Caravana

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siento una tristeza que me supera. No es por la vieja chota ni por los muertos que tengo a los costados, en ataúdes perfectamente sellados pero que igualmente manan un tufo atroz, sino porque ese lugar, que se suponía bello para los vivos que lo estaban pagando para que así fuera (aunque no le encuentro sentido a eso ni belleza al mármol negro con placas de bronce), estaba totalmente arruinado, abandonado y estafado. Los tipos a quienes mi vieja les pagaba para cuidarlo eran los mismos que arrancaban los decorados metálicos. A eso ya lo sabía, es algo de público conocimiento, pero ser testigo de lo que uno sabe de antemano puede ser tan duro como si fuera una sorpresa. - Ilsa, nos tenemos que ir.- Me dice Saúl en un susurro nervioso. Me pongo la mochila, me limpio las lágrimas silenciosas, despidiéndome sin querer con cierto afecto de todos esos difuntos casi ajenos, y salgo de ahí con pasos largos para que el salamín alcance a cerrar con llave. No llega a hacerlo cuando escuchamos las corridas. El pibe se apura a dejar todo en orden y me agarra la mano para que salgamos volando de ahí. Frente a nosotros pasa Matilde seguida por los dos guardias de la necrópolis y un mierdoso impulso me lleva a correr atrás de los tipos, haciendo que Saúl me siga. Matilde dobla fugazmente por una esquina de nichos y los guardias la alcanzan. Nosotros también los alcanzamos antes de que empiecen a golpearla. Nunca he usado una picana pero dejo tieso a uno de los tipos mientras el mequetrefe se descarga a puño limpio con el otro. Las peleítas sí que le han servido. ¿Dónde puta está Tate? - ¡Boludo, vámonos YA!- Le ordeno a Saúl para que deje de aporrear al uniformado, después de asegurarme que el otro no se va a mover por un buen rato. Saúl se para y corremos hacia el portón mientras llamo a Tate, que no atiende su celular hasta la tercera llamada, al tiempo que escuchamos la sirena del patrullero acercándose a toda velocidad. - ¡Ilsa, estoy en el auto con Wilson, vayan al parque ya!- Alcanza a decirme la mina,


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