Revista Orsai — Temporada 2, Episodio 1

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PALACIOS / MANDRAFINA

me presentaba como «amigo» de Lanatta, los guardias agudizaban su mirada. A los presos expertos en fuga se los controla más. El pasado que cargan es como la marca hecha con hierro caliente que llevan las vacas cuando van al matadero. —A los guardias tenés que matarlos con la mirada, o forrearlos. Se piensan que todos los que vienen a ver presos son negros brutos y sumisos. Deciles que sos periodista y se van a caer de culo —me aconseja Lanatta—. Otra cosa. Mi hermano Cristian no va hablar con vos. Todo lo que diga yo es como si lo dijera él. Schillaci quizá sí te da la nota. Después de eso me mira con detenimiento, sonríe y dice: —Sos raro vos. No sé si es un elogio o una crítica. O ninguna de las dos cosas. —¿Por qué? —No cualquiera entrevistó a tantos tipos salvajes. —¿Lo decís por vos? Lanatta sonríe: —Lo digo por la runfla que conociste en la cárcel y en la calle. Aunque no mataste a nadie, sos casi un criminal. Debés estar cargado de muerte. —No más que vos —le digo en tono de broma, aunque sea en serio. —¿Robledo Puch no es más tu amigo? —Nunca fue mi amigo. —Me contaron que te quiere voltear de tres cuetazos porque le fallaste con el libro. El viejo carcamán ese no puede matar ni una mosca. No creo que se haya cargado a once como dicen. —¿Lo conociste? —Claro. En Sierra Chica. Un día, mientras cocinaba unas empanadas en la cocina del penal, alguien me palmea la espalda y me dice: «Qué haces, triple». Por el triple crimen. Lo miré fijo, le sonreí y le dije: «Viejito, andá a dormir a tu cucha». Se fue con una sonrisita nerviosa y con la cola entre las patas. Es un cobarde el gato geronte. A Ricardo Barreda, el que mató a la esposa, las dos hi-

jas y la suegra, también lo conocí. Una vez vi cómo un pibe le preguntaba: «Don, ¿cómo anda su familia?». Mi charla con Lanatta no tiene testigos. Al menos presenciales. Estamos encerrados en un gimnasio despintado, con dos aros de básquetbol sin red. Detrás de uno de los aros descubro una cámara de seguridad. Lanatta le da la espalda. En la mesa de plástico despliega un mantel florido, un termo con café, otro con agua caliente para el mate y una torta de banana espolvoreada con chocolate. Aprendió la receta de su abuela italiana. Lanatta es hiperkinético. Gesticula, se levanta de la silla, me pide que coma torta o que me la lleve a mi casa. Se mueve como si en él quedaran fragmentos de la ferocidad de esos días en que estuvo dispuesto a matar o morir. Si se comparasen las fotos del Lanatta de hace dos años con las del Lanatta de ahora, cualquiera podría llegar a pensar que son dos hombres distintos. Su transformación física es notable. Es como si su aspecto hubiese sido transformado por el paisaje agreste que atravesó en esos días clandestinos. Como si sus rasgos tuvieran el mismo endurecimiento de la maleza de los campos por donde pasaron a toda velocidad. O como si su piel tuviera ahora las arrugas de la tierra agrietada. O el color viscoso del agua de las inundaciones. ¿Qué pasó entre ese hombre obeso y rozagante con mirada inofensiva y papada, y el fugitivo herido de ojos penetrantes que tiene los huesos de la cara pegados a la piel? Algo similar a la metamorfosis en la serie Breaking Bad, en la que Walter White pasa de hombre cobarde a criminal temido y despiadado. El delito es un tónico. Y cada crimen o robo se imprime como una máscara en la cara del que lo comete. Ese cambio físico pareciera ir de la mano con un cambio interior. He visto a ladrones que hasta cambiaron su forma de pensar y de caminar (erguidos, sacando pecho) después de dar un gran golpe. Y a un delincuente que le era fiel a su esposa y estaba asexuado, y que terminó con un harén al que arremetía con la

EL «NO» YA LO TENGO. AHORA ESTOY BUSCANDO EL «DEJAME EN PAZ O TE DENUNCIO». 7

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