Hood 02

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Angus Donald

El cruzado

Y me empujó a toda prisa fuera de la alcoba como lo haría un ama de casa de edad mediana con un escolar travieso.

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Viajar formando parte de un ejército es, desde luego, algo muy distinto a viajar en solitario o en compañía de un grupo pequeño de personas, como solía hacerlo yo. Nos acompañaba una sensación difusa de amenaza que nada podía disipar, ni siquiera en nuestra propia tierra. Los pastores huían a nuestro paso en los plácidos prados, y los aldeanos atrancaban sus puertas y ventanas cuando nos acercábamos, incluso en los pacíficos condados del sur de Inglaterra. No hacía tanto tiempo —los abuelos podían recordarlo perfectamente— que, durante la Anarquía de Stephen y Maud, bandas de hombres armados merodeaban por el país dedicadas al saqueo. Y la gente de los pueblos tiene buena memoria. Pero nosotros no robamos a nuestra propia gente; teníamos gran cantidad de víveres, gracias al préstamo de la plata de los amigos de Reuben, y cada noche, cuando acampábamos en un campo en barbecho o en un bosque comunal, matábamos uno o dos corderos y nos divertíamos. Mi música era muy solicitada. Casi cada noche me llamaban para cantar y tocar durante la cena, y a mí me encantaba hacerlo. Casi siempre cantaba viejas baladas del país. Chanzas rurales jocosas sobre maridos infieles y esposas furiosas, canciones sobre el granjero y sus animales, o relatos de las grandes batallas libradas siglos atrás por el rey Arturo y sus caballeros. Las cansós y los sirventés, es decir las canciones sobre el amor cortés y los poemas satíricos que acostumbraba cantar en los salones de la nobleza, eran mucho menos populares entre la soldadesca. De vez en cuando, Robin reunía a sus oficiales, y mientras cenábamos hacíamos planes para los días o las semanas siguientes. Al final de esas asambleas, yo desgranaba ante mi auditorio una oferta musical más sofisticada. De una canción que compuse por entonces me siento especialmente orgulloso: trata de un hermoso broche de oro, con una aguja en forma de espada, que lleva una noble dama. El broche está enamorado de la domina cuyo pecho adorna —y defiende del tacto de otros amantes—, pero por supuesto no puede existir un gran amor entre una joya, por hermosa que sea, y una gran dama, de modo que el broche únicamente podía servir a su señora, no poseerla, y aun así está contento con su papel. El final de la cansó es trágico: la dama, tal vez cansada del broche, se deshace de él y lo tira desde las almenas, y la hermosa joya queda enterrada en una zanja profunda y embarrada, recordando su amor hasta el día del Juicio, a los pies del castillo de su señora. Tal vez pensaréis que, cuando compuse aquella canción de joyas parlantes y amores trágicos, me sentía especialmente abatido y de un humor negro, pero la

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