me dijo sigue en mi memoria: «Te parecés cada vez más a Alfonsín». Y yo le respondí: «Te parecés cada vez más a Jaco Pastorius». No sé por qué nos dijimos eso. Luca murió el 22 de diciembre: el día de mi cumpleaños. Cada vez que cumplía uno de Los Redondos, o Richard Coleman, o quien fuere, se festejaba en el bar Caras Más Caras. Las noticias fatales se parecen a los balazos, dicen que no sentís nada hasta que pasa el tiempo. Eso ocurrió con Luca. Esa noche en Caras Más Caras mi cumpleaños se convirtió en un festín macabro. Recuerdo claramente que todos sabían que Luca había muerto de una sobredosis y no de catarro. De un pico y no de una indigestión de ñoquis. Era una burla del destino: un tano había venido a Buenos Aires a morir como Jim Morrison, como Jimi Hendrix. Un tano patasucia (literalmente, Willy Crook sostenía que sus pies olían a pedos de mamut) tuvo que atravesar la espesa pared moral de esta ciudad donde los viejos vinagres a veces tienen veinte años, con la energía descabellada de su música, con el desparpajo de un conquistador, con la certeza de quien porta una tormenta. Un tano que se disfrazaba
de bruto, un animal caliente que rápidamente percibió la reptil frialdad de los porteños, un compositor que en cuatro años escupió la música más enérgica, guerrera y original que habíamos escuchado hasta ese momento. Ante la displicencia y el rechazo de los talentos nacionales, Luca se robó el corazón de todos los jóvenes de corazón joven de cualquier edad y jamás lo devolvió hasta hoy. Luca ni siquiera necesitaba cantar: con caminar por Corrientes ya se bamboleaba la calle. Los popes y futuros popes no se lo bancaron: ni el Indio Solari ni Spinetta ni Charly. Ninguno de ellos comprendió que la magia es energía que despiden ciertas almas: no importa cómo toquen o destoquen esas estúpidas guitarras y esos cretinos pianos que nos torturan a cada rato por diestra y siniestra en este ruidoso show que es hoy el planeta. Ni yo me di cuenta, pegoteado como un ciego a Los Redondos. No quise ir a su velorio. Fue una tristeza terrible. De ahí fueron al cementerio, donde cantó Orge. Y ahí descansa todavía el cuerpo de Luca, que tuvo que ser tapado con una enorme piedra que trajeron en helicóptero porque se robaban sus huesos todos los días.
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