Caravana

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más con Til, esta novelita me ha despertado una absurda y veraniega curiosidad, del estilo de placer culposo que nos dan los reality shows o la música más espantosa de los años setenta. Eso será después de unas braceadas en el agua, cuya temperatura se pone más amistosa con mi organismo paulatinamente, o viceversa. El estéreo de un auto lejano empieza a vomitar cumbia y algún vecino más cercano pone rock nacional, haciéndome saber que hay más gente levantada. El olor a leña encendida completa el panorama de almuerzos tardíos en todo el camping. Unos segundos más expuesta a ese aroma harán que me salga del agua en busca de esas hamburguesas y quiera devorarlas instantáneamente, así que ruego a quien corresponda para que la comida esté hecha para cuando llegue ese momento. Como predigo, el olor a comidas en proceso me precipita a volver al quincho, empapada, a buscar algo masticable. No demoro ni dos minutos en llegar y en sorprenderme al ver a todos ya ubicados alrededor de la mesa, jugando a las cartas (no entiendo bien a qué, nunca vi así tirados los naipes sobre la mesa) mientras Joaquín se encarga de dar vuelta las hamburguesas en la parrilla y controla las verduras envueltas en papel aluminio y los panes. ¡Menudo almuerzo! De fondo, gracias a la estanciera estacionada muy cerca del quincho, suena Silversun Pickups y agradezco la selección musical a Tatiana, que me mira con cara de complicidad después de encontrar mi vista puesta en la estanciera con una sonrisa en mi boca. Wilson está contando anécdotas del verdadero adicto al juego de las reuniones y se ve interrumpido por Joaquín, que anuncia que la comida está lista y que tengo suerte de haber vuelto justo a tiempo porque cinco minutos después no iba a quedar nada, cosa que de hecho se concreta pero no en un tiempo tan ajustado, sino en veinte minutos, después de los cuales estamos todos pipones y no queremos hacer nada más que tirarnos en la sombra más cercana a hablar sobre los trabajos de los que nos salvamos por hoy


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