno al mismo, unos jardines muy abandonados, que a duras penas dibujaban la simetría de un intento fallido de distribución racional. Destacaba en la parte más alta y junto a los guardamuebles, una hermosa y enorme Jacaranda, tan grande que elevaba su copa por encima de los 15 metros, y que además de ser cobijo de pájaros de muy diversa procedencia, nos proveía de una enorme sombra que hacía de aquel rincón, el lugar preferido para jugar. En este pequeño círculo social, se suscitaron los primeros escarceos propios de la personalidad, aquellos juegos iniciáticos de inocentes mozalbetes se mezclaban con otros que te introducían en nuevos y más rudos, propios de incipientes muchachotes o proyectos de serlo. Y es que hasta en los juegos, hay influencias, así el liderazgo en algunos casos, lo determina el más bestia, cuando se ejerce sobre los más tímidos o cobardes a todos los efectos. Unas veces por serlo y otras por no estar en condiciones físicas equivalentes como para contrarrestar este tipo de presiones. A estas alturas, ya supondréis cual era el equipo en el que jugaba. Exacto, en el de


48 los endebles, los perdedores o los fracasados en estas lides, dicho sea con total honestidad y sin el menor rubor, las cosas pintan como pintan y hay que reconocerlo. Chicharito la Haba, pronunciado de manera que “haba” sonase “java”, dejando caer todo el peso de las palabras sobre esta, como su nombre indica, y su silabeo ya lo dejaba intuir, era un juego, uno de aquellos especialmente arrojados y algo rudos, con el que todos nos divertimos alguna vez y que temíamos, sobre todo si te tocaba jugar con el bando de los más flojos. Si tratásemos de dibujar una boceto, podría querer simular a una vaina de habas. Si la abrimos vemos como en su interior los granos se distribuyen pegados unos a otros, formando un fila casi recta. Pues el juego se representa más o menos así, el equipo perdedor y que tiene el reto de la partida –si gana, se invierten los términos- lo forma un primer chico que se sitúa de pie, apoyado sobre la pared, un árbol o cualquier superficie vertical, que actúa como amortiguador del primer jugador. A él se agarra encorvado a la altura de la cintura un primer chaval, por lo que debe bajar la cabeza y dejar que su espalda, sea lo que quede dispuesto para recibir a los contrincantes. Tras este primer jugador, se apostan de la misma manera tres, cuatro y hasta cinco jugadores más. El resultado una especie de fila en la que sólo ves las espaldas arqueadas. El equipo contrario debe ahora coger carrerilla y saltar, como si se tratase de saltar al potro, es decir, apoyando las manos sobre la espalda del último jugador del equipo contrario y trata de elevarse y con el impulso avanzar y quedar en el aterrizaje, agarrado sobre los jugadores que se apostan debajo de él y lo más cerca de “la madre”. Tras él los demás saltan con la misma intención, una vez arriba todos, y engarzados como haya sido posible, el juego consiste en contar hasta veinte para ver quien aguanta más sin caerse o derrumbarse, si los que están arriba o si los que están debajo. Los de abajo deben solventar el problema de que un mal salto haga que sobre un mismo jugador se acumule el peso de dos o más del equipo saltador, y los de arriba, deben a su vez, solventar que se haya producido una agrupación atípica o no hayan caído en la mejor de las posturas, quedando escorados de un lado, propiciando que no haya el adecuado equilibrio y se produzca la caída. El juego llegaba a ser muy duro, si frente a ti, estaba el equipo de los chicos más fuertes, gordos, brutos o algo mayores, que no tenían ningún miramiento al saltar. Sin pensar en ninguna consecuencia, dejando caer todo el peso sobre los chicos de abajo. La cuestión era pasar un buen rato, y el disfrute era total cuando sobre todo se producía este sometimiento bajo tu control. En cierto modo, esta exaltación de la rudeza, era algo que se asociaba a una confundida masculinidad. Gastar unas risas, a sabiendas de estar a buen recaudo en el equipo mejor asociado, era una garantía para salir bien parado y ahí estaba el quid de la cuestión, había que trabajarse al líder y a sus simpatizantes para ser uno más o pasar por serlo. Como la vida misma. Esta fórmula de poder, que dejaba al equipo de los débiles “tocado” a veces, pudo haber tenido consecuencias sobre las enclenques columnas, y vete a saber si ya desde entonces, le viene este incomodo, aunque leve sin dejar de ser constante dolor de espaldas, vete a saber si en alguna de aquellas recibidas, la envuelta


49 fibrosa del disco se escapó un poco, tal vez sometida a aquellas sacudidas. Ser observador tiene sus ventajas y sus riesgos, pues no puedes solo asomarte a curiosear, admirando cómplice al líder del juego, con el único ánimo de “ser colega sumiso”, para pasar desapercibido y no participar en el juego. El líder para probar su poder, suele tratar de dominar a todos sus oponentes, lo sean o no, farolear, lucirse o pavonearse son sinónimo de líder, tomados en el término más hosco de su significado, y tarde o temprano pierdes la gracia y eres uno más. Tratar de alargar todo lo que fuese posible esa coyuntura, era todo un arte, a sabiendas que tarde o temprano serías descubierto. Y así es que un día, quién sabe si por cuestiones climatológicas, ambientales u hormonales, el líder le hizo ser uno más, perdiendo aquella gracia que le mantuvo al margen y experimenté en carne propia aquellos sobresaltos, que más bien definiría como bajo saltos, por cuestiones obvias. No solo “disfrutábamos” del placer de aquel juego, el más destacado entre todos, debido como ya habréis acertado a la mezcla de dominación/liberación que el mismo promovía, pues no siempre ejercías de receptor y no voy a ocultar que mimetizados, sentías la misma o parecida satisfacción, cuándo eras tú quien caía con todas tus ganas sobre las espaldas de los que habitualmente mandaban, una especie de venganza cuyo placer era ínfimo pero intenso mientras duraba. El propio juego tenía sus reglas predispone y hace inevitable la alternancia en los roles. Calmada, ausente, iluminada, casi privada, con la constante música de las gotas al caer, la fuente proponía otras alternativas, éstas más naturales y sosegadas podríamos decir. Si te arrodillabas junto a ella, tu cuello quedaba justo a la altura del pequeño muro hexagonal del estanque, por lo que podías contemplar con absoluta claridad lo que ocurría dentro de la pila. Así el fondo se mecía levemente con una vegetación escasa y parda que parecía más bien suciedad, aunque no lo era. La lámina de agua reflejaba el cielo y jugando con la palma de la mano distorsionabas la imagen que iba y venía, se deformaba y volvía a recomponerse, pero el mejor secreto eran las sanguijuelas que allí tenían su hábitat natural. Aquellas pequeñas lombrices rosadas de aproximadamente 5 centímetros, que viajaban de una pared a otra dibujando “eses”, que se contraían y estiraban para viajar en aquel inmenso aunque diminuto océano. Si dejabas tus dedos dentro del agua algún rato, alguna terminaba acercándose y pegándose con sus diminutas ventosas chupadoras. No resultaba difícil jugar con ellas, provocando remolinos que las hacían dar vueltas y más vueltas, o engañarlas cuando estaban a punto de tocar la yema del dedo, tampoco era difícil despegártelas, un poco de zumo de limón bastaba, aunque al principio tenías que superar los miedos de cuantas leyendas corrían de boca en boca, sobre los beneficios o perjuicios que tenía aquellos pequeños monstruos marinos si terminaban adheridos a tus dedos.


50 Para terminar de completar el cuadro, otros grupos se disponían a hacer bailar al trompo, aquellas peonzas de madera con punta de acero. Un cordel de no más de un metro y la moneda de dos reales, las que tenían un pequeño agujerito en el centro, y que servían como tope de la cuerda, así se entrelaza entre los dedos, por fuera de la palma de la mano, y al lanzar la peonza la cuerda quedaba perfectamente enganchada a la mano. Los más resueltos mecánicamente lo bailaban con suma destreza, incluso los mejores eran capaces de hacerlos saltar por el aire para terminar recibiéndolos en la palma de la mano. Más adelante vendría aquello de personalizarlos con colores y añadirles chinchetas, finalmente para culminar aquella progresión técnica y estética, aparecieron aquellos trompos ”asesinos”, cuya punta se afilaba tanto que si cuando lo tirabas, impactaba sobre algún otro, éste quedaba quebrado, roto, partido en dos de la misma manera como terminaba tu pequeño corazón contemplando la escena que nunca hubieras imaginado que ibas a presenciar. Tu trompo descuajado y abierto en canal y aún danzando el baile de su agonía tras recibir el desafortunado golpe. En una esquina, muy a resguardo del paso, con más bonanza, se establecía la pista del “juego de las canicas o de las bolas”, aquellas esferas de cerámica de fresco y suave tacto, cuyo objetivo era alcanzar un pequeño hoyo, lanzado hacia él la bola en juego. Para ello debías construir una figura con las dos manos, ganando distancia al apoyarte primero con el dedo pulgar y después con el meñique y de ahí su sustantivo, mediante una “maña” que compartían los dedos pulgar e índice, realizabas el lanzamiento de la bola. Una vez alcanzado el hoyo, tenías derecho a realizar la misma maniobra y acercarte hacia alguna bola oponente y lanzar la tuya con el objetivo de golpearla, y así ganar el tanto. Más tarde vendrían las partidas de “la aposta”, que no dejaba de ser un reto, pero que como todos los juegos en los que medie el interés, se recrudece y se tensa. Así si aceptabas el desafío de jugar a “la aposta”, aceptabas que quién golpease la bola contraria, la ganaba en propiedad. En una jornada de triste recuerdo, en tan sólo 5 minutos llegué a perder no menos de siete bolas, aun lo recuerdo y creo que todavía no lo he superado del todo. Aparte de otros juegos muy populares, en Huelva se solía jugar mucho al “pañuelo”, aquello de decir un número y entre dos oponentes, arrebatar un pañuelo situado en un punto intermedio, y tratar de regresar a “tu casa” sin que el otro te tocase, o al “pincho”, más peligroso y que precisaba de ciertas dosis de habilidad, y del terreno adecuado, pues consistía en lanzar una pequeña navaja, sobre un circulo dibujado en la tierra. Una vez lanzado y si se quedaba clavado, te daba derecho a dibujar una línea, haciendo coincidir las paredes de la circunferencia con el punto que señalaba el lugar donde se había clavado, ganando territorio con cada tirada que acertabas, así hasta llegar a hacer que toda la superficie en juego fuese tuya. Pero a él, el juego que más le gustaba era “la bombilla”, en él podían


51 participar todos los que quisieran, y era una mezcla de habilidad, algo de misterio y cierta capacidad intelectual a los que se le añadían algunas dosis de expectación en el desenlace, además de no ser violento y de no basarse en la dominación del oponente. Para jugar a “la bombilla”, había que dibujar con una tiza en el suelo una especie de bombilla, una gran circunferencia y una especie de cuadrado a modo de casquillo, que era donde se situaba “el burro”, él era el que determinaba el tema, y la palabra secreta, así por ejemplo sin que nadie más le escuchase decía al oído del primer jugador, “nombres de ríos que tengan la vocal “e”, y a continuación la palabra que ningún jugador podía nombrar o perdería de modo directo, así por ejemplo diría “el Ebro”. A continuación los participantes, saltando a piola, irían cantando nombres de ríos que cumpliesen la condición y que al mismo tiempo no coincidiera con la palabra secreta. Cantábamos el nombre elegido, y entrando al interior de la bombilla, quedábamos quietos, sin movernos en absoluto, esperando que el siguiente jugador, hiciera lo mismo en su turno, momento que aprovechabas para dando un salto a la vez, buscar un punto más distante del “burro”, teniendo en cuenta una condición más, la de que ningún jugador del interior de la bombilla podía tocar o rozar a otro jugador. De este modo repasabas asuntos de los más variopintos, incluso servía para tomar conciencia de alguno de ellos de los que al principio no tenías ni puñetera idea. Los nombres de los accidentes geográficos, futbolistas o cosas que pudiera haber en la casa, solían ser los más habituales. Una vez todos los jugadores estaban dentro de la bombilla, quietos según hayan quedado tras el último salto, “el burro”, tenía que decir la palabra “bombilla” de una vez o con trampa alargando las silabas y todos los jugadores debían salir del interior, al tiempo que él se lanzaba tratando de un salto también alcanzar a alguno, si alguno era prendido, sería el próximo burro, ocuparía su lugar, elegiría el tema y la palabra secreta. Por aquel entonces, los campos de fútbol –el deporte rey- se situaban en cualquier sitio, no existían establecimientos o centros dedicados de modo profesional, los más aficionados iban a las marismas del “Titán”, un lugar bastante distante y algo complicado para llegar, por cuanto tenías que pasar las vías del tren de la línea Huelva-Sevilla. No había mejor sitio para jugar al “fútbol” que hacerlo en la Plaza de las Monjas- Este rincón de la ciudad, debe su nombre al convento de monjas agustinas de Santa María de Gracia que se encuentra en una de sus esquinas. Es la plaza principal, donde en la antigüedad se hacían corridas de toros y que andando el tiempo y tras diversas reformas cambiaron su aspecto y la dotaron de un templete para la Banda municipal. En uno de aquellos conciertos sus padres dieron ese paso que más tarde les consagro como pareja y algo más adelante como marido y mujer. Cosas de la música. Allí, en esa plaza, jugábamos al futbol. Casi siempre confeccionábamos las


52 rudimentarias pelotas, con papel de periódico bien envuelto y apretado, y finalmente lo amarrábamos con alguna guita. Aunque no era una esfera perfecta, daba lo justo como para echar 10 o 15 minutos, hasta que en un despeje, hacia saltar por los aires toda aquella obra de arte. Las farolas fueron las primeras porterías. La plaza se ganó su sitio y fue lugar de juegos, también de encuentros y de nuevas amistades. Mucho después, jugando y haciendo centro de nuestra infantil vida social aquella plaza, reconocí en aquella niña de piel morena y ojos negros, una simpatía especial, aunque estuviese vetada para él, a Emilia como se llamaba, llegué a caerle bien, incluso alguna vez la acompañé a su casa, pero eso ocurrió más adelante. A Emilia le brillaban los ojos y cuando sonreía sus dientes blanqueaban su cara. Hasta entonces, no digo que no tratase a otras niñas, pero creo que hasta aquel día no deparé en ninguna de ellas. Por entonces era habitual oír hablar de Vietnam y de los americanos. La radio en sus boletines no dejaban de pasar noticias, y solía ser con la que abrían las crónicas del resto del mundo, pero lo que resulto realmente impactante, fue aquel aciago anuncio que dejo paralizado a todo el país. El 22 de Noviembre de 1963, fue asesinado el Presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy. Todos los boletines, en sus emisiones horarias y multitud de especiales, no dejaban de hablar de otra cosa. Todo el país se heló, y aún hoy, muchos de aquellos corazones siguen haciéndose preguntas. La radio informaba... A las 11.40 el Air Force One aterrizó en el aeropuerto Dallas Lovefield, después de un corto vuelo que ha realizado desde Fort Worth. La comitiva presidencial se pone en marcha hacia el centro de la ciudad de Dallas. Durante el trayecto, la comitiva tiene que realizar varias paradas para que el presidente salude a la gente. A las 12.30 entra en la Plaza Dealey y avanza por la calle Houston, en ese momento lleva 6 minutos de retraso. En la esquina de Houston Street con Elm Street la comitiva debe realizar un giro de 120º a la izquierda, lo que obliga a la reducción de la velocidad de la limusina descapotable. Tras pasar Elm Street queda frente al edificio del Almacén de Libros Escolares de Texas, a una distancia de 20 metros nada más. Al pasar el almacén se escucharon varios disparos, el primer disparo de tres que supuestamente haría Lee Harvey Oswald, impactó en el cráneo del Presidente, destrozándole la cabeza con pérdida de masa encefálica, las lesiones eran tan graves que no se pudo hacer nada por su vida. La Comisión Warren fue un eco constante en aquella investigación, no paso ni un día, sin conocer algún dato más de aquel magnicidio. Esta tragedia internacional, nos dejó atónitos, parecía que nos ocurría a


53 nosotros mismos, tal era el apego con el que el Régimen trataba a su mejor "aliado", los Estados Unidos. No salíamos de aquel sobresalto cuando dos días después, el presunto asesino Oswald, fue a su vez asesinado por un policía, Jack Ruby cuando era trasladado. Aquello si que fue pegar un estirón. Por meses, toda la sociedad tenía un punto común ajeno a nuestra tragedia nacional, y ese momento fue como abrir una puerta que hasta entonces había estado cerrada, y es que vivíamos dentro de un mundo lleno de tragedias y posibilidades.

EL CASTING DE LA CALLE MORA CLAROS O BOTICA SEGÚN SE DIGA Un rasgo típico de su personalidad es la independencia con la que se enfrenta a cualquier experiencia, es capaz de formar parte de cualquier grupo siempre y cuando este factor de autonomía no tenga que ser defendido. Esta facultad, le posibilitó mezclarse en muy diversos ambientes, conocer a gente de diferente pelaje, y no encontrar nunca su lugar exacto, porque estaba diseminado, un poco en todos. Bien podría entenderse, que era una forma de no dejar al descubierto las sombras que le acompañaban, por aquello de la debacle familiar, aunque si he de ser sincero, no había nada de lo que avergonzarme y mucho de lo que enorgullecerme, y en honor a la verdad, no creo que le faltase nunca de nada, aunque si hay que decir, que faltó todo aquello que representase cantidad, continuidad, calidad, equilibrio, bienestar o nivel social, por lo demás, el pero lo ponían los demás, con su modo de mirar, de adjetivar o de curiosear sobre aquel escándalo -para la época lo fue- por el que una familia se rompía y una mujer, la que se quedó entre bastidores, a la mano, ante la escasez, se veía en la obligación moral y física de volver a trabajar, con tal de sacar adelante a sus hijos, sacrificando a partir de entonces toda una vida de nuevas oportunidades. Nunca habrá manera de agradecerle a su madre, el coraje con el que se


54 enfrentó a aquella situación, tantos días de desesperación, tantos días de lágrimas mezclados con canciones que tarareaba al hacer el almuerzo y que el tiempo fue amortiguando y sellando para un día dejar de hacerlo. Días que pasaron factura de muy diversa forma, en los que sobre todo se mantuvo el honor, el orgullo, la mirada limpia, altiva y el enorme cariño con el que nos deleitó. Era curioso por no decir ridículo, cómo tenías que oír una y otra vez, referencias sobre quienes eran sus padres, y la morbosa curiosidad provinciana.Digamos que la "estabilidad familiar" de la que otros hacían gala de puertas afuera, les otorgaba la arrogancia de sentirse diferentes, superiores, o de estar en una posición mejor. Pura pantomima. Que miserables somos los seres humanos y que ruines, por no decir que ingenuos. Esta actitud de los adultos, le hizo comprender y reaccionar cada vez con más soltura, ante envites de esa clase, y fue otro punto de inflexión en la madurez de aquel niño, el "hijo de Morales, Tailor Shop", o de "Pepita la Modista". Quienes sí supieron guardar para ellos la curiosidad y abstenerse de preguntar en primera instancia fueron los vecinos de la calle en la que vivíamos, con los que manteníamos una prudencial distancia o una afable cordialidad según el caso. La calle en su esquina más cercana a la Iglesia de la Concepción, la comandaban la tienda de tejidos de Toribio, junto a ella el refino atendido por los hermanos Simón y Pepe, que tenía un larguísimo mostrador de madera. En frente los Mascaros, con sus rudimentarias novedades eléctricas, como los primeros tubos fluorescentes, las bombillas Philips y Osram, o sus neveras, ventiladores y heladoras tan de moda. Muy cerca, la tienda-taller de las máquinas de escribir Hispano Olivetti, y más tarde solo llamadas Olivetti. La Casa Hispano como se la conocía, popularizó aquellos modelos revolucionarios: Studio 44, Léxicon 80 o el Pluma 22. Su teléfono, el 1993 siempre atento a la clientela y su equipo de mecánicos, que siempre tenían las manos llenas de grasa o manchadas de tinta. Aquellas rudimentarias máquinas, tenían un complicado conjunto de brazos mecánicos, que dejaban impresa las palabras al presionar sobre las teclas y éstas golpeaban sobre una cinta entintada. Las cintas por lo general de color negro, tuvieron también su evolución y surgieron unas que eran mitad negras mitad rojas, eran un auténtico esnobismo, un signo de distinción, que permitía escribir con dos colores y no era frecuente verlas, el mal uso o un reciclaje inadecuado, terminaban dejando unas letras impresas con dos colores a la vez o una mezcla un tanto extraña. Esto mismo sería lo que las avocaría a desaparecer tiempo después. Las articulaciones de metal, del constante golpeo, terminaban con lesiones, y “los tipos” solían salir disparados y había que soldarlos, así como ajustar el


55 conjunto compuesto por multitud de piezas y cuyo engarce y engranaje solo era posible coordinar, en las manos de aquellos minuciosos obreros, cuyos servicios se demandaba en ocasiones para ajustar otras marcas, a saber, Olympia, Hammond, Royal, Underwood, Continental, o Rémington, que venían del extranjero y que no disponían en Huelva de apoyo técnico. No hace mucho se cruzó con uno de aquellos hombres, posiblemente aprendiz por entonces, iba acompañado por la que bien podría ser una hija suya, y parecía haber perdido la cabeza, quien sabe si enajenado por los misteriosos secretos de aquellos ¡tic-tac! que tuvieron que serle familiares durante tanto tiempo. Ya nadie recuerda aquel ¡clint! anunciando que la línea en la que escribíamos se estaba acabando, pero aquel sonido metálico al igual que el común claqueteo de las máquinas al escribir invitaba a inventar historias o escribir poemas. Siempre fueron algo estirados en la Olivetti, y no dejaban que los niños fisgoneáramos mucho por allí, siempre acababan echándonos, aunque alguna vez conseguí algún rollo de cinta con el que diseñe alguna maldad infantil, como amarrar la cinta de extremo a extremo de la calle, impidiendo el paso, y esperar. Era cuestión de tiempo, ver como al llegar a la altura de la cinta, los más se decantaban por asirla con la mano y levantarla para pasar, encontrándose con la ingrata sorpresa de embadurnarse los dedos de tinta, al mismo tiempo que escudriñaban la calle con la mirada, en busca del autor de aquel invento, escondido tras algún portal, contener la respiración y la risa te salvaban de más de un tirón de orejas. En la misma acera y frente a su casa, residía la "misteriosa familia de don Vido". El padre de don Vido, fue el precursor de los autobuses urbanos en Huelva, dirigía los llamados "amarillos", un giro lingüístico para denominar a aquellos "autobuses" pintados de ese alegre color, y que al parecer, por carecer de paradas obligatorias, montaban a cualquiera que se cruzara en su camino si así se lo demandaban. Parece ser que este negocio lo vendió y fue el origen de su decadencia. Una familia muy discreta, de vida interior. En la casa vivían su esposa, ya viuda, su hijo, el famoso don Vido y su hermana, la extraña mujer rubia que tocaba el piano. Conocido el gusto por el sexo femenino del joven don Vido, de profesión ninguna, fue durante toda su vida un fiel don Juan, siempre cortejando o diciendo alguna frase a las jóvenes y más tardes señoras a las que con su estilo, trataba de ganárselas en simpatía, como primera fase para ganar su confianza y así sucesivamente. No desaprovechó ocasión don Vido que incluso piropeó a su madre, y ella reía de la cara que echaba, cuando le decía.. “siempre solita, siempre solita” a modo de saludo cariñoso, adivinando sus intenciones. Su hermana, una mujer madura, con la que se cruzaba en ocasiones, siempre resultaba extraordinariamente misteriosa. De piel muy blanca y siempre muy empolvada, en su cara destacaban sus labios pintados de un intenso color carmín, y su cabello teñido de un rubio muy brillante, y todo el conjunto envuelto en trajes negros o muy oscuros, lo que producía un fuerte contraste, a pesar de su pretendida discreción.


56 De tarde en tarde, compitiendo con el campanario de la iglesia, tocaba el piano, retumbando en toda la calle, momento que solía dejar abierto el balcón. Alguna vez la vio cómo le miraba, cuándo le descubría escondido espiándola. También recuerdo salir despavorido, absolutamente abochornado al ser pillado “in fraganti”. Frente por frente como queda dicho, vivíamos nosotros, en aquel ático de realquiler, teniendo como vecinos en el piso principal y casero al médico don Daniel García Carbonell, del que ya tendré ocasión de hablar. Por entonces, pared con pared, la finca lindaba con la casa-palacio Arzobispal que en septiembre de 1955 y con carácter provisional fue residencia del primer obispo de la ciudad, Pedro Cantero Cuadrado. En más de una ocasión, aprovechando la cercanía de la terraza. Su padre y el obispo hablaban al sol del mediodía y nadie sabe de qué a ciencia cierta, lo cierto es que a uno casi lo lleva al cielo de los altares y al otro al cielo de París. En mitad de la calle se situaba la sastrería de su padre, y junto a ella, La Casa de los Alpresa. Un santuario del cante y de las peleas de gallos, el conocido BAR ALPRESA, una taberna andaluza como los Álvarez Quintero jamás pudieran haber dibujado mejor. Si bien disponía de un pequeño mostrador de barra a pié de calle, en donde tomar olorosos, finos y mistelas, su interior se dividía en varios salones, repletos de mesas y sillas de enea, con una decoración que rozaba el estilo andaluz más extremo. Pero la perla de aquella casa, era su formidable patio, sobre el que se construían gradas, y en el que predominaba su platea central, un pequeño círculo, donde se llevaban a cabo peleas de gallos, y en el que las apuestas significaron un motivo de vida social, muy a la usanza de la época, donde los varones de la ciudad se pavoneaban de sus éxitos personales y profesionales, donde la supuesta hombría se mezclaba con interminables copas, y donde caldos del Condado o de Jerez, aceitunas, chocos, gambas blancas y jamón de Jabugo, fueron en muchas ocasiones banquetes habituales de aquellos hombres, que terminaban ebrios, perdiendo la compostura, y el saber estar y con la billetera escocida, el orgullo por los suelos, y guardando en la retina la pelea de gallos que les llevó a la gloria o a los infiernos esa mañana de domingo. Toda una liturgia envolvía aquel ambiente sólo para adultos, aunque en ocasiones, te escurrías en el patio. Así de primera mano, observabas como llegaban los "domadores" con sus alumnos en brazos, y como llevaban enfundadas la cabeza y el cuello, para que estas aves, no atacasen ni se pusiesen nerviosas hasta el momento mismo de la pelea, instante en que ambos contrincantes se verán por primera vez. Su misma naturaleza les dice que solo uno de los dos saldrá vivo de aquel letal encuentro. Unos espléndidos machos de colores muy vistosos y alas atrofiadas, ligeramente recortadas, para que sólo puedan dar saltos durante la pelea a muerte. La pelea


57 comienza y llegar con el pico al cuello del oponente es la clave, incluso afectarle los ojos, con un golpe certero ayudaría a hacerlo más vulnerable. Mientras, a su alrededor las apuestas, los vapores del vino, los comentarios harán felices a aquellos hombre que en los inicios de los años sesenta, vivían las Peleas de Gallos como un acto lúdico-festivo sin la menor sombra de crueldad tal y como hoy la interpretamos. Justo enfrente de Casa Alpresa, se situaba la Peluquería de señoras de los Fortes, el olor de la laca cuándo al pasar coincidías con alguna cliente, que salía o entraba era lo que hacía tan peculiar ese espacio reservado solo a señoras. Más adelante, La Barbería. Aquellos dos personajes, el maestro y su ayudante, ambos barberos de los de brocha y navaja que eran extraordinariamente afables y curiosos. Por allí pasaba toda Huelva, y al igual que ocurriera en la peluquería, estaban al tanto de cuanto ocurría en la vida social no ya de la propia calle, pues los hombres, entre hombres se contaban sus cosas al mismo tiempo que sondeaban y oían lo que se decía de ellos. El maestro, un hombre regordete, ajustado a su corta estatura, casi calvo, de amplia sonrisa y de una cordialidad muy afín con su posición social, por cuanto era conocedor de que profesionalidad y discreción iban de la mano, aunque de tarde en tarde, un desliz intencionado o no, se le escapaba. Siempre te recibía de buen grado y con un gesto que te invitaba a dejarte llevar. En el extremo opuesto, lindando a la calle Puerto, quedaba de un lado la Botica de los Figueroa, una farmacia que llegó a competir con su vecino de enfrente el Conde de Mora Claros, en la denominación popular de la calle. En un referéndum improvisado, siguiendo las reglas de Ferdinand de Saussure, la gente redenominó coloquialmente la calle como Botica, aunque desde Septiembre de 1922 se rotuló con el nombre de su vecino el Alcalde además de ilustre prócer Antonio de Mora Claros. Como homenaje, ante la repentina muerte de Antonio de Mora y Claros, ex-alcalde de la ciudad, que tenía aquí su vivienda palacio, la calle paso a denominarse Alcalde Antonio de Mora Claros. Mucho tiempo antes a Eduardo Figueroa, la calle vivió otra batalla, aquella que remontándose nada menos que a 1545. El 16 de octubre de aquel año, el ayuntamiento denominó a la misma como calle de "Ariza", y hasta bien entrado el XVIII se utilizó paralelamente el de "Botica". Al parecer hubo de ser Lázaro de Cea, distinguido y memorable onubense, el originario boticario, quién en 1593, y por escritura otorgada en 22 de diciembre ante Alonso García, recibe en arrendamiento por parte del mercader Gaspar Hernández "unas casas con corral y pozo" en la referida calle, para situar en ella sus oficinas de trabajo y venta. Se trataba del mismo lugar en el que a mediados del XIX, había de inaugurarse la de Figueroa, quien le dio la expresión de popularidad que goza desde 1896. Por poco tiempo también se llamó Tetuán, es de suponer que para dar gloria


58 a la toma de esta ciudad africana, por las tropas españolas comandadas por el General O'donell andando el 1860, un breve espacio de tiempo que la gente se encargó de resarcir y mantener el lance entre las dos populares denominaciones en disputa. De mismo modo, durante la I República, en sesión del 16 de abril la calle se redenominó de Blasco Ibáñez, aunque duró solo dos escasos años, hasta el 3 de Noviembre de 1933 en que pasó a denominarse, José Nakens, aunque esta rotulación duró aún menos, dado que el 25 de octubre de 1934 volvió a recuperar el de Alcalde Mora Claros, y con él la singular y popular disputa, entre la oficialidad y la popular "botica". Fue el arquitecto José María Pérez Carasa, muy vinculado a Huelva, y cuyo sello sigue presente en los escasos edificios que se han salvado de la especulación, quien diseñó una soberbia vivienda, el Palacio de Mora Claros, a finales del siglo XIX junto a Moisés Serrano, con marcado carácter historicista o neoclásico y muy sobrio en el interior pero con diferentes elementos modernistas. Por entonces su viuda era su única inquilina, una mujer muy discreta que apenas se dejaba ver y muy ligada a la iglesia. Un ala de los bajos del Palacio, se habilitó como Biblioteca Pública, con patrocinio del Ministerio de Educación Nacional que dirigía el catedrático don Antonio Palma Chaguaceda. La calle y sus personajes donde todos teníamos un papel, un drama o una comedía según los días, nos invitaba a ver el mundo con ángulos muy diversos, pero todos con una raíz común, la calle que nos acogía. Una veces Botica y otras Mora Claros, servía tanto para ser actor como espectador, de fondo las señales horarias marcadas por el campanario o las armoniosas notas del piano de la hermana de don Vido, ponían la banda sonora, al mismo tiempo que éste se ajustaba la chaqueta, la corbata y el sombrero, en una elegante y estudiada pose, dispuesto una vez más a descubrir la ciudad.


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DE CÓMO SIR ARTHUR IGNATIUS CONAN DOYLE LLEGA A SABER DE LUISA DE GUZMÁN Para cuando quise darse cuenta, había caminado bastante rato ensimismado, más allá de las fronteras hasta entonces conocidas, y aunque no tenía certeza de andar perdido, si era consciente de que ese riesgo no andaba muy lejos, por lo que tuve que agudizar el incipiente sentido de la orientación por entonces en franco desarrollo. Superar los límites de las calles Puerto y Concepción, y adentrarse en aquella propuesta a modo de laberinto de esquinas, balcones, y calles interminables hasta entonces desconocidas, supuso un gran descubrimiento. La ciudad se pintaba con diferentes colores y distancias, a pesar de tan solo escudriñar en las calles más próximas a las habituales. De cualquier modo, le pareció encontrarse emulando una aventura al mejor estilo londinense. Por un instante se le antojó que Huelva y Gloucester fuesen una misma ciudad y que Sherlock Holmes podría aparecer tras cualquier esquina, observando, tantos detalles, tan complejos como sencillos y que a partir de este momento serían nuevos referentes, o nuevas pistas según sea el caso. Creo que algo tuvo que ver, en el interés por saber algo más de la ciudad, el formidable edificio llamado de “La Bola” y que en parte alojase al desaparecido Hotel París –en aquellos días ya eclipsado y reconvertido en viviendas-, situado en la esquina suroeste de la Plaza de las Monjas, y que desde la primera vez que lo vio, siempre llamó su atención. Su aspecto global recuerda sin pretenderlo, algún tipo de fortaleza medieval, una especie de palacio del que podías esperar que alguna dama se asomase por aquellos balcones y cuya sugerente atracción le obligaba a mirar siempre que pasaba por allí, y aún hoy sigue tejiendo cierta inquietud. En honor a la verdad, sigo esperando que siquiera alguien se asome, sea caballero, padre de la dama o dama de honor, porque no entiendo muy bien, como suele aparecer tan despejado por norma a lo largo de tantos años. Su diseño (1907) se debe a Francisco Monís y Morales, su fachada conjuga el ladrillo visto y los azulejos en tonos grises, y rematando al edificio en una esquina, una cúpula esférica, que la voz popular bautizó como “la Bola” y desde entonces, así se quedó hasta nuestros días.


60 Este notable edificio civil resalta por su estilismo y limpieza en los trazados, siendo además una de las atalayas singulares que fortifican a la susodicha Plaza de las Monjas, junto al soberbio Banco de España de factura neoclásica que fue diseñado por José Yarnoz Larrosa; el propio Convento de las Agustinas ( a quién se debe el nombre de la plaza) cuyo nombre en realidad es el de Iglesia de Santa María de Gracia del Convento de las Madres Agustinas, que es el único convento religioso que se conserva de los cuatro que tenía la ciudad en el siglo XVI y que fuera fundado por doña Elvira de Guzmán y Maldonado, junto a otros menos catalogados. Pues bien, si todas estas construcciones por su volumen y estado de conservación han marcado la fisonomía de esta parte del “centro” de la ciudad, como trasera y formando manzana con el viejo Hotel París, discurre la calle Palacio, siendo calle principal junto a la denominada Concepción, ambas dibujan el bulevar comercial por excelencia, y guarda un secreto que ha pasado muy desapercibido y del que únicamente queda –si es que sigue ahí- un escudo con inscripciones nobiliarias que sitúa en esa finca la que fuese residencia de los Condes de Niebla, el también llamado Palacio del Duque de Medina-Sidonia, tras dejar su residencia del castillo situado en el cabezo de San Pedro y del que hoy no quedan vestigios apenas.. Huelva ha sido siempre tan abúlica como apática en todo lo que suponga divulgación o mecenazgo, un provincianismo de litoral como así denomino a este fenómeno, que marca el ritmo de la ciudad en función de las estaciones, siendo tan efectivo este reloj, que la ciudad es otra cuando llegan los meses estivales y otra bien diferente en cualquier otra estación y es que la meteorología una veces por el calor, otras por las continuas lluvias y su lucha con las mareas, y otras por su agradable primavera, no dan tregua a más comportamientos que hacer de estos fenómenos atmosféricos eje en el modo de vivir. Una absoluta dejadez en cuestiones de historia, han conducido aún mayor desconocimiento a nivel popular de cuantos personajes nacieron, vivieron o proyectaron en la ciudad algún hecho de singular relevancia. Es tal este desasosiego, que la leyenda alrededor de la figura de Alonso Sánchez, denominado “prenauta” y reconocido como predescubridor de América, pasa desapercibida, apenas conocida así como que tenía al parecer una casa en la zona del Barrio de San Sebastián, una popular tasca-mesón denominada Las Angarillas que en vez de conservarla fue derruida sin más debate. La propia y confusa historia de este marinero, no es del todo común, incluso en estos días, resultando todavía un perfecto desconocido. Solo Cristóbal Colón y su relación con Huelva a través de La Rábida, y la repercusión del “Descubrimiento” han marcado un compás constante, bajo el que han perecido como si no hubiese sido de interés otros muchos sucesos. Esta simpleza ha reducido en mucho la natural historia de la ciudad y sigue siendo una asignatura pendiente. De siempre, pero sin chicha ni consistencia, se hablaba de una Reina de Portugal, que habría vivido en Huelva, aún hoy dudo mucho que en la asignatura de


61 historia, se conozca y mucho menos siquiera se recorra de puntillas éste como otros personajes ilustres, que activa o pasivamente, de algún modo han marcado el carácter genético de la ciudad. La hija mayor de la Princesa de Éboli, Ana de Silva y Mendoza, casualmente la que da nombre al Coto de Doñana- se casó con Alonso Pérez de Guzmán, séptimo Duque de Medina-Sidonia. Ana y Alonso fueron padres de Juan Manuel Pérez de Guzmán (el octavo Duque de Medina-Sidonia), cuya hija (y por tanto bisnieta de la princesa) Luisa María Francisca de Guzmán se casó con el Duque de Braganza (Portugal) al que incitó a rebelarse en 1640 contra Felipe IV, llegando él a ser el Rey Juan IV de Portugal, y ella primero Reina y luego regente durante la minoría de edad de su hijo. Pues bien, Luisa María Francisca de Guzmán, es hija natural de Huelva, y así consta su bautismo en el índice onomástico, en su libro 1º, folio 284, de La Iglesia Mayor de San Pedro de Huelva y con esta reseña que certifica tal hecho. “En la Villa de Guelva (sic) jueves veinte y cuatro días del mes de octubre año de nuestro Salvador Jesu Cristo de mil y seiscientos y trece años yo el licenciado Diego Muñiz de León visitador General del Arzobispado de Sevilla baptizé a Doña Luisa Francisca hija del señor don Alonso de Guzmán el bueno y de la señora Doña Juana de Sandoval condes de niebla…” Los Condes de Niebla y duques de Medina-Sidonia eran también Los Señores de Huelva. La idea era, que los herederos de los duques (los condes de Niebla) antes de acceder al ducado y a todas las posesiones aprendiesen “el oficio” en Huelva, donde sus decisiones no tendrían tanta repercusión y así podrían prepararse para sus funciones futuras. Este es el modo de cómo, Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y Zúñiga residen en Huelva durante varios años y aquí tuvo la mayor parte de su descendencia: Ana Francisca, Baltasar Enrique, Juana Francisca, Francisco Antonio y Luisa Francisca. Todos ellos bautizados en la iglesia de San Pedro y enterrados (excepto Luisa Francisca) en la cripta de la iglesia del Convento de la Merced, hoy catedral. Los niños de Huelva siempre hemos corrido con la sombra de que ésta era una ciudad de segunda, sin historia, o al menos sin más de una, sin apenas monumentos, ni edificios nobles, una ciudad que nace muchos años después del terremoto de Lisboa, esta presunción, hacía que todo ese enfoque fuese asumido por administradores públicos e industriales y carentes del orgullo necesario, mediasen sin demasiado éxito, ante la vecina y capital de la región, Sevilla. Esto es a lo que nuestros ilustres gobernantes, alcaldes y prohombres por su ignorancia e inercia nos avocaron, y sus prioridades muestran el diseño de la ciudad, sus fiestas y su ritmo, todos ellos pasan casi siempre por lo perecedero y temporal. El provincianismo industrial, que solo buscaba el beneficio personal, fue una clave tanto en el desarrollo industrial como en el social o cultural. Haber olvidado el circunstancial papel que la historia resolvió en favor de Luisa de Guzmán no tiene excusa. Esta mujer fue precursora, de la independencia de Portugal del Reino de España que comandaba Felipe IV.


62 Tales eran las turbulencias en las cortes de España y Portugal, que Felipe IV trató en vano, utilizar la política matrimonial como lo hicieran sus antecesores, para trazar lazos de sangre que aseguraran la Monarquía como cabeza de España. Ante la falta de infantas reales para casar, por costumbre, se solía acudir a hijas casaderas de la alta nobleza. Una de las uniones que sus consejeros consideraron más importantes fue la de la hija mayor del VIII Duque de Medina Sidonia con Juan, Duque de Braganza. Pensaba Felipe IV que las raíces enlazadas de los linajes de Braganza y de Guzmán servirían para disipar los peligros de hipotética segregación. No era de extrañar que el Duque de Braganza casase con la ambiciosa Luisa de Guzmán y que la propia madre del Duque fuese una española, Doña Ana Fernández de Velasco, hija de los Duques de Frías, nada menos que Condestable de Castilla. Tal y como certifica entre otros, el también historiador Carlos Núñez Jiménez en su tratado sobre “El Linaje de los Guzmanes”, ” Heredó su hijo Gaspar Alonso Pérez de Guzmán y Sandoval, 9º duque de Medina Sidonia y 12º conde de Niebla, era éste hermano de Luisa Pérez de Guzmán, nació ésta en Huelva donde se bautizó el 24 de octubre de 1613, y se casó con Juan de Braganza, el 19 de diciembre de 1632, este matrimonio trajo para España, la separación de Portugal”. Sólo unos años después de casados, El Rey Juan IV y su esposa Luisa de Guzmán, promovieron la rebelión, dando comienzo con ellos la Dinastía de Braganza y siendo el final del reinando en Portugal de la Dinastía de los Habsburgo. Esto que cuento en breve, no tiene ni más ni menos importancia, solo la justa, y para mí como niño en aquellos días, hubiese sido importante también percibir que hubo gente muy cerca de donde jugábamos, que tuvieron un papel primordial en la historia de España, alguien que como nosotros éramos de esa ciudad o naturales como se suele decir, en cambio casi siempre todos los referentes eran Colón y los Ingleses, cuando hay muchas otras cosas que deberían compartir ese primer plano, cosas de las que enorgullecerse o avergonzarse según se mire, pero reflejos de un modo de ser. Siempre pensé que ante el empeño de “otros vecinos” de vernos como “inferiores” había algo que en los genes nos decía que podíamos ser diferentes pero nunca inferiores. Pero estos asuntos, al igual que ahora, no eran de interés preferente y así muchos hijos de esta ciudad, desconocen muchos hechos que en este rincón discurrieron, y tanto esta historia como la mía más pedestre confluyen en los mismos lugares. La calle Palacio de un modo silencioso da fe de que en sus límites, vivieron estos ilustres huéspedes y que como no puede ser de otro modo, y como en tantos casos, aquella finca, El Palacio de los Duques, el terremoto de 1755, el llamado terremoto de Lisboa hizo desaparecer.


63 Las Calles Mora Claros o Botica, Méndez Núñez y Puerto en sus esquinas adyacentes dibujaban un triángulo perfecto, y acceder a la plaza de las Monjas solo era cuestión de andar un par de minutos más en sentido norte. Ese era el territorio y los caminos permitidos, no podías salir de estas fronteras virtuales, pero vas creciendo y ganando en confianza y aumentando la curiosidad y gracias a ella ampliando percepciones, ganando en seguridad y orientación. Así que descubrir la calle Palacio y Concepción como camino alternativo para volver a Mora Claros, no sólo supuso tropezar intuitivamente con la historia de la ciudad, sino un modo diferente de escapar de la amenazadora mirada, de alguno de aquellos dulces tontos que tan diezmada tenían las calles con su sola presencia. De todos es conocido que en la corte, tontos y damas eran comunes y nosotros no íbamos a ser menos.

ENTRE FANTOMAS Y HARDS DAY'S NIGHT. Su padre ya estaba situado en la Francia de Charles de Gaulle, su madre actuaba a toda máquina de modista, y sus hermanas cumpliendo años para convertirse en guapas chicas a las que los chicos del vecindario lanzaban piropos. Mientras tanto, no dejé de observar el constante ir y venir de las estrellas y como sucumbían al amanecer con la presencia del astro rey, de la misma manera, más aturdido que consciente trataba de encajar cuantos acontecimientos habían


64 colapsado su menudo mundo. Las horas, unos tras otras, iban modificando y acomodando el paisaje a la nueva situación. Cada cual iba imaginando un escenario en el que encontrar el sosiego necesario, la paz que se había esfumado de un modo tan inesperado. Si algo tiene el minutero, es facilitarte acomodo, y abrirte la oportunidad a nuevas expectativas. Ya era acostumbrado que semana si, semana no, emulando a Foucault, con una frecuencia constante, el correo trajese postales de Paris, el método que solía usar como medio de comunicación con nosotros. Así es que unas tras otras fuimos descubriendo, al principio con admiración, aquellas calles o “rue” como se hacían denominar, y más tarde a fuerza de repetirse el rito, y disminuida la intensidad, una ciudad espléndida, singularmente bella y monumental. Nunca advertí en aquellas escasas palabras que nos dedicaba, el rastro de lo entrañable, aunque por el hecho en si de hacerlo, debería hacernos pensar que cada cual, describe sus sentimientos a su manera y el tiempo hizo que solo fuera un modo de decir, me acuerdo de vosotros, pero la vida es así, y esta ha sido mi opción. También la casa se abstuvo de más implicaciones, de segundas lecturas, de más disquisiciones. Así es que las postales poco a poco se volvieron frías, distantes y parecían cumplir solo un propósito más cercano a la formalidad que a un espíritu paternal. No sé si ser tan independiente y frío es más un efecto, o parte de su propia personalidad. Para aquella ciudad provinciana en lo esencial, que tuvieses a un familiar en el extranjero, y más aún en Paris, no dejaba de ser ciertamente algo exótico, y tener este "contacto" en el exterior, tenía también su lado bueno. Ya fuese Notre Dame, les Champs-Élysees, o el Louvre, aquella ciudad fue formando parte de las instantáneas que la retina era capaz de sintetizar y conocer palmo a palmo esa ciudad, fue una cuestión de tiempo. Superado el instante de la buena nueva, volvías con la misma velocidad al compás de tu nuevo paisaje. Los nuevos hábitos se habían impuesto, y el ajuste de responsabilidades entre su madre y sus hermanas, habían hecho la casa más amplia y desahogada, y sin lugar a dudas más espontánea e independiente. No tengo constancia de dependencia alguna, pues una vez roto el corazón en aquella primera y desatinada despedida, éste no se recuperó jamás y tan siquiera la admiración natural por la figura paterna se recobró ni con postales ni con galletas de chocolate y frambuesas venidas del extranjero. Era obvio que así sucediese pues el tiempo que compartió con él, ejerciendo de progenitor le alcanzó con pocos años. Lo que si era un hecho, es que hasta entonces, le rendía una exclusiva


65 admiración y curiosidad, aunque a veces no entendía ese especial interés por salir a la calle elegantemente vestido y perfumado, una cuestión de la que adolezco y por la que no siento el más mínimo interés. Puntualmente todos los veranos, por vacaciones volvía a casa, lo que para él suponía una intensidad muy especial, no resultaba ser igual para el resto por razones obvias, al fin y al cabo, él venía no sólo de trabajar sino de vivir con su otra familia. Así durante una veintena de días, juntos de nuevo formábamos un arquetipo común socialmente hablando, aunque no exento de tensión, reproches y desaires, hacían que el clima estuviese enrarecido algunas horas al día. Aparte de esto, no hubo más coincidencias. Ni cumpleaños, ni santos, ni navidades, ni año nuevo, ni final de curso, ni ninguna otra festividad o circunstancia personal propia de cumplir años e ir haciéndote mayor. Su padre se quedó preso de unas letras escritas en una postal y de allí jamás volvió a salir. Cuando llegaban esas fechas tan señaladas, la casa cumplía el ritual familiar, y su ausencia en verdad no se hacía notar. El boceto de nuestro hábitat, se situaba en el punto exacto dónde se acomoda una economía no dada a excesos ni a gastos superfluos, era una accidente condicional de aquellos días, en los andábamos más bien cortos. El ingenio de sus hermanas, su fidelidad y comprensión hacía que los cuatro pudiéramos llevar aquel entorno, con resolutiva dignidad y optimismo, aunque de puertas afuera éramos conscientes de nuestras ausencias y carencias. El invierno solía coincidir con crisis de crecimiento, y raro era el año que no cayese enfermo de anginas. El ritual se repetía casi siempre por las mismas fechas, así el practicante, llegaba avanzada la tarde, con su diminuto maletín de cuero y en un plis-plas, montaba su oficina. Una caja de aluminio que contenía una jeringuilla de cristal. Otra caja más cuadrada y casi plana, donde estaban aquellas enormes agujas de acero con cabezal de bronce por donde se ajustaba a la jeringuilla, algodón y un bote de alcohol. El procedimiento solía ser, pedir un plato de loza, donde depositaba algunas agujas, después vertía un poco de alcohol y le prendía fuego. Unos segundos bastaban para desinfectar las agujas. Inmediatamente después encajaba aguja y jeringuilla, para clavarla sobre el bote con la penicilina y extraer la cantidad exacta. Expulsar el aire sobrante era la cuestión más importante, por cuanto se decía que si se escapaba una burbuja de aire en las venas, morirías en minutos entre grandes convulsiones, y además de no ser descabellado parecía posible que así fuera, por lo que solo había ojos para ese momento. Finalmente aplicaba un poco de alcohol sobre la zona a lidiar y después de unos galetes con los pulgares a modo de engaño, pinchaba e inoculaba la medicina en tu interior. Esta escena debido a aquella debilidad natural, de pillar catarros que luego desviaban a neumonías, fueron usuales y muy frecuentes, casi siempre en el mes de Diciembre, siempre una semana antes de la Navidad. El reloj genético tenía esa manía durante los inviernos, así como llover con fuerza, esperar en que esquina se producía ahora la esperada gotera o anegarse las calles.


66 Así es, que si la noche anterior estuvo lloviendo intensamente y coincidía con la marea alta, lo normal era que a pocos metros de su casa, ya emergían las calles simulando una Venecia de temporada. A pesar de los inconvenientes y los destrozos que la humedad causaba, en esta zona de la ciudad todo se reducía a su aspecto más bien estético, no así en los barrios más humildes, situados a las afueras, que si que vivían un auténtico drama, aumentando aún más las diferencias y su nivel de penurias. Esta cuestión del agua, resultaba muy dañina según en qué clase social te encontraras, a la vez que divertida para los niños. En su caso disfrutaba de una situación privilegiada y cuarenta y cuatro escalones le separaban de la calle y algunos metros más del nivel del mar. Aunque esa misma altura, también hacía que el cielo con sus nubes estuviesen más cerca, de modo que tener "goteras" en nuestro caso, fue un accidente climatológico que terminó en caos con los años y la falta de mantenimiento en los tejados. Una especie de maldición apega a los más humildes a tener una relación de parentesco con el agua venga por arriba o por abajo. Si los inviernos eran así de peliagudos, atmosféricamente hablando, los veranos solían ser tórridos y muy calurosos, a la vez que festivos y alegres, al mismo tiempo que lentos, tediosos y sugerentes. Una estación abocada a la calma durante el día y a la vida social con la puesta de sol. La ciudad a mediados de junio se preparaba en parte, para el gran despliegue hacía las playas. La clase social dominante: industriales, funcionarios y adscritos al Régimen, ya habían descubierto que pasar los veranos en la costa, era además de saludable una manera de señalarla categoría social. Solo una parte de aquella sociedad era continuadora de la tradición que en Huelva, iniciasen por otras cuestiones, los doctores Mackay y Macdonald a comienzos del pasado siglo. Tío y sobrino, oriundos de Escocia, estos médicos reclamados por la Río Tinto Company Limited , vinieron para atender a la población inglesa residente en la provincia de Huelva. Se instalaron en la zona alta de la ciudad, en las denominadas Viñas San Pedro más tarde conocida como calle Montrocal. El arquitecto municipal Luis Monteiro diseña, en 1911, las casas para estos doctores siguiendo el canon británico. Más adelante y junto a estas se levantó la que fue la clínica de ambos, que gozó de gran prestigio y consideración. Inexplicablemente ambos edificios han desaparecido en tiempo reciente, aplicando la máxima de que Huelva no tiene pasado ni a nadie importa, o al menos eso parece. Lo cierto es que aquellos doctores, descubrieron la costa y las vírgenes playas de La Bota o Punta Umbría, instalando allí las primeras edificaciones, que al principio se utilizaban como balnearios a los que enviar a los afectados por asmas o


67 enfermedades relacionadas con los pulmones. No tardo en establecerse una vía de navegación que con pequeñas barcazas y finalmente con grandes canoas trasladaban a la gente desde el Puerto de Huelva a la misma Punta Umbría. Esta embarcación de tipo medio, con capacidad para 150 personas, fueron y son muy populares, y sus nombres son recordados en una alegoría entrañable, por aquellos viajes de treinta minutos entre marismas, que nos hicieron descubrir un espacio natural tan sorprendente como lo fuera Punta Umbría, sus inmensas playas, sus dunas o la ría. Así el más famoso de todos fue el Chimbito, y junto a él, el Ángela-María, La Pineda, Belleza de Alicante, Gloria, el María Luisa que ardiera en medio de la ría, o los precursores: Montenegro, el Vapor Isla de Saltes, o la canoa “el Rápido”. La ausencia de infraestructuras hacía difícil que aquella zona fuese prosperando, como así terminaría ocurriendo en la misma medida que los avances en las comunicaciones, dispusieron de otras vías que facilitaron su desarrollo. Paralelamente la sociedad onubense corría la misma suerte y aquellos que mantenían un nivel adquisitivo alto, fueron adquiriendo grandes parcelas donde más adelante se construían enormes chalets en primera línea de playa en dura competencia con los que ya estaban allí establecidos de origen inglés y que hoy son un modelo y referente de arquitectura civil en la costa. Mientras esa sociedad, despertaba del letargo de la dura posguerra y desviaban sus bienes en la compra de estas tierras, el resto, la gran mayoría, era ajeno a tales beneficios y a tales estímulos. Desde el Balneario de la Cinta, a lo lejos se divisaba Punta Umbría y el tránsito de las canoas, nos recordaba las dos formas que existían de pasar el verano. Los ríos Tinto y Odiel envuelven la ciudad. El Tinto nos recuerda su procedencia minera y las hazañas de aquellos marinos, aventurados y descubridores; el Odiel, nacido en la sierra de Aracena, es el más urbano y propició con su recorrido, que la ciudad tuviese un contacto fluido con el agua como elemento. Primero como ría, estableciendo en él, zonas de baños y de esparcimiento de los onubenses, después como vía de comunicación con el cercano Atlántico, siendo un motor generador de riqueza, mientras que el Tinto deambula entre esteros y marismas más abruptas y salvajes, como lo sigue siendo en la actualidad. Una hermosa carretera discurría entre la ciudad y el punto más equidistante que culminaba con el Monumento a "Colon", entre enormes eucaliptos dispuestos en paralelo, a ambos lados de la carretera, de más de 20 metros de altura, cuyas copas convergían entre ellos, y que cuándo soplaba el viento ya fuera de poniente o de levante, sus hojas se mecían y al hacerlo emitían un agradable bisbiseo. Llegaron a ser tan tupidos aquellos árboles compuestos de cientos de ramas cuajadas de miles de hojas, que en verano pasar bajo su enorme sombra junto a la ría, a la vez que sonaba aquel concierto, te proponía mil y una sugerencias en medio del estío. Un tren y más tarde una línea regular de autobuses municipales, te acercaba


68 al Balneario o poco más adelante a la “playa” de la Punta del Sebo. Los caprichosos cinéfilos bautizaron un trozo de aquella larga ría, como playa de la “Gilda” en honor a la actriz Rita Hayworth, según quiso aceptar el término la voz popular, no tenía parada y sólo en coche o e vespa podías disfrutar de la tranquilidad de aquel lugar. Aquella fue una playa auxiliar para él, que compartía con su padre, y mientras tomaba el sol, él se entretenía buscando cosas, de las tantas que quedaban en la orilla arrastradas por la marea y depositadas allí con la resaca, o cogiendo cangrejos de los que tienen “bocas”, que no es otra cosa que un desarrollo extraordinario de una de sus patas anteriores, que esgrimen a modo de pinzas como elemento de defensa, y que nos limitábamos a cazarlos y quitárselas devolviéndolo al lodo, pues este miembro vuelve a desarrollársele, o eso decían. Mientras en la Avenida Francisco Montenegro, como jugando al escondite, entre las ramas, los rayos de sol se escapaban y a saltos iluminaban con desigual dimensión el camino. Una delicia sentenciada a desaparecer por aquellos días, con la aprobación del Plan de Desarrollo. El Gobierno de Franco aprobó el Decreto de 30 de junio de 1964, que apostaba por la construcción del Polo de Promoción Industrial, un proyecto que cambiaría el perfil de la ciudad en términos absolutos. Entre 1964 y 1972 se crearon once polos. Durante el primer plan, siete: Burgos, Huelva, La Coruña, Sevilla, Valladolid, Vigo y Zaragoza; y durante el segundo, cinco: Córdoba, Granada, Logroño, Oviedo y Villa García de Arosa. Despega el sector químico, despega la construcción, sobre todo en zonas turísticas, y despega la industria automovilística con el SEAT 600 y la empresa de camiones y tractores Ebro a la cabeza. España se convierte en uno de los 15 países más desarrollados del mundo. Todavía está por valorar qué de bueno aportó a Huelva el denostado Polo, pues para cuándo se desarrolló y comenzó a funcionar, fueron sobre todo contratados empleados que vinieron de otras provincias, debido a la escuálida formación universitaria de los locales. Por lo que su impacto solo se hizo notar con el tiempo, mientras que de la misma mano, el absoluto descontrol sobre los vertidos industriales y contaminantes, hicieron desaparecer la vida de su entorno, volviendo árida y estéril su fértil y admirada ría. Ni el Balneario volvió a ser el mismo, ni nadie iría a bañarse a la Punta del Sebo ni menos aún a la playa de “la Gilda”. Pero aquella revolución era un mastodonte de difícil comprensión, por lo que la industria que ocupó la avenida Francisco Montenegro, con la aquiescencia de las autoridades y prohombres de la ciudad, engulló cual dragón de un solo bocado a la Huelva que hasta entonces existió. Pero los veranos de este sur, son sobre todo calor, brisas, granizadas de limón, helados de turrón, contemplar las estrellas de madrugada en las terrazas, oír el silencio de las calles, la radio y los cines de verano. Su casa distaba tan solo una manzana de la Terraza Palacio, un cine de verano céntrico y muy popular. Desde la terraza, divisabas un trozo de pantalla y sobre todo escuchabas los diálogos con gran claridad. A veces el viento era del sur, y las ondas transportaban con nitidez las voces y si cerrabas los ojos podías casi


69 ver la película, así vio muchas. De este modo tenía sesión de cine todas las noches del verano, a partir de las nueve y media. Pero fue Fantomas, un personaje francés, quién se haría dueño del cielo, de uno de aquellos veranos. Una estética absurda y provocadora, que lucía una espantosa máscara de escaso gusto para venir de Francia. Aunque descubriéramos más tarde, que aquellas historias tenían su origen en Argentina. De Fantomas se hicieron series en televisión y varias películas. Fue tal la repercusión, que en los veranos siguientes, esperaba que, en cualquier momento, Fantomas apareciese por aquel trocito de pantalla con el que los dioses le había regalado. Jean Marais y Louis de Funes, se hicieron sin pretenderlo entrañables. El verano de 1965, llegó a Madrid una auténtica revolución. Era además el año de El Cordobés, un torero ajeno a la ortodoxia que llenaba las plazas. Manolo Santana, ganaba el trofeo de Wimbledon, abriéndonos las puertas de Europa. Mientras Franco, ordena que José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván, Mariano Aguilar, Montero Díaz y García Calvo fueran apartados de sus puestos docentes en las Universidades de Madrid y Barcelona acusados de incitar a actividades subversivas. Además muere el celebrado Nat King Cole y es asesinado el enigmático y desconocido Malcolm X. Pero aquel verano del 65, pasará a la historia por ser el año en el que la plaza de toros de Las Ventas, vibraba en directo con aquellos melenudos venidos de Liverpool. El 2 de julio, los Beatles nos inundaron de sensaciones hasta entonces desconocidas. La revolución Pop por fin estaba en España y aquella marea de emociones ya sería imparable. Los Beatles componían e interpretaban canciones suaves si se comparaban con el furor de los Rolling Stones. Lennon, McCartney, Ringo Starr y Harrison, habían sido reconocidos como para ser incluidas en la Orden del Imperio Británico. Pero en España todo se limitaba a llamarles “melenudos”. Se alojaron en el Hotel Fénix, Situado en el Paseo de la Castellana de Madrid, hoy El Gran Meliá Fénix, en las habitaciones 122, 123 y 124. Al son de las melodías del Hard Day's Night, los jóvenes y aquellos incipientes proyectos de chicos, sintieron la necesidad de saltar y agitarse, aquello sí que fue una revolución, ¿quién necesitaba nada más?. Los veranos con sus sonidos, son una mezcla de sensaciones, y además del calor, la brisa al atardecer, las granizadas de La Ibense, los primeros helados de turrón, contemplar las estrellas de madrugada en las terrazas, oír el silencio de las calles, la radio y los cines de verano, tienen algo, que hace que los sueños sean posibles.


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MINCEMEAT, EL ENGAÑO A veces ocurre que tienes la sensación, de que ese escenario en el que te encuentras, crees reconocerlo de otra ocasión, tienes tanta familiaridad con él, que algo te impulsa a pensar que ya estuviste allí, incluso puedes anticipar la acción que se va a desarrollar. Te induce a pensar que no solo vivimos lo que percibimos como real en el instante justo en que ocurre, sino que hay otros niveles de comunicación o de percepción de las cosas. La magia de la confusión, el aturdimiento de los sentidos, o lo abstracto del pensamiento es lo que de algún modo también nos define como seres humanos. La tendencia a imaginar situaciones irreales como posibles, nos induce a crear nuevos escenarios, que contienen aunque inexistentes todos los argumentos dramatizables de un posible final. La imaginación así, elabora unos guiones exquisitos cuyo director son unas veces el miedo, el odio, la pasión, la envidia o la avaricia. Unos lo escriben, y otros los interpretan. Aún guardo una vieja foto tomada en la playa de Isla Cristina, instantes antes de la aparición de un tremendo remolino. Con aquella escueta hechura -quién podría decirlo-, un sencillo bañador de algodón y un pequeño balón de goma, aquel niño con escasa facultades para el balompié, trasteaba tras el objeto cilíndrico, teniendo como oponente al mismo señor viento. Las intermitentes ráfagas cruzaban la playa en aquella jornada matinal, ganando en intensidad a cada golpe de balón, haciéndolo retroceder cada vez más, en proporción inversa a la fuerza con la que el niño, pretendía devolver en su turno el objeto, al fantasmal oponente. En estas idas y venidas, el juego hizo que la distancia con respecto al


71 campamento base familiar, fuese mayor de lo que marca la prudencia, cuando de pronto una concentración enorme de aire, girando sobre si mismo comenzó a levantar arena y pequeñas conchas marinas, trazando una veloz trayectoria entre su ubicación y la de la familia, quedando por unos inacabables momentos, justo en medio. Lo que ocurrió a partir del momento, en que el monstruo elevó su forma sobre la playa, y la inmediatez de que en su camino quedase absorbido por el fenómeno, provocó momentos de angustia y confusión entre padres y hermanas, que contra el viento se afanaban en dar instrucciones para que saliera de aquella zona, mientras que las circunstancias hacían imposible que les pudiera oír. El drama parecía inevitable dado que el frágil balón, revoloteó enloquecido por la espiral, y resulto de lo más curioso verlo girar hasta salir despedido y perderlo de vista. Durante unos instantes todo se turbó y todos los allí presentes tuvimos que cerrar los ojos para evitar que la tierra entrara en ellos. Lo extraordinario fue que aquel prodigio, atravesó por el punto mismo en el que se encontraba, incluso le permitió pasar sobre su mismo corazón, dónde había silencio y contrastaba la enorme claridad central frente a la nube de polvo, formada de miles de pequeñas partículas que giraban formando u círculo tan irreal como sorprendentemente de lo más interesante. En unos pocos segundos fui arrebatado del poder de aquel diablo. Su padre en un perfecto placaje le sustrajo y tan agitado como nervioso le devolvió al escenario familiar ya preso de la histeria, gritos, sollozos y la consternación por lo que se había vivido hacía unos instantes. Su madre no paraba de decir que estuvo a punto de salir volando, y aunque ella no lo creyese, la experiencia no fue tan dramática cómo la imaginaba, al fin y al cabo, no estás todos los días en el ojo del huracán, aunque tenga el tamaño de un remolino grande. Siendo como era, durante aquellos escasos instantes, aprovecharía para curiosear cuanto pudo, de hecho tuvo la percepción de haber visto desde el interior, una especie de cilindro que se alargaba hacia las nubes y cuya verticalidad la perdía por tramos, imitando a las bailarinas que hacen del vientre en conjunción con las caderas, una cadencia en el ritmo. Por lo general las playas de cualquier punto geográfico del planeta, guardan en su memoria historias, leyendas, o la presencia de barcos fantasmas que alguna vez enarbolaron sus extrañas banderas, susurraron a la brisa de la tarde sus aventuras, o dejaron en la orilla, con la resaca de la pleamar, sus restos. Cuando las tardes del verano invitan, paseo por las playas que discurren entre Punta Umbría y el Rompido, ya sea el Portil, La Bota, La Mata Negra o la misma Punta Umbría. Siempre le sustrae el recuerdo de la aventura que aquellas aguas oceánicas vivieron en la primavera de 1943. Cuenta la leyenda, que en el amanecer del 30 de abril de 1943 un marinero


72 apellidado Rey, estaba en su trajín de pesca en su pequeño bote, a la altura de La Bota, lo que hoy se conoce popularmente como “el cruce”, cuando observó una especie de fardo flotando. Se acercó y entre asustado y sorprendido descubrió que se trataba del cuerpo de un soldado, lo enganchó y se dispuso a llevarlo a la orilla. “Tenía la cara ennegrecida, como si estuviera chamuscada”, describiría después “y vestía uniforme militar, además de calzar botas y llevar una pequeña cartera atada al uniforme”. Había nacido la leyenda de William Martin, “el hombre que nunca existió” Desde entonces, en mil versiones parecidas pero todas concluyentes, se narra de viva voz o a través de los escasos registros en prensa, por aquello de que aquel asunto se convirtiese en una cuestión “secreta” que se movía más en el ámbito de los servicios de inteligencia y del contraespionaje que en lo meramente anecdótico. El asunto de fondo era la “Operación Micemeat”, algo así como “cebo”, algo muy propio de marineros, de anzuelos y de las costas atlánticas del sur de España. Cuenta la historia de la II Guerra Mundial, que en la Conferencia celebrada por Churchill y Eisenhower en Casablanca en enero de 1943, se determina que el gran desembarco aliado en el sur de Europa, se llevaría a cabo por Sicilia, por lo que los servicios secretos tuvieron la orden de perpetrar una perspicaz trama que hiciera despistar a los Alemanes, haciéndoles creer que esto ocurriría por Grecia y Cerdeña. La misión se le encomendó al comandante Ewan Montagu, miembro de la División de Inteligencia Naval del Almirantazgo británico consistiría en hacer llegar hasta las costas de Huelva el cuerpo sin vida de un pretendido aviador que habría muerto ahogado tras estrellarse su avión. El cebo, llevaría consigo en una pequeña cartera del tipo ministerio, información comprometida en la que se identificaría rotundamente a Grecia y Cerdeña como los destinos definidos para el desembarco aliado, toda una división panzer con 90.000 soldados.. Por aquel tiempo, el mejor espía alemán para el sur de Europa, Adolf Clauss se situaba en Huelva. Se determinó que el lugar ideal para dejar “caer” al accidentado aviador, fuese la costa de Punta Umbría, dado que era el habitual lugar de paso de los aliados entre el Reino Unido y Argelia El 007 alemán, tras estudiar agronomía, de joven había trabajado en plantaciones de café y cacao en la Guinea Española. Después se afincó en Huelva, se afilió a la Falange y durante la Guerra Civil se alistó en la Legión Cóndor. Al estallar la II Guerra Mundial se convirtió en jefe de la Abwehr (inteligencia militar alemana de la época) en Huelva, donde su padre ejercía de cónsul, y se instaló en una finca de La Rábida para crearse una cobertura de técnico agrícola y organizar comandos de sabotaje que salían de noche desde allí para colocar minas retardadas en las quillas de los mercantes británicos atracados en los muelles. Alto y delgado, osado y aventurero, culto y reservado, sin amigos, pero con multitud de contactos, a Clauss no se le podía escapar un cadáver como el del falso piloto.


73 Según cuenta Montagu en su libro The man who never was, que publicó en 1953 con la autorización de su Gobierno, el eminente patólogo forense sir Bernard Spilsbury le aconsejó utilizar el cuerpo de un fallecido por neumonía. Los cadáveres de personas así fallecidas presentan un encharcamiento de los pulmones similar al de los ahogados, provocado, en el caso de los primeros, por líquido pleural. La diferencia, a juicio de Spilsbury, sería muy difícil de detectar. “No hay nada que temer de una autopsia española”, sentenció el soberbio forense inglés. “Para descubrir el engaño se necesitaría un patólogo de mi experiencia, y no hay ninguno en España”. Sólo faltaba el cadáver. Según la versión oficial de Montagu, localizaron a un hombre que había muerto por neumonía en un hospital de Londres, y él mismo se puso en contacto con la familia y obtuvo su permiso para utilizar su cuerpo sin especificar los pormenores de la misión. Finalmente fue introducido en una cámara frigorífica a la espera de presentar el plan ante sus superiores y obtener su aprobación. El mismo Churchill aprobó el plan el 15 de abril de ese mismo año de 1943, y el equipo de Montagu se apresuró a construir una personalidad para el cadáver y definir los elementos que portarían sus ropas y su cartera, los detalles del cebo que harían tragar el anzuelo a los alemanes. Le llamaron William Martín y le dieron el rango de capitán de la Royal Marine en funciones de mayor. Adscrito al Cuartel General de Operaciones Combinadas. Había nacido en marzo de 1907 y, por tanto, contaba 36 años recién cumplidos en el momento de su presunta muerte. Algo derrochón, le pusieron en los bolsillos una carta del Lloyds Bank fechada el 14 de abril en la que se le instaba a saldar un descubierto de 80 libras, y una factura de 53 libras por la compra de un anillo de boda para su novia, Pam. También llevaba una foto y dos cartas de Pam que el equipo de inteligencia británico plegó y desplegó una y otra vez para simular que habían sido releídas obsesivamente por el joven piloto enamorado. Entre los efectos personales incluyeron un reloj, cigarrillos, cerillas, llaves, billetes viejos de autobús y dos entradas usadas para la comedia Strike a new note, representada en el teatro Príncipe de Gales de Londres el 22 de abril de ese año. También deslizaron entre sus ropas una factura del Club Naval de Londres por la estancia de seis noches (entre el 18 y el 23 de abril), una invitación a un club nocturno y, finalmente, su tarjeta de identidad, para cuya fotografía tuvieron que utilizar un doble porque el mayor Martin salía en los retratos con un irremediable aire de muerto. Por último, le pusieron una cadenilla con una cruz de plata alrededor del cuello y dos placas de identidad en las muñecas con la inscripción “Mayor Martin, R. M., “. Las siglas significaban Royal Marine, Roman Catholic. Interesaba que Martin fuese católico. Así se aseguraban que, si todo salía bien, sería enterrado en el cementerio municipal de Huelva, donde los espías alemanes se movían a su antojo. Un cebo perfectamente bien concebido y bien recogido en sus diferentes análisis documentales por el historiador Álvaro Otero, gracias al que nos llega con plenitud de datos esta emboscada aliada y a él se deben los honores de preservar


74 esta parte de la historia. Cuenta Otero “hasta aquí los aderezos; pero el verdadero cebo, guardado en la cartera de mano, constaba de tres documentos. El primero era una carta del general Nye, subjefe del Estado Mayor Imperial, al general Alexander, responsable de las fuerzas británicas destacadas en Túnez a las órdenes de Eisenhower. Una misiva entre dos amigos salpicada de confidencias en la que Nye hablaba de las playas griegas de Kalamata y Cabo Araxos, en el Peloponeso, como los puntos del gran desembarco, y de algún otro lugar del Mediterráneo que no especificaba. La carta añadía que Sicilia sería utilizada para desviar la atención del enemigo. El segundo documento era una carta de lord Mountbatten, entonces responsable de Operaciones Combinadas y, por tanto, jefe máximo de Martin al almirante Cunningham, comandante en jefe de la flota británica en el Mediterráneo. Escrita también en un tono personal, remataba con una broma envenenada. “Creo que encontrará en Martin al hombre adecuado”, decía Mountbatten, “pero le ruego lo vuelva a enviar apenas haya terminado el asalto. Podría, de paso, traernos algunas sardinas. ¡Están racionadas aquí!”. Los ingleses le llaman Sardinia a Cerdeña. La broma, pues, le estaba señalando a los alemanes el segundo falso objetivo del desembarco. El tercer documento contribuía a dar veracidad a los otros dos, y se trataba de otra carta de Mountbatten al propio Eisenhower, en la que le solicitaba un prólogo para la edición americana de un folleto sobre operaciones combinadas. Tanto Mountbatten como Nye escribieron las misivas de su propio puño y letra para evitar que los alemanes descubriesen una eventual falsificación. No se podían cometer errores. Rumbo a Huelva. Tras la luz verde de Churchill, el cadáver de Martin se introdujo en un contenedor metálico de dos metros de largo por 60 centímetros de ancho con forma de cilindro y relleno de amianto. Cubrieron el cuerpo del mayor de nieve carbónica para retrasar su descomposición y grabaron en el cilindro la inscripción “Instrumentos ópticos” para disimular su contenido ante la tripulación del Seraph, el submarino elegido para transportarlo hasta la lejana Punta Umbría. Siempre según la versión oficial de Montagu, se decidieron por el Seraph porque su comandante, el teniente Norman Jewell, atesoraba, a pesar de su juventud, un amplio currículo en operaciones arriesgadas; pero luego veremos que quizá ésta no fue la única razón. Como el submarino estaba atracado en ese momento en la base de Holy Loch, en la costa oeste de Escocia, metieron el cilindro en una furgoneta y condujeron sin parar los 800 kilómetros que los separaban de Londres. El Seraph zarpó finalmente, con el cuerpo del mayor Martin en su interior, a las seis de la tarde del 19 de abril, y navegó durante 10 días sumergido de día y en superficie durante la noche, hasta que el 29 de abril, según lo previsto, se posicionó a 1.500 metros de la costa de Huelva. Mediante el periscopio descubrieron la presencia de pescadores y tuvieron que esperar sumergidos a que llegase la noche. A las 4.15 del día siguiente emergieron finalmente, izaron el contenedor a cubierta y sacaron el cadáver de su interior. Martin había empezado a descomponerse, una especie de moho verde le cubría la cara, y la piel había empezado a despegarse de la nariz y las mejillas. Le inflaron el chaleco, rezaron por él una breve plegaria y lo depositaron con sumo cuidado en el mar. A las 7.15 enviaban, ya desde Gibraltar, una señal confirmando que, por su parte, la Operación Mincemeat había concluido. Espías en acción.


75 Una de las autoridades que se trasladaron a la playa de La Bota fue Mariano Pascual del Pobil, entonces juez instructor de Marina de Huelva. Tras ordenar el levantamiento del cadáver, Pobil se llevó la cartera de Martin para entregársela a quien, en su opinión, correspondía; esto es, al vicecónsul británico y amigo personal suyo, Francis Haselden. Pero Haselden era una de las pocas personas en España, si no la única, que estaban al tanto de la trama, precisamente porque su objetivo era evitar que le entregasen la documentación y propiciar así que cayese en manos de los espías alemanes. Según la hija del vicecónsul ya fallecido, Elizabeth, Haselden escurrió el bulto pidiéndole a su amigo Pascual del Pobil que “siguiese los cauces oficiales y se lo entregase antes al comandante de Marina”. Las pertenencias de Martin seguían el camino correcto. La mañana del 1 de mayo, el cadáver fue depositado en la sala de autopsias del cementerio municipal de Nuestra Señora de la Soledad. Se llamó al forense titular de la ciudad, Eduardo Fernández del Torno, quien concluyó que Martin todavía estaba vivo cuando había caído al mar y que había muerto de asfixia por sumersión. Matizó, no obstante, que debía llevar entre 8 y 10 días en el mar, a pesar de que, sorprendentemente, no presentaba las típicas mordeduras de peces y cangrejos en las zonas blandas del cuerpo, como tantas veces había visto en los cuerpos de marineros ahogados. La cuestión era que, si llevaba ya 10 días en el mar, difícilmente podría haber dormido en el Club Naval de Londres el día 23, como atestiguaban sus facturas, e incluso haber ido con su novia, Pam, al teatro el día 22. Todo un poco raro; pero, al parecer, los alemanes no repararon en ello. Porque Adolf Clauss, mientras el cadáver del mayor era diseccionado en el cementerio, ya estaba fotografiando toda la documentación de Martin con su Leika de alta precisión. Se cree que tomó las imágenes en la propia Comandancia de Marina de Huelva; no en vano, el comandante de Marina y el padre del espía, el cónsul Clauss, eran íntimos amigos. Poco después, la documentación original fue remitida al Estado Mayor de la Armada en Madrid, donde, ante la importancia del asunto, les faltó tiempo para avisar al jefe de la Abwehr en España, Gustav Leissner. Los sobres y papeles fueron abiertos, fotografiados y cerrados por segunda vez en la Embajada alemana. Aunque no hubiera hecho falta. Clauss ya los había enviado a Berlín. La Embajada británica recibió finalmente la documentación, que fue enviada con urgencia a Londres para verificar si había sido manipulada. Los resultados fueron positivos. Montagu, como tantos otros secretos relacionados con este asunto, se llevó a la tumba el del sistema utilizado para saber si los alemanes habían abierto los sobres, pero se cree que habían puesto pestañas en los cierres. Y las pestañas ya no estaban. William Martin fue enterrado con honores militares el caluroso domingo del 2 de mayo, a las doce de la mañana, y días después se colocó una lápida de mármol sobre la tumba. El Almirantazgo difundió la noticia de su muerte y The Times del 4 de junio la publicó junto a la de otros dos oficiales que realmente habían muerto en accidente aéreo sobre el mar. Montagu comunicó a sus jefes el fin de la operación y éstos enviaron un escueto mensaje cifrado a Churchill, de viaje oficial en Washington: “Mincemeat swallowed whole” (“Carne picada tragada entera”). Ahora sólo cabía esperar al desembarco.


76 Hitler traga el anzuelo. Cuando, en la mañana del 10 de julio de 1943, las tropas aliadas desembarcan en el sur de Sicilia se encuentran la isla desguarnecida. Dos semanas después, Hitler sigue tan convencido de que el desembarco es una maniobra de distracción que envía al mariscal Rommel al Peloponeso. En efecto, se había tragado entera la carne picada de Martin, y para cuando quisiera darse cuenta, ya sería demasiado tarde. Al finalizar la contienda, las tropas aliadas descubrieron en la ciudad alemana de Tambach los archivos navales secretos del III Reich, y entre ellos aparecieron las fotografías de los documentos que llevaba el cadáver de Punta Umbría en la cartera. También se descubrió el diario del almirante Doenitz. El 14 de mayo de 1943, tras una entrevista con Hitler, Doenitz escribió: “El Führer no está de acuerdo con la idea del Duce de que el punto más probable de una invasión sea Sicilia. Según su opinión, los documentos anglosajones descubiertos confirman que el ataque será dirigido principalmente contra Cerdeña y el Peloponeso”. Mincemeat había sido un éxito, pero ¿había concluido? Es más: ¿ha concluido ya? En absoluto. Papeles desclasificados En 1953, el Comité Conjunto de Inteligencia británico, ante el riesgo de que apareciesen informaciones periodísticas fuera de su control, encarga a Montagu que escriba la versión oficial de la Operación Mincemeat. El libro se convierte en un éxito de ventas e incluso da lugar a una película, El hombre que nunca existió, protagonizada por Clifton Webb. Cuando en 1993, transcurridos los 50 años de secreto oficial, se desclasifica la mayor parte de los documentos de la operación guardados en la Public Record Office de la ciudad inglesa de Kew, la decepción de los investigadores es enorme al descubrir que ninguno revela la identidad del mayor Martin. Sin embargo, en 1996, un funcionario local, Roger Morgan, descubre unos papeles recién desclasificados donde se identifica el cadáver con el nombre de Glyndwr Michael, un mendigo nacido en Gales y muerto por suicidio con matarratas. Los periódicos se hacen eco del secreto finalmente desvelado tras cinco décadas de persistente misterio, y el Gobierno británico, apenas dos años después, encarga que se grabe ese nombre en la lápida de Huelva. Todo muy rápido. Demasiado rápido, según algunos, para ser convincente”. Jesús Ramírez Copeiro, ingeniero de minas retirado y residente en la localidad onubense de Valverde del Camino, lleva años estudiando, con el apoyo entusiasta de su esposa, la noruega Elin von Muthe, la Operación Mincemeat. Juntos han pasado meses enteros en archivos británicos y españoles, y él mismo publicó hace ocho años un fascinante libro, titulado Espías y neutrales. Huelva en la II Guerra Mundial, donde recoge el resultado de sus pesquisas. Desde la autoridad que le otorga el ser quizá el mayor experto mundial en este asunto, Copeiro es concluyente: el cadáver no podía ser el de un mendigo suicidado con matarratas. Hubiera sido demasiado burdo y demasiado fácil de detectar por los alemanes. El doctor Luis Concheiro, catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Santiago y uno de los más eminentes forenses españoles, también se ha sentido atraído desde hace tiempo por los pormenores de esta operación. Concheiro disculpa a su colega onubense de la época diciendo que “hubiera sido fácil que confundiese el


77 aspecto de un pulmón afectado por neumonía con los pulmones de un sumergido, pues si el análisis microscópico necesario para distinguirlos no se hace de forma rutinaria ni en la actualidad, mucho menos en 1943”. Los especialistas no hacen si no plantear unas dudas sobre la versión oficial que ya subieron de tono hace unos años, cuando otro concienzudo investigador del caso, el inglés Colin Gibbon, consiguió entrevistar al que entonces era uno de los últimos testigos vivos de la operación, el hombre que vio el cadáver antes de depositarlo en el agua: Norman Jewell, ex comandante del Seraph. Jewell “fallecido el pasado verano” fue bastante explícito: era muy improbable, dijo, que el cuerpo de un mendigo suicidado con veneno hubiera sido utilizado en la operación. Pero, entonces, ¿por qué tanto misterio? Las piezas comienzan a encajar. John Steele era sólo un niño cuando el 27 de marzo de 1943 vio cómo frente a su pueblo, ubicado en el estuario del Clyde, en el noroeste de Escocia, un enorme barco explotaba y se hundía en un suspiro. Aquella imagen le obsesionó durante toda su vida, y cuando le llegó la jubilación se dedicó a investigar el que es uno de los episodios más trágicos y oscuros de la historia naval inglesa: el hundimiento del portaaviones HMS Dasher, que se fue a pique en sólo 18 minutos tras sufrir una explosión fortuita a bordo. Murieron 379 marinos, pero por alguna razón el Gobierno británico se limitó a enviar un telegrama a las familias y sólo enterró oficialmente 12 cuerpos. Ante la lluvia de reclamaciones, la respuesta fue “alto secreto”. Nunca se entregaron los cientos de cadáveres restantes ni se dieron más explicaciones. Cuando Steele publicó en 1995 la primera edición de su libro Los secretos del HMS Dasher todavía no había establecido relación alguna entre ese suceso y la Operación Mincemeat ni sabía que un tenaz ingeniero de minas de un pueblo del sur de España seguía concienzudamente los pasos del mayor Martin. Sus investigaciones causaron cierto revuelo, y, curiosamente, pocos meses después apareció el papel mágico en los archivos oficiales con el nombre del mendigo suicidado. Estos tres hombres, Steele, Gibbon y Copeiro, entran finalmente en contacto, y, tras varias reuniones en Huelva y Escocia, las piezas del puzzle comienzan finalmente a encajar. Buceando en la documentación desclasificada, reparan en que Montagu se reunió con el comandante del submarino en Londres para comunicarle los pormenores de la operación el 31 de marzo de 1943, esto es, cuatro días después de haberse hundido el Dasher. En ese encuentro se le ordena que lleve el Seraph, que estaba atracado en la base de Blyth, al noreste de Inglaterra, hasta la de Holy Loch, en el noroeste de Escocia y a sólo 18 millas del punto donde acababan de morir, la mayor parte ahogadas, casi 400 personas. Montagu, en su libro, dice que trasladaron el cadáver desde Londres a Holy Loch conduciendo sin parar durante horas en una furgoneta. Pero si el submarino ya estaba atracado en Blyth, mucho más cerca de la capital, ¿por qué hacerle navegar cientos de millas hasta el noroeste de Escocia en plena guerra y en un mar lleno de peligros? “Pues la respuesta”, concluye Copeiro, “es que se utilizó uno de los cuerpos de los fallecidos en el hundimiento del Dasher” Todos los investigadores piensan lo mismo. Sólo así se explicaría la convicción de Hitler. Porque, por otra parte, también están convencidos de que los alemanes hicieron su propia autopsia. El hijo de Adolf Clauss, Federico, que reside en un pueblo sevillano, también lo cree. “Mi padre”, cuenta, “me dijo que se llevaron el cuerpo poco después del


78 entierro, que lo metieron en un submarino alemán que se acercó en secreto a la costa y se lo llevaron a analizar a Alemania”. “Estoy convencido”, añade, por su parte, el doctor Concheiro, “que un patólogo alemán, en una segunda autopsia, habría realizado el análisis histológico de los pulmones y, por tanto, descubierto el engaño”. ¿Está, pues, la tumba del cementerio de Nuestra Señora de la Soledad vacía? “Es posible”, opina Copeiro. Pero por ahora es difícil que lo sepamos porque la voluntad de ocultamiento persiste. El ingeniero español lo sabe bien. Cuando en 1993 quiso acceder, tras su desclasificación, a uno de los últimos y más secretos documentos de la Operación Mincemeat, el CAB 93/7, le negaron el acceso porque había pasado a situación de “préstamo permanente” (permanent loan). Al interesarse por el destino del préstamo, la respuesta le dejó estupefacto: el 10 de Downing Street, la residencia del primer ministro. Allí escribió para solicitar una copia. Hasta la fecha no ha obtenido respuesta". El hombre al que se conoció como Comandante Martin sigue enterrado en el cementerio de Huelva. Al convertirse Mincemeat en una leyenda, seguía el interrogante sobre la identidad de ese hombre. La lápida del cementerio lleva ahora su nombre real, pero seguirá siendo recordado como el Comandante Martin, que con su muerte, salvó miles de vidas y cambió el curso de la guerra. En cuanto a Even Montagu, por su participación en la operación Mincemeat se le concedió la orden del Imperio Británico. Una aventura de primer nivel. El espionaje y el contraespionaje durante y a lo largo de la II Guerra Mundial estuvo a la orden del día, y estas costas dibujaron sombras sobre la negra zarpa del fascismo más frío y calculador jamás conocido, la bestia nazi. Hoy, cuándo los niños se divierten, con las olas en las playas de este trocito del sur, los jóvenes enamorados se acurrucan entre las toallas para contarse sus secretos, las chicas nos deleitan con sus encantos en una apuesta por conseguir el moreno más imposible, y pasear por la orilla al atardecer, se convierte en un lujo, al mirar al horizonte a veces la juguetona bruma de algunas tardes, te hace imaginar o creer ver el perfil del submarino HMS Seraph de nuevo navegando, girando una última visita a esta costa que les brindó el éxito, de una operación de alto nivel militar, y que sin duda jugó en favor de la victoria aliada y el fin del imperio alemán. Desde el entierro de William Martin, siempre hay flores frescas en su sepultura, aunque durante años nadie supo quién las colocaba allí. En 2002 se reveló el secreto, era Isabel Naylor, hija de un trabajador inglés de la Rio Tinto Company Limited, que siguió la tradición que su padre inició cuando ella contaba 14 años. Ha sido condecorada por el gobierno inglés por ello.


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DE LAS FALSAS PISCINAS DE LOS INGLESES AL DOMINIO DEL AIRE Cuándo vas cumpliendo años, y sobre todo cuando estos se asientan en la bisagra de los 11 a los 14 años, cualquier descubrimiento se te antoja un gran paso, una equiparación a los adultos que por entonces dominan la platea de los acontecimientos importantes. Vendría a ser como una especie de toma de alternativa, "apuntar maneras" que se dice en el argot torero, o ir asumiendo el rol que algún día indudablemente será el que nos corresponde por derecho propio. En esas andábamos, en aquel rincón del sur, mientras la ciudad dormía a la sombra del Régimen, entre abúlicos beatos, fascistas, gente corriente y algunos ciudadanos sin escrúpulos. La ciudad o lo que se mantenía en pié de ella, era el residuo que resistía de la que fuera la otrora, floreciente industria de la minería que acarreó durante años,


80 que el capital inglés apostase y "colonizase" en términos absolutos la Cuenca Minera, y poblaciones como Nerva o Rio Tinto, terminasen subyugadas, y explotadas para la obtención del apreciado mineral de cobre y en menor proporción de oro. Así mientras en estas localidades, toda la población estaba de un modo u otro relacionada con la Rio Tinto Company, salvo infraestructuras mineras y la urbanización residencial de Bellavista, donde apartados y "a salvo" se construyeron viviendas exclusivas y de lujo, o el club social en el que en un representativo estilo inglés, sin pudor se exhibía y aún hoy perdura el lema "solo para caballeros", y en el que se reunían a jugar al billar, al padel, o al tenis sobre tierra batida, quedando el entorno rematado con el primer campo de golf posiblemente de España, hoy desaparecido, el North Lode Golf Club, sustituido después por el Club de Golf Corta Atalaya, en el que se jugaba y se juega aún con útiles alfombrillas, que los jugadores transportan, y en donde sitúan la bola para golpearla, evitando dañar los palos, dada la composición del suelo, que es como podéis imaginar, árido, pedregoso, pirítico y en el que la pizarra es muy frecuente. Finalmente, una iglesia, la escuela y poco más, para albergar a los familiares de los directivos y técnicos de la explotación, todos ingleses sin excepción prácticamente. Paralelamente la población minera local, mantenía su ambiente rural serrano andaluz, sus escasas infraestructuras y su condición de asalariado o de simple mano de obra imprescindible, por no decir que fuera de este papel, eran gente de segunda categoría, con quienes el contacto estaba prácticamente prohibido. El auge y la influencia de las minas de cobre en el mercado mundial, provocó un importantísimo desarrollo industrial, que transformó el perfil de una ciudad como Huelva, que quedó descompuesta y sin rumbo, tras el famoso terremoto de Lisboa. Mientras que en Minas de Riotinto quedaron para la posteridad esas construcciones domésticas, la ciudad de Huelva ala sombra de la misma, reconquistó un esplendor inesperado, y así se llevaron a cabo obras de infraestructura de importancia como sería, el tren que conectaría la misma explotación con el puerto, donde barcos en un constante ir y venir en carga y descarga, recalaban vacíos y partían repletos del tan preciado mineral, o el Barrio Obrero, una especie de micro ciudad compuesta por decenas de viviendas destinadas a los técnicos y administradores de grado medio de la Company, que aquí decimos popularmente de “estilo Inglés”, pero que no guardan ningún parecido razonable con barrios similares del mismísimo Reino Unido, o como no, el conjunto denominado La Casa Colon, que nada tiene que ver con lo que reza su nombre, y que en 1883 sería conocido como Gran Hotel Colón y que se utilizaría para conmemorar el IV Centenario del Descubrimiento de América. Un hotel de lujo, con jardines, pistas de tenis, y salones sociales de primera categoría. Un espacio que utilizarían como cuartel general, viviendo sin salir de la Gran Bretaña al más puro estilo anglosajón. Estos y otros edificios notables, propiedad de ingenieros, arquitectos o políticos de la época corrieron la misma suerte y el devenir, al amparo de aquel desarrollo y hegemonía, y así se esparcen con suerte dispar por toda la ciudad.


81 Pues bien, en aquellos años sesenta, algunas de estas construcciones ya estaban sino abandonadas, en liquidación, y los citados edificios, hacía ya años que habían dejado de estar lustrosos. Acabado el esplendor de sus mejores momentos, las autoridades de aquellos años apenas sabían que hacer con ellos, lucen ociosos, llenos de polvo, humedades y papeles antiguos esparcidos, acumulados y amontonados por doquier. Casi fantasmales, sin uso ni destino conocidos, ahora habría sido fantástico poder observarlos, con aquella dejadez y oír los sonidos del silencio de aquellas generaciones que la habitaron, emulando aquella canción cuya letra escrita por Paul Frederic en 1964, alcanzó difusión mundial al ser incluida en la banda sonora de El Graduado. Toda la ciudad, y más el legado inglés sufría esa ignorancia, parecida a la decrepitud de un romántico abandonado a su suerte, algo así como la adaptación que Visconti hiciera de la novela de Thomas Mann, "La muerte en Venecia", de tan gratas sensaciones. Las calles Puerto, Mora Claros, Concepción, y Palacio, que inicialmente marcaban los límites de seguridad, con los años y las nuevas compañías fueron ensanchándose de un modo vertiginoso. Su gran amigo Pepe, además de compañero de correrías, hizo las veces de cicerone, mentor y consejero. Así es que con esta grata compañía, los días se acumulaban unos detrás del otro, como las horas, las cuestiones de interés, los asuntos del día, o las aventuras que a medio plazo se presentaban como interesantes. La Plaza de las Monjas, seguía siendo el teatro de operaciones, allí terminábamos guareciéndonos como piratas escapados de las andanadas con los barcos de la armada. En aquellos bancos de hierro, entre palmeras, rosales, caracoles, grillos y el templete de ladrillo visto, donde en alguna ocasión, sobre todo años antes, se utilizaba para amenizar algunas tardes, interpretando la Banda de Música los clásicos pasodobles y sinfonías populares al uso. Como en una de aquellas tardes, en las que sus padres se conocieron. La plaza determinaba que estábamos en el centro geográfico de la ciudad, cerca de todo lo importante, administrativa o comercialmente hablando, es decir, todos los que por allí vivíamos éramos "del centro", y eso era un marchamo, una especie de marca, lo que ahora se dice “con denominación de origen”, que entre pares no tenía la menor importancia, pero que si lo comparas con los que vivían "en La Merced", "en La Isla Chica", o en "Los Dolores", si que producía un escozor provinciano y gratuito. Se suponía que los "del centro" eran los niños bien y el resto poco menos que gente de segundo nivel, algo parecido a lo que ocurría en la Mina pero aquí entre vecinos. Era la prueba de que en todos lados cuecen habas, pero era difícil de explicar, tal vez esa era la razón que le hizo tender redes y tener amigos en todos los puntos cardinales, sobre todo porque puestos a equilibrar balanzas, estaba más cerca o incluso en algún caso lejos de ellos más que de los que estaban en su entorno. Pero a decir verdad, estábamos perfectamente integrados, pertenecíamos


82 al centro moralmente, o lo que quedaba de nosotros habíamos llegado a ser casi un par entre pares, ahora como los viejos edificios ingleses, teníamos otras lecturas. Así es que en esta situación, comencé a pensar como un equilibrista, midiendo cuantos pasos daba, pues resultaba que no estabas a la altura, en los niveles económicos o incluso personales con la gente del barrio y no debías dar la impresión de ser diferente cuándo conectabas con los chicos de otras jurisdicciones, se imponía la discreción. Estas situaciones, de algún modo han contribuido al modo de observar y comprender que la vida no es solo como aparenta ser, sino que hay que jugar con ella, mezclando complejidad y ambigüedad a partes iguales, algo que resulta ser imprescindible, y que a lo largo del tiempo ha sido muy útil. También era obvio que sin ser "un par" propiamente dicho, en los aspectos modales y su actitud, mostraba ciertas tendencias que le alejaban de ser un pobre chico de barrio sin aspiraciones ni sentido de la realidad, por lo que esa actitud tanto contemplativa, como creativa, o práctica y la intuición con la que siempre creció, le permitieron defender su posición, desde la honestidad e integridad más incontestable. Resultaba ser simplemente "un par venido a menos", por lo que salvo cuándo el aspecto material ere el eje, en lo demás casi éramos iguales. En esas estábamos, y siendo "el centro" un lugar como "el dorado" para "los otros chicos", La Plaza de las Monjas, se antojaba un gran hall en el que además de tontos, confluíamos gente de todos los sitios, nos pulsábamos, tratábamos de encontrar las diferencias para marcar el nivel de poder y así regar con nuestros orines imaginarios, los limites de nuestros dominios. Por allí pasaron de todos los pelajes posibles, con sus influencias más o menos agraciadas, y allí nos descubrieron además de tics, estilos de vida, músculos, regates de futbol, palabrotas o insultos nunca escuchados, también lugares secretos que hasta entonces, por aquellas tierras "del centro", no habíamos ni oído hablar y mil siniestras historias entresacadas de los mundos más negros jamás conocidos. Así se contaba, que allí arriba al final de la cuesta que conducía al Barrio de San Sebastián, en las lomas más altas de tierra roja, había unas piscinas que habían sido de los ingleses, y que ahora quedaron de la mano de dios, donde muchos chavales se bañaban, y que junto a ellas había un edificio moderno que se quedó parado durante el pilotaje, al que todo muchacho que se precie debía subir y probar si era un valiente o un triste “cobardíca”, pasando de un lado al otro del edificio, caminando, casi como un voluntarioso equilibrista del circo Price, por los restos de lo que pretendía ser una bóveda de unas de las plantas, y que su aspecto solo contemplarlo daba vértigo. Por la Plaza, hicieron escala un tal Sebastián, un chico de barrio, fuerte, musculoso, resuelto en sus opiniones, de esos que comienzan a hacerse a si mismos, de los que ayudan en casa, y asumen tareas no previstas inicialmente para niños, pero que la necesidad hace que se asuman. Sebastián escupía mucho, tal vez demasiado, y era innecesario, no servía para nada, salvo para secarse la garganta y llenar el suelo de múltiples salivas. Una frase o dos completas y para


83 reafirmar sus argumentos un escupitajo. También hablaba de peleas, pero de peleas de verdad, de las que duelen, con puñetazos, patadas y hasta navajas. Él tenía una de aquellas automáticas, cuya hoja salía disparada nada más apretar un pequeño botón, que estaban prohibidas, por lo que aún resultaba de lo más siniestro. Era como una especie de aviso. La verdad, Sebastián le daba tanto miedo como lastima, y lo que le hizo diferenciarme de él, sin duda fue ese tic que le impulsaba a escupir compulsivamente. Jaime, cuando se enfadaba, sudaba o se ponía en tensión, se enrojecía y su cara parecía tener dos tonos, a la altura de los cachetes y hasta la garganta se tornaba de un rojo oscuro muy intenso, la verdad era que llamaba la atención ese efecto tornasol. Nunca entraba al trapo, no era hombre de líos, siempre evadía los asuntos espinosos. Se quedó sin saber de qué iba huyendo o a que tenía miedo. Jaime parecía aún más niño, que ya es decir. Guillermo, era rubio, de un rubio intenso casi inusual, y con unos ojos muy pequeños, pero azules, de un azul mar muy bonito. Guillermo, escueto de cuerpo, era muy atlético y ágil, y siempre parecía estar pensando en algo que no figuraba en la lista de asuntos infantiles. Incluso podría pasar por ser más mayor, y es que su cuidado aspecto, su cuidado y rematado pompon le hacía mayor, "un mayor a la antigua" ya de entonces. Guillermo y él, conversaban cuándo de recogida caminaban juntos, discurriendo por las mismas calles. Solían ser conversaciones también de mayores. Los Morano, eran gemelos, hijos de un ilustre médico, que disfrutaban de una magnifica residencia junto al Gran Teatro, en la céntrica calle Vázquez López, junto al Consulado Honorario de Portugal, hoy reconvertida en el Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, es una excelente finca, pero cuando sus hijos eran niños, era realmente espléndida. Una enorme puerta de hierro de forja artística, daba paso a un increíble hall de mármol rematado con una cristalera a todo el largo, que no serían menos de 16 o 18 metros, y entre medias, grandes macetas de cerámica Sevillana acristalada conteniendo enormes palmeras. Pues bien, Los Morano, eran buena gente, cercana, discreta y tan divertida como cualquier otro, eso si, su aspecto global, las ropas, y sobre todo el calzado, de algún modo significaban su procedencia. Les gustaba y solíamos jugar al fútbol de "mentira", allí en la Plaza de las Monjas o de Las Agustinas, como de tarde en tarde nos daba por denominarla, las farolas serían las porterías, y el balón, una pelota de goma de esas que se enganchan a una "cuerda elástica", cuándo teníamos dinero para comprarla y cuando no, haciendo con un amasijo de papel de periódico una bola, que metíamos en la piel de un globo, que ni que decir tiene, a veces rodaba a su antojo, entre botes, quiebros y efectos extraños, hasta en uno de aquellos lances, explotar y esparcir por todas partes aquellos trozos de papel. Un día de tantos, uno de los hermanos se quedó pegado a una de las farolas, tuvo la mala suerte de coincidir una derivación eléctrica y sus zapatos de cuero. Se quedo literalmente como si fuese la letra "x", con un pie pegado en la base y con una de sus manos, en la parte de arriba del poste. Nos supimos que hacer, y pasaron algunos segundos, que parecieron mucho más, entre sorprendidos y frustrados sin saber reaccionar ni como ayudarlo.


84 Su hermano estaba allí contemplando la escena tan quieto como todos los demás. Bien es verdad, que no supimos que estaba achicharrándose hasta que intervino un muchacho que le lanzo encima la chaqueta y luego cogió carrerillas y se tiro literalmente sobre él como si fuera una bloqueo de rugby, tirándolo al suelo donde quedo desmayado. Inconsciente lo cogieron entre más gente y lo llevaron a su casa, que por suerte estaba a un par de minutos. Se curó, aunque le quedó unas marcas en la palma de la mano. Nunca le preguntó como se sintió entonces ni como se sentía ahora, se limitaba a “estar” si venía y a jugar con él si tocaba. Aunque sin querer, la vista se nos iba hacia aquellas marcas. ¡Malditos zapatos de cuero¡. Las farolas fueron revisadas. Algún tiempo más tarde las cambiaron todas, y aún así jugar al "fútbol" ya no sería lo mismo. La gente de La Merced, eran los más bravos y curtidos, no solían parar demasiado, para ellos nuestras “tierras” sólo eran zona de paso, posiblemente les hubiera gustado darnos una paliza y así enseñarnos a "respetarles". El hecho de no ser gente "habilitada socialmente", no significaba que no tuvieran su amor propio, y no alcanzaran a comprender aquello de porqué unos si y otros no. Algo que comparto plenamente con ellos. El recurso más usado por las clases más humildes, siempre fue potenciar la bravura y el coraje, así ser un gallo de pelea, ir provocando, o llenarse de abalorios, no es más que una señal de repulsión hacia su suerte y una respuesta hacia el medio en el que viven. Trataba de congeniar, al fin y al cabo, era la bisagra, y les hacía comprender que ni unos eran tan malos ni los otros tan necios. Que todos éramos víctimas. Que era una cuestión de suerte o de mala suerte. Descubrí a buena gente, incluso con algunos mucho tiempo después, llegué compartir una excelente amistad. Oírles hablar de prostitutas y afeminados, de chulos, de asuntos con la policía, de la calle de "las niñas", la decrépita Gran Capitán, o del trabajo descargando cajas de pescado en los saladeros, para ganarse unos duros, era todo un mundo, de gente que se le antojaba curtida y distante a su infantil mundo absorto en mil y una curiosidades. Aquellos lideres de La Merced, le llevaban seis, siete y hasta ocho años, la cuestión era que aquel círculo permitía la intrusión por ser amigo de los hermanos menores, que si tenían su misma edad. Cuánto buen corazón había dentro de aquellos "hombres", y que duros estaban siendo con ellos mismos. Y que pronto comenzaron a hacerse mayores. Había una zona franca, una zona intermedia, los chicos de la Calle San José, a la que pertenecía Platero, uno de ellos, una saga con distinta suerte entre hermanos y primos, pero del que hablo, es de aquel Platero, que era un tipo delgado hasta la transparencia, que culminaba su estrechez en una cabeza de proporciones notables para lo que era el resto del cuerpo, y donde se remataba con unos enormes y espléndidos ojos oscuros, de mirada burlona, entre dudosa, triste y temerosa. Que descubrió aquello de hacerse "pajas" y que quería batir el récord, porque estaba todo el día dale que te pego. Había días que confesaba haberse hecho al menos 9, y declaraba, que es que no podía parar. Platero era todo un


85 personaje. Cuándo nos cruzábamos con él, el saludo venía a ser algo así como: "..Platero cuantas?" , a lo que replicaba, ..hoy llevo solo tres. Había muchos más, incontables, todos parecidos y todos diferentes. Algunos tenían cara de muerto, como el hijo del panadero, que vendía justo detrás del templete de la música, unos roscos trenzados buenísimos, pero que su hijo te miraba desde atrás, con los ojos muy oscuros, intensos y determinantes. Su tez pálida casi amarillenta, predecía una mala salud o así lo parecía. Todos los chicos "del centro" nos conocíamos, todos jugamos alguna vez al mismo juego, todos coincidimos aquí o allí, todos éramos un poco la mezcla de Sebastián, de Jaime, Guillermo, los Hermanos Mora, los chicos de La Merced, Platero, y todos éramos simplemente "del centro". Naturalmente que había "niñas", pero por entonces, ellas tenían sus propios centros neurálgicos en los que entretener sus aspiraciones, gremios en los que soñar en femenino y como nosotros aprender a ser proyectos, en su caso de mujeres. Raramente compartíamos juegos, si miradas y curiosidad pero poco más. Salvo que fuesen primas o hermanas, pero esas "eran de la familia" y a los efectos no contaban. De todas ellas, la que resultó ser la más independiente, sería una tal Emilia, que vivía junto a las gráficas del diario Odiel, Emilia se acercaba por la plaza, y se sentaba a ratos con nosotros, a él le llamaba "torero-hippy-olé" asimilándome a un personaje de una canción que no recuerdo ya, que tarareaba para meterme guasa. Emilia era guapa de verdad, y creció de igual modo, muchos años después hicimos el COU juntos, muy morena, con el pelo negro intenso tenía unos ojos marrones muy brillantes, y cuando sonreía se iluminaba toda la expresión de su cara. Emilia era muy especial y como tal, se la trataba, con cierta distancia no fuéramos a ahuyentarla con nuestras ocurrencias más o menos torpes, algo que había que tener muy en cuenta cuando se trataba de hablar con chicas. A resultas de estos intercambios, de las historias que nos contaban, un reducido grupo de amigos, decidimos probar suerte y emprender la aventura de descubrir aquellas "piscinas", situadas en las lomas, en la parte más alta de la ciudad, en lo que se denomina la Vía Paisajista, a pesar de estar advertidos de que por allí poblaban "bandas" de otros barrios y dependía de cómo les cayésemos nos iría en suerte, y así podríamos bañarnos o no. Aquello le recordaba a las incursiones de los blancos en territorio sioux de aquellas reiterativas películas de aventuras del oeste americano a las que nos tenían tan acostumbrados. Una vez resueltos, subimos la Cuesta de Las Tres Caídas y enfilamos las colinas. Pequeño cerros en estado puro, llenos de espigas silvestres, saltamontes y grillos, algún que otro eucalipto, y a cada paso de ascensión, la ciudad aparecía más diáfana, horizontal, postrada a nuestros pies. No sin temor, pero con el arrojo de los curiosos, ya casi estábamos a punto descubrir aquel secreto, y cerca de alcanzar el cenit, ya aparecían algunos artilugios y pequeñas obras, también cierto rumor, y sonido de agua. A punto estábamos de coronar la cima, aprovechamos para hacer una


86 parada técnica, tomamos algo de resuello, nos miramos a la cara, ya sudorosos, y sin hablar nos dispusimos a concluir los escasos 10 0 12 metros que nos faltaban. Las "piscinas" al menos cuatro, eran sin embargo los antiguos depósitos de agua que los ingleses utilizaban, y sin embargo, ahora se habían convertido en "piscinas insalubres" al uso. El agua que quedaba era residual, de un nauseabundo color verde oscuro, sobre la que flotaban trozos de maderas, papeles y bolsas de plástico, aún así allí había algunos chicos estratégicamente situados en los alrededores, no bañándose, en sus divagaciones, que nos miraron pero que no les importamos lo más mínimo, por lo que fuimos sin hacer ningún experimento, casi invisibles dado el grado de ignorancia al que nos sometieron. Las famosas piscinas, que otros dibujaron como algo especial, nos acercó a comprender, la ilusión con la que el necio dibuja los sueños, dando color a lo que carece del más mínimo atisbo de que pueda contenerlo. Aquello no tenía nada de "estanque destinado al baño, a la natación u otros ejercicios y deportes acuáticos", según decía el diccionario, ni guardaba ningún paralelismo con lo que se decía fueron las termas romanas. Los basureros como éste, la inmundicia, lo insalubre no debería crear ningún tipo de ilusión, aún así miles de niños en todo el mundo, viven, se mueven, hurgan entre restos, tratando de encontrar un rayo de luz, entre los despojos que la sociedad del bienestar a veces desecha. Traumatizados por la nefasta experiencia, nos volvimos echando pestes del "viajito" y del paisaje contemplado. Aún hoy, guardo la visión clara de la primera impresión, al contemplar aquel paisaje tan original como desolador. En los años sesenta y pocos, en Huelva no se conocían las piscinas, no en su sentido actual, con motores, antialgas y toda esa parafernalia, por lo que aquella alucinación ajena a los "tiempos modernos" fue una especie de anticipo basado en el desconocimiento. Cosa de chiquillos. Por entonces, el gobierno del dictador, se hizo de un grupo de tecnócratas, gente del Opus Dei que prepararon al país para iniciar la estructuración con aquellos Planes de Desarrollo que a todas luces, eran necesarios para renovar las raíces de un país anclado en un pasado moralmente esterilizado y abandonado al progreso industrial. De vuelta a la plaza, a su plaza, a nuestra vieja Plaza de Las Monjas, a los horizontes conocidos, reales y objetivos, a la calma, al control de lo que conoces bien. Al puestillo de chufas, gamboas o altramuces. Deambulando de un lado para otro, jugando a Bombilla, a Chicharito, al Pañuelo o simplemente hablando de cosas importantes, como El Real Madrid, el Sevilla o del Recreativo de Huelva, nuestra seña de identidad deportiva, según lo era para algunos, o de esta o aquella aventura, o de esta chifladura o de cualquier ocurrencia que suscitaba cualquiera de los presentes, las horas discurrían en absoluta armonía y porqué no decirlo felicidad, la cuestión era hacernos compañía, sentir la amistad incipiente y reírnos de todo lo que se moviese alrededor.


87 Un día de aquellos, recaló un señor mayor, según creo recordar dijo venir de Madrid o tal vez dijese de Toledo, nos preguntó donde estaba un par de cosas de la ciudad, y nos vio tan entusiasmados y resueltos por atenderle, que viéndonos tan desahogados quiso "pagarnos", enseñándonos a hacer aviones de papel. Según supimos, al parecer era una especie de profesor, un entusiasta de los asuntos del Descubrimiento, y vino a conocer la ciudad, estaba muy contento. Parecía que llevase a cabo algún trabajo de investigación, y de la carpeta extrajo siete folios, pero había muchos más con dibujos y anotaciones, no lo hacía nada mal y de pasada vimos bocetos de nuestra Plaza, de la Iglesia de San Pedro, de la de La Merced, y del monumento de Colon de la Punta del Sebo. Como si fuese un antiguo maestro, pues madera si que tenía, dejó la carpeta en el banco de hierro, nos dispuso en un corro y los seis presentes, nos dedicamos, siguiendo sus instrucciones, a flexionar milimétricamente el papel, equina a esquina, doblando, redoblando, girando, con paciencia, con torpes giros, pero todos al final concluimos en tener en las manos un avión casi perfecto, con alas, guía, y algo más tarde, descubrimos que incluso tenía tren de aterrizaje. Era genial, de una hoja de papel teníamos un avión al que no le faltaba detalle y que además hacía giros espectaculares en el aire. Desde entonces, y de tarde en tarde, cuando nos daba por ahí, construíamos unos estupendos aviones de papel, que a veces decorábamos con símbolos que no entendíamos muy bien, pero que habíamos visto en los No-Dos. Día a día, aquellos artefactos fueron ganando en equilibrio, soltura, y hacían inexplicables acrobacias en el aire, loopings completos, aterrizando con gran destreza sobre el pavimento las menos o cayendo en picado arrugándose el morro, las más, pero si esto ocurría, el problema era el diseño, estaban simplemente mal construidos, era cuestión de repetir y doblar con más esmero y detalle, pues por lo general, solían ser bastante fiables. Un día, uno de esos aviones levanto el vuelo, más de lo normal, y acompañado por una sutil corriente de aire, no solo se mantuvo allí arriba, sino aunque resulte inexplicable paso de La Plaza de Las Monjas a la calle Espronceda, girando al final en dirección sur sobrevolando algunos metros la calle Concepción. No fue una ilusión óptica, fue un auténtico vuelo en toda regla. Un momento glorioso la verdad. Aquel cielo Onubense, solo divisó aviones "de paso" durante la Guerra Civil, por lo que ver "volar" algo que no fuesen golondrinas, resultaba ser de lo más exótico, aunque para fenómeno aéreo, sin duda alguna lo sería, cuando mucho tiempo antes, el Zeppelín discurrió sobre la ciudad, con su peculiar forma y su panza llena de gas, dibujando una amplia sombra sobre aquella olvidada tierra, aquello si que fue un espectáculo aéreo. Bueno los dos. En ocasiones ya sea por mar o por aire, aspiramos a encontrar mundos que se nos escapan de las manos, unas como peces y otras como pájaros. Los niños como muchos hombres solo miran y solo en ocasiones observan. En 1969, una canción se popularizó en el mundo, "Je t'aime... moi non plus",


88 con los gemidos de Jane Birkin y Brigitte Bardot en pleno orgasmo. La famosa frase,"yo te amo.. yo tampoco”, tal y como es su traducción literal, se sustentaba en una cita atribuida a Dalí: "Picasso es español, yo también. Picasso es un genio, yo también. Picasso es comunista, yo tampoco", a nadie importó la anécdota, lo que ruborizaba era escuchar a aquellas dos actrices francesas gimiendo de placer, algo totalmente lógico por otra parte.. Nada es lo que parece.

DEL 20 DE DICIEMBRE AL 6 DE ENERO El primer contacto con las fiestas de invierno: Navidad, Fin de año y Reyes se produjo, cuando casi accidentalmente irrumpí en el comercio de la familia Pelayo, situado en la calle Plus Ultra, muy cerca de la Droguería de los Hermanos Borrero y frente por frente al edificio de la Telefónica. El despertar a estos sentidos,


89 se materializó a golpe de serrín, un ambiente cargado de micropartículas lo teñían de un perfume muy especial, un impacto arrebatador, casi un shock al contemplar, un complejo paisaje de montañas de corcho, musgo y docenas de figuras esparcidas estratégicamente. Un mundo fabuloso en miniatura. Aquel enorme Belén engalanado de aquella manera, estratégicamente dispuesto, agrupaba las familias de: pastores, animales, romanos, reyes, etc., en función de la situación de las vitrinas-almacén. Así si en la zona de la derecha, se situaban el castillo de Herodes, y sus guardianes, paralelamente en el mostrador de ese mismo ángulo, estarían docenas y docenas de estos artículos listos para la venta. Unas figuras elaboradas con arcilla y dibujadas con todo lujo de detalles. Fue como abrir un libro de cuentos y meterte entre sus hojas. Desde entonces, ya menos, las figuras han ejercido sobre él cierta influencia y despiertan cierta simpatía. La Navidad de aquellos años eran por definición familiares y sencillas. La ciudad bombeaba su corazón al ritmo de las inclemencias propias del tiempo. Con las lluvias que a veces arreciaban y en combinación con las mareas "altas", las calles más cercanas al puerto se anegaban en ocasiones, llegando el agua hasta el centro neurálgico de la ciudad, así la plaza de abastos, la estación de tren, la de autobuses "Damas" de la Av. de Portugal y hasta la misma calle Marina cercana a su casa, amanecían inundadas, enmarcando un paisaje tremendamente singular, y extraordinariamente festivo para los niños, cuyo mayor placer pasaba por tener unas botas de agua con las que poder andar entre los charcos y acercarse hasta donde dejaban los adultos que la aventura fuera posible. El frío de diciembre en casas por lo común, más adaptadas al verano que al solsticio de invierno, combatían con más dificultad los días en los que el termómetro bajaba caprichosamente. Aquel frío se lidiaba por lo general con "braseros o copas de cisco", que se situaban estratégicamente bajo la camilla, y que al mismo tiempo servían como tendedero-secadero de ropa. Sentarse y acomodarse cubriéndose con las faldas de la camilla, al abrigo de aquel calorcito, era todo un placer, hasta que de tanto rato te salían "cabrillas" en las piernas, que era una especie de irritación. Por lo general las camillas solían ser mesas circulares de no menos de 90 cm de diámetro, en cuyo interior y sobre su base se situaba un seno de madera, en el que se alojaba "la copa" de metal, que era una especie de platillo grande y medianamente profundo, que contenía las brasas del carbón -que primero en el exterior se quemaban hasta conseguir dejarlas al rojo-, después la lenta combustión hará que este calor generado dure horas, acomode a la familia, seque la ropa e incluso adorne el sueño de la siesta o de la cena. Muchos se quedaron profundamente dormidos para no despertar nunca más, debido a una mala combustión, a veces una prenda de ropa que caía accidentalmente sobre las brasas provocaba la emisión de humos perniciosos, aquel aire venenoso, te atrapaba en pocos minutos. El frío mató a más de uno. A excepción de la mesa de la camilla que era el centro de control térmico, el resto de la casa parecía un témpano en toda la extensión de su significado etimológico, así disponerse a dormir y entrar entre las frías sábanas, es algo que solo conocen aquellos que en la España de los sesenta y medios, pertenecíamos a clases exentas de lujos y era un ritual tan explícito y metódico, como situarse en su interior y mover los pies para entrar en calor, para después quedarse muy quieto,


90 casi encogido esperando esos breves instantes en los que el cuerpo transmite el calor y te haces cargo de la situación, eso si, si mueves diez centímetros un pié, el invierno estará allí esperándote. Dos o tres mantas pesadas amoldadas al cuerpo, harán el resto, expulsando "por presión" las corrientes de aire que caprichosamente recorrían la espalda a su antojo. Los días de excesivo frío, su madre solía "planchar" las sábanas antes de que se metiese dentro, una operación que habría que llevar a cabo con suma diligencia y coordinación, pues la sensación solo duraba escasos aunque intensos segundos. Con el ritmo de la ciudad teñido de diciembre, el hall de la plaza de abastos presentaba un aspecto tan especial como contar con la presencia de los gitanos, que sorteaban unos, un enorme pavo negro al que paseaban y al que daban de comer en la misma calle, a la vez que trataban de venderte unas papeletas; otros por el contrario, controlaban como podían bien amarrado por el cuello, un cochino blanco entrado en carnes, utilizando el mismo sistema de sorteo. Aquel trozo de papel rezaba así: "Será para aquel poseedor de la papeleta que coincida con los tres últimos números del primer premio de la Lotería Nacional". Aunque nunca llegó a conocer ni por terceras personas, a ningún "agraciado", para él que serían uno y otro, el banquete de estos clanes y las pesetas obtenidas con las papeletas las que regara la mesa de buen vino. Nunca supe que nadie reclamara tales premios y si lo hicieran ¿que habrían hecho con los animales?. Comprarles las papeletas debía ser un modo de solidarizarse con la penuria sin caer en la humillación de la limosna, ya se sabe que esta raza es muy orgullosa amén de inteligente. Los alrededores de La Plaza se adornaba también con muchos otros personajes: los loteros, estos si vendían décimos originales a cambio de una pequeña compensación a modo de comisión, las vendedoras de flores, sobre todo de claveles rojos y blancos, los churreros. Las nubes de vapor de la fritura, transportaban el aroma de una exquisitas ruedas de "tejeringos", ya fueran de "masa" o de "papas", los Llanes con sus lámparas y sus figuritas de todos los tamaños del "niño Jesús" en el pesebre, los gitanos de Portugal que traían sábanas y toallas, en las que un gallo negro rodeado de colorines era el mejor icono para saber que procedían del otro lado de la frontera, y los cafés que acordonaban el entorno, salpicando aquí y allí de desayunos mixtos, en los que tú aportabas los churros, y ellos el café y el aguardiente, el agua de fuego que decían los franceses, una bebida extraordinariamente fuerte si era de los que hacían en Zalamea La Real y que los hombres solían tomar si eran capaces de aguantarlo de un tirón, emulando a un John Wayne antes de salir disparado en busca de aventuras, los vendedores de porcelana, y de aquellos novedosos vasos de "duralex" que ya eran muy demandados por ser "irrompibles", además las fechas invitaban a la presencia de otros personajes mas casuales, cuya originalidad consistía en vender algún tipo de "invento" doméstico de elaboración propia y así sacar algunas pesetas, como el vendedor de desatascadores, que como si fueran plumeros se paseaba con aquellas varillas de metal, que culminaban en una espiral de filamentos flexibles, o aquel otro que vendía jaulas para pájaros, ya fuera para jilgueros o perdices, o el del cesto de caracoles o el de camarones frescos, junto a la Cuchillería de Aquilino, la chatarrería, o las traseras de las rotativas del diario Odiel, todos nosotros, personajes de aquella comedia, éramos actores que tejíamos nuestro drama envueltos por la plaza de abastos y sus fantasmas, regados de sonidos y olores, conformando la antesala de las compras y el posterior camino de retorno a casa.


91 Pero si algo tenían en común las Navidades, eran sus anginas. Llegar los fríos y pillar una infección era todo uno, así es que, solía ocurrir que las altas temperaturas corporales, le dejasen días sin salir, en cama, aburrido y con la peculiar visita todas las tardes del practicante de turno, que le insuflaba vete a saber qué, pero que era lo único que le hacía efecto o lo único que había para aquellos casos como el mío. Su madre solía decir, que lo que le ocurría era que estaba dando "un estirón", y algo de razón tendría, lo cierto es que cuándo por las mañanas se levantaba, solía hacerlo algo mareado, no sé si por motivos de las fiebres, las inyecciones o por la escasa alimentación: sopas y naranjas azucaradas ligeramente. Era muy frustrante pensar que mientras sus amigos estaban de juegos por la calle, tuviese que estar al menos una semana encamado sin poder salir. Lo cierto es que tener fiebre era algo inusualmente tradicional. Un capricho de la estación. Dichosas anginas. Hasta la habitación llegaba el jolgorio que por las tardes ocupaba las calles. Una agitación mayor de lo habitual. De un modo u otro, la ciudad sentía que estaba en "fiestas" y solía ser un buen momento para superar viejas rencillas y darse una nueva oportunidad entre amigos o hermanos. Los cuarenta y cuatro escalones que le separaban de la calle, hacían de chimenea, ascendiendo el aire por aquella espiral y con él los sonidos de la navidad. Su hermana Nani trató con sus juegos y ocurrencias que aquellos días -que se antojaban interminables- pasaran rápidos y distraídos. Juegos baratos tan divertidos como reiterativos, así entretenernos con el "Veo, veo", las adivinanzas, hacernos cosquillas en los pies, o jugar a la "Oca", eran toda una gozada. Para cuando te incorporabas al común ajetreo, no sin cierta debilidad, los amigos ya andaban dispersos o venían de vuelta de alguna experiencia, a la que tú te incorporabas tarde, sin dejar de tener la sensación de que eras un convidado de piedra. Ahora era cuestión de tiempo de que la hoja del calendario nos envolviese en una nueva ocurrencia en la que todos fuéramos iguales. Si tuviese que elegir una noche de Nochebuena, sin duda habría sido aquella en la que tanto su hermana Nani y él, dedicaron un zapateado a sus vecinos y caseros del piso de abajo, entre las risas de su madre y su otra hermana. Tal vez haya sido la noche en la que se hayan reído juntos más que ningún otro día, disfrutando de aquella infantil transgresión. Era obvio que las relaciones con el propietario del ático no eran buenas, y que antes o después buscaba cualquier excusa para tratar de fastidiar la respetuosa relación de alquiler que teníamos, sin más causa ni necesidad, con el agravante de que ahora la presa no era un varón, visceral, intransigente y orgulloso, sino que por el contrario era una mujer y sus tres hijos, sin experiencia mercantil ni con más influencias que su trabajo, honestidad y sentido común. Aún así, las presiones y los gestos desairados, aun siendo simbólicos, no eran bien llevados, por lo que creaban una desazón y un disgusto que toda la familia sufría.


92 Aquella noche, solía engalanarse con algo de pescado, marisco y carne, adornándolo con un mantel súper reluciente y buena voluntad, siendo humildes resultaba muy acorde y equilibrado. Esa es una de las características de su familia de las que se siente más orgulloso, aunque no haya sido capaz de inculcar ni un diez por ciento de la misma a sus hijos, obviamente eran otros tiempos y no es equiparable, cada uno pertenece a un momento y las necesidades son distintas. Aunque dar el justo valor a las cosas: grandes cuando son grandes y pequeñas cuando son pequeñas, es algo muy importante que te hace vivir con más profundidad cada momento. Celebrando la Nochebuena de aquel año, la tensión se rompió a los postres, y en un alarde de orgullo, y en un estrambótico número de flamenco sin ensayar, deleité entre palmas y risas nerviosas de su familia, el nacimiento del "niño de Belén", dedicando aquel número a la estupidez humana, que por esos días representaban nuestros vecinos y caseros de abajo, dejándoles sentir el taconeo gitano más grotesco, para que de algún modo se sintieran partícipes y no vieran en nosotros, que las buenas formas evitarían el pulso en la defensa firme por los que considerábamos derechos irrenunciables. Lo cierto es que estos y otros inocentes pulsos, fueron contrapuntos y los períodos de bonanza se fueron haciendo cada vez más extensos, no sin la ausencia de sobresaltos ocasionales. Por lo general, algo de ropa y un juego con más pena que gloria, solían ser las guindas de aquellas fechas, que salvo olores, sonidos, humedades, cama e inyecciones, transcurrían con su peculiar parsimonia y su desfile de figuras, esta vez de carne y hueso. Estas circunstancias remarcan el carácter, y hacen en su caso que sean de mejor recibo, los días ordinarios sobre estos otros, extraordinarios. La prensa, la radio y las tertulias se hacía eco del histórico acontecimiento que días antes se había producido en Ciudad del Cabo. Un hasta entonces desconocido y sonriente profesor Cristian Barnard, llevó a efecto con éxito, la primera operación de trasplante de corazón, algo en lo que nadie creía. El 21 de Diciembre, diecinueve días después, el primer hombre al que se le injertó un corazón humano, Louis Washwansky, fallecía a causa de una pulmonía y con él, el corazón de Denise Darwall. La Cartelera del Palacio del Cine anunciaba el estreno de "Un hombre para la eternidad", de Fred Zinneman con Wendy Hiller, Leo Mckern, Robert Shaw, Orson Welles, y Susannah York. Technicolor. Autorizada. En sesiones de 5,30, 8 y 10,30.


93

NADA ES CASUAL Sólo imaginar pasar unas horas en la "playa" de la Punta del Sebo, llenaría de jolgorio infantil aquellos momentos previos de las mañanas del sábado o del domingo. Aquellos autobuses, repletos de niños con gorras y chancletas de goma, en un ambiente más que festivo, pintados mitad azules y mitad amarillos, con grandes ventanales acristalados, por lo general abiertos, permitían pasar bocanadas de aire al interior del habitáculo, para sofocar el calor mientras el aroma destilado de los eucaliptos, inundaba de fragancias primaverales el corto viaje. La pequeña "playa" se presentaba con una inusitada agitación, familias en corrillos alrededor de sombrillas multicolor, chicos que jugaban en la orilla emulando a los jugadores del "mejor equipo del mundo de fútbol", grupos de amigos departiendo en animadas conversaciones sobre las toallas-parcela, mientras se dejaban notar, madres, padres, abuelos, y las mejores chicas del lugar luciendo palmito como no podría ser de otro modo, y oteando el horizonte con suma discreción. Todo esto ocurría bajo la atenta y serena presencia del Monumento a Colón, que todos conocíamos, que todos identificábamos como tal, y que todos entendíamos como algo nuestro, pero que por lo general solía ser algo simbólico,


94 un hecho consumado, aunque en torno a él y a la ría a la que quedaría fijado, habría una gran historia por descubrir, por lo común desconocida y poco o nada divulgada. Era una tradición que Coca-Cola organizara sus "Concursos de Castillos de Arena", y un modo de tener manga ancha para beber todo el liquido que fueses capaz de tragar, y fue así como se apunó a uno de aquellos concursos. Al mismo tiempo que procuraba defender el pabellón familiar, mientras con una mano trataba de argumentar una propuesta digna, esculpiendo aquella arena gruesa y poco compacta, con la otra no dejaba de reponer botellines de Coca-Cola helada, que sabían a gloria. Colón, o más bien su complicidad fue testigo mudo de aquella "proeza", no solo mía, sino común a tantos otros que pensaban del mismo modo, “beber Coca-Cola gratis sin moderación”. Una vez concluido el tiempo estipulado, un jurado seleccionaba al ganador, honrándole con el agasajo correspondiente y el reconocimiento público, así como quedar seleccionado para la gran cita de los finalistas de cada año, que competirían en el marco de las playas de Punta Umbría adentrado el estío, en un festival muy original y espectacular, dada la imaginación y destreza derrochada en cada “castillo”. En aquellas lides había auténticos artistas que completaban soberbias escenografías medievales. Justo es de decir, que entre los participantes, había gente bien adiestrada sin duda, reincidentes en estas actividades lúdico veraniegas, que se hacían acompañar de algunos usos de albañilería (pequeños palaustres, palas de mayor tamaño, o reglas de metal), que evidentemente ayudaban a dar forma y equilibrar aquellas propuestas. Al resto de los participantes, el reconocimiento consistía en entregarles una gorra blanca ribeteada con un cordón de color rojo del mismo modo que el logotipo de la marca, un regalo por participar y un buche lleno del líquido elemento, un exceso digno de reyes. Lástima que con el paso de los años, esta marca de refrescos dejó de hacer estos famosos y esperados momentos veraniegos. Huelva siempre estuvo unida a la Punta del Sebo. Por una u otra razón, la ciudad miró hacia aquel punto, cuando buscaba ese rincón en el que encontrar cierta serenidad. La identidad de la ciudad pasaba por aquella Avenida de la Rábida o carretera de la Punta del Sebo, un paseo que discurría paralelo a la ría de principio a fin. La avenida da comienzo en el Muelle de Río Tinto, una estructura de hierro al estilo francés de la torre Eiffel, que fue utilizado como muelle descargadero del mineral extraído en las minas, pocos metros más adelante estuvo situado el Club Náutico, y con motivo del IV Centenario del Descubrimiento, se montaron los Baños Flotantes, unas plataformas situadas en medio de la ría de estilo Victoriano, un lugar excelente desde el que tomar un baño o degustar una Manzanilla con cierta actitud. Ya casi llegando al Monumento a Colón, se construyó un “espacioso y bellísimo banco” de forja andaluza, cerámica y ladrillo visto, destinado al descanso y relax de los paseantes. Se le bautizó como el Banco o Fuente de las Naciones Americanas y al parecer era un rincón muy especial al que acudían los onubenses con gran complacencia. Los “baños” con el tiempo fueron sustituidos por el Balneario del Odiel, cuya arquitectura imitaría el estilo de las casas de influencia inglesa, que existían en las playas de Punta Umbría. Ya en los años cincuenta, se autoriza a la Delegación Provincial de Sindicatos de Huelva para que construya el nuevo Balneario de la Cinta, “con casetas de baño para los afiliados a Educación y Descanso”, y que se


95 situaría en las inmediaciones de la misma Punta del Sebo, junto al Colón. Así “el balneario” y “la playa” conformarían un mismo paisaje lúdico festivo. Por algunos años fue así. Este escenario era una de las señas de identidad de la ciudad, pero con la aprobación del Plan de Desarrollo, en poco tiempo aquella avenida y todo cuanto en ella hubo, incluida sus aguas, terminó siendo devorada por una agresiva industria química: sus árboles talados, sus cangrejos y peces intoxicados, “las playas” quedaron prohibidas al baño, abandonadas por la peligrosa acidez de sus aguas y fue lenta pero inexorablemente transformándose con enormes naves, grandes tuberías y escaleras metálicas, todas ellas rematadas con grandes chimeneas que comenzaron a escupir vapor noche y día, sin descanso, sin tregua, sin remordimiento, envenenando poco a poco el aire, la tierra y la ría. Si acaso traer esta “modernización” a la ciudad supuso también generar empleo a sus hijos, no es menos cierto que el precio por ello pagado, ahora con el transcurso de los años, por las potencialidades que se dejaron olvidadas, los sacrificios a los que hubo de someter al paisaje y a las familias, o la pérdida de la identidad tan arraigada a aquellos lugares, parece que no justificaron tal empeño y hoy el mismo paisaje parece reclamar su irrenunciable derecho a volver a ser lo que añora el corazón de los onubenses. Sin embargo nada es lo que parece, ni siquiera Colón es el figurado en el monumento, y tal vez no fuese el primer europeo el pisar suelo americano. La Sociedad Norteamericana "Columbus Memorial Foundation" decide en 1927, crear un monumento para donar a la ciudad de Huelva, en reconocimiento a la gesta que concluyó con el Descubrimiento de América. El encargo se le hizo a la escultora Miss Gertrude Vanderbilt Whitney, nuestra querida Miss “Winni” , que trabajó en él durante dos años para inaugurarlo con todos los honores en junio de 1929. “Llamado inicialmente Monumento a la Fe Descubridora, muy al contrario de lo que comúnmente se cree, representa la figura de un fraile franciscano del Monasterio de La Rábida quienes, enfundados en su fe, jugaron un papel crucial ayudando a Cristóbal Colón en la denominada "aventura descubridora", en la que destacaron de un modo excepcional, las aportaciones e influencias de los padres Fray Antonio de Marchena y Fray Juan Pérez” . El monumento, se nutre con piedras procedentes de la localidad onubense de Niebla, y se construye en un estilo esencialmente cubista. De 37 metros de altura, representa una figura humana apoyada sobre una cruz en forma de "Tau" (símbolo franciscano) mirando hacia la zona de la ría y cubierto con un manto. En su pedestal se encuentran diversos bajorrelieves que representan a las culturas Azteca, Inca, Maya y Cristiana. El interior está hueco, y en él se pueden encontrar motivos relativos al descubrimiento y los nombres tanto de los descubridores que viajaron en las carabelas como de los miembros de la fundación que contribuyó a su creación. También aparece un grupo escultórico representando a los Reyes Católicos. En 1956 se le agregó la siguiente placa conmemorativa: «Esta estatua fue donada en 1929 al pueblo Español por el pueblo de los Estados Unidos como expresión de amistad a la Nación cuya generosidad y clara


96 visión hicieron posible el descubrimiento de Colón. Erigida bajo los auspicios del Columbus Memorial Fund. Escultora Gertrude V. Whitney. En 1956John Davis Lodge, embajador de los Estados Unidos descubrió esta placa para reafirmar la amistad de los dos pueblos. Siendo tan singular el gesto, y aún más exótico el hermanamiento, y cuanto más la hazaña que pretende perpetuar en la memoria, todos ellos son meras anécdotas para los Onubenses, circunstancias disgregadas que quedan ensombrecidas de la memoria, muy a pesar de algunas Sociedades y Organismos oficiales que tratan de recordar estos hechos y refrendarlos como parte del ADN de la ciudad con escaso éxito. La población de Huelva, no vive como debiera, la intensidad de esta aventura que un día cambió el orden mundial y cuyo motor se nutrió del mismo sol, y de las mismas brisas que hoy siguen contagiando de primavera y prediciendo el verano, entre aromas de azahar, de jazmín, y de romero. Durante años, el protagonismo de esta singular hazaña, fue cercenado, discutido, olvidado, arrancado, o atenuado hasta dejarlo en punto muerto. A lo largo de decenas de años, políticos sin escrúpulos, unos locales y otros regionales, fueron incapaces de devolverle a la ciudad y a su entorno la autoridad moral que le compete, y aún hoy, sigue siendo una deuda pendiente. Es esta una nueva distorsión, un giro más que hace comprender cómo somos, como andamos de desmemoriados y porque de algún modo durante tantos años nos hemos sentido “diferentes”. Para él, la tal Miss Winni, fue una absoluta desconocida durante mucho tiempo, jamás fui capaz de imaginármela envuelta en sus años veinte, su pamela neoyorkina y sus aires de artista, una lástima. En cambio, su legado, su monumento, nos hacía reencontrarnos. Mirar aquella estructura que confiaba al lugar cierto aire de quietud y sosiego, tocar aquellas piedras, bordear la estructura o adentrarse en su interior, en aquel hueco, que a modo de caracola, en el silencio sugería historias de marinos, de algún modo nos devolvía un trozo de nuestros sueños. A su sombra entre baño y baño, un buen trozo de tortilla y un refrescante vaso de gaseosa blanca “la Pitiusa”, eran manjares insustituibles. Qué felicidad. Una ciudad como ésta, tan escuálida de símbolos, debería reconocer a quienes quisieron perpetuar la memoria de todos, en cambio, Miss “Winni” como tantos otros protagonistas, sigue siendo una desconocida, apenas el nombre de una avenida y poco más. El Museo Whitney de New York, el segundo más importante de la ciudad, está especializado en el arte estadounidense del siglo XX. Se sitúa en la 945 de la Avenida Madison con la calle 75, posee una colección permanente de más de 18.000 obras. El Museo Whitney dedica especial atención a la exhibición del trabajo de artistas vivos, jóvenes y poco conocidos. Gertrude Vanderbilt Whitney, la fundadora del museo y quien le dio su nombre, fue una escultora de gran reputación que llegó a ser alumna de Rodin, y una importante coleccionista de arte. Fundó la "Whitney Studio Club", una galería de exposiciones abierta en 1918 y más tarde en 1931 su propio museo. Otro personaje devorado por la abulia, la ignorancia y la apatía administrativa, es un enigmático marino, hijo de la ciudad, un tal Alonso Sánchez, al que la ciudad también le reconoce tímidamente, dándole nombre a una calle, pero que por lo general pasa tanto o más desapercibido que nuestra querida escultora,


97 aunque ambos tenían vínculos, es previsible que nunca llegasen a saber el uno del otro. Entre otras leyendas, se cuenta que a las costas de Portugal en ocasiones llegaban con la resaca de las mareas, restos de árboles o plantas que eran desconocidas en el continente, dando pábulo a todo tipo de historias de islas o territorios situados más allá del horizonte conocido. Por aquel tiempo, Portugal disputaba al Reino de Castilla el liderazgo en temas marinos: rutas, cartas de navegación, etc., así marinos ilustres, aventureros, soñadores se daban cita en Portugal, argumentaban, oían y hablaban de estos asuntos con gran pasión y curiosidad, a la espera de una oportunidad. La casualidad como no podría ser de otro modo, hizo que también Cristóbal Colón estuviese por aquellos días compartiendo el mismo sueño, en tierras de Madeira y el Algarve, antes de terminar por las de Palos de la Frontera y La Rábida. Para un niño como aquel, andar por donde antes lo había hecho Colón y su hijo, ocupar por instantes los espacios que en el Monasterio les cobijó, presentir de algún modo las sensaciones que pudieron inundar aquellos paisajes, la intensidad de un momento histórico, eran y son muy emocionantes, aun así había que hacer preguntas, había muchas cuestiones que aclarar, asuntos que refrendar y corresponder a cada cual su puesto en la historia. En conversaciones que se referían al asunto del descubrimiento, apenas nadie era capaz de balbucear la relación de Alonso Sánchez con Colón, ¿cómo iba a ser posible relacionar a un triste marino de Huelva, con la insigne figura de todo un descubridor y almirante?. En cambio la memoria que es tozuda, se empeña una y otra vez en buscar pistas, no duerme siempre vela, y no deja de inquietar. En la actual avenida de Pablo Rada, justo enfrente a la ermita de la Soledad, en un lateral de la plaza de su mismo nombre, hasta hace algunos años, hubo una taberna denominada Las Angarillas, una antigua casa, un lugar sencillo, muy antiguo, de una sola planta, de paredes encaladas, que terminó siendo una “tasca” en la que tomar una cerveza y unas patatas alioli, de la que siempre se dijo que posiblemente aquella fuese la casa natal de Alonso Sánchez. Actualmente, muchos historiadores ya le bautizan con el sobrenombre de El Prenauta, y si la casualidad escribe la historia, el secreto y el olvido lo único que hacen es modificarla temporalmente. "Siendo cierto, que el primero, que dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez, marinero natural de Huelva. Así, en 1762, José Ceballos, Comendador del convento de los Mercedarios da como cierta la historia considerando la fuente del Inca Garcilaso de la Vega como original e irrefutable". «Quieren decir algunos, escribía, que una carabela que desde España pasaba á Inglaterra cargada de mercadurías y bastimentos acaesció que le sobrevinieron tales é tan forzosos tiempos é tan contrarios, que ovo necesidad de correr al poniente tantos días que reconosció una ó más de las islas destas partes é Indias, é salió en tierra é vido gente desnuda de la manera que acá la hay, y que cesados los vientos (que contra su voluntad acá lo trujeron), tomó agua, y leña para volver á su primero camino. Dicen más: que la mayor parte de la carga que este navío traía eran bastimentos é cosas de comer, é vinos, y así tuvieron con que se sostener en tan largo viaje é trabajo; é que después le hizo tiempo á su propósito y


98 tornó á dar la vuelta, é tan favorable navegación le subcedió, que volvió á Europa, é fué á Portugal. Pero como el viaje fuese tan largo y enojoso, y en especial á los que con tanto temor é peligro forzados le hicieron, por presta que fuese su navegación les duraría cuatro ó cinco meses (ó por —37→ ventura más), en venir acá é volver á donde he dicho. Y en este tiempo se murió cuasi toda la gente del navio, é no salieron en Portugal sino el piloto con tres ó cuatro ó alguno más de los marineros, é todos ellos tan dolientes, que en breves días después de llegados murieron.» Probablemente la aventura narrada por Alonso Sánchez a su regreso, confirmó las teorías que ya eran más que un rumor entre los marineros y cartógrafos de la época, y sería lo que diera el empuje definitivo para que Cristóbal Colón sumando de aquí y de allí, decidiera en firme navegar por esas aguas a la búsqueda de un trayecto más corto hacia La Tierra de las Especias, ¿o ese era un mero truco a sabiendas que eran otras las tierras que esperaba encontrar?. No cabían más dudas y ese era el momento. Desde Ptolomeo y hasta el Renacimiento, las premisas de los historiógrafos eran base de análisis para Colón, así fundamentado: en la esfericidad de la tierra, la unicidad del océano y las dimensiones atribuibles al globo terráqueo, a los que añadir las mil historias de naufragios, los restos de útiles o de embarcaciones no conocidas que llegaban a las costas europeas y sobre todo sus ansias de gloria y aventura, hicieron que esta gesta fuera posible. Es tan interesante la “leyenda” que tal vez sea conveniente leer algo más, entre cientos de referencias, teorías y ensayos, pero pongamos como principio "La tradición de Alonso Sánchez de Huelva, descubridor de tierras incógnitas", de Cesáreo Fernández-Duro. Biblioteca Miguel de Cervantes. “Años después de los viajes de Colón, comenzaron a aparecer escritos que afirmaban que existía el rumor de que el Almirante no había sido el primero en viajar al Nuevo Mundo, aunque los autores consideraban que podía tratarse de rumores infundados para menoscabar el prestigio del navegante. Es entonces cuando se empieza a hablar de un piloto anónimo que pudo haber llegado a las costas americanas, y que le confiaría estos conocimientos a Colón. El padre Bartolomé de las Casas narra la historia de un navío que se ve envuelto en una tormenta y es desviado de su ruta original para acabar llegando al Nuevo Mundo: "Díjose que una carabela o navío que había salido de un puerto de España y que iba cargada de mercadería para Flandes o Inglaterra, o para los tractos, la cual, corriendo terrible tormenta, y arrebatada de la violencia e ímpetu de ella, vino diz que, a parar a estas islas y que aquesta fue la primera que las descubrió." (Fray Bartolomé de las Casas). La primera persona en darle nombre fue el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales aparecidos en 1609, donde cuenta que había oído la historia cuando era niño, de boca de viejos conquistadores. De acuerdo con este cronista, Alonso Sánchez hacía frecuentes viajes a Inglaterra, las islas Canarias y Madeira. En una travesía entre estos dos últimos lugares en un navío pequeño y con pocos marineros, fue sorprendido por una tormenta que lo desvió de su ruta y lo llevó hacia el oeste por aguas desconocidas.


99 Al cabo de varias semanas y con la embarcación bastante dañada, los marineros avistaron tierra, una isla que a juicio del cronista podría haber sido Santo Domingo. Cuando llegó a un puerto extraño construido por los indígenas, desembarcó con los pocos marineros que le quedaban de la tormenta. Los indígenas lo recibieron bien porque eran más altos y tenían barba (los indígenas eran imberbes) y porque su religión les decía que desde el mar vendrían los dioses. Los indígenas le dieron comida, oro y le ofrecieron a sus mujeres como regalos. Fue así como Alonso y sus hombres contrajeron la sífilis. Después de todo esto empezaron a preparar el viaje de vuelta, pasaron aproximadamente una o dos semanas, y volvieron con un cálculo aproximado de cuando fueron conducidos por la tormenta. Después de casi un mes atracaron en la isla de Porto Santo, donde residía Cristóbal Colón. Alonso Sánchez, enfermo y siendo uno de los pocos sobrevivientes, siempre según estas historias orales, tomaría contacto con el navegante, al que trasladó toda la información que recogió el marinero. "Este fue el primer principio, y origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, de la cual grandeza, podrá loarse la pequeña Villa de Huelva, que tal hijo crió, de cuya relación certificado Cristóbal Colón, insistió tanto en su demanda." (Inca Garcilaso de la Vega) "Siendo cierto, que el primero, que dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez de Huelva, marinero natural de Huelva." (Dr. Bernardo Aldrete (1615) La historia de Alonso Sánchez fue debatida durante siglos. Así, en 1762, José Ceballos, Comendador del convento de los Mercedarios Descalzos de Sevilla, en la censura a una obra sobre historia de Huelva, da como cierta la historia considerando la fuente del Inca Garcilaso de la Vega como original e irrefutable. En la ciudad de Huelva son varios los elementos que recuerdan a este navegante: un paupérrimo y olvidado monumento en los Jardines del Muelle, obra del escultor León Ortega, un Parque con escaso uso y gracia y un Instituto que lleva su nombre. Colón, Mis Whitney, Alonso Sánchez, menudo cocktail y aún ando preguntándome por su verdadera identidad, aún hoy la sombra del monumento, el fantasma de Alonso y esta americanada de la “Winni”, no encuentran el ansiado asiento, la oportuna mesura, el necesario descanso tras el reencuentro con nuestra historia. Como en aquellos años sesenta, sigo con la mirada perdida haciéndome preguntas. Es imperdonable estar retraídos, cuándo los acontecimientos debían auparnos y llenar de orgullo nuestra memoria. Tenemos una deuda pendiente con Miss Whitney y con el Marino Alonso Sánchez. Nada es fortuito, la historia sólo reclama su sitio.

EL TEATRO MORA


100 Muy cerca de “su casa”, en dirección al muelle, en la calle Gravina se situó el desaparecido Teatro Mora. En aquel solar, se construyó un bloque para viviendas, en el que años más tarde casualmente, vivió parte de la familia del conocido pintor Pedro Gómez. Llegar exhausto desde su casa a la cima de la ciudad, lo que llamamos “el cabezo”, siempre resultaba ser una aventura, dada la larga caminata siempre en cuesta desde que la iniciabas, pero merecía el esfuerzo. Si decides hacerla al atardecer coincidiendo con la puesta de sol, el paisaje se envuelve en unas tonalidades que van desde los amarillos: azafrán, miel y mostaza del suelo, en trenzada conjunción con el celeste del cielo, los verdes de los cactus de aloe vera y las chumberas con sus frutos, los higos chumbos, los que según que temporada lucen: verdes o morados, defendidos por multitud de espinas. Ser capaz de coger un fruto de aquellos, con la sola habilidad y destreza de tus dedos, sin llenarte de espinas, era un signo de madurez, un reto, un juego reservado a los más valientes. Y a decir verdad, el premio además del honor de haber cumplido con el ritual, era exquisito y refrescante. Hoy se le tiene como un fruto marginal, en cambio a él, le sigue pareciendo encantador su sabor y textura. Aunque siempre estuvo en nuestro paisaje, nadie sabe a ciencia cierta si vino o ya estaba aquí. Lo que es seguro es que ya existía en el continente americano antes del descubrimiento. Nos puede ocurrir como con el aloe vera, para nosotros comunes “pitas”, a las que jamás se le prestó atención alguna y al igual que a los riquísimos higos se le consideró una planta segundogénita, nacida de la marginalidad. Bendita ignorancia la nuestra. A decir verdad, aquel ritual, terminaba las más de las veces con decenas de micro espinas clavadas por todas partes del cuerpo. Alcanzado el éxito en alguna ocasión gloriosa, no eximia de jugar a esa otra “ruleta rusa”, en un refrendo de la valentía ya consagrada, con distinta suerte. El único modo de aprender era ese. Superar el pulso y extraer sin pincharte el refrescante fruto. Para ello, la premisa sería la de mantener un absoluto control de los movimientos, dirigir la mano sigilosamente a través de la chumbera, y una vez seleccionado el fruto, no moverse ni un centímetro, ni aún respirar, pues llegado ese punto todo el cuerpo está a merced de miles de púas de diferentes tamaños. Perder la concentración en este instante podría causar lamentables efectos. Una vez tomado contacto con el fruto, y cuidándose de no situar la yema de los dedos, sobre las protuberancias que le protegen estratégicamente en toda su envoltura, llenas de infinitas espinas diminutas, se presiona ligeramente, y se comienza a girar lentamente para separarla por estrangulamiento de la hoja donde nacen, y obtener así el trofeo, y es en ese punto, cuándo suele producirse la desazón de perder la apuesta, ante la urgencia de lo palpable y las prisas por resolver cuanto antes. No serán ni una ni dos, las veces que el fruto caiga,


101 perdiéndose en el interior de la planta. En ese momento de desesperación hay que permanecer impasible, seleccionar otro higo, y volver a intentarlo. Nunca entendí muy bien aquello de las rosas y las espinas, pensé muchas veces si el poeta que escribió aquello, no habría cambiado la alianza, de conocer como nosotros las chumberas. ¡Esas sin son espinas!. Una acontecimiento más, coronar aquella “cima”, desde la que ver a tus pies la ciudad, la espectacular y serena marisma y el discurrir del sereno río Odiel a su llegada a puerto. Pedro Gómez, hijo de Huelva, fue un pintor esencialmente paisajista, supo plasmar aquellos colores, los pinos, la marisma, el cerro, las chumberas. Le denominaron “El pintor del Conquero”, un adjetivo merecidamente galardonado. Un día, años después, visitando a una amiga, en uno de aquellos pisos que se situaron donde antes estuvo el Teatro Mora, al llegar al salón, éste estaba dominado por un gran cuadro en el que se dibujaba un paisaje de colores teja, naranjas, ocres y toda la gama de amarillos, azules y verdes. Era espectacular la vista, estabas en la colina y a la vez estabas allí, en el salón de un piso en una transversal de la calle Gravina. No cabían dudas aquello era El Conquero. Como una exhalación en señal de solidaridad paisajística les dije, “esto lo pintó Pedro Gómez”, no sin cierta estupefacción, aquella chica en presencia de su abuela corroboró, “es verdad, lo pintó Pedro Gómez, que además era mi abuelo”. Fue un instante muy emotivo y entrañable. Es curioso como si abres una puerta, nunca sabes que puedes encontrar detrás de ella. EL ESCENARIO

Aquella ciudad por lo general asequible, no exenta de perfume y maquillaje algo provinciano, resultaba ser cercana, humilde y familiar. Inevitablemente la ría del Odiel y el Cabezo del Conquero, estaban llamados a entenderse. Uno para no dejar de sorprenderse con el color de los atardeceres y el otro a la espera del constante brillo del sol sobre sus aguas. Aunque desde El Conquero sólo se viese el trozo de la ciudad situada más al oeste, en donde se concentraba la marginalidad esencialmente. La arqueología dará fe de la existencia de túneles que comenzando a los pies del cabezo, discurrían por el interior del mismo, muy probablemente como parte de la infraestructura del acueducto romano que llevaba el agua a la población. Eran muchas las historias de secretos ocultos, cuevas y rincones que alimentadas por lo que se sabía sobre aquel acueducto no localizado, desfilaban como vulgar moneda de cambio entre nosotros. Los más atrevidos se introducían incluso a rastras en aquellas oquedades, cuevas desmoronadas, que precisaban de arrojo ante el incierto peligro que representaban, a su regreso fantaseaban de pasillos y salas de mayor tamaño en su interior. Era otra prueba de madurez, pero ésta nunca la superé. Como recoge Northman, este dorado cerro sería testigo de una hermosa


102 leyenda, que discurriría frente a él. Cuenta como “tras una noche de tormenta, un barco que se dirigía al fondeadero del antiguo pueblo de Saltes descubrió un náufrago agarrado a unos tablones. Enseguida se botó una barca para ir en su busca. La sorpresa de los marineros fue grande al comprobar que no era un marinero de un barco naufragado, sino un Cristo Nazareno agarrado a una cruz rota al igual que un náufrago se agarraría a unas tablas. Ese Cristo pasó a formar parte de las imágenes de la iglesia de San Pedro, dónde desapareció en la Guerra Civil”. ¿Verdad, leyenda?, en cualquier caso es una historia olvidada. Los Teatros tienen algo de especial, y cuándo uno desaparece no lo hace del mismo modo a como lo hiciera otro edificio civil. Tantas emociones vividas, el alma de aquellos actores que dejaron irradiadas sus declamaciones por el local, o la música que hizo vibrar el patio de butacas y que después actuó de anfitrión tantas mañanas, con los trinos de las hacendosas madres mientras limpiaban la casa, o preparaban el almuerzo. Su madre también cantaba hasta que un día dejó de hacerlo. Los teatros, templos de la sociedad moderna, unas veces son solo eso, teatros, otras, pantallas de cine, y los menos lugares en los que la colectividad se reunía en almuerzos, mítines, o fiestas de año nuevo. Los actores sin embargo, tienen un dispar coste y son devorados indiferentemente por el drama, la platea o el decorado. El tiempo del drama puede con todos ellos. LOS ACTORES

En Mayo de 1931, el general Queipo de Llano, celebra en Madrid junto a los altos mandos de la guarnición de Madrid, al pié de la estatua que homenajea a Emilio Castelar, el advenimiento de la República. Casualmente los días 17 y 18 de Julio, estuvo por Huelva, en su calidad de Inspector General de Carabineros, con la excusa de entregar una bandera en Isla Cristina e inspeccionar el puesto de Ayamonte y en la duda queda si no fue una estratagema para salir en dirección a Portugal, si el golpe por el que conspiraba fracasaba. Todo un plan el de este “general”. Es un hecho bien narrado por Francisco Espinosa Maestre –al que nunca dejaremos de estar agradecidos por el esplendido trabajo que ha desarrollado sobre asuntos de Huelva- , que en la mañana del sábado del 18 de Julio, y ante Jiménez Castellano, -Gobernador civil de la República de Huelva-, este “valiente y honorable” general, reafirmó su fidelidad a la República. Aunque una vez, el golpe estaba consumado y todo parecía estar bajo control, se uniría al ejército golpista. Por su parte el Gobernador Jiménez sería asesinado poco después por los sublevados fascistas en aquel fatídico año 36, por lo que ese día tal vez brindó con el instigador de aquel crimen. Un “valiente capitán” como se dice por el sur, éste general Queipo de Llano. Tanto él como el Comandante de la Guardia Civil de Haro Lumbrera, corriendo igual suerte en esta tragedia. Ambos, tremendos actores.


103 En lo que respecta a de Haro, su teatro se llamó La Pañoleta, y su papel el de traidor, algo que le venía al dedillo, y Miguel Ángel Talavera su justiciero. El 19 de Julio de 2011, se cumplirán 75 años de que mineros y trabajadores voluntarios de Huelva, bajaran la Cuesta del Caracol para defender junto a los ciudadanos libres de Sevilla, la soberanía de la República frente a los golpistas. Estos hombres, fueron presos de una sorpresa, preparada por el Comandante Gregorio Haro Lumbreras, que en vez de prestarles apoyo logístico, les emboscó y asesinó. Un acto de cobardía repudiable y cuya vergüenza sin duda alcanzará su nombre y su memoria mientras ésta sea capaz de recordar su fechoría. Este guión, y todos estos elementos tienen un hilo conductor, y no es otro que la historia de un traidor a la República. A raíz de este "glorioso" hecho, al traidor se le proclamo "el héroe de la Pañoleta" y más aún se le concedió la medalla del mérito Militar, y así se anunció en primera plana del diario LA PROVINCIA, el sábado 5 de septiembre de 1936, finalmente fue asesinado por los sublevados el Gobernador Civil don Diego Jiménez Castellanos, y en su lugar fue nombrado para tal cargo a este soldado traidor, el Comandante Haro Lumbreras. Por algunos años estuvo en Huelva, y no solo se destacó por su fidelidad al alzamiento militar, sino que no dignificó el cargo del nuevo orden, y se dedico a medrar, robar y hacer de esta ciudad un campo de minas, donde todos eran sospechosos, donde todos debían de algún modo rendir pleitesía. De Haro, se apropio de las "alhajas" que las mujeres nacionales -todas por decreto militar- donaron para la "Causa Nacional", y sencillamente se lo gastaba en medro personal y en putas, como era bien conocido, pues muchas de ellas, lucieron después los regalos que recibía de tan ilustre personaje. Años más tarde, la historia se volvió contra su crueldad y deshonor. El guardia civil Miguel Jiménez Talavera, por razones no reveladas, le descerrajó cinco balas a las siete de la tarde del 26 de febrero de 1941, en la ciudad de León, en las escaleras de entrada a la Comandancia, resultando muerto por "paralización cardiaca", de lo mismo que él fallecería horas mas tarde tras un tiroteo con otros números de la Guardia Civil. Miguel Jiménez Talavera, ha pasado delante de nosotros sin que su historia, o su pulso decidido, fueran demasiado conocidos. Y aún desconociendo sus motivos, sea cuales fueran, su pulso lo comparte con todos aquellos que reclaman desde el silencio de las cunetas olvidadas de la guerra civil, justicia y honor. Como dice Ramonera, “la memoria es uno de los pocos recursos que tenemos para defendernos de la historia, que siempre escriben los vencedores”. ¿Qué sería del teatro sin sus actores?.


104 El Teatro Mora construido por Trinidad Gallego Díaz, y decorado en lo que se denomina “arte de sala”, es decir, con la ornamentación de: telones, bambalinas y trastos de un espacio pensado para el espectáculo teatral, por Matarredonda , que a pesar de su origen Levantino, es uno de los principales representantes del decorativismo andaluz. Es por esta causa, que se le incluye dentro de los denominados pintores-decoradores, al abarcar no sólo las funciones pictóricas propiamente, sino también otra serie de tareas relacionadas con el interiorismo y la escenografía. De esta manera, su actividad consistiría en el embellecimiento de los interiores. Se inauguró en octubre de 1910 y 57 años después derribado, argumentándose dudosas cuestiones que afectaban a su seguridad. Es más que probable que la especulación y la falta de sostén municipal, hicieran todo el trabajo. Se accedía desde la calle Gravina, a través de un portón de madera acristalado, que conducía al hall de forma rectangular, no muy grande, discreto, cuyas paredes se engalanaban con lámparas, carteles y fotografías en blanco y negro. Para entrar en la sala de proyecciones, se traspasaba una puerta grande de doble hoja, detrás de la que a modo de filtro había un resumido pasillo, delimitado por una pesada cortina de terciopelo de color pardo, suspendida por grandes argollas. Una vez traspasada esta frontera, que delimitaba la realidad de la ficción, la caja mágica del teatro-cine, dibujaba un enorme pasillo semicircular, imitando a los teatros Romanos, tristemente alumbrado, con pequeñas linternas de cristal en forma de flor, lo justo para saber conducirte dentro de él y encontrar tu acceso al interior de la platea. El teatro tenía la forma que la luna toma en su fase de cuarto menguante, de aspecto sobrio, tenía cierta elegancia y era silencioso. Su patio de butacas estaba bien dispuesto, y sus sillas de madera resultaban frescas y cómodas. Una noche de agosto, de aquellos largos y calurosos veranos, su piel se erizó inevitablemente al disfrutar de aquella mítica película A Hard Day's Night de los Beatles, la caja mágica del Teatro Mora así lo dispuso. Algo que jamás podré olvidar. Al mismo tiempo que Fosforera Española, anunciaba las nuevas cajetillas de 30, 50 o 60 fósforos, con las nuevas ilustraciones de sus colecciones con diseños de: coches antiguos, aviones o cerámicas, comenzó la demolición. Nadie entendió muy bien aquella decisión, estériles, en silencio, todo el mundo en aquella ciudad, dejó de algún modo, algo dentro de aquella sala. Como diría Borges “somos nuestra memoria, ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.


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BAJO EL INFLUJO DE LAS MÁQUINAS Debo suponer que forma parte de la energía desplegada en general por la niñez, y en base a ese principio, no recuerdo que hayan existido demasiados días, en los que no hubiéramos descubierto algún modo de hacer pasar el tiempo, disfrutando con cualquier invención, aunque en su caso, siempre desde la sencillez y la escasez jesuítica a la que estábamos abocados. En contadísimas ocasiones tuve más de lo deseado para hacer con las pesetas, algo que no estuviese perfectamente enmarcado como gasto, ese era el ritual, por decirlo de algún modo, en el que se inscribían sábados y domingos, pues eran días de “paga”, de una paga escuálida pero suficiente, que propiciaban ir ocasionalmente al cine, comprar alguna golosina, tal vez algún pequeño camión de plástico de fácil montaje y de piezas intercambiables que cabían en la palma de la mano por el mismo precio de dos o tres chicles Bazooka, jugar a los futbolines o a las fabulosas “máquinas”. Se acostumbró a no tener, por lo que cuándo había algo más de lo esperado, disfrutaba como el mejor de los cumpleaños, algo que se mantiene a estas alturas del guión, nunca he necesitado especialmente nada todo lo que importa no se puede adquirir en tiendas, así es que lo llevaba bien. La escasez de recursos abre expectativas, así le encantaba jugar a las máquinas, o mejor dicho, le hipnotizaba ver cómo jugaban, apostándose


106 silenciosamente y respetuosamente en un costado de ese mágico tablero, por el que deambulaban aquellas bolas de acero iluminadas por leds de colores, emitiendo sonidos a cada golpeo. Aquellos primeros pinball también llamados flippers, eran para nosotros “máquinas”, y cada cierto tiempo surgían nuevas propuestas. Estos magníficos trastos se apostaban en bares o en salones de juego, compitiendo con mesas de billar o futbolines hasta entonces lo más de lo más. De todos ellos, era el único que evolucionaba. Sentía una especial adoración por aquellos artilugios, a los que se acercaba con una absoluta y entregada expectación. En el Bar Suizo Chico, en la calle Marina, el bar de Ginés y Pedro, siempre hubo una máquina casi en la misma entrada, en una zona que estaba escasamente iluminada, era el santa santorun ideal para aquel preciado objeto. Él por si mismo, iluminaba con sus pequeñas, brillantes y oscilantes luces de colores aquel rincón, en la misma medida que el juego discurría entre la atracción, que ejercía la gravedad sobre las bolas de acero, propiciada por la inclinación del tablero. Tanto la pizarra donde estaba el marcador de puntos, el indicador de partidas o el luminoso identificador con la palabra “fault” cuando tocaba, y el tablero de juego, eran monotemáticos, así unas veces el tema podría ser el oeste americano, la conquista del espacio, una de gángsters, un encuentro de baloncesto entre los Lakers y Detroit Pistons, o cualquier historia que estuviese de moda. Fue también un modo de aprender inglés, dado que éstas máquinas eran por lo general franquiciadas y provenían de fuera de España, en muchos casos, o en casi todos: rótulos, nombres, y hasta instrucciones estaban en su idioma original, y mucho tiempo después se fueron introduciendo términos en castellano. Así ensimismado, casi aspirado por la influencia de aquel mundo intermitente, abstraído por las evoluciones de aquellas bolas de acero brillantes, atontado y concentrado en tratar que aquellas esferas, descubrieran el tacto exacto del golpeo de los tacos activados por impulsos eléctricos a su vez transmitidos por la sensibilidad de las yemas de los dedos índice, tal vez porque saturno que guía ese dedo, era el dios de las cosechas, y aquel era un trabajo realmente laborioso. Accionando aquellos artilugios impulsores, tratábamos de guiar las bolas haciéndolas impactar con las gomas (slingshot) laterales, que las impulsara al punto logístico en el que el petaco imponía la dirección y la fuerza adecuada, que hiciera posible, que la bola descubriese el pasillo correcto, en el que encontrar las dianas de más puntos, y atraídas por la Ley de la Gravedad, volviesen una y otra vez, hacia el justo pero inevitable hueco por el que se perdían una y otra vez, hasta completar el rango de cinco oportunidades, en un ejercicio de concentración máxima, en el que todos tratábamos de conseguir una partida gratis, una bola gratis o no hacer “fault”, que no era otra cosa que inutilizar y desactivar la partida, pues estas maquinas disponían de un péndulo que detectaba el movimiento del conjunto, y si sustituías destreza por empujones más o menos desconsiderados, el sistema entendía que era juego sucio y se desactivaba, perdiendo la partida, por lo que debías tener maña, una destreza que formaba parte del juego, pues si cometías “fault”, no había nada que hacer.


107 Jugar a las máquinas, era una cuestión de “honor personal”, se solía por lo general hacer individualmente, era un reto, una confrontación, entre esa evolución y nuestra inteligencia humana. Había que doblegar la gravedad, la electricidad, la neumática aplicada, traspasar rampas, golpear bumpers, esas setas centrales a las que cuando la bola llegaba, golpeaban y eran rechazadas, al tiempo que otra cercana que también la rechazaba, la lanzaba a otra similar, en un baile salvaje de idas y venidas, pero cuyo resultado se traducía en la acumulación de puntos, pues con cada golpe el marcador del tablero anotaba en la progresión hacia el objetivo del juego, alcanzar aquellos diez mil puntos, trece mil o los inalcanzables quince mil, lo que daba derecho a una, dos o tres partidas, emitiendo un sonido muy característico que se hacía notar, sobresaliendo notablemente sobre cualquier otro, haciendo que todos los presentes y hasta los ausentes, deparasen en aquel individuo que por instantes era el rey, el líder, el atleta de elite, el mejor en pocas palabras, aquel que había doblegado a la máquina. Había una admiración silenciosa pero arrobamiento al fin y al cabo, por aquel individuo fuese quien fuese, en cualquier caso había impuesto su ley, había domesticado a la cosa, había demostrado que allí quien mandaba era él. Todo un placer aquellas máquinas, y tantas horas de observación, de diligente investigación, de análisis y examen de cuantas posibilidades daban de si aquellas evoluciones: subiendo y bajando rampas, golpeando bumpers, descubriendo agujeros que llamaban holes, o haciendo diana en aquellos targets de colores estratégicamente situados, evitando la huida de la bola por el centro o por los pasillos laterales en los que en ocasiones los rollovers activaban un mecanismo que impulsaba la bola de nuevo al tablero. Toys, atrapa bolas, elementos electromagnéticos, tantos dispositivos, que hacían de éste un juego que rozaba la ingeniería matemática, y todo para alcanzar una “extra ball” o lo mejor de todo, hacer pleno o Jackpost con el resultado ya conocido. Así pasé horas, ya fuera en el Suizo Chico, en los Billares Gálvez, o en la Sala de Máquinas de La Plaza de Las Monjas, observando aquellos magníficos mecanismos. Como venía diciendo, la ausencia de frescura económica, le hizo desarrollar más la paciencia y disfrutar con el juego de los demás, ya se sabe, “a la fuerza ahorcan”, y como era lo que había la mayoría de los días, poco a poco se hizo de un ritual, como acercarse a observar desde la disciplina del silencio y la discreción, así se aproximaba con cautela, pues muchos jugadores no querían ser observados, sobre todo si eran unos maletas, y no querían testigos de su fracasada aventura. Otros, la mayoría si te dejaban observar y la complicidad que llegabas a tener a lo largo de las partidas, le hacían disfrutar tanto o más que al propio actor, a veces le permitía darle algún consejo-truco, y otras el cansancio le hacía apoyar los brazos sobre el marco de cristal, muy al filo para no molestar, acercando la cara y reposando en ellos, de este modo, las luces y la bola, se hacían extraordinariamente íntimas, ensimismado en los giros, y atontado por las idas y venidas, y el calor que desprendían, cuándo el golpeo extraordinario de la bola en el cristal, en un bote inesperado, te devolvía a la realidad.


108 Otra cosa eran los sábados o los domingos, con algún dinerillo fresco para echar una o dos partidas. Era extraordinaria la emoción, de ser tú ahora el dueño, esperar el momento, la mejor hora, las sensaciones adecuadas para acometer el reto, y así en ese ritual, te disponías en primera persona a “echar una partida”. Descubriendo unas veces el honor del sonido secreto que premiaba haber alcanzado la cima del éxito, otras el fracaso estrepitoso de haber perdido inexplicablemente la partida, sin juego ni placer alguno, por alguna extraña atracción que hacía que todas las bolas, unas tras otra, se perdieran inexorablemente sin nada que hacer, y algunas otras, las menos, pero no por ello, menos dolorosas, la maldita “fault”, unas veces lógicas y otras inexplicables hacían concluir de un modo frustrante la partida. Las máquinas le hicieron conocerse mejor y conocer a la gente que se enfrentaba a ellas. Observándoles jugar, su destreza, algunos tipos eran realmente formidables jugadores, que hacían fácil lo que costaba tanto conseguir. La paciencia o la complicidad por la admiración que advertían en su modo de estar, de mirar “jugar”, le premiaría en ocasiones con partidas gratis, con las que le recompensaban, bien por capricho, porque tuvieran que marcharse ya, o porque estuviesen cansados. De este otro modo, sin pedirlo, ni sugerirlo, convirtiéndome en “colega” jugué casi más partidas que las que dispuso por sus propios medios. Estos ingenios nos propiciaron grandes sensaciones: viajes estelares, canastas históricas de la NBA, aventuras en el lejano oeste, far west por entonces. Un ritual, una apuesta, una sensación extraordinaria.


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HOTEL GRANADA. Una cosa lleva a la otra, y sin saber cómo ni porqué allí estaba, frente por frente al Hotel Granada o La Granadina como también era conocido. Sería una eventualidad que propiciara los juegos, su amigo Pepe, la cercanía de las calles, la causalidad que no para de tejer, ¿quién puede saberlo?. Lo cierto es que “la Granadina” se abrió ante él, como una prolongación de su casa. Los hijos del propietario y director del establecimiento, Manolo y Damián (vida-dearte como a veces le gustaba bromear andados los años, entre partida y partida de ajedrez), algunos amigos comunes, la edad, la lógica del espacio y la expansión del universo que dirían los científicos, se impusieron. Así es que sin darse cuenta, el día que atravesé la puerta de cristal del hotel por primera vez, apenas sin saber hacía qué nuevo caos se dirigía, se abrió un mundo de sensaciones, confort, amistad y aventuras que dejarían una huella imborrable en su memoria. El vagabundeo era una actividad de todos los días. Pepe, Manolo, Damián, y tantos otros amigos, primos, visitantes o simples huéspedes, eran los cómicos de aquel extraordinario escenario, enredados en un maratón sin final, en los que los primeros actores iban turnándose asemejándose a una cinta sin fin. La amistad de la infancia como cualquier otra, es algo que se produce fortuitamente, fruto de las circunstancias, los intereses comunes, la soledad, los fantasmas o la autoestima. Lo cierto es que la premisas que dieron la resultante de las primeras páginas de aquella historia, están en blanco, por cuanto el ajetreo de entrar y salir, los juegos, las diabluras, gansadas, y el reencuentro con aquellos nuevos “amigos”, fue tan vertiginoso y se hizo tan ordinario desde el primer momento que apenas dio tiempo a presentaciones formales, y eso de conocernos lo fuimos dejando en un segundo plano, desgranándolo minuto a minuto para otros momentos, prevaleciendo las ganas de mantener el tren al que habíamos saltado en marcha, y solo mantenerlo a toda máquina, era el objetivo principal en aquellos primeros compases. Debieron pasar varias incursiones hasta sentirse uno más, o al menos, uno entre los demás, una cuestión no sencilla por razones obvias.


110 La calle, la plaza, la tienda de ultramarinos o por donde te identificasen, resultaba innegable que desde el primer momento, al saberse quien era, su procedencia y sobre todo su progenie, encendía una luz cercana a la curiosidad, al merodeo, o a la admiración en algún caso, e incluso al morbo, y en ocasiones cercana a la burla. Siempre hacemos ascos de los más débiles, debe ser un acto reflejo de autodefensa, por si nos contaminan o contagian algo. Pero esa era la moneda de curso corriente, con la que sortear a diario, la mirada de curiosos, incautos, y entrometidos: panaderos, carteros, curas, sombrereros, barberos, comerciantes, porteros de cine, heladeros y tantos otros. Los débiles deben demostrar estar a la altura de las circunstancias, ser capaces de superar los infortunios. En esa carrera andan los días, es parte de la crueldad a la que les sometemos. La inteligencia y la educación de los comunes mortales hacen el resto, en estos asuntos la intuición femenina parece no actuar. La vida puede resultar diferente según te encuentres ante uno u otro género de prójimos, así en el Hotel te tropezabas con los anónimos viajeros, los “amigos”, sus familiares, junto con los empleados: conserjes, administradores, cocineros, camareros o botones, que hacían piña a favor de los hijos del jefe, como era natural por otra parte, actuando de aduladores sumisos, siervos entregados y defensores a ultranza, cuándo no guardia pretoriana, aunque todo ello observado desde un punto de vista, que va de la mano entre lo anecdótico y el natural ejercicio protector del “poder local”. Describir este esbozo, al tiempo que te acompaña el fantástico sonido de Jamie Cullum y su “What a Difference a Day Made”, hacen posible dar un salto en el tiempo, cerrar los ojos y casi tocar, aquel magnífico hall y su original fachada. En la antigua calle del General Mola, a la altura del número 11, en el eterno centro comercial de la ciudad, se situaba este peculiar edificio. Fue construido a finales del XIX, componiendo en su estrecha fachada de no más de 20 metros de frente, lo que bien podría ser una comedida residencia de estilo neomudéjar urbano. Dicho de otro modo, el Hotel Granada dibujaba una pequeña Alhambra en toda regla, ese era su toque de originalidad. Desde la mirada de un transeúnte accidental, el inmueble solo podía ser admirado en su fachada más original, obviando las otras alturas, la profundidad y la dimensión del conjunto. Estructuralmente desde Mola, presentaba una planta principal, un primer y segundo piso y coronándolo una terraza. A pie de calle, el acceso al inmueble por su planta principal, se hacía desde una de las dos simétricas y amplias puertas acristaladas. Siempre por la situada más a la izquierda desde la frontal, por quedar la otra reservada a un pequeño salón para uso de los huéspedes, permaneciendo prácticamente cerrada todo el tiempo, no siendo accesible desde la calle. Ambas se situaban bajo arcos de herradura construidos en ladrillo visto, rematados y vestidos en el paramento con azulejos de estilo cordobés, de la mejor cerámica andaluza, usando los zócalos en


111 mosaico cerámico como elemento decorativo para cubrir y endulzar la fachada, algo que se repetirá en el interior con variedad de dibujos en pasillos y salones. A ambos lados del edificio y sobre su misma fachada, dos soportes de madera en los que encolados los carteles, anunciaban las novedades cinematográficas de las salas de cine del centro. La primera planta presentaba un balcón corrido, con un barandal de hierro forjado, adornado con formas silvestres y acorazonadas pintados en color plata, común a dos de las habitaciones principales del hotel, aunque sutilmente separadas por unas discretas barras del mismo material. Ambas estancias, simulaban el estilo de la planta principal en la geometría de las puertas, el arco y el material usado, si bien el paramento superior a los arcos, en vez de rematarse con piezas de cerámica, se adornaría con estrellas en bajorrelieve, trabajadas con ladrillo visto del mejor estilo neomudéjar, encuadrándolo todo bajo una fina cornisa. En la segunda planta, el arquitecto jugó con el volumen y dividió las estancias naturales, así eliminó el balcón, y en vez de dos grandes puertas, decidió en su lugar construir cuatro ventanales estrechos, bajo pequeños arcos, y separados por columnas entre si, rematando el paramento superior, laterales y el inferior con zócalos cerámicos imitando pequeñas alfombras. Finalmente, la azotea solo practicable por el personal de la casa, delimitaba la altura de la fachada y la protección de la misma, mediante columnas en ladrillo visto, que en vez de ser compactas estructura cúbicas de un rancio estilo castellano, por el contrario perfilaban una especie de arbusto, similar a palmeras sin tronco, que coronaban el edificio de un modo único y original. La ilusión del conjunto era, un edificio con un estilo arabescado, pero perfectamente adiestrado y conjuntado, que pese a su natural rareza, estaba perfectamente engastado en el ritmo de aquel provincianismo tan exclusivo. “La Granadina”, era lugar de asiento de comerciantes, funcionarios, gente de paso y cuadrillas de toreros, que en feria y tras las corridas, a su regreso en busca del merecido reposo, adornaban el hall con trajes de luces de vistosos colores, capotes, espadas, y restos de aquellas batallas, cuándo no de regalos que el público les tiraba al ruedo si la faena fue del agrado del respetable. Inolvidable el andar de los picadores, sobre el mármol blanco del hall embutidos en aquellos protectores de metal que cubrían las piernas, como si fuesen gladiadores medievales. Aunque por lo general era un lugar en el que la calma era común en todas sus dependencias. Traspasar aquellas puertas de cristal y adentrarse en aquel mundo, fue un proceso lento. Pasar de aquellas musicales goteras que el invierno nos regalaba la casa de Mora Claros, del escueto mobiliario o de las puertas que mal que bien encajaban, a un escenario más cercano al cine de aventuras del blanco y negro de los años 30, o al lujo de un sitio como éste que multiplicaba por mil volumen, prosperidad y posibilidades, no fue nada fácil. Tras superar la frontera que te separaba de la calle, te introducías en un vestíbulo acristalado, desde el cual se divisaba la profundidad del hall, en cuyo interior un gran tiesto descansaba sobre un forjado andaluz, sustentando una gran palmera. A la derecha quedaba un salón reservado para la televisión, cuadrado, sencillo y discreto.


112 Unas puertas acristaladas, sustentadas en marcos de madera pintados en color hueso, te arrimaban al interior, desde el que se adivinaba, a la izquierda la recepción. Un gran mostrador de madera, sencillo, en media luna, oscuro, amplio, en el que se concentraba el control y la gestión general, así como la operativa administrativa, la telefonía o las convenientes del servicio de un hotel. Todas se desarrollaban allí, bajo un falso arco decorado con el típico relieve nazarí. Al fondo una escasa mesa iluminada sempiternamente con un flexo, pues resultaba imposible que allí dentro llegase ningún tipo de fuente lumínica ajena a aquella inusual galería. Pululando impenitentemente, un discreto y entregado administrador, conciliaba a diario los intereses de huéspedes, proveedores y empleados con el gerente, y durante el tiempo que le pude observar, fue un excelente profesional, además de discreto y elegante, y supo con su transparente presencia mantener la quietud y el control del Hotel por muchos años. Domingo, siempre voluntarioso hacedor de las disposiciones del director y padre de sus amigos, dejaría una marca de agua, en todo cuanto allí sucedía, aunque el estilo viniese marcado por la profesionalidad del propietario y gerente del negocio. También aquella trinchera acogía a otros personajes, entre ellos aquel alto, viejo, canoso y malas pulgas de Alfonso, un “chico para todo”: camarero, guardia de recepción, mozo. Fumador empedernido, con su tono de voz gruñona y exaltada, escueto de gracia, y limitados recursos sociales, era un elemento altisonante en aquel conjunto, pero tal vez se necesitase un tipo rudo ante las contingencias que se pudieran presentar, algo así como un vigilante de seguridad encubierto por otras muchas prestaciones. Lo cierto es que Alfonso nunca congenió, era lo más parecido a aquel “hombre del saco” del que tanto se hablaba, al menos él tenía todos los adjetivos que el “hombre del saco” debiera tener. Fueron muchas las veces, las que su arrogancia exenta de chiste le afligieron, llegando incluso a plantearse no volver más, para no tener que soportar semejante donaire, una cuestión que tuvo que terciarse por la familia para que le dejase en paz. Una cuestión de niños sin importancia. Alfonso podría ser un tipo cómico o de una fina ironía, y aquel malentendido podría haberse subsanado con más tiempo, aunque no tuvo otro final que el llamarle un poco al orden. Desde que fue reconducido y recibiera nuevas ordenanzas, que acató cumplidamente, no hubo chistes, pero si se mantuvieron miradas que hablaban del mismo modo. Con el tiempo ganando en seguridad, aquel fantasma se quedo en eso, en mero fantasma, y su sentido del humor en caricaturesco. Frente a la recepción, un amplio salón de estar abierto, la sala de la televisión, y los siguientes salones encadenados delimitados por arcos o trunques arquitectónicos, que hacían de ellos espacios con personalidad propia. Las paredes rematadas con un estupendo zócalo cerámico de la mejor calidad, diferentes espejos enmarcados en dorados marcos barrocos, sillones, sofás y alguna alfombra


113 en armonía con la decoración, a lo largo del interminable pasillo que llevaban al comedor y las cocinas. En primer plano y a unos pasos de la recepción, las escaleras que conducían a las primeras habitaciones y a las estancias familiares en la primera planta. Al fondo de pasillo y tras una gran puerta de cristal semitransparente, se encontraba el comedor, tras ella quedaba a buen recaudo la intimidad de los huéspedes durante el almuerzo o la cena. Poco antes de llegar, un piano de pared recuerdo de otros años y frente a él, las cocinas ocultas tras un torno, por las que intercambiar platos y servicios de mesa. En el mismo pasillo un pequeño lavabo con un grifo de acero inoxidable, para refrescar las manos con agua caliente antes de disponerse a comer, todo un lujo. Junto al comedor, una puerta conducía a un patio interior de paso, discreto y encolumnado con piezas de hierro pintado de color oscuro, en el que se encontraban además de algunas estancias del servicio, con utillaje, alacenas, calderas o similar, los aseos comunes. Este espacio, daba a lo que antaño fuera un gran patio-salón-comedor en el que se sirvieron cenas y fue un lugar festivo o de celebraciones. En estos años se produjo una gran reforma, llevando a esta ala mejoras estructurales y la ampliación del hotel, haciéndolo más vasto y moderno, incorporando incluso un flamante ascensor para no menos de seis plantas, más la terraza del edificio, en la que se situaron la lavandería y sala de plancha, además de disfrutar de unas impresionantes vistas sobre la ciudad. El hotel se fundaba con dos edificios unidos, siendo el patio interior el enlace entre lo pretérito y los tiempos modernos. No hubo rincón por descubrir, ni puerta que se dejase por abrir. Los primeros pasos se limitaron a superar el recibidor, pasar delante de la conserjería esperando no ser visto ni increpado, y subir rápidamente las escaleras para quedar a salvo, más adelante el universo se extendió como cuando se vierte un vaso de agua sobre una mesa. Ascender los escalones de mármol como alma que escapa al diablo, se convirtió en algo más que una actitud. Una vez arriba, “ya fuera de peligro” se abría un pequeño distribuidor que albergaba dos o tres habitaciones, un leve giro en el sentido de las agujas de reloj y un rellano de suelo de pavés, conducía a un pequeño distribuidor, aquella superficie permitía pasar la luz de esta zona muy iluminada al hall y viceversa cuando las luces artificiales de la noche así lo disponían. Las tardes quedaban marcadas por la transferencia de luz, aquel espacio mantendría el ritmo de la meteorología dejando que estuviese bien iluminado cuándo el día era soleado, atenuado si había nubes, y sonoro si llovía. y a otra habitación, girando otra vez, un nuevo arco nazarí, algunas columnas ornamentales y dos puertas, que conducían a las habitaciones principales del hotel, aquellas dos con balcón, que daban a la fachada, en la primera planta, según se veían desde la calle y frente a ellos uno de aquellos fantásticos baños, de altas paredes, con un enorme ojo de pez en obra abierto, sin cierre, estratégicamente situado para dejar escapar los vapores de los baños que allí se tomaban, siendo endiabladamente amplios, sensuales, y privados a pesar del agujerito.


114 Aunque el desenfreno en la carrera hacía la meta, te hacía correr, girar, y subir escalones, finalmente llegabas a tu destino sosegando la galopada y haciendo más comedido el paso, ya estabas en las dependencias privadas del hotel, donde vivían sus amigos. Inusualmente el suelo del amplio hall era acristalado. Grandes losas de un verdoso vidrio de pavés traslucido de gran tamaño, te hacían por un instante andar por el aire, hasta que lograbas acostumbrarte, la sensación de pisar sobre un supuesto vacío, llevaba su tiempo y había que superarla. La disposición geométrica dibujaba dos salones privados, el del fondo, el familiar: grande, con contingencia para tres y cuatro acomodadas áreas, en las que los hermanos por edades disputaban sus rincones preferidos en función de la edad o veteranía, aunque allí mandaban las chicas, cualquiera de las tres, a cual más guapa de sus hermanas, que eran mayores y se disputaban el liderazgo entre ellas. A la derecha, varias habitaciones, no menos de cuatro, un esplendido cuarto de baño con su ojo de pez, por el que alguna vez aprovechando el convencional pintado de las paredes, y subidos en una de aquellas largas escaleras previa invitación de uno de los hermanos, contemplamos lo que bien pudiera parecer una sirena en pleno baño, una escena digna del mejor cine de Visconti, además de inolvidable. El salón-hall, estaba decorado con espejos dorados, una mesa buffet central de madera profusamente labrada tintada en negro, y dos mesillas accesorias al conjunto, un par de mesas en la zona central y sillones. La decoración se complementaba con grandes ampollas de cristal que contenían escenas silvestres, cuyos figurantes eran pájaros disecados encaramados en ramas, recreando dramas de caza o de observación, especies de colores y texturas que siempre llamaban su atención por su belleza. Aunque siempre mantuvimos la complicidad a un palmo de distancia, en la balanza quedan las sensaciones que la amistad y el escenario propusieron, siendo innegable que la cuenta dejó beneficios en todos los sentidos, a pesar de las diferencias inevitables y naturales. Aquellas paredes fueron contenedores de aspiraciones, aventuras, sensaciones, descubrimientos, juegos y roces, tantos como desencuentros, menoscabos y pelusas, cosas propias de la edad. Hace algún tiempo que este inmueble desapareció. Esta ciudad no pudo hacer nada por conservarlo, recuperarlo o mantenerlo. Una golpe más. El lugar y cuanto contenía merecía al menos haberlo intentado. Solo la memoria de cuantos allí estuvimos, los que la casualidad nos hizo coincidir, yoler en los días de lluvia, el serrín mojado esparcido en los salones como si de un Corpus Christi privado se tratase; los que fuimos testigos de aquellos viajeros, sus pertrechos y sus peculiares olvidos, de los juegos en los baños a la luz de “las tinieblas de la noche”, espectadores de la incipiente y deficiente investigación para científica, siendo aquellos pobres sapos los primeros conejillos de indias operados


115 a corazón abierto, de las mañanas de Reyes cargadas de regalos, siempre los más grandes, y que de algún modo eran casi comos si se lo hicieran a él. Imposible olvidar aquellos helados de chocolate y vainilla que competían con los mejores de La Ibense, o contemplar aquellos formidables libros de pequeño tamaño con excelentes ilustraciones, en los que un tal Julio Verne describía toda suerte de aventuras, o ser espectadores de excepción en el saloncito de la televisión, donde sigilosamente ocupábamos plaza junto a los huéspedes ocasionales, y en el que compartíamos las aventuras del mítico submarino “Sibiu” en aquella enigmática serie “Viaje al fondo del mar”, o la cita diaria antes de recogernos para la cena, con las Merry Melodies, esperando ver a aquel Conejo, o al pobre Coyote caer una y mil veces en sus propias trampas, hicieron memorables esos y tantos otros momentos. El Hotel Granada corrió con la misma suerte que la ciudad, solo los ahora fantasmas de aquellos pasillos, hará que este y otros espacios no terminen ahogados en el más absoluto de los olvidos. Daría para otro libro, contar cada una de las historias que tras aquellas habitaciones se suscitaron, los experimentos, el pequeño bar, las cabañas, el club, el liderazgo, las disputas, las ausencias y tantas y tantas cosas. Mientras el mundo giraba a su manera entre aquellas paredes, la infancia fue dando pasos, y la incipiente pubertad apuntaba maneras. La ciudad, sus calles, sus tontos, sus mareas, y sus tesoros ocultos, seguían de igual modo ajenos a Mayo del 68, a los Beatles o los mismos Rolling Stone, aquí por el contrario un sobreactuado y cansino hasta la extenuación Mike Kennedy de Los Bravos ocuparía las ondas de radio y los primeros programas dedicados a la música pop. Vietnam resultaría ser una guerra cruel que parecía no tener fin, que conduciría al final primero de Kennedy asesinado en Dallas en 1963 y más tarde la renuncia a la reelección de Johnson, aunque si logró antes aprobar las Leyes sobre Igualdad y Derechos Civiles, que no fueron capaces de evitar el asesinato de Malcom X en 1965 o de Martín Luther King en 1968. La China de Mao mientras tanto divulgaba en occidente, su difícil y confusa “Revolución Cultural”, las protestas estudiantiles se radicalizaron en todo el mundo enfrentándose pacifistas, anticomunistas y defensores de las libertades frente a los últimos dictadores, las universidades fueron protagonistas en todo el mundo, la guerra fría estaba en su punto más álgido, rusos y americanos mantenían su particular pulso, 1969 fue el año de la “Primavera de Praga”, aquel intento de instaurar una especie de comunismo nacional liberal. Las tropas soviéticas intervinieron fulminando el proyecto y las esperanzas de renovación no solo en Checoslovaquia, sino también en los simpatizantes de izquierdas de muchos países europeos. Nosotros mientras tanto, contábamos con nuestro rockero, Mike Ríos y un más joven Raphael, que evolucionarían con nosotros y con los retos que nos aguardaban, al mismo tiempo el contrapunto en el resto del mundo, pasaba por las melodías de Simon y Garfunkel, las propuestas Pop-Rock de Mama’s and the Papa’s, el eléctrico Jimi Hendrix, la tejana Janis Joplin, o “mano lenta”, el insuperable Eric Clapton, y comandando la voz de nuestras conciencias, un elocuente Bob Dylan.


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Hotel Granada, rinde reconocimiento y el honor que corresponde a los autores de los datos bibliográficos, históricos, de investigación y ensayo que esta narración refiere a lo largo de sus diferentes capítulos, y sin cuya aportación, esta historia no habría sido posible. Algunos de los personajes figurados, guardan para si la reserva del anonimato. Se terminó de revisar el 21 de Febrero de 2011.

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