Cuando Jerónimo recibió alrededor del año 370 la tarea del Papa Dámaso de traducir al latín todos los textos de los evangelios existentes y de ordenarlos en una gran obra (la Biblia), sufrió una gran desesperación: Ni siquiera dos textos tenían una semejanza en todo su contenido. Todos se diferenciaban. Intuyendo lo que podría suceder, Jerónimo le escribe al Papa: «¿No habrá por lo menos uno… que a mí, en cuanto tome este volumen (Biblia) en la mano…, no me califique a gritos de falsificador y sacrílego religioso, porque tuve la osadía de agregar, modificar o corregir algunas cosas en los viejos libros?»
En los textos del Antiguo Testamento, promulgados por la Iglesia como la palabra de Dios, se presenta a menudo a Dios como a un monstruo sangriento que incita al crimen, al asesinato por robo, al genocidio, a la guerra y a la matanza de animales.
También en el Nuevo Testamento hubo desde el principio graves discrepancias. Luego se continuó sin reservas con la falsificación de los textos.