Hood 02

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Angus Donald

El cruzado

pecho judíos? Por ahí no había escape para nosotros. Al este, corría el río Foss, también imposible de cruzar salvo por un pequeño puente. Hacia el norte, una línea de fuegos de campamento iluminaba la oscuridad de la noche, y en torno a ellos grupos nutridos de soldados y gentes del pueblo empezaban a preparar su cena. Al sur, estaban las lizas del castillo, ahora repletas de aquellos enloquecidos antisemitas de los que habíamos tenido que escapar en la calle. Ya era noche oscura, pero las lizas estaban tan bien iluminadas con antorchas y hogueras que era fácil apreciar la escena en todos sus detalles. Cientos de personas ocupaban en un desorden total el espacio abierto entre las murallas, pero un grupo más compacto se había reunido en torno a un orador de corta estatura y hábito de color claro, junto a la capilla del costado occidental; el hombre enarbolaba un largo cayado de madera con una pieza sujeta en sentido transversal para formar el símbolo sagrado de la cruz. Estaba arengando a la multitud, y golpeaba el suelo con la contera de su cruz para dar más fuerza a sus palabras. Reconocí en él al fraile al que habíamos oído hablar en la plaza por la tarde. Su mensaje parecía ser la misma especie de acusación venenosa de entonces, porque de vez en cuando extendía el brazo y señalaba la Torre. A su lado se había colocado un caballero enfundado en cota de malla y con una espada larga a la cintura, que llevaba un escudo con el blasón de un puño rojo apretado sobre un campo azur pálido. Me pareció conocido, pero sólo pude verle la cara en el momento en que dos hombres de armas se acercaron con antorchas encendidas y se colocaron a su lado. Tenía un mechón de pelo blanco en el centro de la frente, que destacaba en la masa rojiza del resto de su cabellera, y reconocí en él al caballero analfabeto de ojos de zorro, cuando fui recibido por el príncipe Juan. En ese momento, Josce de York apareció a nuestro lado, temblorosa su barba gris y sin resuello por haber subido las escaleras demasiado deprisa, y los tres, desde el amparo de las almenas, examinamos las lizas. Yo estaba tratando de aguzar los oídos para poder oír las palabras cargadas de odio del fraile, cuando Robin habló: —¿Quién es ese caballero de tan mal aspecto? —preguntó a Josce. —Es sir Richard Malvête, y suelen llamarle Mala Bestia —contestó el judío—. Algunos dicen que es medio demonio, porque se rumorea que siente más placer viendo el dolor de otros hombres que comiendo y bebiendo. Mi amigo Josef de Lincoln tiene un recibo suyo por veinte mil marcos. Malvête es un hombre feroz que odia a toda la humanidad, pero sobre todo odia a los judíos. Y no sólo por las grandes deudas que tiene contraídas con nosotros, creedme; nos odia con una pasión que excede la razón humana. Puede que sea cierto que es un demonio. —Es partidario y amigo íntimo del príncipe Juan —añadí yo, y tanto Josce como Robin me miraron sorprendidos—. Estaba en Nottingham hace dos semanas. Robin asintió, y luego preguntó a Josce: —Y el otro hombre, el monje del hábito blanco. ¿Quién es?

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