Ediciones FUNDECEM / El alma común de las Américas

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El lago es una bolsa muy bolsa, no puede producir grandes inundaciones, ni trombas ni géiseres, ni siquiera marejadas, no pasa de marullos; si pensara no podría pensar más que bolserías. La primera vez lo visité, yo iba con un colportor, Euro, que se detenía en todos los pueblitos para vender biblias baratas de la Sociedad Bíblica. Tenga cuidado en el ferry para que no se le caiga la muleta por la borda. ¿Por qué, si el petróleo es una gran riqueza, la gente es aquí tan pobre? No supo Euro explicarme. Yo iba a pasar vacaciones casa de un tío maracucho, Hipolimnio, que en un viaje al llano se enamoró de mi tía Orosia, predestinada por el nombre a terminar en Maracaibo. Él tenía un puesto de mercancía seca en el mercado y un eficientísimo socio llamado Epilimnio. Qué cantidad de cosas diversas, y se confundían con las de las otras tiendas, qué gentío, qué algarabía, por qué hablarán tan duro, y esas palabrotas. Más bien que te sientes en este rinconcito y pongas las muletas debajo de la armadura. La casa de habitación era alta, sombría y fresca; en el patio central los árboles y las plantas ornamentales no dejaban ver el cielo. El patio de atrás daba a la playa. Mi prima Anabáena, la mayor, y su hermana Anacystis me ayudaban a entrar en el agua tibia y agradable; una boya indicaba hasta donde podríamos meternos, boya: marca. Unas vecinas pequeñas, las Foraminíferas, nos acompañaban; estaban entusiasmadas con sus estudios de escuela primaria y hablaban siempre de fechas. Nadie se burló de mí. A mi primo Fitoplancton le daban permiso para sacarme a pasear, pero sin ir muy lejos. Nosotros lo llevamos después por todas partes en la camioneta.

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