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CON FIRMA

COLGADOS DEL TIEMPO ADECUAMOS LOS SUEÑOS A LA MEDIDA SIEMPRE LIMITADA DEL TIEMPO QUE MARCAN LOS RELOJES, DE LOS QUE CUELGAN NUESTROS ESPÍRITUS.

Fotografía: American Stock Archive / Getty Images

TEXTO ENRIQUE MURILLO

UNA DE LAS MÁS NOTABLES METÁFORAS de la narración cinematográfica es sin duda la de este oficinista con gafitas, este hombre normal que aspira a convertirse en un ser poderoso, colgado de la minutera de un reloj mural situado en lo alto de un edificio. Frente a la fría objetividad del tiempo tal como lo cuentan los relojes, la subjetividad de los sueños irrealizables. Vivimos pendientes (o colgados) del tiempo en más de un sentido. Nos pasamos la vida entera desafiando las leyes de la gravedad, confiando ciegamente en que todo se resolverá… con el tiempo. Y cuando llegamos al final, cuando para nosotros ya han sonado las “campanadas de medianoche” shakesperianas (esas que tan bien reflejó Orson Welles en una de sus películas más memorables), cuando el tiempo está acabándose, cuando nuestra vida es un 90% de nostalgia y un 10% de tiempo de prórroga, comienzan las lamentaciones, la hora del adiós, hasta aquí hemos llegado, no pudo ser. “¡Señor, señor, las cosas que hemos visto!”, dice Orson Welles, repitiéndolo como un mantra. Welles pone en boca de Falstaff, el personaje que él mismo interpreta, lo que en la tragedia del bardo inglés decía su amigo Shallow. Por otro lado, en inglés, el título de El hombre mosca, la famosa película de Harold Lloyd en cuya escena culminante el actor se juega la vida colgado de un reloj en lo alto de

un edificio, era una parodia del tópico que rezaba: “Security first”, la seguridad es lo primero. Safety Last, el título de la película de Lloyd, “la seguridad es lo último” era, como la propia película, una crítica al disparate de los años veinte del siglo pasado, tan parecidos en eso y en otras cosas a nuestros disparates de los años 2000-2008, a los que opuso brusco final nuestro Crash, el de 2008, tan parecido al de 1929.

independentistas en Catalunya, que no han pasado del seny a la rauxa, de la sensatez a la ira, sino del raciocinio al puro delirio. Y tras el delirio, la exaltación infinita de quien se cree sus fantasías psicóticas, siempre viene el autocastigo en forma de depresión. Quien suscribe sabe de lo que habla, por experiencia propia. También pedí el infinito (durante aquella fantasía de Mayo del 68) y

“¡SEÑOR, SEÑOR, LAS COSAS QUE HEMOS VISTO!”, DICE ORSON WELLES, REPITIÉNDOLO COMO UN MANTRA, EN UNA DE SUS PELÍCULAS MÁS MEMORABLES Lloyd narraba la historia de uno de aquellos locos que, a ritmo de charlestón, renunciaron a toda precaución en pos del sueño de la conquista del dinero y el poder. Habría que proyectar en las escuelas esa película. En las escuelas primarias y también en las facultades de Economía y en los veinte minutos del sándwich en las oficinas de Wall Street y otros centros financieros del mundo. Pero ni así. Nada es, para el ser humano, más difícil que aceptar que sus sueños tienen a menudo pocas posibilidades de hacerse reales, y que cuando termina el sueño en el que quien sueña se ve a sí mismo volando, acaba precipitándose al suelo como el ícaro del mito griego. Eso nos advertía Harold Lloyd en su película más recordada. Algo así están viviendo los 81

desprecié a los que creían que era mejor pactar, y luego mi sueño se transformó en pesadilla. Salí de él, y he vivido luchando y pactando, como todos. No hay otra. Lo cual no significa dejar de luchar por hacer realidad nuestros sueños, todo lo contrario. Ahí radica la belleza de la vida. En la lucha interminable. No hay progreso, solo avances y retrocesos. La épica no está en la victoria final y definitiva. Sino en la lucha por mejorar, a veces deprisa, otras despacio. Esa tensión entre los opuestos desemboca en nuevas síntesis: en formas reales de adecuación del sueño a la medida siempre limitada del tiempo que marcan los relojes, y de los que cuelgan nuestros espíritus como el cuerpo del oficinista que soñaba ser magnate.


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