Fantasmagoría de Victor Balcells

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Fantasmagoría Víctor Balcells

Hay una pieza que se separa del resto. En L’home propietari d’un núvol vemos al artista Enric Farrés. El retrato, hiperrealista y ejecutado en un gris vagamente azulado sobre cristal, incluye dos elementos disruptivos: una línea propia de Kandinsky que conduce a un pedazo de papel pegado al cristal. En ese pedazo de papel, vemos una sobreimpresión de La vista de Delft. Hay que detenerse primero en esta obra antes de pasar al resto de la exposición. Existe aquí una síntesis y una topología, un intento abarcador. La primera obra que vi de Marcel fue un retrato de 2x2 metros del rostro del Laocoonte devorado. La última, el minucioso calco de los circuitos de un chip de móvil. Muchas veces, en su compañía, he sentido la candidez angelical, sin dejar de notar por ello un minucioso fuego avérnico: lo vemos en su barba, los penetrantes ojos. Un Marcel doble, bifronte. Proust redescubrió a Vermeer, autor de obra escasa, explorador del color. Marcel lo evoca como contrapunto en una esquina de L’home propietari d’un núvol: en él no hay más color que toques puntuales, efectivamente chillones, disociados a pesar de haber sido acomodados al resto de la tela. Lo que impera es la gama cromática de los grises. Una falsa atemperación, pues la fuerza reside en otra parte. Surge la pregunta: ¿quién fue Enric Farrés para Marcel? ¿Por qué esa pieza aislada de la que, de momento, no podemos separarnos? (“¡hay una exposición entera más allá!”, grita el guardia, acomodado). La respuesta a dicha pregunta estará llena de lagunas, pues me baso en mi inconstante observación, y en hechos puntuales de los que fui partícipe. Años atrás, fui contratado como librero en una tenebrosa nave industrial. Libros de segunda mano. El propietario de todo aquello, un constructor filántropo. La mano derecha del propietario en ese momento: Enric Farrés. Entremos, pues, en el esoterismo. Pues, de acuerdo con mis investigaciones, Enric es una persona cuya principal habilidad es la de juntar cosas separadas. Muchos días lo observé desde mi puesto en la librería. Él, entonces, se movía por el complejo y dirigía una pequeña galería de arte también financiada por el Magnate. Un día me dijo: “Debes conoces a Marcel.” No sabía entonces que Enric forma parte del linaje de Josep Pla, y que por lo tanto sabe que la fama y el secretismo son dos formas de una misma fascinación. Hasta donde llegaron mis investigaciones, Enric fue el maestro de Marcel durante un tiempo. Y no maestro en dibujo, arte en el que Marcel resulta insuperable, sino maestro teórico. Según sé, hubo muchas charlas arriba y abajo —iban y venían del supermercado, y del Leroy Merlin, creo— en las que Marcel se formó bajo el cobijo del maestro para el que ahora, ya abandonado, compone una pieza especular, conclusiva. Pues ya no hay maestro. Como Freud hizo con Charcot, Brücke o Exner, el maestro cumplió su papel y se extinguió su aura.

La segunda vez que vi a Marcel, yo estaba postrado junto a la caja de la librería, hojeando una jugosa estadística del suicidio de 1944. Entró y me pidió un libro de Hölderlin. Me puse firme al instante. Tras un día de ventas menguadas y lamentables, ¿alguien solicitaba mi poeta favorito? “Oh, sí, por favor”, dije entusiasmado y con zancada presta por el pasillo de la nave hacia la sección de poesía; “sígueme”. Ya había quedado extasiado con su retrato del Laocoonte, de modo que la petición de un Hölderlin fue significativa. Hay en la poesía de Hölderlin la fuerza del texto sagrado; como es notorio para cualquier lector de la Biblia o de Cormac McCarthy, hay un tono trascendental que se imposta, y que si es verdadero, como en el caso del poeta y su locura, fibra la lectura de sentimiento, fuerza, y uno puede terminar llorando (ocurre también con Ashbery, según he notificado). El sentimiento. A partir de entonces, trabamos amistad y llegamos a trabajar juntos en la adaptación de una obra de Nietzsche. Habíamos caído extasiados ante el Zaratustra, y en sucesivos cafés, a lo largo de semanas, leímos y comentamos entusiasmados pasajes de aquella obra telúrica y a su vez mesiánica. Luego, él me mostraba lo que estaba pintando y captaba la conexión entre el estilo de Nietzsche y la formulación sobre la tela de Marcel. Fíjense en El toqueteig en la festa, obra en la que, por cierto, cita un artículo de crítica de videojuegos que escribí acerca de Party Hard Tycoon. En el rostro de los personajes está la fuerza. Lo que me llamó la atención de Marcel cuando trabajamos juntos es que yo le decía: “me imagino un rostro ligeramente rencoroso, y a su vez consumido por la culpa”, y él sabía moldear la expresión precisa en el momento exacto de su paroxismo. Esa mujer silvestre, el mistérico desenfado del cupido. Uno debe perderse en ambos rostros porque no encontrará su fondo. Como ocurre con algunas caras de Velázquez, pintor al que Marcel admira (fuimos juntos a Madrid con el objeto de contemplar sus cuadros arrodillados y envueltos en el llanto por su injusta muerte, pero por diversos infortunios Marcel tuvo que realizar la visita a solas y yo, triste biógrafo, no tengo datos acerca del encuentro face to face con el otro maestro). Hay cuerpo, como lo hay en La pedra eròtica, una forma cuyo referente sea las estatuas inacabadas de Miguel Ángel. Ese cuerpo puede ser ruina, pedrusco, o ser vivo. En el caso de ser ruina, emana la solemnidad de lo petrificado, el molde incorruptible, la oscura melancolía ya historizada. En el caso de ser vivo, tenemos emociones representadas, y cuando aparecen los animales, la solemnidad, la verdadera preferencia, el deseo, la aspiración última. Quienes se pasean por la ruina son ellos.

L'home propietari d'un núvol _Oli sobre vidre i impressió fotogràfica. 36 x 44 cm. 2018

Frente a anteriores obras de Marcel, lo nuevo aquí no es tanto la ruina, sino su proliferación. Vistas como S’hi feia venda de gel muestran una frialdad extrema, y esa es la intención, opino. No dejo de pensar en lo siguiente. Poco antes de empezar a trabajar en las obras que ustedes pueden ver en esta exposición, Marcel se había entregado a la composición de Un estudio del corazón. En 72 láminas muy cercanas al tratado de anatomía, pero no exentas de comedia e ironía (como seguimos viendo aquí), Marcel retrataba el corazón desde todos los puntos de vista y las perspectivas. Cuando le pregunté por qué hacía eso, no supo contestarme. Luego, pasó un tiempo en que no nos vimos. En nuestro reencuentro, algún mes más tarde, me habló del amor y del tormento. Su mirada se había intensificado, acaso también el color de la barba. Pasamos a su estudio y me mostró, sumidos casi en la oscuridad, el magnífico estudio sobre el chip de los móviles. No dejaban de sorprenderme sus temas. En general, nuestros cafés siempre son alegres y afables, y parece, de alguna forma, que no cambiamos ni hemos cambiado. Muchas veces nuestra amistad se trama a través de las obras.

A través de ella comprendo lo que no llegamos a decirnos (¡es tan difícil el lenguaje y tan difícil comunicar la propia verdad al otro!). El corazón, motor primario de la vida, pero tomado desde un punto de vista científico y anatómico. El chip del móvil, cercano a la singularidad de las cadenas de montaje. Luego, un vacío. Y ahora esta exposición. Deambulo entre ruinas con la impresión de haber llegado tarde a un acontecimiento. Me fijo en los animales, porque en su expresión no encuentro el matiz expresivo de los retratos humanos. Las notas de color se extienden más de lo normal en algunos cuadros. Surfeit, ese raro grito. Me siento largo rato a contemplar algunas obras magníficas, como Els bessons luxuriosos u Oferiment. Pienso que hay pocos artistas que han habitado de forma parecida los opuestos. Aquí abundan las paradojas que hacen al hombre. Según sé, solo es un fragmento de una obra monumental. Lo que tengo son retazos que me muestran a un amigo. Now even the farthest windows have gone dark. And the dark wants, needs us. Thank you for calling.


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