Caballeros 01

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AMOR EN EL CASTILLO CHRISTINA DODD


1 Inglaterra medieval Northumbria, 1252 Yo lo presencié todo, del principio al fin, y os ruego que observéis que hoy en día no quedan muchos hombres que puedan decirlo. Casi todos, cuando oyen hablar de eso, dicen que es una leyenda, un romance, una de esas historias tontas que inventan las mujeres para entretenerse. Yo os juro que lo vi todo y, sea lo que fuere lo que hayáis oído, es verdad. Más que eso, lo que hayáis oído no es más que la mitad de la verdad. Lo primero que recuerdo es el almuerzo campestre. Oh, claro que hubo otros incidentes, pero yo era sólo un niño, un paje de la casa de lady Alisoun. Dormía con los otros pajes, me entrenaba con ellos, oraba con los otros pajes y, con gran esfuerzo, escribía una carta a mis abuelos una vez cada luna, y lady Alisoun la leía. Me decía que la leía para comprobar si yo había mejorado gracias a mis lecciones con el sacerdote. En aquel entonces le creí, aunque ahora sospecho que la verdad era otra: que las leía para saber si yo era feliz a su cuidado. Lo era, aunque mi contacto con ella se limitaba a esa conversación mensual con respecto a mis progresos en mi aprendizaje para ser escudero. Yo sabía que podía convertirme en escudero, pero aspiraba a cosas mayores. Aspiraba a la sagrada caballería. Era el honor más grande al que podría acceder. Era mi sueño más caro, mi mayor desafío, y me hacía concentrar toda mi atención en los estudios, porque estaba decidido a ser caballero algún día. Por eso necesité de ese fatal almuerzo campestre para percatarme de los problemas que bullían en la casa de lady Alisoun. El primer grito se oyó después del almuerzo, cuando los jóvenes de la aldea y del castillo se dispersaron por el bosque que rodeaba el prado abierto. Yo tendría que haber ido con ellos, pero los pajes estábamos subordinados a todos los demás, y a mí me habían ordenado que ayudase a las criadas a llenar las cestas, mientras los hombres holgazaneaban, como suele hacerse después de una gran comilona. Como sea, alguien, no sé quién, gritó: —¡Se han llevado a lady Edlyn! Eso atrapó de inmediato mi atención pues, a los quince años (cuatro más que yo), lady Edlyn era bondadosa, bella... y no tenía noción de mi existencia. Yo la adoraba. El grito también atrajo la atención de lady Alisoun, que se levantó rápido. ¡Muy rápido! Nadie que viviese fuera de George 's Cross podría captar el significado de esa actitud, pero en el prado se hizo silencio. Todas las miradas se clavaron en la alta silueta de lady Alisoun, alarmadas por su precipitación. Lady Alisoun nunca hacía nada de prisa. Todo lo hacía con calma y pausadamente. Todos los días se levantaba al alba, asistía a misa, desayunaba, y se ocupaba de las tareas del día. Todos los años, celebraba la Epifanía, ayunaba en Pascuas, controlaba la parición de las ovejas, e iba a Lancaster en otoño. Era la señora, nuestra lady, la que fijaba el ritmo de nuestras vidas. Estoy describiéndola como si fuese vieja —para mí lo era—, aunque, al mirar atrás, sé que no debía de tener más de veinticuatro o veinticinco. Sin embargo, no parecía vieja. Parecía perfecta, y por eso ese movimiento de lady Alisoun tan apresurado, tan inesperado, nos dijo muchas cosas. Tres muchachas de la servidumbre irrumpieron desde el bosque y corrieron hacia lady Alisoun como atraídas por un imán. —¡Un hombre... un hombre! ¡Él la atrapó! Una tonta aldeana gritó, y lady Alisoun giró y le clavó la vista: de inmediato se hizo silencio. La señora esperaba un comportamiento apropiado por parte de todos los habitantes de su propiedad y, en general, lo lograba. A continuación, les preguntó a las muchachas: —¿Quién la atrapó? —Un hombre... un hombre —jadeó una de ellas. Pero Heath, la doncella principal, se adelantó y pellizcó el brazo de la muchacha.


—Habla. ¿ Qué hombre ? —Un desconocido. Oí que la doncella personal de lady Alisoun musitaba una plegaria. Sir Walter exclamó en voz alta: —¿ Un desconocido se ha llevado a lady Edlyn? No se levantó para formular la pregunta, ni dio ninguna otra muestra de inquietud, y yo confirmé lo mucho que me desagradaba. Se daba muchos aires de superioridad, pero no era más que un caballero, al que lady Alisoun había elevado a la categoría de mayordomo. Aunque se suponía que era el responsable de mantener la seguridad en las propiedades de la señora, casi no podía soltarse de la mujer el tiempo necesario para demostrar respeto. Al mirar en torno, vi la misma expresión de desagrado reflejada en todos los semblantes. Contuvimos el aliento esperando la reprimenda de lady Alisoun. Por más que fuese el paradigma de las damas, era capaz de reducir a un hombre adulto a las lágrimas con unas pocas palabras bien escogidas. Pero, en esta ocasión, no lo hizo. Se limitó a mirar a sir Walter con esos ojos de extraño color, juzgándolo para sí. Tal vez os preguntéis cómo lo sabía yo, pero lo sabía, y también sir Walter, porque ese robusto pillo de las tierras bajas se puso de pie a tal velocidad que su mujer se cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra una roca. Bien merecido lo tenía, la ramera. Cuando sir Walter estuvo de pie, se desató una actividad enloquecida. Organizó partidas de búsqueda, mandando a los aldeanos a diversas partes del bosque, a buscar a lady Edlyn. Yo también quería ir. Saltaba en un pie, agitaba la mano y, finalmente, lo dije, pero él me negó el honor de unirme a la búsqueda. Con ese resoplido desdeñoso tan ofensivo, dijo que debía quedarme con las mujeres. Yo no le agradaba porque creía que yo no sabía cuál era mi lugar. En realidad, sí lo sabía. No lo ocupaba, pero lo conocía. Sir Walter se empeñó en ir personalmente con los rastreadores al punto donde habían raptado a lady Edlyn. Ellos la buscarían y tendrían más oportunidad de encontrarla, y sir Walter quería participar para impresionar a lady Alisoun. La señora estaba sentada sola, sobre una manta, en medio del prado. Llevaba una túnica blanca bordeada de azul. No era práctica, pero ese día constituía un símbolo para su pueblo. Era como una antigua diosa de la tierra y la Virgen María al mismo tiempo, convocando esperanzas de un verano próspero, tras dos largos años de sequía. Su toca blanca se plegaba hacia atrás, dejando ver debajo una gorra azul. A través de los lazos de la túnica blanca se entreveía una larga camisa azul. Cuando ella alzaba sus largas mangas blancas, se caían hacia atrás dejando ver el forro azul. A nadie se le ocurría pensar si era bonita o no. Sencillamente, era. Era la señora. Estaba sentada con la espalda recta, la expresión serena, las manos relajadas sobre el regazo. No dije nada, y ella tampoco, así que reanudé la tarea de limpiar la mugre que habían dejado doscientas personas celebrando el regreso de la primavera. Alrededor, montículos de hierba pisoteada emitían una fresca fragancia. Cestas volcadas se derramaban sobre la tierra, y las hormigas se apresuraban a saquear su contenido. Lady Alisoun me ignoró por un rato, y yo casi me olvidé de su presencia. A fin de cuentas, yo tenía once años, y me habían dejado con un exceso de sobras de comida que, además, tampoco era la de todos los días. Todas las mujeres habían usado hasta lo último de sus provisiones especiales para esta comida en especial, y habían preparado panes de miel, frutas confitadas y aguamiel. Al principio, comí con cautela, volviendo a guardar la comida en las cestas después de algún que otro bocado. Pero luego, cuando los pájaros y otros animalejos del bosque comenzaron a acercarse atraídos por los olores y la ausencia de personas, supe que si yo no comía lo harían ellos. Era un razonamiento engañoso pero había que considerar que yo tenía once años. De repente, lady Alisoun preguntó: —¿Recuerdas a mi gata? Yo había metido los dedos en un pote de miel abandonado y me los llevaba a la boca, de manera, que su pregunta me tomó de sorpresa. Mi sobresalto culpable debió de ser evidente, pero ella no me regañó. Esperó a que me lamiese los dedos, tragué, y le contesté: —Sí, la recuerdo. —Como no dijo nada más, tapé el frasco con el corcho, y comenté—: Era una gata muy bonita.


—¿Recuerdas que siempre traía ratones y los depositaba a mis pies ? —Lady Alisoun se estremeció— . Y yo tenía que demostrarle mi gratitud levantándolos con mis propias manos y llevándolos a la despensa. El recuerdo me hizo sonreír, sin poder evitarlo. —La echo de menos —dijo la señora. Tapestry había muerto hacía unas semanas, pero yo no le había prestado mucha atención. Después de todo, el castillo estaba lleno de gatos y perros, y si yo quería acariciar a algún animalejo, en cualquier momento lo encontraría estorbando el paso. Pero lady Alisoun había sido especial para Tapestry y ahora comprendía que la gata debía de haber sido especial para ella. Mientras metía el frasco de miel en el cesto y me limpiaba los dedos pegajosos en la túnica, trataba de pensar qué podría decir. Lady Alisoun no me esperó. —¿Supiste cómo murió? Lo supe. Me disgustaba pensar que alguien pudiera ser tan cruel, y en ese momento me asaltó la furia porque, al hacerlo, esa persona había herido a lady Alisoun. Esa vez, ella me clavó la vista y repitió: —¿Supiste lo que le sucedió a Tapestry? —Sí, mi señora. —Me limpié la nariz en la manga y reanudé la tarea de llenar las cestas. Farfullé—: Alguien la desolló viva, y la clavó a la puerta del castillo. —Sir Walter creyó que fue casualidad que se tratara de mi gato preferido. Me interrumpí y la miré fijo: —¿No lo era? Porque si alguien sabía que era vuestra gata, significa que ese alguien debía de ser uno de nosotros, de los que vivimos con vos, y ninguno de nosotros haría semejante cosa, mi señora. La señora aceptó mi argumento con un cortés asentimiento. —No, no es alguien que vive conmigo pero sí que me conoce. Me pregunto... —Paseó la mirada por el bosque que nos rodeaba—. Porque Edlyn llevaba puesta mi capa cuando se internó en el bosque. No se me ocurrió ninguna réplica. Lo único que supe fue que lady Alisoun y yo estábamos solos allí fuera. El castillo de George 's Cross quedaba a unas buenas tres leguas hacia el sur y al este. Mi señora estaba en peligro. Peor aún, estaba en la cima de la colina, expuesta al peligro, como una tentación para cualquier villano al acecho, y yo era su único protector. Y si bien yo había soñado con el día en que me tocara defender a una dama en peligro, hubiese preferido tener otra arma, además de un frasco de miel. Los pájaros cesaron de cantar. Los arbustos crujieron. Me levanté de un salto, aferrando un grueso garrote. Un hombre salió corriendo del bosque en dirección a lady Alisoun. Yo me precipité a interponerme entre ellos, dispuesto a defenderla... y sir Walter me lanzó a un costado con un golpe en la cabeza. A través del zumbido en los oídos oí: —Apártate de mi camino, pequeño bastardo. Me incorporé con dificultad, listo para arañar y morder como hacía cada vez que alguien se refería a mi nacimiento, pero el tono frío de lady Alisoun me detuvo. —Sir Walter, no volveréis a llamarlo así nunca más. Me balanceé y esperé, deseando que la desafiara. Pero no lo hizo. En cambio, contestó al instante: —Claro que no, mi señora, si eso os desagrada. ¡Traigo novedades importantes! La hemos encontrado. Lo dijo como si hubiese hecho algo grandioso, cuando en realidad, si hubiese empezado por cumplir con su deber, nadie habría raptado a lady Edlyn. Lady Alisoun lo sabía y él también, pues cuando ella le clavó la vista, él se sonrojó. —Ato está muerta —agregó sir Walter, ya sin tanta euforia. —Eso espero. —Sin hacer caso de la mano que le tendía para ayudarla, se puso de pie—. Por vuestro bien. —Los gritos llegaban desde un punto del bosque, y hacia él se dirigió—. ¿Está muy malherida? —No... —se aclaró la voz—... no mucho. Se quedó mirándola, como si estuviese indeciso con respecto al siguiente movimiento estratégico. Yo, en cambio, salté sobre los restos del picnic arruinado para seguirla, y él fue tras de mí. Intentó agarrarme y ponerme detrás de él, en el sendero que rodeaba los arbustos, pero resulté demasiado ágil para él. Saltando a un costado eludí el matorral, me adelanté a lady Alisoun y desde ese momento hasta


que llegamos junto a lady Edlyn, me ocupé de apartar las ramas bajas y de ayudarla en los sitios escabrosos. Intentando captar su atención, sir Walter dijo en voz alta: —Como vos temíais, un hombre la atrapó cuando ella jugaba con los demás. —Su voz se volvió más baja y autoritaria—. Es demasiado mayor para semejantes tonterías. Tendría que quedarse junto con las mujeres. Bueno, yo ya conocía esa clase de táctica... ¡yo mismo la había empleado un par de veces! Consistía en traspasar la culpa a otra persona para confundir las cosas. Lo que él ignoraba era que lady Alisoun tampoco la había tolerado de mi parte. —Cuando necesite vuestro consejo con respecto a las jóvenes que amadrino, podéis estar seguro de que os lo pediré, sir Walter. Soltó con demasiada brusquedad una rama, que le dio en el rostro al mayordomo. —Buen disparo, mi señora —farfullé, y ella fingió no oírme. Apretó el paso en dirección al sitio de donde llegaba el rumor de una excitada conversación. Una cosa que se podía decir de sir Walter era que no pescaba una insinuación. Como un oso al que sacan de su madriguera, pasó entre los arbustos gruñendo. —Mi señora, insisto... —Después, sir Walter. —Pero ya sabéis lo que pienso. —Logró ponerse delante y se plantó en el camino, entre ella y yo—. Si no las hubieseis hecho venir, esto jamás habría pasado. Vi lo que sucedió a continuación. Lady Alisoun, nuestra serena lady Alisoun, cerró los puños y luego los aflojó lentamente. Me sorprendí soltando el aliento largamente contenido. ¿Dije que era una mujer alta? Bueno, era alta y esbelta y, de vez en cuando, aprovechaba esa altura en su beneficio. En aquel momento, se irguió y miró a sir Walter a los ojos. —Ya hemos hablado de esto. Mi opinión sobre sir Walter se empobreció más aún cuando él siguió parloteando con ese tono tal altanero y masculino: —Y vos sabéis ya cuál es mi convicción. Va contra las leyes del hombre y de Dios interponerse... —No tengo interés por vuestra opinión. —Remarcó las palabras con precisión—. Si os parece que no podéis conciliar vuestra conciencia con mis acciones, sois un hombre libre y un experto caballero. Podría recomendar vuestros servicios a otros nobles a los que pudierais respetar más. El rostro rubicundo de sir Walter perdió el color, y sus ojos azules parecieron sobresalir. —¡Mi señora! Llevo más de treinta años viviendo en George 's Cross y he sido vuestro mayordomo desde la muerte de vuestros padres. —Por eso, detestaría perderos. Casi perdidos en medio de la barba, los labios del hombre se movieron sin sonido. Su pecho abombado subió y bajó, y en la frente latió una vena a ritmo veloz. Esa superioridad que a mí tanto me exasperaba se modificó cuando comprendió lo precario de su situación. Nadie se atrevía a discutir con la señora de George 's Cross. La señora dijo: —Más tarde, me comunicaréis vuestra decisión. No tuve tiempo ni de reír entre dientes, pues Heath salió corriendo de detrás de un roble. Al ver a lady Alisoun, resbaló y se detuvo, levantando una nube de tierra. Haciendo señas de que se acercara, desanduvo el camino, al grito de: —Gracias a los santos, está llamándoos a vos, mi señora. Alisoun se apresuró, alzándose las faldas. No corrió —en aquella época, las damas nobles no corrían, pues eso demostraba falta de educación—, pero dio unas zancadas tan largas que al instante alcanzó a Heath, que era más baja. Yo estaba seguro de saber dónde se habían reunido todos, y di un rodeo para tomar un atajo que había descubierto en mis andanzas. Por algún motivo, supongo que para jactarme, me di la vuelta para mirar asir Walter: tenía una expresión que podría haber congelado a una piedra. Tenía el semblante de quien tiene ganas de estrangular a alguien, y su vista estaba fija en la espalda de lady Alisoun. Fue en ese preciso momento cuando yo decidí ser el defensor de mi señora, pasara lo que pasase. Y mantuve mi decisión. Ésa es la mejor parte de esta historia. Bueno, pues llegué a los peñascos cubiertos de liqúenes en el preciso momento en que lady Alisoun y Heath emergían del bosque. Los niños mayores habían trepado a los árboles para ver mejor. En un


remolino de confusión, aldeanos y sirvientes estiraban el cuello. Todos hablaban al mismo tiempo, creando un gran zumbido unificado. Entonces, Heath gritó: —¡Abrid paso a mi señora! El parloteo se convirtió en silencio, y se abrió un paso entre el gentío. Me apresuré a alcanzarla, y luego seguí tras los pasos de lady Alisoun. La gente meneaba la cabeza y le hacía reverencias a su paso y alguna que otra mano se estiraba para tocarle la falda como si ella fuese un icono que hubiesen llevado para la procesión de una festividad religiosa. Como ya he dicho, ella era el símbolo de la seguridad y de la prosperidad para George 's Cross. Era una carga que había asumido a los trece años, cuando sus padres murieron de gripe. En aquel momento, se tomó el tiempo de dedicar una sonrisa aquí, una palabra tranquilizadora allá. Ya no existen más damas con la gracia de ella. Por fin, llegó junto al racimo de sirvientas arrodilladas junto a un bulto que sollozaba, envuelto en la capa de Alisoun. —Aquí está ella —anunció Heath a la mujer que lloraba—. Lady Edlyn, aquí está ella. Lady Edlyn se abalanzó hacia lady Alisoun sin mirar, siquiera. Esa actitud tan impetuosa me sorprendió. Aunque lady Alisoun me brindaba una sensación de seguridad y de estabilidad, jamás se me habría ocurrido buscar consuelo en ella. Lady Alisoun se tambaleó bajo el peso y luego, cautelosamente, como insegura de sí misma, rodeó a lady Edlyn con sus brazos. Lady Edlyn insistía en acercarse más, como si necesitara reposar en el corazón de la señora para volver a sentirse segura. Yo me armé de valor e interrumpí: —Mi señora, creo que no es conveniente que permanezcáis aquí. No es seguro. —Es seguro —me contradijo sir Walter, que había llegado, rojo y acalorado. Pero lady Alisoun levantó la vista con expresión reflexiva y se dirigió sólo a mí: —Creo que tienes razón. Regresaremos de inmediato al castillo, donde estamos protegidos. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. He vivido una larga vida, pero no hubo palabras que me conmovieran más: Creo que tienes razón. Si hubiese podido, sir Walter me habría golpeado otra vez. —Está dirigiéndoos a un muchacho, mi señora. Yo soy vuestro mayordomo, y afirmo que no existe amenaza alguna en ninguna parte de vuestras tierras. Antes de que lady Alisoun pudiese reconvenirlo por contradecirla, lady Edlyn se libró de los brazos de ella y se volvió hacia él: —¡El hombre que me atrapó me golpeó! —Echó atrás la capucha de la capa, se levantó las trenzas del cuello y mostró un magullón del tamaño de su puño—. Me golpeó —repitió—, y cuando desperté, estaba cargándome como si yo fuese un saco de lana. Cuando me debatí, él rió y me golpeó de nuevo... —se frotó el dolorido trasero—, y cuando llegó aquí, me tiró... me tiró con tanta fuerza que... perdí... el aliento y... Se esforzó por completar el relato pero el llanto la dominó, y yo apreté los puños por esa profanación sufrida por mi primer amor. —¡Basta! —dijo sir Walter—. Os han atacado, pero el sujeto ya se fue, y él os atrapó creyendo que erais lady Alisoun. Cesó todo ruido, y el horror se pintó en todos los rostros. Satisfecho con la sensación causada, sir Walter continuó: —Vimos las marcas en la tierra. El hombre había dejado un caballo esperándolo. Si no hubiese visto el rostro de lady Edlyn, se la habría llevado creyendo que era la señora. Lady Alisoun dijo en tono firme: —Tenemos que ir al castillo de inmediato. Cuando se inició el éxodo a través del bosque, me quedé cerca de mis dos ídolos. Todos los aldeanos y sirvientes se agolparon alrededor de lady Alisoun formando un escudo humano. Constituíamos un grupo silencioso, atacado por súbitos sobresaltos y susurros furtivos, y cuando irrumpimos en la zona despejada que rodeaba al castillo oí un suspiro colectivo de alivio. Yo, por mi parte, tomé en serio mi puesto de defensor de mi señora, y escudriñé alrededor. El bosque, que en otro tiempo estaba cerca del castillo formando parte de su defensa, había sido despejado hacía años. Los sólidos muros externos del castillo serpenteaban por las desnudas curvas de las colinas que daban al mar. La aldea se acurrucaba en el hueco del valle interior que había más abajo. Sólo quedaban unos peñascos en medio de las verdes pasturas entre las colinas, y en ellos concentré mi atención. ¿Sería posible que alguien se ocultara a la vista entre los racimos de rocas? No lo sabía, y no quería


averiguarlo. Empecé a caminar más cerca de lady Alisoun y lady Edlyn, detrás de ellas, pisándoles los talones con la frecuencia necesaria para hacerlas avanzar rápidamente hacia el puente levadizo, que estaba bajo. Por fin, lady Edlyn se volvió, y me dio un manotazo en la cabeza, pero yo me limité a sonreírle y me acerqué más aún. Ivo y sus hombres comenzaron a salir por la puerta abierta del castillo y, cuando los aldeanos los vieron, empezaron a dispersarse poco a poco. El miedo se les había contagiado; querían volver a sus casas y cerrar con barras las puertas. Para cuando cruzamos el puente levadizo, sólo quedaban en nuestro grupo los sirvientes y los guardias armados del castillo. Lady Alisoun se detuvo y esperó hasta que hubiese pasado la mayor parte de la gente. Dio las gracias por última vez a los aldeanos, levantó la mano en señal de despedida... y algo voló por el aire y le acertó. Yo no lo vi, sólo lo oí. Oí una vibración, un ruido sordo cuando la clavó contra la puerta de madera, el ruido de la tela rasgándose cuando ella perdió el equilibrio y se tambaleó hacia atrás por la fuerza del impacto. Lo que sí vi fue que sir Walter se movía más rápido de lo que yo lo hubiese creído capaz. Llegó junto a lady Alisoun, la asió por las axilas y la arrastró tras la puerta, fuera de la vista, sin dejar de gritarles a los guardias armados que cerraran la maldita puerta, que cerraran esa condenada cosa enseguida. A continuación, la dejó caer sobre la hierba, salió otra vez corriendo por el portón y desapareció de la vista. Lady Alisoun levantó el antebrazo y yo miré, horrorizado. Una flecha había penetrado por la parte colgante de la manga, atravesando la tela con la punta metálica. Las plumas de la flecha, impulsadas por un arco grande, sin poder salir por el orificio, habían hecho caer a la señora. La flecha todavía colgaba balanceándose, la punta en una manga, las plumas en la otra. La mirada de la señora se encontró con la mía. Hasta entonces, jamás la había visto alterada, y pensé... bueno, no sé qué pensé. Sólo me pareció que alguien tendría que hacerse cargo de ella, al contrario de lo que solía suceder. Por eso, me arrodillé, le pasé la mano bajo la cabeza y la coloqué en mi regazo. Lo más probable era que no fuese nada cómodo: en aquel entonces yo era muy huesudo, pero ella suspiró y cerró los ojos como si mi contacto le proporcionara consuelo. —Estoy persuadida de que alguien ha tratado de matarme —dijo. Aunque las palabras sonaban serenas, le tembló la voz. A esa altura, las mujeres se habían reunido alrededor de lady Alisoun, y los hombres volvieron con sir Walter. La señora abrió los ojos, y para mí fue evidente que su lapso de debilidad había pasado. Inmovilizando a sir Walter con la mirada le preguntó: —¿Los aldeanos están sufriendo un ataque? —No, mi señora. —Le levantó el brazo y sacó la flecha de un tirón—. Sólo que se ha disparado una flecha, y estaba destinada a vos. La levantó y se la mostró a la multitud. Como si lo hubiesen ensayado, las mujeres rompieron a llorar al unísono, y los hombres giraron y zapatearon, como grandes caballos de guerra, ansiosos de pelea. Muy satisfecho con la escena que provocaron sus palabras, sir Walter mandó a sus soldados a buscar al culpable. La doncella de lady Alisoun se abrió paso entre el gentío y se arrodilló junto a ella. Era una mujer hermosa, y había llegado al castillo desde otra de las residencias de lady Alisoun, cuando ésta quería entrenar a Heath para que ocupase el lugar de doncella principal. Yo había oído chismorrear a las criadas que lady Alisoun la había traído por generosidad, porque tenía una hija pequeña pero no tenía esposo, pero a mí no me importaba en absoluto eso. Yo sólo sabía que Philippa había sido bondadosa conmigo, y ahora me agradaba mucho más, al ver que su primera preocupación fue para nuestra señora. —Alisoun. —Pasó las manos con levedad sobre el cuerpo de lady Alisoun—. Alisoun, ¿la flecha te ha alcanzado? Al parecer, sir Walter no se había alejado mucho porque la señora había atraído su atención y volvió a tiempo para escuchar la pregunta. —Le ha dado en la manga, estúpida. —Sir Walter levantó la tela y metió su dedo romo por el agujero—. ¿No lo ves?


Pero Philippa levantó la mano de lady Alisoun: en la palma se había formado un pequeño charco rojo brillante, que goteaba por los largos dedos delgados. Sir Walter lanzó una exclamación, y Philippa levantó la manga de la señora. —¿Estúpida? —respondió, astuta—. Estúpido. Veamos cuánto es el daño. A continuación, lady Alisoun hizo algo de lo más extraño: con el brazo sano aferró el escote de la túnica de Philippa y acercó la cara de ella a la suya. En aquel momento, yo no comprendí el significado de esa conversación, pero la escuché y llegó un momento en que la comprendí por completo. Lady Alisoun dijo: —Tengo que hacerlo, Philippa. Ésta susurró: —Te he acarreado desgracia. —¡No te atrevas a disculparte! —Fue evidente que lady Alisoun habló en voz más alta de lo que quería. Miró con desesperación a sir Walter, que se esforzaba por escuchar, y entonces bajó la voz—. No se trata de ti, sino de él. Nunca he permitido que un hombre me amedrente, y no pienso empezar a permitirlo ahora. Hice una promesa de protegerte y voy a cumplirla. Voy a ir a Lancaster, a contratar al legendario sir David de Radcliffe.


2

—¿Sois vos el legendario sir David de Radcliffe?. Una voz melodiosa de mujer penetró en su estupor y un pie lo golpeó en medio de la espalda. David abrió cautelosamente los ojos un poco, y a su visión asomaron altos árboles amarillos. Parpadeó, y los árboles se transformaron en paja extendida sobre el suelo, alrededor de su cabeza. Gimió, y recordó: la taberna de Sybil. Una mañana transcurrida casi dentro de una taza espumosa. Después, el bendito olvido de la borrachera. Volvió a cerrar los ojos: así era como quería estar. —Repito: ¿sois vos el legendario sir David de Radcliffe? —La voz de la mujer se hizo más baja, desdeñosa—. ¿O es que estáis muerto? Esta última pregunta fue acompañada de un puntapié en las costillas y, sin poder detenerse a pensarlo, se abalanzó y aferró el pie calzado de una zapatilla con un solo movimiento fluido. —No estoy muerto todavía. Pero tú lo estarás si no dejas de darme puntapiés. La esbelta silueta blanca que tenía delante no gritó ni agitó los brazos, ni jadeó de miedo. Se limitó a cambiar el peso para mantener el equilibrio e hizo una seña para detener el ataque de los dos hombres que custodiaban la puerta. Murmurando y mirando con expresión fiera, los dos hombres regresaron a sus puestos, y la mujer repitió, paciente: —¿Sois sir David de Radcliffe? David debía de estar perdiendo su talento porque no la había asustado siquiera. Apretó con más fuerza, y luego la soltó. Llevándose las manos a la cara, se frotó la frente palpitante. Por todos los santos, le dolía hasta el cabello. —Si te digo que sí, ¿te marcharás? Inexorable como la hambruna que había destruido sus sueños, la mujer preguntó: —¿Sois David de Radcliffe, adalid del rey? La furia lo inundó, súbita y purificadora como una tormenta en el Mar de Irlanda, y de pronto se encontró de pie, gritándole a la mujer en plena cara: —¡Ya no lo soy! Ella lo observó sin inmutarse, con sus ojos fríos, grises como una niebla invernal. —¿Ya no sois sir David o ya no sois adalid del rey? Apretando sus enredadas guedejas de la frente, David gimió y se tambaleó hacia atrás, derrumbándose sobre un banco. Aquella mujer podría volverlo loco. —Ya no soy adalid del rey. —¿Pero sí sois el legendario mercenario que rescató a nuestro soberano cuando los franceses lo tiraron del caballo; el que mantuvo a raya a doce caballeros mientras el rey montaba de nuevo y huía? —Quince. —¿Qué? —A quince caballeros a raya.


Moviéndose con lentitud, sintiendo dolor en cada músculo, se reclinó hasta apoyar la espalda en la mesa. Con dolorosa precisión, levantó los brazos y los apoyó detrás. Extendió las rodillas, clavó los tacones en la tierra y la paja que había en el suelo, flexionó la columna, y examinó a su verdugo. Era alta. Hubiese apostado que podría estar descalza y contemplar la calva del rey. Era delicada. David no creía que su piel hubiese atisbado, siquiera, el sol, ni que sus esbeltos dedos hubiesen desarrollado alguna tarea. Y era rica. El traje de terciopelo blanco moldeaba sus curvas como una caricia, y la piel blanca que bordeaba el escote y las largas mangas ajustadas debían de valer más que todas sus propiedades. Una ve/ más sintió el sabor amargo de la derrota. Todo aquello por lo que se había esforzado toda la vida se había convertido en cenizas, y ahora el desastre lo miraba de frente. Su hija sufriría. Su pueblo pasaría hambre. Y él no podría salvarlos. El legendario mercenario David de Radcliffe había caído, al fin. Hundió el mentón en el pecho y se miró los pies. La respiración le quemaba dolorosamente los pulmones y, de golpe, le trajo el recuerdo de las lágrimas de la infancia. —Tengo una proposición que haceros, si sois sir David de Radcliffe —dijo la dama. ¿Acaso nunca se rendía? Parpadeando para aclararse la vista, David admitió: —Oh, en verdad, soy David. —Muy bien. —Hizo una seña a Sybil, aquella sucia tabernera; le pidió dos jarros de bebida y se sentó en un banco, ante otra mesa—. Necesito un mercenario. —¿Para qué? —Sólo me conformaré con el mejor. La noble dama aceptó un jarro de cuerno lleno de cerveza, y contempló sus profundidades. —¿Cuáles serían mis responsabilidades? Recibió el jarro que le alcanzaba Sybil, pero ella se lo arrebató. —Tendrás que pagar tu cuenta antes de que te sirva más —le dijo. —Me darás más antes de que pague mi cuenta. Sybil lanzó un resoplido desdeñoso. —¿O qué? Fingiendo que se divertía mucho, David sonrió ante la fea cara de la tabernera. —O no beberé aquí nunca más. Los guardias armados de la puerta rieron entre dientes, y Sybil se sonrojó de furia. Rápida como una serpiente, echó el contenido del cuerno en la cara del hombre. Enjugándose la cerveza, David observó cómo la mujer se retiraba rápidamente: sin duda había ido demasiado lejos y lo advirtió. Ninguna mujer, ni aun siendo independiente, dueña de su propia posada, podía tratar a un barón caballero con semejante falta de respeto. David se levantó y fue hacia ella. —Está bien, señor, os pido perdón —exclamó, cuando él se paró delante de ella y le sujetó la muñeca—. Mi maldito carácter siempre está impulsándome a hacer lo que no debo. Por favor, señor, no me hagáis daño, no me hagáis daño. Soy sólo una pobre mujer, y tengo un hijo que mantener. El hombre titubeó. Percibiendo su debilitamiento, la mujer añadió: —Una niña. Disgustado consigo mismo, David la soltó y se inclinó más cerca de la cara de ella. —Una pequeña. La voz chillona de la mujer le provocó dolor de cabeza. —Limítate a servirme una cerveza, y date prisa. —Sí, señor. —Le hizo una reverencia—. Ya voy, señor. David se volvió, dio dos pasos, y la oyó murmurar: —Cobarde. Giró sobre sí pero, antes de que pudiese tomarla de los hombros y sacudirla, la dama aferró un mechón del cabello de Sybil y la obligó a arrodillarse. —Buena mujer, si no aprendes a respetar a tus superiores, tendrás que dar explicaciones en la corte del barón. Sybil se quejó. —No sabía que vos lo protegíais.


Por esa muestra de insolencia David tuvo ganas de abofetearla; la dama, en cambio, respondió con toda calma: —El rey lo protege. Eso debería ser suficiente para la gente como tú. Sybil abrió la boca para refutar el argumento, pero algo que vio en el semblante de la dama la detuvo. Tocó el suelo con la frente y, cuando se incorporó, tenía una mancha de tierra. —Sí, mi señora. Como digáis, mi señora. Es que es duro para una pobre viuda ver que un mercenario indigno, aficionado a la cerveza, le arrebata el pan de la boca a su hija. La dama replicó con frialdad: —Tengo oro para pagar. Tanto la tabernera como el mercenario se quedaron mirándola. —Oro. —Hizo tintinear el talego que llevaba a un costado—. Yo pagaré la cuenta de él. —Lo miró a los ojos—. Yo pagaré la cuenta. La promesa de oro fue más elocuente para David que cualquier otra cosa. También para la tabernera, porque se levantó y fue de prisa hacia el caldero que hervía sobre el fuego en medio del salón. —Si no terminamos rápido con nuestro asunto, ella os ofrecerá una porción de su guisado, y es horripilante —le advirtió David. Volvió a mirar a la dama, y notó que la línea voluntariosa del mentón estropeaba el óvalo casi perfecto de su rostro. No era la flor delicada que le había parecido al principio, y se le ocurrió preguntarle por qué lo buscaba precisamente a él, y no buscaba la ayuda de su esposo o de sus familiares. Como era suspicaz por naturaleza, se preguntó si querría usarlo a él en una disputa de clanes. —¿Qué es lo que queréis? —preguntó, sin rodeos. —Protección. —¿Para qué? ¿Para vuestras tierras? ¿Vuestro castillo? —Para mí. Furioso de que el oro se le hubiese escapado tan pronto, David dijo: —No intercederé entre usted y su esposo. —No os he pedido que lo hagáis. —¿De qué otro podría pedir protección una mujer como vos? Vuestro compañero os protegerá de todos los demás. La mujer juntó las manos a la altura de la cintura. —Soy viuda. La observó otra vez y, de repente, comprendió lo que quería de él. —Una viuda rica. —Exacto. —¿Reciente? —¿Os interesa el empleo? Cada respuesta rechazaba la curiosidad de David, pero a él no le importó. —¿Os ha salido un pretendiente inoportuno? —le preguntó. La mujer se limitó a mirarlo fijamente, los ojos grises como pedernal. De modo que no estaba dispuesta a decirle lo que él quería saber. Bien. Pronto averiguaría lo que le interesaba. Ninguna mujer guardaba un secreto y ésta, a pesar de su aplomo, era muy mujer. Se frotó la barba crecida y la tierra del suelo cayó en su mano. La sacudió despreocupadamente sobre su calza. —Soy una leyenda, y las leyendas son costosas. —No aceptaría nada menos —respondió la dama. David mencionó la exorbitante suma de tres libras en moneda inglesa. La mujer asintió. —Por mes —se apresuró a añadir David. —Me parece justo. El hombre la estudió de nuevo. Antes no la había considerado tonta, pero debió saberlo. Todas las mujeres eran tontas... pero también lo eran los hombres que imaginaban poder obtener tales remuneraciones basándose en la fuerza de una reputación desgastada. —Un mes por adelantado. Abriendo la bolsa, la mujer contó el oro y se lo puso ante los ojos. —¿Es suficiente garantía de mis buenas intenciones?


Y si ella no lo sabía, ¿por qué razón él tendría que decírselo? Ella se vestía bien, lo trataba como si él fuese un gusano, tenía guardias que la protegían... sí, era rica, por lo tanto, ¿qué había de malo en esquilar un poquito de ese vellón que la mullía? Cauteloso, cerró los dedos sobre el dinero, atrapando junto con él la mano de Alisoun. Sintió la piel delicada y el frío del oro. Se le ocurrió pensar lo fácil que sería quebrarla, y cuánto necesitaba ese dinero. Apartó bruscamente la mano y se sacudió las sensaciones, como si junto con ellas pudiese sacudirse cualquier decepción. —No soy el hombre que buscáis. Se dirigió hacia la puerta en el preciso instante en que llegaba Sybil con los cuencos humeantes, y le brindó sumo placer pasar rozándola. —¡Eh! —chilló la tabernera—. Volved aquí. Mi señora, exijo que se me pague. —Págale, Gunnewate —ordenó la dama desde atrás de él, y uno de sus guardias armados buscó en la bolsa, mientras el otro estiraba el brazo y le bloqueaba la salida. David se detuvo y contempló ese brazo, y luego a su macizo dueño. —Muévete, o te moveré yo. El guardia no se movió. David lo amenazó con una mirada directa y malvada. El hombre le devolvió la mirada, proyectando el mentón. David posó la mano en la empuñadura del cuchillo. El hombre sacó su hoja. David retrocedió un paso, haciendo sitio para la lucha. Entonces, la dama dijo: —Déjalo ir, Ivo. Sin la menor indicación de arrepentimiento ni alivio, sin prisa ni inquietud, Ivo retiró su brazo carnoso y dejó el paso abierto para que David se fuera. David no podía creerlo. El grandote no se sometió a la amenaza de la hoja de David sino a la orden de una mujer. No fue el respeto al famoso mercenario lo que impulsó a obedecer a Ivo sino una sola palabra por parte de su señora. Se acercó a él, y se midió contra el pecho de Ivo: era más alto, más ancho, más joven, superior a David en todo sentido, desde el punto de vista físico. Hablándole a la cara, David le dijo: —Cobarde redomado. El aliento rancio a cerveza hizo encogerse a Ivo, y le espetó, despectivo: —Pusilánime. A continuación, inclinó la cabeza y retrocedió de espaldas, pegado a la pared. El resentimiento retorció las entrañas de David. Le habría venido bien una pelea. Necesitaba descargar en alguien su hostilidad. Pero traspuso la puerta, preparado para marcharse y dejar atrás esa farsa. Pero el sol lo azotó, y se tambaleó: maldición, cómo brillaba. Era un sol brillante e insólitamente cálido, como había sido los últimos dos años. La sequía. La maldita sequía que lo había obligado a salir de su hogar. ¿No acabaría nunca? Los rayos le penetraron en el cerebro a través de los ojos y, aunque los cerrara, los párpados no lo protegían lo suficiente. Apretándose la cara, se reclinó contra la pared y farfulló: —Maldita cerveza. —La culpa no la tiene la cerveza sino el exceso en que vos la habéis bebido. La voz nítida de la dama le raspó los nervios como una piedra de amolar contra un acero toledano. Abrió con valor los ojos y se protegió del sol con las manos. —¿Quién sois vos? —Soy Alisoun, condesa de George's Cross. A la luz tenue de la taberna le había parecido pálida, pero ahora realmente resplandecía. Vestido blanco, piel clara, y... ¿eran pecas eso que salpicaba su nariz? Guiñó los ojos. Sí, no cabía duda de que eran pecas... seguramente en contra de los deseos de lady Alisoun. Lo alegró pensar que algo escapaba al mandato de su señoría. Persistente como la propia hija de David, y casi tan ignorante del miedo como ella, lady Alisoun le preguntó: —¿No sois sir David de Radcliffe? —Ya os he dicho, y en eso no he mentido. Os he dicho que ya no soy el adalid del rey, y en eso tampoco he mentido. —Se dio la vuelta avergonzado, sin querer ver el desprecio en el rostro de la dama—. Mi señora, es al adalid del rey al que vos queréis contratar, no a mí.


—¿Es verdad que habéis perdido vuestro título? —El asombro le agudizó la voz, que ya no fue rica y profunda como era característico de ella, y se acercó más al tono normal de una voz de mujer—. ¿Cuándo ocurrió esto? —Esta mañana. —Al recordarlo, se le revolvió el estómago—. En la liza. El legendario David de Radcliffe cayó derrotado. Alisoun guardó silencio tanto tiempo, que el hombre se volvió para mirarla. Por fin, la dama dijo: —Es una tragedia que hayáis sufrido un fracaso en el preciso momento en que yo os necesito, pero lo que necesito es una leyenda, no un héroe de una sola vez. Os quiero a vos. Con la voz áspera de dolor, David dijo. —Por todos los santos, mujer, ¿no lo entendéis? No soy ya el hombre que fui. No queda un solo caballero novato en Lancaster que en estos días no me haya desafiado, sólo para jactarse de haber luchado con el más grande mercenario de todos los tiempos. He derrotado a todos... eran muchachos lampiños con más arrojo que sentido común. Pero cuando me enfrenté con un caballero curtido, perdí. Alisoun lo justificó. —Las otras luchas os fatigaron. El hombre no le prestó atención. —Sufrí una derrota abyecta, humillante. Alisoun le tomó la mano, se la abrió, depositó allí las monedas y le cerró los dedos sobre ellas. —Aquí está la paga de vuestra primera luna. También se le ha pagado a la posadera. Si decidís aceptar el empleo que os ofrezco, estaré en la posada de Crowing Cock. Acudid allí al alba. —Mi señora —le objetó Gunnewate—. ¡No podéis dar dinero a un pillastre como ése, y pensar que lo veréis regresar! David lo miró, furioso, como si quisiera matarlo por su insolencia, y comprobó que ya veía mejor. Alzó la vista al cielo y vio que estaban amontonándose nubes. Benditas, benditas nubes, llegadas para acabar con la sequía. Lady Alisoun también las vio, y pidió a Ivo sus zapatos de madera. Caminando pesadamente, como un oso amaestrado, Ivo los trajo y se apoyó en una rodilla para calzárselos sobre las sandalias de cuero. En respuesta a Gunnewate, lady Alisoun dijo: —Él es el legendario David de Radcliffe. No me decepcionará.

A Sir David no le convenía decepcionarla. Si lo hiciera, todo ese viaje lamentable y esa incómoda visita habrían sido en vano, y Alisoun tendría que regresar a George's Cross, llevando una lluvia y no mucho más. Sin expresión, Alisoun observó cómo el rey Enrique III instalaba su corte en el castillo de Lancaster, igual que cada mañana desde que se había trasladado al norte. Esperó, paciente, una oportunidad de presentar su petición, esforzándose todo el tiempo por ignorar la presencia de Osbern, duque de Framlingford, primo del rey y el más temido enemigo de Alisoun. Osbern no se lo hacía fácil. La contemplaba con una mueca despectiva. Cualquiera que no los conociera pensaría que eran amantes. Ciertamente, Osbern había procurado hacerlos pasar por tales, y tenía tanto poder e influencia que la digna altivez de la dama no hacía más que alimentar los rumores. Después de todo, ella era la viuda Alisoun, de George's Cross, poderosa e influyente a su manera. No tenía ninguna importancia que la esposa de Osbern hubiese sido la mejor amiga de Alisoun y que su misteriosa desaparición aún diese pábulo a rumores. En contraste con las insinuaciones de Osbern y con su espectacular apostura masculina, el extenso viaje de Alisoun como mujer sola generaba especulaciones, y la hacía anhelar la seguridad de su hogar. Ya podía irse, porque David cumpliría su deber. Tenía que hacerlo, pues era el famoso mercenario, y hasta lo parecía. Su cuerpo esbelto y su gracia daban indicios de su fuerza. Las hebras grises entre el cabello oscuro proclamaban su experiencia. Las pesadas cejas castañas daban a su expresión un aire de severidad, y sus ojos habían visto mucho. Sin embargo, la boca lo salvaba de la rudeza de otros mercenarios. Sonreía, hacía muecas, apretaba los labios con expresión codiciosa. Cada pensamiento que se le cruzaba por la mente se expresaba en la boca, sin que él dijese una palabra. A Alisoun le gustaba esa boca.


Al ver que el rey Enrique había terminado de atender al pueblo llano, Alisoun se adelantó e hizo una reverencia. No demasiado profunda, pues la genealogía de su familia no era menos noble ni antigua que la del monarca, pero sí una reverencia modesta y respetable. Vigoroso para sus cuarenta y cinco años, con ese encanto superficial que disimulaba su carácter caprichoso, el rey Enrique respondió con un gesto de asentimiento. —Lady Alisoun, qué placer veros otra vez en nuestra corte. Asistís todas las mañanas, y esa atención nos halaga. ¿Tenéis instrucciones para compartir hoy? Tenía una desagradable tendencia al sarcasmo, sobre todo con ella. Alisoun no lo entendía ni le gustaba, pues sabía los problemas que podría causarle a ella y a las tierras que tenía en custodia un monarca disgustado. Por eso, sonrió con tenso encanto, y dijo: —Yo recibo instrucciones de vos, mi señor... El rey resopló. —... y os presento una humilde petición. El rey la contempló con aire crítico, y Alisoun se alegró de haberse puesto su mejor traje de terciopelo escarlata para esa entrevista. Le pesaba encima como una armadura de caballero, y la hacía sentirse segura con su grosor y su audaz belleza. —¿Qué petición es esa? —Quisiera retirarme de vuestra graciosa corte y regresar a mis deberes en George's Cross. He estado ausente mucho tiempo, entibiándome en el sol de vuestra presencia. El rey ladeó la cabe/a y la examinó. —Os están saliendo demasiadas pecas. La risa se expandió entre los cortesanos y el rey bajó la cabeza, como si estuviera desesperado. Alisoun lo miró, perpleja y preguntó: —Mi señor, ¿os he desagradado? —No importa. No importa. Así que deseáis retiraros, ¿no es así? ¿No habrá algo que quisierais llevaros a George's Cross? Humedeciéndose los labios, Alisoun fingió no entender. —¿Qué cosa? —Un esposo, claro. Barrió el salón con el brazo, abarcando con el gesto a los cortesanos que se alineaban contra las paredes. El corazón de Alisoun se le hundió. El rey Enrique estaba loco por el matrimonio. Con el propio, había dado un golpe diplomático, uniendo a Inglaterra con Provenza. También lo empleaba con la nobleza inferior, para hacer progresar su causa dentro y fuera del reino. Esos éxitos le confirieron una apreciación poco modesta de su propio buen sentido... que no se demostraba en el modo en que regía Inglaterra, ni en su elección de novios para esa dama, Y ahora que ella visitaba la corte, reavivaba los apetitos de los hombres por su riqueza, y el del rey por forjar alguna alianza. Enrique insistió: —Aquí estáis viendo a la flor del reino, lo mejor de Inglaterra, Normandía, Poitou, Francia. ¿No hay ninguno que satisfaga vuestras exigencias? Como no podía decir que no, protestó: —Mis exigencias son razonables, milord. Supongo que estaréis de acuerdo en eso. Enrique levantó tres dedos y contó: —Riqueza, casta, y responsabilidad. ¿No es así? Al verlo regocijarse, a Alisoun se le cerró la garganta, pero se la despejó y respondió: —Correcto. —Entonces, tengo un pretendiente para vos. La sorprendió desprevenida. —¡Eso no es posible! He estado todos los días en la corte, para ver quién presentaba .una petición para casarse conmigo, y... —¿Es por eso por lo que habéis estado aquí? —Se miró la mano, apretada en un puño—. ¿Para orientarme, en caso de que algún hombre se atreviera? A Alisoun no le gustó. No le agradó la actitud del rey, ni la mueca de superioridad de Osbern. Alguien había estado volcando rumores maliciosos en el oído del rey, y ella conocía al culpable. La asaeteó una fastidiosa punzada de nostalgia por George's Cross, como las ganas de un caldo sustancioso después de haber estado comiendo golosinas, pero la desechó. La fachada solemne que había erigido después de tan arduo entrenamiento en su juventud permanecía en su lugar. Dijo: —No se me ocurriría ofreceros consejo. No soy más que una humilde mujer, y vos, el rey de Inglaterra.


—En verdad lo recordáis —repuso—. Entonces, escuchadme bien, Alisoun de George's Cross. Os daré por esposo a Simón, conde de Goodney. ¿Se os ocurre un compañero más apropiado? Por desgracia, no se le ocurrió. No se podían negar la riqueza, la nobleza y la responsabilidad de Simón de Goodney. Hombre distinguido y viudo reciente, lord Simón tenía tierras en Poitou, lugar con el cual el rey quería reforzar los lazos. Habían sentado a Alisoun junto a él a la mesa. Ella oyó su voz nasal. Se le revolvió el estómago cuando lo sintió respirar y masticar con la boca abierta, cuando vio comida incrustada en su cuchillo. Y había manchado con sangre su propio cuchillo de comer con una gota de su sangre, cuando el hombre le tanteó el pecho con sus dedos sucios. Aún así, ella sabía cuál era su deber. Sin importar sus propios sentimientos, tenía que proteger George's Cross, y un esposo sería una adquisición en ese sentido. Más aún: esa situación precaria y peligrosa que se cernía sobre ella desaparecería al entregarse a la custodia de un marido. Pero, al mismo tiempo, un marido aumentaría las posibilidades de ser descubierta y de que ella no pudiese cumplir su promesa. El temor le recorrió las venas pero no vio cómo salir de ese dilema, que Dios la ayudase. —Ciertamente, el conde de Goodney es un buen esposo para mí, y yo os agradezco vuestra consideración. —¿Eso significa que no lo ahuyentaréis? —preguntó el rey. —¿Ahuyentarlo? No entiendo. —Cinco hombres os he enviado. —El rey Enrique dio un puñetazo en el brazo de su silla—. ¡Cinco! Y ni uno pudo soportar la severidad de vuestra lengua. —Cuando vio que se disponía a hablar, la señaló a la cara con el dedo—. Uno de ellos incluso fue a las Cruzadas, y jamás regresó. —No valía la pena. —¿Y los otros cuatro? —Tampoco valían la pena. —Al ver que se disponía a hablar, desechó la objeción—. Mi señor, no soy un tallo verde de trigo que se agite con la brisa. El rey pareció reflexionarlo. —Eso es verdad. Más bien sois como un tallo de trigo maduro, rígido, demasiado cargado de grano. —Exacto. Lo felicitó por lo apropiado de la comparación, y luego se puso ceñuda al percibir las risas ahogadas que provenían del gentío. ¿Qué era lo que a esas criaturas tontas les parecía tan divertido? —¿Cuántos años tenéis? La pregunta de Osbern fue como una fina navaja deslizada entre las costillas de la dama. Alisoun lo ignoró. Era una grosería meterse en la conversación entre ella y el rey. Grosero, característico de él, y... amenazador. —Tiene veintiséis —respondió Enrique por ella—. La mayor de las viudas vírgenes de Inglaterra y, tal vez, del continente. El encanto rezumaba de la silueta arrebatadora de Osbern, confiriéndole un aura que muchos hombres envidiaban. Su corto cabello oscuro brillaba, con matices purpúreos, como el ala de un mirlo. Sus ojos azules ardían con el calor del interés. Su cuerpo flexible ondulaba de músculos cuando se movía, y cuando le sonrió a Alisoun. Señor, cómo lo odiaba. Lo odiaba y le temía. —Sin duda, ya no será virgen —dijo el sujeto.

El rey Enrique se quedó inmóvil, y luego giró lentamente para mirar de frente a su primo. —¿Lo has comprobado en persona? Con esa entonación arrastrada, detestable, replicó: —Conocer en persona a lady Alisoun sería... —La muerte —lo interrumpió el rey—. Mataría al hombre que afirmara haber desflorado al más exquisito ejemplo de femineidad inglesa. Osbern no se movió. Sólo se movieron sus ojos, que pasaron del rey Enrique a Alisoun, luego otra vez al rey, y la dama percibió el momento en que comprendía. El deseo de Osbern de insultarla y de comprometerla lo había arrastrado más allá de los límites de la cortesía para entrar en el terreno del disgusto real. Tal vez fuese cinco años mayor que Enrique, pero éste era el rey, y ahora Osbern tendría


que humillarse. Con la gracia que caracterizaba todos sus movimientos, hizo una profunda reverencia a Alisoun que, en cierto modo, incluyó a Enrique y a toda la corte. —No dudo de que lady Alisoun aún es apta para enarbolar los verdaderos símbolos de pureza que distinguen a la propia virgen María, y yo desafiaré al hombre que insinúe lo contrario. En apariencia, el rey Enrique aceptó la disculpa, pero Alisoun no. ¿Cómo podía aceptarla? Había conservado su reputación y su virtud como una verdad sagrada, y su nombre estaría ahora en boca de los chismosos, por una breve visita a la corte. Una simple disculpa no podría borrar la mancha. Pero había sido demasiado bien educada para perder tiempo lamentando lo que no se podía reparar. Lo que sí hizo fue responderle al rey: —Ya que habéis enviado cinco hombres para casarse conmigo, mi señor, y yo soy una mujer madura, de pretensiones simples en lo que se refiere a un esposo, y esas pretensiones no se han modificado en los años de mi viudez. Soy noble, de ascendencia real, y por eso mi esposo debe ser noble. Como mi riqueza es considerable, también deberá serlo la de mi esposo. Soy responsable y me dedico al mantenimiento de mi riqueza y posición, por lo tanto mi esposo deberá ser igualmente dedicado. He puesto a prueba a esos hombres nobles y ricos, para ver si podía considerárselos compañeros responsables. En todos los casos huyeron, pero Simón, conde de Goodney, demostrará su nobleza por medio de su coherencia. Mi señor, os doy las gracias... La interrumpieron unos pasos que corrían. Alisoun lo oyó antes de verlo: Simón de Goodney, gritando con su voz nasal: —Basta. ¡Basta, mi señor! ¡Me niego! No me casaré con esta mujer.


3

Esa maldita mujer sin sesos se había marchado sin él. En la sala común del Crowing Cock, David maldecía a todas las mujeres y, en particular, a Alisoun de George's Cross. De su esposa había sabido lo imbéciles que eran las mujeres, aunque el día anterior Alisoun se había comportado como una persona normal, racional. Como un hombre. Y allí estaba él, con el dinero de ella en el bolsillo, y sin tener cómo prestar sus servicios. Bueno, si ella no lo quería, él no iba a perseguirla. Cierto que ella había dicho al alba, y habría quienes podían afirmar que el sol estaba llegando al cénit. Pero lady Alisoun debía comprender que si un hombre bebía tanto como él lo había hecho el día anterior, le llevaría tiempo dormir hasta que pasaran los efectos. ¿Cómo podría servir a esa tonta con la cabeza doliéndole y el estómago en rebelión? Esa mañana, abrazado a la almohada, David había estado haciéndole un favor. Furioso, pasó la pierna sobre el banco junto a la mesa, y vociferó: —¡Pan! Una muchacha corrió a satisfacer su orden bajo la mirada aprobatoria de su padre, el posadero. —¿Necesitaréis otra cosa, además de pan? —le preguntó el sujeto—. Tenemos un buen estofado de venado. David paseó la mirada por la posada del Crowing Cock. Nada de posadas oscuras, infestadas de piojos para lady Alisoun. Se quedaba con lo mejor y, sin duda, se lo merecía. —Sí —dijo entre dientes—. Comeré un tazón y también queso. —De inmediato, señor. —El posadero en persona le llevó el queso, mientras la moza le alcanzaba el guiso. El posadero examinó a David—. Godric, amo de esta casa, a vuestro servicio. Vos sois sir David de Radcliffe. Ah, todavía lo recordaban en las calles. David se esponjó, hasta que Godric agregó: —Vos sois el mercenario de lady Alisoun, ¿no? David detuvo la cuchara a milímetros de su boca abierta. —¿El mercenario de lady Alisoun? —Estampó la cuchara contra la mesa y se levantó—. ¿El mercenario de lady Alisounl Yo soy mi propio dueño, y no pertenezco a ninguna mujer. Echando una mirada hosca por la sala casi vacía, vio que la moza se encogía y que Godric se retorcía las manos. —Claro, señor. Ha sido una tontería de mi parte, señor. —Así está mejor. David hizo ademán de sentarse pero descubrió que había caído el banco al levantarse, y se detuvo instantes antes de dar con su trasero en el suelo. Godric se precipitó a colocar el banco debajo de él, murmurando todo el tiempo: —Porquería de banco. Muy poco sólido. Tendría que haberlo arreglado. —Esperó a que el cliente hubiese engullido varios bocados de estofado y preguntó, ansioso—: No diréis a lady Alisoun que os he disgustado, ¿verdad? David tuvo ganas de escupir el bocado en la cara del estúpido sujeto. Pero luego se enfrentó a la verdad, tragó y suspiró. Lo habían echado de posadas inferiores a ésa con sólo echarle un vistazo a su


vestimenta. Godric debió haber hecho lo mismo o, al menos, exigirle que le mostrase su dinero antes de servirle. Por lo tanto, debía de haber funcionado la influencia de lady Alisoun. —¿Por qué la señora se marchó tan temprano? —preguntó, gruñón. Godric se crispó. —Si bien no lo demostró, yo creo que ayer por la noche la señora se sintió incómoda, cuando cruzaba la taberna. Yo traté de desanimar las murmuraciones, pero la mortificación debió de ser peor de lo que ella podía soportar. —Cabeceó, con aire sabio—. ¿Qué mujer no se sentiría apesadumbrada? Sin duda, Godric estaba convencido de que David gozaba de las confidencias de la dama, y no quería desilusionarlo. Por eso, retribuyó el cabeceo con la misma expresión y se metió un trozo de pan en la boca. —¡Ser rechazada con tanta rudeza! —dijo Godric, chasqueando la lengua—. Y delante de toda la corte... Ante la idea de que se le bajaran los humos a lady Alisoun, David se reanimó un poco. Masticó y tragó. —¿Y quién la rechazó? Un don nadie. Indignado, Godric protestó: —Yo no lo calificaría de don nadie. Simón es conde de Goodney, y posee tanto oro que sus monedas tienen telarañas, además de una ascendencia que haría sonrojar al propio soberano. Pero al rechazar la orden del rey Enrique de casarse con esa bella dama, se ha convertido en un ser bajo y pestilente. —Por todos los santos. —David estaba asombrado—. Simón de Goodney la ha rechazado. —El asombro de David hizo retroceder a Godric, y el caballero se apresuró a desviar las sospechas del tabernero—. Casi no puedo creerlo, puesto que ese hombre es próspero como un español con una botella de Oporto. —Oh, sí. —Godric estrujó un trapo que colgaba de su cinturón y lo pasó por la mesa—. Es un hecho muy sabido entre los dueños de posadas. —¿Y qué me decís del otro pretendiente? —Al ver que Godric adoptaba un aire perplejo, David le explicó—: El que conspira para raptarla. ¿Cómo reaccionó él al repudio de Simón? —No sabía del otro pretendiente de lady Alisoun. —Godric se inclinó hacia él—. ¿Quién es? Buena pregunta y, sin duda, Godric no podría responderla. David tendría que encontrar otro modo. Con expresión virtuosa, dijo: —Si no es de dominio común, tal vez mi señora prefiera que siga siendo así. Decepcionado, Godric se incorporó, y David volvió a concentrarse en su plato. Godric, como posadero astuto que era, se retiró para dejarlo comer en paz, y a medida que el estómago de David se llenaba, su honor volvía a la vida. Lady Alisoun le había dado monedas de oro. Él las había aceptado, y por lo tanto ella tenía derecho a determinar hora y lugar donde él cumpliría su obligación. Por lo que había oído, tal vez la dama lo hubiese esperado de no ser por Simón de Goodney. Tal vez debiera rugir de contento al saber que la altiva lady Alisoun había sido humillada, pero él se había encontrado con el gran lord Simón, y sabía hasta qué punto llegaba la petulancia de ese hombre. —De hecho —murmuró, en beneficio del cuenco vacío—, si Simón de Goodney la ha rechazado, ése es un punto a favor de ella. —Muy cierto, sir David. Erguido cerca de él al ver que había terminado, Godric retiró el cuenco y le ofreció una fuente con agua. David la miró, suspicaz, pero Godric le indicó que era para lavarse los dedos, y así lo hizo. A fin de cuentas, él sí había aprendido modales durante el tiempo que pasó en la corte, como adalid del rey. Lo que sucedía era que hacía mucho que no necesitaba utilizarlos. Godric le tendió una toalla. — Cabría suponer que ella es demasiado fina para tipos como ése. Levantándose mucho más reconfortado, David se rascó la barriga y se estiró. — Ordenad a vuestros mozos de cuadra que traigan mi caballo. Ahora iré a alcanzar a lady Alisoun. — Con vos a su lado, estará bien protegida. En la periferia de la visión de David apareció la palma extendida de Godric, y el caballero puso una moneda en ella. Se impresionó al ver que el posadero no la mordía para asegurarse de que fuese auténtica, sino que la metió en su monedero, donde cayó, tintineando, contra sus iguales. ¡Ah, poder estar en una


posada así! ¡Poder costear esos mismos lujos para su hija...! Anheló con vehemencia los privilegios de lady Alisoun. Godric dijo: — Me afligí cuando ella se marchó con esos carros, cargados con las compras que había hecho, pero con vuestra presencia, me quedaré tranquilo. — ¿Cuántos carros? — preguntó David. — ¡Tres! Godric lo miró con curiosidad. — Lady Alisoun es eficiente. Combinó su homenaje al rey con el viaje que hace dos veces al año para efectuar compras. David sacudió la cabeza. — Mujeres... Godric se irguió y, por primera vez, manifestó cierta impaciencia varonil. — Sí, mujeres... En el patio de la posada, dos mozos se colgaban de las riendas del potro, y Louis meneaba la cabeza. Uno de ellos salió volando, y los ojos del otro se agrandaron cuando se quedó con las riendas en la mano. David tomó las riendas y obligó a frenarse al caballo de guerra. El mozo que seguía aferrado cayó al suelo como una mosca espantada por un perro, mientras el otro se apresuraba a apartarse de la tierra y del riesgo. Mirando a la soberbia cara de Louis, David le explicó: — Tenemos que reunimos con lady Alisoun. Con su habitual sensatez, Louis agitó la cabeza, relinchó y trató de saltar hacia atrás. David se colgó de las riendas y maldijo, desfogando su malhumor en el caballo con la tranquilidad de saber que el caballo le devolvería el favor. No siempre el rey Louis había sido tan caprichoso. En su juventud, el macizo potro blanco había formado parte de la leyenda de David. Caballeros novatos contaban que David había bautizado a su caballo en honor del rey francés, y que eso enfureció de tal manera al animal, de raza inglesa, que había peleado para dejar sentada su posición, entrando así en los anales de la historia. Pero seis años de relativa inactividad le habían dado la convicción de que los torneos y los combates eran para caballos más jóvenes. Él prefería la comodidad de su propio pesebre. Prefería sus caballerizos personales para que lo cuidasen, y no le agradaba ser convocado a cumplir con su deber cuando debía estar siendo alabado por sus pasadas glorias. En síntesis, Louis se parecía mucho a su amo. Como David lo había llevado a Lancaster, Louis le manifestaba su hostilidad negándose a obedecer incluso al ser que adoraba. David había intentado razonar con él pero, la mayor parte del tiempo, ambos habían recurrido a la fuerza bruta. Como en ese momento. David le dio un golpe en el hombro. Louis le retribuyó con un golpe indirecto a la espinilla. Y aunque la pesada bota alta de cuero lo protegió de daños graves, maldijo y bailoteó alrededor, observado por Louis, que desnudó sus dientes en una sonrisa. Por fin, satisfecho, el potro le permitió montar sobre su lomo. Saludando con la mano a Godric, David enfiló a Louis hacia el norte, rumbo a George's Cross. David conocía la transitada ruta. ¿Cómo no iba a conocerla? George's Cross era considerado el último bastión de la civilización en medio de las tierras salvajes cubiertas de páramos y bosques, junto al Mar de Irlanda. Su bienamado Radcliffe estaba apartado de esa civilización, y David había tenido que cabalgar atravesando George's Cross en su trayecto hacia Lancaster, al sur. Pescadores, ovejas y mercaderes se mezclaban en el próspero caserío. David había observado —observó con atención—, y no vio muchas evidencias de la sequía de dos años que a él lo había aplastado. Quizás hubiese sido menos virulenta más al sur; tal vez el pueblo de George's Cross había tenido una reserva a la cual recurrir. Y si bien se alegraba de haber ido, al mismo tiempo lo carcomía la envidia. Lady Alisoun había heredado de sus padres George's Cross y otras propiedades. Después, cuando murió el esposo, recibió la parte de la viuda de las propiedades de éste. De sus padres, David no había heredado más que un viejo escudo y una espada, y la orden de salir a abrirse paso en el mundo, y si bien su esposa había aportado tierras a través del contrato de matrimonio, él jamás había conocido a una mujercita tan medrosa como ella. David había sufrido por cada hectárea. Y ahora, tendría que proteger a otra mujercita asustada. Cierto que el día anterior no lo parecía, pero debía de ser veleidosa para haberse ido, dejando que él la siguiera, con una bolsa lleno de oro. Cuando


un hombre se hundía profundamente en el pozo de la cerveza, no se levantaba de un salto al rayar el día; ella tendría que comprenderlo. Recordó el semblante austero y despojado de emociones que había presentado la dama el día anterior. De todos modos, ella no entendía. Quizás, una mujer como ella estaba habituada a ser obedecida. Quizás, una mujer como ella... por todos los santos, no quería trabajar para una mujer así. Lo único que quería era pasar a caballo por George's Cross y dirigirse al castillo de Radcliffe, donde lo esperaban su hija y su gente. Tembló un instante al debatirse contra el deseo de ver iluminarse el rostro delgado de Bert cuando veía a su papá. Louis también tembló, como si comprendiera, y apretó el paso. —No, buen amigo —dijo David en voz alta—. Tenemos que cumplir un trato, aunque necesitemos perseguir a esa mujer cubierta con una toca para cumplirlo. Louis exhaló un prolongado suspiro caballar, levantó la cabeza, y relinchó. Le respondió otro relincho, y David supo que, pasando la siguiente colina, otra persona cabalgaba... esperaba que fuesen lady Alisoun y su escolta. Pero, si era desafortunado, podrían ser salteadores de caminos, y él tendría que aplastarlos. Sonrió, sacando la espada de su vaina. Le vendría bien una buena pelea, más si era de ésas que podía ganar. Se puso el yelmo en la cabeza, blandió la espada y se acomodó en la montura. El enorme caballo entendió su deseo, y se lanzó a trotar. Si bien Louis podía fingir mal carácter, su curiosidad y su confianza eran tan grandes como las de su amo. Al llegar a la cima, David vio que no se trataba de ladrones sino de tres carros muy cargados que avanzaban trabajosamente por el camino boscoso. Robustos bueyes se sacudían el polvo estival al tiempo que tiraban con esfuerzo de los carros. Los conductores caminaban junto a las cabezas de los animales, con varas en las manos. Pero David no vio por ningún lado a lady Alisoun ni a sus guardias armados. —¡Dulce Madre de Dios! —Convencido de que la dama había sufrido una calamidad, espoleó a Louis y alcanzó a los carros en el preciso momento en que llegaban al vado de un arroyuelo—. ¡Eh! — les gritó. —¡Alto! —oyó a sus espaldas. Giró en la montura y se quedó mirando. A la sombra de los árboles, había dos caballeros provistos de yelmos, preparados sobre sus caballos, con todos los avíos de batalla preparados. Uno portaba una lanza, otro una maza, y a David se le oprimió el corazón. No tuvo dudas de que esos dos renegados ya habían robado y asesinado a lady Alisoun. ¡Por Dios, había perdido la gallina de los huevos de oro, y sólo se quedó con unas pocas plumas! Contempló la aguzada punta de la lanza. Si no tenía cuidado, él también perdería las plumas. Sin aviso previo, espoleó a Louis, y el enorme animal se lanzó a galope tendido en un abrir y cerrar de ojos. David lanzó su grito de guerra y pasó a la carrera entre los dos caballeros, derribando con su escudo al de la lanza, y haciendo girar la espada en el aire, pues el otro se agachó y chilló. El experto contraataque que esperaba no se produjo, y el impulso de su carrera lo hizo internarse en lo más denso del bosque. —Idiotas —refunfuñó, tratando de encontrar espacio para hacer virar a Louis—. No son caballeros; deben de haberlo robado todo. Ven, Louis, vamos a... —No. La voz de la mujer lo detuvo en sus pasos. Conocía esa voz: al reconocerla, le dolieron las costillas. —¿Lady Alisoun? El matorral crujió, y de él salió lady Alisoun, serena como una monja. —Sir David, creí que nos habíais abandonado. Ahí estaba. ¡Dios del Cielo, esos carros eran los de ella, y debía de estar en manos de esos villanos quién sabía desde cuándo! —¿Os han hecho daño? —preguntó David. Parecía intacta en su serena belleza. Su capa de montar de terciopelo verde caía en pliegues regulares desde los hombros, el sombrero estaba bien colocado sobre su cabeza, y la toca plisada, en su lugar. Ni una hebra de cabello escapaba del encierro, ni una lágrima estropeaba la pureza de su cutis. Y aun así, la culpa estrechó la garganta de David. Si hubiese llegado más temprano a la posada... si se hubiese saltado la comida... si hubiese galopado más a prisa... Que Dios lo perdonase: le había fallado a la dama. Y él sabía bien qué destino le esperaba a lady Alisoun si volvía a fallarle.


—Yo os salvaré. —¿De qué? La mujer echó una mirada alrededor. David hizo girar a Louis en un estrecho círculo. —¿De Ivo y Gunnewate? —preguntó la dama. David ya estaba preparado para atacar cuando comprendió sus palabras. —¿Ivo y... vuestros guardias armados? —Los mismos. —Con la parsimonia que caracterizaba todos sus movimientos, desapareció y volvió a aparecer llevando un palafrén. En tono de censura, le preguntó—: ¿Quién iba a custodiarme? Vos no llegasteis al alba. —Yo no llegué al alba —repitió, con calma. Ah, si ella supiera que era demasiada calma. —Cuando doy una orden, espero que se me obedezca. David de Radcliffe, si vais a ser mi hombre, deberéis hacer lo que yo diga. David se quitó los guantes e hizo marchar a Louis al paso. —¿De modo que os marchasteis de la posada del Crowing Cock para darme una lección? Alisoun vaciló, e inclinó la cabeza. —Se podría decir que no me disgusta haber logrado eso, además. David trató de contenerse. En realidad, lo intentó, pero esta... esta mujer lo había hecho sentirse culpable. ¡Por nada! Jamás había estado en peligro. En todo momento tuvo el control de la situación, y él había estado lanzándose a la carga como un estúpido. —¿Una lección, a mí? Y si yo hubiese sido ladrón y asesino, mi señora, ¿quién habría recibido la lección? —Alisoun trató de hablar, pero David se inclinó en la montura y la sujetó de la barbilla. Le hizo levantar la cara y la miró, furioso—. Acabo de demostrar que un caballero experto no es rival para dos pequeños guardias de corps, y existen caballeros que vagabundean por los caminos. Se habrían apoderado de vuestras mercancías, matado a vuestros hombres, abusado de vuestro cuerpo, y colgado vuestros intestinos de un árbol. La soltó y metió la mano dentro del guante con un movimiento brutal. Alisoun se tocó la barbilla, donde quedaban las marcas de los dedos de él sobre su piel pálida. —Entiendo. —Esos hombres harían que vuestro miedo a que vuestro pretendiente os rapte palidezca, en comparación. La próxima vez que contratéis a un mercenario, esperadlo. —Sí, desde luego. —¿Qué mal había en esperar? ¿O en mandarme a buscar con uno de los sirvientes? —Al parecer, mi juicio estaba equivocado. —Montó su manso palafrén, lo hizo acercarse al caballero, y lo detuvo a su lado. Mirándolo a los ojos con los suyos, grises y fríos, y dijo—: Perdonadme, David de Radcliffe. David se quedó mirándola mientras ella se dirigía hacia el camino iluminado. ¡Qué bien había soportado su reconvención! Sopesó la queja de él, la analizó según la lógica y, sin presentar excusas, admitió que había actuado de manera tonta. Entonces, sin más, se disculpó, de modo plácido y sincero. David apretó los labios para acallar un silbido. Ahora comprendía por qué no había vuelto a casarse. Cada hombre de Inglaterra debía de temblar al enfrentarse a esa actitud tan sensata, que hacía muy difícil que un hombre se sintiera superior. —¡Ivo! —llamó Alisoun—. ¡Gunnewate! Levantaos del suelo y sigamos. Si queremos llegar a George's Cross en sólo cuatro días, tendremos que aprovechar cada minuto de sol. David salió del bosque y vio a Ivo tratando de ayudar a que Gunnewate, metido en la armadura, se pusiera de pie. Guió a Louis hacia los dos hombres. El acero entrechocaba, produciendo desafinadas notas que exasperaban la armonía de la naturaleza. —¡De prisa! —Alisoun batió palmas, y los guantes de cuero amortiguaron el sonido—. Los carros han pasado adelante y, como ha demostrado con tanta eficacia sir David, somos vulnerables a un ataque. Sonriente, David se quedó atrás y les dijo: —Sí, será mejor que os deis prisa, mis buenos amigos. Por el modo en que remoloneáis, se diría que la armadura de un caballero pesara cincuenta kilos. —Hizo ponerse en movimiento a Louis, y gritó, mirando hacia atrás—: No puede pesar más de treinta. Al oír maldiciones, rió entre dientes y se lanzó al galope. Alisoun había alcanzado a los lentos carros y ahora avanzaba junto a ellos, buscando el camino abierto para que el polvo no la molestara.


Siguiéndola, David les habló a los carreteros al pasar. Los adustos campesinos se quedaron mirándolo como si jamás hubiesen oído a un noble que pudiese conversar en su lengua vulgar. David insistió, deseando que le contestaran, sabiendo que en su azarosa situación tal vez tuviese que recurrir a la fuerza de ellos y a sus sólidos palos. Todos ellos se tironearon de sus respectivos flequillos y lo saludaron con murmullos, y David consideró esa moderada comunicación como un éxito. Luego, se adelantó para unirse a Alisoun y le dijo: —Mi señora, vuestros hombres armados no son caballeros; ¿por qué les permitís andar por ahí con armaduras? Alis.oun le dirigió una mirada preocupada. —Sé que no llevan bien sus armaduras, pero mi caballero principal, sir Walter, se quedó en George's Cross como salvaguarda contra cualquier problema que pudiera estar gestándose. Dos de mis mercenarios, John de Beauchamp y Lothair de Hohenstaufen, me acompañaron a Lancaster pero luego me dijeron que habían recibido una oferta mejor mientras estaban en el pueblo. —Bajó la voz—. Al parecer, la aceptaron porque dos días atrás aún no habían regresado a la posada, y se llevaron con ellos a seis de mis hombres armados. —Eso se gana al contratar a un mercenario alemán. Son unos tipos desagradables, inútiles, capaces de cortarle el cuello a uno mientras duerme. —Ilustró con el gesto de pasarse un dedo por el cuello—. Pero... ¿John de Beauchamp? Yo he luchado junto a John. Es un buen hombre. No puedo creer que haya abandonado a su señora antes de finalizar su obligación. —Sí. —Alisoun se volvió en la montura y echó una mirada a los carros, como si así pudiese protegerlos—. Yo también pensé lo mismo. —¿Mandasteis a...? Titubeó. ¿Habría mandado a buscar a John? ¿Cómo hacía una dama para buscar a un mercenario? ¿Recorría las tabernas y levantaba las cabezas de todos los borrachos? Eso había hecho con él, pero... —Mandé a Ivo a buscar a John y a mis hombres, y él oyó decir que todos ellos se habían ido a Wolston con su nuevo amo. —Se encogió de hombros con gesto elegante—. A veces, a un mercenario le resulta difícil recibir órdenes de una mujer. —Sí. —David lo comprendió, y se rascó la barba medio crecida que le escocía la piel—. Por eso hicisteis que Ivo y Gunnewate se pusieran las armaduras. ¿De dónde las sacasteis? —Una es mía, para uno de los escuderos de mi casa. Como pronto ganará sus espuelas, yo equipo a todos los niños que he amadrinado. Impresionado a pesar de sí mismo, David dijo: —Es buen gesto de vuestra parte. —La otra... la encontró Ivo. —Miró hacia la ruta con expresión intencionada—. Es de John. David hizo que Louis se pusiera delante del caballo de Alisoun, y sujetó las riendas cerca de la boca del palafrén. Se detuvieron en mitad del camino, y él dijo: —Eso es jugar sucio. —Eso sospeché. —John jamás dejaría su armadura. ¿Sabéis cuánto cuesta un conjunto completo? —Acabo de deciros que he comprado una. —Es demasiado costosa para que un caballero sin tierras la deje abandonada. —Demasiado costosa. La serenidad de su expresión no se alteró. Su semblante no cambió. Tenía toda la vivacidad de una estatua de piedra en la catedral de Ripon, y David lanzó una larga retahila de maldiciones. —¿No os importa que, tal vez, un buen hombre que ha estado a vuestro servicio haya sido asesinado? —Es un hecho desafortunado que deploro profundamente, y he encendido velas en su nombre, orando por su retorno sano y salvo, y por su alma, en caso de que haya abandonado esta tierra. —Controló sin dificultad al caballo, sin hacer mucha fuerza con sus manos enguantadas—. ¿Qué más esperabais que hiciera? Sin decirlo, David pensó: "Gemir un poco. Enjugarse una lágrima. Por lo menos, manifestar terror por su propia seguridad". Pero eso era una estupidez, y él lo sabía. Detestaba a las mujeres que se comportaban de manera melodramática, y no quería tener que tratar con una de ésas. —Si no seguimos, los carros nos alcanzarán —le recordó Alisoun. David soltó al palafrén, y siguieron avanzando por el camino, que ahora serpenteaba hacia arriba, penetrando más en la parte salvaje de Northumbria. Los ingleses se referían a esa zona, las elevadas montañas Cumbria, calificándolas de áridas, atemorizantes, imponentes. Y si bien se podían considerar escabrosas,


asoladas por nieblas repentinas y tormentas oceánicas, también se brindaban, generosas, a los que se atrevían a desafiarlas. En lo alto, había marjales donde pacían rebaños de ovejas, el bosque brindaba caza y leña, y el mar entregaba regularmente sus tesoros. Hasta que comenzó la sequía, David había ido agregando comodidades a su pequeño castillo, llevándoles a sus campesinos ganado nuevo para mejorar la raza. Ahora, sus cosechas se habían marchitado, su ganado y sus campesinos habían muerto o estaban moribundos, su hija... no podía pensar en su hija, con las mejillas hundidas. —¿Por qué no contratasteis a otro cuando vuestros hombres se fueron? —preguntó. Alisoun le dirigió una mirada desdeñosa. —Pensé que eso había hecho. Su simpatía por los mercenarios desaparecidos aumentó, y deseó que se le hubiese presentado otro empleo. Aun así, era afortunado de tener incluso éste, de modo que se esforzó al máximo por ser ecuánime. —Me refería a haberlo hecho hace tres días. Cierto que me habéis contratado a mí, pero sin duda habréis visto que un caballero es insuficiente para defender tres carros y una viuda casadera. —No había ningún otro caballero disponible. Le costó creer que presentara una excusa tan pobre. —¿No había más caballeros disponibles? Señora, siempre hay hijos menores, hombres que buscan empleo para llenarse las barrigas, pues, si no lo hicieran, morirían de hambre. —Llegaron a la cima de una cuesta, y aprovechó la altura para mirar adelante y también atrás—. Yo lo sé, porque era uno de ellos. —No había ninguno que tuviera interés en ir a George's Cross —respondió la dama, sin titubear. Ansiosos por ocupar sus posiciones como defensores de su señora, Ivo y Gunnewate se acercaron galopando por el camino, detrás de los carros. David sonrió para sí, sabiendo cómo debía de carcomerlos su derrota. Convencido de que al menos ese tramo del camino era seguro, David se volvió de nuevo a Alisoun. —No debéis de habérselo pedido a los hombres apropiados. —Tal vez no. Como antes, la expresión de la dama no cambió, su voz mantuvo esa vibración baja, serena y, sin embargo, de algún modo, David notó que estaba... ¿preocupada? ¿Temerosa? Se enderezó y la observó otra vez. ¿Por qué se le había ocurrido semejante cosa? ¿Qué había visto? La mirada de Alisoun se posó, confiada, en la de él, pero sus ojos... ¿no tenían una especie de velo? ¿No se había oscurecido un poco el gris? ¡Pensar que él había anhelado a una mujer que no gimiera ante cada emoción que sentía! Para comprender a esta mujer hacía falta concentración. Tendría que intentarlo, culebreando por entre los complejos recorridos de su cerebro femenino. Era una pesadilla para un guerrero, pero como ella no le había dicho nada, tenía que pensar. ¿Por qué se la veía tan aprensiva? Había perdido a sus hombres y, lo más probable, por medio de una treta sucia. Ningún hombre quiso ser contratado por ella, aunque pagaba bien. Él lo sabía por experiencia personal. También sabía que el dinero liberalmente distribuido aliviaba el escozor de trabajar para una mujer. Había algo que no estaba bien. Era preciso que un hombre muy influyente le hubiese hecho imposible contratar a otros mercenarios. Pensativo, observó cómo Alisoun indicaba a Ivo y Gunnewate que cabalgaran detrás de los carros, protegiendo la retaguardia, y luego le ordenó a él que siguiera con su vigilancia. Alisoun no había admitido tener un pretendiente, y ningún hombre astuto que procurase obtener una esposa rica la pondría en guardia robando y asesinato a sus hombres de uno en uno. Eso significaba que, tal vez, su primera deducción había sido equivocada. —Debéis de haber ofendido a un temible lord. Aguardó una explicación, sabiendo que a las mujeres les encantaba hablar de sus problemas. Pero ella lo ignoró. Probó con una acusación injusta: —Seguramente, coqueteasteis con él y después lo rechazasteis. A las mujeres les gusta hacer sufrir así a los hombres. Con expresión colérica, la dama abrió la boca. Pero cierta luz de triunfo debió de haberse reflejado en David, porque volvió a cerrarla y selló los labios con firmeza. Por último, David apeló a su buen sentido. —Sería útil saber cómo y por qué os amenazan. ¿Existe la posibilidad de que seamos superados por una fuerza numerosa?


—No. —Le brindó la información con desgana—. Si es que nos atacan, será una fuerza reducida pero, por lo general, este individuo prefiere actuar solo. —¿Ha intentado mataros? —Si quisiera matarme, ya estaría muerta. No, esta bestia acecha por placer, para provocar miedo y odio. Y, desde luego, Alisoun odiaba a ese hombre. En el rostro sereno, esa leve curva del labio era como un despliegue flagrante de emociones, y David se felicitó por haberla entendido tan bien. —En verdad, estáis haciendo un buen trabajo, pero quisiera saber... Lo interrumpió: —Vuestro trabajo consiste en mantenerme a salvo, no entregaros a especulaciones vanas. Si necesitáis saber más para desempeñar mejor vuestra tarea, devolved el oro de inmediato y seguid vuestro camino. ¡Por el brazo de Saint Michael, era fría e inflexible como un demonio femenino! Sin embargo — tocó el saco de cuero que contenía las preciosas monedas—, por ese dinero haría lo que le ordenaban. Al menos por el momento. Se tiró del flequillo y dijo en tono sarcástico: —Como digáis, mi señora. Vos siempre tenéis razón

4

Alisoun estaba otra vez despierta. David miró en dirección de la hamaca colgada entre dos árboles. Sintió crujir la fibra de cáñamo cuando ella se daba vuelta con cuidado, dándole la espalda, y mirando hacia la profundidad del bosque. Había hecho lo mismo las dos noches pasadas, dándose vueltas y cuidando de no despertar a nadie. Por desgracia, cuando David asumió su papel de guardián, se despertaba con cada uno de los movimientos de ella. La noche anterior atribuyó la inquietud de Alisoun a las molestias de la montura o a la incapacidad de dormir al aire libre, pero esa noche ya no podía engañarse: ella no confiaba en su vigilancia. Alisoun levantó la cabeza. David también, y escudriñó alrededor: nada. Sólo oscuridad, colmada de los crujidos de los árboles, sacudidos por el viento, los gruñidos y chillidos de las criaturas nocturnas y el retumbar de los ronquidos de Ivo. Cautelosa, Alisoun se incorporó. David, también. Aunque no había luna, el follaje de los árboles ocultaba la luz de las estrellas, él podía distinguir el resplandor del cabello de la mujer. Se asombró al descubrir que se había quitado la toca y soltado las trenzas para dormir. La esposa de él se había mostrado muy firme en que las damas jamás revelaban su gloriosa corona natural. Ciertamente, Mary había descubierto muy pronto que los mechones sueltos de una mujer le provocaban deseos pecaminosos a él, y hubiera sido capaz de cualquier cosa por evitarlo. Después de que concibieron a su hija, él también hizo todo lo posible por evitarlo. Ni la perspectiva de otro hijo a quien mimar pudo superar su disgusto por acostarse con esa mujer que cada vez se asemejaba más a un pato mudando las plumas, y olía como el gusano preferido de ese pato. Alisoun se había frotado la cabeza descubierta con las manos, como disfrutando de la libertad y, después de todo, ¿quién la vería en la oscuridad? Sólo David, y él tenía que esforzarse para verla. Sacando las piernas fuera de la hamaca, Alisoun se levantó, dándole la espalda. Le preguntó con suavidad: —¿Qué es lo que teméis, lady Alisoun?


La mujer se sobresaltó, se volvió y, enredándose en su propia falda, cayó otra vez sobre la hamaca. David se levantó y fue hacia ella. —Os aseguro que he puesto la oreja en la tierra y no he oído nada. La dama se irguió y, con una compostura que él no podía menos que admirar, susurró: —Estoy preocupada por mis carros. No la creyó ni por un instante. El gran peso de los carros impedía que se alejaran mucho del camino, y Alisoun había dejado sólo a Gunnewate para custodiarlos, llevándose con ella a Ivo y a David, para internarse en el bosque. Prohibió que hicieran fuego, y prefirió comer una comida fría de tortas de trigo y queso. Y ahora, no podía dormir. No importaba que él no detectara señales de persecución. Ni que los únicos rostros que había visto pertenecieron a las personas del grupo. La tensión creciente de Alisoun había asentado sus habilidades vacilantes. Ojalá confiara en que él podía cumplir sus responsabilidades, aunque él ya había comprendido que la lady Alisoun de George's Cross siempre asumía la responsabilidad de todo y de todos. —Me pareció oír crujir una rama —admitió la dama. Ese indicio de debilidad con respecto a sí misma lo reafirmó a él: resultaba que era una mujer como cualquier otra. Imaginaba amenazas que no existían, y pedía seguridad cuando no era necesario. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, le palmeó la cabeza, y le acarició el cabello, como habría hecho con un perro. —Mi señora, en este bosque habitan bestias peligrosas, pero no hombres. He estado alerta. Yo la protegeré. Alisoun le apartó la mano con el puño, y su voz lo azotó como un látigo. —¿Esto os parece divertido? Acercando el brazo al pecho, David se frotó el sitio dolorido. —No, mi señora, lo único que pretendía era aliviar vuestro temor. —No seáis condescendiente conmigo.

David reaccionó con un sobresalto. Ya no dudaba de la animosidad de la dama. En esos dos últimos días, había visto más de una vez que ella era capaz de despojar a un hombre de su orgullo, de su dignidad, de su sentido común, con un par de palabras bien escogidas. Ivo y Gunnewate soportaban con estoicismo los latigazos de su lengua. Los boyeros esperaban insultos. ¡Pero, condenada fuese! No podía hablarle de ese modo a él, que había sido adalid del rey. Se dio la vuelta y volvió hacia su jergón. —Inquieta y nerviosa —murmuró, en voz lo bastante alta para que Alisoun lo oyese. No le respondió, y David pateó el jergón y estrujó las mantas en una vivida demostración de enfado. Colocó en su lugar el tronco que usaba de almohada y se acostó, le dio la espalda a la señora, y cerró los ojos. El silencio le atacó los oídos. La conversación y su estrepitosa manifestación habían sofocado los sonidos de las criaturas nocturnas y despertado a Ivo, que ya no roncaba sino que respiraba lenta y regularmente. Sin duda, Ivo esperaba oír otra disputa entre su señora y el hombre al que, evidentemente, no consideraba digno de servirla. Todos esperaban. ¿Qué estaba haciendo Alisoun? David no oía ningún sonido que llegara desde la hamaca. No la oía moverse en absoluto. ¿Estaba inmóvil, donde él la había dejado? ¿Seguiría mirando, esforzándose por oír de antemano el ruido de un ataque? ¿Qué clase de hombre podía asustar tanto a una mujer? Porque estaba asustada y, al percatarse de que el silencio continuaba, David se dedicó a pensar excusas para ella. ¿Qué importaba que despojara a un hombre de su orgullo? Era mujer, y la única arma de una mujer eran las palabras. En cierto modo, él podía entender el disgusto de ella. Lo había acusado de ser condescendiente con ella, y era cierto. La había tratado como a una niña que necesitara consuelo, y en cambio era una mujer que buscaba una solución franca para sus preocupaciones. Más aún, él era fuerte, digno, hecho a imagen de Dios. Un hombre de verdad no se encogía cuando una mujer se enfurruñaba o le hacía reproches. Un hombre de verdad tranquilizaba a una mujer, la hacía sentirse segura. David era un hombre de verdad.


Abrió su saco, encontró el trozo de cuerda que siempre llevaba consigo, se puso de pie, y caminó hacia la hamaca. Se arrodilló y ató la cuerda en torno de uno de los árboles más pequeños, más o menos a la altura de la rodilla. Luego, desenrollando la cuerda mientras caminaba hacia atrás, rodeó otro de los árboles que había alrededor de Alisoun. Formando ángulo recto con el primer lado, cruzó hasta el otro árbol, luego al otro, formando un cuadrado alrededor de la hamaca donde la dama dormía. —¿Qué estáis haciendo? —preguntó la voz bien modulada de Alisoun, en tono de distante curiosidad. —Nadie que trate de acercarse verá esta cuerda. Tropezará, despertará a todos, y yo me arrojaré sobre él de inmediato. Es una vieja treta que he usado para protegerme yo mismo durante años. —Ya veo. Muy inteligente. Ató el último nudo, y se incorporó. Esforzándose por ver la expresión del rostro de ella, dijo: —Bien, ¿no preferís tenderos y dormir, mi señora? Ahora estaréis segura. Con cuidado, Alisoun se tendió de nuevo en la hamaca. Observándola, David se frotó las manos, satisfecho. —Ahora, nada podrá atacaros. —Me siento segura —reconoció. Buscó a tientas la manta con que se había cubierto antes, pero se había caído al suelo y formaba un oscuro montón fuera de su alcance, y cuando se estiró para agarrarla, la hamaca se balanceó peligrosamente. David la recogió antes de que Alisoun se cayera por el borde de la hamaca y la sacudió. —¿Me permitís? Sin esperar el permiso, le extendió la manta sobre las piernas y le arropó los pies. La mujer buscó a tientas el borde para subírsela hasta los hombros, y David le apartó los dedos. Con movimientos lentos, cuidando de no faltarle al respeto, estiró y estiró la fina lana tejida. La piel de Alisoun le entibió los dedos cuando la acomodó sobre el cuello. Las cicatrices y los callos de su mano tironearon del cabello de ella y se engancharon cuando trató de soltarse. La dama se quedó quieta, respirando de modo profundo y regular. El caballero, inclinado sobre ella, vio sus ojos brillar y agrandarse cuando él se apoderó de unos mechones sueltos en un puñado y se esforzó por distinguir su color. Rubio, supuso. Tenía que ser rubia... pálida, lavada, sin color. Y, sin embargo, cada hebra parecía teñida de fuego. Le echó otra mirada. ¿Rojo? Soltó el mechón como si le hubiese quemado. No podía ser rojo. Seguramente, la débil luz de las estrellas le engañaba la vista. Carraspeó. Debería volver a acostarse, pero le agradaba esa sensación del deber cumplido. —Hacía falta un hombre de verdad para hacer que os sintierais segura. —Que Dios os bendiga por vuestra bondadosa consideración. Se alegró, pensando si Dios respondería a la plegaria de ella con la misma estimación que todos le demostraban, y luego rió de su propia tontería. Bien podía ser que esa mujer hiciera amilanarse a sus guardias armados, pero no ejercía ningún efecto místico sobre Dios... ni sobre él mismo. —Sí. —Tironeó de la cuerda para cerciorarse de que la tensión fuera suficiente para detener a un hombre—. Uso esto nada más que cuando duermo solo o con hombres en quienes no tengo motivos para confiar. Fuera de eso, confío en mis sentidos, aunque entiendo que a una mujer la cuerda le brinda confianza. Me alegro de haberlo pensado. —Yo también me alegro. —Bueno, pues, dormid... Ivo lanzó un fuerte resoplido exasperado. —¿Cómo podría dormir la señora mientras vos parloteáis de ese modo? Dejad de elogiaros a vos mismo y volved a vuestro jergón. David se sintió insultado. —Yo no respondo ante vos, hombre. Lady Alisoun me agradece mi protección y yo lo acepto con gusto. Había levantado un pie encima de la cuerda para alejarse, cuando Ivo replicó: —Sí, si es atacada, la cuerda la protegerá pero no hará nada contra otra flecha apuntada a su corazón, ¿cierto? El pie de David se cayó, quedó atrapado y enredado, y él cayó con una sacudida que hizo estremecer la tierra.


Para Alisoun, ver la aldea de George's Cross fue como ver el paraíso. Acurrucada en un valle no lejos del mar, rodeaba un cuadrado de tamaño suficiente para albergar un mercado, que funcionaba los Días de la Cosecha. El pueblo lanzaba vivas a su paso por las calles, pero Alisoun no se engañaba, sabiendo que se alegraban más por el contenido de los carros que la seguían a cierta distancia. Su pueblo la amaba... a diferencia de cierto mercenario que, sin duda, tenía intenciones de ejercer la violencia. Cuando ingresó en la plaza, la gente se agolpó alrededor. Ivo y Gunnewate se quedaron atrás. Los carros parecían puntos sobre el camino. Sólo David estaba pegado a ella como un erizo a un vellón de lana, mientras su pueblo rodeaba a la señora. Hasta trató de bloquearle el paso a Fenchel cuando se adelantó, pero Alisoun le puso la mano en el brazo y negó con la cabeza. —¿Lo conocéis? —preguntó David. —Es el magistrado principal de la aldea—le respondió la dama. David observó al flaco hombrecillo calvo y, al parecer, llegó a la conclusión de que no representaba ninguna amenaza, porque se apartó y dejó que Fenchel se aproximara. —Fenchel, ¿cómo va la esquila? —preguntó Alisoun en lengua popular, y en tono especialmente cálido, para compensar la brusquedad de David. Fenchel se quitó el sombrero, hizo una profunda reverencia y respondió en el mismo idioma. —Acaba de terminar, mi señora. Los vellones están respirando en los cobertizos para lana de toda la aldea. —Después de la esquila, los vellones todavía están tibios —le explicó la dama al caballero—. Si la noche es fría, es posible que se muevan durante toda la noche. —Lo sé, lady Alisoun. Yo también produzco lana en mi pequeña propiedad. —Claro, no he querido ofenderos —repuso la mujer. David frunció el entrecejo, pero había estado así todo el día, desde el momento en que Ivo abrió su bocaza para decir, sin rodeos, que podrían haberle arrojado una flecha a la señora. Lady Alisoun amaba a Ivo, pero esta vez había provocado problemas y tuvo que reprochárselo. El joven bajó la cabeza, no intentó defenderse, y la reprimenda se limitó a una sola frase punzante. Era comprensible. Entendía mucho mejor la irritación de Ivo para con David que la inesperada elocuencia nocturna de éste. Si hubiese habido luna, podría calificarla de locura lunar. Fue inesperado que ese sujeto taciturno, que la había censurado por estar mal defendida, de repente manifestara tan elevada opinión de sí mismo. Si no supiera que no era así, creería que tenía ganas de quedarse cerca de ella, aunque no se imaginaba por qué. Por Santa Ethelred, la había cubierto con la manta. Captó la expresión impaciente del caballero. Por lo general, Alisoun entendía muy bien a los hombres, por eso la inquietaba tener cerca a uno que, cada tanto, escapaba a la definición. Lo peor era que no se entendía del todo a sí misma. Había sentido cierta agitación interior cuando él la cubrió con la manta. Una agitación que había sentido tan pocas veces en su vida que no sabía cómo clasificarla. Se le ocurrió que podría ser ternura, o incluso una brizna de vago afecto. ¡Por un mercenario! Un hombre al que ella misma había contratado. Casi ninguna mujer habría notado, siquiera, esa calidez llamada afecto, pero para Alisoun fue una revelación que sacudió la tierra. Y se consoló pensando que no era sir David el que le había provocado semejante reacción, sino su propio corazón solitario. —¿Mi señora? Los anchos ojos de Fenchel le recordaron cuál era su deber, y borró la expresión de su rostro. —¿Qué, Fenchel? —Cuando la lana se enfríe, la empacaremos, y yo calculo que habrá unos doce sacos para el mercado. —Otro año que pasa. —Suspiró y, al oír que David se ahogaba, lo miró con curiosidad—. ¿Estáis bien, sir David? El asintió, el rostro enrojecido, los ojos casi saliéndosele de las órbitas. —Tráele a sir David un trago de la fuente —le dijo a una de las mujeres, y Avina se apresuró a obedecer. Alisoun alzó la voz para que todos pudiesen oírla—. Teniendo en cuenta la sequía, lo habéis hecho bien. —Ah, pero llovió un día después de vuestra partida. —Los ojos nublados de Fenchel brillaron de entusiasmo contenido—. Es una buena señal. —Muy buena señal —coincidió Alisoun—. ¿Ha terminado el desmalezado? —El maíz está limpio —le aseguró Fenchel, mientras observaba cómo David bebía el agua—. Excepto la correhuela, pero de eso nos ocuparemos cuando trillemos. —¿Habéis comenzado con el heno? —Sin pausa hasta la caída del sol.


—Excelente. La señora calculó mentalmente las ganancias. La sequía los había afectado, pero no tanto como a los terratenientes menores, y con el grano que había comprado aguantarían hasta el otoño, hasta la cosecha. Fenchel prosiguió: —Hay indicios de que este año el tiempo será bueno, por lo tanto llenaremos los graneros y no tendremos que... —¿Doce sacos? —graznó David. Fenchel y Alisoun se volvieron hacia él. David bebió otro sorbo de agua del cazo que tenía en la mano, y se aclaró la garganta. —¿Habéis dicho doce sacos de lana para vender? Fenchel y Alisoun intercambiaron una mirada comprensiva. Los sacos cargados de lana eran enormes, hasta el punto de que los empacadores tenían que subirse sobre ellos para aplastar los vellones. Bajo la presión, los sacos se abultaban pues, cuando se colocaba la última capa, los empacadores los pisaban, luego iban retrocediendo por la parte de arriba y, a medida que lo hacían, cosían la abertura del saco. Eran tan pesados e incómodos que se los cargaba en carretas donde estaban a salvo de los ladrones, precisamente por esas características. Un propietario pequeño podía producir dos sacos con lana, y por ese motivo los ojos dilatados de David y la línea codiciosa de su boca no llamaron la atención de Fenchel y de su señora. Ya habían visto la misma reacción en otros hombres. Los pretendientes enviados por el rey, caballeros y señores que llegaban de visita, de paso hacia otro lugar: a todos les costaba hacerse una idea de la riqueza que significaba la propiedad de George's Cross. Era frecuente que cortejaran a Alisoun hombres que, de pronto, vieran sus encantos personales realzados por la vastedad de sus tierras. Ella y Fenchel se habían enfrentado antes a ese comportamiento, hasta el punto de que tenían práctica en sus respuestas. Cuadrando sus hombros enclenques, Flenchel preguntó con evidente hostilidad: —¿Quién lo pregunta? —Discúlpame, Fenchel, he sido negligente. Alisoun observó a David y vio que la hostilidad había reemplazado a la codicia. Eso lo comprendía, eso era lo que esperaba, y no hizo caso de la pequeña decepción que la fastidiaba. —Por ser mi principal magistrado, tienes que conocer al famoso mercenario sir David de Radcliffe. Fenchel debió de haber replicado con brusquedad, evidenciando su respeto. Ése era el método del que se servían él y lady Alisoun para enseñarles a los indignos que no podrían poseer a la señora de George's Cross. En cambio, permaneció mudo tanto tiempo, que Alisoun giró hacia él y lo miró: su hombre —su hombre— clavaba la vista en David de Radcliffe con expresión admirada y fascinada. —¿Fenchel? —le llamó la atención. El hombre se sacudió como despertando de un sueño, y se dirigió a David en tono reverencial. —Perdonadme, señor, pero, ¿es cierto que sois el famoso mercenario David de Radcliffe? —El mismo —admitió David. —Oh, señor —se entusiasmó Fenchel—. ¡Oh, señor! Durante años hemos relatado vuestras hazañas. Cómo matasteis un jabalí con vuestras propias manos cuando no teníais más que doce añ.os, y cómo el propio rey os armó caballero en el campo de batalla, después de que vos mantuvisteis a raya a veinte caballeros franceses... David lo corrigió: —Dieciséis y quince. Fenchel no le prestó atención. —Cómo ganasteis armaduras, monturas y caballos a los mejores caballeros del reino, y después los vendisteis con buenas ganancias. Avina lo interrumpió, llevándose una mano al corazón: —Todos, excepto uno, un joven que procuraba progresar. En lugar de apoderarse de las posesiones del pobre muchacho, se las devolvisteis, le enseñasteis a pelear y, hasta el día de hoy, ese joven os es devoto. —Sir Guy de Archers. Alisoun vio que Gunhild completaba el relato. Todos los aldeanos conocían las historias referidas al legendario mercenario David, y todos estaban allí, con los ojos muy abiertos, contemplándolo como si fuese un visitante del paraíso. —¡Mirad! —dijo Fenchel, señalando al cielo—. Antes estaba despejado pero ahora está nublándose. Tal vez sir David nos haya traído buena suerte.


Todos lo miraron, salvo Alisoun. —Ciertamente, eso espero.

Alisoun admitió para sus adentros que ella también había experimentado la misma conmoción cuando lo conoció. Hasta tendido de cara al barro se notaba en él un aura de prestigio, aunque durante el trayecto hacia George's Cross había disminuido ese embeleso. En ese momento, lo único que Alisoun recordaba era lo orgulloso que estuvo cuando logró mear más lejos y más tiempo que Ivo o Gunnewate. Tal como cualquier otro hombre, daba la impresión de creer que ella lo medía por el tamaño de sus ríñones... y sus extremidades. Por eso, la adoración de sus aldeanos la tomó de sorpresa. En esa circunstancia, viendo cómo empujaban para acercarse a él y le tocaban las botas con ademanes reverentes, cómo las mujeres se acomodaban los corpinos para mullir su busto, la avergonzaban y la enfurecían al mismo tiempo. David no necesitaba más combustible para su vanidad. Entonces, captó la mirada de él, que le sonrió abochornado, se encogió de hombros, y dijo: —Las antiguas leyendas tardan en morir. Así comprendió Alisoun que por eso lo había contratado: para dar a su pueblo una sensación de confianza, para aliviar los temores que albergaban con respecto a ella. Para ahuyentar esa oscura amenaza invisible. De hecho, durante el viaje no había habido incidentes. Por primera vez en meses, había pasado tres días sin esa sensación de ser observada. Por eso le debía algo más que dinero, y por eso dijo, con la mayor gracia que pudo: —Sir David, os ofrezco mi hogar. Hacedlo vuestro. Aceptó, atónito por las riquezas que había en su propiedad, temeroso de estar todo el tiempo boquiabierto, como un cerdo asado. Si bien era cierto que él era hijo de un barón pobre, odiaba sentirse como una lechera ante el rey. Y cuando pensaba en los doce sacos de lana de Alisoun, se maravillaba. Él jamás había poseído carros suficientes para cargar doce sacos siquiera, y mucho menos bastantes ovejas para producir esa cantidad de lana. ¡El producto de doce sacos podría sostener su propiedad durante años! Lady Alisoun le sonrió, con su ensayada sonrisa de hospitalidad. A continuación, se dirigió a los campesinos que se agolpaban alrededor del caballero. —He traído grano para mantenernos hasta la cosecha. —Lentamente, el gentío se volvió hacia ella—. Cuando los carros hayan llegado al castillo, serán contados y distribuidos, pero recordad que tienen que durar hasta que hayamos recogido nuestras propias cosechas, y si este verano es tan seco como los dos anteriores, pasaremos un invierno duro, buenas gentes. Por eso os digo que aceptáis de buen grado la carga de trabajo extra. Procuremos que ninguno de los nuestros caiga en la haraganería. Fenchel recuperó la sensatez, y gritó: —¡Oíd oíd! —y la multitud le obedeció. Luego se dispersaron. Fenchel y Alisoun se trasladaron a un costado de la plaza. Los hombres se encaminaron a los campos; las mujeres, hacia el gran cobertizo donde se guardaba la lana. Bueno, casi todas las mujeres fueron hacia el cobertizo. Algunas descubrieron ciertos problemas en su vestimenta. Gunhild se alzó las faldas y se acomodó las ligas que le sujetaban las medias... aunque no llevaba medias. Al verle las piernas desnudas, a David se le detuvo el corazón, y las miradas coquetas de la aldeana expresaron el agrado con que veía sus miradas interesadas. ¡Bah! Apartó la vista con dificultad, y de inmediato la atrajo Avina. Al parecer, no tenía bien puesta la camisa, porque desató los lazos de su corpino y acomodó los pechos metiendo una mano debajo de cada uno. Los hizo proyectarse hacia arriba, y los pezones oscuros se hicieron notar a través de la... David dio un tirón a las riendas de Louis y el caballo, disgustado, saltó hacia atrás. —Quiere acostarse con una leyenda —le explicó David—. No le importo yo. Louis resopló, y David no pudo menos que coincidir. La prolongada falta de uso le provocó dolor en la entrepierna, y Louis sabía que el talante de su amo mejoraba notablemente cuando se acostaba con mujeres de forma regular. El condenado caballo bailoteó en el sitio, dándole otra oportunidad de mirar, y David se descubrió contemplando esos melones que se balanceaban, tentadores. Alisoun no le prestó atención. No le importaba nada de él. No advertiría, siquiera, que la mirada de él se recreaba en la...


—¡No! Con más energía, David ordenó a Louis que avanzara, y el caballo le obedeció. Sólo un tonto se quedaría con la boca abierta ante una criada cuando estaba disponible la señora... sobre todo si ésta era soltera y tan rica que su heredad producía doce sacos de lana para vender. Después de todo, Alisoun no era nada fea. Desde luego que no. Su rostro era muy... atractivo. Y su cuerpo, aceptable... lo que había alcanzado a ver bajo la voluminosa túnica. Y su cabello le flotaba a la espalda como un resplandeciente río de... ¿hierro fundido? Demoró la mirada en la toca y la gor-guera que siempre llevaba, sólo para fastidiarlo. Eso le parecía, al menos. Rojo. Hubiera jurado que lo había visto rojo en la oscuridad, pero, ¿cómo era posible que una mujer tan reservada tuviese un color de cabello tan audaz? Meneó la cabeza. No, debía de ser un moderado rubio o un discreto castaño. Al mismo tiempo que David cabalgó en dirección a Alisoun, Fenchel retrocedió, reflejando la veneración en cada línea de su enjuto cuerpo. Sin embargo, Alisoun observó a David, y éste hubiese jurado que vio un brillo de cinismo fugaz en su expresión. ¡Maldita mujer! Otra vez estaba observándola, intentando descifrar emociones que otra mujer hubiese compartido. —Mis aldeanas son encantadoras, ¿no es cierto? —Echó una mirada detrás de él, donde Avina y Gunhild todavía posaban, y David tuvo que esforzarse por mantener la vista en la dirección que iban— . Os admiran mucho, y si preferís quedaros aquí, seguiréis siendo bienvenido en el castillo, cuando lleguéis. —¿Yo? —Agrandó los ojos en lo que esperaba que fuese una expresión de inocencia—. No he destacado a ninguna de las aldeanas en particular. Sólo he notado que todas parecen rollizas y contentas. —Recordando los pechos generosos de Avina, pensó: "desbordantes, más que rollizas"—. El hecho de que vuestro pueblo parezca tan bien alimentado es un tributo a vuestro buen gobierno. Con aire solemne, Alisoun lo pensó y luego asintió. —Gracias. Espero que no os ofendáis pero, ¿debo entender que a vuestra propiedad no le ha ido tan bien? El orgullo herido de David hizo explosión, y respondió con labios tensos: —Podéis sacar esa conclusión. —Quizá, querríais enviar a uno de mis hombres a Radcliffe con el pro que habéis ganado el primer mes. Que habéis ganado. No, "que yo os he pagado", sino "que vos habéis ganado". Era una oferta generosa, expresada con delicadeza, y lo sorprendió. La señora no se había mostrado tan sensible a sus anteriores humores: lo había regañado por haber llegado tarde, bostezó cuando él participó en el concurso de meada, dudó abiertamente de la capacidad de él para protegerla. Pero, por ser una mujer con doce sacos de lana, podía perdonar y olvidar. —Eso sería muy gentil de vuestra parte, señora. Os agradezco vuestra bondadosa consideración. Quedaré agradecido cuando podáis disponer de un hombre. Listo. Ese agradable discurso seguramente demostraría que era apropiado como consorte. Las facciones de Alisoun se crisparon de manera peculiar, como si estuviese oliendo algo desagradable. David se apresuró a examinar la suela de sus zapatos, y luego miró hacia atrás, donde se veían las pisadas de Louis: ninguno de los dos había pisado nada maloliente. Antes de que David tuviera tiempo de deducir el motivo de la expresión de la dama, el caballo de ella había seguido avanzando. —¿Se le puede confiar semejante suma a vuestro mayordomo? —preguntó Alisoun. —Sí, se puede. —Sonrió hacia la espalda de ella—. Él es Guy de Archers. Girando en la montura, la dama lo miró con los ojos dilatados, y expresión perpleja: —¿En realidad existe ese individuo? ¡Bien! Era cierto que usaba una máscara, debajo de la cual bullían las emociones. Y David acababa de demostrar que podía quitársela. —¿Acaso creíais que todas las leyendas eran mentira? —No, yo... no, es que me resulta difícil comprender que la leyenda vive en un... quiero decir, que vos sois el depositario de tan extraordinaria... Tal vez, hubiese podido ofenderse, pero la comprendía. A la mayor parte de las personas les costaba entender lo que significaba ser una leyenda viviente. Las mujeres lo deseaban, convencidas de que su miembro —sin duda el más grande del mundo—, las llevaría al éxtasis. Los hombres estaban pendientes de cada una de


sus palabras, creyéndose esclarecidos por un significado que no existía. Todos esperaban que fuese sabio y sincero, y David había averiguado muy bien una cosa: que la sinceridad era difícil de fingir. Él sabía que sólo era un hombre, y cuando otros lo conocían, también comprendían esa verdad. Sufrían desilusiones, pero él jamás era menos de lo que era, y jamás le pedía a nadie que creyera más que la verdad. Alisoun había pasado por todas las etapas, y en ese momento lo veía realmente a él. Alisoun asintió, como si en su silencio ellos hubiesen .expresado algo importante. —Enviaré a alguien de inmediato. Cabalgando junto a ella por el serpenteante sendero, David llegó a la conclusión de que no estaba nada mal que una mujer fuese decidida. Por encima de ellos, sobre un altozano, se erguía el castillo de George's Cross, como un intruso rocoso en la montaña verde, envuelta en niebla. El muro de protección ondulaba alrededor, verde de musgo, sobre un gris impenetrable. En el punto más alto, encendido por la luz del sol poniente, se elevaba el castillo como un colmillo de serpiente sobre una lisa piedra negra. El lugar atemorizó a David... tal como debía ser. Alisoun lo contempló con cariño: —Mi hogar —susurró. Se comportaba como si George's Cross fuese a protegerla y, sin embargo, lo había contratado a él y no sólo para el viaje desde Lancaster hasta el castillo. Lo había contratado para protegerla a ella, y también a su bienamado hogar. ¿Porque alguien la había amenazado? ¿Porque...? —¿Qué es esa historia de que alguien os lanzó una flecha? —¿Una flecha? David tenía la esperanza de sobresaltarla, pero no tuvo éxito. Si antes se había mostrado fría, ahora era glacial. Helada, sin emociones, sin interés. No lo creyó ni por un instante.

—Ivo lo barbotó anoche. Estaba enfadado porque yo no estaba preparado para protegeros del asesinato. —¿Asesinato? Hizo detener a su palafrén y se volvió a mirar a David con una sonrisa francamente divertida jugueteándole en los labios. Eso despertó las sospechas del caballero. —Quiero mucho a Ivo. Durante años, ha sido mi guardia personal. Pero estoy segura de que habéis comprendido que es un poco tonto, que Dios lo bendiga. Ve peligros donde no los hay. Tendréis que perdonarlo. Louis era más alto que el palafrén de Alisoun. David, más alto que ella. Juntos, hombre y caballo, sobrepasaban a Alisoun y el suyo, y eso le dio al caballero un sentimiento de superioridad. Sabía que era una falsa superioridad. Alisoun se reservaba la verdad, y sólo brindaba la porción que creía necesaria. —Mi señora. —Una voz masculina saludó desde la cima del muro—. ¡Mi señora, habéis vuelto! Alisoun levantó la vista, saludó con la mano, una, dos veces. David vio una línea de cabezas que se sacudían desde las almenas. Ésa era la gente de ella, y si dejaba que recibiera la bienvenida de los siervos, perdería la oportunidad de interrogarla en privado. Tomó las riendas del palafrén, y ella se las retiró y dijo: —Sois nuestro huésped. Yo me adelantaré, y haré que os preparen el baño. David estuvo a punto de caerse de la montura. Si Louis no se hubiese movido para sostenerlo, se habría caído. —¿Un baño? —El baño de un caballero. El honor que se dispensa a todo caballero que nos visita. —La voz se ahondó de deleite—. Es lo correcto. —En mi hogar, no. —Claro que no: eso es obvio. —Con un entusiasmo que le veía por primera vez, Alisoun saludó a su gente—. No tenéis ninguna mujer que desempeñe el servicio. No podía fingir que no conocía la costumbre. La conocía. Había sido invitado en otros hogares igual de importantes, y había sido bañado por las esposas e hijas de su anfitrión... pero no por mucho tiempo, y nunca después de haber practicado el celibato durante un lapso tan prolongado. —¿Vuestras doncellas me darán el baño? —Así es. —¿Vos no?


—No. Exhaló un suspiro de alivio. —Yo lo supervisaré.


5

Ese día, nosotros, los escuderos, estábamos entrenándonos en el patio que se usaba para tal fin, y nunca olvidaré la expresión de sir Walter cuando oyó que lady Alisoun había traído consigo a George's Cross a sir David de Radcliffe. Hugh era casi un hombre y tan bueno como cualquier caballero experimentado. Sir Walter alardeaba con respecto a él, y venían nobles de muy lejos para verlo hacer prácticas, y para intentar engatusarlo, convenciéndolo de que abandonase el tutelaje de lady Alisoun, a cambio de promesas de ser nombrado caballero antes de tiempo y de quedarse con botín de guerra. Hugh se tomaba su tiempo para responder, sabiendo que lady Alisoun sería generosa con él cuando llegase el momento. Andrew tenía diecisiete años y a mis ojos de niño no era tan impresionante. En cuanto a Jennings... bueno, Jennings no tenía más que catorce, sólo y o era menor que él, y jamás me permitía olvidarlo. Hugh y Andrew practicaban bajo la mirada severa de Walter, mientras que Jennings y yo luchábamos con espadas de madera, y él estaba derrotándome sin atenuantes. Sir Walter me había agarrado del brazo y me gritaba que era un estúpido cuando llegó corriendo uno de sus adulones de la aldea, gritando que había llegado la señora de George 's Cross. Sir Walter interrumpió su perorata y me apartó de un empujón. —Ha conseguido volver, ¿eh? —dijo—. Ya era hora. El adulador se apoyó contra el portón apretándose el pecho, jadeando por haber subido corriendo la cuesta desde la aldea hasta el castillo, y aún así no se dejó vencer por la fatiga. —Sí, sir Walter, pero ha traído con ella a su caballero. Pese a que sir Walter no tenía modo de saberlo, debió de haber estado preparándose para algo, porque hizo girar a su sucio informante, lo aferró del cuello y le ordenó: —Habla. El sujeto se llevó la mano al cuello y sir Walter lo soltó, al tiempo que ordenaba: —Ya. —Sir David de Radcliffe. El adulador no tuvo oportunidad de decir nada más. Sir Walter lo empujó más lejos de lo que me había empujado a mí, y con bastante más virulencia. La expresión de su cara me habría hecho correr, de no ser porque ya estaba corriendo, saliendo por el portón abierto. Corría para contemplar a la leyenda. Me encaramé a la gran encina que había en el medio del recinto abierto, repté por una rama lo más lejos que pude, y espié entre las hojas. El puente levadizo estaba delante de mí. Podía extender la vista por toda la cuesta de la colina hasta la aldea, y así tuve el primer atisbo de sir David de Radcliffe. De lejos era todo lo que un niño de once años podía desear en un héroe: alto, de anchos hombros, montado sobre un caballo de guerra del color de la leche, que debía de ser el rey Louis, por lo que yo sabía. A medida que se acercaba mi admiración creció, pues era evidente que no le importaba en lo más mínimo la opinión de nadie. Estaba un poco caído sobre la montura. Le cubría las mejillas una oscura barba incipiente, debajo de la cual se veía la suciedad. Proyectaba hacia fuera el labio inferior, de


manera muy similar a lo que hacía yo cuando mi señora me ordenaba tomar un baño, y cuando sir Walter apareció en mitad del puente levadizo, la actitud de mi héroe no se modificó. Gocé por anticipado el enfrentamiento que se avecinaba.

Observando la expresión furiosa de sir Walter, Alisoun se preguntó sino tendría que haberle advertido cuáles eran sus intenciones. Sin embargo, cuando se marchó, no sabía si él estaría aún allí cuando ella regresara, ni si ella lograría encontrar y contratar a sir David. Y si se lo hubiese comunicado, tal vez sir Walter se habría marchado antes que ella, y ella necesitaba que protegiera el castillo el tiempo que durase su ausencia. Bien, pues ahora pagaría por su silencio. —Sir Walter —lo saludó—. ¿Está todo bien dentro del castillo? —Naturalmente que sí —le espetó, examinando con aire torvo a sir David—. Yo siempre cumplo mis deberes. David no dio la impresión de notar la animosidad que enturbiaba la atmósfera. Seguía enfurruñado, y en cuanto a su caballo —animal voluntarioso, si alguna vez Alisoun había visto uno—, adoptó una actitud similar. Louis dejó caer la cabeza, encorvó el lomo y avanzó por el puente como un caballo de granja muy viejo. Por supuesto, lo que Alisoun quería saber era si había habido otros incidentes, pero aunque sir Walter lo sabía, se negó a comunicárselo. Y ella no se atrevió a preguntar: era imposible, pues así David se enteraría de cuáles eran las circunstancias. Por su experiencia con sir Walter, sabía que, para los hombres, la persecución de que ella era víctima era merecida, por la torpeza de su acción, y no se atrevía a contárselo a sir David por temor a que se diese media vuelta y se marchara... y lo necesitaba. Otro vistazo a sir Walter se lo confirmó: necesitaba a sir David ya mismo. David no respondió cuando Alisoun los presentó, pero sir Walter se puso más rígido, más derecho, estirándose para alcanzar una estatura que no tenía. —Sir David, vuestra reputación os ha precedido. —Siempre me precede. ¿Vais a quedaros para siempre en medio del puente, o vais a haceros a un lado para dejar pasar a la señora? Alisoun sorbió el aliento: así que sir David había captado el reto silencioso. ¿No le importaría? ¿Descartaba a sir Walter por insignificante? ¿O acaso tenía un plan? Observó al hombre abatido y al caballo desconsolado: no era posible que tuviese un plan. Louis se adelantó por su propia iniciativa, al parecer, y sir Walter se enfrentó con el macizo caballo. Louis siguió avanzando. Sir Walter se hizo a un lado. Todo fue muy rápido, muy fluido, muy deliberado. Alisoun siguió tras los pasos de Louis, permitiendo que David dejara a un lado sus objeciones, y continuó la marcha tras él. Dentro del imponente recinto abierto, la recibieron gritos de alivio y de satisfacción. Los niños se acercaron corriendo, embarrados por haber estado en el estanque. Las mujeres se enderezaron, endurecidas de haber estado arrancando malezas, y la saludaron con la mano. Las lecheras salieron a la puerta de la lechería, y el halconero levantó al pájaro más nuevo para mostrárselo. Ah, qué bueno era estar de regreso en el hogar. Y que su pueblo se regocijara de verla volver sana y salva. Ante ella se erguían, altos, los muros interiores. Con un bamboleo confiado, David condujo a su caballo hacia la puerta del castillo. Alisoun oyó, mezclado con su propio nombre, las exclamaciones masculinas de: "¡David! ¡Sir David de Radcliffe!"

Con ademán negligente, alzó una mano hacia los guardias armados que se arracimaban sobre el parapeto del muro. Se dispersaron cuando sir Walter gritó, pero David ni se inmutó. Se quedó atrás hasta que Alisoun lo alcanzó y pudieron entrar juntos, a caballo, en el recinto abieño. Sir Walter se apresuró a alcanzarlos. Había sido guardián del castillo y mano derecha de lady Alisoun, y le habían modificado la posición sin decirle una palabra.


Alisoun se preguntó si la habilidad para abarcar una situación y evaluaría de inmediato no sería una de las condiciones para convertirse en leyenda. Las cuatro plantas del castillo se erguían, abruptas, en el centro del recinto interior. No había puertas ni ventanas que atravesaran la gruesa piedra de la primera planta, pero las mujeres de la servidumbre asomaban por las diminutas ventanas verticales de más arriba. Se agolpaban en las escaleras de madera que iban a la entrada del segundo nivel. Edlyn estaba sola en el rellano, las manos a la cintura, esperando con calma a su señora. Complacida con la dignidad de su pupila, Alisoun dedicó una sonrisa de aprobación a la muchacha y Edlyn se puso radiante. El cocinero salió del cobertizo que funcionaba como cocina con un tenedor en una mano y enarbolan-do un ganso desplumado: Easter sabía lo que le gustaba a Alisoun. El panadero abrió el gran horno y sacó una hogaza con su pala de madera, en medio de una gran bocanada de vapor fragante. Se arrodilló para ofrecérsela y, aun desde lejos, Alisoun percibió el olor de la canela, que la encantaba. Se dirigió hacia él, dispuesta a aceptar la hogaza, y oyó tras ella una exclamación ahogada: —¡Por piedad, qué rica sois! Alisoun quiso ignorarlo. Tuvo esa intención, pero se volvió hacia él con gracia: —No sois el primer hombre en advertirlo —dijo en voz baja, con cierto matiz cortante. —Me imagino. —David tamborileó con los dedos sobre las riendas, y se miró las manos—. En Radcliffe, la única ocasión en que matamos un ganso es cuando alguien está enfermo... o cuando lo está el ganso. Alisoun tuvo ganas de reír, pero no estaba segura de que el caballero estuviese bromeando. El poderoso sir David parecía humillado y maravillado. La dama volvió a mirar alrededor, y lo vio todo a través de la mirada de él. Entre los muros del castillo se encontraban las comodidades de la vida. En medio del recinto abierto estaba la fuente. En los almacenes, debajo del castillo, había provisiones para resistir un sitio de seis meses. Alisoun había crecido en medio de la riqueza, aunque le enseñaron a ser bondadosa con los menos afortunados. ¿Sería sir David uno de esos menos afortunados? Tal vez no tuviese los recursos de que gozaba ella, pero era hombre. Los hombres eran los reyes; poseían toda la tierra. Los hombres eran padres; obligaban a sus hijas a obedecer. Eran esposos; golpeaban a sus esposas con garrotes. Sir David, en cambio, era uno de los pequeños terratenientes afectados por la sequía. La miraba a ella y veía una manera de reparar su fortuna y, ¿qué mal podía haber en ello? Lo entendía muy bien. Sabía que procuraba seducirla por su dinero, y para ella tampoco era novedad rechazar a pretendientes como ése. Por eso dijo, con toda la delicadeza que pudo: —Después del baño, podréis comeros todo el ganso, si así lo deseáis. David alzó la vista hacia ella, y Alisoun vio, alarmada, que tenía ojos castaños. Castaños, del color de un roble viejo, cabello castaño tan oscuro que las hebras grises brillaban como si fuesen de peltre, y que su rostro bronceado había sido testigo de demasiadas batallas, demasiada hambre, muy escasa bondad. Por un instante fugaz, la miró como si ella fuese el desdichado ganso, listo para ser desplumado. Quizá no debería ponerlo al mando de su castillo. ¿Lo dijo en voz alta? No lo creía, y por lo tanto él debió de leerle los pensamientos, porque dijo: —No, mi señora, ya es demasiado tarde para segundos pensamientos. —Pero luego su expresión cambió, se hizo maliciosa y hasta un poco perversa—. Creo que os tomaré la palabra y me comeré todo ese ganso. Pese a que Alisoun estaba tan segura con relación a él, un vistazo al alma de ese hombre la había dejado helada y temblando. Quizá le conviniera recordar que había empezado sin otra cosa que un título de caballero, y que ahora ya poseía una propiedad y una leyenda. Eso bastaría para satisfacer a cualquier hombre. Arriesgó otra mirada en su dirección: No parecía satisfecho. Aun así, ella tenía un deber. Como anfitriona, tenía que cumplir con las ceremonias de la hospitalidad, pues era lo que su pueblo esperaba de ella. Más aún, ella lo esperaba de sí misma, y no tenía razón de peso para negárselo. Aceptó la hogaza de pan, la envolvió en un paño y le dio las gracias al panadero. Después de todo, lo que David quería tragarse era su ave, no sus tierras. Abrió el pan, y David se quedó contemplando con una especie de ávida fascinación el vapor que salía de la blanda hogaza. Alisoun mordió un trozo. David observaba cada uno de los movimientos de la boca de Alisoun con la suya ligeramente abierta. Molesta, la dama masticó rápidamente, se lamió una miga de los labios, y lo oyó aspirar bruscamente el aliento. Debía de tener mucha hambre. Se lo pasó sin demoras.


—Compartid este pan de bienvenida;—recitó—. Bendecid mi casa con vuestra presencia por siempre jamás. —Como ordenéis, mi señora. David hizo girar la hogaza hasta llegar al sitio en que ella había mordido, y desgarró el pan con los dientes como un lobo hincándolos en carne tierna. ¿Significaría algo ese gesto? ¿O acaso sus temores de las lunas pasadas habían incentivado su imaginación hasta llegar al absurdo? David le pasó el pan a sir Walter, como si no advirtiese las emociones que la arrasaban. Sir Walter también rompió y comió el pan y, a juzgar por su expresión, uno hubiese imaginado que estaba hecho con castañas amargas de Indias. Después de eso, Alisoun perdió de vista la hogaza, sabiendo que pasaría hasta donde fuera posible, y cada uno iría dando diminutos bocados, como parte de la ceremonia de bienvenida. El barril de cerveza tardó más tiempo en llegar, pues uno de los hombres más corpulentos debía cargarlo en hombros desde las bodegas del castillo. Una vez más, ella recibió la primera taza. —Es la más nueva —le dijo la cervecera—. Y tiene un excelente sabor. Alisoun la vació hasta el fondo. —Una de las mejores que has hecho —le aseguró a Mabel. La mujer de cabellos grises le hizo un guiño, llenó de nuevo la taza y se la pasó a David. A éste le dirigió un guiño mucho más salaz, y él se lo retribuyó, con una sonrisa capaz de fundir el hierro. Los sirvientes reunidos lo contemplaban fascinados mientras bebía, observando con deferencia cada balanceo de su manzana de Adán. Alisoun no sabía si divertirse o irritarse, a diferencia de sir Walter, que sí lo sabía. Sacó su propia jarra del cinturón, la llenó con cerveza y bebió, rompiendo la cadena, para no tener que hacerlo después de David. Fue un gesto que a nadie escapó, pero que quedó anulado por la riña que estalló entre los hombres: todos querían beber de la misma taza que David. A Alisoun le pareció un buen momento para escabullirse. Desmontó, y se encontró cara a cara con sir Walter. Era raro que no supiera cómo diluir la tensión, pero en ese momento se quedó muda, esperando que él hablase. La miró, ceñudo. Alisoun se dio la vuelta hacia el castillo, y él la agarró del brazo. —¿Por qué lo habéis traído aquí? —Levantó las manos hacia los hombros de ella, como si quisiera aferraría y sacudirla—. ¿Qué he hecho yo para ganarme vuestro desprecio? Alisoun mantuvo los dedos flojos a los costados, el rostro sin expresión. —Tengo un gran respeto por vos. Juntos, hemos mantenido la paz y administrado justicia en George's Cross durante años. —Yo siempre lo he dicho. Siempre lo he dicho. —Hizo una profunda inspiración y, a cada inhalación, le vibraban las aletas de la nariz—. Vos sois la señora. Vos sois quien juzga, y yo, el que ejecuto y dirijo los castigos. Vos me pagáis para que sea el odiado por los campesinos. Lo que afirmaba era la pura verdad. El pueblo que habitaba el castillo y la aldea sabían quién daba las órdenes, pero la intervención de él les permitía descargar su ira sobre alguien que no fuese su amada señora. Sir Waíter prosiguió: —Si el pueblo ha estado quejándose, puedo cambiar mis actitudes. Ser menos estricto con las transgresiones de ellos. Alisoun sabía que, en su ausencia, sir Walter regía el castillo con mano dura. La entusiasta bienvenida con que siempre la recibían de regreso de sus viajes se lo indicaba. Se preguntó si su mayordomo no aprobaría su tacto, discreción y piedad. La evidente hostilidad del hombre la llenaba de dudas. —Nadie se ha quejado de vos. —Entonces, ¿por qué...? —¡Eh! —Apareció David junto a ellos, relajado por la cerveza, sonriendo como un bobo—. Mi señora, me habéis prometido un baño. En el pecho de Sir Walter empezó a retumbar un gruñido sordo, como cuando un perro huele un desafío. —Es verdad. —Miró a sir Walter—. ¿Me disculpáis? —¡No! Cuando se abalanzó para tomarla del brazo, golpeó la espalda de David. David se las había ingeniado para deslizarse entre los dos, y no dio la impresión de haber captado el impacto del golpe. Con la mano en el hombro de lady Alisoun, la guió hacia el castillo. —Vuestra hospitalidad es perfecta, mi señora. Hasta el baño debe de ser un placer bajo vuestros auspicios. —¡Mi señora! —exclamó sir Walter—. Necesito hablar con vos.


—Venid, entonces —le gritó David—. Primero, ella tiene que dar un baño. —Miró hacia el cielo y estiró la mano—. Y creo que debemos buscar refugio, porque está empezando a llover. Al oír el bufido indignado de sir Walter, casi no pudo contener una carcajada. David ya había conocido hombres como ése: un caballero que, tras haber retenido mucho tiempo una posición, llega a pensar que tiene ese lugar asegurado, sean cuales fueren sus acciones. A David lo sorprendía que lady Alisoun hubiera permitido que eso sucediera, pero sin duda la situación debía de haberse desarrollado poco a poco, sin que ella lo advirtiese. Por lo menos, ya había dado pasos para corregirlo, y ahora le parecía entender un poco mejor por qué lo había contratado. Si alguien había estado disparando flechas, tal vez el culpable fuese sir Walter. Echó un vistazo atrás, para observar al quejoso e hinchado individuo. A decir verdad, sir Walter no se comportaba como un posible sospechoso. David miró a lady Alisoun: no se comportaba como una mujer tan capaz de equivocarse en su juicio sobre su caballero jefe. Las doncellas alineadas en la escalera saludaron a su señora con reverencias y frases de bienvenida. El respeto que le dispensaban lindaba con la veneración, y no era posible que lo hubiese ganado comportándose como una tonta. La joven noble que estaba en la cima de la escalera también hizo una reverencia, y luego se arrojó a los brazos de Alisoun como si no pudiese soportar un instante más la separación. Alisoun le palmeó la cabeza —fue sólo un momento, pero de todos modos fue una caricia afectuosa—, y luego la apartó. —Ponte derecha, lady Edlyn, y permíteme presentarte a sir David de Radcliffe. David se preparó para otro asalto de adulación no deseada, pero ante la mención de su nombre no se produjo ninguna iluminación en el rostro de la muchacha. Su propia vanidad lo hizo sonreír, y comprendió que ella era demasiado joven para recordar sus hazañas de mercenario. Edlyn dijo: —Os saludo, buen lord, y os doy la bienvenida a George's Cross. Al parecer, sus agradables modales complacieron a lady Alisoun, porque volvió a darle otra breve palmada cariñosa. —¿Dónde está Philippa? —preguntó. —Alimentando a la pequeña —respondió Edlyn. Volviéndose hacia David, Alisoun le explicó: —Philippa es mi doncella personal. La explicación le extrañó un poco. ¿Por qué creyó que a él le importaría? Luego entraron, pasando de la tibieza a la frescura y de la luz a la oscuridad, y David ya no se hizo más preguntas, salvo las referidas a las dimensiones monumentales del castillo. Se veían unas escaleras que ascendían en espiral, perdiéndose en la oscuridad. Un soplo de aire fresco le indicó que se extendían encima de tres pisos hasta el techo, donde patrullaban los guardias armados. Había otras que bajaban en espiral, y desde los sótanos y bodegas llegaba olor a barriles húmedos y hierbas amargas. Un corredor corto y torcido conducía al gran salón. Y al llegar allí... —Ciertamente, es grande —murmuró sir David, tratando de abarcar todo con la vista, de una sola vez. Los postes verticales llegaban desde el suelo hasta el ángulo del techo, y más allá, imponentes vigas de roble talladas con fantasiosos diseños, proyectaban el arco hacia arriba. Altas ventanas angostas dejaban pasar finos haces de luz del sol poniente, pero ya había antorchas encendidas en sus soportes. Había sillas y bancos agrupados en torno de dos hogares gigantescos, uno en cada extremo del salón. Sus fuegos rugientes entibiaban las piedras frías, pero las paredes blanqueadas se conservaban blancas. ¿A dónde iría el humo? Subió a la plataforma, se acercó más, y vio que una campana de piedra recogía el humo y lo hacía pasar por un canal que lo llevaba fuera. —Increíble —musitó, tocando la campana con un dedo. Alisoun atrajo su mirada. Lo observaba sin expresión, pero él supo que ella había captado su admiración y su estupefacción. Bueno, ¿por qué no? Él no las ocultaba como si él fuese un tacaño y cada emoción, una pepita de oro. —¡Lady Alisoun! La nombrada giró sobre sí y localizó la cálida voz al lado opuesto de la chimenea. —Philippa, he vuelto. Fue hasta el banco metido en una esquina abrigada, donde una rolliza doncella sonriente daba de mamar a una recién nacida. David se acercó al fuego y extendió las manos como para calentarse. —¿Estáis herida? —preguntó la doncella. Alisoun se quitó la capa. —Como puedes ver, aún estoy bien y en una sola pieza. —Se inclinó y abrazó a la mujer—. Aunque eso es para que tú lo sepas.


—¡Tened cuidado! —Philippa hizo sentar a Alisoun a su lado en el banco—. Casi aplastáis a Hazel. Alisoun miró de soslayo a la niña que, como ya tenía edad suficiente para jugar, la imitó. Luego se apartó del pezón y le dirigió una sonrisa húmeda de leche. David se estiró para ver: ni la impasibilidad de Alisoun resistía la sonrisa de una recién nacida. —Sir David. —Sorprendido, sintió que alguien lo daba vuelta con brusquedad y se encontró ante el rostro iracundo de sir Walter—. Quiero hablar con vos. David se soltó con un rápido y eficaz giro de la muñeca. —De ninguna manera. —Le dio la espalda—. Más tarde. Después de lo que había visto, quería observar esa prueba que representaba la pequeña. Alisoun no le devolvió la sonrisa a la niña. Parecía un tanto desasosegada, insegura, por primera vez desde que la conocía. Ladeando la cabeza, Alisoun contempló los grandes ojos de Hazel. —¿Qué es lo que quiere? Indulgente, Philippa rió: —Es una recién nacida. No quiere nada. —Haciendo sentar a Hazel sobre su regazo, le dio un codazo a Alisoun—. Sonreidle vos también. —Sir David. Sir Walter se interpuso entre él y las mujeres, con la voz trémula de rabia. "Estúpido", pensó David, estirando el cuello para ver por encima de él. Si iban a ser enemigos, a sir Walter le convendría disimular mejor su enfado... ¡Fíjate! Se le cortó la respiración. ¡Alisoun estaba sonriendo! ¡Bah! A Hazel le salía mejor que a Alisoun. A ésta le temblaban los labios; si ella hubiese sido la recién nacida, David habría creído que tal vez sufriese un cólico. Entonces, como si temiera ser sorprendida, lo miró con aire culpable. David bajó la vista hacia sir Walíer, como si estuviesen conversando: —Trabajaremos juntos —le dijo.

—No lo entendéis —dijo sir Walter—. Yo no trabajo con nadie. Aquí soy el caballero jefe y el mayordomo. David asintió, conciliador, pero sin convicción. —Sí, sí, eso se ve. Miró con cautela por encima del hombro de sir Walter: Alisoun se había vuelto hacia Philippa. David se acercó más, y sir Walter trató de retener su posición, pero cedió el paso cuando David lo empujó. Philippa tanteó a la pequeña Hazel con manos conocedoras, acomodándole las ropas, buscando alguna humedad. —Quiere comer cuando tiene hambre, y cuando termina, terminó —dijo, en voz resonante. Sir Walter dijo: —Tenemos que hablar... fuera de la presencia de las mujeres. Pero, en realidad, Philippa no estaba molesta, y David lo percibía, incluso desde lejos. Todo en esa mujer proclamaba a la madre orgulloso,. Tendiéndole a la pequeña y un trapo a Alisoun, le dijo: —Hacedla eructar. Yo tengo que arreglarme antes de que me presentéis a él. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a David, y éste supo que la doncella había observado sus maniobras desde el momento en que él entró en el salón—. Es él, ¿verdad? —¿Qué? Alisoun manipuló con torpeza a la pequeña, bajo la observación de la madre. Después de mucho vacilar, Alisoun se las arregló para cubrirse el hombro con el trapo y alzar a la niña, pero la sostenía con tal rigidez y la palmeaba con tal vacilación, que Hazel no eructó ni se relajó. Irritado por la ineficiencia de la señora, David pasó alrededor de sir Walter. —A ver, dádmela. Rescató a la niña de las manos sudorosas de Alisoun. Philippa hizo ademán de arrebatársela, pero el caballero se apoyó a la niña contra el hombro, la palmeó con mano experta, y desafió a la madre ansiosa con un gesto de la barbilla. Philippa lo observó con suspicacia, pero luego se relajó un poco. —Sí, vos ya habéis hecho esto. Alisoun, será conveniente que le deis el trapo, pues Hazel regurgitará sobre él y después apestará a leche agria. —No sería la primera vez.


De todos modos, David extendió la mano, y Alisoun puso en ella el trapo sin vacilar. Sin dejar de observarlo atentamente, Philippa dijo: —Lady Alisoun tendrá que aprender alguna vez. Retorciéndose para colocar el trapo bajo la barbilla de Hazel, David replicó: —Aprenderá con su propio hijo. —Si es que lo tiene alguna vez, cosa que empiezo a dudar, tendrá tantas doncellas que jamás necesitará tocar al niño. —Hm. Tal vez esté diciendo la verdad. —Divertido, y un tanto perplejo viendo que Alisoun permitía a la doncella hablar con tanta familiaridad, David frotó con mano firme la espalda de Hazel hasta que oyó junto a su oído un húmedo regüeldo. Girando la vista hacia la pequeña con cara satisfecha, dijo—: Creo que será mejor que te devuelva a lady Alisoun. Se oyó un retumbo en el otro extremo de la niña, y Alisoun se levantó del asiento. —Oh, no. No me la deis ahora. Tengo que ir a preparar el baño. Evidentemente, sir Walter había desistido de convencer a David, porque apeló a Alisoun: —Tenemos que hablar. —Muy bien. —Le hizo un gracioso gesto de asentimiento, y llamó en voz alta—: ¡Edlyn! Su pupila se acercó de prisa, las mejillas enrojecidas de placer por haber sido llamada. —¿Mi señora? —Prepara el baño de nuestro huésped en la alcoba azul. Para él será .necesario usar la bañera más grande. —Echando un vistazo, a David, se alejó un poco, aunque él de todos modos escuchó—. Trae las tijeras: le cortaré el cabello. David se tocó los mechones que le colgaban sobre los hombros. Alisoun prosiguió: —Pienso que lo mejor para mitigar lo peor de la pestilencia serán la mejorana y el aceite de eucalipto. Asombrado, le preguntó a Philippa: —¿Huelo mal? Por un momento, creyó que la mujer se echaría a reír. Se le formaron arrugas en las comisuras de los ojos, le temblaron los labios, y aunque se reiría de él, ansiaba oírla. Seguramente, esta persona tan maternal lanzaría una gran carcajada resonante, un gran estallido de alegría que contagiaría a los que estaban cerca. Pero se controló, temblando por el esfuerzo. —La señora tiene una nariz muy sensible, y vos oléis intensamente a... hombre. Estaba seguro de que ése no fue el primer término que se le ocurrió a Philippa para describirlo. ¿Acaso Alisoun habría aplastado el humor natural de esta mujer? La observó, mientras daba instrucciones a Edlyn. Durante su estancia, si no otra cosa, lograría hacer reír a Alisoun y libraría a sus criados de esas ataduras sin sentido.

Con una precaución que David creía más apropiada para jabalíes salvajes, Philippa le quitó a la niña. —Le cambiaré los pañales. —Pero siguió mirándolo—. Vos sois sir David de Radcliffe, ¿no es cierto? David permaneció quieto, intentando no parecer amenazador. —Sí. —¿El famoso mercenario? Había personas que, al oír su nombre, conociendo su reputación, pensaban que él debía de ser constantemente salvaje y brutal y, al parecer, esta mujer era una de esas personas. Le respondió con suavidad: —Soy mercenario, pero quizá la fama exagere. —Será mejor que no —le replicó, y luego palideció y dio un paso atrás. Respiraba en pequeñas bocanadas agitadas, y le dio la impresión de que quería salir corriendo. Percibiendo la inquietud de la madre, la niña se removió y berreó, y Philippa le dio unas rítmicas palmadas, sofocando su capacidad instintiva de tranquilizarla por su preocupación—. Necesitamos que seáis todo lo que proclama la leyenda. Necesitamos que protejáis a mi señora Alisoun. Si algo malo le sucediera...


—¡Philippa! —La voz de Alisoun cortó la advertencia de la doncella—. Ve a cambiar a la niña, y después reanuda tus tareas. Philippa giró en redondo y miró a Alisoun con la boca abierta. —Sí, mi señora. —Entorpecida por la niña, hizo una reverencia desmañada—. Sólo estaba... —No me importa. —Alisoun apuntó con un dedo a la cara de Philippa—. Manten... tu... lugar. No tienes nada que hablar con sir David, y menos de un modo tan familiar. Alisoun no parecía enfadada, pero Philippa palideció. Se le agolparon lágrimas en los ojos, y atrapó la mano extendida de la señora. —Lo sé. Soy una estúpida, pero temía por vos. Debería... —Lo único que deberías hacer es atender a tus deberes. —La empujó—. Ahora, vete. Philippa se fue de prisa, con todo el aspecto de un cachorro castigado, y David se sorprendió descubriendo que Alisoun volvía a desagradarle. Le pareció que Philippa era toda una mujer, madre de su niña primero, luego para el mundo, y algo había aplastado su espíritu. Miró a Alisoun con ojos entornados. Sí, quería darle una lección. En tono tan amargo como la bilis, sir Walter dijo: —Philippa demuestra que hay buenos motivos para golpear a una mujer. David empezó a protestar, instintivamente: —Jesús, hombre, eso es muy duro. Pero entonces, Alisoun atrajo su atención: su rostro y su cuerpo permanecieron absolutamente inmóviles, hasta el punto de que podía haber estado tallada en hielo. Lentamente, giró la cabeza hacia sir Walter, como una puerta sobre un gozne oxidado, y algo en su actitud hizo retroceder al mayordomo. En voz autoritaria, la dama dijo: —Que yo no vuelva a oíros decir otra vez semejante cosa. —Si me escucharais... —Prefiero no seguir vuestro consejo. —Sir Walter trató de hablar, pero Alisoun alzó una mano—. No quiero oírlo otra vez. ¡Al cuerno con tanto secreto! David sintió las corrientes subterráneas que tiraban de él. ¿Acaso sir Walter habría golpeado a Philippa? ¿A su propia esposa? ¿Tendría esposa? David pasó la mirada de sus ojos entrecerrados al alterado caballero. ¿Sería sir Walter el motivo por el que Alisoun no se había casado? ¿Ocuparía la cama de ella, y eso que presenciaba era una pelea de amantes? Si bien David le había dicho a Alisoun que él no se metería entre marido y mujer, si ella le había dado acceso a sir Walter a su cama, sí se metería. Desistiría de sus planes de cortejarla y, más bien, la raptaría. Sir Walter no sería rival para sir David. —¿Me oyó, sir Walter? La voz helada de la dama invadió las reflexiones de David, que se apresuró a desechar sus ensoñaciones. Sólo creía en lo que veía, oía y tocaba. —Os pido perdón, milady. Sir Walter hizo una inclinación, con todo el aspecto de sincera contrición. ¿Estaría contrito por haber dicho algo tan estúpido o por haber enfurecido a su señora? ¿Cómo se le había ocurrido apoyar semejante despotismo, siendo su señora feudal una mujer, y existiendo todas las posibilidades de que lo considerase una provocación? —Si volvéis a someterme a semejante estallido, ya no tendréis opciones. Tendréis que buscar otro lord a quien servir... alguno que sea más de vuestro agrado. ¿Podía hablarle de ese modo a su amante? Desde luego que no. Ni la propia lady Alisoun sería tan desdeñosa con el hombre que había retozado con ella. David pasó la vista del corpulento y sonrojado sir Walter, que protestaba con fervor, a la alta, remota lady Alisoun: no, sir Walter no había arrugado el colchón con ella. Ahora él sabía que ella sí tenía emociones. Tal vez su semblante no las manifestara, su postura se mantuviese igual, pero tras esos ojos grises existía una alma. Y él llegaría a comprenderla aunque tuviese que conspirar, espiar, recurrir a la ayuda de toda la gente de Alisoun y hasta al propio corazón de la fría y solitaria doncella de George's Cross.


Guiado por Alisoun, David entró dando tumbos en su alcoba. A la dama la acobardó la idea de poner su seguridad y la de George's Cross en manos de este hombre. En las sucias manos de este hombre. Tendrá mejor aspecto cuando haya recibido un baño, se convenció a sí misma, y chasqueó los dedos a las criadas, que se pusieron en acción desnudándolo y arrojando la ropa del caballero a un cesto, para ser hervida. —Tal vez los pobres quieran alguna prenda —dijo una de las doncellas, alzando con dos dedos los trapos mugrientos a los que David llamaba sus calzones. —Ni los pobres lo querrán —repuso Edlyn. La voz de Edlyn despertó a Alisoun. —Tú vete, querida —le dijo—. No me parece correcto que una virgen soltera bañe a los invitados. —¿Vais a bañarlo vos! —preguntó sir Walter desde la puerta. Sorprendidas, todas las mujeres se volvieron a mirarlo a él, luego a Alisoun. —Como siempre —respondió Alisoun. El mayordomo puso los puños en las caderas. —¿Vos no sois virgen? Tan encolerizada que le costaba hablar, replicó: —Soy viuda. Por la buena Santa Ethelred, ese hombre había perdido el juicio. ¿Cuándo se había convencido de que tenía derecho de cuestionar las actividades de su señora? ¿Cuándo había perdido el respeto hasta el punto de creer que podría insultarla sin consecuencias? Ah, ella conocía la respuesta. Cuando le había confesado que era capaz de arriesgarlo todo para hacer lo que consideraba justo, él no comprendió que a ella no le importaba nada de la desaprobación o de la opinión de él. Ella le pagaba su salario, y lo que esperaba de él era una lealtad incondicional. Y aunque no se la concedía, Alisoun recordaba su previo apoyo y no se sentía capaz de ordenarle que se buscara otra ocupación. Controló de manera mecánica los arreglos para el recién llegado. Acordó con Edlyn una cena especial, y luego la hizo salir. En el hogar ardía el fuego. Apretó el colchón: la ropa de cama despedía un olor limpio y seco. Levantó las jarras que había en una mesa, junto a la cama, descubrió que estaban vacías y frunció el entrecejo. En su entusiasmo por servir al legendario mercenario, las criadas se habían olvidado de terminar de preparar la alcoba. Junto a la bañera, una de las mozas chilló, y Alisoun echó una mirada impaciente al pequeño grupo reunido en torno de David. ¡ Qué frivolidad! ¿Acaso creían que, por ser una leyenda, sería también la respuesta a las plegarias de una doncella? Echó un vistazo al furioso sir Walter. ¿También él pensaba lo mismo? ¿Por eso se quedaba a un lado, observando, erizado como un mastín? El grupo se separó un instante, y Alisoun tuvo un atisbo de David, desnudo y goteando. Sin duda, no era el sueño de una doncella. Más bien, el sueño de una cocinera, por lo flaco que estaba. O de una lavandera. Jamás había visto a.un hombre tan incrustado de suciedad. Haría falta una enérgica friega para sacar toda la mugre pero, pese a la opinión de sir Walter, Alisoun sabía cuál era su deber, y siempre lo cumplía. Enrollándose las mangas, tomó el delantal que le habían preparado las doncellas para que se cubriese. Si hubiese podido, lo habría dejado en manos de las criadas, pero no se atrevía a echarse atrás, pues sir Walter lo consideraría una victoria. Su voz uniforme cortó el parloteo. —¿Dónde está el vino y el agua, por si nuestro huésped tuviera sed durante la noche? Heath se llevó la mano a la boca. Había sido antes la doncella personal de Alisoun, y la señora la había promovido a doncella principal cuando llegó Philippa y, cuando se distraía, a veces faltaba a sus deberes. —¿Han quedado otras tareas sin hacer? —preguntó Alisoun. El grupo que rodeaba a David se dispersó. Heath corrió de un lado a otro, controlando la tarea de cada criada. Pero todas se quedaron en la habitación esperando captar visiones de la leyenda que tenían entre ellas, suponía Alisoun. No le importaba. Lo único que le importaba era que hubiese fallas o defectos en su hospitalidad. Al aproximarse ella, David se hundió en el agua como si pudiese derretirlo y, por su expresión, se hubiese dicho que no tenía experiencia previa para desmentir esa creencia.

Enjabonando el paño de lavar, Alisoun trató de aliviar la inquietud del hombre con una conversación intrascendente: —¿Es de vuestro gusto la habitación?


El aludido se inclinó adelante para permitir que le frotase los hombros. —Es encantadora —dijo, amable—. ¿Es la vuestra? Por un instante, Alisoun pensó en clavarle las uñas. Había abrigado la esperanza de que no se comportase como un asno, haciendo comentarios ofensivos, insinuando que ella le calentaría la cama. Muchos caballeros y señores lo habían hecho mientras los bañaba, suponiendo que ella debía anhelar lo que no conocía, y con una petulante confianza en que ellos podrían satisfacer ese anhelo. Bastaba con unas palabras frías, que funcionaban con esa clase de sujeto como cubos de hielo que cayesen en el agua del baño, y jamás volvía a tener dificultades... al menos con el mismo hombre. En esta ocasión, no se sentía tan segura. Ella también estaba agotada del viaje, y esta obligación se le hacía increíblemente pesada. Pasando la esponja por la cabeza de David, dejó que el fuerte jabón de sosa le goteara en los ojos. El hombre soltó un grito y se levantó de un salto, frotándose los ojos para tratar de quitárselo. Heath se adelantó con una palangana de agua limpia, y lo ayudó a salpicársela en la cara. Cuando David se volvió hacia Alisoun con los ojos irritados, y mostrando los dientes, ella primero pensó en disculparse dulcemente, pero lo que dijo fue: —Dormiréis aquí solo, sir David, salvo que elijáis otra compañera. Estoy segura de que podréis convencer a alguna de las criadas para que os acompañe, por curiosidad, si no por otra cosa. Y ahora, si os sentáis otra vez, terminaremos con... David le aferró con firmeza la mano, y Alisoun pensó si no se la mojaría. Gracias a su entrenamiento, sabía que lo tendría merecido por permitir que la dominara la cólera, pero el gruñido de sir Walter la irritó todavía más. No necesitaba protección contra sir David: ella podía manejarlo. —¿Ésta es mi alcoba? —preguntó David. Alisoun permaneció inmóvil. —Eso he dicho. —¿Dormiré aquí... solo? —Sí. La mano enjabonada escapó al apretón, y no hizo ademán de recuperarla. —¿Disponéis de una habitación para cada uno? —Para mis huéspedes. —Empezaba a comprender el motivo del asombro de David—. No sería correcto que durmierais en el suelo del gran salón, con los criados. Sir Walter tiene su propia alcoba en la casa de la entrada, para poder estar preparado en caso de ataque, pero me pareció que vos deberíais estar en el interior del castillo.

— Porque soy quien os custodia. Alisoun se sintió tonta: — Sí, necesito que cuidéis de mí y de los míos. Sir Walter se adelantó. — Yo puedo hacer eso. La mano de Alisoun tembló de exasperación, aunque respondió como siempre: — A vos os necesito para que preservéis todo el castillo y la aldea. No os queda tiempo para el cuidado especial que he llegado a necesitar. Esperaba que David dijera algo, que hiciera algo para interponerse, pero no lo hizo. Permaneció sentado en el agua mirándolos a los dos, como si fuesen un entretenimiento. Sintió ganas de abofetearlo. Sir Walter se dio la vuelta, refunfuñando. David no trató de arrebatarle el paño de lavar, sino que se inclinó adelante para que ella terminase de frotarle la espalda. Una cicatriz partía desde el cráneo y bajaba por la espada y, cuando le lavó el cuello, descubrió que le faltaba el lóbulo de una oreja. Trató de ser suave, pero David le dijo: — Adelante, frotad. No me duele. Poniéndose audaz, la dama preguntó: — ¿Cómo lo perdisteis? La actividad en la habitación se hizo más le.nta cuando todas las mujeres prestaron atención para escuchar el relato. — Cometí un error — respondió David. — ¿Acaso el otro caballero... ? — Alisoun se interrumpió, pues no sabía cómo continuar. — Después, su viuda volvió a casarse. Esa concisa contestación respondía más de una pregunta. David no alardeaba de sus triunfos, pero ella quería saber. No por los mismos motivos que sus doncellas, que sencillamente lo adoraban sin cuestionarlo, sino porque necesitaba la confirmación de sus proezas. Entonces, David se inclinó hacia atrás para que ella pudiese acceder a su pecho, y Alisoun vio más testimonios de los sufrimientos que él había soportado, tanto en batalla como en la lucha por sobrevivir a la


sequía. Los acordonados músculos que atravesaban sus hombros alzaban la piel en impresionantes ondulaciones, y ella recorrió el contorno de la clavícula prominente mientras lo fregaba. En los brazos se veía con claridad el efecto de blandir la espada y el escudo. Las venas del dorso de sus grandes manos sobresalían en líneas azules, y vio que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda. Levantándole la muñeca, le preguntó: — ¿Espada? — Hacha de combate. — ¿Esa viuda también volvió a casarse?

En tono disgustado, respondió: —¡No! Fue sólo una refriega. Alisoun volvió a mirar el lugar que había dejado vacío el dedo. —¿Lo perdisteis en una batalla de juego? —De juego, no —respondió él, paciente—. De práctica. Para practicar y entretener a la corte, entablamos refriegas. —Levantó la mano y le sonrió con cariño—. Si sir Richard no hubiese contenido el voleo de la espada, yo habría perdido la mano entera. —La metió de nuevo en el agua, y agregó—: En aquel entonces, yo era un muchacho inexperto, y resulté afortunado. —Afortunado. Lo observó, y no le pareció afortunado. Diversas armas le habían abierto líneas en la carne, en la parte superior del pecho, dejándole un intrincado diseño de vello negro y cicatrices blancas sobre sus impresionantes pectorales. Inmediatamente debajo, las costillas se perfilaban con espantosa claridad. Quizá pudiera comerse el ganso entero él solo. Alisoun no podía lavar las partes de David que aún estaban dentro del agua, y lo deseaba mucho. No por curiosidad. No sentía curiosidad, aunque la mugre y el jabón que flotaban en el agua podrían haber frustrado a una mujer entrometida. Había visto y lavado a muchos hombres, y una leyenda como sir David no sería diferente. Pero era obvio que no le encantaba bañarse, y ella no sabía cuándo podría persuadirlo de colaborar otra vez. —Poneos de pie —le ordenó. David no respondió y se limitó a sacar una pierna de la bañera y a cambiar de posición, como si estuviese incómodo. Bueno, la bañera era demasiado pequeña para un hombre de su tamaño, y... —Bien —dijo, y le lavó un pie. Los callos le deformaban los dedos y enganchaban la trama del paño, y David lo flexionó e hizo muecas cuando ella le frotó la planta del pie. Una cicatriz encarnada abultaba la piel desde el tobillo a la rodilla. —¿Fuego? —preguntó Alisoun. —Alquitrán hirviente vertido desde el muro, durante un asedio —respondió. —¿Tomasteis el castillo? David observó cómo ella le levantaba la pierna y lavaba debajo. —Por supuesto. Los músculos de la pantorrilla bien formada se unían a una rodilla huesuda, y el muslo era flaco... demasiado para un hombre de su tamaño. Extendiendo la mano con la palma hacia arriba, sin hablar, le pidió el otro pie. David le miró la mano. Alisoun insistió con un movimiento de los dedos en el aire, y él sacó su pie del agua y se lo apoyó en la mano. En ese pie había perdido un dedo, y la piel se extendía, fina, cubriendo el hueso. Antes de que ella pudiese preguntar, le dijo: —El mismo asedio que el del alquitrán hirviendo. Estaba cruzando el puente levadizo, y el rastrillo cayó sobre mi pie. Gracias a Dios, no me cayó en la cabeza. —Sí, Dios es bueno con vos. Descubrió, sorprendida, que lo decía con sinceridad. David había llegado a las puertas mismas de la muerte y, de algún modo, todas las veces había logrado escapar. David alzó la voz para que se le oyese en toda la habitación. —Eso significa ser una leyenda. Vivir lo suficiente para jactarse de las propias hazañas.


—¿Podría ser también la voluntad de ser el primero en cruzar el puente levadizo? —preguntó Alisoun. —El primero en cruzar se lleva los mejores botines. El primero en cruzar, por lo general, resulta muerto, pensó la dama. Eso era evidente para todos los que estaban en la habitación. Pero no lo dijo y se movió para terminar con la tarea de lavarlo para que pudiese ir a comer. En esta ocasión, David emitió un extraño gemido cuando ella le frotó los muslos. Alisoun lo miró arqueando una ceja, pero él apretó los labios con fuerza y movió la cabeza. Alisoun enjuagó el paño con agua limpia y volvió a enjabonarlo. —Poneos de pie. No puedo lavaros si no os ponéis de pie. El hombre permaneció sentado, aferrado tercamente a los bordes de la bañera, como si la suciedad lo hubiese pegado al fondo. Entonces, desde su rincón, sir Walter se burló: —Tal vez haya perdido algo más que los dedos de las manos y de los pies. Todas las miradas convergieron en David. ¿Se enfadaría? ¿Saldría de la bañera y le arrancaría las entrañas a sir Walter? Una sonrisa se extendió lentamente por el rostro del caballero. Sus labios se entreabrieron. El pecho subió y bajó en profundas inhalaciones, y casi se vio brotar de él una aureola de satisfacción. Como uno de los monstruos que habitaban en las profundidades del lago de la montaña, se levantó fuera del agua y se reveló en toda su gloria.

Riendo a carcajadas, David rodó por su cama y aporreó la almohada con entusiasmo. Nunca en su vida olvidaría la expresión que había transformado el semblante sarcástico de sir Walter. Todavía podía revivir la gratificación de ver la expresión del viejo bribón, un instante antes de que se escabullera, en abyecta humillación. No, sir Walter no volvería a provocarlo de esa manera. Alisoun... rodó de espaldas, entrelazó las manos detrás de la cabeza y fijó la vista en el entoldado a medida que avanzaba la luz de esa neblinosa mañana. Alisoun era otra cuestión. No sabía qué era lo que pensaba ella. No fue el lavado. Alisoun había usado un paño áspero, y lo refregó hasta dejarle la piel en carne viva, pero él sólo notó el contacto de las manos de ella que lo rozaban una y otra vez. Y él no se había puesto de pie para no incomodarla con un despliegue inoportuno. Pero cuando sir Walter lo provocó y, por fin, él se puso de pie, no le pareció que ella se sintiera incómoda. No supo qué había esperar de ella: ¿Exclamaciones de éxtasis? ¿Una sonrisa radiante? ¿Un inmediato manotazo? Por supuesto, no hubo nada de eso. Permaneció inmóvil, sin un estremecimiento, una sonrisa tonta, ni un ceño. Si estaba impresionada, no lo demostró. Y tendría que estar impresionada. Demonios, él mismo lo estaba, y eso que venía blandiendo su arma de toda la vida. —¿Habéis dormido bien? Se sobresaltó y se subió las mantas, sorprendido. Estaba pensando en ella, y ahí aparecía, con los brazos llenos de tela plegada y una agradable sonrisa. La miró de nuevo. Quizá fuese una exageración calificarla de agradable. Era más bien una elevación de las comisuras, que ejecutaba porque le habían enseñado que era lo correcto. Pero a él le agradaba. Le agradaba ella, le gustaba la apariencia que tenía esa mañana, vestida para trabajar con una túnica de desteñido algodón azul y una toca azul cielo que le cubría el cabello y se ataba bajo la barbilla. Un gran anillo de hierro con llaves le colgaba del cinturón, destacándola como la castellana de George's Cross y el poder con el que había que tratar. Poniéndose boca abajo, David apoyó el mentón en las manos y sonrió: —Bien, fue una sensación un tanto extraña estar con el cuerpo limpio sobre sábanas limpias y un cuarto para mí solo, pero sospecho que me será fácil acostumbrarme. —Sí, es agradable tener el cuerpo limpio. —Apoyó la tela sobre un banco, junto al hogar, y dijo con particular énfasis—: También es más grato para la gente que os rodea. Está saliendo el sol. Es hora de que acometáis vuestros deberes. La sonrisa de David decayó. —¿Mis deberes? —Sin duda, querréis consultar con sir Walter hoy, y yo le he dicho que vos debéis gozar de libertad de andar por donde queráis y de hablar con quien os plazca.


—Es generoso de vuestra parte, mi señora. Sin hacer caso ni de la frase ni del tono irónico, Alisoun desplegó una túnica de hilo rojo y una sobreveste de lana azul morado. —Me parece que ésta os irá bien y será apropiada para vuestros colores. Perplejo, repitió: —¿Para mis colores? —Un hombre corpulento como vos, con ojos y cabello castaños, y piel atezada, tiene que vestirse de modo que no se parezca al tronco de un árbol. David observó, dudoso, el despliegue de colores que la dama tenía en las manos. —Quizá sea una ventaja parecer un tronco de árbol cuando acecha el peligro. —Yo lo pensé. —Con un chasquido, extendió una capa negra, bordeada de verde—. No creo que os expongáis al peligro a la luz del día y, en las primeras horas de la mañana y las últimas de la noche, esta capa os abrigará y os protegerá de ser visto cuando no haya necesidad. Levantaos de la cama. Quiero cortaros el cabello. La noche anterior, antes de salir del cuarto, dejó las tijeras allí pero no las había olvidado. ¿Por qué insistía tanto en esquilarle la melena? ¿Sería como el baño, una especie de ceremonia cuando uno ingresaba en la casa de lady Alisoun? —Dejad que me vista, antes. La puerta estaba abierta, pero Alisoun estaba sola y, por primera vez, David se preguntó por qué. La señora de la casa jamás debería rebajarse a cargar con su ropa, pero quizá la doncella principal había sido castigada por haber reído y por haberle dicho que la señora lo hallaba atractivo... cuando estaba limpio. Desnudo como llegó al mundo, apoyó los pies en el escaño junto a la alta cama y luego bajó al suelo, sin apartar la vista de Alisoun para espiar su reacción. —¿Habéis traído calzas? La dama levantó dos cilindros de lana negra y se los mostró. —Poneos los calzones —le ordenó—. Después, sentaos en el banco. No os gustaría que os quedara la túnica llena de recortes de pelo. Mientras hacía lo que le había indicado, observándola atentamente buscando signos de interés o intriga: no los encontró. Había extendido una toalla sobre la mesa que estaba junto al banco, probó las tijeras, y se quedó de pie esperando que él se sentara, las manos unidas delante de sí. Se le ocurrió que era una mujer reposada. Esa falta de expresión que a él tanto lo frustraba la convertía en una agradable compañera. Por otra parte, lo hacía desear provocarla para ver en ella alguna reacción. Se sentó y, mientras lo envolvía con un paño sobre los hombros, David le dijo: —Me preguntaba... ¿por qué os fuisteis anoche? Vio que la mano de ella aparecía desde atrás de él, recogía un peine de marfil y luego se retiraba. El peine se hincó en el cabello de la frente, y luego se deslizó por la coronilla. Se enganchó en un enredo, y se detuvo dando un tirón a la altura del cuello. —¡ Ay! —Apoyó con fuerza la mano sobre la de ella, que tironeaba para desenredar las hebras—. ¡Ay! ¡Ay! ¡Basta con eso! Flotó sobre él una cálida risa ahogada, acariciándole los oídos, y trató de girar para ver brotar ese milagro de emoción de la dama. Lo único que logró fue que el peine se hincara más, y que ella lo empujara de vuelta a su posición. —¿Siempre os quejáis? Si fuese así, no quisiera estar cerca cuando os hirieran, realmente. —Esto es diferente. Este dolor es innecesario. —Sintiéndose regañado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró, ceñudo, a la nada, mientras el peine tironeaba y maniobraba. En ese momento comprendió que ella había cambiado de tema, controlando la situación y haciéndolo callar al mismo tiempo—. Qué zorra —murmuró. El peine detuvo su trabajo: —¿Qué? David irguió la espalda, deseando que sus hombros tuviesen el ancho de otros tiempos. Tantos meses de inanición, casi, habían reducido su volumen haciéndolo menos imponente de lo que había sido en la flor de su estado. Se recordó a sí mismo que cuando él se puso de pie en la bañera, ella se había marchado. —Os he preguntado por qué no terminasteis de bañarme, ¿no es así? La mano de la dama reapareció, levantó las finas tijeras de acero y desapareció tras él. Oyó el chasquido cuando ella las probaba, y luego el metal frío se le apoyó en el cuello.


David admitía que era buena. Muy, muy buena. Sólo una diplomática consumada se las ingeniaba para insinuar una amenaza sin decir nada. ¿Por qué sentiría la necesidad de amenazarlo? Él no había hecho más que formular una simple pregunta. Al parecer, Alisoun lo comprendió porque dijo: —Os pido disculpas por haberos abandonado pero, por ser mi primera noche en el hogar, tenía muchas tareas que reclamaban mi atención... y calmar a sir Walter después de vuestra impresionante demostración no fue la menor de ellas. Insistió sobre eso: —¿De modo que para vos fue una demostración impresionante?

Las tijeras le cortaban el cabello con ese peculiar sonido tan irritante y, mientras veía caer girando a sus pies mechones castaños, un estremecimiento le recorrió la espalda. —Para todas las mujeres del castillo fue una demostración impresionante, y las que no lo vieron por sí mismas recibieron una versión aumentada. —Pero, ¿a vos os impresionó? Alisoun sopló para quitarle el pelo cortado de la oreja, y David se estremeció, pero no de miedo. —Me impresionó mucho. Cortó la frase tan abruptamente como las tijeras cortaban el cabello. Se quedó satisfecho, y pidió: —No cortéis demasiado. —¿No confiáis en mí? Por extraño que pareciera, cuando no se distraía contemplándola, le resultaba más fácil percibir sus estados de ánimo. Su voz la traicionaba más de lo que le hubiese gustado, y sus manos ya no se movían con tanta gracia cuando la exasperaba. —iVos no confiáis en mf! El peine y las tijeras se detuvieron: —¿Qué quiere decir eso? —Todavía no me habéis dicho cuál es la amenaza. Para eso estoy aquí, ¿no es cierto? Para protegeros de cierta amenaza. El peine y las tijeras reanudaron su trabajo, y ella contestó, con desgana: —Alguien me ha tomado inquina. —¿Hasta el punto de dispararos flechas? —Parecería que sí. —¿Por qué? —No lo sé. David decidió que eso era mentira. —¿Quién? —No lo sé. Otra mentira. Sin embargo, lo que le había dicho era casi tan interesante como lo que no le decía, y más interesante aún, el motivo por el que no se lo decía. Empezaba a ver que, cuando quisiera obtener alguna información de Alisoun, tendría que aludir a un tema que ella quisiera evitar, como por ejemplo el modo en que reaccionaba al cuerpo de él, y después dejar que hablase de un tema alternativo, como la persecución que sufría. —¿Por qué no acudís al rey y presentáis cargos contra ese lord que tanto os acosa? Alisoun peinó los mechones de los costados sobre la cara de él. Eran tan largos que pasaban de la nariz, y le hacían cosquillas. David los sopló, y la señora lo reconvino:

—No hagáis eso: también tengo que cortar éstos. Pasó por encima del banco y se puso delante de él. ¡Pechos! Alisoun tenía pechos que empujaban contra la fina tela azul. La caída recta de la túnica que llevaba ocultaba el resto de sus formas, pero los pechos rogaban que los besara. Casi los oía llamándolo por su nombre, y quiso apoyar allí el oído para escuchar mejor. Quizás estuviesen ahogados allí


dentro. Quizá... quizá fuera preferible que dominase otro despliegue impresionante. Barbotó, con voz ronca: —¿El rey? —El rey Enrique siempre intenta ejercer sobre mí más autoridad que la que le permiten la ley o la tradición. No quiero involucrarlo en una cuestión que me dejaría en deuda con él. Respondió sin vacilar, como si no supiera que sus pechos se exhibían ante la cara de él. Tal vez sus pechos fuesen ingobernables como los penes, y ella no tuviese control sobre su comportamiento. Pero él sabía lo que estaba haciendo su pene... ¿acaso ella ignoraba lo que hacían esos pechos impertinentes? —Comprendo vuestra preocupación con respecto al rey Enrique, pero si tuvieseis a un hombre que cuidara de vos... Una pelota de pelos le aterrizó en la boca abierta. Alisoun dio un paso atrás retirando los pechos de su alcance, y lo observó escupir, salivar, y luego estornudar. Cuando acabó, ella le dijo: —No necesito un hombre. —¿Cómo lo sabéis? —Apartó la cortina de cabello a medio recortar de la cara, para poder observarla—. Vuestras doncellas os llaman la mayor de las viudas vírgenes de Inglaterra. Como era su costumbre, no manifestó ninguna reacción. —Quiero decir que no necesito un marido para protegerme. Ha sido más fácil contrataros a vos. A David no se le pasó por alto que no negó su doncellez. —Lo que quiero decir es que bien podríais recibir a un hombre en vuestra cama para descubrir qué es lo que os estáis perdiendo. —Supongo que estáis pensando en algún candidato. Exhibiendo su sonrisa, garantizada para hacer derretir a las muchachas, retorció el mechón de cabello que quedaba. —¿Por qué no yo? —Porque sois un barón y un terrateniente pobre. ¿Qué podríais brindarme? —Placer. La crudeza de la respuesta la hizo ahogar una exclamación, pero la realidad fue en su ayuda. —Y un hijo dentro de nueve meses. Entonces, tendríamos que negociar un acuerdo de matrimonio, y vos no tendríais nada que igualase lo que yo tengo aquí. — Desde mi punto de vista, lo más importante es, ¿qué podríais brindarme vos a mí? — Tuvo la satisfacción de ver que ella bajaba la barbilla — . Ciertamente, vuestra riqueza va más allá de mis más locas fantasías, y ésa es una ventaja sobre mí. — Exhaló un violento suspiro — . Los clérigos dicen que el dinero no hace la felicidad, y yo quisiera tener una oportunidad de probarlo. — Entonces, lo admitís. Me queréis sólo por mi riqueza, como otros mil caballeros. Tuvo ganas de bailar de contento: no lo había descartado con una carcajada. Su pequeña trucha estaba a punto de morder la carnada. — En absoluto. Vuestras tierras son magníficas, pero vos también sois bastante atractiva. — Alisoun abrió la boca para replicar, y David añadió — : Cuando estáis callada. El problema es que eso no sucede con bastante frecuencia. Alisoun cerró la boca de golpe. — Soy un hombre gentil. He demostrado ser el mejor guerrero de Inglaterra. — Se corrigió, aunque le doliera — . El mejor de todos, menos uno. Pero no necesito demostrar que soy más fuerte que una mujer. Yo no les pego a las mujeres. Jamás golpeé a mi esposa y si una mujer... bueno, podéis preguntarle a mi gente. No les pego a los más débiles, sea cual fuere la provocación, ni mi dignidad sufre menoscabo si la lengua de una mujer la azota. — Apoyando la mano sobre la mesa, se inclinó hacia ella — . Mi señora, conmigo, aunque vos tuvierais siempre razón, a mí no me molestaría. — Tengo razón todo el tiempo — dijo ella, aunque en voz vacilante. — ¿Lo veis? — Le quitó las tijeras de la mano — . Para un hombre sería fácil asesinar a una mujer como vos. Por vuestro bien, sería preferible que os casarais con alguien que respondiese a vuestros sarcasmos con ingenio, y no con golpes. Se cortó el último mechón. — ¡No! — Se echó hacia delante — . Oh, no, mirad lo que habéis hecho. — ¿Qué he hecho?


— Lo habéis cortado torcido. — Peinó, dividió, separó, y meneó la cabeza — . Ahora tendré que recortar todo el frente otra vez, hasta que esté nivelado. Si no, los habitantes del castillo creerán que he perdido la mano. — No podéis hacerlo todo sola. No podéis ser castellana, caballero jefe y barbero, todo en una. Es demasiada carga para que la soporte una sola persona. Creedme, yo lo sé. — Se tocó el pecho — . Yo también he intentado hacerlo todo solo. Juntos, podríamos compartir las tareas. — Y duplicar las preocupaciones. Lo más probable era que el nuevo corte de sus tijeras no hubiese nivelado el cabello, y David se consoló pensando que volvería a crecerle. —El rey quiere que os caséis, y os casaréis. Habéis preguntado por las ventajas. Bueno, ¿no sería vuestro esposo un hombre sobre el cual vos tenéis todas las ventajas? Con los ojos redondeados, Alisoun contempló su tarea. Peinó otra vez, apoyó una mano sobre los mechones de los costados para sostenerlos hacia abajo, y se inclinó hacia la cara de él. Las tijeras lo tocaron de nuevo, y ahora estaban tibias por la constante manipulación de ella. —Cuando una mujer se casa, es la castellana de su marido. No puede hacer nada sin permiso de él. — Cortó otra vez, retrocedió y observó—. Le curvó los labios una sonrisa felina, que desapareció cuando advirtió la fijeza de la mirada de él—. Toda ventaja se pierde con la firma del contrato matrimonial. —No se hace justicia. Como es justo, os anticipo que tengo intenciones de demostraros las ventajas que tendréis, y conservaréis, conmigo, lady Alisoun. —Rió fuerte—. Venid. —¿Qué? Dio un cauteloso paso atrás y, para él, ésa fue una flagrante demostración de alerta. —Necesito ayuda para ponerme la ropa y la cota, y no tengo escudero. —Yo os asignaré uno. David inclinó la cabeza. —Os quedaré muy agradecido. Alisoun vaciló un momento más, y luego se adelantó y se detuvo ante él. —Entretanto, os ayudaré. ¡Por los santos, era una mujer valiente! Estúpida, pero valiente. —Si vuestro cuchillo está afilado, os afeitaré antes de vestiros —le dijo. Recordó la implícita amenaza de las tijeras. ¡Y ella pretendía ponerle un cuchillo en la garganta...! Entrecerró los ojos: —No, gracias. Lo obsequió con una breve sonrisa, y David recordó la destreza con que lo había puesto en su lugar. Aun así, nobles más grandes habían tratado de mantenerlo en su lugar. Circunstancias más pesadas lo habían oprimido, y él había salido reforzado, más flexible, mejor. Su vida difícil le había enseñado mucho y le dio ventaja sobre esta dama de buena crianza. Tenía que recordar eso. Mientras él se quitaba el paño de los hombros y se limpiaba el cuello, Alisoun extendía la túnica y la sobreveste sobre la mesa. Con la misma vivacidad que si estuviese dirigiéndose a un niño que tardaba, le ordenó: —Levantad los brazos. David obedeció, flexionando los músculos al estirarse. —¿Creéis que estoy demasiado delgado? —Sí. —Tironeando de la túnica con gestos impacientes sobre el cuerpc de él, la bajó hasta la cintura para cubrirlo—. Pero si seguís comiendo como anoche, muy pronto recobraréis vuestra robustez. —Lo examinó, y David vio en la mirada de ella un brillo de satisfacción—. Entonces, recuperaréis vuestro título. Y seréis otra vez el más grande mercenario de Inglaterra. Si le hubiese abierto el vientre, habría sido más piadosa. Desde que llegó, David había procurado hundir su derrota en el fondo de su mente, ignorar el recuerdo de esa derrota. Y ahora, ella la mencionaba de manera tan casual como si no le cupiesen dudas de que él recuperaría el título que retuvo tanto tiempo. Él sabía que no era así. Sabía que su destreza declinaba, antes aun de haber ganado a Mary y sus tierras, además que, desde entonces, había vivido más como granjero y pastor que como guerrero. Sólo su astucia y experiencia en la batalla le habían evitado una derrota y una humillación inmediatas ante el rey. ¿Ése era el precio de ganarla a ella? ¿Tendría que volver a convertirse en el legendario mercenario David? Porque eso era imposible. Él sabía que era imposible. —¿Qué? —dijo la dama, como si estuviese oyendo sus pensamientos. Al parecer, Alisoun no comprendía lo mucho que lo lastimaba la luminosa confianza en él. Pero en su semblante no había un ápice de doblez. Claro que tampoco había un ápice de emoción.


Miró más a fondo: Alisoun le tenía fe. Convendría que se casara con ella lo antes posible, antes de que descubriese la verdad con respecto a él... o que su maldito honor lo obligase a decírselo. —¿Dónde está vuestra cota? —preguntó Alisoun. Su camisa de cota de malla, su orgullo y su alegría, había ido a parar al encargado de las armaduras de Alisoun para ser aceitada y reparada, pero la señora no lo sabía. Lo que quería era no tener que tocarlo. —Pienso que hoy necesito la sobreveste. Ningún hombre razonable se aventuraría con esta tormenta para dispararme. Alzando la cabeza, Alisoun oyó lo mismo que él, que la luz gris de la mañana se había disuelto en una lluvia constante y firme. David atribuyó al sentido del deber de Alisoun más que a su deseo de venganza, el que dijera: —Es cierto. Hoy tendréis que moveros con rapidez para efectuar vuestras rondas. David se puso de pie, se puso las calzas y ajustó las ligas de la pierna izquierda. Entonces, advirtió que ella lo observaba en lugar de ayudarlo, y comprendió su propia estupidez. —Tened. La antigua herida que tengo en la cadera me restringe los movimientos, y no puedo darme la vuelta para atarla. No tenía ninguna herida en la cadera, pero ella no lo sabía... salvo que la noche anterior lo hubiese observado con más cuidado de lo que él creía.

Al parecer, no lo había hecho. Se puso de rodillas al costado y tanteó en busca de la otra correa. Para cuando la encontró, la metió bajo la parte de atrás de sus calzas y la ató, David tuvo que cerrar los ojos y apretar los dientes para que no se le escapara un gemido lascivo. Le había pedido ayuda como una especie de broma, para comprobar si era capaz de cumplir los deberes de una esposa sin evasivas, y estaba pagando con agónico placer por su presunción. —Ya está, sir David —dijo—. ¿Necesitaréis algo más? El tono de su voz le hizo abrir de golpe los ojos y mirarla. No llegaba a ser insolente ni se reía abiertamente de él, pero ya hacía días que la observaba y podía reconocer cuándo se divertía. Viéndola arrodillada ante él, sintió una gran tentación de demostrarle qué más podía hacer por ella. Pero le permitió levantarse, y Alisoun ya se había dado la vuelta cuando él dijo: —Hay algo más. Con las manos, abarcó la cintura de ella, y la carne firme de Alisoun se las entibió al instante. La atrajo hacia sí. Para él, las mujeres solían ser un mero bocado de placer, pero la coronilla de Alisoun le llegaba casi a la nariz, y los cuerpos casi se igualaban en altura. Y aunque quería gozar de la obvia sorpresa que le había provocado su maniobra, la experiencia le advertía que era preferible aprovechar de inmediato la ventaja. Pasándole un brazo por la espalda, la hizo inclinarse. —¿Alisoun? Completamente sorprendida, la dama alzó la cabeza y él la besó. Los labios fríos y secos lo impresionaron por su curiosidad. Aunque no lo admitiese, Alisoun quería experimentar, y era evidente que aún no lo había hecho. Cortó el beso. —¿Acaso nadie os ha besado nunca? —Nada para recordar. Tras digerir esa información, David dijo: —Un desafío. —Se inclinó otra vez sobre ella—. Y el legendario mercenario David siempre acepta un desafío. Alisoun pareció pensarlo mejor, porque apartó la cabeza, pero a David no le importó. Lo atraía su mejilla, igual que su frente y sus pestañas. Notó que esas pestañas eran oscuras, y se preguntó de nuevo si en realidad tendría cabello rojo. Todo en ella sabía bien, con un dejo a brezo. Seguía negándole los labios, pero como no le arañaba la cara ni le daba rodillazos en la ingle, supo que no le repugnaba, y confió en que ese interés le brindaba una posibilidad. Le tocó los labios con la lengua, y luego la retrajo. El cuerpo de Alisoun se tensó contra el suyo, y la oyó hacer una brusca inspiración. —No seas tan cobarde —le susurró. Ella lo miró ceñuda, sin hablar.


—Pero no eres cobarde. Sólo quieres saber. Yo no cuento. No contaré. Úsame. —Le sonrió—. Por este servicio no te cobraré. En cierto modo, al recordarle que ella era la que mandaba, la libró de la rigidez que le quedaba. Y aunque no le retribuyó la sonrisa —aún no había perdido la corrección hasta ese punto—, agitó los párpados, los cerró, y se aflojó apoyándose en él. Esa demostración de confianza casi lo impulsó a acercarse tanteando a la cama, pero sin duda ella iba a suponer que era igual con todas las mujeres. Tal vez subestimara su propia potencia, y el poder que le daba a él la seguridad de que sería su esposa. Quizá no hubiese aceptado, siquiera, su candidatura, pero esa actitud fijó su destino. Sí, David quería las tierras de ella, y también la quería a ella. —¿Sir David? La sorprendió con la boca abierta. Sus labios se amoldaron a los de ella, su lengua la penetró antes de que pudiese cambiar de idea. Saboreó el impacto de ella, y supo que no hubiese podido cambiar de idea. No sabía qué esperar. David deseó respirar con los pulmones de ella, gemir con su voz pero, más que nada, conectarse con ese beso. Ese beso que la hacía arquearse contra el cuerpo de él, y a él, adoptar una actitud protectora. Fue el mejor beso de su vida. Fue... Alisoun se debatió, espasmódica, y él la libró, para que recuperase el aliento. Entonces, metió la rodilla entre las piernas de ella, y la apretó, poniéndole la mano en el trasero. —Ahora, tú me besarás a mí. —¿Qué? Abrió los ojos y lo miró, con expresión soñadora. David imaginó qué aspecto tendría Alisoun después de una noche en la cama de él, y comenzó a frotarla con la rodilla arriba y abajo, una y otra vez. —Bésame. Lo entendió sin más palabras, y se humedeció los labios, resuelta. David creyó que moriría de placer, y eso que ella aún no lo había tocado. Primero le llegó su aliento. Inhaló su perfume a menta, sintió el primer cosquilleo de fiebre. Luego, los labios de Alisoun, después los dientes, después.... oh, día bendito, la lengua de ella se encontró con la suya. En un instante de lucidez, recordó el relato que le contaba su abuela, y después, la dura bofetada del deseo barrió con todo lo que tenía delante. Se perdió en él, se sumergió en él, se aferró a él, a ella. Tal vez ése fuera el único sonido capaz de hacerlo volver a la superficie: una risilla contenida. Una risilla aguda de muchacha. Levantó la cabeza, inhaló una bocanada de aire, abrió los ojos, y se encontró mirándose en los ojos inquietos de Alisoun. La risa que llegaba desde el gran salón se había cortado de repente. Ningún sirviente ni hombre armado espiaba dentro de su alcoba, pero el daño ya estaba hecho. ¿O el rescate? ¿Habrían estado acercándose a un cataclismo, sin orientación y sin haberlo pensado de antemano? Antes de que pudiese ordenar sus pensamientos, en el rostro de Alisoun se instaló la fachada de calma. —Os lo agradezco, sir David. Es bueno saber que he contratado a un hombre con experiencia en todos los campos. Irritado, sólo atinó a clavarle la vista mientras ella se libraba del abrazo. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía estar temblando en sus brazos y, al momento siguiente, parecer tan indiferente? Tuvo ganas de aferraría y sacudirla hasta que la máscara cayese de nuevo. En cambio, la vio apartarse de él con su habitual aplomo. Casi se dio la vuelta para no verla. Casi se lo perdía, pero vio que, al pasar por la puerta, se tambaleó y se aferró al marco. Le echó una mirada avergonzada. David fingió no haberlo visto, pero ya sabía cuál sería su plan. Desde ese momento, la cortejaría y la conquistaría con bondad y paciencia. La halagaría y seduciría, y antes de que ella lo advirtiese, estaría presa en las garras de ese disparate romántico. Tal vez, a fin de cuentas, tendría que afeitarse.


7

—¿Qué le pasa a sir Walter? El huso giraba lentamente y bajaba cuando el peso del otro extremo afinaba la lana, y los dedos de Edlyn luchaban por retorcer la hebra que iba saliendo de la esponjosa bola de lana cruda. —No lo hagas demasiado delgado —le advirtió Alisoun, mientras pensaba cómo contestar. Daba la impresión de que cada habitante del castillo tenía una teoría con respecto a la súbita pataleta de sir Walter de esa mañana. Con una calma que no sentía, dijo—: Parece que sir Walter fue testigo del entusiasmo con que acepté el abrazo de sir David esta mañana, y reaccionó mal. Ahora entiendo que no debí dejar la puerta abierta. Los ojos de Edlyn brillaron de excitación. —Philippa dice que, si hubiereis cerrado la puerta, aún estaríais ahí dentro. La mano de Alisoun hizo un gesto brusco. El hilo se rompió, el huso cayó al suelo, y todos los que estaban en el gran salón se volvieron a mirar. —¿Eso dice? —Para disimular el rubor que le subía por las mejillas, se inclinó a recoger el huso—. ¿Y cuál ha sido la reacción a eso? Como tenía las manos libres, Edlyn se las llevó al pecho. —Dicen que sería muy romántico que el mayor mercenario de Inglaterra cortejase y conquistase a la bella virgen de George's Cross. Tomada por sorpresa, Alisoun estuvo a punto de soltar una carcajada. —Pensé que no conocías la reputación de sir David. —Ellos me la han contado. Ellos. Todos los habitantes del castillo habían estado haciendo comentarios con respecto a David. Sir David, se corrigió Alisoun. Ya conocía el riesgo de pensar en él de manera demasiado familiar. Él respondía también del mismo modo. La propia Alisoun les había dado más material para comentar y, por lo que sabía de David, él alimentaría esos rumores hasta lograr su objetivo o hasta que ella lo echara. Y no podía echarlo. Sacando del eje la madeja casi terminada, dijo: —Soy viuda, y permití que un hombre me besara. No creo que ese sea un hecho insólito. Edlyn rió entre dientes. —Para nadie, salvo para vos, mi señora. Ensartando la informe bola de lana, Alisoun encontró una hebra y comenzó un nuevo hilo. La tarea de hilar era la constante compañía de toda mujer, fuese señora o sierva. Hacían falta doce hilanderas para abastecer a un tejedor, y Edlyn jamás había desarrollado la habilidad de formar un hilo de regular grosor. Por eso, siempre que llovía Alisoun la llevaba a un rincón del gran salón y le enseñaba a hilar, con la intención de prepararla para ser señora de su propio castillo. Ese día, cuando pensaba en lo que debía decirle, sentía una sensación opresiva en la garganta... pobre chica. Se apresuró a corregirse: mujer afortunada. Edlyn era afortunada, y Alisoun tenía el alegre deber de decírselo. Lo haría... pronto. La lanolina de la lana le suavizaba los dedos, la experiencia se los tornaba.flexibles, y volvió a mostrarle a Edlyn cómo enganchar el hilo en el huso. —Retuércelo de forma regular —la instó, y luego se apartó para observarla y para pensar. Había sido una estupidez ir sola al cuarto de sir David, aunque ella quería probarse algo a sí misma. Quiso demostrarse que podía estar con él, verlo, y no volverse incompetente como la noche pasada. La noche pasada, no lo había demostrado. Jamás revelaría semejante debilidad. Sin embargo, el despliegue de su masculinidad la había sacudido de una manera extraña, como un cosquilleo. Le dieron deseos de quedarse a mirar, quizá de lavarlo, y de ver si ese apéndice podía hacerse más grande aún. Por eso escapó de la habitación: no huía del miedo o del asombro sino de la tentación. —Maldita curiosidad —susurró. Edlyn no apartó la vista del hilo, pero sonrió. La niña estaba creciendo. Era lo bastante perspicaz para no hacer comentarios sobre el dilema de Alisoun, y sin embargo tenía la imprudencia de pensar que podría hacerle cualquier pregunta sin temor a regaños. Alisoun había informado a los padres lo vivaz que era Edlyn, y al mismo tiempo les sugería que le


buscaran esposo teniendo en cuenta su bondad, y no sólo su riqueza. La respuesta estaba esperándola cuando regresó de Lancaster, y era de tono ominoso. Nadie quería el consejo de la virgen viuda más vieja de Inglaterra. Edlyn volvió al tema original, con la tenacidad de un cachorro lidiando con un hueso con carne. —Sir Walter no se ha mostrado tan respetuoso como solía, desde que Philippa... Alisoun levantó la vista. Su expresión de advertencia cortó a Edlyn, que se puso a reflexionar. Y después dijo, desafiante: —Bueno, hace ya mucho tiempo que no os trata demasiado bien. Alisoun albergaba la esperanza de que nadie lo hubiese advertido. Estaba convencida de que era preciso que sus superiores mostraran unidad de propósitos para que su pueblo se sintiera seguro. No le cabía la más mínima duda de que ella, como señora del lugar, debía ser la más elevada autoridad. Retrospectivamente, comprendió que había depositado su confianza en el hombre equivocado. Ella había elegido a sir Walter, elevándolo desde su posición de caballero inferior. Y después, él se creyó autorizado a criticarla, y no pudo hacer lo único para lo cual ella lo creía apto. Cuando comenzaron los asaltos, y ella le exigió una solución, sir Walter le había sugerido que permaneciera dentro de los muros del castillo. Para una mujer cuyas responsabilidades exigían que fuese hasta la aldea, a los campos, a sus otras propiedades, semejante solución sólo demostraba una cosa: que sir Walter era un incompetente. Tendría que hacerse a un lado, hasta que el tema estuviese resuelto, cuando menos. Con todo, Alisoun no sabía si alguna vez se resolvería algo. Aun cuando sir David lograse mantener a raya a su verdugo, ella temía —sabía— que jamás estaría segura de su tranquilidad. Pero lo hecho, hecho estaba. Dios querido, ¿qué alternativa tenía? —Edlyn, he recibido carta de tus padres. —No trató de infundir entusiasmo a su tono, pues sabía que, de ese modo, sólo lograría asustar más a la muchacha—. Te han elegido esposo. A Edlyn le temblaron las manos. Estuvo a punto de dejar caer el huso, y Alisoun oyó la exhalación que lanzó, aunque recuperó la compostura con una velocidad que la enorgulleció. —¿Os han dicho quién es? Alisoun pensó que había estado practicando. Esperaba escuchar esto, y había practicado cómo reaccionar ante la noticia. —Se trata de Lawton, duque de Cleere. Es muy buen candidato para ti. —¿Cleere? —El huso empezó a girar con demasiada rapidez—. ¿Dónde está Cleere? —En el sur de Inglaterra. —¿A qué distancia? —En Wessex.

La piel de Edlyn se puso del color del marfil; los labios, casi azules, pero no dijo nada. Con el corazón dolorido, Alisoun dijo: —Yo lo conozco; es un buen hombre. —¿Tiene tierras más cerca de... —Edlyn tragó—... aquí? —No que yo sepa, pero puede que tu familia le dé una parcela como dote. Edlyn clavó la vista en Alisoun hasta que ésta apartó la suya. —Mi familia tiene seis hijas. No pueden permitirse entregar parcelas con cada matrimonio. Así que... es duque. Voy a casarme con un duque y mi familia no tiene nada para darme. Lady Alisoun. ~¿Qué? Alisoun respondió como debía, sin ninguna emoción. Casi sin emoción. —¿Qué tiene de malo el duque de Cleere? —preguntó Edlyn. —No tiene nada de malo. —Alisoun comprendió que titubeaba, mientras Edlyn agonizaba de ansiedad—. Es un poco más viejo de lo que yo hubiese preferido. La voz de Edlyn se elevó una octava. —¿Más viejo que David? Que Dios amparase a esta muchacha: David le parecía viejo. —Más viejo que dos David. —Voy a marcharme a un lugar alejado, y tal vez nunca vuelva a veros a vos ni a mi familia, ¿y para ser la esposa de un hombre que... no tiene dientes? —Edlyn adivinó la respuesta en la expresión de la señora—. ¿Ni cabello? —Tiene cabello —se apresuró a decir Alisoun. Edlyn fijó en Alisoun una expresión de calma antinatural.


—He estado orando todas las mañanas, en misa, pidiendo un hombre que no fuese apuesto, inteligente ni rico, sino que fuese... —Se estremeció—. Va a querer besarme, como hizo sir David con vos, y no tendrá un solo diente. Me tocará por todos lados, y sentiré sus manos secas como serpientes, y querrá que yo lo toque. Estará lleno de colgajos y... Alisoun no pudo soportarlo más. —Edlyn. —Apoyó la mano en la cabeza de la muchacha—. Conozco a lord Lawton, y te doy mi palabra de que es el hombre más bondadoso y generoso que una mujer podría desear. No hay nada que pueda volver el tiempo atrás y hacerlo joven de nuevo. Nada puede acercar su hogar al mío. Pero tú, más que mucha gente, sabes lo importante que es un esposo que te trate con gentileza. Y yo te juro que él lo hará. —Edlyn dejó caer la cabeza, y Alisoun se arrodilló para verle el rostro—. Yo también he estado orando, y no estoy insatisfecha con los resultados. —Él se morirá, ¿no es cierto? Hubiese debido regañar a la muchacha por desearle mal a un hombre tan bueno, pero esa tontería estaba fuera de lugar en ese momento. —Tarde o temprano. —Espero que no me dé un hijo. —Edlyn no parecía percatarse de que estaba expresando sus pensamientos en voz alta—. No quisiera morir antes que él durante el parto. No había crueldad que tiñera sus palabras sino sólo un quejumbroso deseo de vivir, y Alisoun descubrió que no se le ocurría qué decir. —Lady Alisoun, creo que iré a la capilla. Necesito fortalecer una apropiada resignación. —Edlyn ensayó una lamentable sonrisa, no muy diferente de la que Alisoun había visto en muchas esposas—. Quizá la encuentre allí. Viendo a Edlyn caminar hacia la escalera, Alisoun se preguntó qué le había pasado a la*organizada vida que había vivido tanto tiempo. En su engreimiento, creyó que si una planificaba como era debido, observaba con lucidez y siempre asumía sin reservas sus responsabilidades, escaparía a la promiscuidad y la desorganización que regían las vidas de otras personas. Durante años, había resultado. Durante años, había sido la señora indiscutida de todo lo que inspeccionaba, sin sufrir penas del corazón, sediciones, peligros ni confusiones. Tenía la impresión de haber descubierto la fórmula mágica que otros buscaban, y la facilidad con que la había encontrado le había dado una leve sensación de superioridad. Y si bien su organización permanecía firme, las penas del corazón y la sedición la habían alcanzado. Le dolía el corazón por Edlyn, tan repentinamente adulta y, al mismo tiempo, con la vulnerabilidad de una niña. Sedición, por parte de sir Walter. Peligro de parte de Osbern. Y confusión... Se inclinó lentamente para recoger el huso que se le había caído a Edlyn. Confusión. Por Dios, al parecer David de Radcliffe sembraba la confusión a su alrededor.

—Lady Alisoun se imagina cosas. Sir Walter se paseaba por el alto corredor que había en la cima del muro del castillo. Desde allí, podían divisar hasta el pie de la colina, donde estaba la aldea, y más allá, y David escuchaba a sir Water mientras observaba todo con ojos de militar. —¿No le arrojaron una flecha, acaso? —Un disparo de flecha, sí. ¿A ella? —Sir Walter rió entre dientes, y rodeó los hombros de sir David en un gesto "de hombre a hombre"—. No. David se detuvo ante una almena y se asomó fuera para extender la vista por la tierra de Alisoun, suave y verde bajo la lluvia. El movimiento hizo que el brazo de sir Walter se desplazara sobre la piedra, y David deseó poder hacer lo mismo con el resto del hombre. Había estado siguiéndolo pegado a sus talones, y respondía a sus preguntas con un aire tan condescendiente que casi lo convenció de su culpabilidad. ¿Creería, acaso, que David era estúpido? ¿O tenía la esperanza de rectificar el error cometido... conservar su puesto, o desvanecer sospechas? —¿Eso significa que vos encontrasteis al arquero? —No, pero se sabe que los cazadores furtivos son muy veloces para huir, y es improbable que ninguno de ellos admita haber disparado una flecha que le acertó a la señora. Habían talado el bosque en todos los costados del castillo para no dejar escondites para posibles atacantes, aunque era imposible quitar las rocas gigantescas que se elevaban sobre la tierra como los huesos de una fractura expuesta.


—¿Por qué querría alguien dispararle a la señora? —Lady Alisoun no quiere escuchar a... —David giró, apoyó el hombro contra la piedra cubierta de musgo, y vio que sir Walter adoptaba un semblante lastimero—. Bien, tal vez hayáis notado que es una mujer decidida. En ocasiones, adopta decisiones impopulares, pero no creo que nadie le haya disparado adrede. Pienso que fue un disparo desviado. David exhaló un murmullo dubitativo. Se encaminó hacia la torre más cercana al castillo. Miraba hacia el mar, y el paisaje que se divisaba más allá pasaba de los suaves tonos pasteles a intensas manchas de color. Las nubes moradas se reflejaban en el mar. Los animales marinos cabalgaban sobre la nevada espuma de las olas, saltando con sus lomos castaños y grises, sin la menor cautela sobre las negras rocas mojadas. Qué contraste, pensó David. Por un lado, la serena domesticidad de la aldea y de los campos, por otro, la ferocidad del océano. Lady Alisoun pertenecía al lado doméstico del castillo, así como ese lado le pertenecía a ella. Había crecido en el castillo, y la fortificación abrazaba el océano, aprovechando sus acantilados escabrosos como defensa natural. Alisoun había oído romper las olas en cada tormenta, olido la sal y temblado en el viento indómito. Fuerte como era, ¿habría resistido el poderío del mar? ¿O acaso el mar constituía esa parte oculta de ella que se estremecía de éxtasis? —¿Os gustaría visitar los establos? —Sir Walter dio una palmada y se frotó las manos entre sí—. Podríais ver cómo acomodamos al rey Louis. Es un caballo muy famoso, y nos sentimos honrados de tenerlo a nuestro cuidado. —¿Sí? ¿Todavía no os ha escupido un ojo? Ante ellos se alzaba la torre de la esquina y, al abrir la diminuta puerta, David se encontró con Ivo que se acurrucaba junto a un brasero que calentaba la sala de guardia. Sir Walter traspuso la puerta de un salto como si le hubiese caído una de las brasas dentro de los calzones. —Sal a cumplir tu deber. Ivo se limitó a girar la cabeza y mirar, y David no supo a quién despreciaba más el grandote guardia armado: si a él o a sir Walter. Aunque, si despreciaba a sir Walter, eso estaba bien. Podría aprovechar esa actitud en su beneficio, sobre todo teniendo en cuenta que Ivo había demostrado su inquebrantable lealtad a lady Alisoun. Se acercó al brasero y extendió las manos. —No sé, sir Walter. Quizá deberíamos preguntarle a Ivo quién disparó esa flecha. —Él no sabe nada. —Sir Walter se apresuró demasiado a hablar—. No es más que un guardia ignorante. David respondió: —He descubierto que, cuando necesito hallar la solución a un problema como el que tenemos aquí, con frecuencia los hombres más callados son los que más saben. Ivo resopló. —Si él supiera algo, me lo habría dicho —insistió el mayordomo—. ¿No es verdad, Ivo? Levantándose del asiento, Ivo se cernió por un momento, más alto que David y que sir Walter. Luego, sacó su capa de un gancho y salió a la lluvia, cerrando de un portazo. Sir Walter se debatió entre el alivio y la vergüenza. —Es medio idiota. —No le caigo bien —dijo David, casi para sí. —¿No? —Sir Walter se iluminó—. No importa. Yo puedo manejarlo. Si sir Walter siempre lo manejaba con el tacto demostrado cuando entraron, podría ser que Ivo depositara su fe en David. Y éste sabía qué afortunado sería que así sucediese. Fue a abrir la puerta, y un niño cayó dentro de la sala como si hubiese estado escuchando por la abertura. David lo levantó por la parte de atrás de la túnica, y lo sostuvo en el aire mientras lo examinaba. Un muchacho pequeño, de diez años, quizá, todo codos y rodillas, de grandes ojos azules en el rostro flaco. Pataleó con vigor mientras David lo sacudía y lo depositaba sobre sus pies. —¿Quién eres? —preguntó el caballero. —Es uno de los pajes, y no debería estar aquí. Sir Walter agarró un mechón de cabello del niño, pero David le apresó la muñeca antes de que pudiese retorcérselo. ¡Dios, cómo odiaba a los hombres irreflexivamente crueles! Eran peores que los otros, los que lo eran a conciencia. Los hombres como sir Walter jamás imaginaban que un golpe dolía más cuando se le propinaba a un niño que intentaba hacer lo mejor, o que las palabras pronunciadas por un ídolo podían abrir una herida que jamás cicatrizaba. —No ha hecho nada malo.


—No debería... —Sí, debo —interrumpió el niño, sin tener la menor noción del peligro que corría—. La señora me envió. Ceñudo pero contenido, sir Walter dijo: —Entonces, di tu mensaje y vete. —No. La señora me dijo que me quedara. A sir Walter le temblaron las manos. —Quedarte... aquí, ¿por qué? —Voy a ser el escudero personal de sir David. —¿Escudero? ¿Personal? —Sir Walter clavó la vista en el niño—. ¿Tú? —Volvió la vista a David y echó a reír—. ¡Y yo creí que vos le gustabais a la señora! David trató de formar un puño, pero aún sujetaba la muñeca de sir Walter. La risa se cortó de golpe, y el mayordomo saltó hacia atrás. —¡Maldito! —Frotó las marcas que David le había dejado en la piel y, en un instante de lucidez, vio en él algo que lo atemorizó. Trató de reír otra vez, con menos éxito que la anterior, y dijo—: En ese caso, os dejaré con vuestro... escudero. Envolviéndose con la capa en un floreo, se fue, dejando a David con el niño. Ahora que se habían librado del enemigo, el niño perdió toda su jactancia. Inclinó la cabeza con gesto respetuoso, y estudió a David sin levantar el mentón. La noción que el niño tenía de la sutileza hizo reír al caballero, que le preguntó: —¿Cuál es tu nombre? —Soy Eudo, señor. —Eudo —repitió David—. ¿Cuánto tiempo has practicado tus deberes de escudero? —Oh... —Eudo clavó la vista en sus pies—. Mucho tiempo. Una mentira evidente. A David le gustó eso, pues prefería no tener que vérselas con un mentiroso consumado. Además, sabía que Alisoun debía de tener un motivo para haberlo enviado, y confiaba en el juicio de ella. Sólo necesitaba descubrir ese motivo. Con aire cordial, le dijo: —Eso está bien. No apartó la vista del muchacho. Eudo empezó a retorcerse, como si tuviese ganas de ir al excusado. —Sé que soy pequeño, pero soy mayor de lo que parezco. David lo evaluó: —Once años, diría yo. Eudo saltó: —Mayor... de lo que parezco. David siguió sin moverse, las manos flojas, esperando la verdad. Eudo tomó una decisión incorrecta: eligió expandir la falsedad: —He sido escudero de muchos hombres. ¡Docenas! Frotándose la barbilla, David puso cara larga. —Qué lástima. —¿Qué queréis decir? —A mí me gusta entrenar a mis escuderos desde el principio. Como casi todos los caballeros, me gusta cuidar mis armas y mi armadura de un modo particular, tengo mis preferencias con respecto al modo de trinchar la carne, mi manera de... —se frotó el mentón— afeitarme. Si has sido escudero de muchos hombres, deduzco que has adquirido malos hábitos. Hizo ademán de darse la vuelta, y sintió el choque que se produjo cuando Eudo se le colgó del cinturón. —¡No!

—¿Qué?

—Yo... David contempló los grandes ojos azules de expresión acongojada, y se contuvo para no sonreír ante la lucha que se reflejaba en ellos. —No es exacto que haya sido escudero de docenas de hombres. —¿Media docena? Eudo resbaló un poco hacia abajo por la pierna de David, como si temiera un coscorrón en la coronilla. —Unos pocos. —Demasiados. David hizo intentos de despegarlo de él, pero sin mucha fuerza. —¡Uno!


Se inclinó y sujetó la barbilla de Eudo para que no siguiera resbalando hasta el suelo: —¿Cuántos? Eudo inspiró profundamente, trató de hablar, y por fin barbotó: —Le rogué tanto a la señora que me enviase a vos con instrucciones... Soy sólo un paje, y si vos quisierais otro escudero más experto, ella os complacerá, gustosa. —¿Ésa es la verdad? —Sí, señor. —¿Toda la verdad? Eudo asintió, y David lo miró. Las lágrimas habían formado una película sobre los ojos del muchacho, y los músculos del cuello se crispaban revelando el esfuerzo por tragarse los sollozos. Apartándole el cabello de la frente, David declaró: —Tú me gustas. Por un momento, Eudo no respondió, y luego se limpió la nariz con la manga. —¿Sí? —Servirás muy bien para ser mi escudero. —Le soltó la barbilla y Eudo se incorporó. Tironeándose para acomodarse el cinturón, David dijo—. Eres hombre de decir la verdad sin importarle las consecuencias. Eudo irguió sus delgados hombros. —De ahora en adelante, siempre me dirás la verdad, ¿no? —Sí, señor. —¿Lo juras? —Sí, señor. La inmediata respuesta hizo ponerse ceñudo a David, y se arrodilló para que los ojos de ambos estuviesen en el mismo nivel. —La palabra es la posesión más preciosa de un hombre. Cuando un hombre falta a su palabra, nadie vuelve a creerle más. Por eso quiero que pienses muy bien; ¿juras decirme siempre la verdad, aunque te signifique una paliza, aunque me duela a mí, aunque temas las consecuencias? Esta vez, Eudo vaciló. Su mano larga y pecosa frotó el trasero, como rememorando el dolor. Luego, miró otra vez a David a la cara, y algo que vio allí lo convenció. —Mi señor, os juro que lo obedeceré en todo y que siempre, siempre, os diré la verdad. —Eres un buen hombre. La sonrisa de Eudo floreció, y David comprendió por qué Alisoun se había dejado convencer por sus ruegos. Lucía hoyuelos en las mejillas, su boca parecía llena de dientes, y su sonrisa se extendía de oreja a oreja. Era difícil resistírsele. David se puso de pie y le dio una palmada en el hombro. —Muéstrame los contornos del castillo. —Oh, gracias, mi señor. Eudo saltó en el aire. Salieron a la lluvia, y Eudo corrió delante por el camino del parapeto, y luego volvió. —¿Protegeréis a la señora de todo daño? —En efecto. —Bien. —Señaló un desordenado montón de peñascos—. El arquero se escondió allí cuando le disparó a mi señora. Su seguridad sorprendió a David. —¿Cómo lo sabes? —Después, fui a mirar. Exploré en todos, y en aquel encontré pequeños pedazos de plumas de las flechas y un arañazo reciente. David midió con la vista el ángulo y la distancia desde las piedras hasta la entrada. Allí podría esconderse un bandido, disparar, y luego huir sin dificultades hacia el bosque, y nadie podría verlo. —¿Se lo dijiste a sir Walter? Eudo hizo una mueca. —Sir Walter no me escucha, por eso hice lo que pude para proteger a mi señora. Fascinado, David le preguntó: —¿Y qué fue lo que hiciste? —Planté cardos en la tierra de las hendiduras. David lo miró, incrédulo. Encorvando los hombros, el niño murmuró: —Fue lo mejor que se me ocurrió. Con un envión, David lo levantó en el aire y lo hizo girar.


—Qué hombre tan inteligente eres. —Lo dejó en el suelo y lo sacudió—. Si yo tuviera diez aliados como tú, conquistaría Francia. —¿En serio? —Eudo intentó contener la sonrisa, pero no pudo—. ¿Os ha gustado? David le dio unos golpecitos en la sien. —Hiciste lo mejor que pudiste con recursos limitados. Cualquier caballero errante aprende a hacerlo, y tú lo hiciste antes y mejor que la mayoría. Resplandeciendo ante el elogio, Eudo corrió hacia las escaleras que daban al recinto interior con tal rapidez que resbaló por los últimos cuatro peldaños de piedra, y cayó de rodillas. De inmediato, miró atrás con aire avergonzado, pero David lo levantó del barro y le dijo: —Mejor, ten cuidado. No me sirve un escudero con una pierna rota. —Oh, nunca me rompo nada —dijo Eudo, animoso. Evidentemente, recordó su juramento, porque tartamudeó—: Quiero decir, una vez me pasó. El dedo. Pero fue sólo un dedo y la señora me lo curó, y está bien. ¿Veis? —Lo alzó y lo flexionó—. Y una vez, necesité que la señora me cosiera el trasero porque me caí sobre una espada que alguien había dejado en el suelo. —Lo pensó—. Bueno, en realidad, no era una espada. Más bien, una daga. O un cuchillo. Era un cuchillo. Y fui yo el que lo dejó en el suelo. Pero ahora soy cuidadoso. Podéis preguntárselo a cualquiera. Bueno, no se lo preguntéis a sir Walter, porque él todavía se refiere a esa vez que yo... Sintiendo un ramalazo de dolor, David le tapó la boca con la mano. La larga, complicada y sincera explicación le recordó súbitamente a Bert, y la añoranza por su hija cada día le resultaba más dolorosa.

¿Ella también lo echaría de menos? ¿Lo habría olvidado para cuando él pudiera regresar al hogar? Quiso encerrar a Eudo en sus brazos y estrecharlo fuerte, pero no cometió el error de pensar que al niño le hubiese agradado semejante afrenta a su dignidad. En cambio, dijo: —Te he pedido que digas la verdad, no que tengas que confesar cada error cometido. Eudo se soltó. —¿Y sólo tengo que decírselo si vos me lo preguntáis? —Sólo tienes que decirme lo que crees que debes decirme. —¿Cómo sabré qué es lo que debo decir? —¿Cómo sabes qué decirle al sacerdote en confesión? —Con nuestro sacerdote no importa —replicó Eudo de inmediato—. De todos modos, no oye, y siempre da la misma penitencia, así que yo confieso todo. David bajó la barbilla y contempló a Eudo, que se balanceaba incómodo sobre los talones. —Tú sabes a qué me refiero. —Supongo... tendré que deciros todo lo que no quiero. David tuvo que apelar a todo su dominio para contener la risa. —Seguramente, de todos modos me enteraré, y prefiero oírlo de ti. Eudo suspiró, previendo un largo proceso de errores y correcciones. —¿Cómo sabré cuándo estoy listo para cuidarme por mí mismo? Aunque la lluvia había empapado la ropa de David y la lana mojada se le pegaba al cuerpo, David respondió: —El buen juicio viene con la experiencia, y buena parte de ella proviene de los malos juicios. —Pero un mal juicio se puede corregir —dijo la voz de Alisoun. El hombre y el niño se dieron la vuelta y la vieron de pie en la entrada de la choza que oficiaba de cocina. —A veces. —Finos hilos de agua se escurrían sobre la piel de David, recordándole las penurias de un asedio en verano, cuando los insectos se removían, reptaban y mordían—. A veces, la retribución de un hombre por un error de juicio es la muerte. —Removió el cabello húmedo de Eudo—. Por eso es preferible cometerlos temprano en la vida, dentro de la seguridad del castillo de la señora. Alisoun se reunió con ellos, y su rostro era un óvalo pálido bajo la capucha de su capa. —¿Y Eudo cometerá errores bajo vuestra guía? —No aceptaría a ningún otro —respondió el caballero. Una gota fría le cayó desde el cabello y resbaló por su espalda, haciéndolo estremecerse espasmódicamente. Alisoun vio el gesto orgulloso que manifestaba la barbilla de Eudo. —Entonces, queda bajo vuestro entrenamiento. Enloquecido, David empezó a rascarse, primero el pecho, después el estómago, después... Alisoun emitió un sonido que parecía el de un cachorro herido, y cuando David alzó las cejas con gesto interrogante, la dama se sonrojó, giró sobre los talones y se marchó. David murmuró. —Me pregunto qué le pasará.


—¿Señor? —Eudo trataba de contener la risa, pero con menos suerte que David—. Creo que yo lo sé. —Dime, muchacho. Riendo entre dientes, Eudo señaló a David, que se frotaba las palmas sobre las calzas, con la esperanza de escurrir un poco de agua. —Eso. La señora dice que vos no deberías rascaros cuando haya otras personas mirando. Suspendiendo el rascado, David se quedó atónito. —¡Pero me pica! —La señora dice que un caballero noble no se limpia la nariz mientras está comiendo. —¡Eso lo sabe cualquiera! —Jamás se permite beber en exceso. Recordando cuando Alisoun lo vio por primera vez, David rió con sorna: —¡Cómo debo de haberla impresionado! —Y nunca se rasca el cuerpo. Tratando de entender, David dijo: —Quieres decir la ingle. —No, ninguna parte del cuerpo. David lo miró fijo: —¡Eso es una tontería! —La señora es muy exigente con sus modales. —¡Bueno, tendrá que aprender! Eudo adoptó una expresión preocupada, se dispuso a hablar, y luego se contuvo. Bajó la cabeza y murmuró: —Sí, sir David. Poniéndose a la defensiva, David preguntó: —¿Qué hay de malo en ello? Mirándolo de soslayo, Eudo dijo: —Os vi esta mañana. —¿Esta mañana? —Besando a la señora. —Ah. —David echó a andar hacia el establo—. ¿Eso también es algo que ella censura? —No. Quiero decir, no lo sé. —Eudo lo siguió de cerca, ansioso por informarle de lo que sabía—. Aún no ha comentado conmigo el tema de los besos, pero me pareció que le gustaba que vos la besarais. En la indignación de David irrumpió una chispa de comprensión. —Fue algo para disfrutar. —Philippa dice que mi señora no besa por casualidad. O sea que, si os besó a vos, fue algo muy serio. David se relajó, al tiempo que entraba en la penumbra del establo. La lluvia de afuera hacía que el olor del heno fuese casi mohoso, y eso, mezclado con el olor de los cepillos de almohazar y del estiércol creaban en conjunto una fragancia paradisíaca. Se le ocurrió que si no podía estar en su hogar, querría estar ahí, entreteniéndose en examinar los animales que ocupaban los establos de Alisoun. Los caballos eran rebeldes y brutos, y tendían a absurdos ataques de celos, y él los entendía mucho mejor que a las mujeres. Contempló la espalda flaca de Eudo, que saltaba delante de él. —Besar a la señora fue un asunto muy serio para mí. Como escudero mío, ¿comprendes que mis secretos son sagrados y que no deben ser divulgados? Eudo asintió. —Quiero cortejarla. —Eso pensé. —Eudo se volvió y, caminando hacia atrás, observó a David con tanta atención como él había hecho antes con él. Parecía que fuese el padre de Alisoun, juzgando a un posible candidato—. Si me hacéis caso, yo puedo ayudaros. Una de las primeras cosas que descubrió el mercenario fue que una fuente de información del interior de un castillo sitiado podía acortar considerablemente el tiempo del sitio. Había encontrado esa fuente, y casi no podía contener su entusiasmo. —Dependo de ti. —Es muy difícil cortejar a la señora. El muchacho hablaba con solemnidad, aunque hubiese tropezado con un ladrillo y caído hacia atrás. David lo levantó, le sacudió el polvo, y lo sostuvo. —¿Cómo es ella?


—¿Por ejemplo? —¿Qué la hace feliz? —Feliz. —Eudo lo pensó—. No sé si la señora es feliz alguna vez. Le gusta cuando no me rasco. Le gusta cuando digo mis plegarias todas las noches sin que me lo recuerde. Le gusta cuando le escribo a mis padres sin que tenga que recordármelo. Cuando me baño en primavera sin que me lo recuerde. —¿Qué le gusta para sí misma? Ladeando la cabeza, Eudo miró fijamente a David, intrigado. —No le gusta nada para sí misma. Es una dama. —¿Nunca se ríe fuerte? —¡No! —¿Ni sonríe? —¡Sí, eso sí! —Las facciones de Eudo se suavizaron y adquirió una expresión distante, como si estuviese enamorado—. Cuando sonríe, es hermosa. —Luego, se puso severo—. Pero los hombres no la hacen sonreír, porque sólo le gustan cuando trabajan y cumplen con sus deberes sin quejarse. Dice que no hay muchos hombres que hagan eso. David abrió la boca para negarlo y descubrió que no pudo. —Quizá no. —Dice que los hombres intentan atribuirse más derechos de los que les corresponden, e indicarle a ella cómo tiene que organizar su casa y plantar sus campos y vender sus mercancías, sin tener en cuenta que ella sabe más que diez hombres juntos. —Apuesto a que es así. Eudo, que sin duda había reflexionado bien acerca de las tácticas de David, con una sabiduría que iba más allá de sus años, dijo: —Pienso que le gustaría un hombre que la respetara, que se lavara la cara todos los días y que hiciera lo que se supone que debe hacer, sin que tengan que decírselo. —Pienso que tienes razón. —Y, tal vez... —Eudo se puso tímido—. ... podríais besarla como esta mañana. David lo pensó. —Yo creo que podría reservar mis besos. —¿Eh? —Para una emergencia —explicó David al perplejo niño—. Para cuando realmente los necesite. — Haciendo volverse a Eudo, lo hizo caminar entre los pesebres—. Pero te haré que me cortes el cabello derecho y me afeites, y si me ves rascarme... —¿Sí, señor? —Azótame con la correa.


8

—¿Me habéis llamado, mi señora? Los anchos hombros de sir David tapaban buena parte de la luz del sol que entraba por la puerta abierta del solar de Alisoun. Aún así, Alisoun terminó de apuntar los números en su libro de cuentas antes de darse por enterada de su presencia. —Así es. —Le señaló el otro lado de la mesa angosta—. Sentaos allí. La túnica roja y la sobreveste morada del caballero olían a humo, por el fuego de los hogares del gran salón, esa mañana, y cuando entró parecía abrigado y bien alimentado. Miró en torno, observando con interés el diminuto cuarto sin ventanas. —¿Qué es lo que hacéis aquí? —Llevo mis cuentas —respondió—. Y es por eso por lo que os he hecho llamar. —Es frío y oscuro como una tumba. —Dio una palmada a la bolsa de cuero flojamente atada que llevaba, pasó una pierna sobre el taburete y se acomodó sobre la dura superficie. Acurrucándose entre la larga mesa maciza y la pared, comentó—: Demasiado pequeño, además. —El fresco y la oscuridad me obligan a hacer mi trabajo sin falta y sin tardar —respondió. Apoyando la espalda en la pared que tenía detrás, David estiró sus largas piernas, que tocaron la pared junto a la que estaba Alisoun, y se acomodó la bolsa sobre el regazo. —Conozco monjes con mejores celdas. Fastidiada, Alisoun no le hizo caso. ¡Cómo no iba a pensar eso! Si dormía en la mejor habitación, comía las mejores comidas, ordenaba a los aldeanos que vigilaran la llegada de desconocidos y patrullaba su propiedad buscando... buscando.... buscando nada. Desde su llegada un mes atrás, no se habían producido amenazas ni peligros. La rodilla de David tocó la de Alisoun, y ella miró: él había colocado las piernas de tal modo que le bloqueaba la salida y, sin embargo, eso no la intimidaba. Desde aquella mañana en el dormitorio de él, no había vuelto a hablar de su loco plan para casarse con ella, y Alisoun creyó que lo había olvidado... aunque no le parecía muy posible. Más bien, después de haber probado ese beso, la hallaba repugnante. Pero no se comportaba como si la considerase repugnante. Se mostraba cortés, dolorosamente cortés. Un auténtico caballero en todo sentido. Alisoun abrió la caja con oro que tenía delante, contó las monedas y se las entregó, —Vuestro segundo mes de salario, que paga por anticipado un trabajo bien hecho. El oro frío se entibió con su contacto cuando ella lo pasó de su mano a la de él. David lo retuvo en su mano siguiendo el contorno de las monedas, y luego la miró profundamente a los ojos y sonrió: —Todos los días, me llevo a Eudo y recorro la propiedad a caballo buscando posibles dificultades, pero no he hallado rastros de ninguna actividad mal intencionada. Fuera de eso, no he hecho nada. Nada en absoluto. Su voz agradable no traslucía impaciencia. Su barbilla afeitada exhibía un hoyuelo en medio. Acababa de tomar otro baño... que Alisoun se las había arreglado para no presenciar pero cuyos resultados apreciaba. Y advirtió, alarmada, que estaba enfadado. Mirando más de cerca, observó el modo en que flexionaba la mandíbula cuando apretaba los dientes, las líneas entre las cejas, la curva hipócrita de los labios. En efecto, estaba enfadado, pero ¿por qué? Evaluándolo, le dijo: —Habéis hecho mucho. Descubristeis el sitio desde donde disparó el arquero. —Yo no, mi señora, —-Apiló las monedas sobre la mesa—. Eso lo logró un niño de once años. Tal vez sería útil si yo realmente supiera a qué clase de amenaza me enfrento. —¡En absoluto! —Alisoun se crispó para sí, al advertir la vehemencia de su tono—. Habéis hecho mucho sin saberlo. ¿De qué os serviría saber? —Me ayudaría a planear un ataque. —Ya habéis reforzado las defensas alrededor del castillo.


—Sí, es verdad que he hecho eso con tanto éxito que vuestro intruso desconocido se ha escabullido sigilosamente sin un quejido. La dama comprendió, perpleja, que él se quejaba porque no había hecho nada. No se le había ocurrido que la inactividad lo pusiera nervioso. Quizá quisiera responder las constantes pullas de sir Walter con algo más que las burlas que solía emplear. Tal vez estuviera pensando en marcharse... y eso no podía permitirlo. Con el mismo tono que utilizaba para reanimar a sus amadrinados nostálgicos, le dijo: —Eso era lo que yo quería. Habéis mantenido el peligro apartado de George's Cross. Apoyando las manos sobre la mesa entre los dos, David abrió los dedos. —Con estas manos he hecho eso. —Con vuestra sola presencia. Formó un puño y golpeó fuertemente con los nudillos sobre la mesa. —¿Creéis que soy estúpido? —¡Oh, no! —Apoyó su mano sobre la de él, en un intento por animarlo con un fugaz contacto—. No sois estúpido en absoluto. Sospecho que debéis de sentiros usado e inútil pero, en verdad, existía una amenaza y ha desaparecido, aunque me temo que sea sólo por ahora. David fijó la vista sobre la mano que se posaba en la suya, y en su expresión apareció algo que parecía... ¿competencia? Alisoun se apresuró a retirarla, pero él se libró y aplastó la de ella contra la mesa. Con sonrisa ladeada, le dijo: —Me gusta estar arriba. Alisoun trató de sacar la mano de abajo, pero él se la apretó sin crueldad, aunque con firmeza. Los largos dedos de la mujer asomaban bajo la palma, pero su mano tapaba casi toda la de ella. Los callos de David le raspaban la piel, convirtiendo el simple acto de darse las manos en una aventura sensual. Era difícil demorar el contacto cuando él la ayudaba a sentarse en el banco, durante la cena, o cuando compartía su tabla de trinchar, pero ahora la sujetaba y, en el suspenso de sus expectativas, ella esperaba que él hablase o... lo que fuera. —Cuando yo llegué, sir Walter afirmó que no necesitaba mi ayuda y, al parecer, decía la verdad. Se inclinó hacia delante y le dio vuelta la mano. Desde algún sitio cercano a ellos llegó un chillido. Alisoun miró al piso esperando ver un ratón, pero nada saltó allí. David recorrió con los dedos la palma de ella, y la hizo olvidarse del ruido. Si bien la tocaba de un modo insólito, nadie podría calificarlo de íntimo. Nadie salvo ella, una virgen que estaba envejeciendo y a la que turbaba un simple contacto. —Si sir Walter os dijo eso, no es el hombre que yo creí que era. —La mayor parte de la gente no es lo que uno cree —concedió David. Sus dedos eran tan largos, que Alisoun siempre pensaba que parecían un poco monstruosos. Mientras él rozaba cada uno de ellos a lo largo, disimuló su embarazo parloteando precipitadamente. — Pero las personas son formadas por su lugar en la vida y sus obligaciones y, por lo tanto, una mujer prudente sabe qué esperar y cómo manejarlo. El movimiento de la mano del hombre sobre la de ella cesó, y le escudriñó el rostro con la vista. —Si eso fuese cierto, todos los villanos serían iguales, todos los reyes serían iguales, todos los caballeros lo serían. Tanta era la diversión y la lucidez que veía en los ojos de él, que Alisoun tuvo ganas de retorcerse. ¿Habría aprendido, en el torbellino de su vida, cosas que ella no tuvo ocasión de aprender? Seguramente no. Alisoun había vivido de acuerdo con sus creencias, y su vida había tenido bastante éxito. David no tenía motivos para minar su confianza. Al ver que guardaba silencio, David arqueó una ceja. —¿Por qué hay quienes nacen en la pobreza y permanecen en ella, y otros se elevan por encima de su nacimiento y se convierten en algo más importante? ¿Se referiría a sí mismo? ¿Se habría elevado él sobre las circunstancias de su nacimiento? Y si así era, ¿podría suceder que ella descendiera desde el pináculo del suyo? La chachara de David le provocaba la sensación de que el cuarto se cerraba sobre ella, además del hecho de que sostuviese su mano como si fuese una vasija sagrada. —¿Y qué me decís de la rebelión? —preguntó el hombre. Alisoun no creyó que se refiriese a la política. Observándolo durante ese mes, había visto que se rebelaba contra todas las formalidades de la vida, tal como ella las conocía. Todos los días hablaba con las


gentes sencillas. Los subyugaba, les daba ánimos y, en el lapso de una luna, Alisoun había observado los resultados de esa intervención. A decir verdad, le había resultado extraño que el viejo Tochi respondiese con tanta confianza a sus preguntas sobre la huerta, pero no le importó demasiado. No había nadie en la propiedad que supiese más que Tochi acerca de las hierbas; ¿por qué, entonces, no se mostraría radiante cuando le mostraba los sembrados brotados? —¿Y la risa? —preguntó David. Alisoun fingió no advertir cómo se burlaba de la pomposidad de sir Walter. Lo hacía a este tan responsable de la muerte de su gato y del rapto de Edlyn como a sí misma. Lo culpaba porque él había sido descuidado. Se culpaba a sí misma porque, en última instancia, ella era la responsable de la seguridad de George's Cross, y no había advertido lo complaciente, hasta insolente que se había vuelto sir Walter. La voz de David se hizo más profunda, sus ojos castaños se encendieron de pequeñas chispas, y una sonrisa caprichosa le tironeó de los labios. —¿Y los sueños? —¿Sueños? —Sí, sueños. —Alzándole la mano, David se la llevó a los labios y pronunció con claridad, como para comunicarse a través del contacto, además del sonido—. Los sueños son las formas que aparecen en la mente cuando uno danza al son de lo que podría ser. Alisoun sabía que eso era un absurdo. —Los sueños son una pérdida de tiempo —replicó con firmeza. —Si yo poseía sueños, poseía la verdad. —La observó con algo cercano a la piedad—. No era más que el hijo menor, echado al mundo con un escudo y una espada. Gané a rey Louis en mi primer torneo francés, y jamás miré atrás. Sólo hacia adelante, tratando de divisar ese lugar donde mis sueños cobrarían forma. Si alguna vez Alisoun hubiese soñado con un hombre y ansiara tenerlo, ese hombre sería David. Era como si, en cierto modo, hubiese reunido todo lo que ella admiraba en un hombre y lo hubiese forjado dentro de sí mismo. —Radcliffe es ese lugar, y ahora sueño con el día en que será tan próspero como... —le miró la mano, que reposaba sobre la suya—, ... George's Cross. Cosa curiosa: la dama echaba de menos su humor un poco basto, sus reacciones sinceras, y se reconvino a sí misma por eso. Ella no era una tontuela que no conocía sus propias necesidades: ella era la señora de George's Cross. —Yo no tengo sueños. David movió la cabeza con gesto triste, y apoyó la bolsa de cuero sobre un extremo de la mesa. —¿Nada de sueños? Sin sueños, ¿cómo hacéis para saber cuándo los cumplís? —No sé de qué estáis hablando. En verdad no lo sabía. Los sueños eran una pérdida de tiempo valioso. Eran vagabundeos de una mente a la que era preciso atrapar y entrenar. —¿Nunca os permitís imaginar, siquiera? —A esas alturas se las había ingeniado para apoderarse de la otra mano. Podría estar refiriéndose a sí mismo cuando dijo—: Quizá, no tendría que haberos retirado mis besos. Jamás he visto a una mujer más necesitada de besos. Se puso de pie, dando la impresión de ser enorme en el diminuto cuarto, y Alisoun se encogió, como si la hubiese amenazado. No la amenazó, pero ella tuvo la sensación de haber oído algo que sabía desde hacía tiempo y que había procurado ignorar. David la impulsaba a pensar de un modo que trasponía sus más tempranos aprendizajes, y ella no quería. Quería aferrarse a la seguridad de sus prejuicios. Con todo, cuando él se inclinó sobre ella, sintió que los vientos de la tentación la azotaban. —No tengáis miedo. —Le rozó la frente con los labios, le tomó los brazos con las manos—. Esto no duele. ¿ Cómo no iba a doler? Casi la hizo reír la convicción de David. Estaba arrastrándola de la seguridad al peligro... ¿y suponía que no iba a dolerle? Sufría, no podía respirar, y lo único que había hecho David era hacerla levantarse y rodearla con los brazos. La mesa que se interponía entre los dos le cortaba la carne de los muslos, y era probable que a él le pasara lo mismo. Tenía que inclinarse hacia adelante, con la espalda curvada en un extraño ángulo, con la cara apretada contra el pecho de él. Aunque no hubiese podido estar más incómoda ni más rígida, sin saber por qué, no se movió. Una de las manos de David le masajeaba el cuello, la otra le frotaba la espalda en círculos de un modo que le recordaba a Philippa consolando a su hija. ¿Qué lo hacía creer que necesitaba consuelo? Esa mañana se había


comportado de manera completamente sensata. Y, sin embargo, el masaje le provocaba ganas de volver la cabeza y cerrar los ojos, y lo hizo con un suspiro tan grande que hasta ella se sorprendió. —Así es mejor —la arrulló. Con movimientos lentos, rítmicos, empezó a mecerla hacia los costados, atrás y adelante, atrás y adelante. Las llaves tintinearon en el cintu-rón, golpeando contra la madera, y el movimiento hacía doler los muslos de Alisoun, en la parte que apoyaba contra la mesa, pero resistió el dolor. El balanceo la serenaba, y ella sabía que, si se quejaba, él lo interrumpiría. Cuando menos, eso sería lo único sensato. Y cuando trató de mover las piernas, él lo notó. —¿Qué pasa? —En ese momento, advirtió el problema—. Deberíais habérmelo dicho. La mujer retrocedió contra la pared, gozando de la situación, pero sin demostrarlo. —No es nada. Es que esos masajes me han parecido tan... bueno, quiero decir, me han parecido... ¿qué es lo que estáis haciendo? Pregunta estúpida. David saltó por encima de la mesa. —Eso me gusta más —dijo. Alisoun no entendía cómo podía decir eso. Entre ellos, la pared, el taburete y la mesa, casi no tenían espacio donde estar. David estaba tan cerca que ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a la cara. —No encajamos —dijo. —Claro que sí, y mejor de lo que tú crees, amor. Le dio un beso leve. —Voy a caerme. —Entonces, tendrás que sujetarte a mí. Volvió a besarla.

A la mujer le escocían las manos de ganas de rodearle la cintura. —No es correcto. —Los sueños nunca lo son. En un solo movimiento lento, cálido, la boca de David se deslizó por la barbilla de Alisoun y a través de su garganta. Si no se aferraba a él, caería hacia atrás, sobre el taburete, y por eso se aferró. Claro que por salvaguardar su dignidad. Y porque David la calentaba como un brasero, porque emitía un calor que la encendía hasta los huesos. Sujetándole la cabeza entre las manos ahuecadas, David la hizo ladearla y le exploró bajo la oreja. Su aliento y el contacto de su lengua le provocaron un estremecimiento que le sacudió la espalda. —Tienes frío —murmuró él. —No —susurró ella, sin saber por qué susurraba. ¿Por qué, de repente, tenía ganas de cerrar la puerta? ¿Por qué siempre se besaban a la vista de cualquiera que decidiese echar un vistazo dentro? —Fría durante demasiado tiempo. No entendió de qué hablaba. Siguió con los labios el contorno de la toca alrededor de la mejilla de Alisoun, y hasta la frente. Luego, le inclinó aún más la cabeza y contempló el rostro perplejo. —¿Confías en mí lo suficiente para cerrar los ojos? ¿Confiaba? —Confías lo bastante para que yo me ocupe de cuidar tu propiedad —le recordó—. ¿Acaso has cometido un error? Alisoun cerró los ojos. Riendo entre dientes, David la besó en los labios. Alisoun no entendía por qué la complacía hacerlo sonreír si, después de todo, estaba riéndose de ella. Pero no lo hacía con crueldad y, si bien se reía de ella, estaba segura de que se reiría de sí mismo con idéntica frecuencia. Entonces la besó más profundamente, y Alisoun no registró el instante en que cesó de reír. No notó nada excepto el cuidado con que la manipulaba: el lento abrazo, el suave sondeo de la lengua, las pausas frecuentes para dejarla respirar y para tranquilizarla. Este no fue como ese primer beso hambriento y lleno de fuego y de decisión. Este beso le daba consuelo y reafirmación. Y Alisoun se irritó al comprender que necesitaba consuelo y reafirmación, que le gustaba esta proximidad, y la delicadeza con que David la saboreaba. Con todo, ella era una mujer que había probado un sorbo de pasión embriagadora, y quería más. Liberando los brazos, Alisoun puso sus manos a ambos lados de la cara de David y lo retuvo hasta que él abrió los ojos.


—No estás haciéndolo bien. En tierno tono burlón, él dijo: —Tú debes saberlo. —Sé más de lo que imaginas. Se asustó de su propia bravata: ¿cómo podía decir que sabía algo? Sin embargo, David asintió, complaciente. —A decir verdad, tú sabes mejor que yo qué es lo que te da placer. —A las mujeres... —pensó un instante, luego concluyó—... nos gustan diferentes cosas. —¿Qué te gusta? Ésa sí era una pregunta que hacía este demonio en su propio provecho. Para descubrir lo que le gustaba, tendría que experimentar, y para eso el único disponible en George's Cross era... el mismo David. Alisoun pensó que debería dudar. Saber que él lo hacía en pos de esa ridicula propuesta de matrimonio, para obtener la custodia de esos doce sacos de lana y todo lo que iba con ellos. Y, sin embargo, unos momentos antes se convenció de que él se había olvidado por completo de eso, y el beneficio para ella parecía muy real. El consuelo que le proporcionaba era real, y su necesidad... eso también lo era. Demasiadas preguntas, sin respuestas aceptables para ella. Observándolo, vio que la boca de él tenía una sospechosa tensión, que sus cejas trazaban una curva interrogante, y se preguntó qué pensaría y también, qué le importaba eso a ella. Los brazos de David la estrecharon, y lanzó un breve suspiro. —A un hombre no le hace bien tanto control. Creyendo que se refería a ella, que ella sufría de un exagerado control y que él no desplegaba ni un poco, intentó corregirlo, pero las manos de David descendieron más, hasta el trasero de ella, la estrechó más contra sí, y se frotó contra ella. A Alisoun le gustó que se frotara, y respondió del mismo modo, ondulando contra él para aumentar la sensación. El gemido bajo y las llamas doradas que iluminaron los ojos del hombre le indicaron que él también lo disfrutaba. David la levantó, sin respeto por su persona ni por su rango. Tirando el libro de cuentas, la depositó sobre la mesa y cuando intentó poner objeciones la besó... esta vez como era debido. Se aprovechó de su boca abierta y le metió la lengua dentro y luego la sacó. Alisoun trató de hablar de nuevo y él repitió la acción una y otra vez, hasta hacerla comprender. No quería que hablara. Quería besarla y, tal vez, algo más. Alisoun estaba completamente apoyada sobre la mesa, y David la hizo deslizarse sobre la tersa superficie y la hizo tenderse hasta que su cabeza quedó apoyada sobre las tablas. —Ahora, no podrás escapar —le dijo, y ella percibió el nítido tono de satisfacción en su voz. Alisoun estaba segura de que aún tenía el control. A fin de cuentas, le bastaría con gritar y las criadas que trabajaban en el solar acudirían corriendo. Pero la mesa dura le raspaba la espalda, y David se inclinaba sobre ella, atrapándola entre los brazos. Ahora la besaba con algo más que la boca, los dientes y la lengua. En cierto modo, su fervor había depositado sobre ella el peso del deseo. Las piernas de la mujer se movieron, inquietas, las llaves tintinearon en la cadera, y David lo notó. Para apaciguarla, se inclinó más sobre la mesa y apoyó su cuerpo contra el de ella. Con una de las piernas separó las de ella, y con una mano le acarició el muslo, deslizándola hacia el lugar que Alisoun realmente quería que tocara, y luego alejándola. La ignorancia del hombre la exasperó —¿no era él el que tenía experiencia?— y, librándose del beso, le aferró la mano y la apoyó donde quería que estuviese. —¡Ahí! —Lo miró a los ojos, ceñuda—. ¿Acaso tengo que hacerlo yo todol David entrecerró los ojos y sonrió. Y ésa no fue una de sus sonrisas agradables, alegres, sino la de un gran lobo feroz, dispuesto a devorarse a una niña inocente. Peor aún: esa sonrisa la cautivó. La cautivó y la asustó al mismo tiempo. —¿David? —Un hombre podría recrearse en ti. Quiso replicarle, pero David apretó la palma con firmeza sobre la unión de sus muslos, la retiró, presionó otra vez. Alisoun se aferró de los hombros de él y arqueó las caderas buscando más, y él se lo brindó. Le dolían los pechos, se le oprimió el estómago, se le agitó el aliento. Cerró los ojos, los abrió, volvió a cerrarlos. David le dio un beso en la boca, pero esta vez suave, y susurró: —¿Quién está haciéndote esto? Las manos de Alisoun lo agarraron, imitando su ritmo.


David retiró su mano hábil. —¿Quién? —¡David! —Así es. —La besó de nuevo, la acarició de nuevo, y Alisoun soltó un gemido, pugnando por retenerlo tras los labios apretados—. Por todos los santos, eres caliente y dulce como miel puesta sobre el fuego. Con la mano libre le arrancó la toca, y Alisoun lo oyó decir: —San Miguel sea loado —pero esas palabras no significaron nada para ella. Sólo comprendía lo que el cuerpo de él le decía al de ella. La presión del pecho de David contra el suyo, la de la ingle sobre su cadera, el tironeo de la mano del hombre en su pelo: todo eso provocaba dentro de ella una sensación de forcejeo. Algo en ella pugnaba por salir. Algo que no era correcto. Algo salvaje e indiscriminado, que se metía de cabeza en su propiedad y la sacudía, utilizando su cuerpo como campo de batalla. Lo peor era que ella estaba del lado de esa cosa salvaje y quería concederle libertad pero, sencillamente, no podía. David debió de percibir su lucha, porque musitó: —Virgen. Sacó la mano de entre las piernas de la mujer y puso el cuerpo. Y para no aplastarla contra la madera, se sostuvo sobre los codos y las rodillas, y sólo dejó que persistiera el contacto de las partes importantes. Las que, cuando se unían, formaban un todo. Alisoun tenía que esforzarse para alzar los párpados y poder mirarlo, y cuando lo hizo lo lamentó. Daba la impresión de ser violento. Tenía el rostro enrojecido, manchado donde se había afeitado, y estaba ceñudo. Aun así, casi sin mover los labios, susurró: —Tú eres mi sueño. Y Alisoun no creyó, ni por un instante, que se refiriese a sus tierras. A Alisoun le picaba la ropa. La de David cubría demasiado. Si hubiese podido usar las manos, le habría quitado hasta la última hilacha, pero David empezó a embestirla y ella olvidó todo lo que no fuera ese algo salvaje que él había descubierto dentro de ella. Concentrándose en las sensaciones, se movía sin cesar. Trató de levantar las piernas, pero David estaba apoyado sobre sus faldas y le habían quedado atrapadas. Alisoun movía la cabeza y se mesaba los cabellos, apretándolos en el puño, en su esfuerzo por hallar alivio. Con el codo levantado golpeó la bolsa de cuero, y oyó un claro maullido, seguido de un sonido de arañazos. Ninguna de las dos personas que estaban sobre la mesa prestó atención, pero la criatura, fuera lo que fuese, se puso frenética. Los dos seres humanos levantaron la cabeza y fijaron la vista en la bolsa. Alisoun estaba tan irritada que tenía ganas de gritar, y preguntó: —¿Qué hay ahí? David posó la mano sobre la bolsa y, al parecer, esa presión aplacó al morador. Con un suspiro de algo que se asemejaba al alivio, le preguntó: —¿En realidad quieres hablar de eso ahora? —No, pero... no. —Le puso otra vez los brazos en los hombros—. Después. Sin embargo, no la besó por más que ella lo invitaba a hacerlo, sin lugar a dudas. —Escucha.

Se oyeron los pasos de unos pies calzados con botas sobre el piso del solar, y Alisoun recordó precipitadamente que le había pedido a sir Walter que fuese a realizar una consulta con David. Le pareció apropiado intentar unir a los dos hombres en una causa común, pero después, como cualquier doncella frivola, lo olvidó. Había perdido el control. —¡Madre Santa! Trató de escabullirse y David no se lo impidió. Alisoun recogió la toca de la mesa, y sujetó un mechón de cabello suelto. No le resultó nada fácil dominarlo, y David intentó ayudarla, pero no fueron lo bastante rápidos y, cuando apareció sir Walter en la entrada, todavía estaban entrelazados sobre la mesa como amantes culpables. Y eso hubieran sido de no mediar la interrupción de sir Walter.


Alisoun hizo una inspiración profunda y se convenció de que podía manejar las cosas. ¡Había estado en peores situaciones! En ese preciso momento no las recordaba, pero estaba segura de que se había visto en peores. Se sentó, despojó su rostro de toda expresión, y se convirtió en la dama de George's Cross, impermeable a las críticas. Entonces, David dijo en voz alta: —¿Ya no tenéis ese piojo en vuestro cabello? Alisoun se paralizó de horror. ¿Ese hombre estaba loco? David se arrodilló sobre la mesa y, con gestos eficientes, terminó de acomodarle la toca sobre el cabello, y asintió, con aire juicioso. —Estoy seguro de que no tendréis más problemas. —Volviéndose a sir Walter, le dijo—: Tenía un piojo en el cabello. Yo se lo he quitado. Pasó por encima de ella, se bajó de la mesa y se acomodó en el taburete, con expresión angelical. El movimiento provocó otro maullido dentro de la bolsa de cuero, pero Alisoun no podía prestarle atención. ¿Un piojo? ¿Había dicho que ella tenía un piojo en el cabello? ¿Debía suponer que ella, que jamás había tenido un insecto en toda su vida, se lo había pescado en su propio castillo? No podía creerlo. Sir Walter, tampoco. Se quedó mirando, con expresión pétrea. Sin duda, pensaría que ella le había tendido una trampa o, peor, que no podía controlar sus pasiones. ¿Podía? Había olvidado sus obligaciones por David. Al echarle una mirada, comprendió que era posible sentir irritación y deseo al mismo tiempo hacia un hombre. No le importaba lo que hubiera dicho David: tuvo ganas de que hiciera encadenar a sir Walter en el calabozo, para que ella pudiera seguir buscando en brazos de él ese extraño y loco placer. Sir Walter se aclaró la voz. Alisoun seguía sentada sobre la mesa de su cuarto de contabilidad, con las faldas revueltas, los labios enrojecidos por la presión de tan magníficos besos, y aquellos dos hombres la miraban a ella para no mirarse entre sí. Ya de joven, Alisoun había descubierto que su semblante de dama imperiosa podía venirse abajo si aparecía un atisbo de color en sus mejillas y también había aprendido a ignorar aquellas emociones que podían hacerla ruborizarse. Pero, al parecer, este pudor no estaba sujeto a su control, y se sonrojó tan intensamente que se creyó capaz de iluminar la habitación. Sin la menor gracia, se bajó de la mesa. Las llaves se balancearon emitiendo un sonido fuerte, alegre, que pareció subrayar más su mortificación. Se sentó en el taburete, se inclinó para recoger el libro de cuentas caído, y vio que le temblaban los dedos. Se apresuró a colocar los pergaminos sobre la mesa, y unió las manos para disimular su agitación. Preguntó, en tono razonable: — Sir Walter, ¿podéis explicarle a sir David qué es lo que pretendéis de él? Sir Walter realizó una espasmódica inclinación de cabeza. — Vos y sir David deberíais conversar entre ambos, pues es obvio que os entendéis de maravilla. Resonaron sus botas, cada paso más fuerte que el anterior, hasta que salió del solar y cerró de un portazo. Entonces, Alisoun se volvió hacia David: — ¿Por qué habéis dicho semejante cosa? — ¿Qué cosa? Lo imitó: — ¿Ya no tenéis ese piojo en vuestro cabello? ¿Acaso creéis que él es tonto? No tengo ninguna alimaña. Con tu actuación, nos habéis condenado. — Perdón, mi señora. Supuse que queríais que él permaneciera en la ignorancia de nuestro... Titubeó, y Alisoun le preguntó, en tono helado: —¿Sí? — De nuestro entendimiento, que es cada vez mayor. Esa respuesta llena de tacto la enfureció y, por primera vez en su vida desde que era niña, habló sin pensar: — Yo soy la señora. Todo lo que haga debe ser correcto. David hizo una inhalación que le expandió;el pecho, y luego se hundió cuando exclamó: — Ah. Alisoun tuvo ganas de cubrirse la cara. Arrogancia. ¿Cuándo había manifestado antes semejante arrogancia? Pero David se chupaba las mejillas como para contener la sonrisa, de un modo que le hizo imposible disculparse, y le espetó: — No volváis a intentar cubrirme. No lo hacéis bien. La expresión de disimulado humor se disipó al instante, y le replicó:


—Un hombre necesita un momento para calmarse, mi señora. Ya una vez le mostré a sir Walter la forma de mi pasión. No creo que quiera verla otra vez. Cuando Alisoun comprendió, empezó a cubrirla otra vez uno de esos sonrojos reveladores, que se inició en las uñas de los pies y fue subiendo. Quiso preguntarle si se había calmado rápidamente, y qué hubiese pasado en caso de no hacerlo. Pero no soportaba la idea de revelar su ignorancia, y lo que preguntó fue: —¿Y bien? ¿Lo haréis? —¿Qué cosa? —Lo que sir Walter desea. David cruzó los brazos sobre el pecho, se reclinó contra la pared de piedra, y le clavó la vista. —¿Dónde habéis aprendido esa treta? —No sé a qué os referís. Sí, lo sabía. De todos modos, David se lo explicó: —Fingir que nada ha pasado cuando, en realidad, ha pasado todo lo que podía haber sucedido. —¿Os referís a lo que ha sucedido sobre la mesa? —La comida más deliciosa de que he gozado jamás. —Estábamos vestidos. Si bien ella había deseado que se quitaran la ropa, eso fue sólo una aberración pasajera. —Podría haberos poseído, vestida y todo. —La señaló, interrumpiéndola antes de que pudiese decir nada—. No era mi intención, pero nada de lo que he hecho aquí formaba parte de mi plan. Recordad eso cuando penséis en los momentos que hemos pasado juntos, mi señora de las frustraciones. ¿Cómo podía replicarle? Sólo sabía las maneras correctas de dirigirse a alguien. No sabía cómo discutir porque nunca nadie le había discutido. Jamás había aprendido el arte del retruécano espontáneo. Sobre todo, jamás había dominado la franqueza del amante, porque nadie había querido ser su amante, jamás. Quiso pensar que David parecía desearla sinceramente, y necesitaba entender esa parte salvaje de sí misma y qué la había desencadenado. Después de darle tiempo a que recobrase cierta semblanza de compostura, David le preguntó: —¿Qué es lo que el estimado sir Walter quiere de mí? —Ah. —Jugueteó con el libro de cuentas para no mirarlo—. Sugirió que os ocuparais de entrenar a nuestros escuderos, ya que no tenéis demasiado que hacer. Ellos te respetan mucho y estarían agradecidos de recibir vuestra instrucción. Ahora fue ella la que esperó y, al ver que él no respondía, alzó la vista. David tenía la boca entreabierta y se limitaba a mirarla. —¿Entrenaréis a los escuderos? —¡No! Su explosión la sobresaltó, y volvió a tirar el libro de cuentas, que aterrizó con ruido sordo. A David no le importó. Señalándose el pecho con el pulgar, afirmó: —Soy David de Radcliffe. Soy el caballero legendario. No entreno simples escuderos. Alisoun apretó los labios. Nadie desafiaba su arrogancia, porque en el fondo ella sabía que estaba mejor sin nadie cerca. Pero sir David no opinaba lo mismo. El más grande guerrero que Inglaterra hubiese producido jamás desdeñaba la veneración de los inferiores. En cierto sentido, era un hombre humilde, y un sujeto de esas características no se negaba a entrenar a un grupo de jóvenes que lo adoraban, seguían cada uno de sus movimientos con miradas ansiosas y se arrodillaban a sus pies para recoger las perlas de su sabiduría. —Os gustará entrenar a Eudo. —Es sólo un niño. —Profundamente ensimismado, David se rascó la barriga—. No sabe mucho. —¿A ellos no queréis entrenarlos porque saben mucho? —Hugh es todo un hombre. Es mejor luchador que... bien. —Seguramente, se le habrían aflojado los calzones, porque se los acomodó—. Pronto será caballero. —Fue para Hugh la armadura que compré cuando estaba en Lancaster. De todo corazón, me gustaría amadrinar su consagración como caballero, pero... Balanceó la carnada, con la esperanza de que él la mordiese. La evidente estratagema provocó a David una mueca desdeñosa, pero de todos modos la mordió: —¿Cuál es el problema con Hugh?


—Maneja la espada de manera ejemplar, no tiene dificultades en atender a los caballos del establo, es un terror con la lanza y la maza, pero se niega a trabajar con el cuchillo. —¿Por qué? —Afirma que un caballero honorable no tiene motivos para luchar con cuchillo. —Supongo que también querréis que enseñe a Andrew y a Jennings. —Tenía la esperanza... —¿Qué hará sir Walter mientras yo me ocupo de todas sus responsabilidades? La petulancia de David hizo que la voz de Alisoun se afinara. —Tenía la esperanza de que os asistiese. —¿Por qué creéis que se avendrá a asistirme? —Fue idea de él. Eso lo frenó, y tardó en preguntar: —¿Por qué? —Dijo que vos no habíais ejercitado vuestras habilidades desde que llegasteis, y pensó que sería un modo grato de practicar y, al mismo tiempo, desempeñar una tarea. David resopló y, por primera vez, Alisoun dudó del súbito espíritu de colaboración de sir Walter. Estaba segura de que detestaba la inactividad de David, y de que lo único que pretendía era remediarla. ¿Tendría otro motivo? ¿Cuál podría ser? No le gustaba la idea de bailar al son de sir Walter sin saberlo. —Tal vez no sea tan buena idea. David se pellizcó el puente de la nariz. —¿Por qué no? Por lo menos, así recibiréis algo a cambio de vuestro dinero. Ésa es la cuestión, ¿no? Agradecida por la acritud del hombre, pudo olvidar las cálidas y suaves sensaciones que le había brindado y recordar sólo que antes estaba resentida contra él. De la vida lujosa que había vivido a sus expensas y de que toda su gente había trabajado por menos que sir David. También recordó que el propio David se sentía fastidiado por su inactividad, y decidió volver a enfrentarse a ese hombre, que era todo un acertijo. —Sería para mí un gran placer si vos, al menos... —La bolsa de cuero se movió, y salió de allí un nítido "miau". Preguntó con brusquedad—: ¿Qué es lo que hay en la bolsa? —¿Eso? Ah. Alisoun vio que estaba furioso y que dominaba la furia y aflojaba las cuerdas de la bolsa. Un gato negro levantó la cabeza y miró en torno, parpadeando. Alisoun saltó hacia atrás. —Es sólo un pequeño gato —dijo David. —Ya veo —respondió, irritada. —Reaccionáis como si fuese un lobo, listo para comeros. —Levantó la pequeña criatura, le rascó bajo la barbilla, y lo agitó ante la cara de la mujer—. ¿No es bonito? Alisoun se crispó. —¿Qué hacéis vos con él? —Os lo he traído a vos. Eudo me contó que habían matado a vuestra gata y... —Oh, no. —Agitó las manos—. No quiero otro gato. Dejando al animalejo sobre la mesa, David dijo: —Creí que os gustaban los gatos. —Me gustan. —Observó al pequeño animal que correteaba y se asomaba por el borde, mirando hacia abajo—. En el lugar apropiado. —¿En el establo? Segura de que si trataba de saltar se rompería algo, lo empujó hacia atrás. —Sí. —A gatas logré rescatarlo de debajo de los cascos de Louis. El gatito trató de espiar otra vez sobre el borde, y Alisoun volvió a empujarlo hacia atrás. —Ya veo por qué. —¿Por qué lo rescaté? Sí, es adorable. —No, ¿por qué estaba bajo los cascos de Louis? Es una estupidez. David suspiró. —Si no lo queréis, podéis dejarlo en el suelo. Tal vez sobreviva entre los perros y los otros gatos y, aun así, su vida será mejor que en el establo. Alisoun vio cómo el gato deambulaba hacia una de las velas encendidas, y entonces vio que David también deambulaba, pero hacia la puerta. —¡Esperad! Lleváoslo. —Después, con retraso—: ¿A dónde vais?


—A entrenar a vuestros escuderos. —Asomó la cabeza—. ¿Podría utilizar otra vez a vuestro mensajero para mandar el dinero a Radcliffe? —Desde luego, pero, en cuanto al gato... —Bendita seáis, mi señora. Desapareció, pero el oro y el gato quedaron sobre la mesa.


9

Sir David emergió del solar de mi señora sin notar mi presencia ni la de ningún otro. Tenía los labios bien apretados y el rostro enrojecido, pero yo no distinguí en él los signos del placer interrumpido. Por lo general, yo sabía que hablarle auno de los hombres cuando estaban curándose una venérea era recibir un pescozón o algo peor. Yo no creía que sir David se molestara en hacer algo tan trivial como montarse a una mujer. Desde luego que yo ansiaba que ese hombre al cual idolatraba se casara con lady Alisoun, mi señora feudal, pero jamás se me ocurrió pensar que esa unión terminaría con dos cuerpos retorciéndose sobre una cama. Al tiempo que sir David iba a zancadas hacia la puerta, yo me metí un gran trozo de pan en la boca y corrí tras él. Necesitaba saber si mis indicaciones habían dado resultado, pues, para mi mente de once años, lo único que se interponía entre el amor de lady Alisoun y sir David era el comportamiento de este último. A través de la fuerza de convicción y las instrucciones, el caballero grosero, común, se había convertido en un galante caballero, y esperaba que mi recompensa fuese la feliz nueva del compromiso de ellos dos. En cambio, sir David mostraba los dientes como un viejo gato. —Ponte las botas. Vamos a salir. Y cuando traté de decirle que no necesitaba botas en verano, me miró de un modo que me precipiten obedecerle. Mientras trataba de embutir mis pies, que crecían rápidamente, en unas botas que me apretaban, él holgazaneaba en el gran salón y bromeaba con Heath de una manera bastante normal, mientras jugaba con la pequeña Hazel al escondite. Ahora, Philippa lo permitía. Ya no trataba a sir David como si fuese una víbora de lengua bífida, pero tampoco dejaba a la niña sola con él. Cuando por fin me calcé las botas, corrí hacia sir David. Él secó con delicadeza la baba de la barbilla de la pequeña, la saludó con la mano, y yo le pregunté: —¿A lady Alisoun le gustó el gato? —¿Le habéis regalado un gatito? —preguntó Phüippa, escandalizada. Irguiéndose en el asiento, sir David la miró, ceñudo: —¿Por qué no iba a hacerlo? Su mirada fue como un puño, porque Philippa arrebató a la pequeña, abrazándola tan fuerte que Hazel chilló, y se tiró hacia la pared. Sir David juró por lo bajo y salió a zancadas del gran salón, y yo lo seguí. Abrió de par en par la puerta que daba al exterior, salió al rellano, y luego dijo: —No tienes por qué decirle a nadie todo lo que vamos a hacer. Bueno, con eso hirió mis sentimientos: yo era joven pero no estúpido, y no veía qué mal podía haber en que Philippa supiera que él le había regalado un gatito a lady Alisoun. No era más que una doncella. Por su manera de hablarse notaba que podía ser una lejana prima de lady Alisoun, criada en una casa noble. Pero yo también estaba siendo criado en una casa noble, y si no lograba ser caballero no sería nada. Menos que nada. Un mero sirviente, como Philippa. Supongo que mis pensamientos debieron de reflejarse en mi cara, porque, de repente, sir David me revolvió el cabello. —Lady Alisoun llegará a amarlo como amaba al otro gato.

David sabía que debía decirle la verdad a Eudo. Decírsela sería fortalecedor, refrescante como una brisa. Debería explicarle que su señora era una mujer fría que quería trabajo a cambio de su dinero, y que le tenía miedo al afecto por temor a la pérdida que pudiese acarrear. Saber eso le ahorraría al muchacho posteriores desilusiones. Pero no lo dijo. Lo que sí hizo fue revolverle el cabello y mentirle. Eudo sonrió mientras abría la marcha escaleras abajo, hacia el patio.


—Lo sabía. ¡Lo sabía! Fue la mejor idea que he tenido. Sir David, hacedme caso a mí, y yo os convertiré en el compañero perfecto para la señora. ¡Pero apuesto a que, en este mismo momento, debe de estar acunando al gatito como, después, acunará a vuestros hijos! La confianza de Eudo asombró a David, que ya estaba abrumado por un exceso de pasión no correspondida. Tras haber estado en esa habitación diminuta, oscura, el sol del verano fue como un tónico, y se empapó en él mientras se dirigía a los establos. —Tal vez estés anticipándote demasiado. —¿Por qué? —quiso saber Eudo, veloz como una ardilla para recoger grano. —Tengo la impresión de que no le agrado a la dama. Había ocasiones en que Eudo hacía gala de una comprensión asombrosa, propia de un adulto. —Ha estado besándolo otra vez, ¿no? Yo diría que vos le gustáis mucho. De repente, David recuperó el sentido del humor. —Puede ser, pero lo expresa con demasiada poca frecuencia. —Sois vos el que opinó que la contención serviría para conquistarla. —Eudo aún era lo bastante joven para enfurruñarse—. Yo no vi motivos para esperar. —Eres impaciente, muchacho. Pero no tanto como David. Ardía en deseos de ir a su hogar, a Radcliffe. El mes anterior, Guy de Archers le había enviado un mensaje con el criado de Alisoun en el que le contaba que, al parecer, había terminado la sequía y todo estaba creciendo con la llegada del verano. La hija de David también crecía, y éste la echaba de menos desesperadamente. Quería descubrir qué era lo que amenazaba a Alisoun, librarla de ese problema y poder volver a su casa de una vez. Y, sin embargo, ella no le confiaba la información que necesitaba, cosa que lo enfurecía y lo aliviaba al mismo tiempo. Lo que sucedía era que necesitaba tiempo para hacerle la corte a Alisoun. Quería conocer sus preferencias y satisfacerlas. Si pudiera irse, se olvidaría de esos doce sacos de lana y se alejaría rápidamente. Pero de ese modo, Alisoun jamás le permitiría tener un lugar permanente junto a ella. Aun así, lo impulsaba una cierta urgencia, y quería conquistar rápidamente a Alisoun, meterse en su cama, asediar su inteligencia con más besos. No le convenía olvidar que había ganado la reputación de leyenda por su genio táctico, y no necesitaba ni la mitad de ese talento para saber que eso no funcionaría con Alisoun. Con ella tendría que ser ingenioso y reservado. Tenía que permitirle llegar ella misma a su propia decisión con respecto a él, al tiempo que inclinaba la balanza en su favor. Eudo había estado demasiado tiempo callado, y comentó: —¿Qué vamos a hacer? —Entrenar escuderos —respondió David, mordiendo las palabras, y Eudo volvió a refugiarse en el silencio. Así que David había estado atrapado en el diminuto cuarto de contabilidad durante una hora, hablando de esperanzas y de sueños como un monje castrado, mientras que ella no decía nada. Por lo poco que lo comprendió, habría dado igual que hubiese estado hablando consigo mismo. Lo único inteligente que había hecho fue abrazarla, porque eso le demostró que había pensado en él más de lo que él imaginaba y, desde luego, más de lo que ella hubiese querido. Para su desgracia, él también había estado pensando en ella. Y pensaba con un órgano muy activo, preguntándose si ella sería tan buena como parecía serlo. No si sería buena en la administración de su propiedad, o con su gente, sino si sería buena en la cama. Había llegado a ese punto en que temía tocarla con cualquier motivo, pues cuando eso pasara, no podría detenerse. David podía escabullirse dentro de la villa y acostarse con cualquiera de las mujeres disponibles, y Alisoun no se habría enterado, pero no quería. Soñaba con las manos largas y frías de ella sobre su cuerpo, y su cuerpo alto y tibio moviéndose bajo el suyo sobre la cama... o sobre una mesa. David había iniciado un fuego sobre esa mesa, y ellos dos eran los leños. Un muchacho de diecisiete años hubiera tenido más control. Si algo conocía de mujeres —y si bien sus conocimientos eran algo antiguos, no creía que las mujeres hubiesen cambiado mucho—, cuando se produjese el siguiente encuentro, ella reforzaría sus defensas. —Pero tiene cabello rojo —dijo en voz alta. Eudo ladeó la cabeza: —¿Cómo decís, sir David? —El cabello de lady Alisoun es rojo. —No es tan malo —dijo el muchacho, a la defensiva. —¿Malo? —David aferró a Eudo por el hombro y lo detuvo—. ¿Quién dice que es malo? —El sacerdote dice que el cabello rojo es señal de que arden los fuegos del infierno. Para mí, la señora tendría que reemplazarlo, pero como es viejo y ha estado aquí desde siempre, no creo que lo eche.


En efecto, habría que reemplazar al sacerdote de rostro crispado que daba la misa todas las mañanas. Era completamente sordo, estaba medio ciego, y tenía un carácter agrio que se manifestaba de manera imprevista, mientras merodeaba por el castillo. Recordando que había sido confesor de Alisoun en la infancia, su desaprobación explicaba por qué ella apagaba la llama de su cabellera con tanta severidad. A David lo intrigaba más todavía, por el modo en que ella disfrutaba cuando se lo soltaba. De un salto, Eudo se le adelantó y abrió la puerta del establo. Cuando David hubo pasado, cerró con cuidado, y el hombre comprendió que el chico esperaba que surgieran problemas. Por supuesto, estaba en lo cierto, pero el problema no sería de Eudo sino todo de David, y por Dios que Louis iba a compartirlo. Al aproximarse al pesebre de Louis, oyó un fuerte y grosero resoplido y unos golpes, y vio que un caballerizo salía volando sobre el borde de uno de los establos. Louis asomó la cabeza sobre el borde y le mostró al mozo los dientes amarillentos, y el muchacho lo miró con expresión furiosa, mientras se ponía de pie con esfuerzo. —Ahí estás —dijo David, acercándose a su caballo y permitiéndole que le oliese el brazo—. ¿Han estado cuidándote bien? Louis refunfuñó, con ruidos que retumbaban en su barriga y que mantuvieron alejados a Eudo y al otro muchacho. —Deja de patear a los caballerizos cada vez que se acercan para darte de comer o para cepillarte —le advirtió David—, y no tendrás más quejas. El mozo dijo, hostil: —Es malvado. Eudo se volvió hacia él, enarbolando los puños. —Es Louis, el legendario caballo de guerra. No puedes decir que es malvado, Siwate. Siwate se puso en pose de pelea. —Sí, puedo. —No. —Puedo decirte lo que se me antoje —replicó Siwate, despectivo—. No eres más que un pequeño bastardo, que mi señora recogió por caridad. David frenó a Eudo, que se lanzaba al ataque. Sujetando a su escudero que se debatía, le señaló al caballerizo: —Desde luego, puedes decir lo que quieras de Louis, pero él entiende cada palabra que pronuncias, y no le agradan las ofensas relacionadas con su carácter. Siwate palideció y retrocedió, y Eudo exclamó: —¡Ja! David siguió: —Para que no te preocupes, te informo que Louis ya no es tu responsabilidad. Ahora, lo cuidará Eudo. Eudo se paralizó, y Siwate replicó: —¡Ja! —Eudo es mi escudero y no le tiene miedo a Louis. David oyó a su lado la voz trémula de Eudo murmurando: —Sir David, me hicisteis jurar que diría la verdad... David levantó a Eudo y lo sentó sobre las altas tablas que rodeaban el pesebre de Louis. —Louis es un caballo razonable. Le encanta aterrorizar a los que no conoce, pero te aceptará a ti. David extendió la mano a través de la cancela para ofrecer al animal el duro queso amarillo que había reservado. Al verlo, Louis estiró el cuello y hociqueó con gran cuidado los dedos de David. Maldiciendo, el caballero lo dejó caer, y Louis lo recogió del suelo y se lo mostró a David, descubriendo los dientes. Siwate corrió. Eudo retrocedió tanto que cayó hacia atrás sobre un montón de heno. David también le mostró los dientes a su caballo, y luego dijo: —Louis es un animal razonable. Louis comió el queso y lanzó el olor a la cara de David. —Después de que se haya ejercitado. David sacó las riendas de la pared y entró en el pesebre. Eudo espió sobre el tabique, vio que el caballo aceptaba los arneses que le colocaba su amo, y se incorporó. Louis estiró la cabeza y olfateó los pies de Eudo. Este se aferró a las tablas con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, pero no se movió, mientras el caballo iba ascendiendo por su pierna. —Éste es tu muchacho —le explicó David—. Cuídalo, y él te cuidará a ti.


Louis hizo girar los ojos. —No puedes morderlo, eso no sería justo. Y ten cuidado de no pisarlo, porque sus huesos todavía son jóvenes y finos. —David le sonrió a Louis y le dijo en tono confidencial—: Ya se ha roto un dedo. Louis empujó con el morro la mano de Eudo, y el muchacho, aún vacilante, le acarició la cabeza. —Es bueno —dijo, atónito. —Es el caballo más malo que hayas tenido la desgracia de conocer. —David abrió la cancela y condujo al caballo hacia la puerta—. Pero ahora está convencido de que le perteneces, y él protege lo que es suyo. Eudo bajó de un salto y los siguió, cuidando de mantenerse lejos de los cascos de Louis. —¿Incluso a los niños bastardos? David y Louis intercambiaron una mirada comprensiva, y el caballero dijo: —A los niños bastardos en especial. ¿Acaso piensas que los padres de Louis estaban casados? Se produjo un instante de silencio, y luego hubo una risa infantil contenida. David lo llamó: —Ven aquí, Eudo. Cuando el muchacho se acercó, David lo levantó a una altura suficiente para instalarlo sobre la montura. Aunque aún era pronto para que demostrase semejante tolerancia, Louis se quedó quieto y luego avanzó, permitiendo que Eudo se habituase a su paso. Eudo logró soltar la melena el tiempo suficiente para saludar a Siwate con ademán de superioridad y, mientras salían del establo, Louis dejó caer por sus cuartos traseros su opinión acerca del que lo habitaba, haciendo que el caballerizo retrocediera a toda prisa. Eudo seguía riendo entre dientes mientras David conducía al caballo hacia el patio de entrenamiento, pero al ver que los otros escuderos se paralizaban, se irguió. Sir Walter también se quedó inmóvil, con la mano extendida, en ademán de desventrar a Andrew con la espada de madera. Sintiéndose tonto, David hizo un amable cabeceo. —He venido a entrenar a los escuderos.

—Por la mañana terminaré con las cuentas —dijo lady Alisoun, arrodillándose entre las hileras, obsesivamente pulcras, de perejil y de rada—. Después de todo, no es que esté faltando a mis deberes. También es necesario atender los macizos de hierbas. —Sus largos dedos sujetaron con firmeza una maleza, y tiró de ella hacia arriba—. Maldición —musitó. Dejaría la maleza donde estaba, pues antes de retirarse, Tochi le había prohibido específicamente una tarea tan chapucera. Philippa sujetó a Hazel de la camisa y la retuvo unos momentos, para permitir que el gato escapara de los dedos de la niña. —El sol te hará bien. Desde el patio cercano a la huerta, que era el orgullo y la alegría de Tochi, las dos mujeres oían el susurro de las ramas de los sauces que parecía el de unas cortinas de satén. Dentro, el alto muro de piedra creaba un mundo íntimo. Alisoun había llevado al gato allí, y éste no había tardado en acurrucarse en su falda y quedarse dormido. Sin embargo, lo molestaban los lentos avances que ella hacía entre las filas de plantas, hasta que al fin se estiró y salió de estampida, explorándolo todo con la actitud de aventura propia de un niño. Y Hazel gateaba tras él, los ojos alerta, los pañales sacudiéndose. Empleando un azadón, Alisoun se dedicó a liberar la raíz de la tierra. El olor de la tierra húmeda se le metió por las narices, instándola a deleitarse con el verano y la promesa de la cosecha. —Nunca había desmalezado, pero mis padres me hicieron aprender todos los aspectos de la administración la tierra, y por eso agradezco las instrucciones de Tochi. Philippa rió, y Alisoun no supo si de su niña o de ella. —Sin duda, él disfruta dándolas. —Cierto, ¿no? Por fin, la raíz salió y Alisoun se apoyó sobre los talones, agitándola. Aunque hizo volar terrones, no le importó: había triunfado. Philippa rió de nuevo, y esta vez Alisoun supo que se reía de ella. —No es frecuente que alguien pueda indicarte algo a ti. Arrojando la raíz en el montón creciente de malezas, Alisoun se inclinó para reanudar la tarea.


—¿Tanto intimido a las personas? —A mí, no. No comas tierra. Sorprendida por la advertencia, cuando alzó la vista Alisoun vio que Philippa se lanzaba hacia la hija y le abría con esfuerzo el puño diminuto, hasta lograr que la tierra que guardaba cayese otra vez al suelo. —¡Uf! —Philippa le hizo una cara terrorífica a Hazel—. No comas eso. Feo. Hazel contemplaba fascinada a su madre. Pero luego, proyectó hacia afuera el labio inferior, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas, y se echó a balar como una ternera. Alisoun rompió en carcajadas sin poder contenerse. Hacía mucho que no hacía eso, y volvió a reír cuando Philippa la miró con expresión agria. Mientras buscaba en torno algo con qué distraer a la pequeña, Philippa dijo: —Ya vas a ver cuando seas madre. —Esa idea sí que me da miedo. Todavía riendo, Alisoun se inclinó y reanudó su tarea. —En mi opinión, ya has esperado demasiado. Alisoun alzó inmediatamente la vista. —¿A qué te refieres con eso? Philippa entregó a Hazel un calabacín seco. La niña lo sacudió una vez, y luego lo arrojó con tanta fuerza que se clavó en el suelo blando. —Estás convirtiéndote en una vieja solterona con un gato. —¡Ese gato no es mío! Echó un vistazo a ese retazo de piel negra que tanto se había adherido a ella, pero había desaparecido, y se alegró de ello. Además, no existían muchas posibilidades de que se hiciera daño en un jardín rodeado de muros de piedra. —Muy bien —replicó Philippa—. Estás convirtiéndote en una solterona. Pasmada, Alisoun trató de bromear. —Soy la viuda virgen más vieja que existe. Al parecer, ni a Philippa le pareció divertido, porque balanceó una hilera de cuentas de colores ante los ojos de Hazel, y continuó como si la otra no hubiese hablado. —Tu conducta es rígida. No creo que ningún hombre pueda cambiarte. Tenía grandes esperanzas depositadas en sir David, pero él ha fracasado, de modo que no queda más que esperar un hijo. Enderezándose, Alisoun se frotó la parte baja de la espalda, que le dolía. —¿De qué estás hablando? —Necesitas tener un hijo. Mirando fijo a Philippa, Alisoun trató de deducir si sería una nueva clase de humorada... que ella no entendía. Lo único cierto era que ni los santos podían entenderlo. Pero Philippa le devolvía la mirada, sincera como nunca la había visto. Con lógica impecable, preparó su respuesta: —No estoy casada. —No es el matrimonio lo que hace hijos —le aclaró Philippa—. Acostarse con alguien es lo que hace falta. —Lo sé. —Al ver que Philippa sonreía con sorna, Alisoun comprendió que eso había sido una broma—. Lo que quiero decir es que soy la señora de George's Cross. No puedo ir y tomar un amante, y... —¿Por qué no? —preguntó Philippa—. ¿De qué sirve ser la señora de George's Cross si no puedes hacer una sola cosa mala? —Aburrida con las cuentas, Hazel las arrojó al mismo sitio donde había tirado el calabacín, y se apoderó de otro puñado de tierra. Mientras forcejeaba con ella, la madre agregó—: Tal vez debería decir: otra cosa mala más. —Mi conciencia está tranquila. Le confieso mis pecados al sacerdote todos los días, y cumplo las penitencias que me asigna. —El clérigo es sordo —repuso Philippa, exasperada—. Si no fuera así, toda la aldea estaría excomulgada. Alisoun reprimió la sonrisa que pugnaba por escapársele, y dijo, con aire virtuoso: —Los caminos de Dios son inescrutables. —¡Sí, Él te envió a sir David! —Philippa tuvo que elevar la voz sobre las protestas indignadas de Hazel—. Dame las llaves. Alisoun tocó el gran anillo de hierro con llaves que llevaba a la cintura. —¿Por qué? —Porque como Hazel no debería tener las llaves, si le doy algo prohibido, se sentirá feliz.


A Alisoun se le ocurrió que eso sería sentar un precedente peligroso, que si se recompensaba a un niño que lloraba dándole lo que no debería tener, se convertiría en un hábito, pero no lo dijo porque pensó que Philippa ya tenía suficientes cosas de que preocuparse. Sin un esposo, tenía que amar a la pequeña, disciplinarla, preocuparse por ella, todo sola. Sobre todo, preocuparse por ella. Philippa no había adelgazado como le pasaba a Alisoun cuando se preocupaba. Más bien, estaba más rolliza, pero nada podía borrar las líneas que le marcaban la frente. Alisoun le arrojó las llaves, que aterrizaron con ruido sordo sobre el macizo de melisa, desenterrando una planta alta. El cítrico aroma aumentó el horror de Alisoun, y Philippa se apresuró a enterrar las anchas hojas rotas y a volver a plantar la planta. —Tal vez Tochi no lo note —dijo, sacudiendo las llaves ante la cara de Hazel. Los ojos de la niña se dilataron, asombrados; se estiró, ansiosa, hacia el llavero, y Philippa lo puso sobre su regazo. Contenta de que la niña estuviese entretenida, se volvió otra vez hacia Alisoun—. Sir David te daría lindos hijos regordetes que podrías acunar. —Y entonces, se iría. —Quizá, si tú lo echaras. Pero no creo que te rechace si le propones matrimonio. —¿Para qué querría a un hombre como él? No tenemos nada en común. —No lo sé. —Una sonrisa jugueteó en el rostro de Philippa, y recogió un par de hierbas del suelo—. ¿Por qué lo quieres tú? —¿De dónde sacas que lo quiero? —Yo fui la que espantó a los curiosos de la puerta de tu cuarto de contabilidad. A Alisoun se le ocurrió una réplica cortante, pero luego la desechó, recordando que ésa era Philippa. A ella podía decirle la verdad. —Es horrible. Se ríe de las costumbres y del protocolo que es correcto y apropiado. —Todavía estás enfadada porque fue a la cocina y convenció a la cocinera de pqner esas ranas vivas en el pastel, y cuando tú lo abriste, saltaron fuera y tú gritaste. —No, eso no es lo malo. —Alisoun se limpió la mano en el delantal—. Yo tuve ganas de reír. Philippa fue la que rió en ese momento. —Todavía quedan esperanzas para ti, Alisoun. —Ese hombre es una influencia perversa para mí. —Philippa se limitó a sonreír, irónica, y a sacudir la cabeza, y Alisoun trató de demostrarle los resultados directos de la personalidad de David sobre ella—. Una noche, me quedé conversando con él por el placer de su compañía, y ni siquiera me ocupé de tener mis labores a mano. —Una noche —se burló Philippa. —Una vez que una persona empieza a resbalar por el camino descendente de la pereza, es difícil volver atrás y reanudar la senda recta y estrecha. —¿Siempre tienes que citarme a lady Francés? —se quejó Philippa. —¡Fue ella la dama que nos educó! —Fue una mujer vieja y malvada, que le extraía toda la alegría a la vida. —No sabía que era eso lo que sentías. Estoy sorprendida. Philippa le arrojó a Alisoun un pequeño montón de malezas, esparciéndolas sobre las hierbas. —No, no lo estás. Tú también pensaste siempre lo mismo, lo que sucede ese que nunca te atreviste a admitirlo. Alisoun pareció marchitarse como la melisa arrancada. —Yo soy mala. ¿Sabes que cuando sir David se burla del rey por ser tan pomposo, para mí es como si estuviese viéndolo y como si él se apoderase de mis pensamientos antes de que yo fuera consciente de ellos? —Cuando hace esa imitación de sir Walter, yo casi no puedo contenerme. —Y sir Walter no sabe, siquiera, que se trata de él. Las dos se miraron y estallaron en carcajadas. Alisoun se avergonzó, después se puso seria y se concentró otra vez en la tarea. —¿Te das cuenta de que, cuando él me besa, me olvido de mis deberes? Philippa emitió un gorgoteó que se parecía a la risa, pero cuando Alisoun levantó la vista hacia ella, bajó la cabeza y miró hacia el suelo. —Mi organización se ha deteriorado desde que él llegó, y cuando él... —Con el canto de la mano le había provocado extrañas sensaciones, pero no tuvo coraje suficiente para decirlo—. Cuando sir David aplicó manipulaciones físicas a mi piel, casi perdí el control. —¿Casi? —Perdí el control. —No me extraña que sea una leyenda —dijo Philippa en tono reverente. Escandalizada, Alisoun dijo:


—Sir David ejerce una influencia tan mala sobre ti como sobre mí. Hasta ahora, nunca habías hablado así, y desde luego jamás sugeriste que debería dar a luz sin el beneficio del matrimonio. —No es sir David el que me hace decir estas cosas. Es el hecho de haber vivido, pensado, y hecho todo aquello que se consideraba correcto y devoto durante toda mi vida, para luego descubrir que mi recompensa es el exilio y el temor permanente. —Philippa aplastó unas hojas de mejorana en su mano, y se las llevó a la nariz—. Mejorana para la felicidad. Quiero que seas feliz. De un modo extraño, la sugerencia de Philippa comenzaba a tener sentido, y Alisoun temió que fuese porque ella también había pensado en la posibilidad de acostarse con sir David. Pese a eso, dijo en voz alta: —No es tan noble como yo y, sin duda, ni de cerca tan rico. —Todos los hombres que se asemejan a ti en nobleza y riqueza son unos sujetos viejos y desagradables. Philippa arrancó unas malezas que había entre la melisa. —El matrimonio no es para disfrutar. —Yo lo sé. Alisoun deseó no haberlo dicho, viendo que ahora Philippa arrancaba las malas hierbas con rabia, y unas arrugas le crispaban la frente. Pero las palabras no podían retirarse, y Alisoun añadió: —Y el rey se enfadaría. —Frente al hecho consumado se resignaría, ¿no crees? No sería la primera vez. Como sea, si no es el matrimonio lo que deseas, está bien. Eso lo comprendo. Pero sí necesitas un hijo. —¿Para qué? El gatito merodeaba entre las hileras de perejil, castigando una rama que parecía estar provocándolo. —Para que herede tus tierras. Alisoun liberó al gato de la verde foresta antes de que destrozase las mejores plantas de Tochi. —¿Por eso crees tú que necesito un hijo? Por los labios de Philippa pasó el fantasma de una sonrisa. —Yo creo que necesitas un hijo para amarlo. —Tengo a este estúpido gato flaco, de dientes afilados. El aludido se prendía como una garrapata trepando hacia el pecho de la dama, para ir a instalarse en un hombro, ronroneándole en el oído y frotando la cara contra la mejilla de Alisoun. —Ese gato no te bastará. No hay nada que te convierta en una persona de verdad como un hijo propio para cuidar, para el cual trazar planes. Ni todos los pensamientos del mundo reemplazan la maravilla de sostener a tu hijo en brazos por primera vez, y cuando yo miro a Hazel... —Philippa acarició la cabeza lampiña de la hija, y luego le limpió las manchas de tierra con la manga—. ...me dan unas cosquillas extrañas por dentro. —Eso es interesante. —No sé cómo describirlo. Tú has sido siempre la más inteligente de las dos. Lo único que sé es que si alguien le hiciera daño a Hazel... —El rostro de Philippa se vació de expresión y sus ojos se volvieron fríos—. ...lo mataría. Alarmada, Alisoun se quedó mirando a su dulce amiga: no conocía tanto a Philippa como creía. O tal vez lo que dijera fuese verdad: un hijo cambiaba algo esencial en una mujer. —¿Piensas que yo sería una buena madre? —Si estás dispuesta a embarcarte en eso, te aconsejaría que tuvieses más de un hijo. Con uno solo, serías obsesiva, y lo ahogarías con tus cuidados. Dos hijos te distraerían, y así no echarías a perder al único. —Tú sabes eso, ¿no? ¿Tú, que tienes una sola? —De haber podido, hubiese tenido diez, lo sabes. Alisoun rió un poco, como si hubiese estado bromeando aunque, en verdad, el plan le parecía cada vez más razonable.

—Esta conversación es absurda. Es estúpido aconsejarme que tenga un bastardo. No sé por qué te escucho. —¿Por qué será? —preguntó, perspicaz. Dentro de Alisoun, algo se encendió, y ella no lo reconoció hasta que emergió en forma de cólera y de rabia. —Tú no tienes padre para tu hija, y te sientes asustada y desdichada. ¿Acaso quieres que yo sea como tú?


Philippa tomó bruscamente a Hazel y la estrechó contra su pecho, mientras la niña forcejeaba para soltarse. Alisoun se sintió inmediatamente apabullada por su propia reacción, y tartamudeó: —No sé por qué he dicho eso. Es que... siempre he pensado que si vivía de manera lógica y bien organizada, tendría la vida que deseaba. Pero no pude planificar lo que te sucedió a ti, y eso me ha hecho analizarme a mí misma, y comprender que... —arrancó al gato de su hombro y lo abrazó, casi como su amiga lo hacía con la hija— ... lo que tengo, en realidad, son objetos, y no existen motivos para cuidarlos mientras no haya nadie para disfrutarlos. —¡No llores! Alisoun no lo sabía, pero sus lágrimas estaban regando las plantas de Tochi. —Oh, Alisoun. —Sin soltar a Hazel, Philippa se acercó de rodillas y abrazó a su señora—. No tenía intenciones de alterarte. Es que... —Bueno, no puedo. No puedo tener un hijo. Eso es inaceptable. Sin embargo, cuando lo pienso, me parece que... —Lo sé. —Philippa se limpió la nariz en la manga—. Yo siento lo mismo. Hazel se removió entre las dos, y Alisoun le dio un beso vacilante. Como la pequeña no lloró, le dio otro, y apoyó la cabeza sobre el escaso cabello de la niña. Sentía las finas hebras como seda bajo la mejilla, con Hazel reclinada sobre ella y, por un instante, conjuró ideas sediciosas. La de tener su propio hijo y lograr que la amara. Qué idea tan tonta. Qué tentadora. Se lamentó: —Todos esos planes brillantes que teníamos, toda nuestra juventud que ya se fue, se desperdició... La cancela se abrió, y las dos mujeres se separaron bruscamente. Entró sir Walter, con pasos decididos, y se detuvo al ver aquellos dos rostros surcados de lágrimas. —¿Lady Alisoun? —Estamos ayudando a Tochi, sacando malezas —respondió la dama. Observando el daño hecho, el hombre respondió, cortés: —Claro. Alisoun miró alrededor, vio lo mismo que él, pero no dio ninguna explicación. —¿Queríais algo? Sir Walter no sonrió, pero algo en su pose transmitía pedante superioridad. —Hay una cosa que creo que deberíais ver.


10

Mientras se acercaban a la zona de entrenamiento, Alisoun preguntó: —¿Por qué están todas estas personas ahí, colgadas de la cerca, si tienen cosas que hacer? Sir Walter respondió con deleite: —Están abriendo los ojos. A Alisoun no le gustó. No le gustaba la actitud de sir Walter ni el modo en que la sujetaba del codo, como si ella intentase escapar. Se detuvo, liberó su brazo de los dedos de él y dijo: —Puedo caminar sola, gracias, sir Walter. —Lo veremos, mi señora. Rodeaba el patio de entrenamiento una cerca abierta, hecha para contener a los caballos de combate en caso de que el caballero fuese desmontado durante un ejercicio. Alisoun entró con precaución y miró alrededor. Lady Edlyn y los criados de la casa, los caballerizos y las lavanderas, se colgaban de la cerca, contemplando la escena que se desarrollaba ante ellos, con similares expresiones fascinadas, horrorizadas. Ivo, con los brazos cruzados sobre el pecho macizo, mostraba un semblante crispado de disgusto. Gunnewate, apoyado contra la cerca, se escarbaba los escasos dientes, y miraba como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Alisoun siguió sus miradas y vio a Hugh, el mayor de sus escuderos, el de más talento, en su caballo de guerra, enfrentándose a sir David y al rey Louis, que se hallaban al otro extremo de la pista inclinada. Los dos hombres llevaban cotas que chispeaban al sol y yelmos abiertos en la cara, y blandían lanzas y grandes escudos convexos. Esperaban una señal de Andrew que, a su vez, la esperaba de sir Walter. Cuando éste cabeceó, Andrew gritó, y los dos hombres se lanzaron a la carga. Los cascos golpeaban sobre la tierra pisoteada, al tiempo que las lanzas sobresalían. Alisoun contuvo el aliento al ver que cada una se conectaba con el escudo del otro. Al rozarse, chirriaron, la lanza de David se partió en tres pedazos, y él saltó en la montura. La lanza de Hugh resbaló sobre el escudo de sir David y le acertó en el pecho, haciéndolo caer del lomo de Louis. Los espectadores contuvieron una exclamación cuando el caballero aterrizó sobre el suelo con un entrechocar de armadura. David no se movía. Hugh saltó del caballo, le entregó las riendas a Andrew y corrió hacia el cuerpo yacente de David. Louis se detuvo y fue trotando a examinar a su amo. Alisoun también se dirigió hacia él. Nadie más se movió. Todos se quedaron mirando con expresiones vacías, incrédulas, y entonces Alisoun comprendió lo que había sucedido. Ésa no era la primera vez que Hugh derrotaba a sir David. —Ha estado aquí toda la mañana... sobre el campo la mayor parte del tiempo. Su manejo de la espada no puede igualar al de Hugh. Cuando Hugh revoleó la maza, estuvo a punto de perder la cabeza. Y ahora, ha demostrado que en las justas es patético. Sir Walter caminaba a la par de ella, y ni se molestaba en disimular la nota de triunfo en su voz. —La leyenda está muerta. Sir David de Radcliffe no es nada más que un fracaso, una leyenda gastada, pretérita. Alisoun sintió ganas de golpearlo. Quiso apoderarse de una lanza y derribarlo de cabeza. ¿Acaso no comprendía lo que estaba haciendo? Louis fue el primero en llegar junto a David, lo olfateó, y luego soltó un húmedo resoplido que lo hizo encogerse. Hugh llegó el segundo y apartó con suavidad al caballo, y luego hizo volverse a David. Éste emitió un doloroso gemido, y Hugh musitó: —Gracias a los santos. Por fin, Alisoun se arrodilló junto a ellos y ayudó a Hugh a quitarle a David el casco. El yelmo le había cortado la parte descubierta de la mejilla, y sólo la gorra acolchada que usaba lo había salvado de recibir otras heridas. Agitó los párpados y vieron que lo negro de sus pupilas se había dilatado cubriendo los iris. Luego, reaccionaron a la luz, se contrajeron, y Alisoun suspiró, aliviada. —¿Hay algo roto? —preguntó. —Nada importante —respondió sir Walter. Alisoun volvió a preguntarse si no comprendería lo que había hecho. David hizo varias inspiraciones breves antes de replicar:


—No. —Cerró los ojos como si la luz le hiciera daño, y luego los abrió de nuevo—. Tal vez una costilla fisurada. —Deslizó la mirada hacia Hugh—. Tu santo patrono debería ser... Jorge.

A Hugh le temblaron las manos cuando ayudó a Alisoun a quitarle los guanteletes al herido. —Os pido que me perdonéis, señor. Nunca pensé... —No digas nada más. Eres el mejor al que he me enfrentado jamás. Al oírlo jadear entre una y otra palabra, Alisoun dedujo la extensión y el dolor del daño recibido en el pecho. Se puso de pie y chasqueó los dedos. Como si fuesen efigies de piedra vueltas a la vida, los espectadores se movieron. El jefe de los establos mandó a sus subordinados a buscar una plancha sobre la que colocar a David. Mabel, la tabernera de Alisoun, que también era su mejor curadora, entró en la zona de prácticas y se arrodilló al otro lado de David, haciéndole preguntas sobre sus dolores. Heath trepó a la cerca y corrió hacia Alisoun pidiéndole instrucciones, y la señora la envió al castillo a hervir agua para las pociones que deberían preparar. Lady Edlyn también se dirigió ágilmente al castillo, y Alisoun supo que había recordado sus obligaciones. Nadie habló innecesariamente. Nadie bromeó con respecto a la derrota de David. Casi no soportaban mirarlo, y Alisoun casi no podía soportar mirar a sir Walter. Entonces, miró a Philippa. Cubierta por la tierra del jardín, llevando en brazos a su hija, parecía plácida allí, de pie del lado de afuera de la cerca, pero Alisoun percibió el temor que se reavivaba dentro de ella. Lo percibió, porque era igual al que sentía ella misma. —Es como yo sospechaba desde hacía tiempo. —Sir Walter procuró captar su atención—. Por eso pedí a su "leyenda" que me asistiese. Ningún caballero mantiene su destreza sin constante práctica, y su leyenda no había puesto un pie en un campo de entrenamiento desde que llegó. Supuse que su dominio de ese arte, si alguna vez lo tuvo, en realidad, se ha desvanecido, y yo no podía seguir soportando que os engañase a vos. Alisoun seguía sin poder mirarlo a la cara. —¿Engañarme? ¿Vos no deseabais que siguiera engañándome? Sir Walter habló en tono alto para que todos los que estaban cerca lo oyesen, y hasta tuvo la audacia de apoyar la mano sobre el hombro de la señora, con gesto paternal. —Sé que es doloroso descubrir que os han tomado por tonta, mi señora, pero... Por fin, Alisoun se permitió pronunciar las palabras que la obsesionaban: —¿No comprendéis lo que habéis hecho? —Controló sus facciones, el volumen de su voz, pero nada fue capaz de disimular el azote de su tono—. Mi gente se creía a salvo, protegida por sir David de Radcliffe. Ahora viven otra vez sumidos en el miedo, porque mi enemigo se enterará del fracaso de sir David y lo aprovechará. La mano de sir Walter se apartó. —Sir Walter, si deseáis permanecer en George's Cross, manteneos fuera de mi vista. Yo cumpliré con mi deber. Siempre lo hago. —Lo miró, observó a aquél estúpido caballero de mandíbula apretada y ojos saltones—. Y, en adelante, confiad en que sabré cuál es ese deber. Le dio la espalda y se unió a Mabel, que regañaba a sir David porque trataba de levantarse, aunque era evidente que no estaba en condiciones. Cuando hubieron colocado a David sobre la plancha y lo alzaron, sir Walter ya había desaparecido.

David podía haber entrado caminando al castillo, pero un vistazo a Alisoun lo disuadió. Iba a echarlo en cuanto pudiese marcharse, y la humillación ya le quemaba las entrañas como un rescoldo. Había sido derrotado. Otra vez. La última había sido bastante mala, delante del rey y de toda la corte, y aquel asno pomposo que demostró ser superior a David extrajo de él hasta la última brizna de humillación por haberlo derrotado. Todos los que presenciaron el combate se fueron convencidos de que había sido severamente castigado. ¡Pero, esta vez...! Había sido derrotado por un mocoso, que aún ni siquiera había sido nombrado caballero. Que tal vez no hubiese sido sangrado. Que no había nacido, aún, cuando David comenzó su carrera. Derrotado ante todos los habitantes del castillo. La vergüenza era tanta que lo hacía querer acurrucarse, salir corriendo, no volver a ver jamás esos rostros.


Si hubiese sido por él, se habría levantado, montado a Louis y marchado, sin mirar jamás atrás. Pero no podía. Su pueblo, sobre todo su hija, dependían de las monedas que ganaba en este puesto. Y el último mes había llegado a pensar que también Alisoun dependía de él. No sólo por la defensa, aunque era probable que su reputación —o su antigua reputación— le hubiese venido bien. Además, era la mujer más solitaria que había conocido, y no lo sabía siquiera. Se mantenía tan atareada que jamás había aprendido a reír, a demostrar afecto, a divertirse. Las estaciones definían su existencia a través de los deberes que le imponían, y no por el ritmo de vida que cantaban, y David temía que un día despertase y comprendiera que su juventud había volado y no tenía nada. Pese a ello, no comprendía por qué sentía que él era el encargado de modificar eso. Tal vez su abuela hubiese podido explicárselo. Lo único que sabía era que cortejaba a Alisoun por sus tierras, por su riqueza, y por la rara joya de su sonrisa. Por eso permitió que los hombres lo cargaran sobre una plancha y lo subiesen a su alcoba, depositándolo sobre su cama sin demasiada gentileza. No contuvo un quejido ante trato tan desconsiderado, y se admiró del regaño que les propinó Alisoun, pero no imaginó ni por un instante que la crisis hubiese pasado. Tenía que pensar, y rápido. Tenía que hacer algo más que lamentar la pérdida de su condición de leyenda —una condición que despreció mientras tuvo y que echaba amargamente de menos ahora que se había desvanecido—, para retener su ventaja. Cerró los ojos mientras lo desnudaban, y se dispuso a oír las exclamaciones compasivas de Alisoun al ver sus magulladuras. No lanzó ninguna exclamación. No dijo una palabra. La cervecera ordenó a los hombres que acercasen la mesa al costado de la cama, de modo que ella pudiese acomodar ahí sus medicinas, sus vendajes y el agua tibia. Lo manipuló con cierta brusquedad mientras lo lavaba, porque era una mujer conocedora, y sabía que no estaba tan gravemente herido. Pero el dolor de cada respiración le indicaba que tenía una costilla rota, y la mujer le vendó apretadamente el pecho con tiras de hilo. A continuación, echó sobre él una manta de lana liviana, se fue, y David quedó solo... o eso creyó. Abrió los ojos y dio un salto: Alisoun estaba de pie, cerca de la cama, observándolo. No podía creer que estuviese tan cerca y tan silenciosa. Demasiado. El instinto le dijo que tuviese cuidado, y él siempre le hacía caso. Dijo en tono bajo, gentil: —Mi señora. La mujer no respondió. Se limitó a mirarlo fijamente, y eso le pareció extraño. De no saber cómo era la realidad, David se hubiese convencido de que Alisoun no comprendía las consecuencias de su derrota. No las comprendía; la había oído reconvenir a sir Walter. Entonces, ¿por qué lo miraba —contemplaba su cuerpo delineado bajo la manta—, con tan extraña intensidad? Parecía un carnicero observando un cordero destinado al matadero. Era una extraña experiencia ésa de sentirse un cordero. —Mi señora, yo nunca os he mentido. Cuando fuisteis a la taberna a contratarme, os dije que ya no era el más grande guerrero de Inglaterra. Alisoun siguió sin hablar. Le apoyó la mano en el muslo y pellizcó, como si estuviese probando la carne. David alzó un poco la voz. —Y vuestro Hugh es magnífico. Dudo de que alguien, aquí, tenga noción de lo magnífico que es. Tenía las manos apoyadas encima de la manta, sobre su barriga, y Alisoun las miraba. Removió los dedos. —Pero eso no es excusa. Hay algunas destrezas que he perdido para siempre. La rapidez de la juventud está perdida. Pero, con la práctica, puedo convertirme de nuevo en un guerrero temible. La tibieza de la palma de ella empezaba a surtir efecto en su carne. La intensidad de la mirada de la mujer, en su mente. Si hubiese sido otra mujer, cualquier otra, se habría preguntado si esta observación tan minuciosa no se debía a que estaba pensando en él como posible compañero de cama. Pero Alisoun no. Había demostrado una y otra vez que su mente funcionaba de manera lógica. Aunque... —su propia lógica dio un tumbo—... no podía entender por qué Alisoun observaba su cuerpo, si él había demostrado ser inútil para sus propósitos de combate. —Permitidme quedarme. Puedo enseñarle muchas cosas a Hugh, y él es ideal para ayudarme a recuperar mi mejor condición. No le respondió, y él sacudió la pierna. —Lady Alisoun. La mujer retiró súbitamente la mano, y se miró la palma como si perteneciera a otra persona. —¿Puedo quedarme más tiempo y demostrar que soy digno de vuestra confianza?


Alisoun lo miró y se humedeció los labios. David podía ver la palabra formándose: no. Iba a decir que no. Pero no lo hizo. Alisoun dijo: —Sí, podéis quedaros si practicáis todos los días con Hugh. Pero sólo hasta después del mercado del primero de agosto. Falta menos de un mes para eso, y si para entonces no habéis mejorado, entonces tendréis que iros, y yo... —Le temblaron los labios un instante—. Tendré que organizar yo misma la defensa de George's Cross. Tal vez tendría que haber empezado por ahí, habría sido más eficaz. La reacción del herido fue instintiva e inmediata: —¡La defensa es tarea de hombre! —He tenido dos hombres para cumplirla, y los dos me han fallado. David se sonrojó y volvió la cabeza. —Os pido que me perdonéis. —Le apoyó la mano otra vez, pero en el hombro—. Habéis hecho lo que yo esperaba, manteniendo alejado el peligro con vuestra sola presencia, pero ya no podemos seguir dependiendo de eso. A estas alturas, todos en la aldea saben que Hugh os ha derrotado. Harán comentarios con todo mercader que pase por aquí, y pronto, toda Northumbria lo sabrá. Desde luego, yo no uso armadura, pero mi seguridad depende de la organización, y la mía ha demostrado ser superior a la de cualquier hombre. David tomó la mano de ella que estaba en su hombro y la empujó hacia ella. —Mi señora, y si tenéis éxito, ¿para qué necesitáis a un hombre? Esta vez lo vio, lo supo: una llama de interés, de ardiente intención. Y después, Alisoun le acarició las costillas con la mano. —¿Estáis muy dolorido? Eso no era una respuesta, y David repuso, cortante: —Puedo cumplir mis deberes. —Bien. —Los dedos de Alisoun rozaron la cadera de él, y después se alejaron—. Bien. Cuando la dama salió del cuarto, David se quedó mirando el vaivén de sus caderas, con aire pensativo. Siempre habría un motivo para que una mujer necesitara a un hombre y, por la expresión de lady Alisoun, David habría jurado que ella había resuelto explorar las posibilidades.

—La señora me ha enviado aquí con una bandeja. David cesó en su contemplación de la oscuridad capturada por el entoldado de la cama, y se volvió para mirar a Eudo. El muchacho estaba en la entrada, sosteniendo una bandeja con la cena. Entró en el cuarto, apoyó la bandeja sobre la mesa que estaba junto a la cama y, usando la vela que traía, encendió las que Heath había colocado antes. Ahora David podía ver que Eudo lucía la expresión que él asociaba con un siervo rebelde. No quería estar allí. No quería servir al héroe caído, y no le importaba que David lo supiera. Lo peor era que David tampoco quería que el niño se viese obligado a servirlo. Para un niño que ya tenía su orgullo herido, qué golpe debía de ser tener que atender al hombre que todos consideraban un pusilánime. Pero si lady Alisoun le había dicho que lo sirviera, tanto el hombre como el niño debían someterse a la autoridad de la dama, y por eso David acomodó las almohadas tras su espalda y dijo: —Tráela aquí. Arrastrando los pies sobre las esteras, Eudo fue hacia la cama. Observaba intencionadamente el contenido de la bandeja, y se subió a un taburete que había junto a la alta cama, para ofrecerle la comida. La variedad de exquisiteces asombró a David: pescado estofado en un cuenco de peltre, humeaba, fragante de perejil del huerto. El pan tenía una tonalidad amarilla por su contenido de azafrán, la hierba de la felicidad. Vino recién elaborado, aromatizado con canela, y cordero primaveral aderezado con ramitas de menta, cortado en tajadas finas y dispuesto sobre una fuente de plata, alternado con queso blanco cremoso. —¡Buen Dios! —exclamó David—. ¿Será el día de algún santo y yo lo he olvidado? —Mi señora dijo que necesitabais recuperar fuerzas —respondió Eudo. —Para luchar, quieres decir. Eudo rió, despectivo. Estirándose por encima de la bandeja, David tomó a Eudo de la túnica y lo atrajo lentamente hacia él. —¿De qué te ríes? —No me he reído. —Ésa es una mentira, Eudo. —David lo soltó, y tomó la bandeja— ¿Crees que, como estás decepcionado conmigo, tu promesa de decir la verdad ya no tiene valor? —No. —La voz de Eudo se alzó y se quebró—. Pero no necesito que me peguéis por lo que pienso.


—¿Con qué frecuencia he hecho tal cosa? Eudo se retorció. —Nunca. —Saltó del taburete y se alejó a distancia prudencial— Sí, me he reído de vos. Todos se ríen de usted. David colocó la bandeja sobre sus piernas, desplegó la enorme servilleta y se la puso en el pecho. —¿Porque hoy he fracasado? Eudo se metió las manos bajo las axilas y encorvó los hombros. La humillación volvió a carcomer a David y, levantando la cuchara, apretó con fuerza el mango. —Si no querías estar aqijí conmigo, ¿por qué no te vas? —También están riéndose de mí. David echó un vistazo hacia la puerta. Claro. Los desilusionados sirvientes de George's Cross tenían que desquitarse en alguien y, como David no estaba disponible, su escudero era mejor todavía, por ser un niño bastardo que no podía defenderse de las pullas. Ahora sí que David se despreciaba por cobarde, por dejar que el muchacho sufriera el castigo que le correspondía a él, y se ofreció a Eudo. —¿Hay algo que quieras decirme? —No —musitó Eudo. —Otra mentira —lo increpó. Los ojos de Eudo relampaguearon. —Bueno, ¿por qué no? Vos me mentisteis. —¿Cuándo? —Cuando me dejasteis pensar que erais una leyenda. Esforzándose por mantener la compostura, David dijo: —Yo no creé la leyenda, ni la alenté. Si te permití creer algo, fue que todavía era el mayor luchador de la Cristiandad. —Bien. Eudo escupió la palabra, casi, y David comprendió que enfrentarse al resto del castillo debería ser más fácil. Los adultos sabían cómo fingir respeto, disimulando sus expresiones y sus voces. Eudo, en cambio, manifestaba toda la feroz sinceridad de sus once años, y David se vio en dificultades para aliviar la desilusión del muchacho. —En otro tiempo fui el más grande luchador. —¿Tengo que creer eso? David se debatió contra su humor, súbitamente inestable. —No me faltes al respeto —le advirtió. Eudo se encogió, y se retrajo más, aún. —No se lo digáis a la señora. —¿Alguna vez lo he hecho? —Arrancó un trozo de pan y lo untó con queso—. ¿Quieres un poco? — Lo ofreció en dirección a Eudo—. Está bueno. —No tengo hambre. —Eudo le lanzó una mirada furibunda, y dijo con despecho—: No, esperad, eso es mentira. David esperó, pero como Eudo no hablaba, lo instó: —¿Cuál es la verdad? —No puedo deciros la verdad. —¿Por qué? —Porque me habéis dicho que no os falte el respeto. El muchacho estaba furioso, y era astuto en su manera de atormentar a David. Le hizo recordar a su propia hija y, por primera vez desde que se cayó del caballo, el ánimo de David se aligeró,. —Es un equilibrio difícil, ¿cierto? Bueno, no importa el respeto. Entonces, Eudo respondió con regocijo: —No quiero comer con vos. —Ah. —David untó otra rebanada de pan con queso—. Eso es duro. Es difícil mantener la hostilidad cuando se comparte una bandeja. Por eso, cuando dos enemigos comparten la mesa, se acaba toda animosidad, aunque sólo durante esa velada. Ahora, ven y come, y mañana podrás volver a odiarme. — Hundiendo el pan en la sopa, David lo lamió ruidosamente—. ¡Qué bien sabe esto! —Volvió a hacer lo mismo, y luego, pinchando una tajada de cordero, lo agitó para que el aroma flotara hasta Eudo, y dijo en tono cantarín—: Apuesto a que esto también está sabroso. Con expresión colérica, Eudo sopesó la situación, pero ya no tenía alternativas. Era paje, era de los últimos para comer, y estaba creciendo. Cuando David metió la carne dentro del pan y le dio un mordisco, se dio por


vencido. Trepó a la cama, se sentó enfrente de David, y éste cortó la hogaza, la metió en un cuenco y le sirvió. Prudente, el hombre guardó silencio hasta que los dos hubieron acabado con todo lo que había en la bandeja. Eudo fue aquietándose, y David aguardó la primera pregunta, pero como, al parecer, no estaba en condiciones de hablar, fue David quien rompió el silencio. —¿Cuidaste a Louis después de mi caída? Aliviado, Eudo asintió con vehemencia. —Sí, y se portó bien conmigo. Los otros caballerizos no podían creerlo, y Siwate trató de hacerlo encabritarse mientras yo estaba en el pesebre, y Louis lo mordió. —Te dije que Louis cuidaría de ti. —Entonces, Siwate dijo... —Eudo tomó aliento— ...que, seguramente, ése no sería el rey Louis. —¿Quién es, entonces? —Siwate dijo que tal vez no sea... ¿sois realmente el legendario mercenario sir David de Radcliffe? —preguntó Eudo. David se consideraba preparado, pero nada lo había preparado para el dolor que le provocó el muchacho con esa simple y sincera pregunta. —¿Quién otro podría ser? —No lo sé. —Eudo se encogió de hombros—. Siwate dijo que vos lo matasteis en el camino y robasteis sus pertenencias para que todos creyesen que erais él. —Será conveniente para Siwate que eso no sea cierto, pues podría encontrarse su pequeño cuerpo sepultado bajo las tablas del suelo —esta lló David. Pero al ver que Eudo se encogía, lo lamentó—. En verdad, soy sir David de Radcliffe. Sólo estoy un poco más viejo de lo que cuenta la leyenda. —No estáis en condiciones de proteger a nuestra señora si salís volando del caballo cada vez que os enfrentáis a otro... caballero. David leyó la mente del niño: "Y Hugh no es caballero, siquiera". Ocultando su rostro en la servilleta, David se limpió la boca hasta poder hablar sin mostrar su congoja. —Sé cómo ser el mejor. Sólo necesito practicar un poco. Por la mañana, estaré otra vez en el campo de entrenamiento. —¿Y cuándo saldremos a caballo a recorrer la propiedad para ver si hay algún problema? —¿Quieres ir conmigo como siempre? Eudo lo pensó, y luego respondió: —Sí. —Entonces, iremos mañana por la tarde, pero tendremos que hacerlo a diferentes horas cada día. Si alguien que pretende hacerle daño a lady Alisoun está observándonos, no debemos mostrar hábitos regulares, y menos ahora. Ahora, después de mi... derrota. —Pronunció la palabra con firmeza, y ese logro lo animó, haciéndole pensar que iba a sobrevivir a esta humillación. Entregó la servilleta a Eudo y dijo—: Limpíate la cara. Eudo obedeció, y luego la estrujó y la dejó sobre la bandeja. —Parece que esa persona sabe lo que sucede dentro del castillo. Algunos criados piensan que está dentro. Y ahora, sabrá que vos no sois tan maravilloso como habíamos creído. Las sospechas de David con relación a sir Walter se reavivaron, pero sólo dijo: —Si está en el castillo, será fácil apresarlo cuando ataque otra vez. Necesito que alguien esté atento en el gran salón. ¿Observarás para ver si alguien resulta sospechoso? —¡Sí! —Al advertir que debió de parecer demasiado ansioso, Eudo se deslizó de la cama y se llevó la bandeja. En tono más moderado, dijo—: Ése me parece un buen plan. ¿Puedo hacer algo más por vos antes de que os durmáis? —Apaga las velas. —David observó cómo Eudo hacía lo indicado—. Todas, menos ésta que está junto a la cama. Y cierra la puerta al salir. No quiero oír la conversación en el salón. —Al ver que Eudo ponía cara larga, comprendió lo difícil que sería la velada para él—. Tú tampoco tienes por qué oír, muchacho. Date prisa en terminar tus tareas y vuelve aquí con tu jergón. —Sí, sir David. Eudo le dirigió una valiente sonrisa y se fue al gran salón, cerrando la puerta y quedando fuera de la protección que representaba para él la alcoba de David. David se relajó, repleto y en paz consigo mismo, ahora que ya tenía un plan. Practicaría con Hugh hasta recuperar su previo estado de luchador, y no se preocuparía por aquéllos que depositaban su orgullo y su seguridad en el éxito de él. Ni por Eudo, ni por Alisoun. Ni siquiera por... sí mismo.


De súbito, lo escocieron las lágrimas, y se apretó los ojos con el pulgar y el índice, para cortar ese torrente no deseado. ¿Cómo podía preocuparse por sí mismo cuando había tanta gente que dependía de él? Pero se preocupaba. Sentía en la boca el sabor amargo de la derrota, y haría cualquier cosa por borrar esa tarde de su memoria. Durante años, hombres más jóvenes, mejores luchadores, habían estado mordiéndole los talones, pero él siempre salía a flote, encerrado en la burbuja de la leyenda. Y ahora, esa burbuja había estallado y él había caído en tierra con estrépito. Durante todos esos años de competir en torneos y batallas, siempre había tenido por delante sus metas. Tierras, un hogar, una familia. No comprendió que cuando las lograse, lo consumirían, lo adormecerían hasta el punto de que lo harían descuidar esas mismas habilidades que le habían permitido conquistarlas. Y ahora era más viejo, más lento. Luchar era oficio de hombres jóvenes. Sin embargo... Si su talento había disminuido, su sabiduría se había aguzado. Con seguridad, podría proteger a Alisoun y conquistar el respeto de Eudo con una combinación de habilidad y astucia. Seguramente, podría ganarse la vida y mantener a su hija y, lo más importante, mirarse a sí mismo en el cuenco de aguas quietas donde se lavaba la cara. Tras haber llegado a esa conclusión, se adormeció, y se despertó poco después, cuando la puerta se entreabrió. Creyó que sería Eudo, que había venido a dormir, para eludir las burlas de los otros muchachos, y se dejó flotar otra vez, todavía atrapado en la corriente del sueño. Pasos livianos se acercaron a la cama, y David estuvo a punto de desearle las buenas noches a Eudo. Entonces, un perfume lo tentó. Le temblaron las aletas de la nariz; debía de estar soñando aunque, hasta ese momento, jamás había soñado con un perfume. Olía a mejorana, ruda, y melisa... extraña combinación, que él había percibido ese mismo día. Pero, ¿dónde? Oyó arrastrarse el taburete hacia la cama. La sábana se levantó. Al abrir los ojos la vio: lady Alisoun, enfundada en una camisa de hilo blanco, metiéndose en la cama junto a él. Ni la sorpresa podría hacerlo vacilar. Poniéndole las manos en la cintura, la ayudó a acostarse junto a él.


11

David ya había tenido sueños como éste, en los que una mujer iba a su cama, se inclinaba sobre él y decía: "Te quiero", con voz ronca de pasión. Éste debía ser otro de esos sueños placenteros pero que, en última instancia, lo frustraban. Sin embargo, esta muchacha se comportaba de. manera diferente a lo habitual en los sueños: era silenciosa hasta lo inquietante. No sonreía, seductora. Y no utilizaba la experiencia que solían manifestar las mujeres de sus sueños. —Vuelve a tenderte —le ordenó ella—. Estás herido. Yo tendré que hacer todo el trabajo. Eso lo sacó del ensueño: sólo Alisoun usaría ese tono cuando visitara a un hombre en su cama, vestida sólo con una camisa de gasa. —¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó. —Aprendiendo a hacer el amor. —Daba la impresión de estar perpleja, y luego, abatida—. Si tú estás de acuerdo, desde luego. Sí, era Alisoun. Sólo Alisoun sería capaz de cubrirse el cabello con una toca y de mantener la sábana sobre las caderas de él. Sólo Alisoun podría ordenarle a un hombre que se quedara quieto, mientras ella usaría su cuerpo para entregarse al libertinaje. Sólo Alisoun querría conservar la supremacía. Sólo Alisoun carecía de la experiencia necesaria para hacer fructificar su deseo. Era una situación que requería mucha reflexión. Necesitaba entender por qué Alisoun estaba allí en ese momento, al final del día que él había tenido, pero, más que nada, Alisoun necesitaba inmediata reafirmación. Apoyándole una mano en el cuello cuando ella se sentó sobre el colchón, le dijo: —Soy tuyo, haz conmigo lo que quieras. Aparentemente, eso fue todo lo que necesitaba oír. Arregló con pres- ] teza las almohadas bajo la cabeza de David, al tiempo que él intentaba entender qué era lo que le había brindado esta súbita bendición. Alisounno parecía tener noción de su cuerpo ni de los efectos que causaba en él, por-! que David podía verle los pechos moviéndose a través de la fina tela de la! camisa. Uno de los pezones le rozó el hombro, y alzó la mano para tomarlo en una reacción involuntaria. Absorta, Alisoun retrocedió antes de que se concretara el contacto. —Estás muy lastimado. —Le revisó las vendas para asegurarse de que estuviesen bien—. ¿Estás en condiciones de seguir adelante con esto? Por un instante, David se preguntó si estaría bromeando, pero como la mujer lo miró con expresión de honesta duda, se limitó a responder: —Sí. —Philippa dijo que ésa sería tu respuesta. Dijo que aunque un hombre estuviese a medio camino del paraíso, podía ser traído de vuelta con la promesa de una buena sesión de retozo. —Suspiró, como si le pesara la irresponsabilidad de él—. No quisiera que te sientas obligado a hacerme el amor, porque siempre habrá un mañana. ¿ Cuántos mañanas"!^ quiso preguntar David. En cierto modo, no creía que esto tuviese relación alguna con su pretensión de matrimonio. Algo le decía que Alisoun no cambiaría de opinión con respecto a sus propias exigencias ni a las deficiencias de él, aunque hubiese decidido que era lo bastante bueno para la cama. Y si su desempeño tenía éxito, esos mañanas podrían extenderse al resto de sus vidas. La dama estaba dispuesta y deseosa, y la estrategia y la destreza de un caballero legendario residían dentro de su pecho. Una sonrisa le curvó los labios: tendría éxito. Sentada sobre los talones ante él, como un suplicante ante su señor, Alisoun observaba el cuerpo del hombre como si especulara cómo lograr mejor su objetivo. —¿Philippa sabía que vendrías a mí? —preguntó David. —Ella me lo aconsejó. David asintió lentamente. —¿Fue Philippa la que te aconsejó acerca de tu vestuario? Alisoun se miró. —Se equivocó, ¿no? Yo quería usar algo más imponente. Algo de terciopelo, bordeado de encaje. Pero ella insistió en que lo más simple era lo mejor... Alisoun se puso de rodillas y abrió los brazos—, y mírame: no resulto atractiva en lo más mínimo.


La tela gastada se le adhería a las caderas, y David vio el contorno de los muslos y el triángulo de color, amortiguado por la camisa. Una sencilla cinta sujetaba la tela en el cuello y la cerraba, y David hubiese jurado que había visto el extremo de esa cinta meneándose hacia él, rogándole que lo tomara y lo liberase. Tuvo que aclararse la voz antes de hablar. —Philippa es una mujer sabia. Alisoun bajó lentamente los brazos a los costados. —¿Te gusta esto? La corrigió: —Me gusta lo que está debajo. Alisoun casi sonrió, y a continuación dijo, con cierta vivacidad: —Bueno, sigamos con esto. ¿Qué te gustaría que haga primero? Si Alisoun hubiese sido una mujer más segura de sí misma, David habría estallado en carcajadas. Pero bajo esa superficie confiada, percibía la inseguridad en sí misma propia de la virgen. —Siempre me gusta empezar con unos abrazos. —¿Abrazos? David se palmeó el pecho. —Pon la cabeza aquí y descansa. —¡No he venido aquí a dormir! Él también podía ser obstinado. —Así es como me gusta a mí. —Como quieras. —Se cernió sobre él—. Pero no era esto lo que yo esperaba. No podía quedarse quieta. Como un pájaro que arrebatase un alimento, casi lo tocó con la mano y después la retiró con brusquedad. Se sentó junto a él, y luego se apartó. Pudo tocarlo para acomodarle las vendas, pero no en una manifestación de afecto. Por fin, David tuvo que preguntarle: —¿Qué era lo que esperabas? —Philippa dijo que los hombres siempre tienen prisa. David le replicó: —Eso es porque Philippa nunca se ha acostado conmigo. —En realidad, supongo que Philippa no sabe mucho. Comprendió que Alisoun quería hacerlo pero le faltaba valor. Siguió parloteando: —Sólo ha tenido experiencia con uno, aunque creo que ha hablado con varias mujeres. Tomándole la mano, David se la apoyó en su pecho, cerca del cuello, donde no había vendas. —En ese caso, tal vez Philippa sepa que los hombres apresurados dejan a sus mujeres con ganas. Los dedos de la mujer se aflojaron. —¿Con ganas de qué? David hizo deslizarse la mano de Alisoun hacia su hombro del lado contrario, y entonces no hicieron falta más que unos mínimos movimientos para que ella quedara de costado, con la cabeza apoyada sobre el pecho de él. Pero Alisoun no se relajó; seguía rígida, erguida, incómoda, apoyada en el otro codo. —Abrázate a mí y yo te mostraré. —Philippa dice que la satisfacción es un mito. —Hizo resbalar el codo por la sábana hasta que su hombro encajó bajo la axila de David y su cabeza se cernió sobre el hombro de él—. Philippa dice que la mayoría de las mujeres resoplan cuando se les pregunta si lo han gozado. —Eso significa que ninguna de ellas estuvo en mi cama, entonces. —Apoyándole la mano en la oreja, la empujó con suavidad hasta que su cabeza se apoyó. El brazo de Alisoun se movía, inquieto, sobre el colchón, buscando una posición cómoda, y mantenía una distancia prudente entre los cuerpos de los dos. Por el momento, eso lo satisfizo. Arropándola con la sábana, dijo—: No tienes por qué preocuparte. Yo te satisfaré. Sorprendida, Alisoun dijo: —Jamás lo he dudado. El halago, porque así lo consideró, era de los que podían írsele a la cabeza a un hombre. Estirando la mano, le arrancó la toca de la cabeza y la tiró. —Acuéstate. Debió de utilizar un tono bastante autoritario, porque Alisoun le obedeció. Pero no le había respondido su pregunta, y David pensó en repetirla después... cuando no estuviese tan nerviosa. —Ahora, sencillamente nos quedaremos así, acostados. Y eso hicieron. Con la cabeza apoyada en el hombro de él, el brazo de David rodeándole la espalda, su mano se posaba en la cadera de Alisoun y, a intervalos irregulares, la palmeaba. Al principio, Alisoun estaba tan tensa que no podía estarlo más. Después, sin quererlo, empezó a relajarse y, cuando él movía la


mano, se ponía rígida de nuevo. Luego, al ver que no pasaba nada aunque él moviese la mano, y que Alisoun seguía relajada, empezó a frotarla con una presión lenta y constante, le preguntó: —¿Eso es todo? —Por ahora. —Deslizó la mano hasta la base de la columna y le masajeó los músculos de esa zona— . Si esta noche no hacemos más, siempre habrá un mañana. Alisoun iba a hablar, pero al comprender que él había citado sus palabras, se acomodó junto a él. Sin duda, debía de estar pensando en terminar con este asunto de manera eficiente, porque en el otro hombro David sintió que los dedos de ella se curvaban. Contuvo el aliento y sintió que ella apresaba la articulación y apretaba con suavidad, usando la palma para masajear los músculos. Lentamente, fue bajando por el brazo, luego hacia arriba otra vez, a través del pecho, y hasta el cuello. Allí, rozó con las yemas de los dedos la piel hasta la oreja, debajo del mentón, y a lo largo de la garganta. David dejó su propia mano en suspenso sobre la espalda de la mujer. Por ser novata, tenía muy buenos instintos, y a él no le convenía subestimar la inteligencia de ella. Tampoco, dejarla tomar la iniciativa. En este aspecto, al menos, estaba decidido a conservar el control. Se movió un poco, para desplazar las plumas del colchón, y Alisoun rodó hacia él. Los dedos de la mujer dejaron de acariciarlo, y David pensó que había dejado de respirar. Todo el cuerpo de ella reposaba contra su costado, y si bien ella aún tenía puesta la camisa, él no tenía puesta otra cosa que el vendaje. Ésa era la clase de intimidad a la que Alisoun más necesitaba acostumbrarse. Era la clase de intimidad que lo hacía olvidar, sólo por un momento, que él era el que dominaba. Entonces, sintió que los músculos de Alisoun se crispaban y se tensaban como preparándose para un gran esfuerzo, y se acurrucó más cerca de él. Le puso una rodilla sobre el muslo, y la movió arriba y abajo con una vivacidad un tanto exagerada. Apresándole el muslo con la mano, David la hizo moverse con más lentitud, con una presión más leve, dándole más un carácter de danza sensual y menos de actividad, y cerró los ojos entregándose al ataque de un placer inesperado. —¿Vamos a acabar, ahora? Ese tono práctico en el oído lo hizo reaccionar. Tal vez Alisoun conociera hasta cierto punto el lenguaje corporal, pero su tono necesitaba cambios. Con un esfuerzo especial para que su propia voz fuese baja y seductora, David dijo: —Acabamos de empezar. Alisoun retiró la rodilla. ímpetus y fragmentos de coraje, diagnosticó David, seguidos por rachas de embarazo e incertidumbre. —Has usado alguna clase de enjuague en tu cabello. —Volviendo la cabeza, tomó un puñado de cabellos y lo olió—. Es algo floral. —Probablemente sea mejorana, melisa, y... Su voz era tan decorosa e informativa, que David tuvo ganas de verle la expresión. Le levantó con cuidado la cabeza, sacó el brazo de abajo, se puso de costado y la miró. La sábana se tensó entre los dos, formando una tienda, y Alisoun lo miró sin expresión. Si David había logrado aliviarle inevitables temores, no lo demostraba. Seguía ocultándole todo, toda emoción, y en un estallido de impaciencia, él perdió sus propias inhibiciones. Como era demasiado buen estratega para dejar traslucir su irritación, se permitió una breve sonrisa. —Es delicioso. Los ojos de Alisoun se dilataron, y retrocedió unos milímetros. —Esta noche estás distraído. De modo que había entrevisto en su cara algo que la ponía en alerta. —¿Por qué lo dices? —No supuse que estarías hablando del perfume de mi pelo cuando podrías estar desempeñando otras tareas, mucho más placenteras. Si estás demasiado cansado... —¿Por qué habría de estar cansado? —Descendió un poco, de modo que su coronilla quedara en el nivel del esternón de ella y la sábana ocultase su expresión a la mirada de ella—. He dormitado la mitad del día. Pero esto podría llevar toda la noche, y yo no tendría ninguna dificultad. Alisoun hizo una gran inspiración, y él vio cómo se elevaba el pecho. Luego, la mujer dijo: —Yo tengo que levantarme por la mañana. Esto ya ha llevado más tiempo... Le besó el pecho a través del hilo de la camisa. —... de lo que tenía pensado. Si perdemos... Mojando la tela con la lengua, cubrió el pezón con la boca. —... misa... —Hizo otra inspiración—. Si nos perdemos la misa, tendremos una penitencia mayor, y yo ha he tenido más de la que...


—Sigue hablando. —Moviendo los labios contra la tela húmeda, la animó—. Puedo escuchar. —Sólo tengo un tiempo limitado. Frotó su barba crecida contra la camisa, y se enganchó en la trama de la tela. Sin duda, debió de rasparle la piel pero con suavidad, porque Alisoun saltó, y flexionó las manos. Dentro de David creció la impaciencia por quitarle la prenda, y la disfrutó. Sí, podría dominar sin entregarse a la pasión. Pero quería ver a Alisoun, aunque sólo fuese una vez, entregar todo a la pasión. Tenía que ser fácil, porque estaba desguarnecida. Le prometió, serio: —Haré todo lo que esté en mi poder para mantener tu horario de actividades, aunque sin duda habrás pensado dormir aquí, conmigo. —¿Sí? La besó más abajo, encontró el ombligo, trazó la curva de la caderas. —Aunque sería divertido ver cómo te marchas después de haber pasado tanto tiempo aquí. Apuesto a que cesarían todas las conversaciones en el gran salón. —¡Todos los que se acuestan en el salón están dormidos! —¿Nunca has dormindo en el gran salón? —Levantó la sábana sobre su cabeza, y la miró. Alisoun negó con la cabeza, y David sonrió—. El sueño es ligero, sobre todo cuando hay intrigas en desarrollo, y cuando la dama de George's Cross visita a su mercenario derrotado durante la noche: ésa es la mejor clase de intriga. —¿Harán comentarios acerca de mí? —Y de mí, señora. ¿Acaso no has pensado en mi reputación? —¿Qué pasará con tu reputación? —Supongo que se enaltecerá. —Soltó la sábana y deslizó las manos en torno de las caderas de ella, haciéndola tenderse de espaldas—. Por lo tanto, será mejor que en esta batalla brinde evidencias para que todos puedan verlas. —¿Qué quieres decir? —Te amaré de tal modo, que nadie dude de tu placer. Con gesto repentino, Alisoun se envolvió con la sábana hasta el cuello, y David rió entre dientes, a la luz difusa que quedaba debajo. Ese gesto de recato propio de una doncella no hizo otra cosa que apretarlo más contra aquél cuerpo largo y esbelto. Como un hombre hambriento ante un banquete, tenía intenciones de saborear cada bocado, y de disfrutarlo. Apretando la enagua contra el hueco del ombligo, vio cómo se alejaba cuando ella hundía la barriga. Otra vez estaba alerta, y si él le proponía de nuevo que se abrazaran, Alisoun se levantaría de la cama para no volver jamás. No, ahora tenía que seguir adelante con los procedimientos... demostrar cierta eficiencia, embriagarla con su habilidad, convencerla de que estaba haciendo lo que ella quería cuando, en realidad, estaba arrebatándole la autoridad. Casi no sentía el dolor en las costillas. Apoyando la cabeza sobre el muslo de la mujer, sopló con suavidad en ese vértice, donde deseaba estar. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Alisoun con vivacidad, aunque sin levantar la sábana. —Estoy esperando que aflojes las piernas. No puedo hacer lo que pides sin tu colaboración, como comprenderás, sin duda. Comprendía, pero su mente fría no tenía el control absoluto sobre los impulsos de su cuerpo. Por mucho que deseara lo contrario, seguía siendo una virgen inexperta con su primer hombre, y no podía ordenarles a sus rodillas que se separasen. La sintió temblar al intentarlo, y le dijo: —Permíteme ayudarte. —Metió el pulgar en el espacio entre los muslos, y empujó hasta tocar en el sitio donde sabía que a ella le gustaría—. Así. —La frotó—. ¿Más relajada? Estaba tan tensa, que David temía que se hiciera astillas. Sería más difícil de lo que había imaginado. Levantando la cabeza, presionó con su mano sobre el diafragma de ella. —Respira —le indicó. Alisoun hizo una honda inspiración jadeante, y así David supo que i había estado conteniendo el aliento. Cuando hubo absorbido suficiente aire, le preguntó: —¿Qué estás haciendo? —Darte placer. —Volvió a frotar—. ¿Resulta? —No lo sé. Lo único que sé es que me hace desear... Movió las piernas, y David aseguró su posición con la rodilla. —¿Qué? —Saltar y correr, o volar, o... No puedo pensar cuando me haces eso.


—Bien. Con la mano libre, enrolló la camisa desde la pantorrilla hasta la cadera. Besó un lunar que aparecía a la derecha de la pelvis de Alisoun, y volvió a besarlo porque le gustó. El movimiento de sus labios sobre la piel la hizo incorporarse a medias. —¡Me gustaría que salieras de abajo de esa sábana! —exclamó la mujer en tono enfadado, aunque le temblaba la voz. —¿Por qué? —David asomó la cabeza fuera de las mantas, y sonrió ante la cara indignada y enrojecida de la dama—. Es el lugar donde soñaba estar desde que te conocí. Levanta las caderas. Alisoun abrió la boca para discutir, pero la cerró e hizo lo que le ordenaba. Libre del peso de ella, la camisa se le enroscó alrededor de la cintura, dejando desnuda la parte de abajo, y ella procuró cubrirse otra vez con la sábana. —Hermosa. Inclinando la cabeza, David trató de sumergirse otra vez, pero ella lo aferró del cabello. —Esto no es lo que yo había planeado. —Si vuelves a tenderte sobre las almohadas y me besas, haré todo lo que me digas —le prometió. —¿Lo juras? —Lo que me digas —repitió David. Vio que estudiaba su afirmación, tratando de descubrir una trampa, pero no se imaginó tan dominada por la pasión como para no poder hablar o pensar siquiera, de modo que volvió a tenderse sobre las almohadas y cruzó las manos sobre el pecho. Con sonrisa torcida, David le tomó las manos y las apoyó sobre sus propios hombros. —Es para que parezca que estamos haciéndolo juntos. Alisoun no comprendió la broma, y cuando intentó pedir una explicación, David la besó. Los besos los comprendía. Ya se habían besado antes, y por su reacción, supo que disfrutaba del contacto de sus labios, la lenta penetración de la boca, el primer sabor... David gimió cuando la lengua de ella penetró en su boca, y deseó ardientemente colocarse encima de ella. Pero antes... enredó la mano en los lazos de su camisa. Ya hacía mucho que estaban provocándolo, y deshizo el nudo y abrió el cuello de la prenda con la mano. No le gustaba esa camisa, y no sabía por qué le había dicho lo contrario. Era demasiado larga, demasiado reveladora, y entrometida. Quería quitársela, y cuando le puso la mano en medio del pecho, el latido del corazón de Alisoun le dio coraje. Alisoun separó los labios cuando él ahuecó la mano sobre ella, pero David insistió y volvió a capturarla. No se debatió, comenzó a encenderse fácilmente, y David comenzó a tener esperanzas. Fue evidente que la familiaridad la ayudó a caldearse, y David supo que todo lo que le hacía tenía que repetirlo. Una vez, para mostrárselo; la segunda, para incitarla. Acercándose poco a poco, abrió del todo la camisa. Dejó un hombro al descubierto, luego el brazo, después la mano. Alzándola con el brazo sobre los hombros de ella, le quitó la camisa y la arrojó lejos. Alisoun forcejeó, recuperando parte de su lucidez. —David. Pero él no quería escuchar su mandato, y la tocó como la había tocado cuando estaba debajo de la sábana. Alisoun se removió y gimió, echando la cabeza atrás sobre la almohada, el cabello rojo esparcido como llamas retorciéndose. Estaba en lo cierto. Estaba en lo cierto. Bastaba con que la acostumbrase a cada movimiento, y ella lo seguiría. Podría hacerlo. Podía hacer todo dos veces. Todo, excepto... bueno, para entonces, ella estaría tan atrapada por la pasión que no lo advertiría. Estaba seguro de que era virgen, pero, en las noches previas a las batallas, los hombres intercambiaban historias, y él había oído decir que una virgen de avanzada edad se ablandaba. Que, con la actividad, los músculos se relajaban y las barreras se rompían. La penetró con el dedo, tratando de probar la verdad de esas afirmaciones. Parecía apretada, y David frunció el entrecejo. Entonces, Alisoun se estremeció, y David le miró el rostro. Se esforzaba por recuperar el control, para poder evaluar ese primer contacto. David retiró rápidamente el dedo y la acarició como antes, para vencer su retracción. Las manos de Alisoun le aferraron los hombros, y las uñas recortadas se le clavaron en la piel. Inició unos movimientos rítmicos, como invitándolo a entrar, y él la animó con un beso tan íntimo que le hizo saltar las lágrimas. El cuerpo de David canturreaba, triunfal, gratificado, cargado de pura energía carnal. Alisoun era suya. Ahora ya sabía cómo manipularla. Era suya, y ardía en deseos de estar dentro de ella... y sus dedos se hundieron profundamente en ella, como por propia voluntad.


La observó, y vio que abría los ojos, pero no los enfocaba. Toda su atención se concentraba en su propio cuerpo, en sus propias reacciones. Era una manera egoísta de hacer el amor esa primera vez, pero David estaba seguro de que, en otra ocasión, ella le devolvería el favor, y difícilmente podría repetirse lo que sentía en ese momento. ¿Estaría lista Alisoun? Él lo estaba. Tanto, que temía confiar en la húmeda evidencia que le transmitía su mano. En torno de las hogueras de campamento, había oído decir otra cosa que, en aquel momento no comprendió. Decían que entre una virgen mayor y una joven la diferencia consistía en que la más vieja proseguía con cautela, mientras que la joven se precipitaba hacia nuevas aventuras. Eso David lo había confirmado, y ahora abrigaba la esperanza de que la otra parte de esa sabiduría fuese verdadera. Se incorporó, colocándose encima de ella, le separó las piernas y se meció contra ella. Esta vez, enfocó la vista, lo vio, y se quedó quieta, adaptándose a la posición dominante del hombre. David se apoyó en los codos sosteniendo su peso, para no asustarla, y no se movió, dándole tiempo a pensar en cómo se sentía y en lo que iba a suceder. Luego, se meció otra vez contra ella, repitiendo la acción hasta que la carne sensible de la mujer empezó a responder. Se colocó lentamente en posición, manteniéndose en suspenso, esperando que, en cualquier momento, la voz lógica de Alisoun le diese instrucciones. Pero, si bien permaneció callada, sin expresar su placer, el cuerpo de la mujer reaccionaba a cada una de sus embestidas con las propias, primero tímidas, después más seguras. —Así —la arrulló en el oído—. Cuando esté dentro de ti, haz exactamente eso. Imaginó que no debería haber dicho nada. No quería que nada la distrajese, pero él estaba demasiado cerca, y todo iba a ser tan bueno, tan fácil... La penetró, y ella se ajustó a él demasiado apretadamente, si eso era posible. David tembló, conteniéndose, moviéndose con suma lentitud. Entonces, encontró la virginidad de Alisoun, que no respondió de ningún modo a sus suaves movimientos. Los hombres comentaban que las vírgenes viejas eran fáciles porque no conocían a Alisoun. En esa ocasión, Alisoun era a la inversa del común, y siempre lo sería. Permaneció quieto con esfuerzo. Abrió los ojos con desgana, y contempló el rostro de la mujer. La pasión ya no la tenía presa en sus garras. Tendida debajo de él, muy compuesta, esperaba más dolor. —Alisoun... —gimió David. —No te preocupes. No me has hecho un gran daño, y estaba preparada para esto. —Le apartó las manos de los hombros, las cruzó sobre el pecho, y cerró los ojos—. Continúa y termina. David quiso gritar, aporrear la almohada con los puños, patalear como un niño de tres años haciendo un berrinche. Pero no quería asustarla, y la segunda vez... se movió con fuerza y Alisoun gritó, expresando lo que sentía sin censuras... la segunda vez estaría acostumbrada, y sería todo lo que él había soñado.


12

La pequeña cueva de calidez que rodeaba a Alisoun le provocó deseos de estirarse, pero cuando movió las piernas cada músculo se deslizó sobre los huesos, y la hicieron gemir. —¿Dolorida? —La voz de David sonaba cálida y segura, y su mano, que había estado apoyada sobre sus costillas, pasó a su muslo—. Permíteme... —Movió los dedos sobre la piel, masajeando, primero con suavidad, luego con más profundidad—. ¿Mejor? Presa de una momentánea cobardía, Alisoun no quiso mirarlo de frente, pero eso era una estupidez. El día anterior, después de la conversación con Philippa, había decidido complacerse con él, y ahora no podía ocultárselo. Menos, después de las intimidades de la noche pasada. Abrió con cautela los ojos, y se encontró con la cara de él. Estaba abrigada porque el cuerpo de David estaba pegado a su costado izquierdo, y una de sus piernas pasaba sobre las de ella. Quizá debería fingir que dormía hasta que él se levantase... aunque David se quedara en la cama hasta la mañana siguiente. —Buenos días. Los ojos castaños parecían dorados cuando David sonrió, pero su expresión era vigilante, y su sonrisa, más estudiada que exuberante. A la primera luz de la mañana, Alisoun vio la cicatriz en una oreja que testimoniaba su condición legendaria, aunque el vello del mentón y la mandíbula había brotado negro y duro, como en cualquier hombre. Pero ella nunca había estado tan cerca de un hombre. Pensó que debería decir algo, demostrarle que era la misma lady Alisoun que el día anterior, y sin embargo no se sentía la misma. Se sentía casi asustada, como si hubiese estado suspendida sobre un precipicio y se hubiese salvado en el último momento. Él también había estado suspendido con ella, y había salido por sí mismo. Allá abajo estaba oscuro. No veía lo que la aguardaba abajo, e imaginaba peñascos abruptos y quebrados, donde se haría pedazos... ¿y qué pasaría si David no la sujetaba cuando caía? ¿Y si la sujetaba? David recogió un largo mechón de cabello rojizo y se lo pasó hacia la espalda. —Alisoun. Sacudiéndose, Alisoun hizo a un lado esa tonta fantasía y dijo: —Buenos días. Sí, el masaje me hace bien. Mis músculos no están acostumbrados a semejante actividad, y por eso... —David seguía sonriendo, masajeándola, y Alisoun empezó a perder el hilo de sus pensamientos—. Ya estoy mejor, así que podrías dejar de hacerlo. Seguía sonriendo, sonriendo. —En serio, creo que deberías dejar de hacerlo, pues vamos a perder la misa y el sacerdote se irritará. Sonreía. —Se irritará más que de costumbre. No sabía qué más decir. David esperó, y cuando ella acabó de parlotear —¡ella, Alisoun, condesa de George's Cross, parloteando!— se apartó de ella y echó a un lado las mantas. Se desperezó y gimió en voz alta. Sonaban muy diferentes de los sonidos que había emitido por la noche —los de la noche fueron más bajos y más intensos—, pero a Alisoun la hicieron temblar, y recorrió todo el cuerpo de él con su mirada. El día anterior, cuando lo entraron y lo depositaron sobre la cama, Alisoun lo había visto como posible compañero y padre de su hijo. La alegró advertir que el régimen regular de comidas lo había ayudado a ganar algo más de carne; sus músculos ya no se extendían como cables bajo la piel. Pero los hematomas recientes se habían tornado de un morado intenso, salvo donde blanqueaban las antiguas cicatrices. Todo hombre que hubiese prosperado como caballero mercenario, había demostrado ser astuto y rudo. Cualquier hombre que se hubiese convertido en leyenda podría ser su pareja. ¿Se habría tragado a la ballena, o él la habría tragado a ella? —Yo también estoy dolorido —dijo David—. Seguramente, más por haber sido tumbado del lomo de Louis que por haberte tumbado a ti, pero como yo perdí mi virginidad hace años, para mí esta noche ha sido de puro placer.


¿Cómo debía responder a eso? ¿Yo también lo he disfrutado? ¿Llámame cada vez que necesites hospitalidad? Alisoun conocía los refinamientos de la etiqueta, pero nadie le había enseñado cómo devolver un cumplido de esa clase. David la observó, y luego se levantó, desnudo, en toda su gloria. Alisoun tanteó las mantas para cubrirse, mientras él buscaba entre las ropas de cama, y cuando emergió con la camisa de ella en la mano, Alisoun se quedó mirándolo. —Siéntate. —Le puso la mano en la espalda—. Querrás vestirte. Quería, pero no que él la vistiese. David amontonó el borde de la enagua, tal como hacía Philippa con los vestidos de Hazel. Entonces, se lo pasó por la cabeza y la ayudó a meter los brazos por las mangas. —Esto es ridículo —dijo Alisoun—. Yo puedo vestirme sola. —Sí, pero no creo que te brinde tanta gratificación como me da a mí. —Le ató la cinta del cuello y luego le dio un beso en la frente. Le alisó el enredado cabello con los dedos—. Todavía no puedo creer que sea rojo. —Tampoco yo —replicó, sarcástica. —Es glorioso. —Es pecaminoso. —Si se puede considerar pecaminoso al amanecer, entonces sí. Si las margaritas pueden ser pecaminosas, tal vez. Si las creaciones de Dios dan placer a la vista, ¿quién se atreve a quejarse? —Enroscó la punta de un mechón en el dedo—. Le tiraré de la barba a cualquier hombre que diga que el cabello de mi esposa es pecaminoso. Alisoun cayó hacia atrás, y como David tenía sujeto el cabello, el movimiento le hizo volver la cabeza con brusquedad.

—¡Ay! —Cuidado. —Desenredó la mano y frotó el lugar dolorido en el cuero cabelludo de tal modo que era como si reclamase su propiedad—. Ahora eres mía, y no quiero que salgas lastimada. —¿Tuya? Yo no soy tuya. David sonrió con evidente complacencia, aunque un velo de preocupación todavía le sombreaba los rasgos. —Entiendo que a una mujer como tú puede no agradarle eso, y digamos, entonces, que... yo soy tuyo. ¿Eso te parece mejor? —Tú tampoco eres mío. No nos pertenecemos. No vamos a... Los labios de David siguieron sonriendo, pero los ojos se entornaron. —... No vamos a... —¿Casarnos? —No... no nos.... casaremos. —¿Cómo evitarás casarte conmigo si esta noche tiene frutos? Esa mañana estaba lenta para comprender, pero cuando comprendió, preguntó, valiente: —¿Quieres decir, si he quedado preñada? El día anterior, cuando comprendió que Philippa tenía razón, que era hora de perder su fastidiosa virginidad y aprender los secretos que se ocultan entre las sábanas, se había enfrentado a la posibilidad de un embarazo con madura ecuanimidad. Aun así, esa mañana, cuando imaginaba la posibilidad de que un hijo anidase ya en su matriz, no se sentía tan confiada. Pero tenía que atenerse a su plan, porque lo había pensado muy a fondo. Bueno, quizá no tan a fondo. Tenía miedo de que una parte física de su ser ahogase una parte insignificante de su sensatez. Al revisar su lógica ese día, hasta podría preguntarse qué había pensado el día anterior. Sin embargo, nada de lo que David dijera cambiaría los planes de Alisoun. En tono razonable, le dijo: —Si estuviese embarazada, no te señalaría con el dedo ni te haría responsable. Sé que no es común pero, legítimo o no, mi hijo será el heredero de mis tierras. —Si vuelves a casarte, no. Alisoun se regocijó de estar recuperando el control, y dijo en tono frío: —He comenzado a convencerme de que no es probable que eso suceda. David se sentó. —¿Por esa razón he tenido el honor de compartir tu cama? ¿Porque Simón de Goodney te rechazó?


Fueron palabras tan brutales como si la hubiese abofeteado, y el naciente control de Alisoun se desvaneció, y tartamudeó: —No, no es por eso. —¿Me has usado para sosegar tu orgullo? Un momento. En realidad, David no había dicho nada. Acusarla de haberlo usado porque ella sufrió una humillación en la corte no haría otra cosa que incitarla al desprecio. Se irguió, valerosa. —Simón de Goodney jamás podría haber dañado mi... Hizo una inspiración, debatiéndose contra las corrientes encontradas de ira, dolor y embarazo que amenazaban con arrebatarle la autoridad. —¿Y crees que vas a dar a luz a mi hijo y que yo, alegremente, lo dejaré en tus manos incompetentes? —¿Incompetentes? —Estupefacta por la acusación, Alisoun se puso en cuclillas con movimientos torpes—. Yo no soy incompetente. —No tienes idea de las necesidades de un niño. —Alisoun trató de interrumpirlo, pero él siguió—. Agua, alimento, ropa... sí, sé que le brindarás todo eso. Pero, ¿y el afecto? ¿Alzarás al pequeño en brazos cuando llore? ¿Lo cuidarás cuando esté enfermo? ¿Le enseñarás algo que no sean sus deberes? Lo dudo, mi señora. Dudo que comprendas, siquiera, una palabra de las que estoy diciendo. —¿Por qué tendría que importarme? Habría imaginado que estarías feliz de librarte de las consecuencias de esta noche. Sé que los hombres hasta les pegan a los pequeños, simplemente por llorar. David se echó hacia atrás. —¿Qué clase de hombres conoces? No debió decir algo así. Eso fue como una traición, y Alisoun salió de la cama. —Simplemente... hombres —dijo, esperando que su tono fuese despreocupado. —Si ésa es tu experiencia, no me extraña que le hayas encontrado defectos a cada pretendiente. —No les hallé defectos porque les temiese sino porque no eran apropiados a mi posición, a mi riqueza, o porque no habían tomado en serio sus responsabilidades. —¿Cuál de ésos soy yo? Se puso de pie y sacó la sábana de la cama. —Bueno, el que falla en posición y en riqueza, por supuesto. —Ah, sí. —Sos ojos marrones brillaban con alguna emoción desconocida—. ¿No te parece irónico que nos separen doce sacos de lana? Y un título. Pero eso Alisoun no lo dijo. Si se examinaba el tema, el título podría considerarse tan sólo una palabra pronunciada por el rey, que diferenciaba a sus amigos de sus enemigos. Terca, insistió: —Aunque hayas descuidado tu práctica de caballero, entiendo tu renuencia a mostrar tu incompetencia ante Hugh. —David le dio la espalda y se alejó de ella, arrastrando la sábana, y ella no estaba habituada a esa clase de trato. Irritada, preguntó—: ¿Qué vas a hacer? —Anunciar nuestro matrimonio. Por un momento, Alisoun no entendió. Pero entonces posó la vista en la mancha de sangre que marcaba el centro de la sábana blanca, y advirtió que David iba hacia la ventana. —¡No! Se lanzó hacia él. Insensible, David se ladeó y abrió la contraventana. Se inclinó afuera, agitó la sábana, y la dejó flamear en la brisa. —¡Mirad! —gritó. Alisoun corrió tras él. —He arrebatado a la señora su... Sin pensarlo, sin saber por qué, lo golpeó en la espalda. Si Dios estuviese en el cielo, David caería abajo y se mataría. Pero era obvio que el Señor favorecía al inescrupuloso, que se aferró a los costados de la ventana y se salvó... no así la sábana, que cayó volando, flameando, girando en medio de la huerta, ante la mirada de los pobladores de la aldea. Blanco y rojo contra un fondo de verde lozano, aterrizó junto a Tochi, que estaba desmalezando y se levantó, alzándola en sus manos sucias. Todos los que estaban en el patio —ese día daba la impresión de que todos los habitantes estaban trabajando afuera—, fueron testigos de la evidencia de su pecado. Bajo la mirada pesarosa de Alisoun, Tochi sonrió y agitó la sábana como un gallardete en un torneo. Los otros se codearon entre sí. Uno por uno, todos señalaron a Alisoun allá arriba, enmarcada por la ventana con David. Algunos hicieron una reverencia, otros saludaron con la mano, otros se tironearon del flequillo en señal de respeto. ¿A quién respetarían? Apostaba a que no a ella sino a David. David, desnudo y desvergonzado. David, el hombre que convenció a todos de que había conquistado el control sobre ella por medio del simple acto animal de arrebatarle la doncellez. —Eso ha sido despreciable —le escupió.


—¿Por qué? —David se asomó y contestó a los saludos—. Todos están felices. —Yo no. David se metió dentro y se volvió hacia ella. —Tú lo estuviste. —No, yo... —Por un rato. Alisoun se sonrojó. ¿Cómo podía evitarlo? En los ojos castaños brillaba la certeza del placer de ella, aunque hubiese sido breve. Él sabía mucho más que ella. Sabía mucho más sobre ella que la propia Alisoun. —Al asignarle tan poco valor a las pasiones de la noche, cometes injusticia con nosotros. —Se apoderó de la cinta que cerraba el cuello de la enagua, y le dio una serie de pequeños tirones decididos—. Yo te he puesto la camisa, y ahora te la quitaré. —¡No hay tiempo para eso! Tengo cosas que hacer, y nosotros... —Alisoun, hay ocasiones en que manifiestas una increíble estupidez. Deshizo el lazo y aflojó el cuello de la camisa. Alisoun le aferró la mano, pero él era demasiado fuerte y ella estaba demasiado perpleja. ¿Qué creía estar haciendo? Era un hombre racional: ella había visto el resultado de su pensamiento. ¿Por qué, entonces, estaba quitándole la ropa cuando lo que necesitaba era ponérsela, y prepararse para la jornada? Sobre todo en un día que prometía ser como ése. —David, debes saber que este comportamiento es inaceptable en la señora de George's Cross y en su mercenario. —¿Y lo que hicimos anoche fue aceptable? Le sacó la camisa por los brazos y se los atrapó a los costados. —¿Quieres acabar con eso? Primero trató de pasar los brazos por las mangas; luego, de sacárselos: cualquier cosa, con tal de verse libre. Pero David la rodeó con los brazos, haciendo que sus esfuerzos fueran ineficaces, y la alzó contra su cuerpo. Los pies de Alisoun no tocaban el suelo, y le ordenó: —Bájame de inmediato. David la miró y sonrió. —Sí, mi señora. Depositó a Alisoun sobre la mesa que estaba al lado de la cama. Levantó las pociones y los vendajes que había sobre la mesa y los arrojó sobre la cama. A continuación, barrió con el brazo la jarra y la taza. La jarra chocó contra el suelo y el vino aguado salpicó por todos lados. —David, esto no tiene gracia. Termina ya... Atrapándole el labio entre los dientes, la mordió y, aunque no lo hizo fuerte, Alisoun gritó. —¿Cómo te atreves? —¿Cómo te atreves tú a pensar en arrebatarme mi hijo? Su voz retumbaba, honda, dentro del pecho. Alisoun lo empujó con todas sus fuerzas. —¡No hay ningún hijo! —Todavía. —Alzándole la camisa hasta la cintura, se metió entre las piernas de ella y prometió—: Pero pronto lo habrá. —Soy la señora de George's Cross, y te ordeno... La carcajada de David la interrumpió. Lo miró, vio el modo en que sonreía y el brillo decidido de sus ojos, y adivinó que iba a poseerla. Tenía que demostrar algo, no sabía qué, y la jornada que Alisoun había organizado se vería perturbada por... ¿por qué cosa? —Apunta esto en la lista. Le puso una mano detrás de las caderas para sujetarla y, con la otra, la tocó en la parte más baja. Alisoun saltó y se encogió. —¿Es demasiado, Alisoun? De inmediato, las caricias se hicieron más leves, calmando la irritación, reemplazándola por una sensación sedante. Alisoun se tensó un instante, pensando que debía resistírsele, pero se le cerraron los párpados y su espalda se aflojó contra las tablas de madera. Se prometió que sería sólo por un momento. Lo dejaría hacer hasta que se hubiese apaciguado. Era inevitable que la ilusión de su aceptación calmara la ira del hombre. Lo dejaría hacer lo que quería. Los dedos callosos resultaron ser asombrosamente blandos acariciándole el estómago, los muslos, y todo lo que había entre ellos. Las sensaciones de la noche


pasada eran demasiado novedosas para que pudiese analizarlas, y ahora comprendió que, cuando él le acariciaba la piel, primero la aquietaba, y luego le provocaba tensión, casi estimulación. Lo que le hacía le provocaba ganas de que le hiciera más, y giró la cabeza sobre las tablas, en instintiva negación. No era posible que quisiera más. Sin duda, la locura no lo enajenaba a uno en momentos inconvenientes, pero tenía la impresión de que, esa mañana, a David le costaba menos excitarla. Abriendo los ojos, forcejeó con los brazos para incorporarse en la mesa. —Esto lo demuestra. —¿Qué? —Si uno pierde una vez el control, empieza a deslizarse por la larga pendiente de la disipación. El rostro atezado pareció siniestro. Seguramente sería un truco de la luz. David le dijo: —Deslízate más rápido, mi señora. Deslízate más rápido. Cualquier otro hombre estaría mirando lo que ella desplegaba tan desaprensivamente. David le miraba el rostro. Alisoun estaba convencida de que había aprendido a ocultar bien sus emociones pero, al parecer, él consideraba la oportunidad de su ataque juzgando por las emociones de ella. —Ahora tenemos que detenernos. La voz de la mujer sonó débil hasta para sí misma. —De ninguna manera. Alisoun trató de retraerse, David le metió un dedo dentro. —No. No estoy... dispuesta. —Créeme que sí lo estás. ¿Cómo sabía que estaba mintiendo? Había averiguado demasiado acerca de ella en una sola noche. Cerró los ojos para evitar la sensación, y los abrió cuando David le tomó los brazos y se los puso alrededor de sus propios hombros. —Abrázame —le dijo—. Yo te sostendré. No necesitaba el sostén de ningún hombre, pero le gustaba estar refugiada en brazos de él. Sus brazos... Se crispó al advertir que seguía acariciándola de manera íntima, pero ya no con las manos. Se estremeció en apasionada exigencia, y luego alzó la vista para ver si él lo había notado. Estaba observándola con la misma atención con que una madre observa a su hijo, esperando que la experiencia y la destreza ocupasen el lugar de la ignorancia. Lo miró a los ojos deseando complacerlo, deseando... —Estamos muy cerca, mi señora. —Su voz la arrulló, mientras se deslizaba dentro de ella—. Siénteme. Tómame en tu cuerpo y déjame penetrar en tu alma. Alisoun gimió cuando David se movió. Esto era todo tan dulce y tan caliente... Trató de apoyarse con los talones sobre la mesa, pero se le resbalaron. Rodeó con sus piernas la cintura de David, y vio florecer la sonrisa de él. —Toda mía —susurró. Entonces, Alisoun comprendió que no debió haberse abierto a él tan desaprensivamente. Pero David la recompensó embistiendo, moviéndose más rápido. Estas ya no eran las actitudes consideradas y gentiles de la noche pasada. Era el sol, la velocidad, y fragmentos de respiración. La disciplina voló, y Alisoun forcejeó para acercarse más, al tiempo que él trataba de alejarse. ¿O sería a la inversa? —David. Como quería su carne, le mordió el hombro: sabía salado. David se sobresaltó, rió por lo bajo, embistió más fuerte. Alisoun quiso todo de él, en la forma egoísta y ávida de una niña. Lo quería porque lo quería, porque la hacía moverse, aferrarse, y sentir... y estremecerse, y gritar, y... cayó hacia atrás y David la sostuvo y la apoyó en la mesa. La fría superficie la hizo arquear la espalda hacia él. Trató de aferrarse a algo, de encontrarle un sentido a la sensación, pero sólo existía David y, en último término, ella misma. Gritó el nombre de él. Una gigantesca convulsión que sacudió su universo la hizo alzarse de la mesa. Perdió el control. Y David se inclinó sobre ella pidiéndole más. Pero no podía hacer más. No entendía lo que acababa de hacer. Entonces, David dijo: —Más. Y el sonido áspero de su voz, la caricia de su aliento y el contacto de sus labios, lo provocaron de nuevo. —Por favor. Alisoun gimió, tratando de eludir el éxtasis y hallándolo, al mismo tiempo.


David trepó a la mesa junto a ella, y se cernió sobre ella, de rodillas. Le sujetó las caderas mientras la embestía con más fuerza, para lanzar una exclamación exultante cuando acabó. Alisoun no lo entendía. No entendía nada. Pero no tuvo tiempo de pensar. David la estrechó contra él. Su pecho subía y bajaba con los jadeos, y a ella le pasaba lo mismo. Sentía galopar el corazón del hombre bajo su oído, como un eco del propio. A lo largo de su vida, había llegado a creer que hombres y mujeres no se asemejaban en nada, y, sin embargo, en este acto reaccionaban de manera similar. Quizá por eso la Iglesia santificara el matrimonio: para celebrar esa única ocasión en que hombres y mujeres se ponían de acuerdo. La soltó lentamente y se irguió otra vez sobre las rodillas. Alisen lo contempló ahí, sobre ella, lo sintió dentro y supo que, en cierto modo, el poder había cambiado de lugar. —¿Creíste, acaso, que podía fracasar en todo y jamás hacer nada para recuperarme de mis pérdidas? La determinación le marcaba líneas duras a los lados de la boca, y la cólera le encendía la mirada. —No entiendo —farfulló. Hundiendo las manos en la cabellera de ella, desde el cuello, le hizo volver la cara hacia él. —No creas que podrás resistirme otra vez. Cuando vengas a mi cama, prepárate para entregar el control... de lo contrario, te lo arrancaré. —¡No tengo por qué venir a tu cama! La carcajada de David estaba teñida de cierta maniática diversión. —Entonces, yo iré a la tuya, mi señora. —La soltó tan repentinamente, que cayó hacia atrás, y la mesa se balanceó cuando él se bajó. Recogiendo su ropa en un puñado, abrió la puerta de la alcoba, se volvió hacia ella, y le aseguró—: Y me darás la bienvenida.


13

La noche anterior, me había quedado dormido sintiéndome el niño más desdichado e infeliz. En brutal demostración de ineptitud, mi héroe no había logrado derrotar a Hugh. Lady Alisoun había entrado en la alcoba de sir David, y nadie me permitió refugiarme allí para dormir. El gran salón —más bien, todo el castillo—, estaba silencioso, esperando el resultado de algún acontecimiento de relevancia, y yo temí que mi señora tuviese intenciones de echar a sir David. ¡Y cuando me levanté por la mañana, todos los siervos estaban riéndose! Como no entendía, le pregunté a Hugh. Él me abrazó por los hombros y me dijo que todo estaba bien. Le pregunté a Andrew. Él se sonrió y me ignoró. Por último, le pregunté a Jennings y él, volviendo hacia mí su superioridad de catorce años, me dijo: —¡Estúpido bribón! Anoche, tu precioso sir David se acostó con lady Alisoun, y acaba de tirar por la ventana la sábana ensangrentada para demostrarlo. —Entrecerró los ojos—. Y tú eres su escudero. — Me dio un pescozón en la oreja y musitó—: Tendría que haber sido yo. Yo estaba atónito: ¿que sir David se había acostado con lady Alisoun? Yo había planeado ayudar y fomentar la pretensión del caballero, pero había salido todo mal. Creí que podía ser como una de esas historias que cantaban los juglares. Pensé que sir David cortejaría a lady Alisoun, la salvaría del peligro, y que ellos serían la celebración de un amor puro. En mi mente jamás existieron sábanas manchadas y cuerpos sudorosos. Pero antes de que pudiese retroceder y ocultarme en un rincón, sir David salió de su alcoba como una exhalación y cerró la puerta con fuerza tras él. Todos lanzaron exclamaciones de regocijo. Parecía que la derrota del día anterior no había ocurrido jamás. A sus ojos, él había logrado lo imposible: conquistar a lady Alisoun. Los hurras lo hicieron detenerse en seco. Barrió con la vista a la sonriente congregación, y los miró con una furia como para acabar con la demostración. Los criados bajaron la cabeza y se apresuraron a reanudar sus tareas. David señaló con el pulgar a Philippa, y luego su propia habitación. —Quiere verte —le dijo. Philippa le entregó la niña a una de las otras doncellas, y metiendo la cabeza entre los hombros, se apresuró a obedecer. Entonces, sir David captó mi expresión horrorizada y pareció comprender cómo me sentía. —Bueno —me preguntó—, ¿aún eres mi escudero? ¿Tenía alternativa? Claro que sí, y sabía que no podía abandonara mi caballero por ninguna razón. Respondí: —Sí, sir David. Apoderándose de una hogaza de pan de un aparador, lo partió y me arrojó una mitad. —Entonces, desayunemos y dispongámonos a trabajar. Salió del gran salón, conmigo pisándole los talones, y oí detrás los pasos de Hugh, Andrew y Jennings. Estaba a punto de desencadenarse el infierno.

—¿Dónde te ha hecho daño? La voz de Philippa irrumpió en el ensueño de Alisoun, y volvió lentamente la cabeza para mirar a la amiga. —¿Qué? Philippa corrió hacia ella, que estaba descansando sobre la mesa. —¿Dónde te ha hecho daño? Estaba tan enfadado, que... lamento haberlo sugerido... pero ni siquiera abofeteó a Susan cuando ella le echó el estofado hirviendo en las piernas mientras trataba de seducirlo. A Alisoun le dolía la rabadilla por estar sobre aquella mesa tan dura, de modo que se sentó. —Ésa no es una manera muy inteligente de lograrlo. —No estaba volcándoselo sobre el regazo para seducirlo, lo que hacía era inclinarse sobre la mesa para exhibir sus tetas, y por accidente... ¡por santa Ethelred, eso no tiene importancia. —Philippa tomó las manos de Alisoun y se las estrujó—. ¿Te puso sobre la mesa para golpearte?


Alisoun se puso la camisa sobre los hombros. —¡No! —Entonces, ¿te trató con dureza? —No exactamente. —Aferrándose del borde de la mesa, Alisoun se bajó y se puso de pie, sintiendo las piernas vacilantes—. Sólo fue un poco... dominador. Estaba enfadado por algo. —¿Qué? —Sólo le dije que habíamos pasado mucho tiempo en la cama y que él había desordenado mis horarios. Por el semblante de Philippa cruzaron varias expresiones y, en un tono que Alisoun no supo comprender, le dijo: —No sé por qué se ha molestado. —Yo tampoco. —Philippa chasqueó la lengua, disgustada, y esta vez, Alisoun reconoció su exasperación—. ¿Por qué eso lo habrá molestado? —Los hombres son raros en ese aspecto. Philippa hizo girar a Alisoun, y abrió más la abertura del cuello de la camisa. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Alisoun. —No tienes magulladuras. Estirando el cuello para mirarla, Alisoun replicó: —Te he dicho que no las tenía. ¿Por qué habría de mentirte? —Porque, a veces, es embarazoso reconocer que el hombre que una ha elegido es tan... descuidado. —La palabra sería brutal. Philippa se encogió. —Puede ser. ¿Quieres una camisa limpia? —Y mi ropa de trabajo. Estoy decidida a seguir adelante con la jornada como si nada hubiese pasado. — La mente de Alisoun ya había reanudado su funcionamiento ordenado. Mientras Philippa volvía a la habitación de la señora a buscar su ropa, ésta decidió empujar la conducta de sir David hacia el fondo de sus pensamientos. No podía permitirle que interrumpiese su vida cotidiana tanto de día como de noche. Pero cuando volvió Philippa con los brazos cargados de prendas, no tardó en violar su resolución, barbotando—: Está enfadado por lo del hijo. —Eso me temía. —Philippa dejó la ropa sobre la cama y virtió agua en una palangana para que Alisoun se lavase—. A los hombres no les agrada que un hijo nos distraiga de las necesidades de ellos. —No, me refiero a que dice que yo no sabría cómo criar a su hijo. Alisoun se inclinó sobre la palangana y aguardó, en suspenso, el veredicto de Philippa. —Eso no es cierto —replicó la amiga con firmeza—. Tú amas tan profundamente como cualquier otra. Animada, Alisoun se salpicó con agua fría. —Lo que sucede es que no eres demostrativa. Alisoun se detuvo y esperó, temerosa. —Y, en efecto, los niños florecen con los abrazos y los besos. Alisoun recibió la toalla que le alcanzaba Philippa. —¿O sea que me incitaste a acostarme con sir David con la intención de que tuviese un heredero, y no me crees capaz de adquirir las habilidades necesarias para criar a un hijo? —No dije eso. Es que recordé cómo sir David entretenía a Hazel, y ni se quejó cuando le babeó toda la camisa. —¿Por qué lo babeó? —Porque está echando los dientes —explicó Philippa, paciente. —¿Cuánto hace que está sucediéndole eso? —Desde antes de que él llegara aquí. —¿Tanto tiempo para un diente? Philippa dio un paso atrás y miró a Alisoun como si no la creyese muy inteligente. —Hazel ya tiene cuatro dientes. Estoy empezando a destetarla, enseñándole a beber de una taza. —¡Pero es muy pequeña! —Al parecer, es el mejor momento para que a las personas les salgan los dientes. Alisoun no podía comprender semejante prisa. Le parecía que había sido ayer cuando Hazel nació. Se había sentido impotente, sin poder dormir en toda la noche, ni comer sin que le doliese el estómago. Y ahora se sentaba, sabía rodar, y le salían dientes. Mientras Alisoun se distraía, Hazel había crecido y ya no era una recién nacida. Se había convertido en una niña y, por primera vez, Alisoun comprendió la preocupación de sir David. Lo ignoraba todo con respecto a los niños, y corría el riesgo de cometer un error. ¿Y si estaba demasiado atareada para atender al pequeño, o le impartía disciplina en los momentos equivocados, o lo premiaba por malos comportamientos? Todos los adultos empezaban su vida como


pequeños, tan inocentes y dulces como Hazel, y luego, ¿en qué mezcla de villanos y santos se convertían? Acometer la crianza de un hijo era una empresa de gran magnitud, cuyos resultados tenían consecuencias en el futuro lejano. Alisoun se dejó caer en un taburete. Y pensar que ella quería criar un hijo sola. No se podía. Se apretó las manos sobre el vientre. ¿Quién sabía lo horrorosos que podrían ser los resultados? —No te sientas tan apesadumbrada —le dijo Philippa—. Si no puedo hacer otra cosa, yo te ayudaré a criar a tu hijo. —Sí. —Aliviada, Alisoun soltó el aliento—. Tú sabrás cómo se hace. Alisoun se consideraba una mujer sensata. Podía aprender a criar a un hijo, si contaba con la guía apropiada. Pero... ¿cómo hacía una para volverse experta? Le parecía que si practicaba con su propio hijo, no advertiría sus errores hasta que el niño hubiese crecido. ¿Con cuál practicar, pues? No le cabía ninguna duda de que Philippa se opondría a que utilizara a Hazel, y además, ¿acaso la propia Alisoun quería arriesgarse a hacer daño a la hija de su mejor amiga con su ineptitud? —Mira, Alisoun, debemos afrontar los hechos. Es probable que yo me vea obligada a marcharme de aquí algún día. —No, no será así —contestó ella, de modo automático. Aunque Philippa sonrió, le temblaron los labios. —A veces, me gustaría regresar. Alisoun se puso de pie. —¿Por qué?

—No porque encuentre fallos en tu hospitalidad —le aseguró Philippa—. Sino que... oh, a veces pienso que todo fue por mi culpa, y que si yo regresara, podría... —Morir —la interrumpió Alisoun, sin vacilaciones—. Y dejar a tu niña sola, todo el tiempo que sobreviva. Fue el turno de Philippa de dejarse caer en el taburete, el rostro varios tonos más pálido. —A decir verdad, tienes razón. Pero puede que me vea obligada, y ni tú ni yo podremos impedirlo. —Lo sé. Claro que lo sabía: había sufrido pesadillas en las que se veía impotente ante esa situación. Se acercó a Philippa y le puso la mano en el hombro. Philippa se la palmeó y alzó la vista. —Bien. Sir David posee muchas buenas cualidades, y tiene razón en un montón de cosas. ¿Dijo algo acerca del matrimonio? Alisoun no quería hablar de ese tema ni siquiera con Philippa, así que fijó la vista en la ropa extendida sobre la cama. —¿Por qué me has traído la túnica amarilla? Ésa no es mi ropa de trabajo. —Porque tu gente creerá que simplemente celebraste la noche de bodas antes de la ceremonia. Eso es común entre los aldeanos, y también entre algunos nobles que he conocido. Creo que esperan verte con otro atuendo que no sea ese viejo vestido pardo de trabajo, tan triste. Alisoun sacó el labio hacia afuera, y se quitó la camisa vieja. —¿Mencionó el matrimonio? —Philippa le arrebató la camisa limpia antes de que pudiera ponérsela— . Y no te vestirás hasta que me respondas. —¡Está bien! Te lo diré. Philippa le dio la camisa. —Lo mencionó. Alisoun se vistió lo más rápido que pudo y se encaminó hacia la puerta, mientras Philippa iba pisándole los talones. Philippa no dijo una palabra, y Alisoun creyó haber escapado fácilmente, hasta que entró en el gran salón, y la golpeó el impacto de una docena de pares de ojos ansiosos, y el peso de la expectativa que se le posó en los hombros casi la hizo tambalearse. Miró hacia atrás, a Philippa, y vio que se le sacudían los hombros en el esfuerzo por contener la risa. Alisoun murmuró: —¡Esto no es divertido! Se abrió bruscamente la puerta de fuera, y golpeó contra la pared. Irrumpió sir Walter en el gran salón, mirando ceñudo alrededor, y Philippa se enderezó bruscamente. —Tienes razón: no es divertido. Alisoun estaba confundida con respecto a muchas cosas, pero había una de la que estaba segura. Le había dicho a sir Walter que se mantuviese alejado de ella, y ahora él avanzaba hacia ella a grandes pasos, ignorando la orden por completo.


No le importaba lo que había sucedido durante la noche. No le molestaba que David hubiese arrojado la sábana a la huerta. Lo único que le importó fue que sir Walter la desobedecía. Le salió al encuentro, gritando desde lejos: —¿Por qué estáis aquí, si yo os dije que...? —¿Os ha hecho daño? —Sir Walter le pasó el brazo por los hombros, como si ella necesitara sostén—. ¿Ese mercenario os ha forzado? Porque os juro que, si lo hizo, sea quien sea, lo mataré, mi señora. Alisoun se tambaleó, sintiendo que perdía el equilibrio mental además del físico. —Claro que no me ha forzado. —Podéis decírmelo, mi señora. Hay que tener en cuenta que vos no tenéis hermanos ni padre que os protejan. —No necesito protección —repuso Alisoun, firme—. Por lo menos, no de sir David. —¿Cómo sucedió? ¿Os retuvo, o...? —pareció ahogarse de puro embarazo— ... ¿os sedujo? —Creo que... yo lo seduje a él. El brazo de sir Walter cayó a un lado. Se miraron, los ojos dilatados, sin hostilidad mutua por primera vez desde hacía meses. Los dos estaban confundidos, y se esforzaban por comprender los cambios que habían barrido George's Cross. Alisoun no podía concebir George's Cross sin sir Walter, incluso con los desacuerdos entre ambos. Había resultado un valioso servidor; le era menester tratar de comprender el descontento del sujeto en lugar de sufrir la molestia de entrenar a un nuevo mayordomo. Le dijo: —Si eso os complace, podemos conversar. —Ahí:—le dijo, señalando un banco en un rincón. Fueron juntos hacia el banco, y se sentaron. Miraron en torno del gran salón, y los criados que los observaban con tanta curiosidad se volvieron como para concederles intimidad. En realidad, querían escuchar, y procuraron quedarse lo más cerca que se atrevieron a estar. Sir Walter no les hizo caso. Sentado, rígido, le costaba hablar. —¿Sir David fue... elegido por vos? Alisoun se sentía igualmente incómoda. —Tengo que tener a alguien para... eh... —¿Cómo explicarle lo que pensaba si ni ella misma estaba segura de lo que pensaba? Pensó en cómo presentarlo de manera que él pudiese comprenderlo—. Quiero un heredero. O... más bien quería un heredero, aunque sir David exige que me case con él si concibo un hijo, así que... Sir Walter se reclinó y exhaló un suspiro de alivio. —Por lo menos hay alguien que piensa con claridad. La sorpresa la hizo sobrepasar el pudor. —¿Vos deseáis que me case con sir David? —¡Mi señora, no tenéis alternativa! Lo hecho, hecho está. Os habéis acostado con él, y no hay duda de que la noticia ya habrá llegado a Londres. —Exageráis. —¿Os parece? —Sir Walter se inclinó hacia ella, los puños sobre las rodillas—. ¿Sabéis lo que dicen en la aldea? Que vos sois la causa de la sequía de los dos últimos años, porque como vuestra femineidad estaba secándose, los santos no aprobaban ese desperdicio. Atónita, la señora farfulló: —¿Me... me culpan por la sequía? —Antes no. Hasta ahora, no lo habían hecho. Supongo que fue ese condenado pavo de Fenchel el que empezó. Es el que siempre encuentra señales, y dice que comenzó a llover el día que llegó sir David, y que desde entonces ha llovido la cantidad justa. No ha habido densos aguaceros que arruinasen las cosechas ni lavasen el suelo, ni tampoco períodos de sequía en que las plantas se debaten y amarillean. —Así, es sir David el que puso fin a la sequía. —No, dice que habéis sido vos. Sois la señora, la que ellos veneran como el alma de George's Cross. Dicen que la llegada de sir David ha renovado vuestra juventud, y que os estabais convirtiendo en una bruja marchita y ahora sois otra vez una diosa fértil. —Eso es paganismo. —Sí, ya sabéis que son medio paganos. —Lanzó una especie de bufido, y echó una mirada a los criados que trabajaban—. Ha sido sacrificada la virgen, se ha hecho el sacrificio de sangre, y ahora, la prosperidad de George's Cross está garantizada. —Que santa Ethelred nos proteja —dijo la señora en tono desmayado. —¡Si Fenchel estuviese en lo cierto, ha sido concebido un niño, y vos tenéis que casaros con sir David, mi señora!


—Creí que vos no aprobabais a sir David. Ciertamente, habéis hecho lo posible para devastar su buena reputación. —Me temo que mi desagrado ha tenido poco que ver con sir David. Anoche no pude dormir, y durante la noche pensé mucho y a fondo. —Sir Walter dejó caer la cabeza—. Pido perdón por haber demostrado su incompetencia a George's Cross. Estaba tan cegado por la furia, porque vos lo trajisteis para reemplazarme, que jamás pensé que tuvieses un plan, y que ese plan fuese tan simple que dependiese de la reputación de él como leyenda. Mi señora, ése fue un rasgo de genio, y yo debería haber confiado más en vos, en lugar de pensar que habíais contratado a un mercenario sin probarlo. —Miradme —le ordenó. Escudriñándole el rostro, buscó en él pruebas de sinceridad, y las halló en las líneas de preocupación en su frente y en la tensión del mentón—. Acepto vuestras disculpas, pero debo deciros que yo... yo también he estado enfadada. —Habló con lentitud, tratando de entendérselas con el laberinto de malos entendidos y viejos pleitos—. Hace muchos años que me conocéis. ¿Alguna vez os he dado motivos para considerarme inestable o exageradamente emotiva? —Sólo en cuestión de... —¡Sh! Echó una mirada en dirección a los sirvientes, y el mayordomo bajó la voz. —Sólo en una cosa, mi señora, y en ella es abrumadora la carencia de reflexión inteligente... Suspiró, como aquél que es sometido a duras pruebas. Alisoun le apoyó la mano en el hombro, y lo miró a la cara. —Todo lo que he hecho antes, todos los años de sensatez y apego al deber, son barridos por una cuestión en la que no estamos de acuerdo. Pensé que entenderíais que he sopesado con objetividad las consecuencias de este acto precipitado, pero vos no lo habéis entendido así. —Por lo general, pensaba bien lo que iba a decir, antes de hacerlo, pero por una vez, la prudencia la abandonó. Sir Walter había sido su más fiel consejero durante años, y su falta de confianza en ella la enfurecía—. He pasado de ser vuestra juiciosa señora, a la que jurasteis lealtad, a ser sólo una tonta, y no habéis dejado dudas sobre vuestra opinión, no sólo ante mí sino ante mis sirvientes, mis aldeanos, mis hombres armados. —Os ruego me perdonéis, mi señora. Confieso que fue una estupidez. —Os he dicho lo que he hecho porque creí que, si no lo hacía, sería injusta con vos... pero no porque procurase vuestra aprobación. —Jamás he pensado que necesitéis de mi aprobación para cualquier cosa que hagáis, aunque os confieso que atesoro las ocasiones en que habéis solicitado mi opinión. —Se dirigía a ella con respeto y, al mismo tiempo, con la familiaridad de un antiguo amigo—. Pienso que me ha perturbado que me comunicarais una decisión tan importante, sin importaros nada lo que yo opinase. —Lanzó una carcajada como un ladrido—. Supongo que me he vuelto complaciente en este empleo, y me consideré por encima de mi situación. Vos me colocasteis a vuestro lado por propia voluntad, porque no tenéis familia, y por eso me imaginé que más que un mayordomo era como un hermano. —Resbaló lentamente del banco y se arrodilló ' junto a ella—. Mi señora, no soy más que un rudo caballero, y os pertenezco. Os ruego que perdonéis mi presunción, y vuelváis a confiar en mí. Contemplando la coronilla de la cabeza inclinada de sir Walter, Alisoun recordó que él no había renovado su voto de fidelidad desde hacía años. Ése había sido su propio error, y sin duda no era el primero. —Yo también he atesorado vuestros consejos, y he llegado a consideraros más que un mayordomo, y más que un amigo. Sir Walter alzó la cabeza, le sonrió, complacido con la confidencia, y la miró con la franqueza que ella reconocía de tantos años de compañerismo. —Sigo sin aprobar vuestros actos, pero a pesar de ello sois mi señora y no haría nada que os perjudique. —Sé que es así. —Es por eso por lo que os ruego que os caséis con sir David. Concedo que siempre habéis sido una dama de infinita sensatez, excepto en la cuestión en la que no estamos de acuerdo, y creo que el casamiento con sir David obrará en favor de eliminar el peligro que os amenaza. —¿Por qué lo decís? —Ése canalla que os lanza flechas vacilaría en hacerlo si lo amenazara un hombre cuyo único interés consiste en manteneros con vida, mi señora. —Sir David no tiene dinero. No tiene linaje. —É se es, precisamente, el motivo por el cual sería capaz de luchar hasta morir para que vos sigáis viva. No luchará por tener derecho a vuestras riquezas. La señora rió, sorprendida.


—¿Lo que queréis decir es que sir David es ideal por las mismas razones por las que rechacé a mis otros pretendientes? —Y porque es el padre de vuestro hijo. —¿Vos creéis esa absurda historia de la sequía y de mi fertilidad? —Sir Walter se encogió de hombros con aire sumiso, pero no respondió—. ¡La creéis! —En realidad, no, mi señora, pero me habéis pedido que confíe en vuestro buen juicio, y lo hago. Si habéis llevado a sir David a vuestra cama, después de haber rechazado a tantos... —Ninguno lo intentó, siquiera —replicó. —Os aseguro que sí. Lo que sucede es que vos nunca lo notasteis. —Tomó aliento, y repitió—: Si sir David ha tenido éxito donde tantos fracasaron, creo que habéis tomado una decisión, y yo os insto a cumplirla. Alisoun se quedó mirándolo. ¿A qué había dado lugar con su comportamiento impulsivo? —Preguntad al pequeño Eudo, y él se os dirá. Todo niño necesita un padre. Un golpe bajo, que acertó en el blanco. Alisoun dijo: —Pensaré en vuestro consejo. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla para firmar la paz entre ellos. Ninguno de los dos vio a David, que los observaba desde el oscuro vestíbulo, cerca de la entrada del gran salón.


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—Otra vez está pensando en él, ¿verdad? La voz de Edlyn hizo sobresaltar a Alisoun, que dejó caer el huso con estrépito al suelo del gran salón.. —¿Qué? —Tenéis esa expresión en la cara, como si hubiereis probado un plato nuevo y no estuvieses segura de si os agrada el sabor. —Edlyn cruzó las manos en las muñecas—. ¿Hoy saldremos a verlo practicar? Alisoun iba a fingir que no sabía a quién se refería Edlyn, pero sólo la nueva Alisoun pensaría en cometer semejante cobardía, y ella la apartó. Se inclinó para recoger el huso y se enderezó, con la esperanza de que se echaría la culpa de ese movimiento a su rubor. —Deberíais ir a comprobar si sir David ha cumplido su promesa de mejorar. —Bueno, sí. Mejora día a día. Hasta sir Walter dice que está mejor ahora, y nada más que en un mes. Alisoun echó una mirada a la barbilla levantada de Edlyn y tuvo ganas de suspirar. —Pero sir David no es mejor que Hugh. En ese momento, el color de Edlyn fue idéntico al de Alisoun. —Hugh es más joven y más corpulento, y sir David dice que nunca ha visto a un hombre tan diestro. Apoyando el huso sobre el banco, Alisoun pasó su brazo por el de Edlyn. —Dice eso porque no puede derrotarlo. —Hugh de Florisoun es especial —dijo Edlyn. La adoración que sonaba en su voz provocó a Alisoun ganas de llorar. Los preparativos para la boda de Edlyn seguían su marcha mientras la novia suspiraba por otro hombre... que jamás advertía su presencia, excepto para pellizcarla bajo la barbilla y sonreírle. Aun cuando Hugh hubiese notado a Edlyn, no les habría servido de nada. Ambos eran pobres; aunque surgiese una relación entre los dos, no estarían en condiciones de casarse. Era preferible que Edlyn partiera pronto para Wessex, pensó Alisoun con tristeza, mientras recogía toda la lana y la ponía en su cesto. Edlyn la hizo ponerse de pie. —Sir David y Hugh están suministrando mucho entretenimiento para todos los que han acudido al mercado. —No me gusta exponerte ante tantos extraños —dijo Alisoun—. Me temo que el mercado de Lammas atrae personajes más que desagradables. —Yo no bajo al mercado —protestó Edlyn. —No tienes por qué. Ellos vienen a nosotros. Jamás había visto tanto tráfico entre el castillo y la aldea. Cuando salieron, Alisoun vio que otra vez había una muchedumbre apretada contra la cerca, alrededor del campo de entrenamiento: su propio pueblo, y muchos desconocidos. Alisoun nunca sabía a quién vería cuando saliera por su puerta. Grasicntos criadores de ovejas se mezclaban con las criadas del castillo, que empleaban los husos para mantener a raya a los hombres cuando se ponían demasiado atrevidos. Fenchel se mantenía cerca de sus amigos de la aldea. Avina se meneaba entre los mercaderes, con la intención de atraer a alguno de los más ricos. Ivo estaba, como siempre, con los brazos cruzados sobre el pecho, en una actitud desdeñosa hacia los inanes esfuerzos de sir David. Gunnewate cerraba los ojos, como si las actividades lo aburriesen. Pero cuando Alisoun se acercaba, los dos se pusieron alerta. Normalmente, habría reprendido a su gente por haraganería, pero esta vez no. Al parecer, las tareas de verano se desarrollaban, y el tiempo que dedicaban a observar los combates lo hubiesen dedicado a holgazanear en el mercado. Además, necesitaban asegurarse de que sir David de Radcliffe realmente podía protegerlos. Estaban convenciéndose. David había justificado la confianza de Alisoun. Todos los días, todo el día, trabajaba con todas las armas, sin hacer caso del dolor de su costilla rota y de los hematomas que se esparcían por toda la superficie de su piel. Su transformación inspiraba asombro, y de no ser por Hugh, su reputación habría recuperado todo su esplendor. Los hombres luchaban con espada hasta que los dos caían al suelo, jadeando. Peleaban a caballo, con maza, lanza y escudo. Usaban sus armaduras hasta en los días más calurosos, para acostumbrarse a su peso. Pero Hugh derrotaba siempre a sir David.


Andrew y Jennings los imitaba, mientras el pequeño Eudo desarrollaba las pesadas tareas de escudero para todos ellos. Alisoun comprobó, con agrado, que la constante cortesía de David hacia el muchacho había inspirado actitudes semejantes en los demás, y no escuchó ni una vez que le lanzaran el epíteto de "bastardo". El propio sir Walter tenía la prudencia de mantener la boca cerrada en lo que se refería a los ascendientes de Eudo. Ahora, viéndolo en el patio de entrenamiento, Alisoun suspiró: —Sir Walter ha hecho intentos de ser el más gentil de los caballeros. —Lo ha intentado —comentó Edlyn con presteza—. Ojalá siempre lo logre. —Quizá, si sir David lo tratase con menos aspereza, desaparecerían esos pequeños ataques de ira —dijo Alisoun—. No conozco el motivo del desagrado de sir David. —No le agrada que sir Walter se haya arrastrado para instalarse una vez más en vuestros afectos. —Lo único que hicimos fue hablar, y llegamos a un nuevo entendimiento. Yo hubiese pensado que sir David desearía tal acuerdo entre mi mayordomo y yo. Edlyn dijo en tono seguro: —Los nuevos amantes quieren que toda la atención sea para ellos. —¿Cómo sabes eso? —Philippa me lo dijo. —¿Philippa ha hablado contigo de sir David y de mí? —Philippa me dice muchas cosas, tratando de prepararme para el matrimonio —respondió Edlyn. Sintiéndose extrañamente irritada y herida, Alisoun dijo: —Si tienes dudas, deberías acudir a mí. —Os lo agradezco, mi señora, pero aunque respeto profundamente vuestra experiencia en la mayoría de los temas, en éste prefiero el consejo de Philippa. Edlyn hablaba con gentileza, expresando el rechazo de una manera que Alisoun reconoció como muy similar a la propia. Al avanzar hacia el campo de entrenamiento, Alisoun mantenía la espalda erguida y los hombros derechos y todos le abrían paso, haciendo reverencias y tirándose de los flequillos. —Mi señora. —Sir Walter hizo una reverencia ante ella y lady Edlyn. Sin dejar de vigilar todo lo que pasaba en el campo de entrenamiento, miraba con severidad a cualquiera que tuviese la audacia de acercarse demasiado a Alisoun—. ¿Habéis venido a observar otra vez a vuestro costoso aprendiz? La mirada de Alisoun se posó en los dos hombres ocupados en arrojar lanzas livianas a un blanco de paja, y no cometió el error de creer que sir Walter se refería a Hugh. La irritación que se traslucía en la voz del mayordomo le indicaba que David había estado provocándolo otra vez. Sin darle tiempo a apaciguar la ofensa, sir Walter alzó la mano, con la palma hacia arriba. —No me importa, mi señora. Trato de no ofenderme por su hostilidad, porque me temo que lo herí profundamente cuando lo expuse al ridículo ante vuestro pueblo. —Desde luego que ésa podría ser la causa de su grosera animosidad innecesaria, pero yo espero más de mi... —titubeó. —Consorte —se apresuró a finalizar sir Walter. Edlyn rió con disimulo. Alisoun se puso ceñuda. Extendiendo el dorso de la mano, sir Walter miró hacia el cielo. —Sospecho que pronto tendremos lluvia. Alisoun no podía bromear acerca de eso. No podía tomar a la ligera una leyenda en la que, al parecer, todo su pueblo creía. Sir Walter lo comprendió, porque su expresión pasó de la burla a la compasión, y dijo: —Mi señora, os ruego que me perdonéis. Mi intención era aliviar vuestra incomodidad con relación a la leyenda, pero no volveré a mencionarla. Alisoun asintió, agradecida, y cambió de tema con cierta torpeza. —¿Qué opinan Ivo y Gunnewate con respecto a la mejoría en las habilidades de sir David? La expresión del mayordomo cambió de inmediato, y repuso con aspereza. —No les pido opinión a los guardias armados. Alisoun pensó que, si bien sir Walter podría haber buscado la reconciliación humillándose ante ella, seguía teniendo buena opinión de sí mismo. Un cangrejo no se guardaba las pinzas sino que las exhibía como una demostración de fuerza. Sir Walter era como un cangrejo. Ignorando el humor de la señora, continuó:


—Yo he conocido pocas veces a un hombre agraciado con semejante combinación de habilidad natural y terca resolución como sir David. —Se acarició los mechones de la barba—. Entendedme, no digo que vos hayáis recibido aquello por lo que pagasteis. Si yo estuviese en vuestro lugar, le exigiría compensación por sus fracasos. Pero vos sois mujer, es fácil desviaros de vuestras convicciones, y por lo menos él está dispuesto a mejorar. —Se apoyó en la cerca y musitó, en tono lo bastante alto para que Alisoun lo oyese—: Sería un tonto si no lo hiciera, con todo el oro que está recibiendo. Un grito proveniente del campo la distrajo, antes de que pudiese reconvenir al mayordomo. Alzó la vista y vio a Hugh caer bajo el ataque inesperado de David. En un instante, David lo había sujetado, y le ponía un cuchillo en la garganta. —¿Qué... qué ha pasado? —tartamudeó la señora, encaramándose I sobre el travesano superior de la cerca para ver mejor. —Eso me ha gustado. —Sir Walter sonrió—. Está abatiendo la arrogancia de Hugh. Yo ya no puedo decirle nada al muchacho. Mi mujer dice que soy como un padre para él, y como me ha superado en destreza, no hace caso auna I sola de mis palabras. Este David le ha enseñado una o dos cosas. —No entiendo. —David oyó afirmar a Hugh que un verdadero caballero no usa un arma tan insignificante como un cuchillo para otra cosa que no sea cortar la carne, y David está enseñándole que se equivoca. Le explicó que un caballero mercenario pasaba más tiempo en callejones oscuros y en posadas aisladas que en torneos y asedios. Le dijo a Hugh que le convenía aprender a defenderse de otros más pobres, aún, que un mercenario, y que procurarían hacerse de una armadura y un caballo a punta de cuchillo. —Sir Walter asintió al ver que David retiraba la punta del cuchillo de la garganta de Hugh y le ofrecía la mano—. Al menos en este aspecto, David es muy superior a Hugh. Hugh aceptó la mano de David con evidente señal de gratitud, y luego, con un súbito tirón, lo arrojó hacia atrás sobre su cabeza. Al tiempo que David forcejeaba, Hugh le saltó sobre la espalda y comenzó a golpearle la cara contra la hierba. Alisoun no vio lo que sucedió luego, aunque supuso que tenía relación con el codo de David, porque Hugh se dobló en dos y se alejó rodando, gimiendo. David se incorporó, se inclinó sobre Hugh y le dijo algo; a juzgar por la mueca que dirigió al muchacho que se retorcía en el suelo, fue evidente que no se trataba de un cumplido. —Mi señora, ¿puedo ir junto a él? —preguntó Edlyn. Por un instante de celos, Alisoun pensó que Edlyn pretendía ayudar a David. Pero recuperó el buen sentido, y comprendió que la muchacha se refería a Hugh. Respondió, cortante: —No. Ve adentro y pídele a Philippa que te ayude con el hilado. —Edlyn no se movió, y Alisoun giró hacia ella con brusquedad—. ¡Ya! Edlyn salió corriendo, lanzando un breve sollozo, y Alisoun vio el horror que se reflejaba en el semblante de sir Walter, cuando advertía el enamoramiento de la muchacha. Casi le pareció ver las palabras formándose en la punta de la lengua del mayordomo: Está dando mal ejemplo a la muchacha, pero se contuvo. Sabía que estaba dando mal ejemplo, pero no tenía alternativa. En diversas ocasiones, la conciencia le escocía, y trató de trancar la puerta de su alcoba o de negarse a tener comercio carnal con su amante, pero David no aceptaba la negativa por respuesta. Sir Walter le preguntó por lo bajo: —¿Habéis dicho ya a vuestro héroe por qué lo contratasteis para que os protegiera? —No es necesario que él lo sepa —respondió, en el mismo tono—. Sólo que lo haga. —Es un hombre duro. —Sir Walter observaba a David acercarse a ellos—. ¿Por qué pensáis que él opinará de manera diferente a como lo hago yo, en esa cuestión? Alisoun quiso decir que así sería. En verdad, la vida había endurecido a David, y sin embargo, todos los días demostraba compasión: hacia Eudo, hacia los criados, a todos los que no tenían su fuerza. Pero era hombre y, ¿qué hombre la habría apoyado en su proceder? Al ver la duda reflejada en el rostro de la señora, sir Walter se sintió satisfecho y sonrió, aunque sin humor. —Sí, pero podría perderlo todo por ayudaros. Aquello que le ha costado el esfuerzo de toda su vida. ¿Ha pensado cómo se vengará de vos por eso? David se asomó sobre el hombro de sir Walter. Tenía la cara manchada de sangre y de tierra, y era evidente que no le agradaba la conversación en sordina que había interrumpido, pero se inclinó ante la señora en muestra de respeto. —Mi señora. —Sir David.


Inclinó la cabeza con gracia, sumándose al juego como debía. Alisoun pensaba que era absurdo ser tan formales cuando sir David desaparecía en su solar todas las noches y nunca se marchaba hasta la mañana, pero al parecer quería que todos supieran que seguía respetando su persona y su categoría. También saludó con la cabeza a sir Walter, y éste le respondió. —Buen trabajo —dijo, en tono gruñón, señalando con el pulgar a Hugh, que seguía retorciéndose—. Me refiero al de ahí. —Sí. La práctica va bien. Hugh mejora cada día. —Se dirigió hacia Alisoun—. Yo también. —Me complacen tanto los progresos de Hugh como los vuestros. La respuesta fue automática, en honor del esfuerzo que él hacía cada día para que su cuerpo recuperase la condición anterior. Alisoun admiraba la constancia de David con todas las fibras de su ser, como también su sentido del humor ante ocasionales fracasos humillantes. Si se comportara de manera similar a la de otros hombres en todo sentido, a ella le costaría menos rechazar sus pretensiones. Si a la mañana siguiente se hubiese pavoneado y jactado, en lugar de mostrarse irritado... ¡Con ella! Como si ella le hubiese negado algo a lo que tenía derecho. —Los otros escuderos también están progresando bien. Mientras David hablaba, Eudo cruzaba el campo arrastrando un balde lleno. David aceptó un cuenco con agua que le alcanzaba el muchacho, y bebió con avidez. Luego, tomó un trapo blanco de la mano de Eudo y se lo pasó por la cara, en un desanimado esfuerzo por limpiarse. Alisoun se crispó al ver pasar el paño sobre viejas cicatrices y nuevas heridas. —Y Eudo es un constante compañero. David le sonrió, haciendo abrir otra vez un corte en el labio, que empezó a sangrar. Alisoun no pudo soportarlo más. Pasó a través de los travesanos de la cerca, le arrebató el paño de la mano, y lo sumergió en el balde. —Sentaos —le dijo a David y, mientras Eudo arrastraba un taburete para su amo, dijo—: Eudo sobrepasa todas mis expectativas acerca de su labor, tanto en el campo como en el castillo. Y ahora, sentaos, sir David. David asintió, deferente. —Como ordenéis, mi señora. Se sentó en el banco, alzó la cara hacia ella y cerró los ojos, esperando sus cuidados. Alisoun miró en torno: todos, en especial su gente, se inclinaban sobre la cerca y aguardaban con ávida atención que ella lo tocase. No se podía decir que jamás hubiese curado otra herida. Ella era la señora, y la tradición le exigía que atendiese a los heridos. Sin embargo, su pueblo veía en esto algo especial, una señal de sus emociones. No era así. Lo que no soportaba era ver la suciedad. Ellos lo sabían. Y ninguna mujer con un ápice de compasión hubiese dejado sangrar a un hombre. Entonces, la aldeana Avina dijo: —Va a lavarlo con agua del cielo. Enfadada, Alisoun apretó los dientes, pero sir Walter dijo: —Claro que viene del cielo, cabeza de pájaro. ¿De dónde más vendría? —Es agua de lluvia —precisó Fenchel—. No proviene de un estanque ni de un arroyo. Lo curará más rápido, porque la unión de ellos la atrajo desde el cielo. David abrió los ojos de golpe. —¿De qué están hablando? No había oído esa historia absurda, y Alisoun no quería que se enterase. Miró a sir Walter pidiéndole auxilio. En voz alta y cordial, sir Walter dijo: —Ivo, ¿has notado que con la señora y sir David no hay nada de esas bromas que suelen acompañar a las uniones recientes? A su modo, algo basto, trataba de ayudarla cambiando de tema, pero David frunció el entrecejo. Todos los habitantes del castillo y de la aldea estaban atacados por la delicadeza. Ninguno hacía mención a las visitas nocturnas de David a las habitaciones de la señora, porque David no permitía que el nombre de ella anduviese en boca de nadie. Al mismo tiempo que hacía trizas la reputación de Alisoun, la defendía. —Creo que se debe a ese ceño —comentó sir Walter, como si esperase que David se disgustara, y al mismo tiempo retrocedió—. Cuando quiere, sir David puede mostrarse feroz, como si hubiesen soltado a una bestia peligrosa entre nosotros. Sir Walter no estaba mejorando la situación sino empeorándola. Pero siguió:


—Estamos arrojándole a nuestra señora como un tributo, porque tememos interponernos en su camino. David cerró los puños. —Cerrad la boca —le ordenó. Al parecer, Fenchel no oyó a David, y corrigió con gentileza a sir Walter. —Lo que sucede es que los dos juntos hacen llover. La señora se entrega a él porque debe ayudar a su pueblo. Dirigiendo a Alisoun una mirada apremiante, David preguntó: —¿Que os sometéis a mí por deber? ¿Qué estupidez es ésa? Por supuesto que era una estupidez. Cuando la dejó sentada sobre la mesa, casi desnuda e indefensa, David le había hecho una promesa. Le había jurado ir a su cama y hacer que ella lo recibiera gustosa. Desde entonces, todas las noches cumplía su palabra sin ser invitado, sin importarle el talante ni los deseos de Alisoun. Sin embargo, siempre convertía en suyos los humores y los deseos de Alisoun. Y bien podría decirse que se sometía porque debía hacerlo, pero no mentía. Se sometía porque él la excitaba, porque lo que él le enseñaba no podría aprenderlo de ningún otro hombre. A veces, mientras la besaba, la abrazaba, le brindaba placer, las horas se pasaban sin sentirlas. En otras ocasiones, la trataba como un conquistador disfrutando de su derecho. Siempre se dormía satisfecha, sabiéndose preferida sobre todas las demás mujeres. —Vamos, vamos, viejo —dijo sir Walter en tono jocoso—. No se podría decir que para lady Alisoun sea un sacrificio compartir su cama con sir David. A juzgar por los sonidos que salen de la habitación, yo diría que es todo lo contrario. Alisoun se crispó, y David se levantó de un salto. Acercándose a sir Walter a zancadas, le dijo: —No os dirijáis a lady Alisoun de una manera tan familiar. No es vuestra. Nunca lo será. Y si le faltáis otra vez el respeto, os mataré. —¡David! Alisoun lo aferró del brazo, pero él se soltó. Sir Walter se apartó retrocediendo de sir David, y agitando las manos. —No. ¡No tenía malas intenciones! Sólo pretendía distraeros de aquello que la señora no quiere que sepáis. Lanzando un gruñido de animal furioso, David aferró a sir Walter del pecho y lo empujó hasta un charco. —En agua del cielo —comentó Avina, con aprobación. Sir Walter se levantó del suelo precipitadamente, listo para atacar a sir David, pero luego vaciló: David podía golpearlo. Lo sabía, David también, y no tenía ganas de que todos en George's Cross lo comprobasen. Aun así, el golpe de David lo había despojado de prestigio y autoridad. Dio un paso atrás, escupió a los pies de David, y se alejó. Eso no era lo que Alisoun pretendía. Últimamente, nada tenía sentido. Ni sir Walter y sus torpes intentos de congraciarse, ni David y su enfado porque ella se atreviese a arrebatarle un posible hijo. Y también, enfadado por alguna otra cosa, no sólo por el hecho de que ella se negara a casarse con él. Eso lo sabía sin la menor duda, aunque no pudiese comprender de qué modo funcionaba la mente de él. David la miró con ojos4íameantes, como desafiándola a quejarse. El impacto de esa mirada la hizo estremecerse. A veces, imaginaba que era una piedra preciosa, arrastrada por la corriente incesante de un río, formada y contorneada por esa corriente. La sumía, a tumbos, en aguas cada vez más profundas, y en ocasiones creía ahogarse. Otras... bueno, otras veces agradecía esa turbulencia. No lo entendía. Durante el día, la mente de Alisoun controlaba sus acciones. Pero por la noche era como si otra persona la gobernase. Una con apremios completamente opuestos a la Alisoun que ella creía ser. No podía menos que preguntarse si no sería el mismo ser que David sacaba a relucir cuando se reía de la autoridad. Estar con David había puesto al desnudo una faceta nueva de su personalidad, y no podía menos que preguntarse —y afligirse— qué más revelaría. Sin una palabra, le entregó el trapo y se alejó.


15

Mientras veía alejarse a Alisoun, David no sabía si afligirse o gritar de alegría. Una y otra vez pensaba que se había acostumbrado a él, hasta que ella se alejaba como un pájaro silvestre, y entonces comprendía que no estaba más cerca que antes de entenderse con ella. Era un enigma permanente, pero últimamente David empezaba a sospechar que tenía a Dios y a todos los santos de su lado, y que ganaría esta batalla como había ganado todas las otras: con una mezcla de destreza, inteligencia y buena suerte. Se puso de pie, se inclinó sobre el balde y se lavó, hasta que Eudo le indicó que ya había quitado lo más grueso de la suciedad. A continuación, recogió el trapo húmedo y fue en pos de Alisoun. No tuvo dificultades en seguirla. Todos los que encontraba le indicaron a dónde había ido. Sólo cuando traspuso los muros del castillo, tuvo que recurrir a sus habilidades de rastreo, buscando hierbas dobladas en el bosque y luego, hojas y ramas con señales del paso de ella. La divisó cuando entraba en un claro del bosque, y la observó desde la sombra, viendo que abría los brazos a la luz del sol. Luego, giraba en círculos como la novia pagana de algún cruzado. Se acercó sigilosamente, fascinado por la franca euforia que manifestaba, y cuando Alisoun se dejó caer al suelo, esperó, en suspenso, a ver qué más haría. No hizo otra cosa que cubrirse los ojos con las manos, como si la hubiese abrumado la preocupación, o la explosión emotiva la hubiese agotado. Al tiempo que se le acercaba, pensó que se comportaba de una manera poco característica de ella, aunque eso era de esperar en una mujer en su condición. La mujer no se movió. A David le pareció que estaba demasiado sumida en sus pensamientos para advertir nada externo a ella, pero cuando se puso de modo que le tapaba el sol, Alisoun se levantó del suelo enarbo-lando el puño. —¡Eh! —David agitó el paño blanco sobre su cabeza, en fingida rendición—. No me hagas daño, mi señora. Soy hombre de paz. Alisoun soltó el aliento en una especie de carcajada, y bajó el puño. —Claro que lo eres. —Lo dijo en tono escéptico, y se dejó caer otra vez al suelo—. Los que me preocupan son los que no se muestran tan partidarios de la paz. —Arrancando la hierba, le preguntó—: ¿Por qué me has seguido? Como la verdad no resultaría, al menos por el momento, le ofreció el trapo: —Necesito que me limpies la cara. Alisoun miró el trapo, luego la cara de él. —¿Sí? —Según tú, siempre necesito limpiarme la cara. Ten. —Le puso el trapo en la mano—. Tómalo. Alisoun lo tomó como si no quisiera tocar ni el trapo ni a él, pero luego lo extendió sobre su mano y se puso de cuclillas. David se tendió sobre el suelo y giró hasta quedar con la cabeza apoyada en el regazo de ella, y la miró, guiñando los ojos. —Me gusta esto. —Me imagino. Pasó el trapo por las magulladuras sangrantes, y David se encogió. —¡Eh, con suavidad! —Si lo hago con suavidad, no sacaré la tierra de estas heridas. —Con inusual entusiasmo, le frotó la parte lastimada de la frente—. Hugh fue innovador al usar la tierra como arma. —Todo lo que sabe lo ha aprendido de mí—murmuró David, mientras ella apretaba el trapo contra su labio cortado. —Has hecho milagros. —¿Suficientes milagros para justificar otro mes de salario? El trapo, cubriendo la mano, azotó la nariz ya dolorida de David y, cuando él gritó, Alisoun se disculpó en tono mesurado. Si no sintiera dolor, David habría reído: ¿quién habría imaginado, dos meses atrás, que la correcta lady Alisoun descendería a venganza tan minúscula? Alisoun le dijo: —Recibirás tu paga el día del balance, no antes.


—Me alegro. Se sentó, le arrebató el trapo de la mano y lo arrojó lejos—. Quiero protegerte de cualquier cosa que te haga blandir el puño cuando crees estar sola. —Alisoun unió las manos sobre el regazo, y las miró—. ¿Todavía no quieres contármelo? —la incitó. Alisoun negó con la cabeza. La desilusión agudizó el tono de David cuando dijo: —¿No es mi deber ocuparme de que estés a salvo en todo momento? En mi opinión, este paseo que has dado está lejos de ser prudente. —Hasta se podría decir que es una tontería. —Miró alrededor, en torno del prado abierto—. El sigue ocultándose. Casi desearía que volviera, para poder acabar con esto. Su intensidad sorprendió a David. Si bien era cierto que la había regañado, casi olvidó la razón por la que exigía sumisión a su cuerpo todos los días. La recompensa que recibía todas las noches alejaba el peligro de sus pensamientos. Ahora, él también miró alrededor. Estaban sentados al aire libre, expuestos a la mirada de cualquier depredador, y le recorrió la espalda un escalofrío. —Quizá deberíamos sentarnos a la sombra de un árbol. —Quizá deberíamos regresar. Claro que debían hacerlo, pero David quería hablar con ella y, cuando regresaran al castillo, Alisoun se vería desbordada por sus tareas y él tendría que ir a hacer las paces con sir Walter. —Unos minutos más a solas —rogó—. Tengo que hacerte una pregunta. Alisoun accedió, alerta. David la ayudó a levantarse, y le pasó el brazo en torno de la cintura. Le gustaba esa fácil intimidad, saber que podría poseerla ahí afuera, y que ella se le entregaría. Aquella mañana, sobre la mesa, había representado una victoria significativa para él, y se preguntaba con frecuencia por qué había dado resultado su explosión de furia e impaciencia, cuando fracasó su cuidadosa preparación de la noche previa. Al principio, se sintió demasiado furioso y desilusionado para pensarlo, y aquella noche se introdujo en la alcoba de ella y permitió que los dominaran las emociones. Después, había experimentado, tratando de descubrir qué era lo que incitaba la pasión en ella, y descubrió que buscaba, reconocía y respondía sólo al ardor genuino. Si trataba de seducirla, Alisoun se le resistía con todas las fibras de su ser. Lo que buscaba era su afecto verdadero, y era experta en detectar la sinceridad de los sentimientos ajenos. Lo que más la excitaba era cuando él se concentraba en ellos dos y dejaba fuera todo lo demás. Por suerte para él, eso le resultaba fácil, porque cuando se dejaba llevar por el deseo, la respuesta de ella lo recompensaba más allá de sus sueños más enloquecidos. Actuaba como una mujer enamorada, y así le gustaba a David. Eligiendo un sitio a la sombra donde ella pudiese apoyar la espalda en un árbol, le hizo una reverencia y le dijo: —Siéntate aquí. Alisoun lo obedeció, solemne, acomodándose con cuidado las faldas y metiendo los pies debajo de sí. Se sentó con la espalda recta y el semblante compuesto. David la comprendió sin decir una palabra. Ella era la señora; él, el mercenario. Hablaría con él, pero cuidando de que no pudiese ver ni un atisbo de su piel, ni ninguna parte que pudiese excitarlo, pues ese día quería olvidar las intimidades de la noche pasada. Qué lástima que él no pudiese permitirle tal intimidad. —¿Por qué has venido corriendo aquí? Alisoun titubeó, y David supo que quería fingir que no recordaba cuan repentinamente se había ido. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las personas que conocía, Alisoun siempre afrontaba los problemas. —Hasta ahora, todo lo que hemos hecho lo hemos hecho en la intimidad de nuestras habitaciones, y aunque todos sabían lo que estaba sucediendo, en realidad no lo habían visto. —Con excepción de la sábana —le recordó. —Sí, excepto eso. —Las aletas de la nariz le temblaron de disgusto, como cada vez que le hacía recordar lo de la sábana—. Pero cuando he querido hacer algo tan simple como curarte una herida, mi gente me ha observado como si fuese un evento, alguna indicación de... algo. —¿Como el afecto? Debió de haber tocado una zona sensible, porque Alisoun se irguió sobre los talones y retorció las manos sobre el regazo. —¡Yo siento afecto por ti! Si no fuese así, no habría podido recibirte en mi cama. Que no muestre cada emoción no significa que sea fría o insensible. Lo que significa es que he aprendido que a las mujeres se nos obedece mejor cuando reprimimos nuestras emociones. Asombrado por su vehemencia, David lo admitió. Y la dama prosiguió:


—Desde mi nacimiento, mis padres me explicaron las dificultades que tendría como heredera, sin parientes cercanos varones. Mis padrinos me ayudaron a comprender mi posición, y que habría quienes tratarían de aprovecharse de ella. Todos me formaron en un comportamiento apropiado, y me templaron, manteniendo la distancia justa. El hecho de que sea reservada no significa que carezca de sentimientos. —Lo sé. —Habló en voz baja, un poco temeroso de que huyera otra vez, cuando advirtiese lo que había revelado—. Siempre he sabido que hay más en ti de lo que se ve. Alisoun se echó otra vez de espaldas en el suelo. —Sí, corno la riqueza, por ejemplo. La fría insinuación escandalizó e indignó a David, hasta que recordó qué lo había impulsado a cortejarla al principio. Sí, quería el dinero, la tierra, la influencia de ella. Necesitaba todo eso, pero no era la única razón por la que seguía cortejándola, y deseaba decírselo en el elocuente idioma de los trovadores. En cambio, tragó saliva, y dijo: —Hay más que eso. —Más, sí, más. Más tiempo, sobre todo. —¿Tiempo? —Tiempo entre mi nacimiento y el presente. Soy vieja. David se rió. No debió hacerlo, pero comparada con él, era una niña, una pequeña que no había experimentado la angustia ni la lucha. Entonces la miró, y vio cómo ella lo miraba con los labios apretados y el entrecejo fruncido, y se apresuró a decir: —Te ruego que me perdones. Tu experiencia en lo que se refiere a diplomacia y administración excede con mucho la mía, y sin embargo, tu belleza jamás ha sido tocada por la helada. —Como el halago no logró apaciguarla, suspiró—. Mi señora... Alisoun... ¿has pensado que, últimamente, las pasadas dos semanas, has perdido la serenidad en más de una ocasión? Indignada, Alisoun replicó: —¡Es por tu culpa! No aceptas otra cosa que mi participación completa. —Sí, en la cama. —Le tomó la mano y se la acarició—. ¿Te he dicho lo feliz que me haces en la cama? Alisoun se puso más tensa aún. —Lo has mencionado, y no creo que debamos sostener esta conversación al aire libre, a la luz del sol. David se inclinó hacia delante y susurró: —¿Yo te hago feliz en la cama? —Alisoun miró alrededor, como esperando ver materializarse a severos censores de su comportamiento que la regañasen, y David alzó la voz para recuperar su atención—. ¿Yo te hago feliz en...? —Sí. Apretó los dientes con fuerza, como si esa admisión le doliera. David le besó la mano y volvió a dejarla sobre el regazo. Dejó ahí su mano, frotándole los muslos a través de la tela de la falda. Esa fricción la enardeció aunque tratase de apartarle las manos sin éxito, y se aflojó un poco. David le dijo: —He observado que, a veces, ríes en voz alta. —No con frecuencia. —No con frecuencia —concedió—. Pero es sorprendente. Agradable pero sorprendente. —No lo haré más. —No dejes de hacerlo: ha puesto a todos más alegres. ¿No lo habías notado? —Puede ser. Hasta un reconocimiento tan pequeño le resultaba difícil de conceder. —También te he visto parpadear para librarte de las lágrimas. Alisoun apartó la cabeza de forma tan repentina que se golpeó contra el tronco del árbol, aunque no sintió el dolor. David notó el pánico en su voz al preguntarle: —¿Cuándo? —La otra noche, los músicos te hicieron llorar con esa balada acerca de los hermanos que eran piratas rivales y se hundían mutuamente los barcos. —No les tengo simpatía a los piratas. —Por eso me sorprendió verte llorar. En ese momento, a Alisoun se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque no lo admitiese, y David se compadeció. Estaba viviendo una variedad de emociones por primera vez, y padecía los sufrimientos como


cualquier adolescente. Pero no podía consolarla. Ya no. Era demasiado tarde para eso. Alisoun tenía que enfrentarse a ello con lógica, como lady Alisoun, y poco a poco lograría adaptarse a ese nuevo papel. —También he notado que cuando tienes cerca a Hazel, la observas. —¿Hazel? —La pequeña. También te ofreces para tenerla en brazos. —Como Alisoun no dijo nada, la sondeó—. ¿Hay algún motivo para que ahora te intereses por ella? —Los recién nacidos son interesantes. —Sí, yo siempre lo he pensado. —Desde la primera vez que había tenido a su hija en brazos—. Tienes las emociones a flor de piel, te fascinan los recién nacidos... ¿Hay algo que quieras decirme? —¿Por qué? Empezaba a ponerse a la defensiva. Para David, estaba haciéndose tan difícil como había temido que fuera. —Porque no has tenido tu flujo menstrual desde que estamos juntos. Alisoun se quedó mirándolo, como si le hablara en una lengua extranjera. —Como te ríes y lloras con facilidad, y he notado que cuando te toco aquí... —le acarició lentamente un pecho, tratando de calmarla— ...estás sensible, y no has tenido tu... —¿Tratas de insinuar que estoy preñada? ¡Lo entendió! David tuvo ganas de enjugarse la frente, aliviado. —Se me ha ocurrido. ¿Has pensado que podrías estarlo? —¿Cómo puedo saberlo? Jamás rne había preocupado por tales trivialidades, —Sin duda, comprendió lo extraño que sonaba eso, porque explicó—: Como señora, nunca he tenido la responsabilidad de vérmelas con las primeras indicaciones de la concepción. Mi tarea ha sido ayudar a traer a los niños al mundo mientras el hombre responsable se embriaga para olvidar. —Me preguntaba si así sería —respondió él con voz mesurada. Alisoun lo ignoró, y prosiguió. —De todos modos, ¿cómo sabes tanto sobre el cuerpo de una mujer? —Lo miró con ojos entornados—. Oh, supongo que tienes como cien bastardos holgazaneando en tu propiedad. Bueno, si sabes tanto de eso, ¿por qué no has dicho, sencillamente, "Mi señora, estás preñada", para acabar con la cuestión? Le costaba admitir su ignorancia. David lo entendía. Estaba bastante asustada, y eso también lo entendía. Así se explicaba por qué la emprendía con él, mientras que él conservaba la compostura. —No estaba seguro de que estuvieses llevando dentro de ti a nuestro hijo y, según mi leal saber, no tengo bastardos en mi propiedad. Pero, si tenemos en cuenta nuestra actividad nocturna y los síntomas que manifiestas, me parece probable que me des un hijo antes de la primera siembra. —Hay mujeres que no conciben hijos durante años, desde que empiezan a tener relaciones. David no pudo contener una sonrisa. —Una lozana siembra en un campo en barbecho, mi señora. —¡Esto no tiene gracia! —Sonrío de dicha, no porque me resulte divertido. Concebir un hijo es una ocasión para celebrar. —Para ti. Tu trabajo está hecho. El mío, recién comenzado. Aunque ya había tenido que lidiar con mujeres preñadas y conocía bien su talante inestable, David empezó a perder la paciencia. —Si bien es cierto que en los próximos meses tú llevarás la carga, los deberes del padre no terminan con la concepción. —Los tuyos sí. La crueldad de ella lo sacudió como un golpe certero. Aspiró rápidamente, y exhaló con lentitud. —Sé que, en un principio, pensabas en criar sola a mi hijo, pero estoy seguro de que habrás comprendido el error de tu plan. —¿Qué error? No hay ningún error. —¿Acaso niegas el placer que hallamos en la mutua compañía? Y no me refiero sólo a la cama sino a las veladas, cuando conversamos. —¿Te parece que podría aceptar a un marido basándome en el placer de su conversación? He vivido sola mucho tiempo, y nadie más que tú me ha tratado como a un igual. Nadie se atreve a discutirme porque soy la señora y tengo lengua afilada. Y ahora, un rudo mercenario se sienta a mi mesa y me dice lo que opina de mí, de mi administración y de nuestro mundo, sin rendirse constantemente a mi condición superior. Se sintió castigado por esa lengua y reprimió su resentimiento. —No sabía que te había ofendido.


—No me ofendes. —Se puso lentamente de pie, ayudándose con las manos en el tronco del árbol—. Lo disfruto. Este compañerismo ejerce un poderoso encantamiento, y tú lo has usado para destruir el funcionamiento eficiente de mi cerebro. Lo había clasificado como brujo, y David, sin poder creerlo, dijo: —Eso se llama sinceridad, mi señora, y si te has visto tan poco expuesta a ella como para calificarla de encantamiento, lo lamento por ti. —¿Lo lamentas? Me envidias. Quieres casarte conmigo. Quieres usar este hijo para controlar mis... mis doce sacos de lana. ¡Para controlar mi vida! —¿Tu dinero? ¿Tu vida? —Esa mujer lo confundía, lo enfurecía. ¿Acaso no sabía qué era lo importante?—. De lo que estamos hablando es de un niño. En efecto, quiero casarme contigo, y aunque sé que dijiste... —Dije que no lo haría, y yo jamás cambio de opinión. Los ojos de Alisoun estaban grises como el pedernal, e igual de duros y fríos, y David perdió el control de su ira. A fin de cuentas, había fracasado en la mayor apuesta de su vida. —Dijiste que no lo harías pero, por la noche, cuando te cubrí, pensé que había encontrado a una mujer, la verdadera mujer que eras. Estaba equivocado. Me usaste del mismo modo que yo uso a Louis para cubrir una yegua, y ahora, mi tarea está concluida. —No tienes por qué esperar al día de pago. —Buscó con torpeza las llaves y sacudió ante él la que habría la caja fuerte—. Te daré el oro de inmediato. —Duplica la cantidad. —Él también era capaz de herir—. Oro por ser tu mercenario y por ser tu semental. —Te enviaré a Eudo con él y después podrás irte. —Envía a Eudo con la mitad. Guarda la otra mitad para mi hijo, y dile que es su patrimonio, que puede usarlo cuando se le antoje para viajar a Radcliffe y estar conmigo, su padre. —Señalándose el pecho con el dedo, dijo—: Tal vez puedas apartar a mi hijo de mí, pero eso no puedes quitármelo. Soy su padre, y siempre lo seré. —Entonces, vete. —No me quedaría aunque me lo rogaras. Enfrentados, se miraban, jadeando, como si hubiesen corrido una carrera y agotado toda su energía. Alisoun tenía la toca torcida, las mejillas encendidas, y olía a azufre. David imaginaba que no debía de tener mucho mejor aspecto, y por un instante sintió arrepentimiento, quiso que por un momento ella viese al mercenario sir David de Radcliffe, el legendario. Pero la ira y el dolor lo habían despojado de toda pretensión. Alisoun sacudió la cabeza y se alejó, poniendo entre ellos la mayor distancia posible en el menor tiempo que podía. David giró sobre los talones y arrancó en la dirección opuesta. Había andado una corta distancia cuando la conciencia lo hizo detenerse de golpe. No podía dejarla atravesar el bosque sola. Su mes de custodio no había terminado aún. En silencio, para que Alisoun no lo advirtiese y sacara falsas conclusiones, la siguió a través del bosque, y se detuvo a la sombra de los árboles. Desde allí la vio atravesar el claro y sumarse a la corriente de personas que iban de la aldea al castillo. En ningún momento miró atrás. Y no le importó. Lanzando una maldición, golpeó con los puños en el tronco de un árbol, y luego se apretó los nudillos doloridos y juró con más fuerza aún. ¡Maldita mujer! Lo hacía hacer estupideces, por motivos estúpidos. Volvió a meterse en el bosque, succionándose las heridas que sangraban. No había querido perder el control pero, por los brazos de san Miguel, que no estaba dispuesto a volver y pedirle perdón, después de que fue ella la que insistió en seguir adelante con sus absurdos planes. Circuló entre los árboles. En efecto, Alisoun se lo había advertido, pero él creyó que comprendería la conveniencia de casarse con él. La creyó una mujer inteligente, y debería haber sabido que eran términos mutuamente excluyentes. Cuando un hombre... —Dios... David se detuvo y ladeó la cabeza. Parecía un animal sufriendo. —Por san Juan... socorro... Un animal que gemía. Un animal parlante. De repente, sus sentidos se alertaron. Escudriñó la zona, notando las ramas rotas en la maleza y unas gotas de cierta sustancia oscura que manchaba las hojas. Se inclinó para ver mejor. Sangre. Volvió a sentir el escozor de antes, la sensación de ser observado, y echó una mirada en torno del verde enclave. No veía a nadie, pero sí oyó de nuevo esa voz quebrada.


—Ayuda... por favor. Decidido aunque cauteloso, siguió el rastro de gotas oscuras. El ruido de una respiración trabajosa se hizo más fuerte, y entonces lo vio: sir Walter. Una herida sangrante donde estaba la boca. Los ojos cerrados de tan hinchados. Los huesos de las piernas torcidos en un insólito ángulo. —¡Por el-euerpo de Cristo! —David saltó sobre la barrera de arbustos y se arrodilló junto al hombre golpeado—. ¿Qué ha ocurrido? Sir Walter ceceó. —¿David? —Sí, soy yo. —Tanteó el cuerpo de sir Walter con la intención de ver si había más heridas, y las encontró—. Necesito ir a buscar ayuda. —¡No! —Sir Walter se aferró al brazo de David—. Ayuda. David miró en torno. —Ayuda —insistió el herido. David entendió: si dejaba a sir Walter, ¿qué quedaría de él cuando volviese con la ayuda? Sujetó con cuidado al robusto hombre y se lo cargó sobre los hombros. Sir Walter no emitió un quejido, y David admiró su fortaleza. Se enderezó con cuidado y acomodó el peso del herido para aliviar su dolor. Entonces, sir Walter exhaló un gemido, impulsado por un ramalazo de dolor. O eso creyó David, hasta que captó el nombre: —Alisoun. David entendió que alguien había atacado a sir Walter y lo había golpeado brutalmente. Si eso le había hecho a un guerrero curtido, ¿qué podía hacerle a una mujer sola? —Alisoun —susurró. ¿Dónde estaría Alisoun? La última vez que la vio se dirigía al castillo, pero, ¿habría seguido su camino? Empezó a trotar. Sir Walter empezó a jadear, como si estuviese muriéndose, pero cuando David aminoró el paso, lo instó: —Se...guid. Salieron del bosque y entraron en la zona abierta que rodeaba el castillo. Iban por el camino, desde la aldea hacia el castillo, aldeanos y visitantes que acudían al mercado. Viendo al mercenario y su lúgubre carga, se quedaban mirándolos con la boca abierta, y se hacían a un lado para eludirlo, pero David no les prestó la menor atención. Enfilando directamente hacia el puente levadizo, vociferó: —¡Lady Alisoun! ¿Dónde está lady Alisoun? Al principio, nadie le respondió. Los criados se quedaban transfigurados mientras él seguía su marcha apresurada hacia el recinto interior, y el castillo. —¿Ha vuelto? ¿Dónde está lady Alisoun? En el descanso de los escalones había dos mujeres, y les gritó: —¡Eh, vosotras, vacas estúpidas! ¿Dónde está vuestra señora? —Aquí estoy. —Era Alisoun, desde la puerta de la lechería, y David viró en esa dirección. La expresión de la señora era tan fría como la primera vez que la vio, y su mirada, helada como un viento invernal. En un tono capaz de congelarle la médula de los huesos, empezó a decir—: ¿Cómo os atrevéis a regresar después de que...? —Entonces, se le dilataron los ojos y contuvo una exclamación horrorizada— . ¡Que Dios salve su alma, es sir Walter! —Sin una pausa, corrió hacia el castillo gritando—: ¡Traed mis utensilios médicos! Agua caliente y mantas. Preparad el solar, pues lo pondremos allí. —Volvió junto a David y tendió la mano, con gentileza, hacia el herido. Le tocó la cabeza y le habló en tono acariciador—. Mi buen sir Walter, ¿quién os ha hecho esto? Sir Walter no respondió. Sólo David sintió el suspiro de alivio que estremeció el cuerpo lastimado del guerrero y lo transformó en una carga comatosa, después de haber sido un saco de sufrimiento. Al ver que no le respondía, Alisoun apartó la mano y esparció la sangre que le había quedado en los dedos. —Llevadlo arriba —le dijo a David—. Quiero curarlo antes de que recupere la conciencia. Subiendo las escaleras del castillo, la carga tiraba a David hacia abajo. Las mujeres habían desaparecido y, como por milagro, el corredor parecía libre de obstáculos. Hacía unos momentos, David creyó que no volvería a ver el gran salón, y ahora a duras penas le echó una mirada mientras se encaminaba hacia el solar. Alguien mantuvo la puerta abierta, y hubo manos que lo ayudaron abajar al herido y acostarlo sobre el lecho. Entonces, Alisoun lo hizo a un lado, y él se alejó hacia el rincón más alejado de la cama, donde podía estar fuera del paso y al mismo tiempo observar los procedimientos. No los disfrutó, y menos aún cuando Alisoun acomodó el hueso de una pierna y luego el de la otra. Fue necesario que algunos servidores sujetaran a sir Walter, que ya estaba consciente, y sus gritos hicieron que el poderoso Hugh saliera corriendo de la habitación para vomitar fuera. El rostro de Alisoun tenía el color del pergamino, pero tiró, limpió y entablilló, y sólo entonces se alejó de la cama.


Si David había tenido alguna duda con respecto a la fuerza de Alisoun, su coraje a la vista de la sangre y el dolor la disiparon. Ninguna de las vicisitudes de la vida derrotaría a esta mujer. Cuando bajó de la tarima, se tambaleó, y David se apresuró a acercarse para asistirla. Algo lo golpeó desde atrás, apartándolo a un costado. Se dio la vuelta, los puños en alto, y se encontró de manos a boca con lady Edlyn. —¡No la toquéis! —gritó la muchacha—. Todos sabemos lo que habéis hecho. ¿Todos estaban enterados de la riña en el bosque? Miró a Alisoun, y la vio tan perpleja como él. —¿Qué es lo que he hecho? —Vos le habéis hecho esto a sir Walter. —Lady Edlyn retrocedió, como si él fuese un animal presto a atacar—. Peleasteis con él, lo seguisteis al bosque, y lo... —¡Espera! —Alisoun se abalanzó a la refriega—. Sir David no ha hecho daño a sir Walter. Decir eso es absurdo. Philippa, de pie en la entrada, abrazaba a su niña. —Es un hombre peligroso, furioso. —Él estuvo conmigo —repuso Alisoun. —¿Todo el tiempo que estuviste ausente? —preguntó Philippa. —No, pero... —¿Qué otro tiene la destreza como para golpear a sir Walter? En el silencio que siguió David miró en torno de la habitación. En un círculo de caras sombrías, los sirvientes lo observaban. Algunos parecían confusos, pero otros blandían cuchillos y garrotes. Alisoun los miró y afirmó: —Esto es ridículo. —Yo no he hecho nada —dijo David. Desechando la objeción con un gesto, Philippa dijo: —Él peleó con sir Walter, y cuando tú regresaste al castillo, quedó claro que había reñido contigo. No estás a salvo, Alisoun, y ya sabes cómo son los hombres. David se tragó la protesta instintiva. Jamás olvidaría esta escena. Como en el climax de la pasión, era como el ápice de un día desdichado. Ese momento se fijó en su memoria, realzado por intensas emociones. De algún modo, en algún punto de esa ciénaga de miedo y acusaciones, residía el nudo- de los hechos que explicarían su presencia ahí y el peligro que amenazaba a la señora. Alisoun no se movió, dejando girar alrededor de sí las emociones caldeadas, y serenó a su gente con su misma tranquilidad. —Tengo una fe absoluta en sir David. Es cierto que estaba enfadado, pero goza de una reputación impecable, y siempre me ha tratado con honor. Lady Edlyn hizo un ademán hacia él. —¡Miradlo, mi señora! Tiene las manos arañadas y sangrantes. ¿Cómo se ha hecho eso, si no es golpeando a sir Walter? David alzó las manos y las flexionó, apesadumbrado. Todos lo vieron y los criados retrocedieron, refunfuñando. —¡David! —Acercándose a él, Alisoun le tomó las manos—. No te hiciste esto practicando. Temiendo sentir el pinchazo del cuchillo en el cuello, David retrocedió, al tiempo que ella tiraba de él, atrayéndolo hacia la luz. —No es nada. Con una voz constreñida por el miedo, lady Edlyn dijo: —Lady Alisoun, por favor, apartaos de él. —Es preciso vendarlo —dijo Alisoun. —Están bien. —Trató de soltarse. Otra vez, los sirvientes se acercaron levantando las armas, y David acabó con toda resistencia. Tendría que decirle a Alisoun lo que había hecho, admitir su estupidez, y sus hombros se abatieron—. Golpeé un árbol. Las manos de Alisoun apretaron las suyas.

—¿Qué? —Golpeé un árbol. Esta vez, todos lo oyeron. Alisoun lo miró como si se hubiese vuelto loco. —O sea que... ¿chocaste contra un árbol con los puños? Philippa dijo: —Mi señora, no creerás eso, ¿no? —¿Por qué golpeaste un árbol? —preguntó Alisoun —Para no golpearte a ti, a sir Walter ni a una de las criadas, ni patear a un perro o cualquiera de las otras encantadoras maneras que elige un hombre para descargar su cólera. —Barrió con una mirada


acusadora a los hombres, y uno o dos de ellos tosieron y removieron los pies—. Yo no golpeé a sir Walter. Entonces, Alisoun hizo lo que él había soñado toda la vida. —Eso lo sé. —Le apoyó la mano en el pecho, lo miró a los ojos, con expresión calma, segura y confiada—. Jamás lo he dudado. Y sir David de Radcliffe se enamoró.


16

El solar se llenó de un silencio que los envolvió a todos, y David supo que callaban por el embeleso y la reverencia que él había manifestado. Fue entonces, cuando Alisoun le demostró su confianza, cuando comprendió que estaba viviendo la leyenda que le había contado su vieja bisabuela chiflada. —¿David? —Alisoun alzó una mano para tocarle la cara—. ¿Te has golpeado la cabeza? ¿Golpearse la cabeza? Estuvo a punto de reír. Sí, Alisoun tenía que pensar algo semejante. La verdad era que padecía todos los síntomas que había descrito su bisabuela: una fuerza desacostumbrada, una sensación de equidad, un resplandor interior. No era necesario, siquiera, que estuviese cerca de Alisoun para sentir los efectos. La abuela los había llamado las señales de un gran amor. —David, nadie va a hacerte daño. No tienes motivos para estar tan... —Ladeó la cabeza, sin saber cómo describirlo—. ...preocupado. La abuela los había entretenido, a él y a otros niños, en las noches de invierno, y el mejor relato, el que siempre pedían, era el que hablaba del abuelo y la abuela, de cómo habían pasado por las pruebas y la pena, hasta arribar a un lugar especial, a un sentimiento especial, que experimentaban únicamente uno por el otro. No todos lo lograban, había dicho la abuelita. La mayoría de las personas jamás eran testigo de semejante fenómeno en toda su vida, y sí brillaba en las actividades cotidianas de los abuelos. Había entibiado a toda la familia, a todos los criados, a todos los siervos. Había sido precioso, inviolable, y había obrado milagros. Incluso después de la muerte del abuelo, la abuela se llevó a la tumba ese resplandor. —Pienso que será mejor que te sientes. Alisoun trató de llevarlo hacia un taburete, pero David le quitó la mano de su brazo y la retuvo. Sí, ése había sido su cuento preferido, pero él ya había crecido. Ya cuando tenía ocho años, había comprendido las tonterías que barbotaba la abuelita. Había que pensar que no era su abuela sino su bisabuela, tan anciana que creía a su madre cuando afirmaba que la abuelita había sobrevivido a cuatro reyes. La abuela no recordaba lo que había comido un par de horas antes. No recordaba el nombre del bisnieto ni el de su madre, ni aun el de su propia doncella. No era más que una anciana dama que relataba absurdas historias antiguas, y David ya casi no se acordaba de ella desde el día en que murió. Y ahora, no podía olvidarla, porque él estaba viviendo aquel relato que ella contaba. Su unión con Alisoun era casi mística, como si hubiesen sido separados hacía mucho tiempo, perdiéndose en el tiempo y el espacio, y ahora volvieran a unirse formando un solo ser. —Ojalá mi abuelita estuviese viva para ver esto. David se llevó la mano de Alisoun a los labios, la besó con respeto, luego la dio vuelta y le besó la palma con la pasión de un amante. El entrecejo de la dama se alisó; debió de captar algo en el semblante de David que le daba una idea de sus pensamientos, porque se acercó más y le apoyó otra vez la mano en el pecho. —¿David? El contacto hizo palpitar el corazón de David, y su resplandor interior se reflejó en los ojos de ella. Se acercaron más y más, atrapados en ese precioso instante de reconocimiento y devoción... hasta que sir Walter tosió. Alisoun se apartó de David al instante, y él la dejó ir, sin objeciones. Luego habría tiempo y lugar para esto. Ahora, sir Walter necesitaba atenciones, y Alisoun se tomaba en serio esa responsabilidad. Fue junto a él, le tomó la mano, y luego se inclinó sobre el rostro hinchado, lastimado. —Soy lady Alisoun. ¿Me habéis llamado? Los sonidos que salían de los labios de sir Walter no eran palabras, en realidad, pero habló con intención apremiante, como si le urgiese hacerse oír. Alisoun se encogió, y tomó un paño helado para colocárselo sobre los ojos hinchados. —Sir Walter, os ruego que no habléis si ello os causa dolor. —¡Debo! Impulsado por la urgencia de esa única palabra, David también se aproximó.


—Tumba. Confundidos, David y Alisoun se miraron. —No entiendo. ¿De qué tumba estáis hablando? El aliento de sir Walter emergió por una tráquea tan lastimada que casi no funcionaba, pero él logró articular: —La tumba. Alisoun se puso alerta, y se inclinó tan cerca de los labios de él que casi lo tocaba. —¿La tumba? ¿La que está en el patio de la iglesia? —Abierta. David vio que en la frente de Alisoun se marcaban unas venas azuladas, y su rostro quedaba desprovisto de color. —¿Ahí es donde él os encontró? —preguntó. De entre los párpados hinchados del herido se escapó una lágrima que descendió por la mejilla. —Estúpido. Alisoun se sintió oprimida por una gran presión, y se sobresaltó como quien despierta. —No, no sois estúpido. No esperábamos que él sospechara. Ahora, dormid y curaos. Cuando estéis mejor, necesitaré de vuestros servicios. Le dio una leve palmada en la mano y la dejó sobre las mantas. A continuación, se volvió e inspeccionó la habitación. Nadie, salvo ella y David, habían oído las palabras de sir Walter, Habían sido pronunciadas en voz baja, y las heridas las habían hecho casi inarticuladas. De todos modos, sometió a examen a cada siervo, a cada doncella, solicitándoles discreción sin decir una palabra. Fue evidente que contaba con su completa lealtad. Cerca de la puerta, Philippa y Edlyn se acurrucaban juntas, víctimas del temor que había traído consigo esa violencia. A ellas les dijo la señora: —Calentad sacos con arena y ponedlos a los lados de sir Walter, Traed mantas y mantenedlo abrigado. Que no se enfríe esta noche y, si empeora, llamadme. —¿A dónde vas? —la interrogó Philippa con vivacidad, como si tuviese derecho a hacerlo así. —Voy a ordenar que se hagan más patrullas, y encontrar un modo de que vuelva a haber seguridad en George's Cross, —¿Qué ha dicho sir Walter? Alisoun le pasó un brazo por los hombros, ——Yo me ocuparé de eso. Tú, ocúpate de sir Walter. Fue hacia la puerta y Philippa la siguió, pero David la sujetó antes de que pudiese hacerla volverse, y le dijo en tono áspero: —Yo me ocuparé de ella. Philippa lo miró, tragó con esfuerzo, y asintió, —Alisoun. —La alcanzó cuando había llegado a la mitad del gran salón—. Lady Alisoun, tenemos que hablar. La dama siguió caminando con una serenidad que desmentía sus intenciones. —Tengo que impartir instrucciones a los guardias armados para que vigilen la aparición de extraños, que estén más atentos. —Eso me corresponde a mí. Sin mirarlo, le preguntó: —¿Te quedarás? En gesto repentino, él extendió la mano y la aferró por el codo. Girando sobre los talones, aprovechó el movimiento hacia adelante para hacerla volverse hacia su propia recámara. —No podrías alejarme. Tratando de soltarse, Alisoun dijo: —Necesito organizar las guardias. —¿Y que los golpeen a ellos también? Cualquiera que trate de protegerte está en peligro. —El horror que se reflejó en la cara de la dama le demostró todo lo que pudo desear—. A estas alturas no hay nadie en George's Cross que no sepa lo que le ha sucedido a sir Walter. No dudo que serán cautelosos, y no quisiera estar en el pellejo de un nuevo mercader que acuda esta noche al mercado. Se encontrará con que no tiene un lugar donde alojarse. —Sí. —Se irguió ante ellos la puerta de la habitación, y Alisoun se aferró al marco y trató de sujetarse—. Sé que esto será malo para nuestra prosperidad, pero ¿qué puedo hacer? David la hizo pasar y cerró la puerta tras ellos. Apoyándose contra la puerta, dijo: —Ven conmigo a Radcliffe. Alisoun giró hacia él. —¿Qué?


—Radcliffe —repitió—. Es pequeño, no hay mercado, y ningún desconocido que llegue pasa inadvertido, se lo señala y se lo trata con suspicacia. —No puedo ir a Radcliffe contigo. —Podrías, si te casaras conmigo. Alisoun se apartó. —Ya hemos hablado de esto. —No fue una conversación, fue un concurso de gritos. Incómoda, Alisoun movió los hombros. —Nadie ha cambiado desde esta tarde. David rió entre dientes. —Oh, Alisoun. —¡Salvo sir Walter! —Aquí, no puedo mantenerte a salvo. No puedo cuidar a tu gente aquí. Tienes un mercado, y un centro poblado con mucho movimiento. Aquí llegan buhoneros, campesinos y granjeros que han sabido de tu prosperidad y buscan algo para sí mismos. No puedo seguir a cada desconocido todo el tiempo que esté aquí. Tampoco pueden hacerlo tus hombres, y este cruel ataque a sir Walter pondrá a tus aldeanos a la defensiva contra la gente que ha venido a comerciar con ellos. —Eso ya lo sé. —Se apoyó una mano en la barriga y otra en la cabeza—. No sé qué hacer. David se acercó más, y la apremió para que tomase una decisión. —¿Puedes correr un riesgo con ellos? Alisoun no se movió. —He presenciado en el camino robos y palizas menos salvajes que la sufrida por sir Walter. — Apoyando una mano de él sobre la que ella apoyaba en su barriga, agregó—: ¿Puedes correr el riesgo con el niño? Alisoun lo miró y, por primera vez, asomaron a su rostro todas las emociones: miedo, confusión, angustia. Y David deseó recuperar a la vieja Alisoun. Quería para ella esa serenidad. Quería que tuviese tiempo para gozar de sus logros, sus habilidades, su preñez. Pero quería que lo hiciera junto con él, y debía hacerle entender que el matrimonio entre ellos ya no era una simple opción: era una necesidad. Si bien no había tenido la intención de consolarla hasta que no se diese por vencida, no podía soportar verla tan alterada. Estrechándola en sus brazos, la meció contra él. Girando la cabeza sobre el pecho de él, Alisoun gimió: —Me siento muy avergonzada. —¿Avergonzada? —La retiró un poco—. ¿Por qué avergonzada? —He fracasado en mi responsabilidad de cuidar a sir Walter. —Por el cuerpo de Cristo. —La alzó y la llevó hasta la cama. La hizo sentarse en medio y le dijo— : Si algo impide dormir a sir Walter esta noche es que él ha fracasado en su responsabilidad hacia ti. —No, yo... —Alisoun. La besó. —Tendría que... La besó de nuevo. —No hice... La besó otra vez. Y otra. Eran besos suaves, dulces, que adormecían los sentidos de la mujer y que, por fin, lograron aliviar la infinita ronda de reproches a sí misma. David saboreó las lágrimas de ella y se las quitó de las mejillas con su manga. —Eres la mejor señora que cualquier subdito podría tener. Y tú sabes que lo eres. Alisoun apretó los labios y sorbió por la nariz. —Admítelo. —La besó—. Admítelo. —Lo soy. La resistencia a admitirlo le dio ganas de sonreír, pero de lo que más tenía ganas era de besarla. En ese momento, Alisoun necesitaba sus besos, necesitaba consuelo y seguridad. Le contorneó los labios con la lengua. Cuando se separaron, recorrió con ella el borde accidentado de los dientes. Alisoun se quedó tendida, laxa, y David se convenció de que no haría otra cosa que absorber un poco de paz de su abrazo y de su afecto, pero cuando le metió la lengua en la boca, ella le salió al encuentro. Presionó con más fuerza, uniendo los labios de los dos. Alisoun le rodeó el cuello con los brazos, y él se encaramó al colchón junto a ella. Se apoyaban sobre las almohadas, y las mantas. Los pies de los dos se golpeaban contra el tablero a los pies de la cama. David había procedido con torpeza, pero al principio no tenía otra intención que la de consolarla. No había planeado este súbito ramalazo de deseo ni la pronta respuesta de ella. Seguía queriendo consolarla, pero cuando le tocó la mejilla, le besó el pecho... y vio que se quitaba la toca, supo que ella también lo deseaba.


Se llevó uno por uno los mechones de cabello a los labios, y luego los dispuso en torno de su cara como rayos de sol. Alisoun permaneció en reposo, los ojos cerrados, dejándole hacer lo que quería. Algunos hombres se hubiesen ofendido. El propio David podría haber recordado a su esposa, muerta mucho tiempo atrás, que yacía fría como un pescado cuando él la acariciaba. Pero en el caso de Alisoun, la misma falta de movimientos era una confesión. Le había cedido el poder, y confiaba en que no abusara de él. —Así que quieres hablar conmigo. —Rizó con el dedo los cortos mechones de cabello delante de las orejas—. Tú crees que te embrujo cuando te digo lo que pienso. Alisoun se estiró y acomodó los hombros. —No dices las mismas cosas que otros hombres. —¿Por ejemplo? —Otros nobles hablan de sí mismos, de lo fuertes que son, de cómo mataron a un jabalí con sus propias manos. —Lanzó un resoplido y puso los ojos en blanco—. Como si yo lo creyese. David le pasó los dedos debajo del cuello y le masajeó los músculos tensos. —Pretenden impresionarte. —¿Por qué? ¿Por qué un hombre piensa que impresiona a una mujer diciéndole mentiras? —Hay mujeres que no son tan perspicaces como tú. —Hay mujeres que fingen creer. Imaginando la escena, David sonrió: un luchador respetado, inventando sus cualidades para impresionar a la fría mujer que tiene junto a sí. Y esa mujer fría que lo interroga, hasta que el relato se embrolla. Ahora comprendía por qué había permanecido soltera. Bajó la vista hacia ella y vio que lo miraba fijamente. —Tú no inventas. David se encogió de hombros. —Yo no he matado ningún jabalí con las manos últimamente. Pasó esas mismas manos por el pecho de ella, y aflojó los lazos que cerraban el vestido. Cuando ensanchó la abertura, le rozó con las manos los pechos, todavía cubiertos por la camisa. Alisoun se estremeció y se le formó piel de gallina. —No creo que hayas perdido tiempo en algo tan trivial. Estabas demasiado ocupado... Sostuvo los pechos en sus manos, y Alisoun aspiró una gran bocanada de aire. —Estabas muy atareado convirtiéndote en el legendario sir David. Frotándole los pezones con los pulgares, dijo: —Ya no soy una leyenda. Alisoun sonrió: —Tu lanza siempre da en el blanco. David se quedó inmóvil, y le escudriñó el rostro buscando una explicación. —¿Qué? —preguntó ella—. ¿Qué? —Has hecho una broma. —¿Y? —Una broma obscena. Una chispa de indignación la puso tensa. —¡Yo no carezco de humor! —Claro, siempre ha estado ahí. —Le deslizó el vestido sobre los hombros y lo bajó, desnudándola por completo, y mientras le quitaba el resto de la ropa, agregó—: Pero me has hecho creer que soy un brujo.

El rostro de sir David se cernió sobre mí, que dormía sobre un jergón en el salón grande, y me sacudió por el hombro. —Levántate, Eudo. Te necesito. Jamás se me cruzó la idea de cuestionar la orden. Me levanté, vacilante, refregándome los ojos, y me puse la capa corta sobre la ropa. Creo que él me ayudó... nadie despierta a un niño de once años después de un día agotador sin tener que luchar contra los resabios del sueño. Los otros que dormían en el salón se apartaron de nosotros, pero nadie protestó. Sir David había recuperado su reputación legendaria, y todos sabíamos que nuestra seguridad dependía de su experiencia.


Las antorchas parpadeaban en el muro con aire fantasmal, mientras él me llevaba de la mano hacia la puerta exterior, y al fin salimos afuera, y nos hallamos en medio de la noche más oscura que había visto. El aire fresco me despertó de golpe, y sir David me preguntó: —¿ Ya puedes caminar? Asentí y ahogué un bostezo, y avanzamos hacia el puente levadizo. Los guardias armados nos detuvieron antes de que pudiésemos llamar siquiera, y sir David musitó: —Bien: están nerviosos. Bastó un momento para que les susurrara instrucciones, y luego los dos guardias desaparecieron y se oyó el traqueteo de las cadenas que sostenían el puente. El aire quieto de la noche acarreó el ruido, que se parecía al entrechocar de los huesos de un cadáver, y mis piernas flacas temblaron de susto. El puente nunca se bajaba de noche, y menos después de un ataque como el de ese día. Pero sir David cruzó sin vacilar las planchas, y yo lo seguí. No tenía ninguna gana de abandonar el castillo, pero si tenía que ir, quería mantenerme cerca de mi amo. —No tan cerca, muchacho. —Sir David estiró el cuello y contempló el cielo estrellado—. ¿No quieres saber a dónde vamos? Quería, pero no estaba seguro de que fuese a gustarme la respuesta. —Vamos al patio de la iglesia, donde está el cementerio. —Sir David me miró y me pareció que sonreía, aunque su boca no era más que un agujero negro en el vago resplandor de su cara—. ¿Qué opinas de eso? Creí que estaba loco, pero decidí guardarme la opinión. Y aventuré: —Sir David, si tenéis necesidad de orar, en el castillo hay una capilla. —No quiero orar. Quiero visitar las tumbas de la iglesia de la aldea. Me persigné y, con la histeria propia de un niño, me pregunté por qué las órbitas de mi amo parecían vacías. Erguida sobre una loma que dominaba la aldea, la iglesia estaba separada de otras construcciones, y el cementerio formaba una pendiente a un costado, en dirección al bosque. En lo más profundo de mi corazón, esperaba que sir David estuviese bromeando, y que estuviese yendo a cualquier sitio, a cualquier otro que no fuera ése. Pero no, bajo nuestras pisadas la hierba húmeda chillaba, mientras recorríamos un camino recto a través del prado. A sir David se lo veía muy a gusto en la oscuridad, y se movía con el aplomo de un gato, hablando en un tono alegre que alivió en parte mi miedo paralizante. —¿Toda la familia de lady Alisoun está sepultada aquí? —preguntó. —Algunos. Aquí están las tumbas más antiguas. Los muertos más recientes fueron enterrados dentro de la iglesia, bajo el altar. —¿Aún se sepulta aquí a los aldeanos? —Sí, señor, pero alejados de la familia de lady Alisoun. —¿La familia de la condesa está apartada? Asentí, pese a saber que no podía verme. —Sí, separada por una cerca. —¿De modo que hace años que no se sepulta a nadie de la familia en ese terreno? —Hace años que no se entierro a nadie de la familia, pero si un visitante enferma y muere, lo sepultamos con honores en ese sitio. —Ah. —Sir David exhaló un sonido como si hubiese tenido una revelación—. Últimamente, ¿ha muerto alguien y ha sido enterrado aquí? —Oh, no. La última vez que alguien fue enterrado aquí fue el invierno pasado. —Es bastante tiempo —concedió—. ¿Quién era? —Una amiga de mi señora con su hija recién nacida vinieron de visita, pero enfermaron y murieron en el término de dos días. —¿Quién era la dama? —La duquesa de Framlingford. Sir David tropezó y casi se cayó, y yo lo sujeté. —¿Estáis enfermo, señor? Su mano encontró mi hombro, y me lo apretó. —¿ Te daría miedo si te quedaras solo aquí? No tenía por qué mentirle: —Sí, señor.


—Está saliendo la luna, ¿ves? —Sir David señaló el horizonte hacia el este. Vi un resplandor blanco sobre las cimas de las montañas—. Hasta podrías encontrar tú solo el camino de regreso pero, para decirte la verdad, no creo que haya nadie lo bastante loco para salir tan tarde. —Salvo el sujeto que hirió a sir Walter y que trató de herir a la señora. Mi voz baja vaciló de manera abominable, pero sir David me oyó. —Entonces, ¿tú crees que él también está loco? —Eso espero, señor —dije, fervoroso—. Espero que esté completamente loco, porque no quisiera pensar que es alguien que anda entre nosotros, sin ser notado. —Bien dicho. Sin embargo, sir David no me dijo nada tranquilizador. Al advertirlo, empecé a caminar otra vez pegado a sus talones. —Dime qué sucedió con la duquesa de Framlingford. Escarbé en mi memoria. En realidad, no había prestado demasiada atención y, en aquella época de mi vida, el invierno anterior parecía haber pasado hacía siglos. —Recuerdo que la duquesa era amiga de mi señora y había venido a hacerle una visita a Beckon. Ése es otro de los castillos de la señora. —¿Por qué? —No lo sé, señor. —Pensé que tal vez hubieras oído habladurías. —No hay muchas habladurías con respecto a mi señora. Nunca antes ha dado motivo de comentarios. —¿Antes de mí, quieres decir? Yo sabía que no debía contestar eso, y sir David no parecía desear una respuesta. Reflexionó, y luego preguntó: —¿Por qué vinieron aquí lady Alisoun y la duquesa? ¿La esperabais? —No, señor, nos sorprendió que viajara estando tan avanzado el invierno, y cuando llegaron, la duquesa y su hija ya estaban enfermas. —¿La hija? —Así dijeron. Yo nunca vi a ninguna de las dos. La señora temía que hubiesen llevado el contagio al castillo, y las atendió ella sola, para no poner en peligro a nadie más. Cuando murieron, ella preparó los cuerpos y los puso juntos en el ataúd. —¿Completamente sola? ¿Nadie la ayudó en ningún aspecto? —Nadie. Sir Walter siguió caminando en silencio, hasta que llegamos al cementerio. Una breve cerca de madera rodeaba las tumbas, y la puerta chirrió cuando sir David la abrió. En el centro del cementerio un pequeño muro de piedras rodeaba a la familia de la señora. Yo me quedé del lado de afuera de la cerca, hasta que sir David me gritó: —Esta tierra está consagrada en nombre del Señor. Sólo se sepulta a los suicidas y a los herejes fuera de la cerca. Antes de que terminara la frase, yo ya estaba junto a él. La luna que asomaba quedó atrapada en las puntas de los árboles del bosque cercano. La luz blanca permitía ver una diversidad de gárgolas y santos sobre las losas que señalaban cada una de las tumbas. En las profundas sombras de la noche que proyectaba la luna, los santos reían burlones y las gárgolas se agazapaban, esperando el paso de las presas distraídas. Me aferré a la sobreveste de sir David, que andaba por el angosto sendero entre las tumbas más antiguas, hasta el sitio donde estaban enterradas las dos visitantes. Una de esas tumbas estaba abierta. Si hubiese podido moverme, habría corrido. Cuando mis largas piernas entraban en acción, nadie podía alcanzarme. Si hubiese podido moverme... Lo que hice fue quedarme inmóvil, con la boca abierta, mientras sir David se arrodillaba y miraba dentro de la sepultura. Refunfuñó: —Aquí no hay nada. Se sacudió la tierra de las manos, se puso de pie, y miró alrededor. Yo sabía lo que estaba buscando. Incluso, lo vi antes que él, pero cerré con fuerza los ojos para no tener que informarle. Pero fue inútil Con pasos seguros se encaminó hacia el ataúd, y yo corrí tras él, ansioso de permanecer cerca aunque, al mismo tiempo, ansiaba estar lejos de la caja de madera entreabierta.


Pensé que mis plegarias habían sido respondidas cuando se detuvo a mitad de camino, pero sólo fue para entregarme el cuchillo y decirme: —Ese loco del que estamos hablando podría estar por aquí, así que quiero que me cuides las espaldas. Me castañeteaban demasiado los dientes para responder. Sir David se acercó más al ataúd, y en ese momento la luz de la luna reptó sobre los troncos de los árboles aproximándose, como si quisiera iluminar el cadáver que había dentro del cajón. Oí el raspar de la madera contra la madera, cuando él apartó la tapa por completo. El olor de la descomposición flotó hasta mis narices. Clavé la vista en los árboles y en la zona que rodeaba el cementerio, escudriñando con tanta fuerza que me dolieron los globos de los ojos, preguntándome si pasaría vergüenza, si me darían arcadas de miedo y de horror. Sir David se mantuvo silencioso tanto tiempo que, por fin, arriesgué una mirada hacia él. Se puso de pie, con los brazos enjarras, contemplando el interior del ataúd como si jamás hubiese visto un cadáver podrido, aunque yo sabía que había visto ahorcados en todo cruce de caminos. Reuniendo coraje, le grité: —Sir David, ¿faltará mucho para que terminemos? No me respondió, y me acerqué con sigilo. —Sir David. —Siguió sin responder, y me volví para mirarlo de lleno—. ¡Sir David! En ese momento, la luna ascendió sobre los árboles, y la luz iluminó plenamente lo que había dentro del cajón. Una piel podrida de corto pelo negro cubría todo el cuerpo. Un hocico que mostraba unos dientes de aspecto canino. Cuatro patas terminadas en garras curvas. Y una versión más pequeña de la bestia, metida debajo de su barriga. Solté el cuchillo, abandoné a sir David y corrí lo más rápido que mis piernas podían llevarme de regreso al castillo, donde me agazapé junto al puente levadizo, hasta que llegó mi amo a rescatarme.


17

Alguien se metía sigilosamente en la habitación de ella. Alguien que le deseaba el mal. Alisoun trató de abrir los ojos, pero sólo pudo oír el susurro de pasos que se arrastraban por el suelo. Trató de moverse, de gritar, pero la pesadilla la tenía atrapada. Cerca, en un sitio impreciso, algo raspaba como una hoja delgada sobre una piedra de afilar. Esa cosa regresaba desde la tumba. Tenía la intención de salir con las primeras luces y cubrirla otra vez con tierra, pero era demasiado tarde. El lobo que había colocado en el ataúd se arrastraba hacia ella en ese mismo momento, reavivado por la tierra sagrada en la que ella lo había puesto. Quería a David, pero él la había abandonado. Quería a sir Walter, pero él estaba muy herido. Estaba sola, débil, indefensa... y algo le saltó a la garganta. Se incorporó, gritó, ahuyentó al intruso, y aquel gato malhadado salió volando del colchón y aterrizó en el suelo con un chillido indignado. —¡Oh, no! —Alisoun se bajó torpemente de la cama, levantó al gato y lo acunó—. ¿Te he hecho daño? El gato hundió las agudas garras en su piel y se aferró a ella. Alisoun lo acarició, lo arrulló, lo revisó buscando heridas, y el animalejo se acomodó y ronroneó. Alisoun sintió ganas de reír. De llorar. Quiso que todo fuera como antes, cuando ella conservaba el control de su vida y de su destino. Por primera vez en su vida, quería negar las consecuencias de sus acciones. Vistas en retrospectiva, le parecían acciones estúpidas, e incluso así no veía otra alternativa. Tuvo que ayudar a su amiga, tuvo que contratar a sir David, tuvo que recibirlo en su cama... Suspiró. Bueno, no, no tenía ninguna obligación de darle la bienvenida en su cama, y tenía la absoluta certeza de que, cuando fuese vieja, recordaría la intrusión de David en su mundo seguro como lo mejor que le hubiese sucedido jamás. El ruido de rascado se oyó otra vez. Alisoun se paralizó, y luego levantó la cabeza y miró alrededor. Allí estaba David sentado a la mesa, con la vela junto a su codo, escribiendo. Entonces, ella identificó el ruido: era la pluma aguzada raspando sobre el pergamino. Pero, ¿qué era todo eso? ¿Y por qué la ignoraba? —¿David? Él alzó la cabeza y le clavó la vista. —Alisoun. Su padre solía mirarla de una manera bastante parecida cuando trataba de hacerla llorar por sus defectos. Pero el semblante de David gritaba su auténtica desaprobación hacia ella. Avergonzada, se levantó y volvió a deslizarse en la cama, sosteniendo al gato como si fuera su único amigo verdadero. Metiéndose bajo las mantas, preguntó: —¿Qué estás escribiendo? —Estoy redactando nuestro contrato de matrimonio. —Se sacudió unas motas de tierra de la manga con la pluma—. Para que lo firmes, ¿con qué frecuencia tengo que aceptar bañarme? No se le ocurrió una respuesta. No podía pensar en nada. —Yo... jamás se me ocurrió que ésa fuese una cuestión para ser incluida en algo tan solemne como un documento de matrimonio. —No quiero más sorpresas en nuestra unión. —Sin sonreír para aligerar su actitud, sugirió—: Siempre he pensado que una vez al año era suficiente en el esquema normal de la vida. Pero sospecho que no será bastante para ti. —Ehh... no. —Dos veces al año. ¿Por qué estaban hablando de baños? —¿Una vez al mes? David levantó el cuchillo y raspó el pergamino. —Una vez al mes, sea.


Se hizo silencio entre los dos, esa clase de silencio que congela las palabras en su fuente. Se inclinó sobre la escritura con absoluta concentración, y Alisoun se concentró en el gato. El animal retozaba sobre las mantas, y cuando Alisoun movía el pie, lo hacía saltar como si esos movimientos desafiaran su supremacía. Alisoun volvió a moverlo, y el gato gruñó y saltó. No pudo contener una carcajada, y echó a David una mirada culpable. Él observó las cabriolas del gato con una semisonrisa, y Alisoun se relajó. Si podía sonreírle al gato, ella podría hablar con él sin temor a reprimendas, si bien él jamás la había maltratado, en modo alguno. No entendía por qué se preocupaba. Observándolo con más atención, anunció: —Tendrás que bañarte antes de lo que yo preveía. Estás sucio. David se miró las uñas llenas de tierra. —He salido. —¿A esta hora de la noche? ¿A dónde...? Entonces, lo supo. Supo por qué estaba tan sombrío. Supo a dónde había ido. —He estado presentando mis respetos a los muertos. El tono frío y la mirada inexpresiva le provocaron carne de gallina. —¿Lo viste? —Lo sepulté de nuevo. El alivio desbordó al horror de Alisoun. —¿El ataúd estaba...? David alzó una ceja en gesto inquisitivo. —¿Abierto? —Eso asustó tanto a Eudo que se convirtió en una gelatina trémula. Alisoun no había pensado que podría empeorar, y ahora estaba viviendo la pesadilla que la había asustado. —¿Eudo lo vio? —No se lo dirá a nadie. Una capa de sudor le cubrió todo el cuerpo, y se secó el labio superior con la sábana. El gato se acurrucó y miró, y los cuartos traseros le temblaron. —¿Cómo lo sabes? —Le ordené que guardara silencio y, además, está avergonzado. —¿Avergonzado? —Ese cadáver lo asustó tanto que me abandonó y escapó corriendo. Le dije que todos los caballeros que conocía habrían huido de una cosa así, y traté de aliviar su tormento. —La expresión del hombre era torva—. No quisiera que un muchacho tan valiente se afligiese por semejante treta. Alisoun quiso cubrirse los ojos y gemir, por el fracaso de su estratagema. Toda una vida de sensatez destruida por un acto de piedad. Con todo, tenía que asegurarse de que nadie más sufriera. Sólo ella debía pagar por su caridad. —¿Tú lo contarás? —¿Que enterraste a una loba y a su cachorro en el terreno de tu familia? —En el rostro de David no se movió un músculo. Sus manos permanecieron quietas. Su expresión pétrea no dejó traslucir nada—. Jamás. No permitiría que las autoridades de la Iglesia arrestasen a mi esposa. De modo que ése era el precio: casarse con sir David. No sería tan espantoso. Nada espantoso. Sin embargo, este duro desconocido que la miraba desde el otro extremo de la habitación no mostraba simpatía alguna. Era como un mercader, regateando en silencio la mano de ella, sabiendo que ella no tenía más alternativa que aceptar. Bajando la cabeza, se entregó a él. —Mañana le daré instrucciones al sacerdote de que anuncie las amonestaciones. —Querrás decir, hoy. —Le señaló la luz que iba entrando por la ventana—. Además, las anunciará todos los días a partir de hoy. No quiero que después nadie proclame inválido nuestro matrimonio. —¡Yo no haría semejante cosa! David repuso con solemnidad: —No se me había ocurrido que pudieras hacerlo. Aun así, eres una importante heredera, y el rey querrá disponer de ti a su conveniencia. Ya así tendremos que pagar por casarnos sin su permiso. Alisoun se crispó, al pensar en el oro que saldría de sus cofres. —Es por una buena causa —dijo él—. ¿Cuándo puedes estar lista para trasladarte a Radcliffe? En un año cualquiera, Alisoun pasaba un tiempo en cada uno de sus castillos, y trasladaba su hogar con ella. Mudarse a Radcliffe, en cambio, exigiría más preparativos porque no tenía idea de las circunstancias con que se encontraría allí. Peinó con los dedos la piel que había sobre las mantas, y lo pensó:


—Cuatro días. —Qué eficiente. —Hizo una mueca, y se pareció un poco más al hombre candido y demostrativo que ella conocía—. No habría esperado nada menos. Así, tres días para anunciar las amonestaciones y negociar el contrato de matrimonio. Nos casaremos al cuarto día, y saldremos inmediatamente después de la ceremonia. —Se levantó y dejó la pluma y el pergamino en un rincón—. Otra cosa, Alisoun. Se puso tensa, ansiosa, esperando una nueva exigencia. —Ese gato está acechándote. Alisoun bajó la vista hacia el animal, en el preciso momento en que saltaba hacia sus dedos inquietos. Contuvo una exclamación. David se echó a reír. El gato se le colgó de la mano y la lamió hasta que pudo soltarse y bajar de la cama. —¿Le has puesto nombre? —preguntó David, con un interés que iba más allá de lo casual. Alisoun objetó automáticamente: —No, no tengo interés en ponerle nombre. —Contempló la pequeña criatura y observó cómo disimulaba su naturaleza, pero no podía ocultar su vulnerabilidad—. Lo que sí podríamos es llevarlo con nosotros a Radcliffe. —Dejadme ir con vos. Alisoun, que estaba empaquetando su vajilla más fina, se interrumpió y levantó la cabeza para mirar a Edlyn. Iluminada por las antorchas del gran salón, la muchacha parecía abatida y desdichada, y dentro de Alisoun se agitó la compasión. Pero conocía su deber y le respondió: —Querida, no puedo hacer eso. Debes ir al hogar de tus padres y prepararte para tu inminente matrimonio. —Mi madre está preparando mis nupcias en este mismo momento. Está guardando un par de sábanas en el baúl, un vestido nuevo encima de ellas, encima una toca nueva, unos manojos de hierbas para las curaciones. Mi padre estará eligiendo su mejor caballo del establo, y reforzando la carreta para el largo viaje. Establecerán contacto con el monasterio para que un monje nos acompañe. No me necesitan a mí para eso. Cuando llegue, me ofrecerán una cena de bienvenida y despedida, y me pondrán rápidamente en camino: necesitan el dinero que el duque de Cleere pagará por mí, de modo que no es preciso demorarse. —Edlyn se inclinó adelante y apoyó una mano fría sobre la de Alisoun—. Pero yo quiero demorarme, aunque sólo sea un poco. Dejadme ir. Alisoun ansiaba concederle su deseo a Edlyn, y la horrorizaba su propia vacilación en cumplir con lo que era correcto. Quizá la preñez había aflojado los lazos con que ella contenía sus emociones. Quizá sus propias dudas con respecto al matrimonio la asaltaban, y por eso anhelaba el apoyo de aquellos que la querían. Tal vez, quisiera brindarle a Edlyn el don de un mes más de doncellez. Fuera cual fuese el motivo, dijo: —Sir David dice que la hambruna de su gente es grave, y que necesito a alguien para que coordine la tarea de empaquetar alimentos para Radcliffe. Edlyn apretó las manos. —¡Yo puedo hacer eso! —Y alguien que distribuya los alimentos cuando lleguemos. —Sabéis que yo puedo, pues vos me enseñasteis a distinguir a los que más necesitaban ayuda. —Sí, yo te lo enseñé. —Le había enseñado a Edlyn las cuestiones prácticas, y albergaba la esperanza de que la muchacha hubiese absorbido la suficiente cuota de estoicismo como para aliviar su transcurso al nuevo hogar. Pero aún no. Alisoun asintió con lentos cabeceos—. Si vinieras con nosotros... —Sí. ¡Sí! —... tranquilamente podría dejar aquí a Heath. Me sentiría mejor si ella se quedara a cuidar de sir Walter, y si estás conmigo, la tarea de Philippa será más liviana. —Edlyn lo tomó como un permiso y, no queriendo oír más, trató de alejarse corriendo, pero Alisoun la sujetó antes de que pudiese irse—. Sólo por un mes. Después, sea cual fuere mi situación, tendrás que ir a casa de tus padres. —Suspirando, añadió—: Cuando se conozca esta deficiencia mía, ningún padre me enviará a su hijo para que lo amadrine. —Yo sí. —Los ojos de Edlyn resplandecieron—. Si alguna vez tengo una hija, no querré que ninguna otra persona la amadrine. Tras semejante promesa, Edlyn escapó, temerosa de que Alisoun cambiara de idea, y ésta, con el corazón pesado, la vio irse. Reanudó la tarea de hacer el equipaje, y les explicó a las pieles: —Después de todo, no la dejo acá, donde tiene cerca la tentación.


Echó una mirada hacia el solar, donde reposaba sir Walter. Había sobrevivido dos días y, con la ayuda de los santos, viviría una larga vida. Pero George's Cross necesitaba otro jefe de guardia, y David había nombrado a Hugh. Hugh, que había jurado de rodillas proteger el feudo de Alisoun. Hugh, que lo había celebrado durmiendo con la mitad de las doncellas. Hugh, que destrozó el corazón de Edlyn, sin reconocer siquiera su existencia. —Además... —Alisoun envolvió la más grande de sus fuentes de plata en un paño suave— ...¿qué puede importarle al duque de Edlyn otro mes más?

—Radcliffe no se parece a lo que tú estás acostumbrada. Es pequeño y oscuro. En el transcurso de los cinco días que llevaban de camino, David casi no se había apartado de Alisoun. Cabalgaban al frente de la columna, de la que también formaban parte lady Edlyn, las doncellas de Alisoun encabezadas por Philippa, los carros y, por supuesto, Ivo y Gunnewate con los hombres armados. En ese lapso, David trató de prepararla para el desastre que sería su hogar. Alisoun no sabía si en realidad era tan malo como él decía o si pretendía que lo tranquilizara, pero sí sabía ser amable. —La mayoría de mis otras residencias no están tan bien acondicionadas como George's Cross. —A decir verdad, puede que ofenda tus sentidos. De lo que estoy seguro es de que no está, ni de lejos, tan limpio como a ti te gustaría. El sol matinal se filtraba entre las hojas, moteando el rostro de David, y a Alisoun le gustaba cómo las sombras suavizaban la aspereza de su piel tostada y la barba incipiente que le cubría el mentón sin afeitar. Parecía más joven, con una cierta distinción picaresca. —No tan limpio como quisieras —insistió—. Pero, ¿qué es? Tomando el comentario como un permiso, Alisoun dejó vagar la mirada por el cuerpo de David. Le parecía el mejor cuerpo de hombre que hubiese visto. Oh, era cierto que no volvería a crecerle el lóbulo de la oreja ni el dedo perdido, pero tenía grandes pies sobre los cuales plantarse sobre el suelo, y una altura que lo elevaba hacia las nubes. Su esposo era una agradable mezcla de desenvoltura y extravagancia. —Pero tiene un solar muy agradable, con una ventana con cristal. —¿Cristal? —Sorprendida, Alisoun apartó la atención del cuerpo de él—. Eso es una sorpresa para mí, si pienso que fuiste tan maltratado por la sequía. —Oh, los primeros tiempos, cuando tomé posesión del castillo, tuvimos unos años buenos, y... —su voz se convirtió en un gruñido— mi esposa insistió. La costa noroeste era, con mucho, la zona menos civilizada de Inglaterra, con bosques que invadían los estrechos senderos y daban un intenso tono verde a la luz del sol. Los costados de los carros rozaban las ramas a ambos lados, y más de una vez los hombres armados tuvieron que unir su esfuerzo al de los bueyes, y cortar la madera para que pudiesen pasar. David se había sentido desdichado cuando vio los baúles que Alisoun había preparado para el traslado, y a cada día que pasaba se sentía más desdichado aún. Alisoun lo comprendía, pues no sólo los ladrones eran frecuentes en ese camino. El día anterior, una manada de lobos había corrido paralela a la caravana a través de la maleza, y los observaban atentamente. Al verlos, el joven Eudo se desmoronó, y sollozó de miedo. Esa noche, tras instalar el campamento, Alisoun le había preparado un brebaje de vino y hierbas para calmarlo, y se sentó a su lado hasta que se durmió. Pero fue inútil. En mitad de la noche, cuando sólo asomaba entre los árboles una fina tajada de luna, se levantó y se encontró con que David y sus hombres sacaban ramas ardiendo del fuego y las agitaban en los lindes del claro. Lady Edlyn, Philippa y las otras doncellas se acurrucaron cerca de Alisoun como para protegerse, al tiempo que la hija de Philippa se había despertado y reía del feroz despliegue. Alisoun, en cambio, no sentía ninguna aprensión. Si bien David ya no vencía a todo rival en los campos de lid, su experiencia compensaba eso con creces. Combinaba la destreza de un luchador curtido con los instintos depredadores de un lobo al ataque. Y aunque David no lo supiese, la naturaleza los protegía como nada era capaz de hacerlo. Ese cobarde canalla que la acechaba andaba solo. No quería que otro hombre conociera las profundidades de su depravación, y no los seguiría allí con sus jugarretas, donde sus esfuerzos podrían acabar cuando lo devorasen los lobos. Por lo tanto, la decisión de ir a Radcliffe había sido atinada, y a Alisoun no se le ocurría que nada de lo que hubiese allí podría hacerla desdichada... si lograba apaciguar a David.


—Ciertamente, estaré agradecida de las comodidades que haya añadido tu esposa a Radcliffe. David se removió sobre la montura hasta que el rey Louis giró la cabeza y manifestó su desagrado con un relincho de desaprobación. David se quitó el sombrero y le dio un golpe con él entre las orejas, al tiempo que decía: —¡Ño te quejes! Estamos yendo a nuestro hogar, ¿no? Louis lanzó una fuerte exhalación, volvió otra vez la cabeza adelante y acomodó otra vez su paso al palafrén de Alisoun. —¿Entiende todo lo que le dices? —preguntó Alisoun. —Casi todo. —Echó una mirada furibunda al caballo blanco, pero Louis, con su aire regio, lo ignoró—. Sospecho que el resto finge malin-terpretarlo. Su expresión sombría hizo subir la risa a los labios de Alisoun y, como siempre, ese regocijo inesperado la tomó de sorpresa. No se le había ocurrido que podría disfrutar del matrimonio, y creyó que sólo tendría presentes los lazos que la amarraban. En cambio, se sentía segura en la convicción de que David jamás le haría daño. Siempre la trataría con respeto, respeto que no había conquistado con su título sino por ser ella misma. En el mismo tono que usaba para reñir con Louis, David dijo: —Hay ciertas cosas que suceden cuando uno se casa. Alisoun tardó unos instantes en comprender que habían vuelto al tema original, y dijo con acritud: —Sí. Tienes ventanas con cristales. —Quiero decir que hay quienes harían sentir a una esposa flamante... —¿No bienvenida? —No diría tanto. David le había dicho que llegarían ese día, y Alisoun comenzó a notar que los árboles iban raleando. —¿Estás tratando de advertirme algo? —No, no. Es que... —¿Tal vez quieras decir que tu esposa tuvo una doncella tan leal como lo es Philippa conmigo? —¡No! —Hizo una mueca—. Nadie la apreció, nunca. Una idea súbita la hizo detenerse, y lo miró de frente: —¿Tienes una amante celosa? Adoptando una pose lánguida en la montura, David le sonrió. Y aunque no fue más que una sonrisa, Alisoun sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Marcando las palabras, en tono burlón, David repuso: —La única amante celosa que tengo es Louis, y a él no le importa con quién comparto la cama. —A mí tampoco. Sorprendido, alzó las cejas. —¿No? —Recuerda que soy una mujer práctica. No puedo pretender que hayas pasado sin alivio antes de que nos conociéramos. —En efecto, eres práctica. Inclinándose hacia fuera, David le tomó la mano, le quitó el guante de cuero que la protegía, y se llevó lentamente los dedos de ella a la boca. Los besó uno por uno, luego volvió la mano y apretó los labios en el centro de la palma. Las patillas le cosquillearon, la lengua la acarició, y Alísoun cerró los ojos para percibir mejor la sensación. —Mi señora, te aseguro que si hubiésemos tenido un momento de intimidad durante este viaje, no te habrías entretenido en esas reflexiones. Práctica, se repitió Alisoun. Soy práctica. —Fue una noche de bodas bastante lamentable. David comenzó a trazar círculos con el pulgar en la carne entre los dedos, hasta que la piel de Alisoun se erizó. La sensación le ascendió por el brazo y le provocó un estremecimiento en el corazón. —Cuando lleguemos a Radcliffe, te prometo demostrar que seré un marido tan devoto como fui amante. — Volvió a ponerle el guante y musitó—: Aunque desearía tener la oportunidad de unirme a ti antes de que lleguemos. Alisoun abrió los ojos de golpe. —iQué pasa en Radcliffe? —Mejor será que sigamos adelante —repuso David—. Los carros nos alcanzarán y no nos conviene que deban detenerse estando tan cerca de nuestro destino. —¿Estamos cerca?


—Muy cerca. Si cabalgas hasta la cima de esa loma, tendrás el primer atisbo de Radcliffe. Aunque el castillo no cubre tus expectativas, creo que el valle te parecerá un paisaje digno de ojos reales. Al ver su sonrisa tierna y orgullosa, Alisoun creyó comprender lo que intentaba decirle. La amante de David no era ninguna mujer sino esa tierra que había ganado con tantas dificultades, y que atesoraba con cada aliento. Eso podía permitirlo. Podía alentarlo. Espoleando a su cabalgadura, la hizo avanzar. Los árboles se espaciaban rápidamente y desde la cima de la cuesta se extendía el paisaje. El bosque parecía acunar al valle en su palma. Los dedos verde oscuro de los pinos se extendían separando los campos dorados y las pasturas verde esmeralda. Aquí, el aire perfumado de tomillo silvestre y flores cultivadas acarició el rostro de Alisoun con gentileza. Una piedra gigantesca se balanceaba en la ladera de una colina, y alrededor saltaba un arroyo cargado con sus riquezas. Los pájaros huían de la seguridad el bosque, zambulléndose hacia el valle para trabajar los campos detrás de los labradores. El sendero parecía bajar desde los pies de Alisoun, pasando por entre la aldea de techos de paja castaña, y llegar hasta el pequeño castillo encaramado en un promontorio rocoso. David hizo volverse de lado a Louis y contempló la vista, como todo hombre que regresa tras una larga ausencia. Con voz cargada de embeleso, dijo: —Las cosechas están creciendo. Dios sea loado: la sequía ha terminado. —Una sonrisa le iluminó la cara—. ¡Sobreviviremos este invierno! Estupefacta, Alisoun lo vio lanzar exclamaciones de júbilo y hacer girar en redondo a Louis, hasta que comprendió que su suposición había sido correcta. Eso era lo que él temía que a ella le pareciera insa-tisfactorio, porque éste era el lugar que él amaba. Acercándose a ella, se inclinó y le pasó un brazo por el cuello, abrazándola y besándola en un sólo movimiento, rápido como un relámpago. Antes de que pudiese reprochárselo, se alejó. —Ven. —Inició un trote cuesta abajo y, al mirar hacia atrás, vio que Alisoun lo seguía a paso tranquilo, y entonces regresó junto a ella y palmeó al caballo en la grupa—. ¡Vamos! Alisoun no quería entrar galopando a su nuevo hogar, con la toca suelta y las ropas desarregladas, pero David no le dio alternativa. La empujó por la senda, riendo como loco y entonando canciones sin sentido. Ella trató de regañarlo pero él no le hizo caso y, al fin, Alisoun decidió que parecería más tonta aún si forcejeaba que si se unía a él. O, quizás, la alegría de David le resultó contagiosa: era algo que solía pasarle. Desde luego que no cantó ni rió fuerte, pero sí sonrió y se inclinó adelante, disfrutando del viento en el rostro y del sol que brillaba sin obstáculos. A fin de cuentas, era un precio pequeño para asegurar a David de que su hogar le parecía aceptable, se convenció Alisoun. Los aldeanos los vieron y corrieron desde los campos, y cuando llegaron a la pequeña plaza, estaban esperándolos hombres, mujeres y niños. Alisoun se detuvo, segura de que los aldeanos esperarían a respetuosa distancia mientras David pronunciaba un discurso formal de saludo. Pero David la contemplaba como si ella fuese la encarnación de la belleza, y los aldeanos gritaban una tumultuosa bienvenida. —Qué alegría que hayáis regresado, mi señor. —Hermosa dama, mi señor. —Ahora entiendo por qué no habéis regresado antes. —Yo tampoco habría vuelto si tuviese semejante compañía. La gente se mostraba respetuosa, pero Alisoun se puso rígida. Seguramente, no siempre tratarían a su señor con semejante impudicia. Le dijo a David: —¿No vas a darles una reprimenda? David dejó de contemplarla, y recorrió con la vista los rostros sonrientes que tenía alrededor. —¿Darles una reprimenda? Me parece que tienen derecho. —Agitando los brazos, les pidió silencio y lo complacieron con gusto—. Buenas gentes de Radcliffe, os traigo a lady Alisoun, de George's Cross, como vuestra nueva señora y para que sea la luz que guíe a nuestra aldea. Las bocas se abrieron al unísono. Abatida por esa reacción, Alisoun los saludó: —¿Cómo estáis, buenas gentes? Alguien, uno de los hombres sucios que habían venido corriendo desde los campos, dijo: —Estáis bromeando, mi señor. ¿Os habéis casado con lady Alisoun de George's Cross? David la tomó de la mano. —Aquí está. Todas las miradas la examinaron de la cabeza a los pies. Una de las mujeres dijo:


—¿Estáis seguro de que es la que os conviene? Hemos oído hablar de lady Alisoun, y dicen que es rígida, excéntrica, y que se fija mucho en los modales. Alisoun trató de acomodarse de nuevo los cabellos dentro de la toca. David rió entre dientes. —Así era... antes de conocerme. Alisoun notó que los aldeanos reían exageradamente de la triste broma de David. David los señaló con un dedo. —Antes de que acabe el verano, ella logrará que todos vosotros os comportéis como es debido. Alguien se quejó. —Sobre todo tú, Alnod. —David no tuvo necesidad de mirar, siquiera, al quejoso—. Y todos cooperaréis con la nueva señora. —¿Y si no queremos comportarnos como es debido? —preguntó el llamado Alnod. —Los aldeanos de ella obedecen, y ella les ha hecho ganar una gran prosperidad. No pasaron hambre ni siquiera el invierno pasado. Los aldeanos se miraron entre sí. Todos ellos estaban demasiado flacos, y ninguno vestía otra cosa que harapos. Ya sin reír, David afirmó, solemne: —Ella es la dama de mi corazón. Alnod asintió, y los demás lo imitaron. —Entonces, la trataremos como si fuese la señora de los nuestros. —No puedo pedir más —repuso David. —Haré lo máximo posible para ser la señora que merecéis —dijo Alisoun, y si su afirmación llevaba consigo un matiz de cólera, nadie pareció notarlo. Sintiéndose orgulloso de ella, David enfiló hacia el castillo. Esta vez, ella lo ignoró, y avanzó con dignidad y gracia. Su experiencia en la aldea de Radcliffe demostraba que cuando un noble deja de lado el orgullo, la gente del pueblo no le rinde el debido homenaje. Para su sorpresa, David respetó sus deseos y guió al caballo de ella mientras ella se arreglaba, aunque echaba constantes miradas al castillo. Su parloteo cesó; cabalgaba como quien se contiene, aunque tiene prisa. Alguien debió de haber estado observando desde los muros del castillo pues, mientras se acercaban, comenzó a bajar el puente levadizo. No chirrió, las cadenas no hicieron ruido. Se deslizó con facilidad hacia abajo, indicando que estaba en perfecto estado de mantenimiento. Era el hogar de un mercenario, y eso le dio a Alisoun la indicación de lo que era importante para David en lo que se refería a las reparaciones. Cualesquiera que fuesen las condiciones en que encontrara el castillo, las murallas externas debían ser invulnerables al sitio o al ataque. Quizá por eso, aunque los aldeanos tuviesen aspecto de personas con hambre, exhibían una confianza casi jactanciosa. Y también explicaba que David hubiese insistido en que fuesen a Radcliffe para garantizar la seguridad de Alisoun. —Aquí estamos. —David soltó la brida del caballo de Alisoun—. Mira. Alisoun vio a un niño que corría por el puente bajo, y a un hombre que corría tras él. Alisoun se protegió los ojos. —¿Quién es? Rey Louis bailoteó, en aparente demostración de entusiasmo equino. —Desde luego, no es Guy de Archers. Ningún hombre de su destreza correría tras un niño de una manera tan poco digna. David saltó de la montura. —A menos que ese niño sea... David echó a correr de una manera que tampoco manifestaba la menor dignidad. —... tuyo.


18

David corrió hacia Bert, y el choque con el pequeño cuerpo de la niña le arrancó lágrimas. La levantó en alto, luego la atrajo hacia sí absorbiendo calidez y amor, sintiéndola retorcerse, y gozando del éxtasis de abrazar una vez más a su saludable, activa, obstinada hija. —Papá. —La niña le empujó la cabeza con la mano—. Quiero verte. David se echó atrás para que la pequeña pudiese verlo, y él a ella, y por primera vez advirtió la asombrosa transformación. Era evidente que el oro que él envió había servido para alimentarla, porque se la veía sana y muy lejos de estar demacrada. Pero le habían cortado el cabello muy corto y se erizaba en torno del rostro delgado. Tenía una costra sobre una ceja y otra en la barbilla. —¿Qué te has hecho? —le preguntó. —Seré un guerrero, como tú. Apartándola otra vez de sí, la contempló, mientras la niña agitaba inútilmente los pies en el aire. —¿Qué es lo que tienes puesto? —Un uniforme de paje. —Los ojos castaños chispearon—. Así puedo practicar con la espada. —¿Ésa es tu espada? Señaló con un gesto de la cabeza el palo de madera que le colgaba del cinturón. —Yo misma la hice. —Giró la cabeza y miró, ceñuda, a Guy, que estaba a un costado—. El tío Guy no quería hacérmela. Decía que yo no tenía nada que hacer como guerrero, pero yo voy a ser un mercenario como mi papá. Guy echó una mirada a David y sacudió la cabeza con fastidio. —Te pido perdón, David. Se cortó el pelo con un cuchillo de cocina. Oí chillar a la cocinera, y... —Soy yo el que lo lamenta, Guy. —David estrechó otra vez a Bert. La niña le rodeó el cuello con los brazos flacos, la cintura con las piernas, y contempló el resto del mundo con el aire de una princesa—. Debí saber que nadie sería capaz de controlar a esta terrible malcriada. —¡No soy una terrible malcriada! —exclamó Bert. —Tampoco eres un guerrero —replicó Guy. —¡Sí, lo soy! Antes de que David tuviese que intervenir, Alisoun acercó su caballo y distrajo a la niña. —¿Quién es ésta? —preguntó Bert. —Permitidme que os presente. —Orgulloso de ambas, previendo problemas pero dispuesto a afrontarlos, David se acercó al estribo de Alisoun, y le dijo a Bert—: Ésta es Alisoun, condesa de George's Cross, la dama que ha tenido la amabilidad de convertirse en mi esposa hace cuatro días. —A Alisoun le dijo—: Ésta es Bert. —Ya veo. —Alisoun hizo un gracioso cabeceo, aceptando la presentación—. No me dijiste que tenías un hijo. David contuvo el impulso de gemir, y su rebelde pequeña proyectó hacia fuera el mentón y el labio: —Soy una niña. —Su nombre es Bertrade —le dijo David a Alisoun. Si hubiese sido una mujer inferior, habría lanzado una exclamación de horror, pero Alisoun se limitó a inspeccionar a la niña con los ojos entrecerrados. —Una niña. ¿Tú eres una niña? Bert se soltó de los brazos de David y se quedó de pie junto a él. Sacando pecho, se puso los puños magullados en las caderas y separó los pies, en imitación de una confiada pose varonil. Examinó con aire crítico a su flamante madrastra, de manera recíproca a la de la dama. —¿Condesa? ¿Tú eres condesa? Alisoun no dijo nada, pero para David su expresión decía mucho: estaba escandalizada por tamaña desfachatez, por el aspecto de Bert, por el hecho de que no le hubiese informado antes que debería cumplir el papel de madrastra. Era verdad, debería haberlo hecho, pero como Alisoun estaba tan impresionada por su preñez, que temió darle más motivos para dudar de la unión entre ellos. Él se había imaginado que Alisoun conocería a una Bert limpia, de buen comportamiento, que la encantara, haciéndola olvidar su perturbación.


En cambio Bert no podía haber tenido peor aspecto ni ser más insolente. ¿Cuándo se había echado a perder de ese modo? Cerrando la brecha con actitud firme, Guy propuso: —Sería mejor que siguiéramos con esto dentro. Tras un gesto galante que había aprendido en el circuito de los torneos, se presentó a Alisoun, le tomó la brida, y la precedió a través del puente. Alisoun lo siguió de buena gana, conversando con él, haciéndolo sentirse cómodo como le habían enseñado a hacer. David los miraba, desgarrado entre los celos de que Guy hubiese cumplido la función que debería de haber desempeñado él, y el embarazo de que su hija lo hubiese avergonzado de ese modo. Había querido mostrarle él mismo el castillo a Alisoun. Hubiese querido señalarle que el menor perímetro de sus muros facilitaba las defensas, que sus hombres estaban permanentemente alerta, y que las armas estaban siempre listas. Quería mostrarle que, si bien había gastado la mayor parte de su tiempo y de sus menguados ingresos en las fortificaciones, el castillo podía presumir de ciertas comodidades. Que si bien al establo no le vendría mal una mano de cal, la estructura del techo seguía siendo sólida y los caballos de ella estarían bien alojados. Una pared de piedra rodeaba el jardín de hierbas, y la mujer que lo atendía sabía preparar ungüentos y elixires y, cuando era necesario, ejercía algo de magia curativa. Su castillo... David se encogió, pensando en la diferencia entre el de ella y el suyo. La capilla era pequeña y oscura. El gran salón, la cripta y la galería también le parecían lamentables. Lo único que se aproximaba a las pautas de Alisoun era el solar, y David esperaba que la impresión disipara la consternación que, seguramente, debía de estar experimentando su mujer. Mientras la contemplaba, una súbita voz infantil le llegó desde abajo: —¿Papá? Aguardó. —¿Estás furioso conmigo? —¿No tengo motivos? Bert removió los pies en el polvo. —Ella me ha creído un chico. —Es comprensible. Tienes el cabello corto, estás vestida de modo incorrecto. —Tomando entre dos dedos el borde de la breve túnica, la sacudió, haciendo volar el polvo—. Por los brazos de San Miguel, estás sucia. —¿Y? Conteniendo una sonrisa, David comprendió cuánto empezaba a parecerse a Alisoun. Antes, no hubiese notado siquiera la mugre de Bert. —¡Y que no puedes convertirte en guerrero! —Yo quiero. Yo quiero. —Las lágrimas estaban a punto de desbordarse, y la niña se abrazó a la pierna de su padre—. Quiero irme contigo la próxima vez que te vayas. —Aahh. —Ahora entendía. Le apartó los brazos y se arrodilló ante ella—. ¿No quieres que me marche de nuevo? —No —sorbió Bert. —¿Acaso Guy no te ha cuidado bien? —Sí, y rne gusta Guy. —Se limpió la nariz en la manga—. Casi todo el tiempo. Pero no es tú. —Por eso tienes que ser amable con lady Alisoun —dijo David—. Me he casado con ella para no tener que irme. Las lágrimas que inundaban los ojos de Bert se secaron al instante. —¿Por qué no? —Porque ella es rica, y en Radcliffe ya nadie volverá a pasar hambre. —Te has casado con una heredera. —Una sonrisa de pilluela se le extendió por el rostro, al captar de inmediato el motivo tácito del padre—. ¡Te has casado con ella por su dinero! —No sólo por su dinero, querida. Alisoun es cálida, bondadosa, generosa... Bert resopló con desdén, y le dio un puñetazo en el hombro. —Yo la he visto, y se supone que tú no debes mentir. —No estoy mintiendo. —Se puso de pie y le tendió la mano—. Ya verás. Llegará a gustarte mucho.

—Te odio. —Bert miraba a Alisoun sobre el borde de una bañera de agua de la que brotaba vapor, bajo las miradas ávidas de los criados de David—. ¡Lamento que mi papá se haya casado contigo!


—Y yo lamento saberlo. —Alisoun se arremangó mientras Philippa y las otras doncellas instalaban biombos alrededor del fuego abierto del gran salón de Radcliffe—. Aun así, tomarás un baño. Desgarrado por la duda entre explicarle a su hija la situación y apoyar a su esposa, David dio un paso fuera de la plataforma, luego subió de nuevo, después bajó otra vez. Guy, que estaba sentado en un banco, junto a una mesa de caballete donde habían servido la comida de la tarde, le advirtió: —Déjalas solas. —Tengo que intervenir antes de que lleguen a las manos. —Yo diría que lady Alisoun está controlando bien la situación —repuso Guy. Bert lanzó un chillido, como desafiando la afirmación de Guy. —Mi papá no te quiere aquí. —Controlando bien la situación —musitó David. Bajó otra vez, y se acercó al fuego. En un tono severo que rara vez usaba con su hija, dijo—: Bert, lady Alisoun tiene razón. Te dije que... —David. —Sin mirarlo, Alisoun dijo con voz clara y fría—: No intervengas. David quedó con la boca abierta, y se detuvo. —Estoy segura de que Bertrade y yo nos entenderemos bien cuando nos hayamos medido la una a la otra. —Ahora, los ojos grises giraron hacia él—. Por eso debes dejarnos solas. Philippa, pon la última protección. No quiero que una corriente de aire enfríe a la pequeña Bertrade. David se quedó mirando fijamente un alto biombo. Retrocedió, y volvió a sentarse ante la mesa de caballete que estaba sobre la plataforma. Guy le sirvió una jarra de cerveza y la empujó hacia él, y David bebió esforzándose por adoptar un aire desinteresado... pero no se comprometió en la conversación, por si surgía un motivo para que se levantara. Los criados se acercaron a los biombos quitando las esteras del suelo sin gran dedicación, y rociándolo con una mezcla de orina y vinagre, sin dejar de prestar oídos a la riña. El castillo no estaba en el estado de suciedad catastrófica que David había temido —a fin de cuentas, hacía menos de tres meses que él se había marchado—, pero Alisoun ya había puesto a la gente a trabajar para acabar con las moscas que merodeaban por todas partes. Había dado las órdenes y, al ver que los sirvientes de David eran lentos para responder, puso a su propia gente a trabajar. Lady Edlyn había demostrado su capacidad acosando a los criados y dando órdenes a los cocineros al mismo tiempo. Philippa actuó como refuerzo, controlando que se cumplieran las órdenes de su señora una vez que fueran impartidas. David se irritó al ver a su personal esperando el resultado del altercado, como si fuese a ejercer algún efecto sobre la obediencia que ellos deberían a su nueva señora. Quiso decir algo, ordenarles que siguieran con sus tareas, pero lady Edlyn se llevó un dedo a los labios, hizo un gesto afirmativo y sonrió: al parecer, estaba segura de que su señora triunfaría. David deseó tener la misma certeza. Desde atrás de los biombos ¡e llegó un ruido de salpicadura, seguido de un berrido que parecía de dolor. —¡Me has mojado! —gritó Bert. —Así es mucho mejor. Alisoun sonaba tan serena como de costumbre, y eso enfureció todavía más a Bert. —¡Eres fea! —chilló—. ¡Eres estúpida! —Maldición. David se puso otra vez de pie y avanzó hacia los biombos. Pero Guy lo siguió y lo aferró del brazo. —Alisoun ha dicho que no intervengas. David vaciló. Entonces, la voz de Bert lanzó un grito agudo. —Mi papá se ha casado contigo sólo por tu dinero. Soltándose de Guy, David se precipitó hacia el lugar de la escena. —Yo nunca he dicho eso. Aunque no supo a quién le hablaba, oyó claramente la respuesta de Alisoun. —Lo sé, y yo me he casado con él para estar protegida. No te preocupe que yo convenza a tu padre de que te abandone. No tengo deseos de intentarlo siquiera. David resbaló en una zona mojada del suelo y cayó pesadamente. Lastimado en cuerpo y en espíritu, casi no notó que Guy lo ayudaba a levantarse. —¿Has traído caballos nuevos? —le preguntó Guy, y al ver que David asentía con gesto lento, dijo—: Podrías mostrármelos.


Guy lo condujo fuera, al pequeño patio, que en ese momento bullía de actividad. Los criados de David los saludaron con diversos niveles de entusiasmo y, mientras se acercaban al establo, Guy rompió el silencio. —La reacción hacia lady Alisoun me asombra. David preguntó, poniéndose a la defensiva. —¿Qué quieres decir? —Ayer, todos estos villanos se quejaban de hambre, y se preguntaban cómo irían a aliviarla. Y ahora, lady Edlyn y lady Philippa han distribuido alimentos traídos de la provisión de lady Alisoun y... —No es una dama —puntualizó David. —¿Lady Edlyn? —preguntó Guy, confundido. —Philippa. —¿No lo es? Yo diría que sí lo es y, por otra parte, muy atractiva. —David negó con la cabeza, aunque no convenció a Guy—. Lady Alisoun dejó bien claro qué deberes espera que cumpla cada uno, si espera seguir comiendo así. Yo agregaría que son expectativas razonables, y aun así, tus criados parecen seguir debatiéndose entre el alivio y el resentimiento. —Si no hacen lo que ella les dice, les clavaré las orejas a un poste. Guy echó una mirada a la puerta del establo, y luego, al indignado David. —Demos una vuelta, antes de entrar a ver a los caballos. David asintió, sabiendo que su inquietud no les sentaría bien a los animales, que todavía estaban adaptándose a los nuevos pesebres. Al tiempo que iniciaban la vuelta en torno del destartalado edificio de madera, Guy retomó el tema. —Clavarles las orejas no resolverá nada. Ella misma tiene que ganárselos, y no sé si esa banda de pillastres holgazanes y arpías le responderán al saber que te has casado con ella por su fortuna. Aferrando a Guy del cuello, David le espetó. —¡No es cierto! Guy dio a David un puñetazo en el estómago y, cuando David lo soltó y se tambaleó hacia atrás, le preguntó: —Entonces, ¿por qué le dijiste eso a tu hija? —No se lo dije. Ella lo supuso... y me gustaría saber de dónde lo sacó. Ceñudo, echó una mirada significativa al hombre que se había ocupado de su hija durante esos meses. —Cuando te fuiste, ella se sintió perdida, y corría de uno a otro tratando de sonsacar ideas para lograr que volvieras antes. Un par de hombres le dijeron que habías tenido la prudencia de casarte con una heredera. Un par de mujeres, que te iría mejor si tuvieses a un escudero a tu lado. Como no podía hacer nada con respecto a la heredera, decidió convertirse en muchacho y ser tu escudero. —Guy se frotó la cabeza como si le doliese—. Es una pequeña muy despierta. David mismo sintió que empezaba a dolerle la cabeza. —¿Cómo haré para explicárselo? —Bert no va a creer que te hayas casado con Alisoun por ningún otro motivo que la codicia. —Pensé en explicárselo a Alisoun. —Entornando los ojos, David preguntó—: ¿Por qué no iba a creerlo Bert? Habían llegado otra vez a la puerta del establo, y Guy la miró, y luego a David. —Demos otra vuelta. A David ni se le ocurrió discutir. Cuando comenzaban a dar la siguiente vuelta, Guy dijo: —Porque todos estos años te ha tenido para ella sola, y no te cederá sin pelea a otra mujer. Ya sabes que te adora. —Y yo la adoro a ella, y no por haberme casado la quiero menos. —Bert y Alisoun pelearán, ya están haciéndolo, y tendrás que elegir. ¿De qué lado te pondrás? ¿Del de la mujer con quien te has casado y que, de acuerdo a las apariencias, es altiva y apegada a las convenciones, o del lado de tu salvaje hija, a la que es preciso enseñarle un comportamiento apropiado sin herir su espíritu? —Del lado de Alisoun, desde luego. —Desde luego —se burló Guy—. Has criado a Bert de una manera diferente a la de cualquier otro chico que yo haya visto. Sobre todo, diferente de cualquier otra niña que haya conocido. Le has dado el gusto más a menudo de io conveniente. —¿Por qué no? —preguntó David, indignado—. Ha aprendido por el método de ensayo y error o de ensayo y acierto. Me he cerciorado de que no se hiciera daño, y ha resultado bien.


—Sí, ha resultado bien. Ha intentado hacer todo lo que se le antoja y tú y yo, viejos guerreros, nos hemos limitado a vigilarla y cuidar de que no se haga daño. ¿Qué crees que pensará lady Alisoun de esa manera de educar a una hija? David evocó la primera impresión que recibió de Alisoun. La había creído carente de humor y de emociones, fría, y así era como la veía Guy en ese momento, pero no era verdad, y le dio una palmada en el hombro al amigo. —Ya verás: se inclinará ante mi superior discernimiento. —¿Lo hará? —Esta vez, a ninguno de los dos se le ocurrió entrar en el establo. Pasaron ante la puerta abierta y siguieron caminando—. ¿Quieres decir que cuando Bert le diga a lady Alisoun que quiere entrenarse como escudero, ella la alentará? David no respondió. —Porque tú conoces a Bert. Cuando decide aprender algo, nada la detendrá hasta que lo haya dominado. Te perseguirá todos los días para que le enseñes a manejar la espada y a participar en las justas, y todas las otras hazañas viriles. ¿Imaginas que lady Alisoun permitirá semejante conducta sin decir una palabra? —¡Maldición! —David estrelló el puño contra la pared del establo, y luego se arrepintió. Para adaptarse, los caballos necesitaban tranquilidad, y hasta el jefe del establo se movía lo más suavemente posible. Prestó atención, y no oyó otra cosa que unos relinchos inquietos. Habló en voz queda—: Alisoun tiene un arraigado sentido del deber, y si considera que debe preparar a Bert para ser una dama, nada le impedirá hacerlo. —No hay nada de malo en ello. —¿Y qué hay de malo en que Bert aprenda las tareas del escudero, si lo desea? Guy presionó: —¿De modo que vas a apoyar a Bert en contra de lady Alisoun? —No, yo... —David tomó aliento—. ¿Por qué tiene que ser tan complicado? Cuando conocí a lady Alisoun, me pareció mala y sin corazón. Luego vi su feudo y pensé: "¡Oh, cuánta hermosa riqueza esperándome!" La cortejé, hablé con ella, y es... ella es... —Volviéndose hacia Guy, lo aferró de los hombros—. ¿Sabes como es mirar a través de esos cristales pulidos, y que no parezcan más que piedras duras y frías? Y entonces, mientras estás mirando, ves bailotear el arco iris en su superficie, y cuando te lo llevas al ojo y miras a través, toma todos los colores más intensos, y todas las cosas horribles parecen tocadas por el ala de un ángel. Perplejo, Guy miró al amigo: —No. David prosiguió: —Así es ella. La crees dura y fría, y te parece fácil ver a través de ella, y luego transforma todo tu universo. Guy apoyó la mano en la frente de David. —¿Estás enfermo? Riendo, David lo apartó de un empellón y entró en el penumbroso establo, silencioso salvo por la inquietud de los caballos dueños de casa y los resoplidos nerviosos de los nuevos. —¿Alguna vez te he hablado de mi abuela? Yendo tras él, Guy dijo, cauteloso: —¿Tu abuela? —Solía hablar de aquellas parejas que compartían un gran amor. —¿Tú y Alisoun compartís un gran amor? El tono de Guy era exageradamente escéptico, y David decidió no hacerle caso. —Ella aún no lo sabe. —¿Compartís un gran amor, pero ella aún no lo sabe? David se detuvo a acariciar a uno de los caballos de George's Cross. —No quería casarse conmigo. —¿Y por qué lo ha hecho? —preguntó el amigo, suspicaz. —Por la misma razón por la que me contrató. Protección. —Frunció el entrecejo—. Más aún, tenemos que hacer correr la noticia de que deben informarme de inmediato en cuanto vean a cualquier desconocido merodeando por aquí. —¿De qué necesita ser protegida? —No lo sé. —Aunque no se veía mucho en aquella penumbra, David pudo distinguir la expresión estupefacta de Guy, y dijo—: Es decir, tengo cierta idea, pero aún no sé nada. Pronto me lo dirá. —Seguramente, cuando sepa que compartís un gran amor.


—Seguramente. —Entrando en uno de los pesebres, David inspeccionó cascos y corvejones del semental—. Éste metió la pata en un hoyo de ese condenado camino, y desde ese momento cojea. Le diré al caballerizo que caliente un emplasto y se lo aplique. Guy lo observaba con intenso interés. —¿Puedo hacerte una pregunta? —La que quieras. —¿Cómo es que lady Alisoun se ha casado contigo para obtener protección, si te había contratado para eso? David no quería pensar en eso, ni hablar al respecto. Pero Guy quería una respuesta, y hacía demasiado tiempo que eran amigos para que David lo evadiese o le mintiera. —Se podría decir que la he obligado a casarse conmigo. Guy se enderezó con tal rapidez que David se preguntó si se habría clavado una astilla. —¿La has obligado? ¿A punta de espada o raptándola? ¿A una de las herederas reales? ¿Estás loco? David, picado de que Guy pudiera pensar semejante cosa de él, le espetó: —No he utilizado ningún medio violento. Sencillamente, llegó a mi conocimiento algo que ella prefería mantener oculto. Además, está el niño, por supuesto. Guy se tambaleó hacia atrás, y se sentó sobre una parva de heno. —¿Está preñada? David sonrió orgulloso. —Sí. —¿De tu hijo? La sonrisa desapareció. —¡Sí! Guy quedó atónito, incapaz de pronunciar una palabra más. David esperó y, al ver que Guy no decía nada y meneaba la cabeza, salió del pesebre, cerró la cancela, e hizo levantarse al amigo: —Así que, como ves, tenemos que me/ciar estas familias y estas propiedades. —Será una tarea difícil —le advirtió Guy. —Amigo mío, con tu ayuda, lo lograremos. Mi abuela solía decir que un gran amor emite un resplandor y una tibieza en torno, que ponen contentos a todos. —David se encaminó hacia el pesebre de Louis—. Ya verás. Delante de ellos, algo voló por encima de la puerta de un pesebre y aterrizó en el pasillo. Tras eso, otra cosa aterrizó encima, y en un sorprendente silencio, esas dos cosas rodaron y giraron. Como la luz no bastaba para distinguir detalles, David corrió hacia allí. Dos muchachos, peleando ante el pesebre de Louis. El gran caballo los observaba, estoico, y David apresó a uno, Guy al otro, y los arrastraron por el corredor hacia la puerta. —¡Eudo! —David sacudió al niño, luego miró al que sujetaba Guy, y reconoció a su propio paje de Radcliffe—. ¡Y Marlow! ¿Qué estáis haciendo? Eudo extendió un dedo trémulo. —¡Él empezó! —Trató de atender a Louis. —Marlow pateó la tierra hacia Eudo—. A mí me corresponde atender a Louis. Decídselo, sir David. —Sí, decídselo, sir David. —Eudo se señaló el pecho con el pulgar—. Vos queréis que yo sea quien atienda a Louis. David se quedó mirando, estupefacto, a los dos muchachos, y Guy dijo, sarcástico: —Ah, sí, un gran amor. Calidez y resplandor. Todos contentos. —Las miradas de David y de Guy se encontraron, y el segundo balanceó su gran cabeza—. Más vale que sea pronto.

Esa noche, durante la cena, nadie habló demasiado. Abatida por haber perdido la pelea, Bertrade se había quedado dormida sobre el banco, y se la habían llevado. Los sirvientes de David mantenían una atenta vigilancia, y Edlyn y las doncellas manifestaban evidentes muestras de fatiga. Alisoun se alegraba. Por más que odiase reconocer su falta de cortesía, se habría visto en apuros de ser obligada a sostener una conversación cortés. El viaje había sido fatigoso, difícil la instalación en el nuevo castillo, la niña Bertrade había presentado un genio desafiante, y Alisoun se había visto forzada a afrontar los hechos. Había sucedido lo que ella temía. Se habían casado con ella por su dinero.


—¿Quieres que te corte una rebanada de pan? David se inclinó hacia ella lo más que pudo. Como compartían un banco, podía apretarse contra ella, quedando en contacto rodillas, caderas y brazos, y su cuchillo se cernía sobre la rodaja puesta ante ellos, sobre la larga mesa. Alisoun hizo una graciosa inclinación de cabeza. —Te quedaría agradecida. La hoja empezó a moverse atrás y adelante, atrás y adelante, y Alisoun se hizo una idea de lo duro que debía de ser el pan. Pero Edlyn había echado un vistazo a los hornos del panadero y le exigió que los limpiase antes de hornear ninguna otra cosa, de modo que, por esa noche, cenaron con pan viejo y dieron gracias por ello. Había sido una estupidez de parte de Alisoun creer que David podía casarse con ella por otro motivo que no fuese su fortuna. Podía soñar que lo había hecho por cariño hacia el hijo aún no nacido, o por el placer que ella le brindaba en la cama, pero sólo podía rogar que la valorase por sí misma. Pero la verdad permanente y eterna era que David codiciada sus doce sacos de lana, y todos los bienes que los acompañaban. Ah, no podía culparlo. David tenía una hija a la que adoraba. Alisoun había ayudado a darle un baño a Bertrade y la niña, aunque sana, distaba de ser rolliza. Alisoun comprendía que hubiese decidido casarse para atender a las necesidades de su hija. —Como el pan está rancio, le ordené a tu criada que lo calentara. —Empujando la rebanada caliente hacia la mano de ella, David dijo—: Hice batir una yema de huevo con vino blanco para que lo mojes en ella. También será bueno para el niño. —Te lo agradezco otra vez. —Se tocó la barriga, todavía plana—. Eres siempre muy considerado. De ser menos sincera, Alisoun aseguraría que se había casado con David para darle apellido a su hijo. Pero sabía que se había casado con el hombre inapropiado nada más que por la compañía y porque lo deseaba. Era igual de tonta que otra mujer que conocía, que se había casado con su amor soñado y se encontró con que sólo había un cinturón que le ampollaba la piel y un garrote que le molía los huesos. —Mi cocinero separó fresas secas de esta primavera, las humedeció y preparó compota. —David meció el fragante tazón bajo sus narices—. Para ti, mi señora. ¿No quieres comerlas? Si no fuese por el peligro que la amenazaba, se habría arriesgado a volver a George's Cross, pero aquella tumba abierta demostraba que su enemigo conocía la verdad, y ella temía que hiciera cualquier cosa para vengarse. Tenía un par de alternativas. Podría afligirse, quejarse, ser como la primera esposa de David, ser un peso que lo aplastase, o hacer lo que había hecho siempre: cumplir su deber. Fortalecida por su resolución, contempló a David. Él también parecía cansado, y su piel bronceada estaba marcada por líneas de preocupación. Le sonrió con gracia y tomó la cuchara. —Todo esto huele delicioso. Estoy ansiosa por terminar nuestro primer día en Radcliffe. David se reclinó con un suspiro que parecía de alivio. Por su expresión hambrienta, Alisoun creyó que engulliría su comida como un bárbaro, pero en cambio comió con delicadeza, bebió lo justo, y siempre se mantuvo atento a las necesidades de ella, charlando como cualquier anfitrión que quisiera hacer sentirse cómodo a su huésped. Cuando, al fin, le acercó la copa a los labios, esperó que ella bebiera, luego giró la copa para beber él del mismo sitio, sin dejar de mirarla, Alisoun comprendió el motivo de su expresión anhelante... y toda su pretensión de serenidad se diluyó. Se levantó tan de prisa que David hizo caer el banco, en su precipitación por ponerse de pie, y avanzó hacia el solar con paso firme. Oyó que él se esforzaba por alcanzarla, pero no miró hacia atrás y se negó a reconocer su presencia con ninguna otra actitud. Pero cuando él le pisó la falda, la hizo detenerse y, cuando la tomó del brazo, la hizo girar de cara a él en la puerta misma del solar. —Quisiera dormir, ahora —dijo Alisoun. —Eso haremos —le respondió. —Sola. —Estamos casados. —Lo sé. —Dormiré contigo en el lecho matrimonial. Se lo veía muy firme, muy calmo, decidido, Alisoun quiso replicarle pero no podía respirar. Se sentía como si unas cintas estuviesen apretándole la garganta. Sólo ahora adquiría conciencia de la fachada que había erigido en torno de sus emociones. No estaba tranquila. No estaba serena. Estaba completamente furiosa. Lo único que pretendía era ponerle la mano en el pecho. En verdad que sí.


Pero lo empujó con tanta fuerza que lo hizo caer hacia atrás. Y no gritó solamente porque no podía. En tono bajo, le dijo: —Seré la madre de tu hijo. Seré la señora de tu pueblo. Seré el cofre de dinero que suministre prosperidad, y lo haré con agrado. —Dio otra palmada en el pecho de David, y esta vez oyó su gemido de dolor—. Pero no seré un cuerpo disponible en tu cama. Ve y búscate una querida. Si bien los sirvientes de David no podían oírlos, observaron con avidez la escena, y la humillación hirió su orgullo, tal como Alisoun pretendía. En una muestra de exasperación, explotó: —¡Bien! Sé dónde encontrar diez queridas, y estarán bien deseosas. Con sonrisa tensa, Alisoun le cerró la puerta en la cara. Apesadumbrado, David se miró las manos, notando más que nunca el dedo fallante. —Bueno, por lo menos nueve queridas.


19

—Hombre, por los dientes de Dios, tienes que hacer algo con respecto a lady Alisoun. —Guy se abrió paso entre la multitud que rodeaba a David en el patio del castillo—. Si no lo haces, va a volverme loco. David alzó la cabeza y se quedó mirando a su mayordomo con los ojos inyectados en sangre. —¿Por qué habrías de salvarte tú? Mirando alrededor, Guy vio las expresiones enfadadas en los rostros de todos los que trabajaban en el castillo, pero no le inspiraron la menor simpatía. —Se supone que ella tiene que supervisarlos a ellos. Los siervos murmuraron, irritados, y Guy los ignoró. —Pero la guardia no es asunto de ella. Es mi responsabilidad, y me molesta que me envíe a sus dos simios entrenados para enseñarme lo que ya sé. David le dio la razón, con un suspiro. —No debería hacerlo. Hablaré con ella. —Observó a los miembros de su personal doméstico—. Hablaré con ella acerca de vosotros también. —Hacedlo, mi señor —dijo una de las mujeres—. Antes de que ella llegase nos arreglábamos bastante bien. David frunció el entrecejo y puso un dedo bajo la nariz de la mujer. —Bastante bien no es suficiente, y he descubierto que lady Alisoun siempre tiene razón. Si ella afirma que hay más cosas que hacer, entonces trabajaréis hasta que estén hechas. Yo no intervendré más que para sugerirle que eche a los que provocan dificultades, y que aliente a los más ambiciosos. La mujer retrocedió, evidentemente asustada. —De ese modo, trabajaréis para uno de vosotros, y no para una desconocida de George's Cross. E incluso así, estaréis trabajando para retribuir el alimento que ha suministrado lady Alisoun, os lo aseguro. Aun así tendréis que trabajar. Cuando se alejó de sus trabajadores, David no oyó ningún sonido. Les había dado qué pensar, y le pareció mejor que reflexionaran por su cuenta. Al parecer, Guy coincidía con él porque oyó sus pasos que se apresuraban a alcanzarlo. —Esta vez, has hablado como es debido a esos pillastres holgazanes —dijo Guy—. Han estado remoloneando adrede. —Lo sé. —David movió los hombros tratando de librarse de los calambres provocados por dormir en el suelo del gran salón—. He estado esperando la oportunidad de advertirles de que eso sucedería. Ahora te lo advierto a ti también. Si la señora te presenta una sugerencia para mejorar algo, debes escucharla con mente abierta. —¡Tienes el cerebro de una anguila! ¿Qué sabe una mujer de defensas? —Supo lo suficiente para contratarme a mí. —Guy se echó a reír, y David lo empujó—. Tú conoces las mejores formas de defensa y, si la escuchas, te enterarás de que ella respeta eso. Pero es tan organizada que no existe operación que ella no pueda mejorar. —Si tú lo dices... sin embargo, te aseguro que tiene su modo de lograr que yo la respalde. Esta vez, le tocó a David reír. —Sí, ella tiene eso, y aquí hay tantas personas no acostumbradas a esa eficacia, que se los ha enajenado a todos a la vez. —A los criados. A mí. A mis hombres. Si no fuese porque Philippa me calmó después de que lady Alisoun salió de la casa del guarda, estaría más enfadado aún. —Guy sonrió a medias—. Es una dama encantadora. —¿Alisoun? —Philippa.


—No es... —David se dio por vencido. Si Guy quería considerar dama a Philippa, a él no le molestaba—. Por desgracia, Philippa no sigue a Alisoun a todas partes, porque la mitad de la aldea ha estado quejándose. Guy esperó y, al ver que David no continuaba, dijo: —¿Y Bert? —Bert se oculta de ella. Sólo sale para tomar sus clases de guerrero, y sospecho que eso lo hace sólo para saber usar una espada de verdad... con Alisoun. —Estás entrenándola junto con tu escudero, ¿no? —¿Con Eudo? Sí, estoy entrenándolos juntos. Guy se detuvo junto a la base de las escaleras. —¿Qué opina él? —No le he preguntado. —Deberías hacerlo. Es un muchacho inteligente y observa todo. David disimuló una sonrisa. —¿Qué es lo que tanto te divierte? —No tengo que preguntarle qué opina de ser entrenado junto con Bert. Su virilidad ha sido muy ofendida. —¿Y no se atreve a quejarse porque es tu hija? —Los ojos de Guy se encendieron de picardía—. Pobre muchacho. —Sí. Lo ofende tener que entrenarse con una niña, y que Louis le permita a Marlow, el caballerizo, que lo atienda. —¿No le explicaste que Marlow antes cumplía esa tarea? —Y también le expliqué que el trabajo en el establo está por debajo de la dignidad de un escudero, pero él conoce bien el valor de Louis y nada de lo que dije lo apaciguó. —Y me imagino que Bert debe de atormentarlo. —Peor que eso. —David sucumbió a la risa—. Lo idolatra. —Pobre, pobre chico —repitió Guy. Reclinándose contra un poste de la escalera, dijo—: Eudo, a su vez, idolatra a lady Alisoun. —Por eso, Bert no dice nada en detrimento de ella. Pero piensa en voz muy alta. —Una Bert silenciada podría resultar muy peligrosa —advirtió Guy—. Podría explotar en cualquier momento. —Vivo con temor —dijo David. —¿La dama sabe algo de todo esto? —Creí que no existía situación que Alisoun no pudiese afrontar, pero me ha demostrado que me equivocaba, y si no lo sabe, tengo la nada envidiable responsabilidad de decírselo. —Tendrás que hacerlo solo, pues. No soy tan valiente. Con un ademán resignado, David despidió a Guy. Dentro del gran salón parecía reinar cierta paz... pero había que tener en cuenta que las criadas estaban fuera, en el patio. Las doncellas de Alisoun estaban agrupadas como un racimo de coloridas arañas, hilando hilo de lana que emergía de sus husos, al tiempo que reían y charlaban, Al verlo buscando, una de ellas exclamó: —Lady Alisoun está en el solar, mi señor. ¿Sola? A David le dio un vuelco el corazón. ¿Por fin la sorprendería sin ese grupo que la rodeaba constantemente? No había podido hablarle a solas desde que le cerró la puerta del dormitorio en la cara, dos semanas atrás. Y sus nueve queridas fueron insatisfactorias. Quería a su esposa. La deseaba con ardor. Al principio, se sintió furioso y se juró no hablarle si ella no lo hacía antes. Pero Alisoun invalidó su juramento saludándolo por la mañana con palabras corteses y sonrisa gentil, y David se convenció de que ella siempre hacía lo correcto. Sin embargo, dormir con el esposo era lo correcto y, al parecer, a ella no se le había ocurrido. El enfado de David se había esfumado. Le manifestó su voluntad de besarse y reconciliarse. Alisoun, en cambio, sólo manifestó su voluntad de reconciliarse. Los besos estaban estrictamente prohibidos, aunque eran los besos lo que él ansiaba. Eran besos lo que le robaría... si la encontraba sola en el solar. Se sacudió el polvo de la ropa con la mano. Pasó por el lavabo y se lavó la cara y las manos. Se humedeció el cabello y se pasó los dedos, deseando tener tiempo para darse un baño completo. No había tortura lo bastante grande que no soportase para recuperar la buena voluntad de Alisoun.


Nervioso, clavó la vista en la puerta abierta del solar hasta que las risillas de las doncellas lo hicieron avanzar. Levantó la mano para golpear en el marco, pero cambió de idea en el último momento: después de todo, estaba en su casa. Entró con la sonrisa más encantadora en el rostro, y comprobó que era afortunado. Ella estaba sentada sobre la cama, de espaldas a él, apoyada contra los pies de la cama. Para no darle ocasión de escapar, ansioso de ver en ella una emoción verdadera, se acercó con sigilo desde atrás y le pasó los brazos por los hombros. Ella gritó. No fue un grito tenue sino un alarido de horror. Se apartó de un salto. Ella también. Se volvió hacia él. Era Philippa. La hijita, que dormía sobre la cama, se despertó y también gritó, asustada por el terror de la madre. —¡Philippa! —¡Mi señor! —Creí que erais lady Alisoun. —Y yo creí que vos erais... —Se puso un instante la mano en el pecho, y luego acercó a su hija y trató de consolarla—. Perdonadme, mi señor, me habéis sobresaltado. ¿Que la había sobresaltado? A él todavía le retumbaba el corazón. —Mi señor. —Se oyó la voz de Alisoun desde atrás—. ¿Por qué os habéis acercado sigilosamente? David se volvió y vio a Alisoun. Sentada en la alcoba, sostenía una aguja entre sus dedos largos. El sol que entraba por la ventana iluminaba la prenda extendida sobre la mesa y dejaba en la oscuridad el rostro de la dama. —Creí que ella eras tú —intentó explicar. —¿Por qué deberíais acercaros a hurtadillas a lady Alisoun? —preguntó Lady Edlyn, que estaba sentada frente a su protectora, clavando la aguja en la tela, mientras aguardaba una respuesta. Philippa no le dio tiempo de enfadarse ni de ponerse a la defensiva. Mientras los berridos de Hazel iban convirtiéndose en quejidos, dijo con vivacidad: —No ha pasado nada. Ha sido mi culpa, por ser tan quisquillosa como una liebre manchada. —Os ruego que me perdonéis. —David se acercó otra vez y acarició la cabeza suave de la niña—. No quise asustar a vuestra pequeña ni a vos. —Claro que no. Levántate, Edlyn, y déjale el asiento al señor. No creo que haya venido a hablar conmigo ni contigo. Enfurruñada, Edlyn se levantó, dando la impresión de que Philippa tenía absoluto derecho a darle órdenes. Cediéndole el paso, se apartó pero no salió de la habitación. David miró primero el banco que le había cedido Edlyn, luego al de Alisoun. Los dos estaban hechos con capacidad para dos mujeres sentadas juntas, para coser. Como era lógico, Alisoun estaba sentada en el medio del suyo. De ese modo, sólo quedaba sitio suficiente para él si se apretaba bien contra ella, y por eso se apresuró a deslizarse en el banco antes de que ella comprendiese sus intenciones. —¡Mi señor! Cuando Alisoun vio la sonrisa desafiante, abandonó la lucha antes de enzarzarse en franca batalla, y optó por correrse hasta el extremo más alejado del banco para no quedar en contacto con él, llevando consigo la prenda que estaba cosiendo. David la siguió sin vacilar. Esa situación no debería sentirse más íntima que cuando compartían las comidas de todos los días en el gran salón, con la diferencia de que estaba solo con ella en el dormitorio común, por primera vez. Bueno, no del todo solo. Lady Edlyn buscaba algo en un arcón y los miraba con el entrecejo fruncido, y Philippa intentaba hacer beber a Hazel de una taza. El gato, que se había dormido en el regazo de Alisoun, se despertó, fastidiado por la actividad, y saltó al suelo. Pero, comparada con la multitud de sirvientes y camaradas que asistían a las comidas con ellos, esta compañía era reducida. Por supuesto, Alisoun llevaba ropa apropiada. Incluso estando en su propia alcoba, en compañía de su doncella y de su ahijada, no se permitía estar menos vestida. La túnica de lana azul estaba gastada y era suave, y se sujetaba con lazos desde la cintura hasta debajo de los pechos. La camisa de hilo que llevaba bajo la túnica estaba atada en el cuello, pero se abría en el punto donde la cubría la túnica... en el lugar preciso donde comenzaban los pechos. Estaba seguro de que ninguna otra mujer podría mostrar tan poca carne y, a la vez, ser tan provocativa.


El muslo de David se rozaba con el de ella, y él giró para mirarla de frente, rodeándola con un brazo como un padre sujetando al hijo que intentara sentarse por primera vez. A Alisoun no le causaba gracia. A David no le importó. Alisoun no tenía a donde escapar, salvo meterse más en el rincón, y se negaba a dañar su dignidad en una huida tan poco correcta. La tenía atrapada. Con su tono más civilizado, Alisoun le preguntó: —Mi señor y esposo, ¿hay algo que pueda hacer por vos? —Sí, lo hay, pero tú no querrías hacer eso. Una sola mirada de los ojos grises pretendió congelarlo. Por el contrario, David se calentó en el fuego de su cuerpo. Empezó con los dedos en la cintura de Alisoun, y le exploró la espalda, de vértebra en vértebra. Lo asombraba la tensión que la mantenía tan erguida y, a medida que iba acercándose a la nuca, la tensión crecía aún más. Apartó a un lado la cargada redecilla que le sujetaba el cabello, dejando al descubierto la fina piel pálida. Acercándose como para besarla, dejó que se inclinase, en expectativa, y le dijo: —Quiero hablarte de nuestros servidores. Alisoun saltó, y David no supo si lo hacía por sus palabras o por la corriente de aire sobre su piel. Le fallaron los dedos, y luego reanudó la costura. —¿Nuestros servidores? —Los tuyos y los míos. —Aspiró el perfume de melisa que trascendía de ella—. Sin duda, habrás notado que tenemos un problema. —Nada que yo haya notado. —¿No? —Desde ese ángulo, podía verle la camisa. Echándose un poco atrás, acomodó el ángulo hasta que logró ver un pecho completo—. Guy también se ha quejado. —¿Guy? ¡Y parece tan agradable! —Oh, es cierto que le agradas. Lo que sucede es que opina que deberías moderar tu intervención. Sé que ya antes te has enfrentado a esa clase de prejuicio. —Sí, con sir Walter, pero yo no he estado inquiriendo con respecto a las habilidades de Guy. — Cuando los rostros quedaron frente a frente, estaban separados por unos milímetros. Lo miró con franqueza a los ojos, y sus labios se acercaron a los de él cuando protestó—: Intervenido en la preparación de la comida para los guardias armados... —bajó la vista hacia su propio hombro, como si mirarlo a él la perturbase— ... a qué horas debían comer. Estaban tan cerca, que David creía saborearla. —¿Por qué te preocupas? Ella también lo notó. Se le coloreó el rostro, le lanzó una rápida mirada, y luego habló otra vez como dirigiéndose a su hombro. —Se me ocurrió que tal vez pudiésemos llevarles la comida desde las cocinas, de modo que no tuviesen que preparársela ellos mismos en esos braseros. —Eso no se lo has explicado a él. —Soy la señora. No doy explicaciones. David sólo podía verle la coronilla y la abertura de la camisa, y lo primero no podía competir con lo segundo por su atención. —Ten presente que cuando llega una nueva señora y cambia la forma en que venían haciéndose las cosas a lo largo de generaciones, hay quienes podrían resentirse y no cooperar como deberían. Mientras lo pensaba, el pecho de Alisoun subía y bajaba, y David ansió pesar esos pechos en sus manos, para ver si habían crecido. Entonces, ella lo miró, y lo hizo olvidarse de su cuerpo por el placer que le daba contemplar su rostro. —¿Qué sugieres? —¿Sabes quién de mis servidores debe dar órdenes? —Sí, claro. —¿Tus doncellas trabajarían para ellos? —Mis doncellas harán lo que yo les diga. —Al contrario que su señora. Alisoun giró otra vez hacia adelante y reanudó la costura que había dejado. —Designa las tareas a mis sirvientes, y haz a tus doncellas trabajar en las filas de ellos. Diles que ellas saben cómo quieres que se maneje la casa, y que lady Edlyn y Philippa se ocuparán de vigilar que sigan haciendo las cosas como tú lo indiques. —¿Por qué crees que harán caso de lady Edlyn y Philippa si se niegan a seguir mis órdenes?


—Saben que eres la señora, y que nos has salvado de un mes de hambruna, por lo menos, hasta que podamos recoger nuestras cosechas. Pero no les agrada que los suyos sean despojados de autoridad y reemplazados por tu personal. —Se alzó de hombros—. Pienso que así es toda la gente del pueblo. Alisoun siguió cosiendo hasta llegar al final de la costura, cortó el hilo con los dientes, y dijo: —Eres un hombre inteligente. Yo debería haberlo comprendido. Modesto, David guardó silencio. —Con todo, deberías aplicar esa inteligencia a la educación de tu hija. No es apropiada. David se puso rígido. —¿Cómo es eso? —Es una niña, y estás educándola como si fuese un varón. —¿Qué hay de malo con lo que hacen los varones? —Tiene siete años. No sabe limpiar, coser, hilar ni cocinar. —Habrá tiempo para que aprenda. —Ahora es el momento de que aprenda. —¿Por qué querría aprender? Me dijo abiertamente que el trabajo de los hombres es mucho más interesante que el de las mujeres. —Alisoun miró la tela con aire pesaroso—. Por supuesto que tiene razón. Limpiar un cazo no es ni con mucho tan apasionante como domar a un caballo salvaje. David observó cómo chupaba el hilo, lo pasaba por el ojo de la aguja, y comenzaba a bordar un diseño en el cuello. —¿Te gusta coser? Lo miró de soslayo. —¿Por qué lo preguntas? —Estás siempre haciéndolo. Todas las mujeres lo hacen constantemente. Yo pensé que... —¿Que lo disfrutábamos? —Alisoun lanzó una brillante cascada de risas, y Philippa y lady Edlyn se le unieron—. Mantener vestidos a los habitantes de todo un castillo ocupa todos los momentos disponibles, por el resto de mi vida. Y también por el resto de las vidas de mis servidores. David las miró, asombrado. —Eso quiere decir que tienes que hacer siempre algo que detestas. —Yo no lo detesto. —Llevando a la niña en brazos, Philippa se acercó a la mesa—. No siempre. —Yo odio hilar —dijo lady Edlyn, hostil, con los brazos cruzados sobre el pecho. David se apartó un poco de Alisoun. El instante de intimidad había pasado, pero no le importaba mucho: había restablecido el contacto y eso, por el momento, era suficiente. —¿Y tú, Alisoun? —Le tendió los brazos a la pequeña Hazel, y la niña se arrojó en ellos—. ¿Odias coser? —Trato de no pensar en ello. —Con gesto decidido, dejó la aguja—. Pero estás eludiendo la pregunta. Bertrade es heredera. Por lo menos tendrá Radcliffe como dote. David puso a Hazel sobre la mesa, y la niña rió al probar esa nueva posición de pie. ¿Cuándo sucedió que Bertrade pasó esa etapa tan simple de la vida? ¿Cuándo había pasado de ser una chiquilla llena de hoyuelos a ser una niña cabeza dura? Sin advertir las preocupaciones paternales, Alisoun siguió hablando, obligándolo a afrontar los hechos. —Habrá padres que pidan su mano en nombre de sus hijos, y querrán desposarla a los doce años. ¿Acaso quieres que vaya a su futuro hogar en estado de ignorancia, que nunca pueda asumir su posición como señora? —No, claro que no quiero eso. —Tensó la mandíbula. Guy le había advertido que sus lealtades entrarían en conflicto. Lo que no le advirtió fue que tendría que conspirar contra su propia hija—. Pero a los doce años es muy pequeña para casarse. —Y a los siete es demasiado grande para no prepararse en las tareas de las mujeres. Se dio por vencido. No tenía alternativa. —Prepárala, pues. —Una humedad sospechosa oscureció los pañales de Hazel, y David le dijo a Philippa—: Dadme la ropa, que yo la cambiaré. Philippa intentó negarse, pero David no quiso cederle el cuidado de la pequeña. Quería tener en brazos a la niña, tocar su piel suave, evocar la primera niñez de Bertrade. —Ya lo he hecho antes. —Miró a Alisoun con expresión significativa—. Y volveré a hacerlo. Alisoun observó, sin comentarios, el modo posesivo en que retenía a la niña, pero no se apartó del tema de Bertrade. —Yo no puedo entrenarla: me huye. Uniendo las manos, Alisoun esperó a que él le aportase una solución, pero David se concentró en Hazel. La tendió sobre la mesa y desenvolvió el pañal, haciéndole morisquetas para entretenerla, y dijo:


—Desde el principio mismo, Bert pataleaba y forcejeaba cada vez que yo la cambiaba. Esta niña, en cambio, se ríe y ronronea. Hazel hace lo que yo creo que debe hacer una niña pequeña. Pero Bert quiere moverse y hacer, y fue así desde que nació. —Hazel se metió el pie en la boca y lo mordisqueó, mientras miraba al hombre con aire pensativo, convenciéndolo de que entendía todo lo que él decía—. No puedo imaginarme a Bert sentada, cosiendo, pero es buena con la espada. Todo lo buena que puede ser un chico o una chica de siete años. —¿De qué le servirían esas artes caballerescas a ella? —preguntó Alisoun—. En mi caso, a mí jamás me han servido para nada. —No sé —repuso David—. Si supieras hincarle el cuchillo a un hombre en las costillas, yo no tendría que interrogar a cada extraño que pasa por mi aldea. —Destapó el trasero de la niña, le pasó el pañal mojado a Philippa, y tomando uno seco lo deslizó debajo de Hazel—. Si supieras hincarle el cuchillo a un hombre... —repitió. Una idea súbita brotó en su cerebro. Puso una mano en la barriga de Hazel para evitar que se cayese, y se volvió hacia Alisoun—. ¡Ya está! —¿Qué? —Eso es lo que puedes hacer con Bert: tomar lecciones con ellas.

—¿Qué?

—Por la mañana, ve a tomar una lección de lucha junto con Bert. —¿Estás loco? —Al contrario, soy brillante. Si pudiera verte aprendiendo a hacer algo que ella ya sabe, comprendería que tienes que pasar por el mismo proceso por el que pasa todo el mundo para volverse competente. Ya no cree que tú seas una... ¡bueno! —Se inclinó otra vez sobre la pequeña—. Y sin embargo, no creo que una mujer en tu estado deba emprender algo tan nuevo. —No pasa nada con mi estado. —Lo dijo entre dientes—. Pero tampoco soy una joven que trata de escapar a su destino. Soy una mujer que ya usa habilidades aprendidas, y me niego a... David hizo volver el trasero de la niña hacia la luz. —... ponerme en evidencia sólo para establecer contacto con una muchacha que debería ser más respetuosa... —¿Qué es esto que tiene Hazel aquí? —Tocó la marca roja con el dedo—. Parece una quemadura. El silencio inundó la habitación. Nadie pronunció una palabra. David miró a Alisoun a la cara mientras frotaba la piel arrugada, y Alisoun contemplaba ese dedo con una fascinación cercana al horror. David miró a Philippa: estaba pálida. La única que logró moverse era lady Edlyn, que se acercó rápidamente a él. Estirando el cuello, miró la mancha y, en un tono aparentemente natural, demasiado alto, dijo: —Ah, eso, es una marca de nacimiento. —¿Marca de nacimiento? Parece una marca al rojo. —Frotó otra vez la mancha roja—. Al tacto también. Miró otra vez a Alisoun que, a su vez, clavaba la vista en lady Edlyn con algo parecido a la perplejidad. Entretanto, Philippa se puso en acción. —Sólo es una mancha de nacimiento. A David le costaba creer eso. —Tiene una forma perfecta. —Yo también tengo una —dijo Philippa, tocándose la parte posterior del hombro. —¿Una marca de nacimiento que parece... —clavó la vista en el trasero de la pequeña—... un carnero? —Incrédulo, alzó las cejas y miró a Alisoun—. ¿Has visto esto? —Lo haré —dijo. David no entendió: —¿Qué? —Aprenderé a manejar la espada, o lo que sea que tú quieras que haga Alisoun lo empujó a un lado, y terminó de arreglar los pañales de Hazel. David observó cómo Alisoun envolvía rápidamente a la pequeña en la tela seca, y vio que quedaba colgando y que se caería en cuanto alguien alzara a Hazel. Hubiese apostado a que era el primer pañal que Alisoun cambiaba jamás. Pero quería distraerlo, y él la dejaría hacerlo. Después de todo, estaba saliéndose con la suya. A la mañana siguiente, la marca seguiría allí, si él quería hacer más preguntas al respecto. —¿Irás a entrenarte con Bert? —le preguntó. —Eso he dicho. Alzó a la niña y se la entregó a Philippa.


Como David supuso, los pañales se deslizaron y Philippa los sujetó antes de que se cayeran del todo. —Gracias, mi señora. Pareció excesiva gratitud por un pañal mal puesto. Pero Alisoun tomó a David del brazo sin dejarlo pensar más, y dijo en tono decidido: —Estaré allí por la mañana.


20

Bert arrastró los pies por la tierra del campo de entrenamiento y se quejó: —Papá, no quiero que ella esté aquí. —Tiene que aprender a protegerse, igual que tú. No querrás que resulte herida porque no sabe usar una espada, ¿verdad? —David observó cómo su hija luchaba con la respuesta. No le importaba que Alisoun aprendiese a usar la espada; como David le había dicho a Guy, soñaba con usar su destreza en contra de la propia Alisoun. Pero en el corazón apasionado de Bert se escondían manantiales de ternura, y David creía saber cómo hacer fluir esos manantiales—. Alguien amenazó a tu nueva mamá. —¿Quién? —preguntó Bert. —No lo sé, y así fue como nos conocimos. Me contrató porque alguien le disparó una flecha. —Seguramente trató de darle un baño a alguien —musitó Bert. David ignoró el comentario. —Alguien se apoderó del gato de ella y lo lastimó hasta que murió. —¡No, no es cierto! —Bert se arremangó como si algo la acalorase, y David supuso que debía de ser el enfado—. La señora tiene un gato. ¿Ves? —Señaló unas largas marcas rojas que tenía en el brazo—. Me arañó. —Yo le regalé ese nuevo gatito porque ella lloraba por el otro. —¿La viste llorar? —preguntó Bert, suspicaz. —No, fue peor. —Miró hacia el cielo y vio la espesa capa de nubes que ocultaban el sol. Buen tiempo para entrenar escuderos, pues no era demasiado caluroso ni demasiado luminoso, y no parecía probable que lloviese—. ¿Ves esas nubes? —Las señaló, y la niña asintió—. Hay lluvia dentro de ellas, pero no la dejan salir. La retienen con dolor, ansiando llorar, librarse de toda esa agua, y no pueden. Por algún motivo, la retienen. Tu nueva madre es así. Sus lágrimas son de ésas que se guardan dentro, y tú sabes lo mucho que eso duele.

—¿Como cuando tú me dejaste aquí, y yo sabía que debía ser valiente, pero te echaba mucho, mucho de menos? —Así. Bert pensó, mientras se rascaba la barbilla, y luego dijo: —Ella no quiere al gato que tú le regalaste. Nunca lo acaricia ni nada. Jamás le habla. —Las líneas de la boca descendieron—. Nunca le da un beso de buenas noches. David comprendió que Bert no se refería al gato. No le importaba si el gato recibía su beso de buenas noches, y el ego frágil de la niña no comprendía el afecto titubeante de Alisoun. Los intensos sentimientos de Bert demandaban una madre que la abrazara, la besara, la arropase en la cama, y no que le hablara de lo que era propio, de hilar y de. baños. Arrodillándose junto a su hija, David habló, eligiendo con cuidado las palabras. —Tiene miedo de querer al gato. Quería tanto al otro que tiene miedo de que maten a éste también. —Eso es una tontería. Tú no vas a permitir que nadie le quite el gato y lo lastime. Nadie igualaba la fe que Bert le tenía... y menos Alisoun.


—Ella no me tiene confianza. Bert enlazó los rollizos brazos al cuello de su padre.

—¡Pero tú eres mi papá! Abrazándola fuerte, David le explicó: —Ella no comprende lo que eso significa. No comprende que yo soy capaz de hacer cualquier cosa por protegeros a ella y a ti. Tú eres mi hija. Ella, mi esposa. Somos una familia, y nuestra familia es lo más importante del mundo para mí. —¡Tienes que decírselo! —Estoy demostrándoselo. Dejaré que venga y aprenda las destrezas de un guerrero contigo y con Eudo. Bert se quedó sin argumentos, y esa experiencia insólita lo alentó. Tal vez estuviese haciendo lo correcto. —Ven —dijo—. Ayúdame a sacar las armas del cobertizo. Mientras depositaban sobre una mesa de caballete puesta para tal propósito escudos, cuchillos, espadas, arcos y flechas, la mente de David volvió a la escena en el solar. Si algo demostraba que Alisoun aún no confiaba en él, era eso. La mancha en el trasero de Hazel no era una marca de nacimiento; estaba dispuesto a apostar Radcliffe contra eso. De algún modo, la niña se había quemado, y la madre no quería confesarlo. Pero ¿por qué Alisoun también mentía? Y lady Edlyn... Alisoun se sorprendió cuando Edlyn se adelantó y mintió con tanta facilidad. Todo eso indicaba problemas, y David temía verse obligado a hacer lo que le había dicho a Bert. Tendría que proteger a su familia contra un peligro muy grande. Los últimos años de hambre le habían enseñado mucho, y esperaba tomar esta vez las decisiones correctas. —Ahí vienen. La voz fastidiada de Bert atravesó su ensueño. Alisoun y Eudo caminaban hacia ellos, y David sonrió al ver lo que su mujer consideraba una vestimenta apta para un guerrero. Llevaba una túnica vieja de mangas estrechas, un robusto par de cubrebotas y una toca atada en la base del cuello. Dos largas trenzas le colgaban por la espalda, y una sombría determinación le tensaba la espalda. David reconoció esa expresión. Era la misma que lucía Eudo cada vez que tenía que entrenarse con Bert. Alisoun iba a hacerlo. No le gustaba, pero iba a hacerlo. —Mi señora, bienvenida a nuestra instrucción para escuderos. —Hizo una burlona reverencia—. ¿Estáis dispuesta a obedecer cada una de mis indicaciones y a aprender a usar vuestras armas como debe hacerlo todo escudero? —Lo estoy, mi señor. —Se quedó quieta, mientras David daba la vuelta en torno de ella—. Aunque todavía no entiendo de qué podría servirme. —Es para que nadie vuelva a matar a vuestro gato —intervino Bert. David se encogió. Sabía que a Alisoun no le agradaba que se ventilase su congoja. Era una mujer que ocultaba sus emociones y valoraba su intimidad y David se preguntó si descargaría sobre Bert su insatisfacción hacia él. No le hacía ningún favor con sus dudas. Alisoun miró atónita a la niña, y dijo en voz tenue: —Ciertamente, ése es un buen motivo. —¡Sí! Eudo sonrió. Guy, que enseñaba arquería, le había asegurado a David que el muchacho poseía un talento natural. Todavía muy pequeño para tener ventaja en la lucha cuerpo a cuerpo, Eudo descubrió


que el vuelo musical de una flecha equiparaba sus posibilidades de victoria, y disfrutaba cada instante que pasaba con el arco en la mano. —¡Sí! —exclamó Bert, imitando a Eudo. Tenía su propio arco en miniatura, y practicaba durante horas, tratando de igualar las habilidades de su héroe. —Escuderos, colocad los blancos. —David levantó un arco de entrenamiento y un carcaj con flechas—. Yo instruiré a lady Alisoun. Bert clavó los talones en la tierra y se puso ceñuda. —¡Quiero que me instruyas a mil Eudo la empujó desde atrás. —Mi señor nos ha dicho que coloquemos. —Es mi padre. —Un buen escudero no discute con su señor. —Eudo se encaminó al cobertizo donde se guardaban las armas de entrenamiento, y gritó sobre el hombro—: Las chicas no pueden seguir indicaciones. —Yo sí puedo. —Bert corrió tras él—. Yo sí puedo. —¿A Eudo le da rabia que me entrenes a mí? —preguntó Alisoun. David le dio el arco. —Sostén esto mientras yo te coloco las protecciones de la muñeca y el dedo. —Sabía que ella tendría que aprender sola, pero quería tener la ocasión de tocarla, de acariciarle la piel con los dedos—. No, no está resentido contigo sino con Bert. —Echó una mirada a los niños, que arrastraban los blancos y discutían sobre su ubicación—. Te complacerá saber que Eudo tampoco está de acuerdo con el entrenamiento de combate para mi hija. —¿Por qué crees que eso puede complacerme? —Su vista no se apartaba de las manos de David que colocaban la protección de cuero en su muñeca—. He enseñado a Eudo a respetar a su señor y a obedecer a todas sus órdenes. —Me obedece. —¿Con alegría? —No, eso no —admitió, mientras colocaba la cuerda del arco—. Pero, a veces, Bert hace las cosas difíciles. Quizá si tú... no, no importa, es una estupidez. —¿Qué? —En serio. —Se situó detrás de ella y le puso el arco en la mano—. No es nada. —Mi señor, yo no pienso que tus ideas sean nada. Hizo una inspiración profunda cuando los brazos de David la rodearon. Tomándole la mano, le mostró cómo rodear la cuerda con los dedos. —Tengo la impresión de que si demostraras afecto y respeto a Bert mientras trabajamos aquí, quizás Eudo se comportara del mismo modo. —Yo siempre trato con respeto a todas las criaturas de Dios. David no dijo nada. Con desgana, Alisoun preguntó: —¿Qué clase de afecto? —He visto que cuando elogias a Eudo, le pones una mano en el hombro. —Bert no quiere que la toque. —Porque sólo la tocas para limpiarla. Estoy hablando de un gesto de reconocimiento. Alisoun se mantuvo relajada en el círculo de sus brazos mientras pensaba, y luego hizo un cabeceo afirmativo. —Puedo hacerlo. —Y pedirle que te cuente sus progresos en los estudios. —Hasta donde sé, no realiza ningún estudio. Nunca toma un libro ni aprende las artes femeninas. —En este momento, está aprendiendo las artes del guerrero. —Yo no apruebo eso? ¿Por qué habría de preguntar por sus progresos? A duras penas David logró disimular la nota de triunfo en su tono. —Tú también estás haciéndolo. —Sólo porque... Casi pudo oírla pensar: "Porque quería distraerte y que dejaras de ocuparte del pañal de Hazel". Pero no lo dijo. —Porque tienes razón. Si me amenazan, tengo que estar en condiciones de defenderme, aunque sea en pequeña medida. David sintió ganas de estrecharla contra él y de besarla hasta haberla despojado de parte de su dignidad. Quería recompensarla por pronunciar esas palabras tan difíciles: tienes razón. Quería repetirle una y otra vez su juramento, hasta que se convenciera de que siempre la protegería a ella y lo que era de ella.


En cambio, lo que hizo fue gritarles a algunos siervos que holgazaneaban por ahí para observarlos a él y a Alisoun. —Si no tenéis nada que hacer, sin duda yo podré encontraros algo. —Se alejaron, y él le dijo a Alisoun—: Tira de la cuerda hacia atrás con presión suave pero firme a la vez. Más hacia atrás. Más. Estíralo casi hasta tu mejilla y mantenlo más alto. Eso es. Ahora, suéltalo. Alisoun soltó la cuerda vacía, que le azotó la protección de la muñeca con ruido agudo. —¡Ay! —Dejó caer el arco y se frotó el brazo—. ¡Me ha hecho daño! —Probemos con una flecha. Sacó una del carcaj, acomodó la muesca en la cuerda y le mostró cómo apoyar los dedos. Los niños se apresuraron a terminar de instalar los blancos y corrieron junto a ellos. —Niños, id a practicar —les gritó Alisoun. No le hicieron caso. Estaban completamente concentrados en la punta de la flecha, al tiempo que ella tiraba otra vez de la cuerda. —¡Sostenía en alto! ¡Que la tensión sea más precisa! ¡Mantenía! —David miró de reojo al ver que el arco temblaba entre las manos de Alisoun—. ¡Ahora, suéltala! Trazando un surco en la tierra, la flecha fue a aterrizar sobre una mata de césped a menos de un metro y medio delante de Alisoun. Los niños la miraron, en confuso silencio. David le dijo a Alisoun. —Ya puedes abrir los ojos. Los abrió. —No me daba cuenta de que los había cerrado. Miró, ansiosa, los blancos. La carcajada de Bert explotó con un resoplido, y Eudo la sofocó con la mano. Perpleja, Alisoun los miró, y luego volvió a mirar los blancos. David le hizo girar la cabeza hacia abajo, hasta que pudo ver la maltratada y sucia flecha. —No has apuntado lo bastante alto. —Ah. —Miró otra vez a los niños, que ya habían controlado su hilaridad—. Lo haré de nuevo. David podía decir una cosa de Alisoun: no se rendía fácilmente. Hubo más puntas de flecha mordiendo el polvo que en toda su historia de entrenar escuderos. Por fin, dijo: —Por ahora, es suficiente. Si no lo dejas ahora, se te hincharán las muñecas. —Casi lo he logrado. —Su mentón adquirió un ángulo obstinado—. Una sola más. Colocando la muesca de la flecha, levantó el arco, la soltó... y voló sobre el campo de entrenamiento, sobre el cobertizo de las armas, y se perdió de vista. David, Alisoun y los niños se quedaron inmóviles, esperando, dudando. Oyeron un chillido. Un solo chillido, y luego nada. —¿Qué habré hecho? —susurró Alisoun. Una de las cuidadoras de gansos salió corriendo de atrás del cobertizo, sujetando a un ganso muerto por las patas. —¿Quién ha hecho esto? —gritó—. ¡Mi mejor reproductor, muerto por una flecha! Haciendo girar al ave, mostró la vara incrustada en la cabeza del animal. —Lo siento —respondió David, también a gritos—. Ha sido culpa mía. —Menuda historia. —La muchacha agitó el dedo en dirección a Eudo—. Estoy segura de que ha sido éste, con su rara puntería y sus modos extraños. Bert pasó al frente. —No, Nancy, he sido yo. —Sacó el arco de la mano laxa de Alisoun y lo agitó—. Estoy mejorando, ¿no es cierto? Nancy miró de soslayo el arco y luego a la niña que lo sostenía, y tuvo ganas de llamar mentirosa a Bert, pero no se atrevió. —Lleva el ganso a la cocina —ordenó David—. Lo comeremos en la cena, y la señora nos conseguirá otro. —Le puso la mano en el hombro—. ¿No es verdad? —Sí, con gusto. Alisoun trató de sonreír, pero no fue más que un alzamiento de los labios para desnudar los dientes. Nancy asintió, resentida y, cuando desapareció otra vez, Alisoun le dijo a David: —Lo siento. —No es nada. Le frotó la espalda. —¡Tu mejor ganso! Bert le palmeó la cadera.


—Para Nancy, todos sus gansos son los mejores. Alisoun notó, de súbito, que David y Bert estaban tocándola, aunque ella no había aceptado el ruego de él de brindar afecto a la hija. Con cierta torpeza, palmeó la cabeza de Bert, y la niña alzó la vista, atónita. David esperó, crispado, pero Bert se limitó a encogerse de hombros y a apartarse. —¿Ya podemos trabajar con las espadas? Eso era lo que a Bert más la entusiasmaba. Dispuestas sobre una mesa de caballete, las hojas de práctica brillaban al sol. Ni una mota de polvo manchaba su superficie; hasta las espadas gastadas como éstas merecían atentos cuidados. También las de madera habían sido cuidadosamente pulidas y se conservaban para que practicasen los más jóvenes. Con manos reverentes, Bert acarició una de las hojas de hierro. Tomándola de la muñeca, David dijo: —Será una buena idea trabajar con las espadas. —Le puso una de madera en la mano—. Con ésta. La niña se enfurruñó, sabiendo que no iba a salirse con la suya, pero decidida a intentarlo. —Ya soy lo bastante grande para una espada de verdad. —No lo eres. —Déjame probar. Alzando su propia espada corta, Eudo dijo: —Un verdadero escudero no ruega como una niña. A Bert se le colorearon las orejas, y David le veía las puntas que sobresalían del cabello masacrado. Y la niña cerró la boca de golpe. David se dirigió a Alisoun. —Tú también empezarás con la espada de madera. Bert vio la oportunidad de descargar su frustración en otra persona. —¿No le harás alzar la espada escocesa? —Hoy no. —David le dijo a Alisoun—: Sujeta la empuñadura con ambas manos... —A mí me hiciste levantar la espada ancha, primero —dijo Bert con voz cantarína—. Siempre haces que los nuevos levanten esa espada. Enfadado, David repuso: —No, Bert. — ¿Qué hay de entretenido en levantar esa espada ancha? Alisoun acarició la empuñadura de la hoja más grande. Bert hizo una mueca. — ¿Nunca has levantado una? — Eres tan niña — dijo Eudo, con evidente disgusto. — Ella no va a levantar una espada escocesa — insistió David. — Creo que me gustaría hacerlo, ahora. Con una mirada suplicante, Alisoun pidió permiso. David miró a la hija, ceñudo, y respondió: — Como quieras, mi señora. Pero son muy pesadas, y si no tienes cuidado... La hoja cayó al suelo. — ... se te caerá. — Dio un tirón al cabello de Bert para que dejase de reír entre dientes, y se acercó a Alisoun. Una vez más, aprovechó la oportunidad de abrazarla. Puso las manos sobre las de ella, y la ayudó a levantar la espada — . Con todo, es una buena hoja — le dijo — . ¿Sientes el equilibrio? ¿El peso? — Balanceándola atrás y adelante, la hicieron girar, emitiendo un silbido — . En una lucha, no siempre es el hombre más diestro el que gana. Con frecuencia, triunfa el que más resiste. — Entiendo. Ahora, déjame sostenerla. — No hagas movimientos bruscos. Sin apartar la vista de la espada, los niños se apartaron. —Sí. — Ahora voy a soltarla. David aflojó el apretón, y al ver que no se le caía, se apartó. Alisoun siguió moviéndola, con la vista fija en la punta, asombrada. Entonces, Bert dijo: — Levántala sobre la cabeza. David vociferó: —¡No! Llegó tarde. Alisoun levantó la hoja, que vaciló justo sobre su cabeza, y luego se inclinó hacia atrás. La dama no tenía fuerzas para controlarla, pero no la soltó. A medida que se inclinaba más hacia atrás, ella seguía el movimiento, hasta que cayó hacia atrás. Cayó a tierra con tanta fuerza como una de sus flechas. David llegó junto a ella antes de que se hubiese levantado el polvo.


— ¿Alisoun? ¡Alisoun! Alisoun parpadeó y abrió los ojos. — ¿Te has hecho daño? —No ha sido agradable. La rodeó con un brazo y la ayudó a incorporarse lentamente. La toca se había torcido a un lado. Alisoun la sujetó, pero las trenzas colgaban, sueltas, y ella hizo una mueca. —¿Crees... —David echó un vistazo a los niños y bajó la voz—... que el niño habrá sufrido? —Creo que el niño está más mullido que yo —respondió en el mismo tono bajo, y se frotó el coxis. Una voz menuda los interrumpió: —Lo siento. David no giró la cabeza, pero Alisoun sí. —Papá, realmente lo siento mucho. No sabía que se golpearía tan fuerte. Por primera vez, David se sintió furioso con su hija. Conservando a duras penas un tono civilizado, le dijo: —Bert, no me pidas perdón a mí. Pídeselo a tu madrastra. Es ella la que se ha hecho daño. —Te ruego que me perdonéis, mi señora. —Bert contenía las lágrimas—. No he querido haceros daño. —Sólo estoy magullada, Bertrade, y por supuesto, te perdono. —Pasando sobre el hombro de David, palmeó la cabeza de la niña, y en esta ocasión le resultó fácil—. A fin de cuentas, en buena parte es culpa de tu padre. —¿Mi culpa? —David se echó atrás—. ¿Por qué? —¿No es ésa la broma que les gastas a todos los escuderos? Tratando de ser equitativo, David proclamó: —Les da una idea de cuánto tienen que trabajar para ser nombrados caballeros. —A mí me parece cruel. David tuvo ganas de retorcerse. —¿Por qué tu hija no iba a querer que yo brindase el mismo entretenimiento que han brindado otros escuderos? —Movió la cabeza, con expresión reprobatoria—. David, me temo que tú tendrás que aceptar el mérito de esto. Y ahora, ayúdame a.levantarme y nos pondremos a trabajar. ¿Cuándo se convirtió él en el que necesitaba recibir enseñanzas? Tratando de recuperar el control de la práctica, David dijo: —Ahora, practicaremos con cuchillos. —Bert empezó a protestar, y la miró hasta que cerró la boca, y luego añadió—: Lo más probable es que sea tu más adecuada forma de defensa, mi señora. Eudo se llevó las espadas, mientras Bert sacaba los cuchillos de madera y los ponía sobre la mesa sin tocarlos y sin pedir tocar las hojas verdaderas, con sus agudos filos. Los dos niños hicieron gala de su mejor comportamiento, sin duda porque sabían que David había llegado a su límite. Admitió con pesar que había llegado demasiado rápido. Si hubiese compartido con regularidad la cama de Alisoun, tal vez se hubiese sentido lo bastante seguro para escuchar sus reproches sin ponerse a la defensiva. Bert le tironeó del borde de la túnica: —Usaré la hoja de madera, papá. —Bien. El padre asintió. La mano de Eudo revoloteó sobre las empuñaduras. —Mi señor, ¿qué hoja queréis que use lady Alisoun? —La más liviana —respondió David. Eudo se la tendió a Alisoun tomándola por la hoja, y la dama la recibió con una graciosa sonrisa. —Has sido muy bondadoso al permitir que yo interrumpiese tu verdadera instrucción. Bert se metió entre ellos. —También es mi verdadera instrucción. Eudo puso los ojos en blanco. Sin mirarlo siquiera, Bert insistió: —¡Bueno, silo es! —Es más duro de lo que yo esperaba. —Alisoun acunó el cuchillo en las palmas—. Debes de estar muy orgullosa de tus habilidades. Inveteradamente sincera, Bert no pudo menos que admitir: —Todavía no soy buena, pero soy mejor de lo que era. Ya veréis. Vos también progresaréis. Algo se aflojó dentro de David. Tal vez la sesión de entrenamiento hubiese sido lamentable, pero su intuición había sido acertada: Bert le hablaba a Alisoun. La veía como a una persona que tenía que aprender, crecer, alguien a quien le había costado mucho esfuerzo lograr su aparente perfección, y que estaba dispuesta a aprender con aquéllos que sabían más que ella... hasta de Bert.


David tironeó de una de las trenzas sueltas de Alisoun haciéndola volverse hacia él. —Bert es una de mis mejores alumnas, y con el ingenio de Eudo, será el nuevo caballero legendario de Inglaterra. Eudo se sonrojó, Bert sonrió y Alisoun gesticuló, entusiasta, con el cuchillo: —¡Larga vida a Bert y a Eudo! De pronto, el extremo de su trenza colgaba de la mano de David. David se quedó mirándola. Luego, miró la trenza, que se había acortado en varios centímetros. Miró a la boquiabierta Bert, a Eudo con los ojos dilatados y, por fin, a Alisoun, demasiado estupefacta para hablar o moverse. El instante se congeló en el tiempo. Un sonido leve rompió la parálisis. Alisoun se ahogaba. —No llores —le rogó David, quitándole la daga de la mano. Se ahogó otra vez. Bert enroscó uno de sus mechones mutilados en un dedo. —Volverá a crecer. —No es tan malo, mi señora —dijo Eudo—. Todavía os queda mucho cabello. Alisoun rió. No muy fuerte, pero rió. Después de un momento, la siguió Bert, y luego Eudo. Sonriéndoles a sus tres guerreros, David meneó la cabeza. —Hasta ahora nunca había fracasado con un escudero. Alisoun rió de nuevo. Bert, riendo, se apoyó contra ella, y Eudo se puso serio, hasta que su cara volvió a crisparse en una nueva explosión de hilaridad. Cuando Alisoun se recobró, le tendió la otra trenza: —Bien podrías cortar esta también. David la tomó, mientras ella levantaba el cabello cortado hacia el otro lado. La cuerda que lo sujetaba había desaparecido, cortada por el cuchillo, y la trenza se deshacía en grandes ondas pesadas. David midió una con otra, y luego las igualó con un tajo limpio. Alisoun alzó la cara hacia él, con la sonrisa aún temblándole en los labios. —Me disculpo por haber sido una aprendiza tan difícil. El esfuerzo, las risas, el compañerismo, habían borrado la rigidez de su cara, dejándola abierta para que David pudiese leerla. ¿O era que él se había vuelto más diestro para descifrar los pensamientos de ella? —Una discípula difícil, sí. Y para que te vayas con una lección útil, déjame que te hable de la daga. Tomando uno de los cuchillos de madera —ya no quería correr riesgos con los de verdad—, iba apuntando a distintas partes del cuerpo de ella a medida que hablaba. —Si necesitas defenderte o atacar a otro, apunta a los ojos, la garganta o la tripa. —¿No al corazón? —El corazón es el mejor punto, pero lo más probable es que des en las costillas, y en mi opinión, para ti lo mejor es lo menos difícil. Esta vez, Eudo rió sin contenerse, y cuando David miró alrededor, vio que los niños los observaban con las cabezas ladeadas, los ojos brillantes de interés. —Mamá, ¿vendrás mañana a practicar otra vez con nosotros? Aunque Bert hablaba con cierta brizna de culpa, David tuvo ganas de apretarse el corazón y de gritar de alegría al mismo tiempo. Alisoun había conquistado a su hija sin intentarlo siquiera, y dudaba de que ella supiera cómo lo había logrado. Sí sabía lo bastante para no demostrar sorpresa por su nuevo título. —En el castillo hay muchas cosas que exigen mi atención, y me temo que no tendré tiempo para practicar estas habilidades tanto como hace falta. —Suspiró—. Si tuviese más ayuda... Eudo se adelantó. —Un escudero debe conocer toda clase de cosas en un castillo, y por eso me sentiré honrado de que vos me enseñéis todo lo que sabéis. Bert clavó su codo huesudo en las costillas de Eudo. —¡Eh! ¡Yo iba a decirle a ella que me enseñe! —Tú nunca has querido trabajar en el castillo y, además, eres sólo una niña. Ninguna niña puede aprender destrezas caballerescas y aptitudes de dama al mismo tiempo. Te daría una fiebre cerebral. —¡No, no me daría! —Sí, te daría. Eudo metió con cuidado las dagas en sus vainas. —No.


Bert recogió las espadas de madera. Con la mano en el brazo de ella, David sacó a Alisoun del campo de entrenamiento. En voz baja, le explicó: —Así es como hemos logrado que lea, pues Bert siempre se enfrenta a los desafíos cara a cara. —Lo tendré en cuenta. —Alisoun trató de quitarse la protección de la mano pero, como le temblaban los dedos, finalmente extendió el brazo y le rogó—: ¿Puedes ayudarme con esto? Aunque he hecho muy poco, estoy exhausta. —Hacerlo mal es mucho más difícil que hacerlo bien —le aseguró, y se detuvieron ante la puerta del jardín mientras él le quitaba la protección de cuero. —Tú lo haces muy bien, y al principio debiste de ser tan malo como yo. David la miró con aire interrogante. —Está bien, insinúa que yo lo he hecho mucho peor que tú. —Echó el cabello a medio trenzar sobre los hombros—. Pero tuviste que comenzar con menos habilidad de la que tienes ahora. —Un poco menos. —Le quitó la protección de la muñeca y frotó los músculos inflamados—. Tu piel es demasiado delicada para esto. Alisoun no le hizo caso. —Y te convertiste en el mejor mercenario de Inglaterra y de Francia. Te convertiste en el legendario mercenario David de Radcliffe. Con una mueca amarga, David le quitó la protección del dedo y se la metió en su bolsa. —Sí, ése soy yo: el mercenario famoso, que peleó contra el dragón y le ganó. —Creo que te has confundido con san Jorge —respondió, seria—. Pero, en serio, con la práctica que has hecho en George's Cross y tu experiencia, apostaría a que, al presente, eres el mejor mercenario de Inglaterra. —¿Has visto el jardín de hierbas? Abrió la cancela y la invitó a entrar con un gesto. —Sí. —Alisoun entró—. Está muy bien cuidado. David titubeó. No quería entrar con ella en el jardín. Menos ahora, cuando el cabello le colgaba suelto, por la espalda. Cuando el buen humor le suavizaba la curva de la boca. Pero ella seguía hablando, y no se atrevía a cortar la comunicación, después de tantos días y noches donde sólo existió conversación cortés. —¿J« no crees que eres el mejor mercenario? David entró y dejó la puerta abierta tras él. —No. Ya no. —Alisoun abrió la boca para discutir, pero él negó con la cabeza—. Para ser luchador hace falta mucho más que destreza, fuerza y experiencia. Ya nunca más combatiré como lo hacía antes, porque he perdido las ganas de matar. Alisoun se había inclinado para partir una rama de menta y, al oírlo, levantó la vista. —¿En serio? Apoyado en la pared, David la veía arrancar hojas y olerías. —La batalla es juego de hombres jóvenes, y sólo aquellos que no respetan la muerte pueden enfrentarse a ella con ecuanimidad. Alisoun probó la menta, y él casi la saboreó junto con ella. —¿Y ahora respetas la muerte? —He visto la pena que puede causar. He perdido a camaradas queridos por motivos tan fútiles como que otro caballero del circuito codiciaba su armadura y se había entregado con demasiado entusiasmo a la refriega. El suave quejido de simpatía lo consoló, y se acercó a ella. —Ahora tengo algo que perder. Tengo una esposa y un hijo... ¡dos hijos! —se corrigió, y la mujer se acarició la barriga—. Pienso que hay mejores maneras de retener lo que he ganado que luchar hasta quedar cubierto de sangre. —¿Es por eso por lo que te casaste conmigo? Se alejó mientras formulaba la pregunta en tono desinteresado, como si la respuesta no le importase para nada. David sospechaba —tenía la esperanza— de que sí le importaba. Supo que tendría que elegir las palabras, cuidando de no asustarla con emociones desmedidas o con algo inferior al buen sentido. Y, sin embargo, habló con el corazón. —Sentí que te debía protección, pero lo que te debía y lo que quería darte eran dos cosas diferentes. Te debía seguridad. Alisoun se detuvo. David se detuvo. Como no concluyó, ella le preguntó: —¿Qué era lo que quenas darme? —Amor.


—¿Amor? —Giró sobre sí y le clavó la vista—. ¿Amor? Eso no es más que una estupidez romántica. ¡El amor no existe! —Yo siempre pensé lo mismo. —Dio un paso largo y se detuvo junto a ella—. Pero jamás pensé que existía alguien como tú. —Primero me dices que has decidido ser la clase de guerrero cuya sensatez lo convierte en un compañero deseable, y yo creo que puedo contártelo todo y lo entenderás. Y luego dices algo tan loco como... David le apretó los brazos. —Cuéntame. —No puedo. —Cuéntame. —No puedo, porque no es mi secreto. —Pero eres tú la que está en peligro. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y movió los labios, pero no pudo emitir ningún sonido. —¿Alguna vez he traicionado tu confianza? —No. —Entonces, te ayudaré a empezar. Tu mejor amiga estaba casada con Osbern, duque de Framlingford. El rostro de Alisoun quedó privado de toda expresión. Se convirtió en Alisoun, condesa de George's Cross, tal como era cuando él la conoció. Pero ahora él sabía entenderla. Alisoun repuso con calma: —Eso lo sabe todo el mundo. —Ella dejó de quererlo. —La tensión en torno de la boca de Alisoun se aflojó, y David comprendió que se había equivocado—. O quizás ella lo amaba pero él la golpeaba hasta dejarla medio muerta. La mandíbula de Alisoun se puso tensa. Así que Osbern golpeaba a su esposa. A David no lo asombraba. Casi todos los hombres lo hacían. —Y ella quiso dejarlo y tú la ayudaste. —¿Por qué piensas eso? —En el ataúd de tu amiga hay un lobo y su cachorro, mi señora. ¿Acaso crees que soy tan tonto para creer que se convirtió en loba cuando murió? Eso era lo que tú querías, ¿cierto? Que si alguna vez se abría el ataúd, la superstición fuese más fuerte que la sospecha, y la loba fuese vuelta a sepultar tan furtivamente como se la desenterró. Alisoun fijó la mirada por encima del hombro de él, persistiendo en querer derrotarlo, mientras él deducía la cadena de acontecimientos que los habían reunido. Pero David no estaba dispuesto a permitirlo. Ya no. Menos ahora que estaba tan cerca. Tomándola de la barbilla, la obligó a mirarlo y se inclinó, como para llenar todo su campo visual. —Tú fingiste la muerte de lady Framlingford, y luego la ocultaste... en algún lado. Alisoun soltó bruscamente el aliento y él la sintió temblar bajo sus manos. —Dime dónde. ¿Ha acudido a algún amante? ¿Está en uno de tus otros castillos? ¿La has enviado a Francia? Alisoun trató de sacudir la cabeza. —La ignorancia es peligrosa, Alisoun, al menos en este caso. Framlingford es peligroso. Al menos dime dónde está ella, para que yo pueda... —¿Enviarla de vuelta? —Tienes mala opinión de mí, ¿eh? —No le dio oportunidad de replicar—. Yo tengo amigos, y te aseguro que Framlingford no los conoce. Si yo pudiese enviarla con ellos, él jamás la hallaría, y tú quedarías ignorante de todo conocimiento acerca de su paradero. —¿Cómo logrará eso que deje de acecharme? —Lo quemó con la hoguera de su frustración—. Él no estará contento hasta que me haga sufrir como hizo sufrir... a mi amiga. —Yo no permitiré que te haga daño. —¿Cómo vas a impedírselo? Dices que ya no te gusta matar. Bueno, pero a Osbern sí. —Pálida de disgusto, le preguntó—: ¿Sabes que mató a uno de los pajes confiados a su cuidado? —Lo he oído. —David no permitiría que su compasión por el muchacho muerto lo desviase de su propósito. Necesitaba proteger a Alisoun y a todos los que estaban relacionados con ella, y por eso dijo—: El muchacho no tenía relaciones... Osbern manipula su crueldad como un deporte a sangre fría. —Un deporte. —Alisoun asintió—. Sí.


—Tú tienes relaciones. Podemos ir a ver al rey y... —Philippa es una heredera. El rey la casó con Osbern. Si el rey supiera que yo la ayudé a escapar de su marido, me... —¿Philippa? Alisoun se llevó la mano a la boca. —¿Has dicho Philippa? —Sintió que la rabia le recoma el cuerpo como un viento frío, congelándole la sangre y subiendo de punto su terror—. Por el cuerpo de Cristo, ¿y ahora ella está en este castillo? Aferrándole el brazo, Alisoun le dijo: —Tenía que tenerla conmigo. La niña acababa de nacer, y no me atreví a someterla a un viaje largo. David seguía sin captar todo el alcance de la traición de Alisoun. —¿Ella está aquí? ¿Jamás la alejaste de ti? —Nadie sospechaba que ella fuese otra cosa que una prima pobre con su hija ilegítima. —En mi propio castillo. Estoy albergando a la esposa de Osbern en mi propio castillo. Cerró los ojos, abrumado por la inmensidad del desastre. —Osbern vigilaba George's Cross. Yo tenía miedo de enviarla a cualquier sitio porque temí que la atrapase. —Es obvio que sospechaba, porque abrió esa tumba. —Él sabía cuánto lo despreciaba yo. Una vez, le rompió las dos piernas a mi amiga. —Lo sacudió con fuerza—. Fue esa vez cuando la dejó preñada. El dolor retorció las entrañas de David. Sí, él conocía a Osbern. Lo despreciaba. Pero tenía una hija, y una esposa que llevaba en sí al hijo de ambos. Osbern sabía que su esposa estaba viva en algún lado, y él jamás cedería hasta ponerle otra vez la mano encima. Alisoun había recobrado cierta calma. Sabía lo que sería preciso hacer, pero era incapaz de comprender el peligro. —Prometí que mantendría a salvo a Philippa y a la niña, y con tu ayuda podré hacerlo. —No me has dado alternativa. Alisoun lo envolvió en un abrazo. —Pronto comprenderás que es la única actitud justa. Sé que lo entenderás. Pero se equivocaba. David jamás lo comprendería. Menos cuando al salir del jardín de hierbas oyeron el saludo de los visitantes que estaban al otro lado del puente levadizo. —Osbern, duque de Framlingford, que viene a visitar a su querido amigo, sir David de Radcliffe.


21

He vivido toda mi vida en castillos, y nunca he sabido cómo empieza. Y sin embargo lo he visto suceder muchas veces: los rumores relacionados con el señor y la señora viajan a la velocidad de una marea primaveral. Y aquel día no fue la excepción. Momentos después de la desaparición de sir David y lady Alisoun en el jardín de hierbas, todos sabían que algo importante había ocurrido en el campo de entrenamiento. De algún modo, el señor y la señora habían llegado a un acuerdo. Una vez más, las lluvias nutrirían los sembrados, los siervos ya no reñirían más... y los recién casados volverían a compartir el lecho. Admito que tal vez yo tuviese algo que ver con la difusión de aquel rumor, y no por algo que dije sino por mis acciones. Fue algo insignificante: tomé una manzana de un árbol y se la di a Bert. Viéndolos a sir David y lady Alisoun, parte de mi intolerancia adolescente hacia las niñas embrollonas y pegajosas se había ablandado y la mitad de la gente del castillo que había encontrado alguna excusa para entretenerse observando el jardín lo advirtió. Por eso, cuando llegó la llamada desde el otro lado de la puerta de entrada, anunciando que el duque de Framlingford pedía permiso para entrar, todos se enfurruñaron. Y no tanto porque supieran que tenía un carácter desagradable. Todos sabían quién era; su reputación era conocida en toda Inglaterra. Pero era un hombre demasiado altanero para molestarse con los servidores de lady Alisoun, y Radcliffe jamás había tenido la suficiente importancia para recibir visitas, hasta entonces. Y sin embargo, allí estaba, en el preciso momento en que queríamos que el señor y la señora tuviesen una oportunidad de consolidar la paz entre ellos. Y en cambio, sir David salió con lady Alisoun del jardín como un padre furioso con el mal comportamiento de su hijo. La señora trató de soltarse, pero él echó a andar más rápido y, cuando la señora me llamó a mí, tuve que correr para alcanzarlos. Me agarró y me arrastró con ellos. —Ve al interior del castillo —me dijo—. Diles a mis doncellas que ha llegado Osbern, duque de Framlingford. Asegúrate de que todas se enteren, y diles que preparen un banquete digno de nuestro honrado visitante. Su tono era apremiante. Sir David estaba sombrío. Yo asentí y salí corriendo. Bert corrió conmigo.

"¿Por qué ahora?", pensaba Alisoun, desesperada. Necesitaba tiempo para que David se hiciese a la idea de quién era en realidad Philippa, y no lo tenía. El portón abierto y el puente levadizo bajo dejaban la vía abierta para cualquiera que decidiera entrar en Radcliffe durante las horas del día, pero Osbern, con un floreo cortés, esperaba fuera a que le otorgasen permiso. ¿Qué podían hacer? Tenían que dejarlo entrar, brindarle hospitalidad, y fingir que no había pasado nada. El ocultamiento la hacía sentirse mal. Le parecía injusto pedirle a David que lo compartiese, y a juzgar por el ceño que llevaba, él se sentía del mismo modo. En tono bajo, humilde, le dijo: —¿David? David avanzó hacia el portón, y no la miró. No pareció haber captado el ruego en su voz de ninguna manera. —Tenemos que recibir a nuestro huésped. —Te lo ruego, David... Se detuvo y la miró de frente. Le apretaba con fuerza el brazo. El negro de sus pupilas había devorado toda la ternura de sus ojos. Cuando habló, su voz rechinó como si pasara sobre pedruscos. —No haré nada. Tú asumiste la responsabilidad cuando trajiste a Philippa a mi castillo, y por eso yo me limitaré a esperar que el desastre no se abata sobre nosotros. —Avanzando otra vez, la arrastró tras él—. Pero cuando Osbern se marche, tú y yo hablaremos.


A Alisoun sólo le quedó un momento para comprender que había subestimado la intensidad de la furia de él, y después sus talones golpearon con ruido hueco sobre las tablas del puente. —¡Señor! —David saludó a la pequeña partida de hombres a caballo que esperaban en el camino—. Bienvenido a Radcliffe.

El rostro de Osbern se iluminó a la vista de sus anfitriones, y Alisoun tuvo que cerrar los ojos ante la oleada de furia y congoja que la invadió. Con su lacio cabello negro y sus ojos chispeantes, Osbern era la encarnación de la belleza masculina. El pelaje de su caballo igualaba el color de su cabello, y el fondo de su escudo de armas igualaba al de su caballo. Se movía con aceitada fluidez, y se mantenía en óptima condición de pelea. En síntesis, parecía el caballero perfecto. Él y su escudero se apartaron de sus hombres para acercarse ante Alisoun y David. Osbern desmontó y se adelantó para estrecharles las manos. —¿Es cierto lo que se dice? —preguntó—. ¿Estáis casados? —Lady Alisoun me concedió la gracia de aceptar convertirse en mi esposa —respondió David, amable. Los dedos de Osbern apretaron la mano de Alisoun hasta provocarle molestia. —Sois un hombre afortunado —le dijo a David. —La fortuna no tuvo nada que ver. —David sonrió con fingida comodidad—. Lo que pasa es que fui el mejor pretendiente. Osbern estalló en sonoras carcajadas, echando la cabeza atrás. —Nada de falsa modestia, ¿eh? —Ni la más mínima. —David se libró del apretón de Osbern y señaló el portón—. Pero entrad, y tomad algún refresco. No sucede con frecuencia que Radcliffe reciba a un huésped tan honorable como el duque de Framlingford. —Será mejor que os habituéis, sir David. —Ahora, apretaba los dedos de Alisoun hasta hacerle daño—. Con lady Alisoun como esposa, el propio rey encabezará la marcha. David tomó la mano libre de Alisoun y la besó. —Sí, me he casado con un tesoro nacional. —Eso es lo que tenéis. —Osbern besó la mano que retenía, y en un tono para que ella sola lo oyese, dijo—: Pero qué fríos tiene los dedos... y en un día veraniego como éste... La soltó, se acercó a David y hombro con hombro entraron en el patio, dejando a Alisoun con la vista clavada en sus espaldas. De modo que así era como se comportaban los hombres. Engañosa cortesía, falsedades sonrientes, camaradería viril, y bajo todo eso, lo que los atormentaba a todos. La certeza de la existencia de Philippa. ¿Habría informado Eudo a Philippa de la aparición de Osbern? Alisoun caminó en amplio círculo alrededor de David, Osbern y el establo, que parecía haber captado la atención de los hombres. Abrigó la esperanza de que se entretuviesen mirando los caballos mientras ella entraba en el castillo y tomaba la precaución de ocultar a Philippa. Oyó tras ella el resonar de los cascos de los caballos cuando los caballeros de Osbern cruzaron el puente, y luego el tintineo de los arreos cuando entraban en el patio. Sonaban como si estuviesen acercándose a ella. Hasta como si estuviesen persiguiéndola. Miró atrás. Tuvo la impresión de que los caballos iban a pisarla. Atónita, se detuvo y los miró. Los caballos siguieron moviéndose. Bajo los cascos, los armados caballeros sonreían. Entonces, Osbern gritó: —¡Roger! Los caballeros se detuvieron, y el que llevaba la delantera desmontó. Caminó hacia Alisoun con la mano sobre la espada. David corrió hacia ellos. —¡Roger! —volvió a gritar Osbern. Levantando las manos, el caballero se sacó el casco y sonrió, con su único diente chispeando a la luz. —¿Me recordáis, mi señora? Claro que lo recordaba. Era Roger de Bissonet, mayordomo y fiel servidor de Osbern... otro capaz de reconocer a Philippa si llegaba a verla. David la aferró del brazo y se enfrentó a Roger, diciéndole sin sonreír: —Os saludamos, señor caballero, y ofrecemos nuestra hospitalidad para vos y vuestro magnífico caballo. —Miró a todos los caballeros—. Para todos vuestros magníficos caballos. Si vais a mi establo, mis servidores indicarán a vuestros escuderos dónde dejar los animales. Después de que os


hayáis cerciorado de que serán bien cuidados, os ruego que vayáis al gran salón y os lavéis el polvo del camino con nuestra cerveza nueva. Osbern se acercó por el otro costado. Indicando el establo con la cabeza, ordenó: —Id. Roger inclinó la cabeza, hizo una seña a los otros, y se fueron. Osbern tomó otra vez la mano de Alisoun y se inclinó sobre ella como expresando su contrición. —Os pido perdón, lady Alisoun. Roger es un poderoso combatiente, pero no piensa mucho. Sólo quería saludaros, y no comprendió que sus acciones podrían alarmaros. Alisoun conocía demasiado a Osbern para creer sus explicaciones. Su encanto a duras penas lograba disimular su alma perversa, y hablaba en favor de su respeto por David el hecho de que se molestara en utilizar ese encanto. Sin duda, Alisoun guardó silencio mucho tiempo antes de contestar, y David lo hizo por ella. —A lady Alisoun jamás se le habría ocurrido alarmarse por lo que hacía vuestro caballero, Excelencia. Su coraje no tiene límites, y por ese motivo he jurado protegerla siempre. —¿Hasta de su propia estupidez? —preguntó Osbern. Esta vez, Alisoun no vaciló en responder. —Soy la señora de George's Cross. Jamás he sido estúpida. Echó a andar hacia el castillo y, para su aflicción, los dos hombres, caminando tras ella, constituían una escolta imposible de burlar. —No la escuchéis, sir David. —Osbern lanzó un melancólico suspiro—. Yo también creí que mi querida esposa estaba por encima de la estupidez. —¿Qué os hizo cambiar de opinión? David expresaba algo más que un interés amable, pero Alisoun detectó la veta acerada en su tono. —Estaba tan ansiosa por mostrarle a nuestra hija a su querida amiga, lady Alisoun, que se levantó inmediatamente después del alumbramiento y cabalgó hasta el castillo Beckon. Es otro de los fuertes de lady Alisoun, por si no os lo ha dicho. Allí, Philippa enfermó y las señoras emprendieron el camino, ya os he dicho que eran tontas, y fueron a George's Cross, donde mi querida esposa murió de... —Hizo una pausa, como si estuviese confuso—. ¿De qué murió, lady Alisoun? La aludida subió la escalera hasta la cima, apoyó la mano en el pomo de la puerta y se dio la vuelta para mirar a Osbern. —Para mi eterna pena, Philippa y la pequeña murieron de una fiebre contagiosa. —Tengo recuerdos poco claros de esa época fatal. —La mirada aguda de Osbern no concordaba con sus palabras—. ¿Qué clase de fiebre era? —Mortal. —Ah, ahora lo recuerdo. —Reclinándose contra la pared, Osbern le dijo a David—: Esa enfermedad mortal que segó la vida de mi bienamada esposa era tan grave que lady Alisoun no podía esperar a que yo llegase para sepultarla. Además, lady Alisoun temía una rebelión en su pueblo si enterraba a Philippa en el cementerio de George's Cross... la primera duquesa de Framlingford que no sería enterrada en el terreno familiar del cementerio de Framlingford. Abriendo la puerta, Alisoun dijo: —En vuestro terreno familiar hay demasiadas duquesas, Osbern. Al parecer, todos los duques de vuestra familia han tenido un número increíble de esposas. Una menos no tiene importancia. —Sí, la tiene. —Una sonrisa jugueteaba en los labios de Osbern—. Mi padre y mi abuelo se ocuparon de todas sus esposas. Odiaría ser menos hombre que ellos. Alisoun tenía intenciones de entrar. Sabía que no debía responder, pero las palabras se le escaparon de la boca sin querer. —Osbern, vos sois tan hombre como ellos. —Os lo agradezco, señora —dijo Osbern, con un floreo. David empujó a Alisoun dentro, y le dijo al huésped: —Entrad, señor, y disfrutad de nuestra humilde hospitalidad. Con paso ligero, Osbern corrió siguiendo a Alisoun de cerca. Demasiado cerca. —¡ Ay! —Le había pisado el talón, y se disculpó mientras ella volvía a calzarse la bota. Alisoun dio dos pasos. Osbern volvió a hacerlo. Alisoun se dio la vuelta, y esta vez le ordenó—: Manteneos atrás. —Pensé que queríais saber dónde estoy —respondió—. Y qué estoy haciendo. El hijo de perra sabía que Philippa no estaba sepultada en aquella tumba; prácticamente lo había dicho. Sabía que estaba viva, y que estaba en algún lugar, bajo la protección de Alisoun. Se comportaba como si supiese que estaba allí, en Radcliffe. ¿Cómo podía ser? Alisoun tenía la esperanza de que, al ocultar a Philippa tan cerca, él se desorientaría, si llegaba a descubrir la tumba vacía.


Mientras Alisoun volvía a calzarse, David le dijo a Osbern: —En tanto yo sepa dónde estáis y qué estáis haciendo, lady Alisoun no necesitará usar nada más que su acostumbrada prudencia. Alisoun debería estar agradecida a David, que parecía dedicado a cuidarla. Pero lo que la preocupaba era Philippa. Philippa, que contrajo matrimonio por su riqueza. Que no tenía parientes que se asegurasen de que el esposo la tratara bien. Deteniéndose bajo el arco que daba al gran salón, Alisoun reflexionó con amargura: ella también había contraído matrimonio por su riqueza. No tenía parientes que garantizaran su seguridad. Las mujeres como ella y como Philippa eran tan vulnerables como ese gatito que le había regalado David... tenían tantas posibilidades de ser pateadas como de ser acariciadas. En el gran salón, los criados colocaban las mesas de caballete. Las criadas, tanto de Alisoun como de David, ponían manteles blancos sobre la mesa principal. Los pajes lustraban la platería. Eudo colocaba el gran salero ante la silla del noble invitado. No vio a Philippa por ninguna parte. Que Dios fuese loado: Philippa se había evaporado. Alisoun preguntó bruscamente: —Señor, ¿qué os trae a Radcliffe, tan lejos del rey? Era grosero preguntar el motivo de la visita antes de que se hubiese alimentado, pero ella tenía fama de fría. Que le sirviera de algo en ese momento. Como era de esperar, Osbern se limitó a reír entre dientes y, empujándola, pasó junto a ella dirigiéndose hacia el fuego. Dejando vagar a sus anchas la vista por el salón, arrojó al suelo la capa y los guantes y no prestó la menor atención a las criadas que se apresuraron a recogerlos. Su voz retumbó: —Detecto en vuestro hogar la buena mano de lady Alisoun, sir David. David también pasó junto a ella. —En efecto, Osbern. Colgó tapices la primera mañana que llegó, y desde entonces ha estado atareada. Alisoun admitía que el gran salón tenía un aspecto más impresionante. Esa misma mañana había puesto a trabajar a uno de los artesanos de David en el muro que había detrás de la plataforma. Bajo la dirección de Philippa, el hombre había pintado sobre el encalado unas líneas rojas que fingían ser bloques de manipostería, y en cada uno había dibujado una flor. Philippa lo había supervisado. ¿A dónde habría ido? —Una magnífica mujer, y mejor ahora que tiene un hombre que la guíe. Osbern observó a Alisoun, que avanzaba por el inmenso recinto. Alisoun lo oyó perfectamente. ¿Cómo no iba a oírlo, si él proyectó la voz como para que le llegase? Preguntó: —Sir David, vos la guiaréis, ¿no es así? —He descubierto que lady Alisoun necesita muy poca guía —respondió David—. Su sabiduría es famosa en todo el país. —Su sabiduría, como en todas las mujeres, está teñida por la emoción. David dilató los ojos. —¿Estáis diciendo que mi señora es emotiva? Tras aceptar la taza de cerveza que le había servido Eudo, Osbern bebió y luego respondió: —Lady Alisoun no manifiesta sus emociones como las demás mujeres, pero creo que las tiene, y que son profundas. Un escalofrío corrió por la espalda de Alisoun. Osbern contempló el interior de su taza como si en sus profundidades pudiese leer la verdad. —Nada puede cambiar el curso de sus emociones. Ni los dictados de un simple hombre, ni los del rey, ni los de Dios. Es una enemiga soñada, porque si os odia, os odiará hasta haberos borrado de la superficie de la tierra. —La miró, con los ojos brillantes—. Así como sería capaz de sacrificarlo todo por una buena amiga. Controlando su expresión, Alisoun dijo: —Vos veis algo que no existe, señor. —¿En verdad? Puede ser. —Osbern recorrió el borde de la taza con su largo dedo, y sus numerosos anillos chispearon con la luz del fuego—. Aun así, pienso que un marido os será útil. A fin de cuentas, cualquiera que se hubiese casado con vos habría labrado su posición con sigilo y atrevimiento, con valentía y audacia. Y no querría perder, por ningún motivo, el fruto de sus esfuerzos. Osbern siempre sabía dónde asestar el golpe certero. De ella se burlaba porque había sido engañada, inducida a casarse por un maestro, y sólo por su fortuna. A David le insinuaba que el complot de su esposa para proteger a Philippa podría acarrearle la pérdida de esa fortuna. Philippa. Alisoun tenía que controlarse, por el bien de Philippa.


—Todavía no nos habéis dicho por qué estáis aquí. —Ah. Muchacho, ayúdame a quitarme la armadura. —Eudo acudió de inmediato en ayuda de Osbern, mientras él continuaba—. Tenía el capricho de viajar por el campo, y me encontré en George's Cross con mi tropa. Allí descubrí una interesante situación. Sir Walter estaba en cama, muy golpeado, aconsejando a ese joven... ¿cómo se llama? —Hugh —contestó David. —Hugh —repitió Osbern—. Sir Walter estaba instruyendo a Hugh acerca de la manera de dirigir el castillo. Me intrigó que lady Alisoun hubiese dejado su fuerte más valioso en manos de un joven y de un hombre tan malherido. —Fue mi decisión —dijo David—. He enviado cuatro mensajeros y recibido a otros tantos desde allí, y todo parece estar bien. ¿No es verdad? —¡Vuestra decisión! Claro. Admiré la sabiduría de ese arreglo, en especial porque os daba libertad para volver a vuestro fuerte, aquí, en Radcliffe. —Así que ¿todo está bien en George's Cross? —insistió David. —Muy bien. Me sirvieron una comida magnífica. Osbern echó una mirada a la mesa que los criados habían preparado para ellos. Si bien no esperaban visitas, Alisoun siempre procuraba que pudiera tenderse una mesa bien servida. Osbern continuó: —Sir Walter todavía no estaba en condiciones de sentarse a comer, pero el joven Hugh me hizo compañía, y me entretuvo mucho. El elogio estimuló a Alisoun: —Hugh es un joven del que cualquier padrino o madrina estaría orgulloso. —Sí. Él fue quien me dijo que estabais casada, y me contó de los locos rumores que despertó el apresuramiento de la boda. —Miró con intención la cintura de Alisoun—. ¿Hay motivos para felicitaros, sir David? —¿No se felicita siempre al novio, acaso? —paró el golpe David. Osbern lo tomó con sonriente buen humor. —Cierto, cierto. Los caballeros y el escudero del visitante entraron, seguidos de cerca por Guy. El mayordomo de David caminaba con movimientos rígidos, enfadado por algo, y se acercó de inmediato al señor de la casa. Y aunque habló en voz baja, Alisoun lo oyó: —Descarados hijos de perra, actúan como si fuesen los dueños de Radcliffe. Sin duda Osbern también lo oyó, pero no se mostró ofendido. —Guy de Archers, ¿verdad? —Mi señor, duque de Framlingford. —Guy inclinó la cabeza, en desganado homenaje—. Me honra que me recordéis. —Nunca olvido a un buen luchador, ni a alguien que se negó a combatir a mi servicio. El respeto de Alisoun hacia Guy aumentó. —Jamás podría dejar el servicio de sir David. —Una conmoción atrajo la atención de Guy, y gritó—: ¡Eh, ahí! ¡No peleéis! Roger e Ivo estaban agachados, en posición de ataque. Guy lanzó una maldición y se encaminó hacia el círculo que se había formado en torno de ellos pero, antes de que pudiese llegar, Ivo tumbó a Roger de un solo golpe en la cara. Osbern emitió unas carcajadas que parecían cacareos. —Borracho estúpido. —Siguiendo a Guy, llegó junto a Roger, le dio un puntapié en las costillas, y les dijo a sus otros caballeros—: ¡Dos de vosotros! Llevadlo afuera y dejadlo en el establo. Que duerma con los caballos. Los demás... somos huéspedes aquí, y quiero que converséis con la gente del señor y que mostréis cierta deferencia por nuestros anfitriones. Los hombres obedecieron sin discutir y, mientras ellos se mezclaban, Alisoun comprendió que Osbern debía de tener un plan. La gente de Radcliffe era buena, no tenía motivos para sospechar subterfugios. Si los caballeros de Osbern los trataban con cortesía, los guardias armados y las doncellas hablarían libremente con sus nuevos camaradas, ¿y se abstendrían de decirles que habían recibido instrucciones de vigilar a los extraños? Alisoun había hecho todo lo posible para conservar sus secretos, pero había demasiadas personas que los conocían, al menos en parte. ¿Cómo podía esperar que guardaran silencio, teniendo en cuenta que no sabían lo infernal que había sido la experiencia de Philippa? —Venid a sentaros en el sitio de honor, señor.


Alisoun le indicó el lugar donde habían puesto la sal, y Osbern lo ocupó con la gracia de quien está acostumbrado a que nadie lo preceda en el sitio de honor. —¿Papá? La voz de Bertrade hizo perder a Alisoun la frágil compostura. ¿Qué diría Osbern al ver el extravagante atuendo de su hijastra, y su comportamiento? ¿Cómo se burlaría de ella? Sir David sonrió: —Bertrade, qué encantadora estás. La niña subió a la plataforma, se acercó al padre, metió su mano en la de él, y Alisoun echó a la niña una rápida mirada. Entonces miró de nuevo, con detenimiento, y la cabeza, le dio vueltas del alivio. Bertrade se había lavado y cepillado el cabello. Tenía puesto un vestido. Parecía una niña, y le sonreía a Alisoun de un modo que le recordaba a David en su actitud más maliciosa. Alisoun le devolvió la sonrisa, y entonces advirtió la presencia de lady Edlyn, que asomaba en el fondo. Alisoun adivinó que ella había ayudado a la niña y la muchacha sonrió con gravedad cuando ella le dio las gracias moviendo los labios. Osbern dijo: —¡Tenéis una hija! Sir David, una hija. Qué encantador. Algo en su tono, en su evidente placer, le revolvió el estómago a Alisoun, y la sonrisa de David se desvaneció. Bertrade, que observaba a Osbern con su mirada penetrante, le hizo una reverencia, y después fue a ocupar su lugar entre lady Edlyn y Guy. A partir de ese momento, Osbern ignoró a Bertrade, pero Alisoun estaba segura de que no había olvidado su existencia... y a David le había recordado la vulnerabilidad de su hija. Los servidores llevaron la comida, se sentaron y la cena comenzó en un clima de cordialidad. Falsa cordialidad. Alisoun estaba tensa, por Philippa. Osbern vigilaba a Alisoun. Y David comía con toda la apariencia de ser dueño de sí mismo. ¿Dónde había aprendido David a usar la estrategia de su mujer? Una vez saciada el hambre, Osbern se entregó a la conversación informal... aunque en él nada carecía de planificación. —Hugh me habló mucho de la gente que os acompañó aquí. Habló elogiosamente de vuestros guardias armados, lady Alisoun. También de vuestro escudero. ¿Cómo se llama? —Eudo —respondió David—. Se llama Eudo. —¿Es el muchacho que me ayudó a desvestirme? —Hizo una seña en dirección a Eudo, que cargaba una gran bandeja cubierta con carne en tajadas—. ¿Ese niño? Buen muchacho, en efecto. —Su propio escudero le puso el pie a Eudo haciéndolo tropezar, y él ahogó una sonrisa—. Pero es torpe. Alisoun lo había visto hacer lo mismo muchas veces. En ocasiones, Osbern olvidaba que desempeñaba el papel de un duque benévolo. Jamás pensaba que alguien pudiese interponerse en lo que él deseaba. Eudo se levantó, apiló de nuevo la carne en el plato y, dándose la vuelta, golpeó con fuerza la pierna del escudero ajeno con la pesada bandeja. Se oyó el golpe de la plata contra el hueso, y las rebanadas de carne cayeron sobre el regazo del escudero. —Lo que a Eudo le falta de gracia lo compensa con astucia —le respondió David a Osbern, mientras los dos adolescentes rodaban por el piso en furiosa pelea—. Es una característica que exijo a todos mis escuderos. —Una cualidad admirable. Aunque su propio escudero gemía y se acurrucaba en forma de bola, Osbern pareció sincero. Ese individuo que gozaba de poder, de riqueza, y que no tenía necesidad de usar de la astucia, la admiraba. Disfrutaba de ver a otros usar su astucia en contra de él, y más aún en aplastar cualquier endeble conspiración en su contra. Osbern prefería que lo rodearan seres escurridizos como chinches, que recurriesen a él para su sustento y, al mismo tiempo, temiesen el golpe de su mano. Alisoun les hizo una seña a los criados, y éstos se apresuraron a acudir a la escena y a ayudar a Eudo a limpiar lo que se había ensuciado. —¿Por qué no dejáis que vuestros perros lo coman? —preguntó Osbern. Con su vocecilla cantarína, Bertrade dijo: —Mi nueva mamá no quiere que se dé de comer a los perros durante las comidas. Dice que no es civilizado. —¿En serio? —dijo Osbern, arrastrando las palabras—. ¿Y a ti te agradan las reglas que impone tu nueva mamá? Bertrade lo inspeccionó con la confianza de cualquier niño que se sabe bien querido.


—No todas, pero mi papá dice que debemos complacerla hasta que ya no lo recuerde. Una ola de carcajadas recorrió el salón, y Alisoun echó una breve mirada a David. Prodigando esa agradable sonrisa llena de dientes, Osbern dijo: —Sir David, ya veo que tenéis el tacto para manejar a lady Alisoun. —Hay pocas esperanzas de hacer eso... —miró a su hija—... ahora. —Creo que yo sabía que lady Alisoun prohibía dar de comer a los perros durante las comidas. — Osbern limpió el cuchillo y se lo metió en el cinturón, dando a entender que había finalizado la comida—. El joven Hugh me lo contó cuando visité George's Cross. El paje que recogía las bandejas sucias de salsa para los pobres llegó con su gran recipiente y lo sostuvo ante Osbern. —Vuestra esposa ha convertido a este sitio en un hogar. Osbern levantó la bandeja de pan donde le habían servido el estofado. Pesaba mucho, embebida en salsa, y se la arrojó a uno de los grandes mastines que había en el fondo del salón. Al ver que los otros perros se abalanzaban, tratando de obtener su parte, Alisoun se encogió. Sus gruñidos quebraron el tono amable de la conversación, y el desprecio de Osbern hacia sus anfitriones y hacia las reglas de la dueña de casa provocó un incómodo silencio. —No me gusta ese hombre —resonó la voz de Bertrade a través de todo el salón, y lady Edlyn la hizo callar. Osbern no pareció captarlo. —Hugh me ha hablado mucho de vos, lady Alisoun. Tal vez convendría advertiros que no todos los visitantes tienen intenciones benévolas, y que no deberíais revelar ciertos secretos que preferiríais mantener ocultos. Hugh, claro. Sabía mucho de combate y casi nada acerca de las personas, y Osbern pudo haber guiado la conversación como se le antojaba. ¿Hugh habría mencionado a Philippa?, se preguntó Alisoun. —Sí, sir David, cómo os envidio. Tenéis una hija inteligente, una esposa perfecta, muchas casas, gente que os ama. Hugh la había nombrado. Sí, eso explicaba la súbita visita de Osbern y las amenazas que iban haciéndose más audaces. Clavaba las flechas de la duda y el miedo, acertando en el corazón de David. Mientras el sujeto hablaba, los sirvientes y escuderos de David y de Alisoun se miraban entre sí, a sus platos o al suelo. El tono amenazador era muy evidente, y todos comprendían bien que el poder de Osbern podía volverse contra ellos. —Mucha gente depende de vos, sir David. —Osbern acarició la mano de Alisoun antes de que ella lograse arrebatársela—. ¿Qué les pasaría si os desafiaran a combate y murierais? ¿Qué les pasaría si alguien descubriese que habéis albergado a una fugitiva, desafiando las leyes de Dios y del rey? Me estremezco al pensar... Una difusa figura solitaria apareció en la sombreada entrada del solar y, antes de que Alisoun pudiera moverse, Philippa dijo: —Aquí estoy, Osbern.


22

Alisoun se levantó de un salto, pero Osbern se movió con mayor velocidad. Empujó la silla hacia atrás y gritó: —¡Queridísima! Alisoun avanzó para interponerse, pero él saltó la mesa. David la sujetó del brazo. —Déjalo ir. —Le hará daño. —Ahora no. Tras una breve vacilación, Philippa abrazó a Osbern y hundió la cara en su pecho. Guy corrió junto a ellos. —¿Qué está pasando? —¿No lo ves? —preguntó David—. Osbern ha hallado a su esposa, que había perdido hacía mucho tiempo. —¿Philippa? —Guy palideció—. ¿Philippa está casada con ese patán? David asintió. —Así parece. La voz de Guy era tan constreñida que daba la impresión de que alguien estaba estrangulándolo. —Tenemos que rescatarla. —Ella ha salido por su propia voluntad —dijo David. —¡Mi esposa! —Osbern hizo girar a Philippa hacia el gran salón, y se enjugó una lágrima—. La esposa que creí muerta ha regresado a mí. Es un milagro. ¡Un milagro! Los hombres de Osbern lanzaron vivas y en el rostro de Philippa se dibujó una sonrisa trémula.

—Por eso hablaba en voz tan alta —dijo Alisoun—. Sabía que ella estaba escondida en alguna parte. —Es probable. —Trató de acercarse a ellos de nuevo, pero David la retuvo con tanta fuerza que la lastimó—. Pero ella ha tomado su decisión. —Claro que ha salido. —La indignación de Alisoun era tanta que le costaba hablar—. Es mi amiga, y él nos ha amenazado. —No soy sordo. Alisoun dijo, angustiada: —No podemos dejar que se la lleve. —Ella es la que ha tomado la decisión —repitió David y, al fin, perdió la paciencia—. ¿Acaso crees que podemos apartar a un hombre de su esposa? Exhalando un gemido de derrota, Guy retrocedió hacia las sombras por el vano de la escalera. David siguió, implacable: —Y Osbern no es cualquier hombre. Es primo del rey. Es un gran noble. —Estuvo a punto de matarla. Con gestos y sonrisas, Osbern daba a entender su gozo por haber recuperado a su esposa. Si Alisoun no hubiese sabido que era una alimaña furtiva, se habría dejado convencer. —Si lo que me dijiste en el jardín de hierbas es cierto, Philippa es una de las herederas del rey. Osbern no se arriesgaría a enfrentarse a la ira del rey, matándola. —Ah, claro, sólo la golpeará hasta dejarla inconsciente, ¿y eso es aceptable? —Furiosa con esa lógica estúpida, insensible, Alisoun gritó—: ¿Y quién va a enterarse si la mata? ¿A quién le importará? Todas las mujeres conocen la verdad acerca de Osbern, pero los hombres son demasiado estúpidos o carentes de compasión para notarlo. —¿Papá? —Sensible a la furia y el dolor que se cernían sobre el salón, Bertrade se había escabullido cerca de ellos—. ¿Qué pasa? ¿Por qué estáis discutiendo? —No estamos discutiendo, tesoro. —David la abrazó contra el costado, sin soltar el brazo de Alisoun—. Lo que pasa es que tu nueva mamá va a echar de menos a su doncella, eso es todo.


—Lady Alisoun... Edlyn murmuró el nombre como si fuese un talismán. Esa escena no era para una muchacha que había sido prometida, pero a Alisoun ya no le quedaba ternura para reconfortarla. Todas sus emociones bullían en un caldero de angustia por su querida amiga Philippa. Por la amiga a la que nunca volvería a ver. Philippa y Osbern estaban de pie ante la mesa, y la mujer dijo: —Alisoun, voy a volver con él. Volviéndose hacia David, Alisoun exigió: —Desafíalo. David se puso encarnado. —No puedo desafiarlo. —Para eso te contraté. Ha llegado el momento de que te ganes tu salario. Desafíalo. —Sería inútil. Osbern rió entre dientes, y el sonido de su risa resbaló, se congeló, coaguló la desesperación de Alisoun. —Querida mía, ¿no lo sabes? Yo soy el nuevo adalid del rey. —¿Qué queréis decir? Era una pregunta estúpida y, sin embargo, Alisoun no creía haberlo entendido bien. —Quiero decir que vuestro sir David y yo luchamos ante el rey, y yo lo derroté en combate. No era posible. Sencillamente, no era posible. Pero David le sacudió el brazo. —Yo te dije que había sido derrotado y no te importó. De todos modos me contrataste. —Nunca me lo dijiste. —Tú no identificaste a tu enemigo. No me decías quién te atormentaba. Mi señora, si lo hubieras hecho, yo habría hablado de inmediato. No es fácil olvidar mi derrota a manos del duque de Framlingford. De modo que el inteligente plan de Alisoun estaba condenado desde el principio, y todo porque no había investigado bien. Había fijado en su mente al legendario mercenario sir David, y ahora Osbern se llevaría a su esposa y a la niña, y nadie lucharía por ellas. La impotencia y la rabia desbordaron a Alisoun, y le dijo a Philippa: —Perdóname. —No hay nada que perdonar —dijo Philippa—. Tú me diste cobijo, y ahora volveré con él. Osbern se jactó: —Ella me ama, Alisoun. —Esta vez, seré una esposa mejor para él —se apresuró a decir Philippa. —Tú siempre fuiste una buena esposa —dijo Alisoun, sintiendo que la voz le ardía en la garganta. Osbern prosiguió como si las mujeres no hubiesen hablado. —No os guardo rencor, sir David. Reconozco la mano de vuestra esposa en esto, y no os sitiaré ni haré que el rey os despoje de vuestras tierras, por las que os habéis esforzado tanto... siempre que esto no vuelva a suceder jamás. —Eso significa mucho para mí. David reconoció la promesa de Osbern como si fuese una gracia. —¡Pedazo de monstruo! —Alisoun no sabía, siquiera, a quién estaba insultando, y luego lo supo—. Traidor indigno. Siempre supo que Osbern era la forma más baja de gusano, pero David... Había creído en David. Lo había considerado una verdadera leyenda, y ahora enviaba a la muerte a una mujer para conservar su tierra y la riqueza de ella. —Estoy haciendo lo correcto —dijo David—. Y quizá por primera vez en mi vida. —Suéltame. —Alisoun se soltó de un tirón—. ¡Déjame! —Liberándose, rodeó la mesa y se arrodilló a los pies de Philippa—. Prometí mantenerte a salvo... te lo prometí y fallé. Lady Edlyn emitió un sollozo ahogado y, como si eso marcara el fin de la contención, las otras doncellas empezaron a sorber. —No. —Philippa tocó la coronilla de su amiga—. Jamás pienses eso. Eres mi mejor amiga. Una por una, todas las mujeres presentes rompieron a llorar, y Osbern lanzó un resoplido desdeñoso, llamando a sus hombres. —Vamos, nos iremos mientras aún haya luz de día para alejarnos de aquí. Philippa, nos vamos ya. La arrastraba hacia la puerta exterior, mientras ella gritaba: —No has roto tu promesa. Recuerda siempre tu promesa.


Y los ojos de Alisoun, que estaban fuertemente cerrados para detener las lágrimas, se abrieron de golpe: la pequeña. Había prometido proteger a la niña de todo daño, y ahora Philippa se marchaba... sin Hazel. En medio de su triunfo, Osbern debió de haberla olvidado. Pero David tampoco recordaba a la niña. Lo que no podía hacer era soportar el llanto. Le costaba entender esa falange de ojos femeninos que lo miraban con tanto desdén. Hasta su querido amigo Guy de Archers, el camarada que conocía las pruebas por las que había pasado, lo contemplaba con el más acendrado disgusto. Sobre todo, no soportaba quedarse allí mirando a Alisoun, con una expresión perpleja y abatida en el rostro, arrodillada en el suelo donde antes había estado su amiga. —Y desde luego no confío en que ese canalla se marche sin crear dificultades —musitó para sí, poniéndose de pie de un salto y siguiendo a Osbern, a sus hombres y a su esposa hacia el exterior. El sol de la tarde se había abierto paso entre las nubes, y David entornó los ojos para observar la confusión entre los hombres que rodeaban el establo. Roger se subió a la montura, con un chichón que le cerraba un ojo, bajo las burlas de todos los demás. Sus voces gruñonas llegaron a David con claridad, al igual que la orden de Osbern: —Haced lo que os he dicho y marchad. Ya tengo aquello que vine a buscar. Montó su caballo de guerra y subió a Philippa delante de él, acomodándola sin brusquedad. Ciertamente, desempeñaba bien su papel de esposo amante, porque Philippa sonreía, trémula, mientras él le rodeaba la cintura con el brazo. David se sintió aliviado al verlos. Tal vez Alisoun estuviese equivocada. Quizás Osbern había sido un poco rudo con Philippa, y ésta había acudido corriendo a la amiga. Philippa tal vez fuese como la primera esposa de David, inclinada a la exageración, y Alisoun había tomado un susurro de dolor, convirtiéndolo en un grito. Su primera esposa era así. Por lo tanto, todas las mujeres debían de ser así. La voz de Osbern se elevó sobre el tintineo de los arreos y los gritos de sus hombres. —Philippa, ¿dónde está la niña? La niña. David se tambaleó contra la pared. ¿Dónde estaba la hija de Philippa? —Murió, Osbern. —Los ojos de Philippa brillaban de lágrimas, pero su voz sonó fuerte y sincera—. Estaba destetándola, se contagió de una fiebre, y... y murió. —¿Ésta fue una fiebre de verdad? —Osbern vio a David y espoleó a su caballo, que emprendió un breve galope, y luego lo frenó de golpe delante de la escalinata—. Mi esposa recuperada dice que nuestra hija ha muerto. Decidme, sir David, ¿es cierto? Mientras miraba fijamente a Osbern, tan pagado de sí mismo y con tal aire de triunfo, y a su esposa suplicante, contrita, a David le pareció que el sol se había apagado. Con firmeza, sin un atisbo de vacilación, mintió: —Vuestra hija murió hace dos semanas. Todos lloramos su muerte. Aunque nada pareció cambiar en Philippa, David sintió su gratitud como un reproche. —Realmente, es una pena. —Los ojos de Osbern chispearon—. Pero esa niña era pequeña, y no era más que una niña. Siempre podremos hacer otro hijo. Philippa se encogió. Sacudiéndole el hombro, Osbern insistió: —¿No es cierto que podemos, Philippa? La mujer respondió, obediente: —Naturalmente que sí, mi señor. —No dudéis de haber hecho lo correcto, sir David. Osbern alzó la mano a guisa de saludo y, en ese momento, David lo vio. Una sortija de oro, un largo óvalo con el timbre de la casa Osbern grabado en el metal. Un carnero. David sabía que el símbolo del duque de Framlingford era un carnero. Clavó la vista en el anillo, y el amarillo intenso del oro se le grabó a fuego en el cerebro. Osbern se alejó con su caballo, y sus hombres lo siguieron. El patio quedó de nuevo en silencio. Y David seguía viendo la sortija. Tanteó el pestillo, abrió la puerta y entró a tumbos en el castillo. El pasillo hacia el gran salón le pareció más oscuro que de costumbre. El ruido que hacían los criados limpiando los restos de la cena parecía lejano y extraño. Esa sortija. Esa maldita sortija. Ni el propio Osbern podría haberle hecho eso a una niña. A una recién nacida. Hazel no tenía un mes aún cuando Philippa huyó de él. Y Philippa, esa madre amante, había abandonado a su hija para irse con el esposo. ¿Qué otro motivo podía haber tenido, como no fuese proteger a su hijita?


Las piedras le raspaban los dedos cuando avanzó a tientas junto a la pared. La angustia le raspaba la mente mientras buscaba a tientas la verdad. ¿Acaso Osbern habría calentado su sortija de sello, y marcado la tierna piel del trasero de Hazel? ¿Podría haber sido tan perverso, tan retorcido, tan cruel? La entrada del gran salón parecía un gran bostezo que se abría ante David. Quiso estar con Alisoun. Necesitaba reconfortarla, borrar de su rostro esa expresión perdida. Necesitaba hablar con ella, descubrir la verdad y hacer frente como pudiese. Necesitaba orientación, y Alisoun era la que podía proveérsela. Primero, uno de los criados pasó apresurado junto a él, cargando una pila de platos sucios, y no le dirigió la palabra a su amo. Luego, una doncella pasó junto a él llevando un lío de ropa sucia, y otra con una pila de sábanas para lavar. Por el interés que despertó, fue como si no hubiese estado allí. Tal vez ansiaba tanto estar en cualquier otro lado que se había vuelto invisible. Distraído, se tocó la cara: estaba allí. El deseo no había cambiado nada. En cuanto entró en el gran salón, comprendió que los atareados sirvientes sólo constituían el borde de un gran remolino. Allí, la actividad giraba en círculos cada vez más amplios. En el centro de aquel remolino estaba Alisoun, rodeada de baúles abiertos. ¿Se sentía dolida y sacudida por el dolor de haber perdido a Philippa? Si era así, no lo demostraba. Allí estaba, de vuelta, la Alisoun que él había conocido: controlada, decidida, responsable. La escuchó dar indicaciones a las doncellas para preparar los baúles para viajar, y poco a poco digirió el hecho de que se disponía a partir. Partir. Avanzó a grandes pasos, preguntando en voz alta: —¿A dónde crees que vas? Por un instante, el movimiento se interrumpió en el salón. Luego, se reanudó más veloz, más frenético y, al parecer, todos ignoraron su presencia. Todos, menos Alisoun. —Me marcho —dijo. —Te marchas. —Te contraté para mantenernos a salvo a mí y a mi gente, y fracasaste. Ahora, no me sirves para nada. La doncella que recogía los excrementos de la noche merecía más respeto que el que le dispensaba a él. Peor aún, David temía merecer su desprecio, y el débil espasmo de vergüenza interior se convirtió en ira: —Señora, te olvidas de que eres mi esposa. Alisoun permaneció inmóvil, las manos flojas a los costados. —Por mucho que lo intento, no puedo olvidarlo. ¡Lo enfureció tanto! Tanta calma desdeñosa, mientras que él bullía de preguntas y de temor. En el tono más malvado que pudo, preguntó: —¿Y si no te dejo irte? —Sin embargo, eres tan eficaz para dejar que la gente se vaya... —Habló sin expresión, aunque se traslucía con claridad lo que opinaba de él—. Mira lo bien que te ha ido con Philippa. David se adelantó, furioso por la insinuada acusación de cobardía. —¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que Osbern destruyese a mi familia para protegerla a ella? —¿Tu familia? —Alisoun lanzó una leve carcajada—. ¿Y qué me dices de tus tierras, de la riqueza que yo te he aportado? ¿No deberías mencionar tu ansiedad por esas cosas? —Trabajé duro para obtener lo que tengo. —Abatido por su propia actitud defensiva, trató de explicar—: Tengo derecho a querer protegerlo. Eso acabó con la ecuanimidad de su mujer. Con los puños apretados y los ojos relampagueando, Alisoun dijo: —Sí, y al infierno con la vida que destruiste al hacerlo. La furia de David se igualó a la de ella. —¿Quién eres tú para criticarme? Una solterona rígida, sin humor, sin una gota de amor en tus venas para endulzar tu carácter. La chispa que encendía a Alisoun se apagó. —Ni una gota —admitió. La contención de Alisoun enfureció más aún a David, y la fustigó: —Sólo me casé contigo por lástima. —Y por el dinero —le recordó—. No olvidemos el dinero. —Maldito sea el dinero. —Lo decía en serio—. ¡Y maldita seas tú! Eso no lo decía en serio, pero ya no podía borrar las palabras pronunciadas. El leve temblor en los labios de la mujer, el sesgo descendente de las cejas... sí, evidentes en su rostro para cualquiera con ojos capaces de captar su angustia. —He roto una promesa que hice ante Dios: la de proteger a Philippa. Por lo tanto, sí estoy maldita, si eso te complace.


—También ante Dios prometiste obedecerme. Esperaba que se defendiera, pero Alisoun lo sorprendió, declarando su independencia: —¿Qué importa otra promesa rota? —¿Declaras inválidos nuestros votos de matrimonio? —Los declaro poco importantes. —Lady Edlyn salió del solar llevando en brazos a Hazel, y Alisoun le tendió los brazos—. Supongo que deberíamos agradecer que no hayas recordado a la niña, pues así Osbern no tendrá otra alma indefensa que atormentar. —¡No! Pero nadie lo había oído mentir para salvar a Hazel y, ¿quién le creería entre estos acusadores si él se los dijese? Alisoun seguía teniendo a la niña como si fuese una criatura extraña, y a David se le ocurrió que necesitaba más el consuelo que le brindaba la niña de lo que la niña necesitaba el de ella. —Te enviaré tu cuota todos los meses —dijo Alisoun—. George's Cross seguirá siendo mi residencia principal, y cuando esté instalada allí tal vez pienses en enviarme a Bertrade. David miró a su hija. Estaba sentada en un taburete, los hombros caídos, las rodillas levantadas, con el gato de Alisoun en el regazo. El vestido que había lucido con tanto orgullo estaba torcido de costado, convertido en un apretado círculo arrugado. Guy estaba de pie detrás de ella, reclinado contra la pared, la vista fija en la niña. —Le ofrecí llevarla conmigo ahora, pero no quiere venir. Por supuesto, aún guarda afecto por ti. ——Qué generosa —murmuró. Alisoun no lo miró, siquiera, y fue hacia Bert. Arrodillándose junto a la niña, le habló con suavidad, acariciando al gato sobre el regazo de Bert, hasta que el animal se estiró, sensual. Sonriendo, trémula, Bert le contestó pero, al echar un rápido vistazo a su padre, su sonrisa se esfumó. Alisoun se puso de pie, ordenando: —Envíala cuando puedas. Se merece una educación apropiada. David pensó en discutirle, en decirle que ella no tenía experiencia para educar apropiadamente a su hija, pero los sirvientes lo distrajeron cerrando los baúles y atándolos con correas de cuero. Eso iba demasiado rápido. —No puede ser que ya tengas todo empaquetado. —Tú necesitabas casi todo lo que traje a Radcliffe, de modo que lo dejó aquí. Lo que tengo en George's Cross me bastará hasta que pueda enviar a alguien al mercado otra vez. Ivo y Gunnewate alzaron cada uno un baúl sobre los hombros y pasaron junto a él, prestándole menos atención que a una cucaracha. Desesperado por detener la procesión, David dijo: —Necesitas protección en el camino, y estos dos ya han demostrado ser inútiles. —Mis hombres son suficientes para los avatares normales de ladrones y merodeadores. —Edlyn ayudó a Alisoun a ponerse la capa—. Ahora, nadie me acecha. —Con un resoplido poco digno de una dama, dijo—: Quizá podrías decir que has hecho aquello para lo cual te contraté: apartaste de mi vida esa amenaza. —Caminó hacia la puerta, seguida por sus doncellas. Al llegar, giró a medias—. Adiós, sir David. Os deseo salud, vida y felicidad en el futuro. —¡Espera! —Corrió hacia ella y se encontró bloqueado por un racimo de irritadas doncellas. Estirando el cuello, gritó—: ¿Y nuestro hijo? —Te enviaré un mensaje cuando nazca y, si quieres, podrás ir a visitarlo. Más allá de eso, no tienes ningún derecho.


23

Odiaba quedarme pero, ¿quépodía hacer? El mundo de esa niña se había derrumbado sobre ella y en realidad, ella no entendía por qué. No era que me gustase. Bert era una cosa estúpida, flaca, toda rodillas arañadas y grandes ojos, pero sabía que su padre había cometido un gravísimo error. Por eso, cuando sir David entró a tumbos en el gran salón, tras la partida de lady Alisoun, sólo tres personas quedaban para hacerle frente: Guy de Archers, Bert y yo. Sin esperar a que nadie hablase, sir David preguntó: —¿ Qué queríais que hiciera? ¿Dejar que Osbern asesinase a Bert y nos destruyese a todos ? —Yo no dije una palabra —respondió Guy, sin necesidad. Había puesto en evidencia su opinión cuando se apartó de la mano que sir David le tendía. Sir David vaciló, y después dejó caer la mano. —No tenía alternativa. —Si no te impona —dijo Guy—, tengo cosas que hacer en la torre sur con los hombres. Aunque justo debajo está el pozo ciego, incluso ahila pestilencia es menos intensa que aquí. Salió del gran salón, y supimos cuándo llegaba afuera porque cerró la puerta con tal fuerza que hizo temblar las piedras. —Bueno, al demonio con él también. —Sir David se derrumbó en su silla y miró alrededor—. ¡Bert! Al menos tú no has querido irte con ella, ¿no? —No. Pero su voz no sonaba muy segura, y se inclinó sobre el gato que tenía en el regazo. Sir David observó el modo en que acariciaba al animal, y resopló. —Hasta ha dejado el gato que yo le regalé. —Yo se lo pedí. —Bert rascó al animalito bajo la barbilla—. Me recuerda a mi nueva mamá, porque si tratas de hacerle daño te arañará, pero si tú eres bueno con él, es todo suave, limpio y mimoso. David contempló a su hija con aire atribulado. —Papá. Aunque Bert murmuró, David la oyó. —¿Qué, tesoro? —¿Tú no has sido bueno con mi nueva mamá? —He sido sensato. Creí que le agradaban los hombres sensatos, pero creo que me equivoqué. — Juntaba y separaba las manos—. ¿ Qué es lo que te dijo ? —¿ Cuándo ? —Cuando se arrodilló y te habló, antes de marcharse. —Hablamos del nombre del gato —respondió la niña—. Ella quería que tuviese nombre, de modo que yo pudiera contarle cosas de él cuando le escribiese cartas. —Levantando al gato, se lo frotó contra la mejilla y el animalito ronroneó tan fuerte en el salón vacío, que yo pude oírlo—. Le gustó el nombre que yo he elegido. Como sir David parecía incapaz de hablar, yo pregunté: —¿Qué nombre has elegido? —Como es blanco y negro, le he puesto Clover, como una de las vacas. —Bert me miró, radiante, entre el cabello revuelto—. ¿Te acuerdas? —Le ha puesto nombre al gato. —Sir David se frotó las sienes con las manos, y se incorporó con una especie de rugido—. Necesito cerveza. ¿Dónde está la cerveza? Corrí a buscársela, y ésa fue la última frase coherente que le oímos durante los siguientes ocho días. Me alegré de haberme quedado por Bert.


Sir David de Radcliffe abrió los ojos y miró. Esa vez, sabía dónde estaba. Aquellos objetos grandes, horizontales, con aspecto de árboles, pronto se definirían como las esteras que cubrían el suelo del gran salón. Los besos cariñosos que caían en su oído eran manifestaciones de su mejor perro de caza, y el jadeo que lo rodeaba sólo provenía de la jauría amontonada a su alrededor, en procura de tibieza. Se había despertado muchas veces en medio de semejante escena y los mismos sonidos, y ya no podía confundirse. Gimiendo, trató de levantarse del suelo, sujetándose la cabeza con las manos. No pudo. O se incorporaba o se sujetaba la cabeza, pero no podía hacer las dos cosas. Y necesitaba sentarse, porque tenía ganas de vomitar. —Eudo —gimió—. Guy. Nadie respondió. Quizás estuviesen demasiado disgustados con él para permanecer en la misma habitación. ¿Por qué no iban a estarlo? Ni él mismo se soportaba. —¿Bert? Ella también se había ido. Gracias a Dios por la presencia de Eudo. Sir David no recordaba mucho, pero sabía que Eudo había entretenido a Bert mientras su padre intentaba encontrar la paz en el fondo de una jarra de cerveza. Lástima que cada vez que miraba dentro de la jarra, veía el rostro de Alisoun allí, mirándolo fijamente. Claro que era peor cuando cerraba los ojos. Entonces veía a la pobre, patética Philippa marchándose, prisionera de su propio esposo. ¿Estaría viva, aún? —¡No! Alzó las manos como para espantar ese pensamiento, y el movimiento hizo subir su cena. Rodó, y esperó que la habitación dejase de girar. Se sujetó de un banco, se levantó, y fue tambaleándose hacia la puerta. La abrió de par en par, salió afuera y parpadeó, cegado por la luz. Desde el verano pasado el sol no era tan brillante y tan cálido, y ese sol tuvo la culpa de que él errase el primer escalón, se levantara, errase otra vez, y rodara escaleras abajo. Tendido en el polvo seco, comprendió que si no hubiese estado tan ebrio, se habría matado. Quería ver a Bert, darle explicaciones a Guy, y convertirse de nuevo en héroe a los ojos de Eudo. Y a sus propios ojos. Eso era lo que más importaba. Prestó atención, oyó voces, y se puso de pie una vez más, encaminándose al campo de entrenamiento. Dio vuelta la esquina y vio a Eudo rodeando con los brazos a Bert, enseñándole cómo disparar un arco. Esa escena lo hizo detenerse de golpe. —¡Sir David! —Eudo se apartó de un salto de la niña, con expresión culpable—. Sólo estaba enseñándole... Bert le clavó la vista como si se hubiese vuelto loco, y David comprendió que mientras para el muchacho era un consuelo abrazar a Bert, para ella era sólo bondad. Dijo: —Bien. Te lo agradezco. La has entretenido sin hacerle daño. No lo olvidaré. —Se sentó en un tocón y les hizo una seña—. Seguid. Veamos qué ha aprendido. Eudo ayudó a Bert a colocar la flecha en la cuerda, y David recordó que él había abrazado a Alisoun del mismo modo, demostrándole cómo se hacía para disparar una flecha, al tiempo que absorbía su vitalidad. Ahora, esa vitalidad había desaparecido de su vida, y él no podía culpar a nadie más que a sí mismo. De haber sido por Osbern, él jamás habría sabido lo que echaba de menos. Ese parásito inútil había tratado de matar a Alisoun antes de que David la conociese, siquiera. La había atormentado, había aporreado a sir Walter, asustado a la gente de Alisoun, y David no hizo nada para vengarla. No podía pensar en ninguna otra cosa. Le había llevado ocho días intentar justificarse ante sí mismo. Alisoun había hecho lo justo, y no lo correcto. Y él había hecho lo correcto, pero no lo justo. Había enviado de vuelta a Philippa con el marido y, posiblemente, a la muerte, porque era un cobarde que sólo cuidaba de sí mismo, porque temía la ira del rey, porque se apegaba a sus posesiones, aun a costa de su confianza. Tenía que darle una lección a Osbern. La suya, ya la había aprendido. —¿Lo has visto, papá? ¿Lo has visto? —Bert pegaba su cara a la de él y señalaba el blanco—. ¡Le he dado muy cerca! —¡Lo has hecho! —La flecha temblaba clavada en la cerca, detrás del blanco, y David lanzó un resoplido de orgullo—. Eres la niña valiente de papá, y me alegró, porque tengo que decirte una cosa. Tengo que decir una cosa a todos, en Radcliffe. —Hizo una seña a Eudo—. A ti también, pero, ¿dónde está Guy? Los niños se miraron.


—¿Guy? —Eudo apartó la mirada—. Bueno, creo que ha ido a caballo... a algún lado. —¿A algún lado? —A algún otro lado. David no necesitó más explicaciones. Guy se había marchado de Radcliffe. —Muy bien —dijo—. Guy se ha ido, y yo también me voy. —¿Te vas? Bert, su indomable Bert, se echó a llorar. Sentándola en su regazo, David le dijo: —De todos modos, desde que Alisoun se marchó, no he estado realmente aquí. —Lo sé, pero todos se van. Bert le apoyó la cabeza en el hombro y rompió a berrear. Aunque David no creyó que pudiera sentirse peor, sucedió. Acarició a su hija y se preguntó si Eudo también se echaría a llorar. El escudero también se debatía contra sus emociones, y David se encontró dándoles explicaciones a un niño y a una niña. —Cometí un error. Y ahora, voy a repararlo. Bert cesó de llorar y empezó a escuchar. Eudo ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. —Voy a ir a arrancar a Philippa de su marido. Me imagino que el único modo de lograrlo es... —se estremeció al recordar el resultado del último enfrentamiento— ... matarlo. Ya contaba con la absoluta atención de los dos chicos. —Hay bastantes probabilidades de que muera en el intento. Esperaba oír gritar a Bert, pero la niña permaneció muda, y él pensó que quizá no hubiese comprendido. Eudo tartamudeó de entusiasmo. —Me prepararé para ir con vos. —¿Ir conmigo? —Soy vuestro escudero. —¿No entiendes? He dicho que tal vez... —Notó la ansiosa tensión del muchacho y no tuvo corazón para terminar la frase—. Eres mi escudero, y lamento dejarte aquí, pero dependo de ti para algo mucho más importante que pasarme las armas. Eudo pareció marchitarse, y David pudo leerle los pensamientos. Era su primera posibilidad de participar en el combate, y David se la negaba. —¿Qué necesitáis de mí, sir David? —Es una exigencia tremenda la que depositaré sobre ti, y ruego que seas digno de mi confianza. —¡Soy digno! Hablando con lentitud y claridad, David dijo: —Si yo no regresara, confío en ti para que lleves a mi bienamada hija a George's Cross, con lady Alisoun. Eudo miró de soslayo a Bert, dejando traslucir sus sentimientos: lo que quería era participar en la batalla, no hacer de niñera. Tomándolo del hombro, David se inclinó hacia él y trató de impresionarlo con la importancia de su responsabilidad. —Eudo, tú recuerdas el viaje hasta aquí. Estaba oscuro, y abundaban los peligros. Había lobos, y dos niños solos atraerían a los ladrones. Esta vez, Eudo entendió: la mención de los lobos lo hizo palidecer, y llevó la mano al cuchillo. —Pero Guy se ha ido, y yo temo que si Osbern me mata, mandará a algunos hombres a llevarse a Bert... —David estrechó más a su hija—... y no puedes permitirlo. Indignada, Bert se debatió. —No dejaré que me lleven, papá. —Lo sé, Bertie, pero sí dejarás que Eudo te ayude. —Alzando una ceja, David indicó a Eudo la responsabilidad que depositaba sobre él, que no era sólo el viaje sino también ocuparse de Bert—. Eudo, no hay nadie más que pueda hacerlo. Cuando Osbern los envíe, sus caballeros primero divulgarán mi derrota, y luego tratarán de sobornar a mis hombres. Uno de ellos aceptará y entregará a Bert. Por eso confío en ti, Eudo, y no en ellos. Tú me has demostrado tu honestidad. La boca joven de Eudo adquirió una línea firme, y a David ya no le importó que aún no tuviese patillas, ni que su voz se quebrase de vez en cuando. Saber que Eudo cuidaría de Bert alivió su preocupación.


—Tendrás que estar atento, listo para escabullirte sin ser visto. —Tomó una de las manos del muchacho entre las suyas—. Esto será mucho, mucho peor que aquella vez en el cementerio. Estarás permanentemente asustado, pero, ¿recuerdas las ortigas que pusiste sobre las rocas para proteger a lady Alisoun del arquero? Eudo asintió. —Ésa es la clase de ingenio que ayudará a que Bert llegue a George's Cross. —La llevaré a George's Cross, señor. Juro que lo haré. —Sé que lo harás. Cuando estés allí, lady Alisoun cuidará de ti. En ese momento, intervino Bert, demostrando lo poco que había comprendido. —Papá, ¿vas a luchar contra ese hombre malo y a traer a Philippa de vuelta? —Voy a luchar con él. —El recuerdo de la última batalla perdida se irguió para acosarlo. Hizo una profunda inspiración y trató de aquietar el súbito palpitar de su corazón—. Voy a tratar de matarlo, porque lo merece. Y voy a lograr que Philippa pueda tener de nuevo con ella a su hija. Los niños no percibieron su duda. Sólo captaron la grandiosidad de su objetivo, y sus rostros resplandecieron de orgullo y de admiración. Bert sonrió, y el padre vio el hueco de un diente perdido hacía pocos días. En su estupor de borracho no lo había notado, y sin embargo su hija lo perdonó... porque lo amaba. Bert le dijo: —Sé que la salvarás. Regresarás, porque eres el mejor guerrero del mundo, y yo te quiero mucho. ¡Cuánta fe le tenía! Y Eudo sacaba pecho y también lucía una amplia sonrisa. Estrechándolos en sus brazos, David dijo: —Yo también os quiero a los dos. —¿Sería cierto que el amor era un sólido puente entre las almas? Su abuela decía que sí. Decía que incluso después de la muerte el amor seguiría calentando, como un fuego. Vacilante, sintiéndose un tonto por confiar ese mensaje a dos niños, dijo—: Quiero que me hagáis un favor. ¿Le diréis a lady Alisoun que la amo? Sonrieron más, si eso era posible. —Oh, sí, papá, se lo diré —prometió Bert. —Yo también, sir David. Eudo echó a andar. —¿A dónde vas? —le preguntó David. —A buscar vuestra armadura y vuestras armas. ¿No es ése el deber de un escudero? —Sí. Ése es el deber de mi escudero.

Los carros emprendieron la marcha desde George's Cross hacia la aldea, allá abajo. Cargados de ropa blanca, de seda para el vestido de novia y de regalos para complacer al nuevo amo de Edlyn, constituían el más fino ajuar que Alisoun podía reunir para la muchacha que había llegado a significar tanto para ella. Con los pies firmemente plantados en el patio, Edlyn paseó la vista alrededor, por los edificios y el castillo, como si quisiera grabar las imágenes para siempre en su corazón. Obedeciendo a un impulso, se volvió hacia Alisoun. —¿No podría quedarme hasta...? —¿Hasta cuándo? —Alisoun intentó sonreír, pero le temblaban demasiado los labios—. ¿Hasta que Hazel se acostumbre a mí y me acepte como madre? ¿Hasta que nazca mi hijo? ¿Hasta... hasta... cuándo? —Estáis tan sola —estalló Edlyn—. Heath no puede reemplazar a Philippa. Hazel no puede reemplazarme a mí. Y sir Walter... Titubeó. Nadie había nombrado a David en presencia de Alisoun desde que se marcharon de esa tierra de amarguras que era Radcliffe. Con una compostura que ya no le resultaba espontánea, Alisoun dijo: —No, sir Walter no puede sustituir a sir David, al menos cuando necesito compañía. —Parecía ser el hombre que podía complaceros —exclamó Edlyn—. ¿Lo olvidaréis alguna vez? —No. Esa única palabra, simple y definitiva. —Quisiera... —Yo también, pero querer no puede reparar una cerca rota. —Alisoun le tocó el hombro—. De todos modos, cuando te llevé conmigo a Radcliffe, me dije que tu prometido no iba a notar otro mes de demora, pero tienes que viajar al sur antes de que llegue el invierno, porque creo que sí notaría un año. —A su edad, ¿qué es un año más? Alisoun no pudo evitarlo: la expresión enfurruñada de Edlyn la hizo reír. Entonces, la muchacha también rió, y aceptó un poco mejor su destino.


—¡Eh! Un grito de hombre las interrumpió, y el rostro de Edlyn se iluminó. —Hugh. El nombre fue una simple exhalación, pero la alegría que vibró en su voz contagió a Alisoun. Resplandeciendo de juventud y de ánimo, Edlyn agitó la mano, entusiasta, al hombre que amaba con pasión no correspondida. Allí estaba, alto, corpulento, joven estúpido que no pensaba en otra cosa más que en la seguridad de George's Cross, en su práctica de todos los días en el campo de entrenamiento y en sus ambiciones. Sin saberlo, aplastó las esperanzas de Edlyn: —¿Te marchas hoy? No lo sabía. —Envolviéndola en un abrazo fraternal, le dijo—: Que Dios abrevie tu viaje, y te deseo la mayor felicidad con tu nuevo esposo. —Gracias —le dijo Edlyn a su espalda que se alejaba. —Toma muy en serio su deber de proteger mi propiedad. Alisoun se sorprendió presentando excusas para borrar la expresión nostálgica del rostro de su pupila. —¿Qué hará cuando sir Walter esté en condiciones de reanudar sus deberes? —preguntó Edlyn. —Lo haremos caballero. —Alisoun imaginó ese día futuro en que tuviese que tomar la decisión, y le pareció que era otra carga que pesaba sobre su espalda por culpa de la perfidia de David. —Supongo que irá en busca de aventuras y de fortuna. —Supongo que sí. Y que nunca volveré a verlo. Y que así es mejor. La silenciosa agonía de Edlyn al despedirse de sus sueños infantiles desgarró el corazón de Alisoun. Trató de pensar en algo que decirle, en algo que aliviase su dolor, pero su experiencia con esas emociones era reciente. ¿Cómo podía ayudar a Edlyn si ni siquiera podía ayudarse a sí misma? Cruzando los brazos sobre el pecho, Edlyn susurró: —¿Volveré a veros? Alisoun sólo podía ofrecerle una débil esperanza. —Quizás un día yo vaya a Londres con mis hijos y podamos encontrarnos allí. —No podéis llevar a la hija de lord Osbern donde pueda ser vista, y vos no la dejaríais. No pudo discutírselo. —Entonces, jamás volveré a veros. —Dejaremos eso en manos de Dios. Edlyn asintió, los ojos secos, la mirada firme. —Sí, eso será lo mejor. En otro tiempo, no demasiado lejano, Alisoun había sido algo así como una madre para Edlyn, y ésta estaba convencida de que ella era capaz de torcer el curso de los hechos para que todo funcionara bien. Ya no esperaba eso —durante esos largos días del pasado verano había aprendido que no era así—, aunque de todos modos amaba a Alisoun. Ya eran mujeres, unidas por la pena, y sus caminos se separaban. Abriendo los brazos, se abrazaron. Luego, un mozo ayudó a Edlyn a subir a la montura y, con un ademán y una sonrisa valiente, emprendió la marcha. Por fin, Alisoun había visto fructificar sus ambiciones con respecto a Edlyn. La muchacha que tanto se había aterrorizado por el ataque de Osbern había sido reemplazada por la joven que se marchaba para casarse. Ya Edlyn se enfrentaba a las desdichas de la vida con estoica madurez. Y sin embargo Alisoun deseó que no tuviese que sufrir el abatimiento de tantos ideales, la destrucción de tantos sueños. Si la madurez no era más que desilusión y desdicha, eso significaba que estaba sobrevalorada, y Alisoun no quería nada de eso. Corrió hacia el puente y se quedó mirando la caravana que se alejaba. Ah, hubo una época en que ella pensaba que si las personas actuaran con madurez, el mundo sería apacible, organizado y próspero. Ahora anhelaba un retorno a ese estado de conciencia, pero el recuerdo de sus propias esperanzas y sueños la perseguía. Odiaba a David. El odio le quemaba las entrañas hasta tal punto que temió hacer daño a su hijo, pero no lograba dominar su rencor. Peor aún, lo echaba de menos. Quería tener a alguien con quien hablar, alguien que pensara en lo mismo que ella y que compartiese sus mismos valores. Los mismos valores, no, se corrigió. Ella creyó que compartían los valores, pero él dejó irse a Philippa con el marido porque temía perder sus tierras. Y a su familia. Esa voz interior, siempre justa, la desafió. Estaba preocupado por Bertrade. Quería mantener a salvo a su hija, y hubiese sacrificado cualquier cosa para lograrlo. Y también quiso protegería


a ella. admitió a su pesar. Había hecho todo lo que pudo para mantenerla a salvo: la llevó a Radcliffe, movilizó a sus fuerzas allí protegiéndola aun cuando ella se negaba a compartir la cama con él. Quizás hubiese cierta justificación para las acciones de David. Pero cuando recordaba las cicatrices de Philippa, sus angustias, sus temores, cuando recordaba a esa pequeña sola, allá en la planta alta del castillo, que lloraba por su madre... entonces ya no lo creía justificado y quería hacer algo, cualquier cosa para modificar la situación. Oyó tras ella un paso lento, arrastrado, y el golpeteo de una muleta sobre las planchas de madera, y al volverse vio a sir Walter. —No deberíais haber caminado hasta tan lejos —lo regañó—. Y menos, bajar las escaleras del castillo. —No he venido todo el trayecto caminando. Ya no podía soportar más estar dentro, e Ivo me ha llevado a cuestas. —Las magulladuras de sir Walter se habían esfumado, las cicatrices se habían cerrado, formando franjas rojas y blancas a través de su cara, y se movía con gran dificultad. Echó una mirada hacia la aldea, donde se veía la figura diminuta de Edlyn, y dijo—: La echaremos de menos, ¿eh, mi señora? —Muchísimo. Guardando con dificultad el equilibrio, el mayordomo le tiró del brazo. —Venid adentro. Todavía no estoy convencido de que el duque de Framlingford no se vengará de vos, y no me gusta que estéis aquí, en este sitio tan expuesto. Alisoun no quería irse, aunque sabía que él tenía razón. No cabía duda de que Osbern reflexionaría sobre el perjuicio que ella le había acarreado, y algún día volvería para cobrarse venganza. Pero sólo cuando hubiese acabado con Philippa. Gimió suavemente, pero sir Walter la oyó. —¿Me ayudáis, por favor, mi señora? Últimamente, me canso más de lo que esperaba. A ciegas, lo tomó del brazo y lo ayudó a volver al patio y, tras un momento, la sensación de ahogo se alivió. No se podía sufrir todo el tiempo, y el hecho de ayudar a sir Walter le brindó cierto consuelo. A fin de cuentas, podría ayudar a alguien sin fracasar. Sir Walter hablaba y, con un esfuerzo, intentó comprender sus palabras. —Ya no soy el hombre que fui, mi señora. Nunca volveré a caminar con facilidad, y jamás volveré a luchar en batalla. No sólo eso, también se ha abatido mi espíritu. Vos teníais razón con respecto a la amenaza que significaba el duque, y yo debí haberos escuchado y cumplir mi deber, en lugar de instruiros a vos con respecto al suyo. Respiraba pesadamente, y Alisoun comprendió que no había apelado a su condición sólo para hacerla entrar. Necesitaba descansar. Miró alrededor, y vio que Ivo hacía rodar el tocón de un árbol hacia ellos para que sir Walter se sentara. Le sonrió al hombre que le brindaba su indiscutida lealtad, y pensó que ojalá se pudiese entrenar del mismo modo a todos los hombres. Sir Walter casi había muerto por aprender que en ocasiones una mujer podía ser mejor que un hombre, y David... en su ignorancia, David la había perdido a ella. En realidad, ¿le importaría a él?

Junto con Ivo, sujetaron a sir Walter de los brazos para ayudarlo a sentarse sobre el tocón. Con un quejido, el mayordomo se acomodó y luego, mirándose los pies, dijo: —Mi señora, si eligís un nuevo mayordomo para George's Cross, lo entenderé, pero nunca habrá un hombre más auténticamente entregado a vuestro servicio. Sólo entonces Alisoun comprendió el motivo de una parte del desasosiego del hombre, y se apresuró a asegurarle: —Sir Walter, si creéis que puedo elegir a otro para cuidar de George's Cross, yo he fracasado. Tal vez no estéis usted en condiciones de luchar, pero conocéis al pueblo, las cosechas, y contáis con la lealtad de los guardias y de los caballeros. No tengo tiempo de entrenar a otro, sobre todo porque tengo una hija de un año que debe adaptarse a la idea de un nuevo hogar, y... —lo miró directamente— ... y daré a luz en el invierno. Sir Walter sonrió. El ataque sufrido le había dejado pocos dientes y una boca torcida a un lado, pero su alegría fue evidente para Alisoun. —Ésa es una verdadera bendición, mi señora, y me regocija que el niño sea legítimo. El recuerdo de su matrimonio le arrancó una mueca de dolor a la señora.


—No he querido faltaros el respeto —añadió el mayordomo—. Sólo dudaba de vuestro apego a sir David, aunque debí de haber comprendido vuestra sensatez. —Sensatez. Alisoun se rió con amargura de sí misma. —Mi señora, vuestras acciones siempre son sensatas y bien pensadas. —Yo también solía pensar lo mismo. —Hasta arrebatar a Philippa de su esposo fue un acto basado en la sensatez. —lAhora me dais vuestra bendición? —Y, si lo pensáis, veréis lo sensato que sería abandonar la congoja por el hecho de que haya sido atrapada otra vez. —Alisoun se echó atrás, pero el hombre la tomó de la mano—. No pudisteis hacer nada al respecto. No hubieseis podido hacer nada más. Una esposa pertenece a su marido, y vos siempre supisteis que un día él la recuperaría. —Supongo que lo sabía, pero tenía la esperanza de que sir David... —No podéis culpar al hombre por reconocer lo imposible de la situación y por hacer lo mejor que pudo. —Él no es quien yo pensé que era. —¿Quién creisteis que era? —Una leyenda. —Él nunca dijo que fuese una leyenda. Alisoun no contestó, porque sabía que él tenía razón. —Vos, señora... solíais pensar con claridad. ¿Qué solución se os ocurre que podría apartar a lady Philippa del marido dado por Dios? Tomó con seriedad la pregunta. —Lo he pensado y pensado. No puedo sobornar a Osbern. Aun cuando necesitara mi dinero, es la clase de hombre capaz de retener a Philippa por el placer de torturarla, sabiendo que el dolor de ella me hace sufrir a mí. No puedo acudir al rey, pues él mismo arregló ese matrimonio, y jamás intervendría entre marido y mujer. —Y pensad en vuestras propiedades. Vuestro primer deber es hacia ellas. —He vivido toda mi vida por estas propiedades, y ahora sé que siempre habrá alguien para cuidarlas. Son demasiado codiciables para que nadie las reclame durante mucho tiempo. —Casi para sí, agregó—: Sin duda, la vida de Philippa es más valiosa que cualquier tierra. —¡Serenad vuestro corazón, mi señora! Quizá lord Osbern haya aprendido la lección durante la larga ausencia de su esposa, y ahora la trate con el honor que ella merece. Alisoun lanzó una carcajada amarga. Sir Walter no tardó en abandonar esa fantasía. —Sólo un hombre desesperado al que no le importase nada de su propia vida y de su familia podría intentar el rescate de lady Philippa. —O una mujer desesperada. Dio la impresión de que lo decía antes de haberlo pensado siquiera. —¿Una mujer? Ja. —Sir Walter trató de ponerse de pie, e Ivo corrió a ayudarlo—. Con el debido respeto, mi señora, las armas de una mujer son inútiles contra el poderío del rey y de la Iglesia. Ella estaba desesperada. —Ahora iré a la caseta de guardia y luego me retiraré. Pero, ¿qué tenía que hacer Alisoun? Sir Walter le palmeó la mano. —Si me permitís la audacia, os aconsejaría que os resignaseis al destino de Philippa y brindaseis a vuestro marido vuestra completa sumisión. ¿Ponerse una armadura e ir al rescate de Philippa ella misma? —Ah, veo esa chispa en vuestros ojos. —Sir Walter sonrió, con un sabio gesto de los labios—. Me alegro de que hayamos tenido esta conversación. —Yo también me alegro. Le devolvió la sonrisa, tranquila por primera vez desde hacía días. Rechazando la ayuda de Ivo, sir Walter fue renqueando sin ayuda, y Alisoun esperó a que ya no pudiese oírla y se volvió hacia su hombre de armas: —¡Ivo! ¿Tenemos alguna armadura que pueda ponerme? Ivo movió los labios repitiendo la pregunta para sí, perplejo. —Sí. Hay un viejo peto de cuero. —¿Hay alguna espada que yo pueda sostener? ¿Un cuchillo afilado, tal vez?


—Sí, hay. —Pero, en lugar de ir a buscarlos, se quedó allí, rascándose la barbilla barbuda, con expresión reconcentrada. Por fin, pareció comprender algo y preguntó—: ¿Vamos a ir a rescatar a lady Philippa de su marido? —Yo iré. —Lo necesitaría para llegar al fuerte de Osbern, pero no estaba dispuesta a pedírselo—. Si tú y Gunnewate deseáis acompañarme, os quedaré agradecida. —No se discute que yo os acompañaré y, hablando por Gunnewate, él también irá. —Ahora sus dedos rascaron el pecho—. Perdonadme, mi señora, por ser atrevido, pero he oído decir que estáis preñada. A decir verdad, ella había tomado esa decisión no sólo por ella sino por la vida que crecía dentro de ella. Y, sin embargo, sabía lo que tenía que hacer. Resuelta, respondió: —Ningún hijo mío querría una madre mancillada por el deshonor y la cobardía. Los dedos del hombre se detuvieron, y asintió lentamente. —Sí, mi señora, tenéis razón en eso. Alisoun advirtió que había estado conteniendo el aliento, a la espera de la opinión de Ivo. Como hombre sencillo, sincero, veía el mundo sin imaginación, y aun así aprobaba su plan. No necesitó de más bendición. —Entonces, tenemos un viaje por delante.


24

Los gallardetes que ondeaban en los terraplenes del castillo de Osbern dieron a Alisoun el primer indicio de los obstáculos a los que se enfrentaba. —¿Mi señora? —habló Ivo, con su modo lento, mesurado—. ¿No es ése el escudo de armas del rey? —En efecto. —Le costó creer en su suerte, aunque en verdad no sabía si era buena o mala—. Enrique está aquí. Debí saberlo. No había muchos subditos del rey Enrique con la riqueza suficiente para alimentar y albergar a la corte durante una de sus giras de verano, y Alisoun sospechó que Enrique gozaba de un especial deleite en segar los frutos de la riqueza de Osbern. Gunnewate iba cabalgando adelante, y agitó el polvo con los cascos de su caballo cuando volvió para informar: —Al parecer, la mitad del país se ha reunido en el patio, mi señora, y están todos gritando, excitados. Yo diría que hay un torneo, aunque las gradas han sido erigidas sólo a medias. —Es más probable que se trate de una pelea. —Alisoun tocó la hoja escondida bajo su capa—. Eso podría facilitar mi misión. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, se le contrajo y revolvió el estómago. Tenía intenciones de matar a Osbern. ¿Cómo pudo ocurrírsele? Jamás había matado a nadie. ¿Y cómo lo haría? ¿Escurriéndose y clavándole un cuchillo en las costillas? Sin duda era una actitud mezquina y cobarde, pero si lo desafiaba —¡a él, el adalid del rey!— él se reiría de ella y la destrozaría como a una rama seca. —¿Bajamos, mi señora? —preguntó Ivo. Vio que su hombre había sacado las armas, y se le ocurrió que había ido preparado para luchar y morir. Y ella no podía hacer menos. —Sí, vamos. Ivo cabalgaba a un lado de Alisoun, Gunnewate al otro, y entró en el castillo como un guerrero de muchos años, flanqueado por sus fieles compañeros. Y sin embargo, cuando entraron en el recinto externo, nadie los desafió. Nadie pareció advertir su presencia, siquiera. Todos: sirvientes, caballeros, señores y damas, rodeaban a dos figuras metidas dentro de sus armaduras de pelea, que se enfrentaban entre sí. Desde arriba de su caballo, Alisoun podía ver mejor que los que estaban en el suelo, pero los yelmos cubrían las caras de los contendientes, y no supo quiénes eran. Tampoco le importaba, porque allí, sobre un estrado elevado por encima de las tribunas a medio erigir, estaba el rey Enrique. Unos pocos de los nobles más afortunados, los que eran bastante poderosos para permanecer a su lado, estaban de pie a su alrededor, y entre ellos buscó a Osbern. No pudo verlo. —¿Queréis que averigüe dónde está el duque? —le preguntó Ivo. Alisoun asintió, y él espoleó a su caballo en dirección a los bordes de la multitud, hacia un árbol cargado de niños que habían trepado a él para presenciar el combate. Estirándose en la montura, Ivo retorció el cabello de un mozo de cuadra, y el retumbar de su voz rodó entre las hojas. —¿Dónde está el duque de Framlingford? Los niños rieron a una, con sus voces agudas cargadas de burla. El mozo señaló a los guerreros que combatían. —Ahí. Está luchando. —¿Con quién? —preguntó Ivo. —Con ese loco, y están luchando a muerte. Oyendo el diálogo, a Alisoun se le congelaron las puntas de los dedos y de la nariz. Ivo sacudió al niño. —¿Qué loco? —Ese loco, el que se acercó hoy al rey, en el primer día de la visita real, y dijo que iba a matar a su campeón. Alisoun ya no pudo contenerse. —¿Por qué? —gritó. —Dijo que tenía que vengar la muerte de la esposa de lord Osbern.


Delante de los ojos de Alisoun se formaron y crecieron unas manchas rojas. Se aferró a la montura y se esforzó por mantener el equilibrio. Pudo oír preguntar a Ivo: —¿Sabes el nombre de ese hombre? Por un momento, nadie respondió, y luego la voz de una niña canturreó: —Lo llaman sir David. Sir David de Radcliffe. David odiaba pelear. Cada vez que se encontraba sudando bajo la cota, tratando de ver alrededor del protector de nariz, aferrando una espada en una mano y un escudo en la otra... bueno, sabía lo estúpido que era en realidad el combate. Claro que eso sucedía mientras aún tenía miedo, antes de que la euforia de la batalla lo hubiese dominado y arrastrado. Y cada vez que luchaba, siempre temía que la gloria pasara de largo, y él se viera obligado a luchar en frío, con esa cobardía que nadie admitía. Sobre todo ahora. Sobre todo de cara a Osbern. Osbern lo había derrotado antes, y eso le daba una gran ventaja sobre David. Osbern también lo sabía. En un tono empleado para dominar los gritos de la muchedumbre, preguntó: —¿Vuestra esposa os ha obligado a venir? David ahorró el aliento y paró con el escudo el golpe de la espada del rival. A Osbern no lo incomodó el silencio de David, y siguió parloteando con ligereza. —Es una mujer poderosa, yo os lo advertí, y a menos que la entrenéis apropiadamente desde el comienzo, no tendréis paz en toda vuestra vida. —Perdió el tono cordial—. Ah, pero lo olvidaba: como hoy moriréis, no tiene por qué preocuparos. La espada de Osbern embistió hacia el cuello de David, pero éste se hizo a un lado y, en el último minuto, el acero silbó en el aire. Eso irritó al contrincante, que dijo: —Una solución un poco drástica para un matrimonio desdichado, ¿no es así? La multitud vivó cuando se lanzó y la punta de su hoja se deslizó bajo el escudo de David y enganchó la calza por encima de la rodilla. No había atacado con fuerza suficiente para perforar la cota de malla, pero la rodillera saltó hacia un costado y David cayó con fuerza bajo el peso de su armadura. —¡Ríndete, viejo! —gritó uno de los caballeros de Osbern—. Eres tan lento que estamos aburriéndonos. Dándole la espalda a David, Osbern reprendió al provocador: —¡Qué modales! Y uno de mis propios hombres. ¿No te enseñé, acaso, a respetar a tus mayores? Al mismo tiempo que la turba reía, David lanzó la parte plana de la espada tras las rodillas de Osbern. Este tropezó y cayó con un entrechocar de las piezas de la armadura. Los gritos de la gente cesaron, y de la multitud se elevó un coro de hurras.

David notó que, en su mayoría, eran gritos femeninos. Observando a su oponente tendido, experimentó una honda satisfacción visceral, y supo que había recuperado el gusto por la lucha. Por lo tanto, las provocaciones de Osbern habían tenido su provecho. Apoyándose en la espada, se levantó. —Mi señor duque, por lo menos, puedo detener vuestra lengua. Como David esperaba, Osbern se incorporó, furioso. —Puede ser, señor, puede ser. Se alistaron de nuevo para la pelea, y esta vez David notó que la punta de la pesada espada de Osbern temblaba un poco. Abrigó la esperanza de que estuviese perturbado, cansado, o ambas cosas. Luego, el impacto de absorber el primer golpe del rival estuvo a punto de romperle el brazo del escudo, y la esperanza se esfumó. Sin embargo, la práctica con Hugh estaba dando sus frutos, porque paró los golpes de Osbern con una defensa flexible y hasta colocó algunos golpes. Podría haber colocado más, pero esperó, porque ya había luchado en otra ocasión contra Osbern y perdido, y ahora sabía cuál sería su estrategia. Sí, la conocía, pero sólo el tiempo diría si tenía la destreza y la fuerza para contrarrestarla. —La he tenido, ¿sabéis? La pulla de Osbern sacudió la concentración de David. —¿A quién, señor? —A vuestra esposa. Más de una vez jugamos a la empuñadura y la vaina.


Todavía sin comprender, David vio que Osbern blandía la espada y se hizo a un lado. Y luego preguntó: —¿A Alisoun? ¿Estáis diciendo que os habéis acostado con ella? —Antes de que el rival pudiese responderle, David estalló en carcajadas—. En su lugar, yo no me jactaría de ello, Osbern. Su virginidad permaneció intacta para mí, de modo que si vos estuvisteis allí antes, vuestra espada debió de ser tan corta como vuestro alcance. Osbern embistió a David en el pecho. El impulso pasó de largo el escudo de David y le perforó la cota. David se apartó de un salto. Brotó sangre, que luego se convirtió en un fino goteo, pero Osbern ya no esperó más. Atacó con la espada a David, presionando con fuerza. David comprendió que la risa podría matarlo. Se concentró en su labor, pero fue evidente que hasta ese momento Osbern había estado jugando con él, y ahora estaba enfadado. Se convenció de que eso era bueno, puesto que un hombre enfadado no pensaba con claridad. Entonces, Osbern levantó la espada desde abajo, y la estrelló contra la hoja de David. La empuñadura saltó de su mano, salió volando, y David miró la punta de la espada del rival apuntada a su cara. —De rodillas —ordenó Osbern—. De rodillas, tal vez te perdone tu miserable vida. —No vale la pena que me la perdones si no te mato —dijo David, pero hizo lo que le ordenaba. Lo recordó de aquella vez. La humillante derrota. El envilecimiento. La magnánima liberación. Pero en esta ocasión Osbern no lo liberaría. Los dos lo sabían, y Osbern quería saborear a gusto el triunfo, y David lo dejaría hacer. Todo su plan dependía de que Osbern desempeñara su papel como había sido antes. —¡Mirando! —exclamó el duque. La multitud lanzó burras y ululó—. El antiguo adalid del rey, el legendario sir David, arrodillado ante mí. —Lentamente, si apartar la vista de David, bajó la espada—. ¡Suplicando por su vida! ¿Debo concedérsela? —Pero aún no me habéis desarmado. Moviéndose con cuidado, David sacó la daga de la vaina. Osbern rompió a reír tan estentóreamente como lo había hecho antes David. —¿Qué vais a hacer? ¿Acuchillarme los tobillos con eso? —No. —David metió la punta de la daga bajo la cota de Osbern—. Voy a castraros. Osbern se paralizó. —Bajad eso. La muchedumbre hizo silencio. —Vos tenéis la espada, mi señor duque. Tenéis el arma mayor. ¿Por qué no la usáis? —Sintió temblar los músculos de Osbern mientras pensaba—. Desde luego, yo cortaré hasta que dé en el hueso, y quizá yo muera y vos viváis, pero el agua fría ya no os inspirará ningún temor. Osbern se movió. —¿Y qué pensáis hacer, pues? ¿Quedaros ahí hasta que nos pudramos? —No, mi señor. Vais a rendiros a mí. —¿Estáis loco? —chilló. Volvió a chillar cuando David pasó su peso hacia adelante y presionó la punta, acercándola al blanco elegido. —No creo, pero puede ser. Debéis tener en cuenta que guardo cierta esperanza de que utilicéis esa espada, y así yo me convertiré en el objeto de alabanza de todas las mujeres. —Suelto la espada. —La fina hoja de acero cayó al polvo con ruido sordo—. Estoy rindiéndome. —¿De verdad? —David comprobó que la daga de Osbern siguiera en su vaina, pero no le exigió que la entregase. Lo que hizo fue ponerse de pie y levantar la daga bajo la gorra de cota de malla, y apoyó la punta contra la garganta de Osbern—. Quitaos el yelmo. Osbern empezó a hacerlo. —Despacio, mi señor. Procurad no sobresaltarme, porque realmente me gustaría mataros. Habéis insultado e intentado asesinar a mi esposa. Habéis golpeado salvajemente a la vuestra. Sois una plaga para Inglaterra, y todos estarían mejor sin vos. Osbern se movió con infinito cuidado, y David sonrió al ver el modo en que le temblaba la barbilla, cuando apareció a la vista. Le preguntó en voz alta: —¿Os rendís libremente ante mí y me aseguráis él rescate que yo exija? Con expresión venenosa, Osbern respondió: —Sí.


—Exijo la custodia de vuestra esposa, Philippa. La multitud contuvo el aliento, y David oyó exclamar al rey Enrique: —¿Qué? ¿Qué ha dicho? —Está muerta. Osbern se limpió la boca con el dorso de la mano. —En ese caso la exhumaremos ahora mismo, y le mostraremos al rey Enrique cómo tratáis a las herederas que él os da por esposas. —David dio un paso y le volvió la espalda—. Hagámoslo ya. Oyó el grito de una mujer y saltó, eludiendo el golpe de la daga de Osbern. Mientras éste intentaba recuperar el equilibrio, David le clavó su propia hoja en el hueco de la garganta. Estaba muerto antes de tocar el suelo. Los caballeros de Osbern rodearon a David antes de que pudiese rearmarse. —El primo del rey —gritaron—. ¡Ha matado al primo del rey! Algo se abrió paso entre los caballeros hacia David, y éste vio que se trataba de Guy de Archers, metido en una armadura y llevando armas suficientes para decapitar a medio Londres. Guy prometió: —Lucharemos espalda con espalda, sir David, hasta que ya no podamos más. Los caballeros que rodeaban al rey abandonaron sus puestos y se acercaron a ver la pelea, y si Enrique hubiera podido hacer lo mismo sin perder la dignidad, se habría levantado de su silla y mezclado con la multitud. Lo que hizo fue inclinarse hacia delante, aferrando con las manos los brazos de su silla, la vista clavada en el combate. Alisoun vio su oportunidad. Subiendo al estrado, sacó su espada corta y la alzó de modo que el rey pudiese verla. Enrique no se movió, sólo su mirada voló hacia el acero que chispeaba al sol. Lo siguió, continuó por la mano que lo sostenía, luego hacia el rostro. La estupefacción del rey fue grata para Alisoun. —Lady Alisoun, ¿qué estáis haciendo con esa espada? —Estoy tomándoos como rehén. Habló sin inflexiones, concentrándose en mantener firme la espada, esperando que su reputación de persona desapasionada hiciera olvidar al rey su inicial reacción divertida. Aparentemente, dio resultado. Reclinándose en la silla, el rey preguntó: —¿Puedo saber por qué? —Quiero que ordenéis que los caballeros de Osbern cesen su ataque contra sir David de Radcliffe y Guy de Archers. La mirada real pasó al campo. —Pero creo que sir David y Guy de Archers están haciéndolo muy bien. —Dos no pueden vencer a tantos. Notó que había bajado la espada, y la subió de repente. —En otra época, sir David derrotó a quince hombres para salvarme la vida. Ahí no hay más de veinte caballeros, y está Guy de Archers para protegerle la espalda. —Preguntó con aire indiferente—: ¿Por qué os importa el destino de sir David? Alisoun apuntaba al rey con una espada. Entonces, ¿qué podía importar que se hubiese casado sin permiso real? Y sin embargo le importaba. En ocasiones, casarse sin permiso del rey podía considerarse traición. Irguiendo la espalda, respondió con ecuanimidad: —Sir David es mi esposo. —¿Se casó con vos? Quiero decir... ¿estáis casada? La perplejidad del rey no podía considerarse muy halagadora. —Estamos casados. —Sabía que sir David podía luchar con los mejores, pero jamás imaginé que pudiese enfrentarse al desafío que representáis... —la miró— ...vos. —Nos entendemos bastante bien, pero no podremos seguir haciéndolo si él es masacrado en combate. El rey apartó con vivacidad la hoja de su estómago. —La mayoría de los extorsionadores apoyan la punta en algún sitio y la dejan ahí. Como el tono de su conversación sonaba amistoso, Alisoun le confió: —David me dijo que si alguna vez necesitaba atacar a alguien, tenía que apuntar a los ojos, el cuello o la barriga. —Hasta ahora, vuestra hoja ha tocado los tres puntos, y si sigue bajando, correrá peligro la descendencia real. Con movimiento brusco, Alisoun levantó la hoja. —¿Ordenaréis usted a los caballeros de Osbern que cesen su ataque?


—No creo que sea necesario. Al parecer, mi primo no era muy querido, y su fallecimiento ha sido bien recibido por algunos de los presentes. Alisoun se enderezó y miró. El rey desplazó la hoja del cuchillo de modo que la punta se apoyase en el brazo de la silla. Alisoun no lo notó. Sólo veía que los caballeros, uno tras otro, eran sacados del campo de lid por sus respectivas mujeres. Cada una de las esposas se metió en la refriega, tomó a su hombre del brazo y lo sacó del combate. El conflicto comenzó a diluirse. Ningún hombre podía concentrarse en el manejo de su espada cuando una mujer entraba en el campo de batalla. —La reina se sentirá complacida ante esta demostración de devoción filial —murmuró el rey Enrique. —Todas las mujeres saben cómo era Osbern, aunque los hombres no lo supieran o no les importase. —Duro reproche —comentó Enrique, tocándole la muñeca—. Pero sin duda debe de ser bien merecido. Al fin, quedaban cinco caballeros haciendo frente a David y a Guy, y Alisoun murmuró: —Deben de ser solteros. El rey rió. En ese momento, David y Guy asumieron poses más agresivas, y los cinco caballeros comenzaron a retroceder. —No llegarán muy lejos —dijo Enrique—. Ahora veremos un combate experto, e incluso sir David obtendrá rescate de ellos. Aprenderán una lección que no olvidarán fácilmente. Tal como Enrique predijera, David y Guy desarmaron a todos y cada uno de los caballeros. Guy tomó rescate de tres de los caballeros, David de dos, dándose por satisfechos con la victoria por ese día. Entonces, David se sacó el yelmo y, de pronto, vio a Ivo a su lado. Alisoun observó la sorpresa de David ante el ofrecimiento de ayuda de su guardia armado. Lo vio que miraba alrededor, y supo cuándo la había visto, porque sus ojos se entornaron hasta convertirse en dos apretadas rayas. Luego aceptó la ayuda de Ivo con evidentes muestras de gratitud. Al fin, Ivo lo consideraba digno de su ama. Con la cabeza descubierta, sin sus armas, pero aún ataviado con la armadura, David se encaminó hacia el rey. La muchedumbre le cedió el paso, y él avanzó con solemne dignidad, aunque cuanto más cerca estaba del estrado más rápido caminaba. Cuando estuvo lo bastante cerca, le preguntó a Alisoun: —Mi señora, ¿qué estás haciendo aquí? Esa mujer no comprendía de qué modo rugieron sus emociones al verla y, con esa voz remilgada que tanto lo enfurecía, ella le respondió: —Lo mismo que tú, al parecer. —Lo dudo. —Saltó sobre la tarima, y su vista se posó sobre la brillante hoja que reposaba sobre el brazo de la silla—. ¿Por qué apuntas con la espada a nuestro soberano? Enrique le sujetó la muñeca antes de que ella pudiese mover la hoja: —Ha hecho de guardia de corps mientras vos distraíais a mis caballeros. —Despidiendo a sus humillados caballeros con un ademán, agregó—: No, no, lady Alisoun me ha servido admirablemente durante vuestra ausencia. Por ahora, quedaos donde estáis. —Con vuestro permiso, mi señor. David sacó la espada de entre los dedos de Alisoun. —Es bueno que un subdito me pida permiso —reflexionó el rey—. Sobre todo en cuestiones de matrimonio. Lo sabía. El rey lo sabía. David tuvo ganas de darse una palmada en la frente y de gemir, pero en cambio dijo: —Mi señor, cuando uno quiere atrapar a un escurridiza zorra, el guerrero debe apoderarse de la presa en cuanto cae en la trampa, para que no se lastime tratando de escabullirse. —No me gusta ser comparada con una zorra —dijo Alisoun con aspereza. Enrique los interrumpió con risas contenidas. Volviéndose hacia Alisoun alzó tres dedos y contó: —Riqueza, nobleza y devoción al deber. ¿No eran ésas vuestras exigencias en relación con un esposo? Un delicado rubor trepó por las mejillas de la dama. —Mi señor, he descubierto que la devoción de sir David a su deber sobrepasaba su falta de... eh... nobleza, y... —tosió—... riqueza. El rey alzó las cejas. —Por lo tanto, os casasteis con él sabiendo que no cumplía vuestras exigencias. —Así es. —En ese caso, sir David, aunque ofenda a vuestra señora esposa, acepto vuestra fábula de la zorra y el guerrero. David ahogó una carcajada. Alisoun permaneció inmutable. Enrique suspiró.


—Aunque os compadezco por tener una esposa que manifiesta tan pocas emociones, sir David. La falta de percepción del rey impactó a David. ¿Acaso no veía, por el ángulo de su barbilla, que estaba enfadada? ¿Que ese leve temblor de los dedos significaba fatiga y alivio? ¿Que la humedad que se veía en la comisura de los ojos presagiaba la tormenta de su pena ante la pérdida de Philippa? Pero Enrique no captaba ninguna de esas cosas. Sólo veía a dos personas muy diferentes, ligadas por el lecho matrimonial, y había resuelto divertirse en lugar de enfadarse por esa unión no consagrada. —Os aplicaré una multa —dijo—. Nada más. David se encogió, conociendo la permanente necesidad de Enrique de contar con fondos para financiar su equipamiento de guerra. Aun así, sabía que había salido bien librado, y sondeó una vez más al rey: —¿Seré recluido en prisión por haber matado a vuestro primo? —¿A quién? —Enrique se asombró—. Ah, Osbern. No, no. Ha sido un desafío justo, y él trató de mataros a vos cuando ya se había rendido. No os preocupéis. —Al notar el modo fijo en que David lo miraba, se inclinó hacia delante y le confió—: Que Dios dé descanso a su alma, haré decir misas por él, pero él era mayor que yo, y cuando éramos niños me atormentaba constantemente. Tal vez fue obsequioso después de mi coronación, pero yo sabía la clase de hombre que era. Su familia es rica e influyente, y nunca me atreví a hacer nada en su contra, pero el reino está muy bien sin él... y vos jamás habéis oído semejante opinión de mi parte. David hizo una reverencia, sintiendo luchar dentro de sí la estupefacción y el alivio, y se le aflojaron las rodillas en un repentino ataque de debilidad. El rey consideraba que él le había hecho un favor. Todos sus temores: el de perder a su hija, su esposa, sus tierras y su vida, habían sido en vano. Había hecho lo justo, y era recompensado por eso. Miró a Alisoun. Bueno, no exactamente recompensado, pero conservaría a su esposa. En ese momento, su mujer dijo: —Mi señor, si me permitís el atrevimiento, ¿qué historia urdió Osbern para explicar la muerte de su esposa? La pregunta, hecha con voz suave, sacó bruscamente a David de su sensación de triunfo y lo devolvió a la dolorosa realidad. En verdad, tenía a su esposa, pero ésta había perdido a su amiga más querida, y tendría derecho a culpar de la muerte de Philippa al hecho de que David no hubiese desafiado a Osbern en Radcliffe. ¿Alisoun podía culparlo? ¡Diablos, si él mismo se culpaba! —Ninguna historia. Sencillamente dijo que ella estaba en otra de sus propiedades. —Enrique ladeó la cabeza—. Así que asesinó a la buena mujer que le entregué, y no hay heredero varón de su propiedad. ¿A quién deberé otorgársela? David y Alisoun respondieron al unísono: —Osbern dejó una hija. —Hazel vive conmigo en George's Cross —dijo la dama. —Excelente. —Enrique se frotó las manos—. Otra heredera para casar. A duras penas David pudo contener un gemido. Ciertamente, el rey estaba obsesionado por el matrimonio, y parecía que Hazel no llegaría a su segundo año de vida sin que se viese prometida. En ese momento, recordó quién tenía la custodia de la niña. Alisoun tenía experiencia en mantener a raya situaciones no queridas. Hazel estaría segura hasta que su mujer decidiera que estaba lista para el matrimonio. Tomándole la mano, David le preguntó: —¿Nos vamos, mi señora esposa? —Esposo, te ruego que antes me permitas encontrar a la doncella de Philippa y pedirle que me cuente detalles de su muerte. David no quería que Alisoun supiera. No quería que la acosaran los sombríos detalles, pero el rey se levantó y dijo: —Un plan sensato, lady Alisoun. Se hará como deseáis. Entretanto, quisiera ofreceros a los dos la hospitalidad de mi primo. Debéis de tener hambre y fatiga, sin duda, y ahora que sir David es otra vez el adalid del rey, le pediré que me jure lealtad. David no quería quedarse. No le importaba estar hambriento o cansado, sólo quería llevarse a Alisoun a un sitio privado y preguntarle si alguna vez le perdonaría su estupidez. El cuerpo de Osbern ya había sido llevado a la capilla del castillo, donde reposaría sin perturbar las actividades reales. Sin embargo, seguramente Alisoun querría pronunciar unas plegarias por Philippa, y así como ella siguió al rey, que


bajó del estrado, David la siguió a ella subiendo la escalinata, al interior del castillo, hasta la mesa real puesta sobre una tarima. Los otros nobles guardaron distancia, como había ordenado el rey, y los criados se apresuraban a desempeñar sus tareas. Osbern había muerto, pero en ese momento su fallecimiento causó poca conmoción. El rey les dijo a Alisoun y David: —Quiero teneros uno a cada lado cuando comamos. Pienso que es apropiado que la condesa de George's Cross y el adalid del rey por dos veces flanqueen al rey, cuando brindemos por su condición de recién casados. Alisoun aceptó, muy compuesta, pero David casi no pudo hablar. Jamás había comido a la mesa del rey. No era más que un caballero, y si bien era capaz de luchar, nadie lo había considerado jamás digno de otra cosa que un respeto básico. Y ahora, gracias a Alisoun, el rey lo sentaba a su diestra. Cuando el escudero se aproximó con una palangana de agua para lavarse, David sumergió la cabeza y se frotó hasta que la sal del sudor y el polvo del camino desaparecieron. Al volverse, percibió que un insólito silencio se había adueñado del salón. Secándose el cabello con la toalla, se acercó a Alisoun. —¿Qué pasa? —preguntó. Alisoun le apretó la mano como si nada hubiese pasado jamás entre ellos... o como si no supiera lo que hacía. Le dijo por lo bajo: —Los criados afirman no saber nada de la muerte de Philippa, y uno de ellos... Alisoun se interrumpió al ver que se abría la puerta de la cripta. David, que estaba observándola, vio que se le dilataban los ojos y que, dando un grito, se precipitaba hacia la maltrecha figura que aparecía en el vano. —Philippa. —Estrechó a la amiga en los brazos—. ¡Philippa, estás viva!


25

—¿Cómo está mi niña? La palidez del calabozo envolvía a Philippa, tenía hematomas en la mandíbula y un ojo cerrado por la hinchazón. Pero estaba viva, Osbern muerto, y Alisoun comprendió que nada más amenazaría a su amiga. En una habitación de la planta alta, las amigas intentaron hacerse a la idea de que había sido destruida la última amenaza a sus vidas y a su felicidad. —Hazel está bien de salud pero te echa de menos. Alisoun no le habló de las horas que había estado meciendo a la llorosa pequeña, desolada por la pérdida de su madre. —Ansio tenerla otra vez en mis brazos. La ansiedad hizo temblar la voz de Philippa, y las doncellas que le habían dado de comer y la habían bañado redoblaron sus esfuerzos por complacer a su señora, a la que se habían visto obligadas a ignorar. —Pronto la tendrás —le prometió Alisoun. —Sí, cierto. Pronto dejaré este lugar y no volveré jamás. En algún lugar, de algún modo, Philippa había fortalecido la decisión de seguir con su buen carácter. Alisoun pensó que nadie volvería a tener oportunidad de hacerle daño. Podría volver a casarse —a decir verdad, la creía nacida para estar casada— y, de alguna manera, sería ella la que retendría el equilibrio del poder. Acercándose a su amiga, Alisoun se arrodilló a su lado. —Me obsesionaba la idea de saber que estabas en manos de Osbern. Philippa le tocó la mejilla. —No deberías haberte preocupado. Él me amaba, ¿sabes? —Ése era un amor fatal, caprichoso, entonces. —Alisoun retuvo la mano de la amiga contra su piel, y dio de nuevo las gracias a Dios por su milagrosa supervivencia—. ¿Te tuvo todo el tiempo en el calabozo? —Dijo que tenía que castigarme por haber huido. No me importaba lo que hiciera mientras yo supiese que Hazel estaba a salvo. —Ella está bien —repitió Alisoun. —Partiré a verla en cuanto esté preparado el viaje. —Volviendo el rostro hacia arriba, permitió que la doncella le aplicara compresas de agua helada sobre el ojo hinchado—. Hoy. Partiré hoy. Alisoun pensó por un instante en el rey y su corte que aguardaban abajo, en el gran salón, y luego los desechó. —Dispondré de un carro. No creo que estés lo bastante fuerte para montar. Philippa se disponía a discutir, pero lo pensó mejor. —¿Podremos encontrar una escolta? —Ponte un vestido limpio, y yo iré a hablar con David al respecto. El encontrará a alguien. Abrió la puerta. Guy de Archers cayó dentro como si hubiese estado escuchando. Se enderezó y dijo: —Yo lo haré. Confundida, Alisoun le preguntó: —¿Qué? —Escoltaré a la dama. Será para mí un honor contribuir a que se reúna con su pequeña. Alisoun se quedó mirándolo, perpleja, y luego a Philippa, que le sonreía tranquilamente desde su sitio junto al fuego. —¿Habéis estado escuchando tras la puerta? —preguntó. Guy no dio la impresión de haber oído a Alisoun. Sólo veía a Philippa, sólo a ella le hablaba. —Mi señora, ¿os agradaría que yo os escoltase? Philippa le tendió la mano. —Os lo agradezco, gentil caballero. No aceptaría a ningún otro. Apresurándose a llegar a su lado, Guy le tomó la mano, se arrodilló y, de repente, Alisoun se sintió de más. Salió al corredor y encontró a David esperando, con una peculiar expresión en el rostro. Era obvio que había estado esperando junto con Guy. —¿Se aman? —preguntó. —Jamás lo había sospechado pero, al parecer, así es... o al menos saben que podrían amarse.


Sin saber por qué, después de decirlo, Alisoun se ruborizó. La voz de David también sonó extraña, profunda y cargada de significado: —Son una pareja inverosímil, pero al parecer el amor florece donde se le antoja. Tras sus palabras vibraba algo tácito, que Alisoun no comprendía. No podría comprender. Se refugió en la vivacidad. —Ya que has recuperado el favor del rey, ¿podrías explicarle que Philippa ansia abrazar a su hija y que solicita permiso para partir de inmediato? —¿ Yo cuento con el favor del rey? —La voz de David había recuperado la normalidad, y Alisoun aventuró una mirada. La boca formaba una línea severa, los ojos observaban cada uno de los movimientos de su mujer y los analizaban—. Tú también cuentas con el favor del rey. —¿Cómo es posible? Le apunté con una espada. —Mal. —Una sola palabra bastó para desechar las pretensiones de Alisoun—. E hiciste lo único que podía garantizarte el favor del rey. —Su boca severa se curvó en una sonrisa—. Te casaste conmigo. —Podría haberme casado con cualquier otro y obtendría el mismo resultado —le replicó, enervada por la observación de que la hacía objeto. Casi todos decían que no la comprendían. David, por el contrario, la entendía demasiado bien y en ese preciso momento no estaba segura de desear que él adivinara cómo se sentía. Ni siquiera sabía bien cómo se sentía ni por qué lo atacaba. Pero David no se ofendió. —Ningún otro quiso casarse contigo, ¿no es así? —Muchos quisieron casarse conmigo. —Contigo no —la corrigió—. Con tus propiedades. Pensó en decir que ella y sus propiedades eran una misma cosa, pero no era así: lady Alisoun era de George's Cross, pero no era George's Cross. Había separado los dos entes para siempre cuando decidió arriesgar sus tierras para rescatar a Philippa. Y David... cierto que quería George's Cross, pero también la quería a ella. Ella no era el remedio desagradable que él tenía que soportar para acceder a sus tierras sino una gema que se añadía a su escudo. Los santos eran testigos de la diversidad de modos en que él se lo había dicho, y ahora le creía. Alisoun parpadeó. ¿Había estado soñando despierta? ¡Por Dios, que sí! David había desaparecido. Corrió tras él hacia las escaleras, aunque ya oía su voz en el gran salón, rogándole al rey que permitiese a Philippa partir de inmediato. Alisoun recordó que ella también tenía un deber que cumplir. Tenía que convenir el transporte de Philippa, no perseguir a su marido para sostener una charla inútil. Más aún, al pensar en quedarse sola con David y hablar de las dificultades que había entre ellos, lo único que recordaba era su expresión entre tierna y exasperada, y se preguntaba qué significaría. No tenía deseos de volver a entrar en la alcoba donde se alojaba Philippa, y cuando entró comprendió por qué. Daba la impresión de que el sol había invadido los tenebrosos rincones de la habitación, y tenía que llamarlo el resplandor de la felicidad. No pudo discernir su origen... ese resplandor bañaba los muros de piedra, las vigas del techo, los tapices y el suelo de madera. Por otra parte, no podía mirar directamente a Guy o a Philippa, pues si lo hacía, el embeleso de ellos era capaz de cegarla. Llamó a las doncellas y les indicó directamente las tareas a desarrollar para preparar el viaje de Philippa, y cuando las criadas se marcharon David regresó. —Nos marchamos enseguida —le anunció. —¿Nosotros? —Asombrada, Alisoun lo rodeó—. ¿Quiénes somos nosotros? —Guy, lady Philippa, tú y yo. —David la tomó del brazo—. Y Louis. —Tú y yo no podemos irnos. David la sacó por la puerta. Alisoun trató de clavar los tacones. —¡Debemos esperar al rey! David no la soltó mientras bajaban la escalera y entraban en el gran salón. —Él nos ha autorizado a irnos. —¡Instigado por ti! David se encogió de hombros y abrió la puerta que daba al exterior para que pasaran Guy y Philippa. —Por supuesto. Le he dicho que lady Philippa necesita una fuerte escolta hasta^ George's Cross, porque yo he sentado el precedente de que un caballero puede casarse con una viuda rica. —Guy rió con disimulo mientras descendía la escalera, y David sonrió, muy orgulloso de sí mismo—. El rey Enrique casi se desmayó ante la perspectiva de perder el dominio sobre otra de sus herederas. —Sois un hombre malo —dijo Philippa, con voz cargada de admiración.


—¿Cómo puedes aprobarlo? —le preguntó Alisoun. El carro estaba listo, los caballos ensillados, Ivo y Gunnewate, estoicos, esperaban la partida. Sin duda, David había agregado sus órdenes a las de ella—. Siempre es preferible rendir homenaje al rey cuando es necesario asegurarse sus buenos oficios. —Los buenos oficios del rey me dieron a Osbern por esposo. Ya na procuro el favor real. El estallido de Philippa dejó a Alisoun atónita y muda, y David aprovechó para instalarla sobre su palafrén, al tiempo que le decía a Guy: —Cabalgaremos juntos rumbo al norte, hasta George's Cross, y luego, lady Alisoun y yo iremos a Radcliffe. —¿Eso haremos? —preguntó Alisoun—. Pero yo quería quedarme en George's Cross para atender a Philippa. —¿Eso querías? En realidad, no. Sus bien enseñadas doncellas abrumarían con sus atenciones a Philippa, en su regreso triunfal. Lo que sucedía era que Alisoun tenía miedo de quedarse sola con David. —Se hará como mi señora ordene —dijo, con una cara larga que desmentía sus palabras—. Como Philippa, ansio ver si mi hija está sana y floreciente. —¿Acaso Bert está enferma? —preguntó Alisoun. —No, pero cuando me despedí de ella le dije que existía la posibilidad de que fuese la última vez que nos veíamos, pues era probable que cabalgase hacia mi muerte. —Sonrió, nostálgico—. Ahora tengo que ir a tranquilizarla. —Oh. Había cabalgado hacia una muerte muy probable. Cuando Alisoun pensó en lo cerca que había estado la daga de Osbern, un terror aplazado le hizo sentirse mal. Al pensar en Bertrade, se le oprimió el corazón. Podía quedarse en George's Cross sin David. Claro que podía. Pero no mencionó esa posibilidad, porque Guy y Philippa merecían estar solos. Entonces, se preguntó a dónde habría ido a parar su antigua personalidad... la que no hubiese aprobado el romance entre una duquesa viuda y un simple caballero. Dedujo que Osbern había matado a la antigua lady Alisoun, porque de todos los hombres que conocía sólo él satisfacía todos los requisitos de un marido perfecto. Tenía riqueza, era noble, y tenía sentido del deber, pero sus maldades habían dejado marcadas a Philippa y a Hazel y, por último, habían acarreado su propia muerte. A manos de David. Miró a su marido. Ahora que ella había arriesgado su vida por otra persona, entendía los anteriores reparos de él. Había apuntado a la garganta del rey con su espada —y a su pecho, su barriga y sus regiones remotas—, lo amenazó, y durante todo ese tiempo le temblaban las rodillas y le castañeteaban los dientes. Sabía que al rey le hubiese bastado un grito para que a ella la mataran, y Alisoun había llegado a la conclusión de que no hubiese podido clavarle la espada aun cuando ello hubiese salvado la vida de Philippa. No podía matar a nadie. Era una cobarde. Pero David había matado a Osbern, convencido de que él también moriría, si no a manos del rival, víctima de la venganza del rey. Quiso decirle a David lo mucho que lo respetaba por su valiente defensa de la justicia, pero no pudo. Guy y Philippa podrían oírla. Esperó. Los viajeros llegaron a la aldea de George's Cross y se despidieron. Guy y Philippa cabalgaron hacia el castillo. David y Alisoun, rumbo al norte. A cada paso, el silencio se hacía más pesado. David quería hablarle. Quería explicarle por qué había permitido que Osbern se llevase a Philippa, y por qué había ido a liberarla. Quería decirle que había hecho lo convencional, pero ahora comprendía la línea que ella había traspuesto, entre la compasión y lo que era apropiado. Pero Ivo y Gunnewate les pisaban los talones, y no quería hablar en presencia de ellos. Ni siquiera de noche estuvieron solos. Pasaron los días, y pronto llegaron a la loma desde la que se divisaba Radcliffe. David clavó la vista en su amado hogar, sin alegría ni esperanzas. Durante el largo viaje, ni él ni Alisoun habían intercambiado otra cosa que palabras corteses. Hasta donde alcanzaba a ver, hubiesen podido seguir así para siempre. Podía transcurrir toda su vida matrimonial como había transcurrido ese viaje, los dos anhelando hablar, pesando sobre ellos el recuerdo de la última discusión y el temor de exponerse otra vez.


¿Quién rompería el silencio? David lanzó unas carcajadas, en un repentino ataque de humor amargo. ¿Cómo era posible que se lo preguntara, siquiera? Alisoun sabía cómo organizar un castillo, pero no tenía ni idea de cómo manejarse en las intimidades del matrimonio. Ella, que tanto poseía en riquezas materiales, jamás había tenido a nadie que la amara, y él tendría que indicarle el modo. Al parecer, su caballo coincidía con él. Louis, que debería estar impaciente por llegar a su establo, se retrasó dejando que los hombres de Alisoun tomaran la delantera. Alisoun miró atrás, hizo señas a Ivo y Gunnewate de que siguieran, y volvió junto a David. —¿Tu caballo está cojo? Un trayecto como éste debe de ser difícil para un animal de edad tan avanzada. Louis giró la cabeza para mirar a David con expresión de equino disgusto. Luego, con un cabeceo muy humano y conspirativo, se detuvo por completo. David permaneció con las riendas flojas en las manos. —¿Está dolorido? —preguntó Alisoun—. ¿Crees que habrá perdido una herradura? ¿Estará...? Advirtió que David la observaba, que captó el momento en que dejó de preocuparse por Louis y empezó a preocuparse por él, por lo que le diría, y por lo que ella le diría a él. —Tengo una pregunta que hacerte. —Trató de hablar sin demasiado énfasis—. ¿Tú me amas? Aparentemente, no tuvo demasiado éxito porque Alisoun se echó atrás, y el palafrén se apartó unos pasos. —¿Que yo qué? —¿Me amas? David comprendió que ella esperaba que él le hablase de lealtad, honestidad o deber. Eso era lo que ella entendía. Con eso había tenido experiencia. El, en cambio, le hacía una pregunta que le resultaba completamente extraña. —¿Que si te amo? —Se mantuvo con la espalda erguida como un poste, sobre la montura—. ¿A qué clase de amor te refieres? Te admiro. Valoro tus excelentes cualidades. El desasosiego de ella aumentó la confianza de él. —¿Y qué me dices de mis defectos? —Bueno, no los admiro. —Pero ¿me amas por ellosl —David. —Se echó todo lo posible hacia atrás—. No creo que nadie admire a otra persona por sus defectos. —No quiero que me admires. Quiero que me ames. —Frunció la frente, sabiendo que tendría que esforzarse para que lo comprendiese. Inclinándose hacia fuera, le tendió la mano y ella se la tomó, vacilante. Entonces, le preguntó—: ¿Cómo te sentiste cuando yo dejé que Osbern se llevara a Philippa? El rostro de Alisoun se alargó, lo vació de toda expresión, y David le sintió los dedos fríos. —No te admiré. —Es una reacción tibia ante un hombre que permitió que tu mejor amiga partiese con el hombre que sin duda la mataría. Haciendo una profunda inspiración, la dama admitió: , —Me disgustaron tus acciones. —¿Mis acciones? ¿Te disgustaron mis acciones? —Con qué inteligencia lo discriminaba a él de sus acciones—. ¿Cómo te sentías en relación conmigo? —No... no me gustabas. David la miró con expresión de franca incredulidad. Alisoun lo intentó de nuevo: —Te detesté. —Me odiaste. Alisoun apartó la mirada. —Me odiaste, pero eres una mujer racional, que hace lo lógico, y por eso me sacaste de tu mente y te concentraste en un futuro sin mí. La dama hizo varios intentos de hablar, hasta que, al fin, dijo: —No exactamente. Perdí una gran cantidad de tiempo pensando en cómo... cómo... —¿Sí? —Cómo me hubiese gustado arrancarte el hígado y dárselo de comer al gato. —¡Así está bien! —Podría aprender—. Eso esperaba que dijeras. Alisoun entreabrió la boca y sacudió la cabeza, confundida. —Cuando llegaste al castillo de Osbern y me viste luchando con él, ¿qué pensaste? —Pensé que habías comprendido el error de tu... —No te creo.


Esa franqueza fue dura para una mujer tan inclinada a la diplomacia y que tanto reprimía sus pasiones, pero pronunció cada palabra con nitidez: —Quería expresar mi alegría de una forma indigna. David sonrió, aliviado, y se burló un poco: —Alegría indigna, ¿eh? —Quería saltar y gritar. Había hecho una importante confesión pero David era ambicioso, quería más. —Eso porque te alegrabas de verme. ¿Crees que habrías reaccionado con tan incontenible emoción si cualquier otro adalid hubiese defendido a Philippa? Alisoun curvó los dedos, rozando con las yemas la palma de la mano de él. Los labios se curvaron, los ojos se desenfocaron. —No. Cuando miré, supe que había estado esperándote, precisamente, a ti. —Se puso rígida, como arrepentida de su espontánea respuesta—. O sea, como te había contratado para que me protegieras, esperaba que cumplieses tus deberes. —Y cuando lo hice, entraste en éxtasis. —Sí, estaba complacida. David lanzó un gran suspiro. —Estaba muy complacida. —Ya antes de que él demostrara su incredulidad, trató de expresarse con más claridad—. Estaba... orgullosa. Estaba... encantada. —¿Por qué? —Porque tú... No quería decirlo. David veía cómo luchaba con su dolor y su orgullo. Pero Alisoun era valiente y, por fin, admitió: —Tú eres mi único héroe. Un estremecimiento le recorrió la espalda ante tan renuente confesión. Por fin habían llegado al meollo del asunto, y David tuvo ganas de gritar, bailar, hacer saltar a Louis por encima de las cercas, y hacerle el amor a Alisoun en el jardín. En cambio se contentó con hacer lo que ella hubiese querido hacer. Pronunció una frase simple, fácil de comprender: —Tú me amas. Un desfile de emociones cruzó la cara de Alisoun: temor, asombro, vulnerabilidad y felicidad. A David le gustó la felicidad. Con voz tenue, Alisoun dijo: —¿Cómo lo has sabido? Yo no lo sabía. ¿Y cómo has sabido que tenías que decírmelo? —Sólo pensé que, como fue preciso decirte que ibas a tener a nuestro hijo, también podría necesitar decirte que estabas enamorada de mí.

Bert y yo dejamos de practicar con las flechas cuando oímos el primer retumbo del trueno. ¡El cielo había estado despejado y, de pronto, estaba nublándose! Bueno, nos miramos. —¡Han vuelto! —le dije a Bert. —Te dije que mi papá ganaría —dijo. Quise sacudirla, pero no tuve tiempo. Subimos los peldaños hasta la cima del muro, y miramos más allá de la aldea. Ahí vimos al rey Louis, el caballo de guerra de sir David, galopando hacia el castillo, y el palafrén de lady Alisoun corriendo atrás y, a lo lejos, dos pequeñas figuras que corrían a refugiarse en el bosque mientras la lluvia avanzaba hacia ellos. —Espero que los lobos no los alcancen —dije. Las primeras gotas cayeron sobre la nariz de Bert y ella sonrió, mostrando un gran hueco donde faltaban dos dientes más. —No se comerán a mi papá porque él tiene espada. Y no se comerán a lady Alisoun porque es muy brava. Bert tenía razón. Cuando cesó la lluvia, sir David y lady Alisoun llegaron caminando hasta el castillo. Luego comieron, tomaron un baño, y se fueron a la cama durante mucho, mucho tiempo. Ese año, en toda Northumbria se recogieron tales cosechas que reventaron los graneros. En la primavera ladyAlisoun dio a luz a un par de saludables varones: ¡gemelos! Sir David estuvo a punto de estallar de orgullo, y le contaba a cualquiera que quisiera oírlo la historia que relataba su abuela acerca del gran amor, que entibiaba a todos los que estaban cerca. Nosotros no necesitábamos escuchar la historia: estábamos viviéndola.



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