5 cuentos de los hermanos Grimm por Hanna Guerrero

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Cinco cuentos de los hermanos Grimm

Contenido Hansel y Gretel 9 Rapunzel 17 El hombre de la piel de oso 21 Los doce cazadores 27 Rumpelstiltskin 31

Hansel y Gretel

Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente dijo, suspirando, a su mujer:

—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?

—Se me ocurre una cosa —respondió ella—. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

—¡Por Dios, mujer! —replicó el hombre—. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

—¡No seas necio! —exclamó ella—. ¿Quieres que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! —y no cesó de importunarlo hasta que el hombre accedió—. Pero me dan mucha lástima —decía.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel:

—¡Ahora sí que estamos perdidos!

– No llores, Gretel —la consoló el niño—, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.

Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantose, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendorosa y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:

—Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará —y se acostó de nuevo.

A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:

—¡Vamos, holgazanes, levántense! Hemos de ir al bosque por leña —y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió—: Ahí tienen esto para mediodía, pero no se lo coman antes, pues no les daré más.

Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre:

—Hänsel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas vivas!

—Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós —respondió el niño.

Y replicó la mujer:

—Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana que se refleja en la chimenea.

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Pero lo que estaba haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas que sacaba del bolsillo a lo largo del camino.

Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:

—Ahora recojan leña, pequeños, les encenderé un fuego para que no tengan frío.

Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer:

—Pónganse ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansen mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogerlos.

Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo:

—¿Cómo saldremos del bosque?

Pero Hänsel la consoló:

—Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino.

Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que al verlos exclamó:

—¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no querían volver!

El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.

Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:

—Otra vez se ha terminado todo; solo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.

Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: “Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado.” Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y así el hombre no tuvo valor para negarse.

Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantose Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla:

—No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará.

A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan,

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más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.

—Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? —preguntole el padre—. ¡Vamos, no te entretengas!

—Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.

—¡Bobo! —intervino la mujer—, no es tu palomita sino el sol de la mañana que brilla en la chimenea.

Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino.

La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera y la mujer les dijo:

—Quédense aquí, pequeños, y si se cansan echen una siestecita. Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogerlos.

A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura.

Hänsel consoló a Gretel diciéndole:

—Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta.

Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel:

—Ya daremos con el camino —pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.

Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar.

—¡Mira qué bien! —exclamó Hänsel—, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es.

Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior:

¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?

Pero los niños respondieron:

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Es el viento, es el viento que sopla violento.

Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abriose entonces la puerta bruscamente y salió una mujer viejísima que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo:

—Hola, pequeñines, ¿quién los ha traído? Entren y quédense conmigo, no les haré ningún daño.

Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas creyéndose en el cielo.

La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero en realidad era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete.

Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: “¡Míos son; estos no se me escapan!.”

Levantose muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: “¡Serán un buen bocado!.” Y agarrando a Hänsel con su mano seca, llevolo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil.

Dirigiose entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole:

—Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien cebado, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja. Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:

—Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.

Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que realmente era el dedo del niño y se extrañaba de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo:

—Anda, Gretel —dijo a la niña—, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.

¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! “¡Dios mío, ayúdanos! —rogaba—. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!.”

—¡Basta de lloriqueos! —gritó la vieja—; de nada han de servirte.

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Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego.

—Primero coceremos pan —dijo la bruja—. Ya he calentado el horno y preparado la masa.

Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas.

—Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan —mandó la vieja.

Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo:

—No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo haré para entrar?

—¡Habráse visto criatura más tonta! —replicó la bruja—. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella —y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno.

Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Grandes chillidos daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr y la malvada hechicera murió quemada miserablemente.

Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta exclamando:

—¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja!

Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.

—¡Más valen estas que los guijarros! —exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos.

Y dijo Gretel:

—También yo quiero llevar algo a casa —y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería.

—Vámonos ahora —dijo el niño—; debemos salir de este bosque embrujado.

A unas dos horas de andar llegaron a un gran río.

—No podremos pasarlo —observó Hänsel—, no veo ni puente ni pasarela.

—Ni tampoco hay barquita alguna —añadió Gretel—; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Y gritó:

Patito, buen patito mío

Hänsel y Gretel han llegado al río. No hay ningún puente por donde pasar; ¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?.

Acercose el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo.

—No —replicó Gretel—, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro.

Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de

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su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello del padre.

El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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Había en una ocasión un matrimonio que deseaba hacía mucho tiempo tener un hijo, hasta que al fin dio la mujer esperanzas de que el Señor quería se cumpliesen sus deseos. En la alcoba de los esposos había una ventana pequeña, cuyas vistas daban a un hermoso huerto, en el cual se encontraban toda clase de flores y legumbres. Se hallaba empero rodeado de una alta pared, y nadie se atrevía a entrar dentro, porque pertenecía a una hechicera muy poderosa y temida de todos. Un día estaba la mujer a la ventana mirando al huerto en el cual vio un cuadro plantado de Rapunzels, y la parecieron tan verdes y tan frescos, que sintió antojo por comerlos. Creció su antojo de día en día y, como no ignoraba que no podía satisfacerle, comenzó a estar triste, pálida y enfermiza. Asustose el marido y la preguntó:

—¿Qué tienes, querida esposa?

—¡Oh! le contestó, si no puedo comer Rapunzels de los que hay detrás de nuestra casa, me moriré de seguro.

El marido que la quería mucho, pensó para sí.

—Antes de consentir en que muera mi mujer, la traeré el Rapunzel, y sea lo que Dios quiera.

Al anochecer saltó las paredes del huerto de la hechicera, cogió en un momento un puñado de Rapunzel, y se lo llevó a su mujer, que hizo enseguida una ensalada y se lo comió con el mayor apetito. Pero la supo tan bien, tan bien, que al día siguiente tenía mucha más gana todavía de volverlo a comer, no podía tener descanso si su marido no iba otra vez al huerto. Fue por lo tanto al anochecer, pero se asustó mucho, porque estaba en él la hechicera.

—¿Cómo te atreves, le dijo encolerizada, a venir a mi huerto y a robarme mi Rapunzel como un ladrón? ¿No sabes que puede venirte una desgracia?

—¡Ah! la contestó, perdonad mi atrevimiento, pues lo he hecho por necesidad. Mi mujer ha visto vuestro Rapunzel desde la ventana, y se le ha antojado de tal manera que moriría si no lo comiese.

La hechicera le dijo entonces deponiendo su enojo:

—Si es así como dices, coge cuanto Rapunzel quieras, pero con una condición: tienes que entregarme el hijo que dé a luz tu mujer. Nada le faltará, y le cuidaré como si fuera su madre.

El marido se comprometió con pena, y en cuanto vio la luz su hijo le presentó a la hechicera, que puso a la niña el nombre de Rapunzel (que significa Rapunzel) y se la llevó.

Rapunzel era la niña más hermosa que ha habido bajo el sol. Cuando cumplió doce años la encerró la hechicera en una torre que había en un bosque, la cual no tenía escalera ni puerta, sino únicamente una ventana muy pequeña y alta. Cuando la hechicera quería entrar se ponía debajo de ella y decía:

Rapunzel, Rapunzel, echa tus cabellos

subiré por ellos.

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Pues Rapunzel tenía unos cabellos muy largos y hermosos y tan finos como el oro hilado. Apenas oía la voz de la hechicera, desataba su trenza, la dejaba caer desde lo alto de su ventana, que se hallaba a más de veinte varas del suelo y la hechicera subía entonces por ellos.

Mas sucedió, trascurridos un par de años, que pasó por aquel bosque el hijo del rey y se acercó a la torre en la cual oyó una canción tan dulce y suave que se detuvo escuchándole. Era Rapunzel que pasaba el tiempo en su soledad entreteniéndose en repetir con su dulce voz las más agradables canciones. El hijo del rey hubiera querido entrar, y buscó la puerta de la torre, pero no pudo encontrarla. Marchose a su casa, pero el cántico había penetrado de tal manera en su corazón, que iba todos los días al bosque a escucharle. Estando uno de ellos bajo un árbol, vio que llegaba una hechicera, y la oyó decir:

Rapunzel, Rapunzel, echa tus cabellos subiré por ellos.

Rapunzel dejó entonces caer su cabellera y la hechicera subió por ella.

Si es esa la escalera por la que se sube, dijo el príncipe, quiero yo también probar fortuna.

Y al día siguiente, cuando empezaba a anochecer se acercó a la torre y dijo:

Rapunzel, Rapunzel, echa tus cabellos subiré por ellos.

Enseguida cayeron los cabellos y subió el hijo del rey. Al principio se asustó Rapunzel cuando vio entrar un hombre, pues sus ojos no habían visto todavía ninguno, pero el hijo del rey comenzó a hablarle amorosamente, y la refirió que su cántico había conmovido de tal manera su corazón, que desde entonces no había podido descansar un solo instante y se había propuesto verla y hablarle. Desapareció con esto el miedo de Rapunzel y cuando le preguntó si quería ser su esposa , vio que era joven y buen mozo, pensó entre sí:

—Estaré mejor que con la vieja hechicera .

Le dijo que sí, y estrechó su mano con la suya, añadiendo:

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—Muy feliz me marcharía contigo, pero ignoro cómo he de bajar; siempre que vengas tráeme hilos de seda con los cuales iré haciendo una escala, y cuando sea suficientemente larga, bajaré, y me llevarás en tu caballo.

Convinieron en que iría todas las noches, pues la hechicera iba por el día, la cual no notó nada hasta que la preguntó Rapunzel una vez:

—Dime, abuelita ¿ porque mis ropas ya no me quedan?, cada vez son más pequeñas

—¡Ah, maldita!, le contestó, la hechicera. ¡Qué es lo que oigo! ¡Yo que creía haberte ocultado a todo el mundo, y me has engañado!

Cogió encolerizada los hermosos cabellos de Rapunzel, los dio un par de vueltas a su mano izquierda, tomó unas tijeras con la derecha, y tris, tras, los cortó, cayendo al suelo las hermosas trenzas, y llegó a tal extremo su furor que llevó a la pobre Rapunzel a un desierto, donde la condenó a vivir entre lágrimas y dolores.

El mismo día en que descubrió la hechicera el secreto de Rapunzel, tomó por la noche los cabellos que la había cortado, los aseguró a la ventana, y cuando vino el príncipe dijo:

Rapunzel, Rapunzel, echa tus cabellos subiré por ellos, los encontró colgando. El hijo del rey subió entonces, pero no encontró a su querida Rapunzel, sino a la hechicera, que le recibió con la peor cara del mundo.

—¡Hola! le dijo burlándose, vienes a buscar a tu mujercita, pero la pajarita no está ya en su nido y no volverá a cantar; le han sacado de su jaula y tus ojos no le verán ya más. Rapunzel es cosa perdida para ti, no la encontrarás nunca.

El príncipe sintió el dolor más profundo y en su desesperación saltó de la torre; tuvo la fortuna de no perder la vida, pero las zarzas en que cayó le atravesaron los ojos. Comenzó a andar a ciegas por el bosque, no comía más que raíces y hierbas y sólo se ocupaba en lamentarse y llorar la pérdida de su querida esposa. Vagó así durante algunos años en la mayor miseria, hasta que llegó al final desierto donde vivía Rapunzel en continua angustia en compañía de su hijo al que había dado a luz. Oyó su voz y creyó conocerla; fue derecho hacia ella, la reconoció apenas la hubo encontrado, se arrojó a su cuello y lloró amargamente. Las lágrimas que batearon sus ojos, les devolvieron su antigua claridad y volvió a ver como antes. Los llevó a su reino donde fueron recibidos con gran alegría, y vivieron muchos años dichosos y contentos.

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el Hombre de la piel de oso

Un joven se alistó en el ejército y se portó con mucho valor, siendo siempre el primero en todas las batallas. Todo fue bien durante la guerra, pero en cuanto se hizo la paz, recibió la licencia y orden para marcharse donde le diera la gana. Habían muerto sus padres y no tenía casa, suplicó a sus hermanos que le admitiesen en la suya hasta que volviese a comenzar la guerra; pero tenían el corazón muy duro y le respondieron que no podían hacer nada por él, que no servía para nada y que debía salir adelante como mejor pudiese. El pobre diablo no poseía más que su fusil; se lo echó a la espalda y se marchó a la ventura.

Llegó a un desierto muy grande, en el que no se veía más que un círculo de árboles. Se sentó allí a la sombra, pensando con tristeza en su suerte.

—No tengo dinero, no he aprendido ningún oficio; mientras ha habido guerra he podido servir al rey, pero ahora que se ha hecho la paz no sirvo para nada; según voy viendo tengo que morirme de hambre.

Al mismo tiempo oyó ruido y levantando los ojos, distinguió delante de sí a un desconocido vestido de verde con un traje muy lujoso, pero con un horrible pie de caballo.

—Sé lo que necesitas —le dijo el extraño—, que es dinero; tendrás tanto como puedas desear, pero antes necesito saber si tienes miedo, pues no doy nada a los cobardes.

—Soldado y cobarde —respondió el joven— son dos palabras que no se han hermanado nunca. Puedes someterme a la prueba que quieras.

—Pues bien —repuso el forastero— mira detrás de ti.

El soldado se volvió y vio un enorme oso que iba a lanzarse sobre él dando horribles gruñidos.

—¡Ah! ¡ah! —exclamó— voy a romperte las narices y a quitarte las ganas de gruñir. —Y echándose el fusil a la cara, le dio un balazo en las narices y el oso cayó muerto en el acto.

—Veo —dijo el forastero— que no te falta valor, pero debes llenar además otras condiciones.

—Nada me detiene —replicó el soldado que veía bien con quién tenía que habérseles— siempre que no se comprometa mi salvación eterna.

—Tú juzgarás por ti mismo —le respondió el hombre—. Durante siete años no debes lavarte ni peinarte la barba ni el pelo, ni cortarte las uñas, ni rezar. Voy a darte un vestido y una capa que llevarás durante todo este tiempo. Si mueres en este intervalo me perteneces a mí, pero si vives más de los siete años, serás libre y rico para toda tu vida.

El soldado pensó en la gran miseria a que se veía reducido; él que había desafiado tantas veces la muerte, podía muy bien arriesgarse una vez más. Aceptó. El diablo se quitó su vestido verde y se le dio diciéndole:

—Mientras lleves puesto este vestido, siempre que metas la mano en el bolsillo sacarás un puñado de oro.

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Después quitó la piel al oso y añadió:

—Esta será tu capa y también tu cama, pues no debes tener ninguna otra, y a causa de este vestido te llamarán Piel de Oso.

El diablo desapareció enseguida.

El soldado se puso su vestido y metiendo la mano en el bolsillo, vio que el diablo no lo había engañado. Se endosó también la piel de oso y se puso a correr el mundo dándose buena vida y no careciendo de nada de lo que hace engordar a las gentes y enflaquecer al bolsillo. El primer año tenía una figura pasadera, pero al segundo tenía todo el aire de un monstruo. Los cabellos le cubrían la cara casi por completo, la barba se había mezclado con ellos, y se hallaba su rostro tan lleno de cieno, que si hubieran sembrado yerba en él hubiese nacido de seguro. Todo el mundo huía de él; sin embargo, como socorría a todos los pobres pidiéndoles rogasen a Dios porque no muriese en los siete años, y como hablaba como un hombre de bien, siempre hallaba buena acogida.

Al cuarto año entró en una posada, cuyo dueño no quería recibirle ni aun en la caballeriza, por temor de que no asustase a los caballos. Pero cuando Piel de Oso sacó un puñado de monedas de su bolsillo, se dejó ganar el patrón y le dio un cuarto en la parte trasera del patio a condición de que no se dejaría ver para que no perdiese su reputación el establecimiento.

Una noche estaba sentado Piel de Oso en su cuarto, deseando de todo corazón la conclusión de los siete años, cuando oyó llorar en el cuarto inmediato. Como tenía buen corazón, abrió la puerta y vio a un anciano que sollozaba con la cabeza entre las manos. Pero viendo entrar a Piel de Oso, el hombre asustado quiso huir. Mas se tranquilizó por último oyendo una voz humana que le hablaba, y Piel de Oso concluyó, a fuerza de palabras amistosas, por hacerle referir la causa de su disgusto. Había perdido todos sus bienes y estaba reducido con sus hijas a tal miseria que no podía pagar al huésped y lo iban a meter preso.

—Si no tienes otro problema —le dijo Piel de Oso— poseo bastante dinero para sacarte de tu apuro.

—Y mandando venir al posadero le pagó, y, dio además a aquel desgraciado una fuerte suma para sus necesidades.

El anciano, viéndose salvado, no sabía cómo manifestar su reconocimiento.

—Ven conmigo —le dijo— mis hijas son modelos de hermosura, elegirás una por mujer y no se negará en cuanto sepa lo que acabas de hacer por mí. Tu aire es en verdad un poco extraño, pero una mujer te reformará bien pronto.

Piel de Oso consintió en acompañar al anciano, mas cuando la hija mayor vio su horrible rostro, echó a correr asustada dando gritos de espanto. La segunda lo miró a pie firme y después de haberlo contemplado de arriba abajo, dijo:

—¿Cómo aceptar a un marido que no tiene figura humana? Preferiría el oso afeitado que vi un día en la feria, y que estaba vestido de hombre con una pelliza de húsar y sus guantes blancos. Al menos no era más que feo y podía acostumbrarse a él.

Pero la menor dijo:

—Querido padre, debe ser un hombre muy honrado, puesto que nos ha socorrido; le has prometido una mujer y es preciso hacer honor a tu palabra.

—Por desgracia el rostro de Piel de Oso estaba cubierto de pelo y de barro, pues si no se hubiera po-

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dido ver brillar la alegría que rebosó en su corazón al oír estas palabras. Quitó un anillo de su dedo, lo partió en dos, dio la mitad a su prometida, recomendándole que lo guardase mientras él conservaba la otra. En la mitad que le dio inscribió su propio nombre, y el de la joven en la que guardó para sí. Después se despidió de ella, diciendo:

—Te dejo hasta dentro de tres años. Si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces serás libre.Pide a Dios que me conserve la vida.

La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se le saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.

—Ten cuidado —decía la mayor— cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.

—Desconfía de él —le decía la segunda— los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.

—Tendrás que hacer siempre su voluntad —añadía la mayor— pues de otro modo no te faltarán gruñidos.

—Pero —añadía la segunda— el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.

La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.

Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.

—Espera —dijo Piel de Oso— es preciso que me limpies antes.

El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarle las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.

Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos blancos se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie lo conoció; el padre lo tomó por un oficial superior y lo condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores lo hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declararon que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.

El padre le preguntó, por último, si quería casarse con alguna de sus hijas, y las dos mayores corrieron a su cuarto para vestirse, pensando cada una de ellas que sería la preferida.

El forastero se quedó solo con su prometida, sacó la mitad del anillo que llevaba en el bolsillo y lo echó en un vaso de vino que le ofreció.

Cuando se puso a beber y distinguió aquel fragmento en el fondo del vaso; se estremeció su corazón de alegría.

Cogió la otra mitad que llevaba colgada al cuello y la acercó a la primera, uniéndose ambas exactamente. Entonces él le dijo:

—Soy tu prometido, el que has visto bajo una piel de oso; ahora, por la gracia de Dios, he recobrado

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la figura humana y estoy purificado de mis pecados.

Y tomándola en sus brazos, la estrechaba en ellos cariñosamente en el momento mismo en que entraban sus dos hermanas con sus magníficos trajes; pero cuando vieron que aquel joven tan buen mozo era para su hermana y que era el hombre de la piel de oso, se marcharon llenas de disgusto y cólera. La primera se tiró a un pozo y la segunda se colgó de un árbol.

Por la noche llamaron a la puerta, y yendo a abrir el marido, vio al diablo con su vestido verde que le dijo:

—No he salido mal; he perdido un alma pero he ganado dos.

24

Había una vez un príncipe que tenía una novia, a la cual quería mucho; se hallaba siempre a su lado y estaba muy contento, pero tuvo noticia de que su padre, quien vivía en otro reino, se hallaba mortalmente enfermo, y quería verlo antes de morir. Por eso le dijo a su amada:

—Tengo que marcharme y abandonarte, pero aquí tienes esta sortija en memoria de nuestro amor, y cuando sea rey volveré y te llevaré a mi palacio.

Se puso en camino. Cuando llegó al lado de su padre, éste se hallaba moribundo y le dirigió estas palabras:

—Querido hijo mío, he querido verte por última vez antes de morir; prométeme casarte con la mujer que te designe.

Y le nombró una princesa que debía ser su esposa.

El joven estaba tan afligido, que le contestó sin reflexionar:

—Sí, querido padre, cumpliré tu voluntad.

El rey cerró los ojos y murió.

Comenzó entonces a reinar el hijo, y trascurrido el tiempo del luto debía cumplir su promesa, por lo que envió a buscar a la hija del rey con la cual había dado palabra de casarse. Lo supo primera novia y sintió mucho su infidelidad, llegando casi a perder la salud. Entonces le preguntó su padre:

—Dime, querida hija, ¿qué te falta?, ¿qué tienes?

Reflexionó ella un momento y después contestó:

—Querido padre, quisiera encontrar once jóvenes iguales a mi rostro y estatura.

El rey le respondió:

—Se cumplirá tu deseo si es posible.

Y mandó buscar por todo su reino once doncellas que fueran iguales a su hija en rostro y estatura.

Cuando las hubo encontrado, se vistieron todas de cazadores con trajes enteramente iguales; la princesa se despidió después de su padre y se marchó con sus compañeras a la corte de su antiguo novio. Allí preguntó si necesitaba cazadores y si podían entrar todos en su servicio. El rey la miró y no la reconoció; pero como todos eran tan buenos mozos, dijo que sí, que los recibiría con gusto. Y quedaron los doce cazadores al servicio del rey.

Pero el rey tenía un león, que era un animal mágico, pues sabía todo lo oculto y secreto, y una noche le dijo:

—¿Crees que tienes doce cazadores?

—Sí —contestó el rey— los cazadores son doce.

Pero el león añadió:

27 los doCe Cazadores

—Te engañas, son doce doncellas.

El rey replicó:

—No puede ser verdad; ¿cómo me lo probarás?

—Manda echar guisantes en tu cuarto —replicó el león— y lo verás con facilidad. Los hombres tienen el paso firme; cuando andan sobre guisantes, ninguno se mueve; pero las mujeres caminan con inseguridad y vacilan y los guisantes ruedan.

El rey siguió su consejo y mandó extender los guisantes. Mas un criado del rey, que quería mucho a los cazadores, cuando supo que debían ser sometidos a una prueba, se lo contó diciéndoles:

—El león quiere probar al rey que ustedes son mujeres.

Se lo agradeció la princesa y dijo a sus doncellas:

—Vayan con cuidado y anden con paso fuerte por los guisantes.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los cazadores y fue a su cuarto, donde estaban los guisantes, comenzaron a andar con fuerza y con un paso tan firme y seguro, que ni uno solo rodó ni se movió. Cuando se marcharon, dijo el rey al león:

—Me has engañado, andan como hombres.

El león le contestó:

—Lo han sabido, y han procurado salir bien de la prueba, haciendo un esfuerzo. Pero manda traer doce husos a tu cuarto, y cuando entren verás cómo se sonríen, lo cual no hacen los hombres.

Agradó al rey el consejo y mandó llevar las ruecas a su cuarto.

Pero el criado, que tenía cada vez más afición a los cazadores, fue a verlos y les descubrió el secreto. Entonces dijo la princesa a sus once doncellas, así que estuvieron solas:

—Estén con cuidado y no miren las ruecas.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los doce cazadores, entraron en su cuarto sin mirar a las ruecas. El rey dijo entonces al león:

—Me has engañado, son hombres, pues no han mirado las ruecas.

El león le contestó:

—Han sabido que debían ser sometidos a esta prueba y han procurado vencerse.

Pero el rey no quiso creer ya al león.

Los doce cazadores seguían al rey constantemente a la caza, el cual había llegado a tenerles verdadero cariño; pero un día, mientras cazaba, llegó la noticia de que había llegado la esposa del rey; su antigua novia, al oírlo, lo sintió tanto, que la faltaron las fuerzas y cayó desmayada en el suelo. El rey creyó que le había dado mal de corazón a su querido cazador, se acercó a él para auxiliarle, le quitó el guante, y vio en su mano la sortija que había regalado a su primera novia; la miró entonces a la cara y la reconoció, conmoviéndose de tal modo su alma, que le dio un beso, y cuando volvió en sí le dijo:

—Tú eres mía y yo soy tuyo, y ningún hombre del mundo puede separarnos.

28

Envió a su otra novia un caballero diciéndole que regresase a su reino, pues estaba ya casado, y no tardaron en celebrar su boda, perdonando al león, porque había dicho la verdad.

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Había una vez un molinero muy pobre que tenía una hija muy hermosa. Dio la casualidad de que un día el molinero acudió a una audiencia ante el rey y queriendo darse importancia le dijo que su hija era capaz de, con ayuda de una rueca, convertir la paja en oro.

—Esa sí es una valiosa habilidad— le dijo el rey. Si tu hija es tan lista como dices, tráela a palacio mañana mismo. Quiero comprobar si lo que dices es cierto.

La muchacha, en efecto, fue llevada ante el rey y éste la metió en una habitación llena de paja y con una rueca.

—Trabaja durante toda la noche. Si a primera hora de la mañana no has convertido en oro esa paja, morirás— dijo su majestad, encerrando a la muchacha.

La pobre hija del molinero se sentó sin saber qué hacer. No tenía la menor idea de cómo transformar en oro aquella paja y se sintió tan desgraciada que comenzó a llorar. De repente, se abrió la puerta y apareció por ella un hombrecillo.

—Buenas noches, molinera, ¿por qué lloras?

—¡Oh! exclamó la muchacha, sobresaltándose. Tengo que convertir en oro esta paja y no sé cómo hacerlo.

—Si yo lo hago por ti, ¿qué me darías? — preguntó el duende.

—Mi collar— replicó la chica.

El hombrecillo aceptó el collar y se sentó junto a la rueca. La hizo girar tres veces y a la tercera vuelta sacó un ovillo de oro. Repitió la misma operación una y otra vez hasta que, cerca ya del alba, no quedaba ni una sola brizna de paja y la habitación estaba llena de ovillos de oro. En cuanto salió el sol, el rey apareció por la puerta. Al ver tanto oro se quedó asombrado y muy complacido, aunque aquello sólo sirviera para que anhelase más que nunca aquel preciado metal.

Llevó a la hija del molinero a otra estancia llena de paja, a una sala mucho más grande que la primera y le dijo que, si en algo apreciaba su vida, estuviera tejiendo hasta la mañana siguiente para convertir en oro toda aquella paja. La muchacha desesperada, se echó a llorar. Pero volvió a abrirse la puerta, como el día anterior, y por ella apareció de nuevo el mismo hombrecillo.

—¿Qué me darás si convierto en oro esta paja?

—El anillo que llevo en el dedo— respondió la muchacha.

El duendecillo cogió el anillo y se puso a tejer. Al romper el día, había transformado en relumbrante oro toda aquella paja. Al verla, el rey sintió un regocijo más allá de toda mesura y contención, mas su avaricia seguía sin verse satisfecha, de modo que llevó a la hija del molinero a una habitación más grande aún que las dos anteriores y le dijo:

—Teje durante toda la noche y convierte esta paja en oro. Si en esta ocasión también lo logras, te

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rumpelstiltskin

convertiré en mi esposa.

“No es más que la hija de un molinero, es cierto”, se decía el rey, “pero no encontraría una esposa más rica aunque buscase por todo el mundo”.

Al quedarse a solas la muchacha, el hombrecillo apareció por tercera vez.

—¿Qué me darás si vuelvo a convertir esta paja en oro?

—No me queda nada que darte— respondió la muchacha.

—Entonces, prométeme que cuando seas reina me entregarás a tu primer hijo.

“Quién sabe lo que puede ocurrir antes de que eso suceda”, pensó la hija del molinero, que por otra parte no veía otra salida. Así pues, le prometió al duende darle lo que le pedía y éste se puso a hilar una vez más, convirtiendo en oro toda la paja de aquella habitación.

A la mañana siguiente, el rey, al encontrarlo todo tal como deseaba, se desposó con la hija del molinero. Al cabo de un año, la reina dio a luz un precioso hijo, sin acordarse siquiera del hombrecillo que había salvado su vida. Sin embargo, un día, el duende se presentó ante ella.

—Has de darme lo que me prometiste.

La reina ofreció, a cambio de la vida de su hijo, todas las riquezas de su reino, pero el duende no aceptaba el trato.

—No, cualquier ser vivo es para mí más valioso que todas las riquezas de este mundo— dijo.

La reina comenzó a llorar tan amargamente que el hombrecillo se apiadó de ella.

—De acuerdo —dijo—, te doy tres días para averiguar mi nombre. Si antes de cumplido el plazo, lo averiguas, puedes quedarte con tu hijo.

La reina recopiló cuantos nombres pudo recordar y envió mensajeros a todos los rincones en busca de cualquier nombre que pudieran oír. Cuando, al siguiente día, apareció el hombrecillo, le recitó toda una retahíla de nombres, comenzando por los de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero a cada nombre que pronunciaba, el hombrecillo replicaba:

—No, no es ése mi nombre.

Al día siguiente, la reina mandó preguntar por todos los nombres de la comarca y obtuvo una lista de los más extraordinarios y desconocidos, una lista que recitó al hombrecillo cuando éste apareció al día siguiente.

—¿Es quizás tu nombre Paticorto? ¿Y Paticojo? ¿No será Patizambo?

Pero el duende siempre replicaba lo mismo.

—No, no es ése mi nombre.

Al tercer día, un mensajero volvió anunciando:

—No he podido encontrar más nombres, pero al llegar a una colina que se encuentra a la entrada del bosque, allí donde los zorros y las liebres se dan las buenas noches, vi una casita muy pequeña. Enfrente de la casa ardía una hoguera y alrededor de ella se encontraba el más grotesco hombrecillo que jamás he visto. Saltaba sobre una pierna y cantaba lo siguiente:

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Si hoy salto, mañana danzaré, pues de palacio al niño me traeré. Acudo ante la reina y lo reclamo, ignora que Rumpelstiltskin me llamo.

Podéis imaginar la alegría de su majestad al oír el nombre del hombrecillo y cuando éste se presentó, cumplido ya el plazo, ante ella y le preguntó:

—Muy bien, majestad, ¿cómo me llamo?

—¿Os llamáis Conrado? —dijo la reina.

—No —respondió ufano el duende.

—¿Y Enrique? —le chanceó su majestad.

—No.

—¿No será vuestro nombre Rumpelstiltskin?

—El duende gritó de rabia.

—Algún demonio os lo ha dicho —exclamó, y en su furia dio una patada tan fuerte en el suelo que hundió la pierna derecha hasta la cintura. Trató de salir tirando de la pierna izquierda, pero lo hizo con tanta fuerza que se partió en dos.

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