GM019 - Maximilian Senn Báez- Dias Ajenos. Como sobrevivi al psiquiatrico

Una especie de vacaciones en el hospicio, la juventud, y los síntomas de que se va.

Podría ser una crónica pero es otra cosa, algo así como un poema épico, bien actual, bien terrenal, que deja al descubierto una de las facetas de lo que podríamos llamar -parafraseando a Sigmund Freud- un malestar de época.

Sueños, fantasías, añoranzas, perspectivas y todo lo que puede pasar por la cabeza de un joven de veintitantos años privado de su libertad, como aclara en el texto, por voluntad propia.

El amor y el deseo, sentirse diferente incluso ante otros “diferentes”.

El escritor, poeta, y muchas otras cosas más, Maximilian Senn Báez no busca dejar marca ni moraleja, simplemente nos ofrece un relato franco y llevadero, en extremo autobiográfico, de una época de su vida que casi el resto de los mortales buscaría enterrar, o mas bien resguardar entre las capas de su existencia.

Con sentido del humor, y sobre todo mucho sentimiento, nos invita a envolvernos en algo así como su lado B, donde analiza su experiencia y la vuelca al papel. El desafío del lector pasa por aceptar ser cómplice del autor, sin ningún tipo de juicio, sino más bien algo así como una camaradería digna de un compañero de habitación, o calabozo, o el lugar de encierro al que lo lleve su imaginación.

Ariel Servettini Buenos Aires, Agosto 2019.

DÍAS AJENOS COMO SOBREVIVÍ AL PSIQUIATRICO

Maximilian Senn Báez

Primera dedicatoria: a mi Padre, mi Madre y mi Hermano.

Segunda dedicatoria: a la Industria FarmacĂŠutica

Sobre el escritor del diario: Su nombre es Bruno Nasiliye. Fue internado a mediados de octubre en una clínica psiquiátrica tras un intento de suicidio provocado con pastillas, y una adicción a la cocaína que no pudo manejar.

Lo más llamativo de su cuadro son las posibilidades de salir del mismo que constantemente tiene a su disposición, pero que debido a una infancia conflictiva y una eterna adolescencia, descarta a diario.

Su edad es discutible, ya que las veintilargas primaveras que lleva encima parecen los “veintiún son los dolores” de Violeta Parra, un adolescente perpetuo atemporal.

Las razones de por qué y cómo llegó a tomar la decisión de quitarse la vida sólo la saben él y su almohada, pero uno puede darse cuenta que el terror que se veía en sus ojos ahora es fuego. Y lo triste es no saber si nos va a quemar a todos o a tan sólo a sí mismo.

Afortunadamente para el mundo que lo rodea, cedió a una internación que desde que se le planteó hizo trizas su capacidad de pelear por otra opción. Como suele suceder, la decisión final fue más un producto de, primero, los médicos y luego, su familia.

El uso de la primera persona responde al carácter visceral en el que le brotaba la tinta en que fue escrito. Por esta razón el ir y venir los tiempos verbales y la mezcla variada de las temáticas que describe.

Aclarar que de su primera edición, en cursiva, han pasado años y el paradero del autor es desconocido.

A continuación será usted parte del secreto, a continuación será testigo de otros ojos.

Bienvenido a los días ajenos de Bruno Nasiliye.

La Noche Anterior: Hoy, esta noche… ¿qué me pasó? mañana puedo caer internado.

De verdad. Carajo. Pensar, pensar, pensar. ¿Cómo di el visto bueno a toda esta secuencia? ¿en qué momento perdí la capacidad de tomar decisiones?

El misterio era mi lugar. Ahora estoy expuesto, sin filtro, sin velo, sin gafas ni canciones, sin nada que contenga la cosmovisión que soy, o al menos de lo que creo ser. Creo que nunca me sentí tan expuesto, ni tan pendejo a la vez, todo esto es un cenicero lleno de colillas apagadas a la fuerza, sin margen para una pitada más. Los dedos, todos amarillos y marrones, la garganta se siente como un radiador viejo. Lo único confortable es el humo, que se dibuja y desdibuja como una silueta amigable y a la vez extraña, pero a la vez acogedora, un lugar donde reparar la vista, sabiendo todo lo que va a suceder, pero que aún no ocurre.

Minutos, sólo minutos, pero al menos es algo de tiempo.

Alguna vez dije que no hay gran arte en tener una doble vida. El verdadero desafío es mantener tres o cuatro. Y yo, si me lo preguntaran con la debida educación, no sabría contestar cuántas he tenido. Por eso me siento identificado con la película I’m Not There, o el documental de Nick Cave cuando habla de su mundo personal, lleno de personajes y situaciones que sólo tienen sentido en su universo y no responden a patrones de lo mundano, están sobre lo terrenal, no existen y al mismo tiempo son tan reales para mí como las uñas o el cabello.

También solía sentirme identificado con el espejo que llevaba en la billetera. No importaba si tan sólo parpadeaba, al mirarlo, siempre mostraba otro rostro, uno distinto del que miraba. Pero a la vez era siempre el mismo. La magia de los pequeños espejos es esa, fraccionar tu rostro, y hacer que sea uno el que lo construya… y en esa construcción es que siempre cambiaba, las piezas no siempre encajaban. Y eso fue lo más hermoso del mundo, en algún momento.

Me siento solo, hiperconsciente de todo. Suenan bocinas, cosas cayendo, cosas enormes. Pasos. Los pasos, como el beat de una canción, los pasos como el ritmo de un salmo el cual no logro entender del todo.

Los conchudos pasos siempre han sido mi temor más grande, siempre

sonando detrás de una puerta cerrada. Por eso, a pesar de ser torpe en la vida diaria, puedo ser sigiloso como un gato, uno gordo y con gran bigote, si lo requiere la situación, en la oscuridad. No me pregunten cómo o por qué, pero es así. Aunque lo cierto es que la mayor parte de la vida sucede en el enceguecedor ámbito de la luz, el cual me vuelve torpe y predecible.

Es en parte por el misterio mi amor a la oscuridad. Siempre el misterio.

Un concepto, un estilo de vida que termina siendo una cruz. Pero la ilusión, la sensación de moverse entre la gente, sin que nadie se percate, constantemente, ajeno al ambiente. El hecho de que en mi mente suene otra música, beberme un café de elegancia, soledad, finales inconclusos y mentiras. Es una cosa persistente que mi mente siempre busque el error constante, el hecho en particular, en este mundo de repeticiones y ahí ser feliz, sentir que en la falla está el futuro, en “lo otro”, esa voz ahogada en un grito mudo.

Pero nunca dejan de ser mentiras, aún cuando no lo son. Mentiras que digo y que me digo. Y que repito y me repito, rutinas que sigo y que no puedo tolerar más, que han llegado a su punto de ebullición y que mis oídos echen vapor. Pero sigo mientras pueda, sigo mintiendo.

Mentiras, mentiras, vivir mintiendo. Maldita cocaína, tan falsa y sincera. Representa todo lo que adoro en su aspecto soberbio. Lo trágico es que esa faceta no dura mucho, ni estoy seguro que exista. Me siento tan tétrico, lúgubre, triste... siento que algo me pasó, que algo me hizo esta cicatriz.

Lo criminal de ésto, de esta escena, de este segundo y huérfano acto a la espera eterna del telón, es el dolor que les estoy causando a los míos, a mis padres, quienes tal vez se merecían un mano a mano con el niño, ya hombre, que no supieron moldear. Pero no así. Dios mío. Mierda. Casi mato al hijo de mamá.

Pero a mi hermano, Dante, lo veo y me devuelve la mirada de una manera sincera y madura, hace mucho que dejó de ser el menor. Si es que existe un Dios, con su cielo enrejado con doradas paredes sobre las nubes, Dante —o su potencial alma—, es su ángel predilecto. No hay maldad en él y le brota la empatía y un sentido de humanidad más allá de lo fraterno. Y me ahoga la vergüenza, se me cae la cara, por no poder estar a la altura del hermano mayor que merece.

Vuelve a mi mente, siendo las 3:30 am del martes, que probablemente, me internen. ¿Qué está pasando? ¿cómo llegué acá? Carajo.

Pero más importante, ¿hace cuánto que no cojo? Sentir la piel de la otra persona, comerse a besos urgentes, hace cuánto que no me dejo tocar sin frenos ni reparos.

Fue una pena cómo manejé todo con Isabella. Fue raro cómo se dió.

Es hermosa, increíblemente hermosa. Pero siempre hubo una distancia, como de química. Creo que nos unió lo roto que estábamos, lo faltos de sueño, las ganas de despertar con alguien. Isabella fue más que el coqueteo, el rechazo, la fantasía. Lo fue todo. Y como lo fue todo, rápidamente se convirtió en la nada. La extraño, eso sí. Perderme en sus ojos azules y su mirada optimista y melancólica.

Ojalá me den un par de días antes de internarme. Pienso en Amparo, estoy tan bellamente enamorado de su constante no. Lo dice tan sensualmente que no puedo más que enamorarme. Y me veo, pensándola, enganchado a una mentira, como un adolescente, sintiéndome querido.

El modo en que me despidió el viernes lo dice todo: un beso rápido en la mejilla, corriendo a los brazos de su tucumano, joven y correspondido.

Me han llegado los años, junto a las angustias.

También pienso en mi eterno amor, en mi Polly. Si hay un gran arquitecto del universo, no sólo es perverso, es también malvado.

La distancia, su hija, la edad. Debí habérmela jugado hace tanto. Ni Mariana, ni Niní, ni alguna otra sabe cómo soy. Y me odio por eso. Con Polly es distinto. Es la risa, es hablar de música, es despertar al otro, es leer en silencio. Son las gafas, siempre de negro. Son sus piernas largas y flacas y manos frías. Pienso en esos viajes a La Plata, sin un mango, que eran sólo para verla, dormir y volver al otro día, sin dormir, pienso en colores. Azul y negro por todos lados. ¿Y si me internan un mes, un año, o lo que sea? Igual me da curiosidad y morbo. “Inocencia Interrumpida”, esos ojos besables de Angelina Jolie se cruzan con las historias que me ha contado algún amigo de la madrugada. Dios… si me estás leyendo…

Día Uno: Llegué. Llegamos. Tras un buen rato de conducir bajo la lluvia y esquivar autos, al fin llegamos junto a mi familia a la clínica. “No puedo creer que vayan a internarme en un psiquiátrico”, reflexioné mientras cerraba los ojos.

Entré a una habitación, revisaron mis cosas, sólo podría tener tres cambios de ropa, nada de maquinitas de afeitar, cepillos de dientes de plástico duro, cinturones o espejos, entre otras cosas. Después me pidieron que me sacara la ropa.

Qué humillante fue tener que sentir la cara de sexo del operador mientras revisaba que no tuviese una bolsa de merca metida en el orto.

Ojalá se me hubiera ocurrido. No entiendo por qué deben despojarte de toda tu ropa antes de despojarte de toda tu alma. Ya se darán cuenta que no es fácil de encontrar.

Cuando hube terminado, salí a ver la habitación que me tocaba.

La número veinticinco. En la habitación de al lado, había una mujer sonámbula, Maricel, y una chica que había estado en coma seis meses llamada Jessica. Irónico, ¿o no?

Tras acomodar las cosas, perdí esperanza de que mis padres dieran vuelta atrás y me llevaran de nuevo a casa, bajo la promesa de un “núnca más” y un renovado “te quiero”.

No, nada de eso iba a pasar.

Fui al patio y prendí un cigarrillo. Y después otro y otro más. La lluvia no lo lava todo, y mucho menos si tiene olor. Y yo, ahí, ya estaba empezando a pudrirme. El aroma a podrido es tan familiar que me asusta. Pero, lamentablemente, no lo supe antes, siempre estuvo ahí.

Sólo que ahora lo sé. Sé que ese olor que me acompaña hace tanto, es el perfume de la descomposición y que de tanto sentirlo ya no me di cuenta. No recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí así, tal vez nunca.

Estática: Estaba ya en mi segundo día en la clínica, sin saber aún qué hacía allí.

Dado mi natural imposibilidad de socializar, fui a la sala del comedor.

Me puse a jugar al solitario y a mitad de la partida se sienta Hugo en la silla que tenía de frente. Hugo es un hombre de más o menos cuarenta años, que babeaba y que miraba fijo a un punto perdido en el horizonte.

Se sentó y agarró mis cartas. Balbuceó que quería jugar al chinchón, mientras caía un hilo de baba asqueroso de su boca a la mesa.

No hablamos ni una palabra, pero me ganó la primera mano, casi sin esfuerzo. Para “festejar” su triunfo, prendió su radio de bolsillo.

Sonaron distintas canciones a medida que cambiaba, pero se detuvo en medio de dos señales, haciendo que sonara una insoportable estática.

No lo podía aguantar, me taladraba los oídos. Pero Hugo sonreía demasiado feliz, casi bailando en el ruido.

Las dos siguientes partidas fueron mías. Muy a mi pesar, no podía ser considerado con ese sonido de fondo.

Al terminar, ya con el ceño fruncido y la mano llena de saliva, me miró de forma brusca y odiada.

Me levanté con la certeza de que mi estadía iba a ser más larga de lo que podría haber imaginado.

Al otro día, estaba en el parque, con otros internos. Había estado haciendo bicicleta fija y me disponía a hacer fotosíntesis bajo el sol.

Miraba el cielo emocionado por lo mucho que extrañaba a mi hermano.

Algo, de repente, empezó a sonar. Mierda, el puto Fito Páez. Ahora sí que extrañaba la canción de Hugo.

Mi mayor miedo en mi estadía acá fue, por un segundo, que me terminara gustando el rosarino, más que volverme enfermo real. Cosa que al fin y al cabo es parecida. Pero no lo mismo.

El Fútbol de los Locos: Nunca tuve la posibilidad, ni yendo a marchas políticas en las que se terminaba a golpes con la policía o en recitales de punk rock, de ver gente con tanta rabia descontrolada.

Puñetazos, patadas, gritos, pisotones, lo que se les ocurra. Uno, del otro equipo pero con quien comparto cuarto, empezó a perseguir la pelota, desaforado, golpeando a todo lo que se movía. Era digno de ver.

Insultó al Español y a Hugo. Sólo se notaba que a quien insultaba era a si mismo. Todo muy triste. Pero triste como tristes estaban los soldados de la primera línea, los que eran carne de cañón, dispuestos a morir por una causa que les era ajena. Sonaba la Velvet Underground en mi mente con su Cool It Down… Don’t you know that it ain’t gonna last?

Aparecieron un par de gordos, gracias a Dios, que se notaba que sabían jugar y usaron esa rabia, esa imbécil y ciega rabia, y fácilmente nos pusimos en ventaja. Era ver esas secuencias donde todo está armado, donde nadie está consciente que ya estaba elegido el ganador. Por eso seguía la pelea, pero nuestro equipo ya era el victorioso. Me dio pena que fuese así. El otro bando estaba lleno de almas heridas, que necesitaban algo de felicidad. Y los gordos y yo, o mejor dicho, los gordos y nuestro equipo, les arrebatamos la chance.

Al menos ganamos, que nunca viene mal, una pequeña alegría entre cuatro rejas que nos hacen entristecer constantemente.

Como era obvio, todo terminó en una pelea, sin ganadores. En eso, se pareció a cualquier partido o a cualquier situación en realidad. Pero con la diferencia de que en ésta todos terminaron sonriendo. Pero los que sonreían tenían sangre en los dientes y los ojos rodeados de hematomas.

Se sintió raro ganar así, pero no más raro que cualquier otra cosa.

Carla y los cigarros: Después del desayuno me senté en el patio. Me tenía que sacar el sabor a malta de hace dos días y pan con mermelada líquida. Busqué un lugar en el escalón, que separaba el pequeño corredor con azulejos y el pasto, ya un poco seco y a la vez mojado por la bruma mañanera.

Prendí un cigarrillo y se me acercó Marcelo. Obviamente, me pidió un pucho. Se lo di y me contó que tenía cuarenta y ocho años, que en el 2014 había estado setenta y un días aquí. Me contó también que el 8 de octubre de este año, o sea, hace veintiún días lo habían internado. El nueve de ese mes era su cumpleaños, y ya había preparado un cocktail de cocaína y pastillas, pero un día antes, se arrepintió y se internó.

“La calma no dura pero quiero estar mejor, ya llevo mucho tiempo en este encierro”, dijo con poco ánimo.

Se hace muy solitaria la estadía —pensé—. Me contó que tenía tres hermanos. Él era el menor. Su hermano mayor era banquero y ya tenía nietos y era quien siempre lo iba a buscar cuando desaparecía mucho tiempo. Con el del medio, hacía ya dos años que no hablaba y eso lo hacía muy infeliz. No se quería morir sin volver a abrazarlo de nuevo, pero tal vez así sea, ya que según él, le había hecho demasiado daño demasiado tiempo a su familia. No entendía cómo todavía alguien se acordaba de él.

Pensé un momento en mi familia, en cómo tambien yo no paro de hacerles daño, de hacerlos sufrir, de preocuparlos tanto.

Me puso melancólico al respecto, lo que más uno teme en esta situación es cuánto puede estirar la soga hasta que se rompa y te abandonen. Pero no sucede y uno sólo puede ver a sus padres, sus hermanos, apretar los dientes, aguantando el golpe que uno no deja de darles. Finalmente respondí: —Siempre hay uno—, le dije, y le conté que yo también tenía un hermano menor y que esta mierda de situación a quien más cagó fue a los míos.

De lejos apareció, en silla de ruedas, Carla. Era una mujer joven, de menos de treinta, pero avejentada, con grandes ojeras y un corte de cabello muy llamativo. Tenía unos ojos hermosos, debo decir, perfectos para perderse mirándolos. Puso su silla al borde del escalón, tomando

el fresco, mirando a la nada y pitando las primeras secas de su tabaco armado. Marcelo me vio mirándola y me hizo un comentario sobre la suerte.

Le pregunté, entonces, qué le pasaba a ella. Me contó que la “pobre” —en palabras de él— escucha voces, que está hace ocho ó siete años acá (frase que me hizo tiritar) y que no sabía por qué estaba postrada. Pero que siempre compartía cigarrillos.

—Tal vez las voces le dicen que lo haga— dijo un poco en broma y otro poco en serio y se peinó el flequillo, revuelto por el viento.

—Perfecto, porque a mi se me están acabando— concluí y sonreí, después de un buen tiempo.

Fernando y filosofía de bar: Me senté en el patio, cagado de calor, dispuesto a leer un poco.

Oportunamente, llevé “Drácula” de Stoker.

Había un grupo, en verdad dos personas, un hombre y una mujer tomando mate, y desistí de mi empresa. Me arrimé a una silla, guardé el libro en el morral negro que había llevado y al momento que la chica que estaba se paraba y salía de escena, me presenté. Pregunté el nombre del que se quedó: —Fernando— dijo el tipo que se quedó. —¿Y el tuyo?—, siguió y empezamos a hablar.

Me preguntó por qué estaba aquí y le dije que me habían traído porque no dejaba de tomar merca, entonces respondí explayándome tras un silencio: —La punta del iceberg, a chocarme con la puta punta del iceberg vine, para poder empezar a ser yo mismo, o tal vez no. Tal vez quien yo sea en realidad es el iceberg, y necesite empezar a ser persona—, dije con algo de tristeza.

—Acá hay muchos que no saben si son un barco o un avión, pero un iceberg no había escuchado antes— respondió jocosamente.

Le pregunté por qué estaba él aquí, si hacía mucho que estaba y me interrumpió de sopetón: —¿Sabés qué significa ser adicto? Alguien que no puede hablar. Y no dice nada, se guarda todo, y tapa todo con drogas, la puta punta del iceberg son las drogas. ¿Vos querés dejar de consumir?—.

No pude responder. La verdad que no quiero dejar. —Le pasa a los mejores—, pensé. Me dí cuenta que no pensaba realmente dejar. Él, mientras tanto, pedía una respuesta.

—Nunca me lo había puesto a pensar— esbocé tímidamente. Yo quería… ¿qué quiero?—.

—Por mi parte, yo no me quiero drogar más— sentenció. — No importa hace cuánto estoy, porque vine por motus propio, pero sé que ya viene el día de irme, y cuando lo haga, no me quiero drogar más. Ya me la puse todo lo que me la tenía que poner. Tengo una nena, ¿sabés? ahora me debo a ella. Necesito estar sobrio por ella.

“Necesitar”. Ese es el verbo más común acá. Qué triste que no sea “querer”. Pero lo cierto es que, como alguna vez escuché (o dije) “necesito

un tiro”; ahora necesito salir de la adicción. Pero, ¿querer hacerlo? hay un Océano Atlántico de distancia. Lo que necesito es desintoxicarme. O al menos necesito tranquilizarme. Pero sin volver a este lugar de mierda.

Se nos acercó el Español a pedir un cigarrillo (todo acá tiene que ver directa o indirectamente con fumar… el acto de quemar el tiempo) y Fernando le preguntó: —¿No te di uno ya?— dijo firmemente.

A lo que el otro respondió: —Sí, pero ya me lo fumé— casi con vergüenza—.

Parecía que iba a romper en llanto y odié un poco a Fernando por su desidia.

—Administrate, compañero, acá no hay generosidad— sentenció con carácter tajante y varonil.

Se hizo un silencio y se fue, finalmente, el Español con un cigarrillo gratis.

—A mí no me importa compartir, pero siempre les intento cuestionar, molestar… que no se lo lleven gratis—.

Ahí volvió mi amor. Es todo un arte hacer que la gente se cuestione. Y tal vez el más difícil. Estamos tan sobreadaptados que todo lo hacemos por reflejo, y poder interponerse entre el deseo y la acción requiere talento. Especialmente si hablamos de adictos. Yo he estado encerrado días en una habitación, automatizado, aspirando, cojiendo, bebiendo.

Hay una frase de Hunter S. Thompson que dice que uno puede darle la espalda a la droga, pero nunca a un drogadicto. Y ver esta escena fue el más claro ejemplo, aunque sólo se tratara de un cigarrillo.

Sorbí un mate y no pude más, aunque fue el tipo más interesante que conocí en el lugar, ya había tenido suficiente de filosofía barata. Más que nada porque no podía costearla. Mi cabeza estaba tan devaluada que sólo podía sentir autocompasión, sin análisis, puro desconsuelo.

Me cuesta admitir que lo que me pasó no es único, que todos a quienes fui conociendo son tan desdichados o más que yo, que tienen la misma marca de la bestia. Pero por alguna razón me siento especial, que hay algo que me hace distinto y particular. Pero no.

Por mucho tiempo pensé que vivía en una película y que la protagonizaba yo mismo. Día a día una nueva aventura. Pero me doy cuenta que el filme es insoportablemente aburrido, y que lo he visto diez veces o más.

El Patón de La Matanza Conocí a el Patón justo al final de mi enésimo atado de Marlboro Gold, cuando, tomándose toda la confianza del mundo, me pidió el último cigarrillo y pidió unas disculpas muy diplomáticas, pero baratas en el momento.

Su nombre verdadero era Daniel y tenía 47 años. Llevaba consigo una figura imponente, como de un caballo mustang, ya maduro y pura sangre. Porque eso era lo que era el Patón, pura sangre.

En una ocasión contó cómo anduvo armado un buen tiempo por temor a que lo vengan a buscar.

La anécdota tiene lugar hace unos veinte años, plenos noventas, en que él trabajaba en sabe Dios dónde, pero que se movía con una camioneta.

Su mejor amigo, el Lucho, tenía una mujer que lo llamaba a que esté con él y su amigo estaba, tácitamente, de acuerdo.

La mujer en cuestión era de esas morochas argentinas que existen pero que no sobran, tetona, con buen culo, llena de optimismo de consumo y a la vez llena de elegancia, lo cual hacía que nuestro héroe se sintiera perdidamente enamorado.

El caso es que dado que tenía el visto bueno de Lucho, el Patón no ahorró segundos y se mandó encima de la morocha que gritaba su nombre. Pero no le salió del todo bien.

Tras una ocasión bizarra, en la que él manejaba una camioneta de las antiguas, junto a su amigo y la morocha (en medio de ambos) en el asiento delantero, a centímetros de la palanca de cambios, ella le pedía cada cien metros que le tocara con los dedos la tanga que se había puesto; su amigo se cansó de tanta indiscreción y al terminar el viaje, con nuestro héroe lleno de sexo en sus dedos, Lucho le dijo que donde lo veía lo mataba, y mostró un .38 en el bolsillo. A lo que Daniel no arrugó y le dijo que lo vaya a buscar cualquier día, con ganas de morirse, porque él lo iba a poner primero. ¿Quién puede saber a dónde habrían llegado?

Al otro día el Patón se consiguió una 9mm y lo esperó.

Pero, como casi todo en esta vida, nunca llegó Lucho a buscarlo y tirarle a quemarropa, ni tampoco Daniel pudo desquitar su rabia con seis tiros certeros.

Al revés, el miedo de ambos hizo que no pasara nada. Pero al menos el Patón está vivo para contarlo. Si no, ¿qué sería del tiempo que vemos pasar sin entretenimiento y un poco de acción?

Día de visita: 1.

Previa: Hoy a las cuatro me viene a visitar mi familia. No sé quién aparecerá, seguro que mi madre. Ayer estuve tan triste y ansioso. ¿Qué le voy a decir?

Comparto habitación con un ex-convicto que es reducidor de autos, y a la vez sobornó al fiscal para zafar, por un lado,, y por otro, con un esquizofrénico que lo mandó su familia por sentirse extraño, con un corazón hecho pedazos por su ex-novia, y que volvió a su casa familiar con pésima predisposición a socializar.

Los extraño tanto, a mi familia, a todos. Una parte no quiere verlos para no herirlos de nuevo. Quiero llorar y quiero gritar.

No quiero seguir el tratamiento. Quiero volver y quiero beber un Martini, fumar un buen cigarro, coquetear, sentirme deseado, bailar y bailar.

Quiero consumir. Necesito. Odio pensar que cuando lleguen, me vean con esta ansiedad, este respirar forzoso y apenado.

Es una vergüenza muy rara, no estoy orgulloso de mis deseos pero son los que tengo. Siempre un paso más, siempre estirar la cuerda invisible.

Siempre lo mismo. ¡Qué rabia! ¡Qué pena siente el alma!

Día de visita: 1.

Después: Se acaban de ir mis padres, acaba de terminar San Lorenzo contra Newell’s, dejando un entretenido empate 2 por 2, acaba de comenzar “Medianoche en París” y yo paso el domingo encerrado en Ituzaingó, a las seis de la tarde.

“Estás enamorado de una fantasía” ¿Qué es el amor acaso sino una fantasía? Que me parta un rayo si alguien dice lo contrario.

Estoy leyendo Drácula, como ya dije, empezando el intercambio de cartas entre Mina Murray y Lucy Westenra. Jonathan sigue preso en Transilvania. Al menos no estoy ahí, aunque me siento rodeado de vampiros.

Me siento en una especie de película negra. Todo debe cambiar, debo dejarlo todo para comenzar de cero. Qué difícil fue verlos a mis padres “París, años veinte, bajo la lluvia”.

Perdón, me cuesta pensar en este momento. Lo único que quiero es sentir, tantear, percibir, besar, bañarme en libertad.

Pero se hace tan difícil, es el sabor a encierro lo que me mata. Es como tener la boca seca y fumarse un cigarrillo negro: es agrio, pero sin dolor.

Es distinto a todo. Y cuando uno supo disfrutar del viento en la cara, de la lluvia mojándome, de las cosas más lindas y simples, el hecho de saborear la reclusión se hace una tortura. Así funciona el aislamiento.

Tal vez estoy fantaseando pero me da más consuelo que aceptar que estoy en un psiquiátrico, solo, en mi habitación, rodeado de internos.

Rodeado de vampiros.

Dante no pudo venir, dado que sólo aceptan dos personas por visita.

Pero una parte de mí sabe que él sabe que yo estoy viendo esta película.

Lo extraño aún más ahora.

Retomando, fue difícil verlos. Los extrañaba más de lo que podría haber admitido. Me cuesta llorar, o pensé que quería verlos y derramarme en lágrimas. Pero no, no pasó nada dramático. Los abracé, eso sí, no quería dejarlos ir. Quería decir tantas cosas. Creo que algunas dije…

Les conté de los personajes con los que comparto cuarto. Me odio cuando cuento algo dramático de forma sarcástica, es una manera de pasar el trago amargo, o mejor dicho, fuerte.

Decirles a mis padres que su hijo descansa junto a un ex-convicto y un esquizofrénico es una manera de hacerlos sentir mal. No es fair-play. Es jugar sucio, creo, hasta un tanto maquiavélico. Pero les conté todo, y el todo es insoportable. Es triste dejar ir a tus padres teniendo la seguridad de que van a llorar todo el camino vuelta a casa.

Después llamó mi hermano, y bajo el velo de un “te amo”, escondí mi corazón roto.

Los Sin-Edad: Hoy entró un niño de diez años. Diez putos años. Por lo que pude rescatar del murmullo de los pasillos, supe que es porque sufre de autoflagelación. El vidrioso corazón que estoy rearmando volvió a trizarse al escuchar esto. Hay otros dos niños, o jovencitas en realidad, con nosotros, por un lado Rosario, una chica de doce o trece años con una especie de romance con otro interno de veintiuno. Todo muy raro, especialmente viendo que ella es una chica super sensible, gritona, caprichosa. Una pendeja de mierda, básicamente.

La otra es una chica de más o menos la misma edad, pero con una especie de autismo o retraso. Se babea constantemente y te pellizca si te descuidás. Pamela es su nombre, y anda por todos lados con su acompañante terapeútica que responde al apodo de Chaco.

Verla me molesta, pero no por ella, por mí mismo. O por sus padres.

Al ver que esa chica nunca será autosuficiente (no digo que uno lo sea o que fuese fácil serlo) es que se me viene a la cabeza lo importante de la legalidad del aborto. No sé qué haría en lugar de sus viejos, pero sí en el lugar de sus médicos —Puta! Puta!—, le gritó recién a su enfermera.

Es terriblemente triste ver a niños acá.

Pienso en el que fui, en el hijo que soy y en el que alguna vez espero tener.

Acabo de hablar con mi familia y pedirles Ketorolac para un dolor de muelas agudo que me está atacando desde que desperté. El sentir dolor constante, físico -y el emocional que me da ver a estas criaturitas del señor, obligadas a tener que convivir con problemas de adicción, depresión, esquizofrenia, entre otras cosas- hace que el día sea un constante llanto sin lágrimas.

El aullido de la pudrición se hace el constante sonido aquí. Historias del café del averno, besos con sal, lágrimas secas.

Satanista: En una charla me llamaron satanista. Y no como un elogio.

Algo que no he comentado y que, desde el primer día, ha llamado la atención. Es una cadenita, con una estrella de Belcebú. La cual me puse el día previo a internarme. No sé por qué realmente, ya que no creo en nada, soy un ateo confeso. Me justifiqué, ante el primer cuestionario al respecto, diciendo que lo uso porque me lo regaló un amigo.

Pero hoy es Día de Brujas y me volvieron a interrogar. Les dije, apuntando a un compañero, Joaquín -declarado xenófobo y que tenía un rosario de plomo-, la misma justificación que dio él, que había sido un regalo.

Jessica, la que estuvo en coma seis meses, me empezó a decir que yo estaba “muy equivocado” al decir que no creo en nada, me increpó si es que sabía la diferencia entre el bien y el mal. Y que si la veía, entonces, cómo no sabía quién manejaba el Bien, que qué pensaba sobre la suerte, etc. Todo muy inquisidor y bobo.

Uno de mis compañeros de cuarto, en chiste, comentó que hablo mientras duermo. Lo que me nació decir es que cuando duermo hablo en arameo.

—Muy equivocado— me dijo nuevamente —¿qué querés con la estrella en el cuello?—. ¿Qué podía contestar? Le respondí, de forma sarcástica: —Funciona para llamar al Mandamás. Para peor: —Vos no entendes nada, dijo, casi llorando de la bronca. ¡Qué carajos! Me fui a la pieza con sabor a sangre en la boca.

Me senté a escribir. No quiero pelear más. No quiero volver a estar a la defensiva. Quiero llorar, ojala Satán viniera por mí.

Día de lluvia: Hoy es el primer día de lluvia que paso acá, además del primero. Lo primero que pensé es que el día iba a ser larguísimo. Salí al patio a fumar, a mojarme un poco.

Sentir la lluvia es lo más parecido a la libertad. Usé la campera de cuero, los jeans, me vestí de mi mismo.

Qué hermoso es caminar bajo la lluvia… Pero es sólo un placebo. Me cae en cuenta como un chaparrón violento que estoy encerrado.

Me puse a mirar a mis compañeros mientras circulaba el mate de la mañana. Todos comparten dos cosas: la primera es que había un cigarrillo en cada mano. La segunda es el temblor. Qué terrible es ver eso. Qué ansiedad se respira entre tanta humedad. Cuesta mucho ver que todos esperamos algo que no va a pasar.

Y que, además, no estamos esperando nada. Esperamos una nada que no va a suceder.

De repente, una de las internas empezó a decir que debíamos entrar, que nos íbamos a ahogar. Y que después, si no le hacíamos caso, no le echemos la culpa. Ojalá -pensé-, así al menos pasa algo.

Ejercité un poco y me vine a acostar. Sigue lloviendo. Hace un poco de frío. Pero no pasa nada. Ni va a pasar.

Lo único que sucede es temblar. Y seguir temblando. Al menos no murió nadie. ¿O ya estamos muertos y por estar esperando no nos dimos cuenta? Mejor me prendo un cigarrillo.

Aburrimiento: Estoy empezando a pensar que uno puede morirse de aburrimiento.

Qué paja son estos días en los que nada pasa. No es que pase algo en otro días. Pero hoy, especialmente, el tiempo está lento. El reloj anda bajo de ánimo.

Quiero comer algo rico. Algo que me satisfaga, algo que tan sólo verlo en el menú, me abra el estómago.

Qué ganas de coger. Y coger con ganas. Con una chica que me guste, que pueda ponerme todo lo sucio que me dé el líbido. Acabar, tras sentir que ella acabó momentos antes. Besarla y tirarme a su lado, prender un cigarrillo, pensando en que no debo vestirme e ir. Dormir abrazado.

Perfecto, ¿no?

Pero lo que más ganas me da el aburrimiento es de comprar una botella de whisky, picar la bolsa de cocaína con el vaso de fondo ancho.

Con mi tarjeta de la obra social moler los pedacitos de merca, y, usando un billete nuevo, enrrollado, aspirar.

Sentir cómo me llega directo al parietal frontal y sorber un poco del vaso. Prenderme un habano. Y volver a sorber.

Lo que estas tres cosas tienen en común, aparte de ser un placer con doble filo, es que no sucederán.

Al menos, no hoy.

Hoy sólo me aburriré. Y fumaré, aburrido.

Mis compañeros de cuarto: No he presentado de forma adecuada con quién dormía, gente muy buena pero no por eso menos oscura.

Pablo, loco de amor: Pablo es, al igual que Nicolás, un buen compañero. Es un chico que está acá por depresión y bipolaridad. Es raro de una manera muy atractiva y tierna. Tiene semblante bonachón y es, en general, tímido.

Cuando lo conocí me contó que una relación que terminó hace un tiempo lo llevó a estar acá. Dijo que lo que aprendió de estar en pareja le llegó demasiado tarde.

No podría sentirme más identificado. El timing emocional es algo que no abunda, o que no he visto suceder muy a menudo.

Es muy triste ver a alguien con el corazón roto. Antes, uno podía ir a la guerra y sanseacabó, uno se hacía hombre. O al menos podía desquitarse cagándose a tiros con otros hombres igual de tristes, vestido de otro color.

Me contó también que es músico multiinstrumentista. De alguna manera, ya lo sabía, los músicos se parecen. Antes de entrar estaba en una banda, The Bird’s Apple, que supo tocar en un par de antros que conozco. Se separaron, para variar, por diferencias en la dirección.

Cuando me lo decía, no podía no pensar en el ciclo de arte que realizo y que tanto extraño.

Por suerte, pudimos hablar un poco de nuestras vidas fuera de este lugar, cada vez me venía sintiendo peor al respecto de la distancia que tengo con el resto de los que están aquí.

En el día que operaron a mi vieja y en que he estado revoloteando como una mosca contra el vidrio, por la ansiedad, me hizo sentir mejor.

O menos mal.

Nicolás, el rompecorazones: Puede ser que cuando lo conocí, me bajó cualquier ánimo que podría tener al entrar, si es que me quedaba algo.

Es un tipo que tiene tres hijos, además de otro no reconocido en Villa Gesell, dos mujeres, varios autos, una temporada en cana y tan sólo veinticuatro años.

Está mal verlo como el colmo del argentinismo, pero no puedo evitarlo.

Tiene una personalidad muy fuerte, es imposible no notar que está presente.

Es insoportable, pero nunca odiable, ya que es una excelente persona.

Al menos conmigo.

Anoche estaba muy mal porque su amante le había dicho que “lo iba a acompañar, a esperar, a ayudar”. Él esperaba que lo dejara, que como cuando ingresó no le avisó, lo hubiera descartado. Algo tenemos en común: la imposibilidad a sentirnos queridos, a veces da tanta impotencia. Especialmente, cuando lo ves reflejado en otro.

Hoy estuvo mucho mejor: lo vinieron a buscar de una comunidad terapeútica -con qué poco uno se contenta acá, ¿no?-. Hacía días que estaba esperando que lo transfieran. Esto coincide con la ida de Pablo y la entrevista de mi psiquiatra diciéndome que, tal vez, me iba dentro de la semana.

Esta estadía va dando sus últimos tirones, ya herida de muerte. Ojalá le den el requiem pronto.

Joaquín, la gran bestia negra:

Me senté junto al pequeño grupo que se había armado en torno al mate. Por el tono de mi voz, cada tanto se me escapan palabras que generan un cuestionario sobre de dónde soy, que hace cuánto estoy acá, etc.

Pasado esto -en el que aclaré que soy extranjero de nacimiento pero que vivo en Buenos Aires hace diecisiete años-, Joaquín, un tipo de dos metros de alto, armado con una panza inmensa, moreno, con ojos negros y mirada penetrante, dijo, con voz grave: —No me caben los extranjeros.

A lo que sólo pude reaccionar con un: —Bueno, es problema tuyo.

Me paré con expresión heroica y me fui muerto de miedo, ya que en el poco tiempo que llevaba, me habían comentado que se metían en las piezas, te agarraban y te cagaban a palos. Y yo lo había sentido suceder en una pieza contigua a la mía.

Me acosté y dormí con pesadillas. La que más recuerdo es una en que estaba pelado y me miraba en el espejo, entre llantos diciendo que no podía ser yo el que se reflejaba.

Desperté. No sé qué cambió en mí pero era una persona distinta. O al menos así me sentía. Decidí no dar pelota a la amenaza. Al principio, Joaquín se resistía a mis encantos. ¡Qué fuerte puede ser la ignorancia!

Pero en la noche, me empezaron a tratar de ocultista y el único que me defendió fue él, dado que a pesar de llevar un crucifijo de plomo (sí, en serio) era ateo como yo.

El universo nos cría, la adicción nos amontona.

Día de visita: 2 Previa: Falta media hora para que abran la puerta y empiecen a llegar. Me lavé los dientes, para pasar el tiempo. Ayer operaron a mi madre, de cálculos renales y quiero saber cómo está, mirando a los ojos de mi hermano.

Lo extraño tanto. Es mi mejor amigo, la persona que mejor me entiende. Me hubiese gustado haber estado con él, para ayudarlo, para acompañarlo, para contenerlo. Pero así es como funciona el encierro.

Es tan injusto por momentos, porque cuando jode es cuando no podés estar cuando debes estar. Veremos. Lo único que quiero ahora es abrazar a mi hermano.

Día de visita: 2 Después: Se acaban de ir. Qué felicidad fue ver a Dante. Lo extrañaba tanto. Le mostré que había estado haciendo ejercicio, flexionando los brazos, que estaba leyendo mucho y que estaba escribiendo constantemente. Parecía un niño. La ansiedad me rejuvenece.

Les había pedido que me trajeran ropas un poco menos “polémicas” ya que me veía todos los días de negro, con gafas, leyendo “Drácula”, cosa que nunca es muy bien recibida por pacientes psiquiátricos.

Me hubiese gustado irme con ellos - también vino mi padre. No me aguanto las ganas de poder moverme, de sentir la libertad.

Hoy juega Boca contra Rosario Central. Hoy. Hoy. Siempre es hoy.

Me dijo Dante de empezar natación. ¡Puta madre! Aún con mi vieja internada, tapado de trabajo, con su carrera, con su vida, se sigue ocupando y preocupando por mí. No puedo pedir más. Bah, sí, una cerveza. Con él, si es posible.

Romance Criminal: Rosario, de doce años, está enamorada. Y está enamorada de un chico. De un chico de veintiún años llamado Nicolás. Y él, a su manera enferma y maquiavélica, le corresponde. Están todo el día juntos, de la mano, abrazados. Juntos, bah. Todo esto ocurre a la vista y paciencia de la abuela de ella, lo cual lo hace aún más bizarro.

Nicolás no es el mismo con quien comparto pieza, el cual es morocho, corte de pelo tumbero y de un metro sesenta. No, al revés. Este Nicolás es alto, flaco, de nariz respingada, sabe algunos acordes de guitarra. Un bombón que está aquí por sobredosis de éxtasis. Lleva muy bien sus 21 primaveras.

Y Rosario también hace acuso de recibo de su edad, parece una preadolescente. Todos vemos lo que sucede. Nadie dice nada, todos sabemos de qué se trata. Hace un día o dos lo separaron a él para informarle (a modo de deber cívico) que si alguien avisaba o percibía algo, lo podían encerrar ocho años en cana.

Es muy fuerte de ver. Golpea al liberal que hay dentro mío. Pienso, principalmente, en mi amor con Polly Jean, que me lleva casi doce años.

Qué raro todo. Nos imagino yo con doce y ella con veintitrés.

El que esté libre de pecado que tire el primer beso.

El robo de las zapatillas: Hoy agarraron al Grandote, llamado Juan Manuel, con unas zapatillas de otro interno el cual es un tipo de unos cuarenta y pocos, periodista, que no se baña ni se afeita hace tres semanas.

Anoche había aparecido el Grandote con un nuevo calzado, haciendo opulencia de ello.

Lo primero que preguntamos fue de dónde las había sacado, a lo que sólo respondió con una sonrisa socarrona. ¡Qué imbécil! Todas las ganas tenía de que lo agarraran. Obviamente, el periodista pidió que buscaran a un “grandote vestido de Boca” (qué te han hecho, club de mis amores!)

Hoy Juan Manuel debía ser entrevistado por una comunidad. Vino su madre y aprovechó para sacarlas en una bolsa que le daba para lavar.

Como era lógico, lo agarraron. Ahora está aislado.

Qué maneras tiene el autoboicot, que feo es como uno mismo caga las chances de estar mejor.

Puto Jueves: Hoy no se me pasa. Mierda. Mierda que no pasa. Hice ejercicio a la mañana, dos veces a la tarde, fumé miles de cigarrillos, litros de mate tomé.

No me soporto. No soporto a nadie. Tengo ganas de llorar, de gritar.

Nada es bueno. Me hice una paja y ni así se apura el reloj.

Me bañé dos veces.

Quiero comer. Quiero coger, beber. Sentarme en un bar. Extraño los bares. Sería tan felíz de poder salir libre. Ya no creo poder aguantar esto.

¿Será hoy o no?

Me dijeron que el viernes, o sea hoy, me liberarían. Pero el día avanza y nada pasa. Estoy aburrido, harto, ansioso.

Cometí un gran error y no creo estar a la altura del castigo. No hice nada malo. Mierda. No hay nada que decir.

Real Rockanrolla: Me tiré a dormir y desperté como de sopetón, justo para el comienzo de Rockanrolla.

Salí a tomar la merienda, volví al cuarto mucho más tranquilo. Había soñado que tenía una persecución en ambulancia con Robert De Niro.

Fui a fumar un pucho y Nico, el que duerme en mi pieza, estaba enojado porque no le firmaron la salida. Estaba enojado, y con toda razón. Le dije que salgamos a jugar a la pelota a pesar del peligro que sabía que conllevaba.

Estábamos saliendo y ahí estaban, en la recepción: mi hermano y mi padre. Me voy.

Al fin me voy. Espero no volver nunca. Tengo que tener entereza.

Dejar ciertos hábitos o manejarlos de otra manera. Quiero beber y disfrutar. Quiero ser yo mismo, sin más máscaras hechas de cocaína y superficialidad.

Ahora, sólo quiero ser yo todo lo que puedo ser.

3º Edición - 2019 Impreso en el conurbano.

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