Cohesión y coherencia grupales

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Cohesión y coherencia grupales La sesión de terapia de grupo es una tarea en colaboración, en la que el terapeuta asume la responsabilidad clínica del grupo y sus miembros

Joan Coll

Médico Psicoterapeuta Grupoanalista

A

menudo pensamos en la relación psicoterapéutica en términos idealizados tendientes a la fusión emocional e intelectual con el analista. El terapeuta individual asume así el papel inconsciente de figura paterna o materna con la que el paciente puede establecer el vínculo saludable que no existió -o que existió parcialmente, o de manera distorsionada- en su historia personal, mientras que el grupo terapéutico se suele asociar más a la figura materna -formación circular del grupo como útero nutriente- o bien directamente al grupo familiar de origen. De hecho, en terminología grupoanalítica, se habla de matriz para referirse a todo el engranaje relacional que se establece entre sus miembros, incluyendo, claro está, al conductor; engranaje del cual surgirán las claves para el crecimiento emocional de los pacientes, y para el entendimiento y superación de las problemáticas que les llevaron a buscar ayuda.

La dialéctica yo-los otros pasa por reconocer que necesitamos de los otros para construir la propia identidad Es en el grupo, por su estructura multinodal, donde el ideal de la cohesión parece que tenga que ser uno de los objetivos a conseguir. “Hablar con una sola voz”, “Ir todos a una”, “Uno para todos, y todos para uno”. Y eso, aparentemente tan loable, puede constituir un falso ideal terapéutico, y puede echar para atrás al paciente en busca del marco adecuado en el que tratar sus dilemas particulares. Está claro que una dispersión extrema sería contraproducente para la supervivencia y el desarrollo satisfactorio del grupo. Pero sin coherencia, sin poder darle sentido a esa pretendida cohesión, desde las

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diferencias individuales y los objetivos claramente diferentes de cada miembro del grupo, difícilmente lo podremos conseguir. Entenderíamos el grupo, pues, no como un magma indiferenciado, que en el fondo no nos llevaría más que a una regresión paralizante, sino como una matriz nutriente y contenedora, sí, pero dando voz a la individualidad y a la discrepancia sin las que la maduración resulta imposible. Cohesión implica fusión, indiferenciación; mientras que coherencia sugiere diferenciación, adquisición y reconocimiento de la propia identidad a través de las similitudes con otros, pero también de lo que a uno le distingue de ellos. Coherencia significa independencia, autonomía; y total respeto por la autonomía de los otros. El resultado de la dialéctica entre el yo y los otros pasa indefectiblemente por el reconocimiento de que necesitamos partes, aspectos, de los otros para construir la propia identidad; de la misma manera que partes nuestras son indispensables para que el otro crezca y madure... a su manera, no a la nuestra, pero seguro que con ingredientes innegablemente nuestros. El reto es, pues, mantener el equilibrio entre las esferas intrapsíquica e interpersonal de cada miembro. A menudo, la clave de ello, reside en el uso que el propio analista pueda o sepa hacer de sí mismo. No sólo recurriendo a su capacidad intelectual e interpretativa de lo que acontece en la vida del grupo y de cada uno de sus miembros, sino también a las emociones propias que le surgen al terapeuta en el devenir de la sesión de grupo. Lo primero, de manera aislada, no deja de constituir una visión un tanto fría y mecanicista del trabajo del terapeuta, y sin duda limitada: dados unos datos y unas características concretas, obtenemos una resultante supuestamente iluminadora de lo que le pasa al paciente; input-output; el terapeuta casi

como un analista de laboratorio; el conductor de orquesta, siguiendo el símil de mi anterior artículo en Enki, que no se despeina. Despeinarse significa a veces descolocarse, atreverse a escuchar los ecos que nuestros pacientes generan en nuestro interior, y ser capaz de distinguir los cacofónicos, que sin duda distorsionarían nuestra labor, provenientes de nuestras propias historias personales supuestamente analizadas y elaboradas, de los armónicos, en los que más allá de la confusión aparente que nos puedan generar, seguro que residen las claves para encontrar el camino de acercarnos a nuestros pacientes de una manera más coherente. Si la mayoría de pacientes se puede decir que acuden al grupo para superar sus inhibiciones, y aprender a entender y manejar mejor sus sentimientos, parece sensato deducir que empleando los nuestros propios podremos cumplir de una manera más completa esa misión. Sin dejar de utilizar, claro está, nuestro ego observador, manteniendo nuestra indispensable dis-

tancia terapéutica. En absoluto se trata de descargar nuestras propias emociones en el grupo, sino de utilizarlas para entender qué está pasando, y formular las intervenciones adecuadas. Algunos lo llaman arte, aunque a mí la palabra me inspira demasiado respeto como para utilizarla en este contexto.

La terapia de grupo debe dar voz a la individualidad y a la discrepancia sin las que la maduración resulta imposible Estamos hablando de una ciencia que va más allá del dos y dos son cuatro, y del input-output, y que evidentemente tiene mucho de creativo: de ahí su belleza. En definitiva, cultivando la matriz emocional en la que se convierte el grupo y manteniendo la coherencia emocional con nosotros mismos, proporcionaremos los nutrientes necesarios para la maduración emocional y eventual curación de nuestros pacientes.

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