X Concurso de relatos "Alberto Fernández Ballesteros"

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X CONCURSO DE RELATOS “ALBERTO

FERNÁNDEZ BALLESTEROS”

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1º PREMIO:

Franco Emiliano Marín

―Freddie’s Raphsody‖

Página - 12 -

2º PREMIO: Félix Mateo Valiente del Valle

―Qué maaílla, qué maaílla‖ Página - 40 -

3º PREMIO:

Gabriel Díaz Cuesta

―La muerta‖

Página - 58 -

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ÍNDICE

FINALISTAS (por orden alfabético del primer apellido):

José Pedro García Parejo

―Tienes que ver Million Dollar Baby‖

Página - 73 -

Miguel Hermoso Alonso ―El cura‖ Página - 91 -

Juan José Lara Peñaranda

―No toqués nada‖

Página - 105 -

Raúl Martín Calatayud ―Chibiabos‖ Página - 129 -

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Carmen Panadero Delgado

―Ibrahĩm el eunuco‖

Página - 157 -

Alejandro Rodríguez Alday

―Mirada felina‖ Página - 177 -

Marta Trillo García

―El tiempo imaginado‖

Página - 205 -

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1º PREMIO: Franco Emiliano Marín “Freddie’s Raphsody”

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FREDDIE’S RAPHSODY

Por Franco Emiliano Marín

Como cada jueves por la noche, Julián sube al escenario del Kimey Music Bar. Luce short ajustado, pañuelo rojo al cuello y gorra trucker. Un espeso bigote y unos Rayban oscuros le completan el look.

Let’s go! grita alzando el puño, y comienza a sonar una línea de bajo con aires funk, mientras él va marcando el beat con el talón . Steve walks warily down the street, with his brim pulled way down low… Esa actitud, esa voz, arrancan aplausos a los habitués del Kimey. Y es que, más que cantar, él les va actuando, les va dramatizando la pieza : ¡Hey!, I'm gonna get you too. ¡A

NOTHER ONE BITES THE DUST!

Y, en los ojos ensoñados de los que lo aplauden, Julián lee mil nostalgias ochentosas. Él los adivina fantaseando con una vida perfumada de glamour, y no con la mediocre, con la insípida vida que llevan.

Sos increíble le dice en el intervalo Natalia, quien, aparte de ser una buena esposa, le oficia de manager, de asistente, de maquilladora y de vestuarista.

Me estoy derritiendo dice él, pasándose una toalla por el bigote y el pecho empapados de sudor . Pasame el agua. Natalia le pasa una botella y, mientras Julián se la empina, le acomoda el peinado.

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Premio:

Ella sabe que él la necesita así, pendiente del detalle y adelantándose a sus necesidades: una mujer que vive por él, que se desvive por él. Sí: para Natalia, él se ha convertido en el motivo de su existencia.

Es un sauna esto. Julián se abanica con la toalla. Vuelve a tomar agua. Da un par de vueltas por el camarín, respira profundo.

Ahora subís y la rompés le dice Natalia. Él corre la cortina que separa al camarín del pasillo, y sale.

We will rock you, Love of my life, Radio Ga Ga: Ladies and gentlemen, ningún clásico le falta a la noche. Y no se atrevan ustedes a confundir con una vulgar imitación esto que hace Julián en el escenario. Porque durante años, él ha venido puliendo cada modulación, cada expresivo detalle de su técnica, obsesionado en caracterizar lo más dignamente posible al magistral vozarrón mercuriano. Julián Sutter le entrega al público, más que una simple muestra de canto, una auténtica performance, la apoteosis del show.

Empty spaces, what are we living for? Sube y baja por el pentagrama, introduce figuras en el fraseo, juega con los tonos. Y la cadencia, el áureo número oculto en aquella música, lo va elevando a una esfera superior. Tanto, que en un rapto alcanza supera― la armonía perfecta con el color, el timbre, la tesitura de la voz del supremo Freddie. Dura apenas un segundo: vibran en la misma frecuencia. Y Julián puede verse en sus ojos. Y ahora él ya no es Julián, y Freddie ya no está muerto. Ahora el espíritu de Freddie, después de vagar una eternidad a la deriva, halla al fin un cuerpo proporcionado a su genio . THE SHOW MUST GO OOON…

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¡Estuviste increíble! Natalia se le echa al cuello, lo cubre de besos . Te juro que era como estar viéndolo a él. Julián la aparta, y aireándose con las palmas abiertas le dice:

A ver si me conseguís una toalla. S-sí... Ya mismo. Está cansado, lo excusa ella en su mente. Sabe que él suele fastidiarse cada vez que termina un show, aunque no entiende cómo puede tener esa cara de culo después de entregar una actuación tan sublime . Acá tenés, honey.

Él la mira, extrañado, y después fija la vista en la botella de Villavicencio que ella le acaba de pasar. Por qué no te llevás esta porquería y me traés un whisky. Pero si vos no tomás, Julián.

¿Julián? Qué Julián.

Qué aparato que sos. Natalia le celebra la ocurrencia con una sonrisa. Él se muerde los labios, y le insiste: Mi whisky, nena. Y lo quiero ahora. Natalia corre a la barra del bar. Vuelve al momento. Whisky para el señor dice, y se lo pasa, y Julián agita los hielos y le da un trago: ¡Qué porquería! Con una mueca de repugnancia, deja el vaso y la agarra del hombro. Y así como está, con el maquillaje del show todavía en la cara, se calza el tapado de piel y arrastra a Natalia hacia la puerta de servicio del Kimey. En el camino se cruzan con Garro, el dueño, que sale del baño de empleados, secándose las manos con una toalla de papel.

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Y ustedes adónde van les dice . No se quedan un rato.

Julián le echa una ojeada altiva. No, señor. Nos vamos ya mismo.

Se subieron al primer taxi que apareció. El taxista los miró raro, sobre todo a Julián, a quien no parecía preocuparle en lo más mínimo. En cambio preguntó, con la mayor naturalidad del mundo:

¿Dónde sigue la fiesta?

Riéndose, Natalia le explicó que no habían planeado ir a ninguna fiesta esa noche, y de paso le recordó que a él las fiestas no le gustaban.

Aparte dijo ella , ¿desde cuándo tomás whisky, vos?

Julián le arqueó una ceja. Ella le pegó los labios al oído . Igual, hoy tenés permitido tomar todo lo que quieras. Te lo ganaste. Y, caliente al recordar la elegancia felina de su marido en el escenario, le fue acariciando el bulto apretado por el short . Estuviste genial.

Él le apartó la mano. Estuviste excelente, qué te pasa. Natalia sabía lo perfeccionista y puntilloso que era él. Jamás lo había visto cantar como lo había hecho esa noche. Superarse a sí mismo le era prácticamente imposible, pero él lo logró . Nunca te vi cantar así, qué te pasa.

Como si oyera llover, Julián dijo:

Voy a necesitar varias cosas. Primero que nada, me conseguís guitarra, bajo y batería. La banda completa me

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conseguís. No soporto esa pista latosa con esos agudos de mierda.

Una banda completa no cabe en el escenario del Kimey. Si de casualidad entrás vos.

Hablando de eso, lo segundo: necesito un teatro como la gente. Y para la semana que viene lo necesito.

¿Un teatro? Natalia no sabía si hablaba en joda o el whisky le estaba pegando mal. Por si acaso, le refrescó la memoria : Pero si vos mismo me pediste que arreglara con Garro para actuar todos los jueves en el Kimey.

Mirá, querida. Julián la miraba muy serio . No pretendo volver a Wembley mañana, pero acá hay algo que está clarísimo: Yo no puedo cantar en ese antro. Pero si has actuado toda la vida ahí.

Escuchame una cosa, ¿vos quién te pensás que soy?

El taxista les echó una ojeada por el espejo, y le subió un poco el volumen a la radio. Sonaba porque el destino no resiste su tendencia a la ironía una de Queen. Julián paró la oreja, y se acomodó en el asiento, muy orondo con el homenaje.

Natalia alcanzó a ver cómo se sonreía el taxista. Debe creerse que nos hemos escapado de un neuropsiquiátrico, pensó. Y bajando un poco la voz, dijo: Me preguntaste recién quién me pienso yo que sos vos. ¿Quién vas a ser? Sos Julián, mi marido. Él la miró desencajado.

¿Tu marido? Y amagó a abrir la boca pero, en cambio, sonrió meneando la cabeza. ¿Acaso no viste lo que pasó recién en el Quimey? Ay, querida. No serías capaz de entenderlo.

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Pero de qué estas hablan… … te lo voy a poner fácil la cortó él . Olvidate de Julián esto y Julián lo otro. A partir de ahora, vos a mí me llamás Freddie.

¿¡Freddie!? Natalia esperaba que aquella fuera sólo una más de sus ocurrencias, uno de esos personajes que él solía inventar para divertirse, que tanto le gustaba reír y joder. Pero esta vez se mostraba muy serio, y ella decidió seguirle la corriente . Bueno, Juli… perdón, Freddie. Bueno, Freddie, yo soy Natalia. Y, ceremoniosa, le extendió una mano que él no se dignó estrechar. El taxista tosió.

Ah, casi me olvido dijo Freddie . Anotá: conseguir una limusina.

Ya en casa, Juli…, Freddie, mejor dicho, cayó en la cuenta de que una limusina no era lo único que necesitaban. También había que cambiar los muebles de la cocina, el sillón, y los cuadros del living. Y había que comprar ¡urgente! un piano de cola, batas de seda, habanos y licores. Aunque lo mejor, según él, era escapar de ese barrio de cuarta: buscar una buena casa de campo, con terreno suficiente para una piscina climatizada y un jardín francés.

Esto no es Inglaterra, Ju… Freddie. No había caso: Natalia no terminaba de habituarse a la nueva identidad de su marido . Y le podría pelear un aumento a Garro, pero aun así la plata no va a alcanzar para todo eso.

Si tan sólo tuviera el teléfono de este tipo Miami. —¿Quién es Miami?

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Vos sos o te hacés. Cómo lo enervaba tener que explicarle quién era quién en el universo de sus relaciones. Tomó aire, y dijo : Henry Beach, mi representante. Le pusimos Miami por Miami Beach, entendés. Ella lo miraba sin pestañear . No, qué vas a entender. Hacé una cosa. Por qué no lo llamás y le pedís que me adelante cash.

Natalia ya iba aprendiendo: era mejor no contradecirlo. A fin de cuentas, esos nombres por extravagantes o anacrónicos que fueran realmente pertenecían a figuras del jet-set. Claro que muchas de esas figuras ya estaban bien muertas. Más muertas que el propio Freddie Mercury. Pero tampoco le hacía daño a nadie siguiéndole el rollo a su Freddie. Y basándose en lo que él le contaba, y en algunos datos que recolectaba en apócrifas biografías de la web, Natalia iba armándose un complejo mapa mental de los vínculos que lo unían a él con cada uno de aquellos amigotes. Miami está retirado. Ahora te represento yo. Vos. Freddie la miró de arriba abajo . Ay, querida. Ese jean, ¡y ese pelo! Qué tiene de malo mi pelo. Nos vamos de shopping. ¿Trajiste el tapado de la tintorería?

Está el tapado de piel de zorro. Pero es el que usás en los shows.

Perfecto. Freddie se pasó el viaje en taxi hablando del peligro que corría exponiéndose así, en hora pico y en un sitio tan concurrido, al acoso de los fans.

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Pero las cosas no fueron como él lo esperaba. O, al menos, no tanto.

Apenas entró en el shopping, se le vinieron con caras de no poder creerlo.

¡Eh, Fredddieee!

¡Freddie, maestro!

¿Una selfie, Freddie?

Con su bigote y los Ray-Ban negros, más los pantalones de cuero y aquel tapado, estaba inconfundible. Y atosigado por los fans, que no paraban de sacarle fotos y grabar videos, Freddie descubría cuánto había extrañado ese cariño, ese calor que le recordaba cómo era vivir en la cresta de la ola.

Hablá con Seguridad le dijo entre dientes a Natalia, mientras posaba sonriendo con una parejita . Que me manden un par de monos que arreen en fila a la gente.

Mientras la escalera mecánica la llevaba al primer nivel, Natalia lo observaba ahí debajo, rodeado por aquella manada entusiasta. Y pensaba que tal vez, sólo tal vez, su marido se estaba excediendo un poquito con la broma de creerse la reencarnación de un rockstar. Más tarde entendería que aquello no iba en broma ―para nada iba en broma―, pero entretanto se consolaba con la idea de que, a su manera, Julián ahora Freddie estaba cumpliendo un sueño. Y un sueño no se le frustra a nadie.

Natalia golpeó a la puerta de la garita de Seguridad. Después de un rato, abrió un pelado de dos metros.

Qué necesita, señora preguntó, bostezando.

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Mi marido dijo Natalia . Mi marido ha venido lookeado...

―¿Qué dice...?

―Que mi marido ha venido disfrazado para… Y se dijo: Pensá, Natalia. Pensá para qué se vino disfrazado . Se ha venido disfrazado para un videoclip que vamos a filmar. Un video basado en la música de Queen. ¿Conoce la banda?

Algunas canciones. El pelado revisaba el WhatsApp, distraído―. Un tipo rarito el de bigotes, ¿no?

El problema es que la gente no para de sacarse fotos con mi marido, y no nos dejan filmar. Desde sus alturas, el pelado bajó la vista hacia el monitor que mostraba las cámaras del shopping.

¿Su marido es el de la capa?

El del tapado. Es un tapado de zorro lo que lleva. El pelado pegó la nariz al monitor, y, achinando los ojos, dijo como para sí mismo:

La verdad que está idéntico, el hijo de puta. Miró a Natalia . Y me dice que van a hacer un video.

Ajá. Señora, usted sabe que sin permiso no se puede filmar acá. No, no sabía.

Y mire el quilombo de gente que me está armando su marido.

Le prometo que hacemos algunas tomas, y nos vamos.

El pelado meneó la cabeza y agarró el handy. ¿Muchachos, quién está en el hall de entrada? Una voz entrecortada salió del auricular—. ¿Jorge, me estás escuchando?

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Che, Jorge, por qué no me sacas de ahí al de Queen…. Eso, sí… Sí, ese… No sé, afuera. Y avisale a la monada que se acabaron las fotos.

A través del monitor, Natalia vio cómo el tal Jorge, abriéndose paso entre el gentío, se acercaba a Freddie. Trabándolo por la espalda, lo alzó y lo sacó del shopping.

Esos pendejos se estaban poniendo insoportables dijo Freddie, mientras Natalia le sacaba el tapado y lo colgaba en el perchero.

Y yo que quería comprarme un jean dijo ella, suspirando.

Vas a tener que comprar online, como se dice ahora. Lo que es a mí, me van a reconocer a donde vaya. Y si probás poniéndote algo más… No sé. Algo más... ¿discreto?

Really, Natalia? Freddie la miraba como si estuviera rebuznando la ridiculez más ridícula . Prendé la tele. Seguro que están hablando del revuelo que armé en el shopping. Y se fue a la cocina, sacudiendo un orgulloso puño en el aire . I’m back, baby. I’m back! Grande fue su desilusión cuando abrió la heladera . ¿No te pedí que trajeras Heineken?

Anoche traje un pack dijo Natalia . ¿Ya te las bajaste?

Él le blanqueó los ojos y, refunfuñando, se tiró en el sillón.

Al menos decime que el tele tiene DirecTV. No, que va a tener. Pero, si le acomodás la antena, agarra el canal de las noticias.

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Y tenía razón Freddie: en el noticiero hablaban del episodio de la mañana.

FUROR EN EL SHOPPING POR EL FREDDIE MERCURY ARGENTINO

¿Argentino? Shhh, mirá. Mirá.

El conductor relataba cómo aquella mañana, en el shopping, la gente se había encontrado… … con una caracterización perfecta del i-ni-gua-la-ble Freddie Mercury, que tantas alegrías nos regaló. Si habremos cantado sus temas. La pantalla mostraba los videos y las fotos que los televidentes iban subiendo a Instagram . ¿Y qué se dice en Twitter?

Entonces aparecieron algunos comentarios:

@marianito321 : ―Un genio el Fredy argento‖. @lucho.luchón: ―el mejor imitador q bi‖.

@Mar_celo38: ―Donnde era el fest cosplay‖.

@mariaStar.ok ―Hasta me hizo la misma firma. Adoré‖.

@JuanK7 ―No es más que una versión pesificada de un Mercury ya decadente‖.

@lili.vegan.life ―Debería dejar de usar pielxs de animal@s‖.

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Y, a medida que pasaban los comentarios, Natalia podía ver cómo la sonrisa en la cara de Freddie iba mutando en un rictus de rabia.

¡¿QUÉ LES PASA A ESTOS IGNORANTES?!

Los medios son así. Natalia hizo un gesto de desdén, intentando tranquilizarlo―. Un día te odian, al otro te aman.

Yo no quiero que me odien. Yo quiero que todos me amen.

Y te van a amar, Freddie. Ella le masajeaba los hombros . Te van a amar.

Aquella noche, Freddie se pasó una hora frente al espejo, ensayando posturas y miradas. Dijo que a partir del día siguiente comenzaría una dieta más estricta. Y sin comer ni siquiera un huevo duro, se fue a la cama.

Más tarde, y mientras se cepillaba los dientes, Natalia lo oyó sollozar en la habitación. Cuando ella entró, Freddie ya se había girado hacia la pared y roncaba, o fingía roncar. Natalia se acostó junto a él, procurando que no se despertase. No quería atormentarlo con preguntas, pero es que lo amaba con toda el alma, y empezaba a preocuparse por él.

Y ninguno de los dos lo sospechaba, pero esa iba a ser la última noche que durmieron juntos.

A la mañana siguiente, Freddie le dijo que sacara sus cosas del ropero, que necesitaba todo el espacio para él. Y punto.

―Y me traés un perchero más, y sabé de paso que prefiero dormir solo. ―Explicó que lo molestaban los ronquidos y que él necesitaba descansar bien―. De lo contrario ―lo dijo señalándose la garganta―, me fallará la voz.

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Ella le pidió mil disculpas, le dijo que se odiaba a sí misma de tan siquiera imaginarse perjudicándolo en lo más mínimo. Y como el departamento tenía una sola habitación, se agarró una frazada y su almohada, y se pasó esa noche y, en adelante, todas las noches en el gastado dos cuerpos del living.

Queremos cinco mil dólares por noche, Garro. Natalia apoyó un puño en el desvencijado escritorio de la oficina de Garro, una piecita que apestaba a humedad, bien al fondo del Kimey. Trataba de mostrarse firme, pero ni a ella misma lograba convencerse: era consciente de que estaba exigiendo una locura. Y Freddie terminó de ponerle la cereza a aquel postre absurdo.

Más un buen porcentaje ―dijo, pasándose un dedo por el bigote― de la venta de discos y remeras.

No vas a ganar esa guita en tu vida dijo Garro, extendiendo los brazos . Y remeras... ¿Quién pensás que va a comprar una remera? Mirá, te voy a ser sincero: vos estás cantando bastante bien, y la gente viene a verte. Pero no te creas que yo saco mucho con los consumos, eh. La cosa está jodida.

Pero dejá de llorar, Garro lo interrumpió Natalia . Vos sabes que como él no hay otro. Y señaló a Freddie . Y está cantando mejor que nunca. Dale, esforzate: cuánto podés pagar.

Rascándose la barbilla, Garro estudió las caras del matrimonio, y dijo:

Te subo un 5% por noche.

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Esto es un insulto. Freddie se levantó, y ya se estaba calzando el tapado cuando ella le tironeó de la manga, obligándolo a sentarse.

Mejor pájaro en mano, se decía.

Porque, si se iban del Kimey, se quedaban sin nada. Y últimamente los bares no estaban contratando cantantes. Y menos imitadores, aunque ya hacía rato que esa actividad aborrecible había quedado fuera de la órbita de Freddie. Pará, estrella, pará. Garro le hizo un ademán a Freddie para que se calmase . Te subo un 7%, y es mi última oferta. Qué decís.

Freddie lo miró con desprecio, y levantándose de nuevo ordenó: Vamos, Natalia. Vámonos de este tugurio de mierda.

A Natalia se le puso más difícil de lo que había pensado conseguirle shows a su Freddie. Y no sólo por la situación económica imperante, sino porque el canon de Freddie se había vuelto tan alto como su fantasía hecha realidad: lo que él pretendía ganar en una noche equivalía a la facturación de un mes completo para un bar con una clientela relativamente buena. Y a veces, incluso, a la facturación de dos meses completos.

Probaron en los teatros de la avenida Corrientes. Y aunque a los productores les hacía gracia ver a Freddie así, tan extravagantemente vestido y con su bigotito más parecido a una anchoa, cuando le pedían que cantara, les entraba el terror. Porque aquel tipo no imitaba a Freddie Mercury. Aquel tipo cantaba exactamente igual a Freddie Mercury: su voz era la voz

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de Freddie Mercury. Y los productores, por regla general cabaleros y supersticiosos, corrieron la bola: algo misterioso, algo maléfico y endiablado se ocultaba detrás de aquel prodigio, y preferían no averiguarlo y dejar las cosas como estaban.

Freddie sentía que el mundo le daba la espalda, que no entendía el privilegio de tenerlo de vuelta. Había dejado de salir, ya no se bañaba ni ensayaba frente al espejo, el prolijo bigote se le volvió una tupida barba, y abandonó la dieta saludable para entregarse a la tiranía de las grasas y las harinas; sin olvidar los cigarrillos y la cerveza, que se bajaba a ritmo frenético. Aun sabiendo cuán alérgico era a los consejos, Natalia le decía que esos hábitos no hacían más que perjudicarlo.

Si no parás de tomar y de fumar para cuidarte el cuerpo, por lo menos hacelo para cuidarte la voz. Te lo digo porque te quiero.

Y entonces por qué carajo permitís que la ignorancia de la chusma me hunda. Hago todo lo que está a mi alcance. ¿Ah, sí? Parece que es poco tu alcance.

No seas malo. Vos sabés que yo con vos soy incondicional.

Él la miró, con gesto irónico: Andate, Natalia. Get out. Quiero estar solo. Lágrimas de impotencia derramaba Natalia por el hombre de su vida, mientras se preguntaba qué había hecho o qué le había faltado hacer para que él fuera feliz. Si todo en su vida había sido cuidarlo y acompañarlo en su ilusión, en sus sueños de artista. Y ahora que esos sueños se le habían cumplido, ella,

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en vez de llevarlo a lo más alto, a donde realmente merecía estar, lo dejaba hundirse en el abismo.

Sí, hundirse ―dijo, pero él ya no le prestaba atención.

Mirá le dijo Natalia a Garro, una noche en el Kimey . Si yo no necesitara laburar, no estaría acá chupándote las medias.

¿Y tu maridito, la estrellita? le soltó Garro . No me digas que se te fue con otra. ―Sonrió, feroz―. ¿O se fue con otro? Porque todo ese maquillaje que usaba…

No me mortifiques, Garro. Me vas a dar el laburo o no. Es un chiste, che. El laburo es tuyo, si te lo bancás. ―La estudió de arriba abajo; le junó el culo bien junado, por mejor decirlo―. Mirá que no es fácil la noche. No, no era fácil la noche, y Natalia lo sabía muy bien. Pasarse más de ocho horas trotando con la bandejita entre las mesas, bancándose a los pajeros de mano larga y con Garro de jefe, no era precisamente el laburo ideal. Pero es que no le quedaba ni un supermercado, ni una peluquería, ni una tienda donde dejar el currículum. Y las facturas seguían juntándosele en el buzón. Y lo peor era Freddie: encima de consumir cerveza y cigarros a un ritmo exponencial, seguía empeñado en no subirse a ningún escenario que no estuviera a la altura de sus pretensiones.

Conclusión: ahí estaba ella, mendigándole a Garro un mísero puesto de mesera. ¿Cuándo empiezo? Cada mañana, cuando ella volvía del bar, encontraba el pasillo del departamento convertido en un reguero de latas y de

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colillas. Incluso, a veces aparecía algún blíster vacío. Y, sólo después de limpiar mal que mal aquel desastre, Natalia se derrumbaba en el sillón, con las zapatillas y los jeans puestos, exhausta. Freddie se aparecía por el living a eso de las 3 de la tarde, envuelto en su bata de leopardo, resacoso y preguntando qué hay de morfar.

O vos pensás que me puedo mantener con sanguchitos de jamón y queso, Natalia. Estoy agotada, Freddie decía ella, restregándose los ojos hinchados.

—Agotada —replicaba él, sarcástico—. Sabés las noches que me he pasado yo arriba del escenario. Pero… Noches enteras, Natalia. Y jamás me quejé. Pero es que es demasiado.

¿Y ahora te venís a dar cuenta? Bueno, perdoname.

Y para redimirse, ella se gastaba lo que tuviera en pedir a domicilio el plato del que Freddie estuviese antojado: generalmente sushi, alguna que otra vez conejo, muy raramente algo de pasta ―todo siempre acompañado de abundante vino. Todo por él. Todo para él.

Vos sos una mina linda. Sara le pasó una bandeja con copas . No entiendo por qué no lo dejás. No puedo dejarlo, Sara. Pero si ya ni para cantar sirve agregó Esther, que las escuchaba mientras le pasaba un paño a la barra.

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Y vos que hablás le largó Natalia . Tu marido tiene otra familia, y lo sabés hace años. Y aun así lo bancás.

Mi marido será lo que sea. Desde la barra, Esther le levantó un índice amenazador . Pero se rompe el lomo laburando.

Lo que no es normal, querida le dijo Sara a Natalia , es que ya ni se acueste con vos.

―Y vos cómo lo sabés.

―Se te nota en la cara, nena.

A Natalia, charlar con Sara y Esther le hacía más llevaderas las noches en el Kimey. En poco tiempo, más que sus compañeras de trabajo, se habían convertido en amigas, en confidentes. Y, por supuesto, ella terminó contándoles:

―Hace mucho que ni me mira, y de coger ni hablar.

―Cuando ella llegaba del laburo, él estaba durmiendo. Cuando Freddy se levantaba, ella ya se había ido. Cuando coincidían, Freddy nunca estaba de ánimo―. Ay, chicas. Será que ya no me desea.

Ojo, querida dijo Sara, llevándose un índice al ojo y haciendo un guiño . Ojo, que no siempre es el hombre el que debe tomar la iniciativa.

Tienen sus fantasías los hombres.

―Es que ya ni siquiera compartimos el mismo dormitorio. ―Ah.

―Ah.

Natalia se desabrochó un botón más de la bata, se acomodó la vincha roja y se ajustó un poco más los portaligas. Le dio unos

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golpecitos a la puerta del dormitorio, y enseguida se mandó para adentro.

¡¿PERO QUÉ HACÉS, ESTÚPIDA?!

Freddie se le vino encima, la hizo retroceder. Pero ella alcanzó a ver a dos ―¿o eran tres?― cuerpos saltando de la cama. Cuerpos macizos, esbeltos. Cuerpos musculosos. ¿Pero acaso era posible que eso fuera lo que parecía ser? ¿Acaso esos estaban…? No, imposible que…

No basta no puede ser no puede ser no no no, fue lo que pensó antes de desvanecerse y caer redonda al suelo.

—Y vos qué hiciste —le preguntaron las chusmas aquellas esa noche en el Kimey.

No pude hacer nada, pobre. O pude y no me atreví, pensó. O pude y no quise . Cerré y me fui. Qué querían que haga, boludas.

Viste, viste que yo te lo dije: no era normal que no cogieran.

Tendrías que haberlo atendido bien dijo Sara. ¿Vos decís?

Son muy sexuales los hombres dijo Esther . Por algún lado lo tienen que canalizar.

Encima ni me dirige la palabra dijo Natalia, con la mirada perdida en el escenario en penumbras.

Ay, nena. Esther la rodeó en un abrazo. Sara se unió a ella: Ay, bonita. Está ofendidísimo, chicas. Dice que cómo me meto así en su intimidad, que soy una irrespetuosa.

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Pero mejor, querida. Ya te lo dije: agarrá las valijas y andate a la mierda, hace la tuya.

Vos no entendés, Sara. Yo no sabría vivir sin él.

Él, el hombre sin el que Natalia no sabría vivir, se pasaba las noches tomando y el día roncando, cuando no enredado con alguno de sus ―chicos‖, como llamaba a aquel grupito de veinteañeros que lo visitaban asiduamente.

A Natalia ni le hablaba. Y, si lo hacía, era únicamente para pedirle plata, o para reclamarle cuándo me vas a arreglar una presentación, nena, o vos tampoco creés más en mí.

—A mí no me importa lo que piense la gente, sabés —le dijo ella una noche, entre lágrimas . Porque la gente no sabe una mierda, y en cambio yo te conozco más que nadie. Y yo más que nadie voy a estar siempre a tu lado.

Entonces conseguime un show dijo él, y se fue para el dormitorio. Y no para dormir solo, precisamente.

Ya te adelanté guita el lunes, Natalia dijo Garro no bien ella entró en la oficinucha . Esto no es una financiera. Callate, Garro. Vengo a proponerte un negocio. Un negocio... Garro le clavó los ojos en el ruedo de la minifalda, torciendo la babosa jeta . Sentate, nena, sentate.

15-16-17-18 de julio ¡¡¡Vuelve!!!

El Freddie Mercury argentino al Kimey Music Bar Anticipadas con consumición

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YA A LA VENTA

A Natalia le tocó convencer a Freddie para que subiera al escenario. Y, aunque las probabilidades de que eso pasara no estaban a su favor, ella tenía un plan. Una tarde en que él salió de la madriguera para pedirle guita, Natalia le contó así como sin querer, a la pasada , que en el Kimey había conocido a un tal Thomas. Y no le dijo nada más.

En realidad, Thomas era el apellido de un afamado productor de espectáculos de los ochenta, uno de aquellos nombres que Natalia solía googlear cuando Freddie le hablaba de sus amigos famosos.

Al día siguiente, Freddie solito le salió diciendo: ¿Así que hablaste con Thomas?

Ah, sí dijo ella, intentando restarle importancia al asunto . Te mandó saludos.

A mí.

Me preguntó cómo estabas. Natalia sabía bien que, si había una cosa que Freddie amaba en el mundo, esa cosa era ser amado.

Y qué le dijiste. No sé, decime vos cómo estás. ¿Con quién te pensás que estás hablando, Natalia? Tenés razón, disculpame.

Él puso los ojos en blanco, como quien no se acostumbra a las pelotudeces que tiene que oír.

Nada más te dijo. Dijo algo de unos shows.

—DÓNDE. CUÁNDO.CÓMO. ¡Hablá, la concha de la lora!

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Puteaba, sí. Pero Natalia no recordaba la última vez que le había visto la cara así de iluminada. Seguro que no te va a interesar. Por qué no. Es en el Kimey. ¿Me estás jodiendo, Natalia? Ese tipo va a asegurar mi permanencia en la cima. ―Freddie caminaba en círculos por el living, haciendo aspavientos al hablar . Es Thomas, entendés. ¡Thomas! Si tengo que cantar en un asilo de viejos seniles para que me vea, lo hago. Lo llamás ya mismo.

Para promocionar el espectáculo, Garro había aprovechado los videos de Freddy, de cuando se dio el tumulto en el shopping ―en la edición, convirtió a los curiosos en fans―. Con el poder de amplificación de las redes sociales, aquello había sido cuestión de dar ENTER y esperar: a la semana, Garro ya tenía programadas las cuatro noches consecutivas.

Al mismo tiempo, Freddie comenzó a preparar su regreso triunfal. Lo de regreso era relativo, desde luego: como él lo decía, no podía regresar quien nunca se había ido. Regresó, eso sí, a las cremas para la cara, a los pasos y gestos frente al espejo, al bigote minuciosamente recortado. Volvió a calentar la garganta y a entonar alguna que otra nota. Natalia cuidaba que nadie fuera a revelarle la verdad detrás de aquel montaje. Pretextando que debía enfocarse en preparar el show, le desconectó el cable de la tele. Freddie ni siquiera lo notó, tan ocupado estaba en ensayar el movimiento de una esforzada coreografía. En cuanto a las redes sociales, Natalia no

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necesitaba preocuparse: en una noche de depre, él había tirado su smartphone por el balcón.

Sólo quedaban los ―chicos‖.

Se los cruzó una madrugada saliendo del departamento, y les pidió que, si algo sentían por Freddie, que nadie le revelara lo que ella estaba por revelarles:

El show está armado, pero no se lo digan. Yo lo hago porque lo quiero, y quiero verlo bien. Y vayan la noche del show. Él los necesita.

Ellos le respondieron que no perdían nada con darse una vueltita por el Kimey, que servían buena birra. Pero, si ella pretendía que mantuvieran la boca cerrada, ellos iban a necesitar…

Un incentivo. Un estímulo. Un premio.

Manga de angurrientos… Natalia mordía las palabras mientras revolvía la cartera.

Los empleados del Kimey se portaron mucho más colaboradores. Por las tardes, cuando Freddie probaba luces y sonido sobre una pista de audio nueva , lo halagaban con elogios y felicitaciones por su vuelta a aquel escenario. Y nada le decían de las ojeras, ni de la grosera panza, ni de los gallos que largaba al tratar de entonar las notas que no hacía mucho manejaba con soltura.

Garro accedió sin protestas cuando Natalia le pidió que hiciera de Thomas la noche del show. Y claro que lo hacía pensando en la guita que recaudaría, pero a la vez lo

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entusiasmaba tener un papel en aquella farsa: se pondría un buen traje, un sombrero, y se instalaría en una mesita algo alejada de la luz, desde la que vería a Freddie cantando. Como en los viejos tiempos, Natalia fue la encargada del vestuario y del catering: diez rosas chinas, una caja de puros y una botella de Scottish para su Freddie, quien también había exigido condiciones todas sine qua non una pista de audio y un juego de luces nuevos.

Y así, Freddie tenía al Kimey entero en una sarabanda de preparativos que ni el Luna Park en sus mejores noches.

Freddie sube al escenario. Bajan las luces. Suena la música. I've paid my dues, time after time… Ahí, en primera fila, los ve a los chicos, tan bellos los chicos. Un poco más atrás, ve una marea de pibes apuntándolo con sus smartphones. Y los parroquianos del Kimey, por supuesto. Cuánto amor . …and bad mistakes, I've made a few… ¿Y dónde está Thomas?, se pregunta, buscándolo entre las mesas. Dónde estás, Thomas. Thomas, ahora te veo: qué bien te queda ese Panamá. Fijate, Thomas. Fijate lo que hago. Fijate cómo lo hago, ¿me ves? Mirame: he vuelto. Pero no, no he vuelto. Porque yo nunca me fui. Yo estuve siempre. We are the champions, my friends. And we'll keep on fighting till the end!!!

El intervalo lo encuentra eufórico: ¿Los escuchaste, Natalia? dice mientras se seca la cara y se tira en la silla, frente al espejo . ¿Los escuchaste cantar conmigo?

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Te dije que iban a amarte. Sonriente, Natalia le acomoda el peinado.

Tengo la garganta seca. Servime un whisky, nena.

Pero la voz, Freddie. Te tenés que cuidar.

Freddie golpea el tocador con un puño, haciendo repiquetear los frasquitos del maquillaje.

¡Servime, te he dicho!

Ella corre a abrir la botella de Scottish. Le vuelca un buen chorro sobre los hielos del vaso. Él se lo arrebata y se lo toma de una vez.

Más dice. Y, agitando los hielos, le extiende a Natalia el vaso vacío.

Resignada, ella va a llenárselo otra vez, cuando le clava la vista en el antebrazo.

¿Freddie, qué son estas manchas? Le toma el brazo, y al acercarse a él, le va descubriendo más manchas, muchas manchas diseminadas por el cuello y el pecho. Manchas que a la luz del camarín aparecen inflamadas, purulentas.

Pero de qué manchas estás hablando. Freddie la aparta y se cubre con una toalla.

Dios mío. Cuánto hace que las tenés.

No tengo nada, Natalia. Se levanta y le arrebata la botella de whisky. Él mismo se sirve un vaso y se lo manda a fondo blanco.

Freddie, esto no es bueno… Esto…

Freddie la agarra del brazo. Ella tiembla. Y él le pega la boca al oído, y le dice, remarcando cada sílaba:

No tengo nada, entendiste. Le aprieta el brazo cada vez más, y a ella se le escapan las lágrimas—. O pensás que me vas

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a parar ahora. No, Natalia. Ni vos ni nadie me va a parar. Y de un empujón la tira al piso, y encara hacia la salida del camarín. Se detiene un segundo en el umbral, y se gira hacia ella . Estoy de vuelta, entendés. Yo nunca me fui.

¡Y yo te voy a acompañar! grita Natalia mientras él sale . Yo voy a estar con vos. Yo no voy a abandonarte nunca, Julián.

Y, desde el escenario, le llegan los ecos del último tema: THE SHOW MUST GO OON, THE SHOW MUST GO OON…

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2º PREMIO: Félix Mateo Valiente del Valle “Qué maaílla, qué maaílla”

Por Félix Mateo Valiente del Valle Davor –qué maravilla de zurda– con sus patillas afeitadas a la altura de la parte superior de la oreja, al estilo del clásico deportista balcánico, y con el flequillo dividido justo a la mitad cayendo en forma de palmeras a ambos lados de su frente, fuma en la calle Almirante Lobo. Está apoyado en la puerta del coche, aparcado en doble fila, enfrente del bar El coliseo, esperando que le entre un servicio. Los fines de semana suele haber movimiento y más de noche.

Aguardar, permanecer, quedarse, aguantar, perseverar. Eso es lo que hace últimamente: esperar.

Davor –el trovador del zanco izquierdo, siempre lo zurdo, dentro y fuera de los pasos– ya no odia la literatura. Más que odiarla le era ajena y hubo de aprenderla como otro más de los epígrafes de sus votos nupciales, una de las cláusulas de su contrato matrimonial –en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, si vienen mal dadas y tu niño pequeño, el segundo, llega al mundo con problemas–. Fue entonces cuando Merche –menuda belleza de pelo andaluz negro y rebelde–, su Mercedes, le hizo prometer que rezaría por el niño: «Pide por él, Enrique, pero no a Dios, sino a los poetas».

41 2º Premio:
QUÉ MAAÍLLA, QUÉ MAAÍLLA

Acatar, cumplir, respetar, subordinarse, ceder. Él, como siempre: le hizo caso.

Davor aprovecha los tiempos muertos entre cliente y cliente para salir del coche, estirar las piernas y fumar. Recostado sobre la puerta del vehículo, a su izquierda el monumento a los poetas del veintisiete, a su diestra el esbozo entre árboles de la Torre del Oro, Davor da una calada y piensa en las personas que ve, la Sevilla que se despliega a través de sus gentes un viernes por la noche: niñas con aspecto de pijas, carpetas apoyadas en sus torsos y uniformes de colegio privado, «mañana nos vemos, tía»; aprendices de raperos rimando y versificando en corro, con sudaderas dos tallas más grandes de lo necesario y gorras con viseras también enormes, trayendo con su flow –«in the afternoon, or in the people go, o in the makitroki floki, en inglés o en castellano»– Brooklyn a la Puerta Jerez; enamorados que pasean en pareja saboreando una tarrina mediana de chocolate y beso de dama o mascarpone y turrón; hombres con chaqueta y corbata, cinturones elásticos y trenzados con la bandera de España, rizos engominados, patillas del tamaño de una tapa de queso viejo y andar acelerado; mujeres mayores con vestidos de flores que caminan cogidas de la mano; cantautores callejeros o un acordeonista que amenizan los veladores de los bares de la zona donde la gente bebe cerveza, o conversa y bebe cerveza, o mira el telefóno y fuma mientras toma una cerveza; cocheros paseando a extranjeros en sus coches de caballos mientras estos sueltan plastas del tamaño de una ensaimada mallorquina, –los caballos, no los extranjeros–; una pareja de asiáticos, una

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pandilla latina, dos chicos árabes –como la imagen del chiste: «Esto van un francés, un chino y un español», en versión la Sevilla del siglo XXI–.

Davor puede ver todo eso y expulsar el humo por la nariz al mismo tiempo. Lo que pasa es que a Davor, nacido como Enrique en el Virgen del Rocío y que debe su apodo al ilustre futbolista croata del Sevilla de los noventa por su parecido físico y su destreza con la zurda cuando pisaba de adolescente la pelota, esos pensamientos se le esfuman pronto. El humo de su cigarro se eleva y baja, se retuerce y contonea al igual que su cabeza, que vuelve una y otra vez a Mercedes –qué reina del Tiro de Línea–, su Merche, que hace semanas que ya no es ella y debe a una máquina su respiración, y a su pequeño Enrique –«aya goaso, qué maaílla»–, Quiquito, que se come letras al hablar y no acierta a descubrir en su padre la sombra de la preocupación, los restos de angustia pegados a las axilas de sus camisas, impregnados en la camiseta de Suker con la que envuelve su asiento del taxi –menuda horterada las fundas esas tipo esterilla o peor aún, las de pelotitas de madera y toque étnico–. Por último, su mente se detiene en Jorge, su primogénito, que siempre prefirió colorear por fuera de los márgenes y con el que no cruza una palabra desde la primera de las crisis cerebrales de su esposa: «Eres un egoísta, estando tu madre como está», y ni ella pudo apaciguar a Davor, que jamás comprendió ni perdonó que su hijo mayor antepusiese Londres a su propia madre: «Es normal, Enrique, tiene que emprender su vida. En realidad, se parece tanto a ti...», y ahora Davor niega

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con la cabeza mientras apura la última calada, arroja la colilla y la aplasta contra la acera.

No llega ningún cliente, pero Davor –qué controles orientados, incluso con el muslo– sabe que la noche no es difícil por eso, sino por las preguntas sin respuesta. A esta hora en que el agobio le hace llevarse la mano al bolsillo de la camisa a por otro cigarrito después de desordenar las palmeras de su pelo, los grandes misterios de la humanidad le parecen gilipolleces supinas: de dónde venimos, hacia dónde vamos, por qué se extinguieron los cromañones, ¿existe vida inteligente más allá de la tierra?, ¿existe vida inteligente en la tierra?, quién escribió y en qué idioma el manuscrito Voynich, qué cojones son las gigantescas líneas trazadas sobre la superficie del desierto de Nazca, qué coño pasa en el Triángulo de las Bermudas y con el lago Ness, ¿hay vida más allá de la muerte?, ¿hay vida en nuestra vida?

Entre calada y calada, todo eso a Davor le da igual. A él sólo le interesan sus interrogantes: desconectar, llamar, cuidar; Mercedes, Jorge, Quiquito.

Entre calada y calada, Davor piensa en sus hijos: uno al que no ve y del que le separan miles de kilómetros de rencor y resentimiento y otro al que cuenta desde hace semanas una historia que lo ayude a dormir –«sí, papá, qué maaílla»– antes de dejarlo al cuidado de su abuela, pasarse por el hospital para dar un beso de buenas noches –qué bellezón de la Avenida de los Teatinos– y recorrer la madrugada sevillana con su taxi.

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Resolver, determinar, disponer, dictaminar, dilucidar. Es consciente: se trata de decidir.

Se acerca una joven. Lleva un traje de chaqueta. Las uñas rojas. Trazas de ejecutiva. Le pide que la lleve a la avenida de la Buhaira. Él catapulta su cigarrillo con los dedos pulgar y corazón y se introduce en el coche.

Después de abrocharse el cinturón, Davor pulsa el play. Siempre conduce con ellos: Triana, Silvio, los Smash. No es música para los clientes sino para él. Sones heredados de sus padres, acordes y versos que él ya ha hecho suyos, un hilo musical tenue y permanente. Siempre conduce con ellos. Davor arranca.

Esta vez venimos a golpear, suena bajito. Girar a la izquierda. Casi sin darse cuenta. Paseo Colón. Le viene a la mente. We come to smash this time. Semáforo en rojo, su cerebro en marcha: la historia que narra a Quiquito.

Cada noche le cuenta que la vida es una salida procesional y por eso nacer es como poner la cruz de guía en la calle, el Cautivo enfilando Teatinos y la explosión de alegría en el barrio, lo mismo, Quiquito. Davor sabe que relata su propia existencia, que nació justo el año en que comenzó la Transición, y su infancia en Carlos Brujes, balonazos entre los bloques –«quillo, ¿jugamos un dos–toques? Yo paso, mejor una reina–alemana»–, comprar el pan en Eusebio y aventuras en el descampado por donde pasaba la vía, Quiquito, cortando las alas a los zapateros y dejándolos a su suerte en la entrada de un hormiguero –«hostia, tío, mira cómo se comen su cabeza»– y

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los juegos por estaciones, porque la lluvia traía la lima y luego venía la peonza y comprar trompos en el quiosco de Ricardo para pintarlos de colores y ponerles una chincheta a los de punta carnicera –«¡bailarín, bailarín!», se oían los gritos, liando los trompos a la velocidad de la luz y después tirándolos con toda la mala leche del mundo para partir los que habían quedado danzando en la olla dibujada en la tierra–, más tarde las canicas, el hoyito, carambolas y empalucar a un pringado llevándose todas sus bolas, y las chapas, jugando a la vuelta ciclista o al fútbol, coloreando sus maillots o sus camisetas, realizando primero el contorno en un folio con una moneda de cinco duros.

Paseo de las Delicias. Su mente prosigue. El Costurero de la Reina y un giro indirecto. We come to smash this time repite la radio en el coche de Davor antes de pasar por el monumento al Cid.

Más tarde llegaron los cambios en un barrio con reminiscencias todavía de la Guerra en los nombres de sus calles y colegios, por eso los estudios en el Utrera Molina y las carreras por General Merry pasaron a ser aprobados justillos en el Fernán Caballero y andanzas con los amigotes por Nuestra Señora de las Mercedes. Y que allí, en el campo de fútbol le pusieron lo de Davor, Quiquito, cómo la pisaba, cómo acunaba el balón cuando venía llovido. Jugar a la pelota era su poesía entonces, bueno, el fútbol y salir de Nazareno –«no hay nada más grande que las trece horas del Lunes Santo, Enrique», le decía su abuelo–, capirote y capa negra, túnica blanca y bocadillos escondidos dentro de la ropa para comérselos a la

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altura del Citroen, antes de salir del Parque. Y los primeros cigarrillos, el tonteo con las niñas, sentados en los escalones, Davor y su pandilla, decididos a comerse el mundo, a golpearlo con sus sueños.

Avenida Menéndez y Pelayo. Davor gira a la derecha. Los Smash se despiden con su estribillo. Puente de San Bernardo. Esta vez venimos a golpear y el coche se detiene en el cruce de Eduardo Dato con los jardines de la Buhaira mientras la joven ejecutiva busca un billete en su cartera, paga, da las gracias y se baja.

Ni a medio cigarro le da tiempo. Le llega un aviso para recoger a alguien en el aeropuerto. Davor mete de nuevo las llaves en el contacto, ve sus ojos en el retrovisor y su flequillo dividido a la mitad en forma de palmeritas. Play otra vez y en marcha.

Yo quise subir al cielo para ver, y bajar hasta el infierno para comprender. Davor sube la música. Abre la puerta, niña. Seguir todo Eduardo Dato hasta la Gran Plaza. Que el día va a comenzar. Su historia prosigue en su cabeza.

Enamorarse y unir tu vida con la de alguien es como la hermandad por el Parque, Quiquito, casi el ecuador del camino, cuando viene el Cristo por el Postigo, también con todo por delante, lo mejor por hacer y de repente el sol va trepando por la túnica –«no quedarse con él, miarma, siempre andando de frente, así, así la gente buena»– hasta que le ilumina la cara morena al Cautivo. Y le cuenta que entonces llegó Mercedes –«tú qué pasa, que eres idiota, ¿no?», fue lo primero que le dijo cuando él le demostró que la quería, pegándole un chicle en el

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pelo en la clase de Don Timoteo–, su Merche, y una relación forjada poco a poco, que si una cervecita en el Salvador, que si un heladito en San Pedro, un beso robado en la Alfalfa por aquí, un sellar sus cuerpos bailando en el Sopa de Ganso o en el Fun Club por allá, pero a fuego lento, Quiquito, que Mercedes tenía carácter, pero se reían mucho juntos, la verdad. Le dice también a su hijo pequeño que él no terminó nada mientras ella sacaba unas notazas en Filología Hispánica –«No digáis que, agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira; podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía», le recitaba ella, embelesada con la poesía del diecinueve–, sí, de acuerdo, un par de años en Física, hasta que se cansó y aceptó a regañadientes el taxi que su padre le dejaba en herencia.

Marqués de Pickman y girar a la izquierda. Hay una fuente, niña. Davor sigue recordando cuando llega al final de la Ronda del Tamarguillo. Que la llaman del amor. La avenida de Montesierra es larguísima. Donde bailan los luceros. Su mente baila al compás. Y la luna con el sol.

Ella le esperaba despierta cuando él volvía de los ensayos –«cada año empezáis antes»–, una tortillita rápida o un huevo frito con tomate, un cigarrito y hacer el amor bajo las noches frías de febrero y marzo, así, acurrucando el cariño –«Oigo flotando en olas de armonías, rumor de besos y batir de alas; mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? ¿Dime? ¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!», porque ella seguía entusiasmada con los románticos–, y acabar la carrera y él asentarse con el taxi, cuando lo del primer embarazo y las oposiciones a profesora.

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Muere una canción y nace otra mientras Davor coge la SE-30. Sé de un lugar, sé de un lugar. En la autovía puede correr más. Te llevaré a un lugar donde broten las flores, amor. Su corazón también se acelera. Y allí construiremos nuestra casa que la bañe el sol. Mete quinta.

Un nidito de amor fue lo que construyeron, Quiquito, un piso destartalado, demasiado grande para ellos dos –«habrá que poblarlo, ¿no?»– y reían divertidos, con un pasillo enorme, habitaciones a los lados y al fondo el salón, verse allí solos, todo ese espacio para ellos, su propio universo, un pellizco mientras ella freía croquetas, en ese tiempo, el de esperar un hijo, la paternidad agazapada, cuando lo del aprobado de sus oposiciones y la felicidad a espuertas.

Davor sube la cuesta donde pone el cartel de llegadas. Aparca y baja del coche. Al sacar un cigarrillo y encenderlo, la calada le sabe a la alegría del ayer y a la brutalidad del presente. Esa mezcla justa.

«Buenas noches. Buenas noches. Yo cojo su maleta. No se moleste. Si no es molestia, deje, deje, ea, aaahí, ya está. Muchas gracias. De nada», como en un guión, la liturgia del servicio al cliente, la cortesía aprehendida y heredada, igual que la licencia –«al cliente siempre educación y una sonrisa, Enrique; ellos no tienen por qué saber si uno se está muriendo por dentro»– y después el destino: «¿A dónde, caballero? A la calle Lira, ¿sabe usted cuál es?», y la respuesta es siempre afirmativa pues Davor lleva un mapa de su ciudad tatuado en el cerebro.

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La madrugada favorece el recogimiento del pasajero. Por eso le gusta conducir de noche. El silencio. Música de fondo. Suavita. El principio parece un gong y luego el organillo. Deshacer la autovía. Ayer tarde al lago fui con la intención de conocer algo nuevo. A la izquierda el Parque Alcosa. Nos reunimos allí. Kansas City es una de las vías de entrada a Sevilla. Y todo comenzó a surgir como un sueño. Davor vuelve como en sueños a su historia. Lleva semanas contándola a su pequeño.

Tener hijos es como llegar a La Campana, máxima expectación, algunas de las chicotás más importantes, cuando el Cautivo sale de O'Donnell, pide la venia en el palquillo, después la levantá –«vamos a verlo tós por igual, valientes, ¡a esta es!»–, ese contener la respiración, Quiquito, igualito, y le dice que entonces llegó su hermano mayor, qué emoción esos momentos de confusión de sangre y ojos que ven el mundo por primera vez, tan jóvenes, tan inconscientes –«cuando uno tiene hijos, las preocupaciones ya son para siempre, nunca se van… pero es lo más maravilloso del mundo», anunciaba la abuela–, tan ilusionados –«mira lo que hemos hecho, Enrique, ¿hay algo más bonito?», lloraba ella–, y luego baños, deditos, carne apretada, pañales, llantos, y crecer casi por días, las fotos atestiguando calendarios que caducaron a la velocidad del sonido, como gatear, pestañear y verlo ya charlando como un viejo, preguntando por todo, queriéndolo saber todo, Jorge, su mayor, cuando la ropa heredada de los primos, los pantaloncitos de pana, las manoplas para el frío, la trenca azul marino, el chándal con rodilleras y Mercedes, machadiana, recitándole al crío –«Yo escucho los cantos de viejas cadencias que los

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niños cantan cuando en corro juegan, y vierten en coro sus almas que sueñan, cual vierten sus aguas las fuentes de piedra»–, y Davor loquito, llevando al niño a los ensayos o al Sánchez Pizjuán, el zanco izquierdo, los goles en el estadio, y no cansarse de abrazarlo, ellos, convertidos en padres, deslizando su relación desde el arrebato y la pasión hacia el cariño y la complicidad. La Carretera de Carmona conduce a Davor al centro, también de su historia. Una canción nueva. Despiertos al tiempo y al amor un largo camino y con ilusión. Primero izquierda. Que hay que recorrer desde ahora hasta el fin. Luego Derecha: María Auxiliadora y Santa Lucía hasta el Pelícano cruzando un trocito de Enladrillada. Hijos del agobio y del dolor. Davor se estremece. «Este niño no viene bien». No recuerda las palabras exactas del médico. Problemas, inconvenientes, desventajas, limitaciones, obstáculos. Lo supieron de inmediato: dificultades, y entonces llegó la promesa a Mercedes –«le pediré al Cautivo por él»–, y ella empeñada en que mejor le rezara a Cernuda –«¿Mi tierra? Mi tierra eres tú. ¿Mi gente? Mi gente eres tú. El destierro y la muerte para mí están adonde no estés tú. ¿Y mi vida? Dime, mi vida, ¿qué es, si no eres tú?»– y por ahí comenzó lo del trovador del zanco izquierdo, cuando él memorizaba poemas para musitarlos después bajo el paso, siempre racheando los pies. De lo que Davor habla, sin embargo, cada noche, es de magia, de cómo impregnó su existencia, Quiquito, cómo le quisieron todos cuando él apareció en sus vidas –«hola, hermanito, hola, soy tu hermano mayor», mientras papá y mamá hacían pucheros guardando el llanto en el bolsillo–, luego el pasar de los días, la risa del pequeño inundando el piso, y también deditos, un

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pepón de carne rolliza, más pañales y llantos, por supuesto las fotos acreditando el correr de los días, como hacer pedorretas, cerrar los ojos y verlo ya hablando con consonantes extraviadas por el camino, imitando expresiones de Davor –«¡vaya goazo, qué maaílla, qué maaílla!»–, los tres delante de la tele viendo jugar al Sevilla, aunque el pequeño con la mirada perdida a veces, sin preguntar por las cosas, y los padres pretendiendo entrar en su interior, ¿donde está la llave de su comunicación a trompicones, la piedra de Rosetta que descifre lo que bulle en su cabeza?, y más ropa heredada, botas de agua y chalecos de lana picosa hechos por Mercedes, cortos de sisa, inmortalizados para siempre en una pared del salón: los hermanos cogidos de la mano en la entrada del Parque de los Príncipes, como colgados de perchas imaginarias, rascándose después del clic –«mamá, como pica esta lana, ofú. Sí, mamá, ica, ica», también lo expresaba Quiquito, fuerte pese a todo eso, queridísimo precisamente por todo eso–.

Para llegar a la calle Lira, Davor tiene que dar una vuelta completa por Hiniesta. Su mente también gira sin parar cuando el cliente se baja.

La noche va buscando recogerse. Él lleva un rato parado en la calle Inca Garcilaso, junto a la torre Pelli. Ha cruzado el río, traspasado fronteras, también en su alma. Oscuridad interior. Fumando y exhalando recuerdos. La música siempre de fondo. ¡Eh! amigo ¿cómo estás esta mañana? Bajita. ¿Recuerdas algo de lo que te ocurrió ayer? Sólo para él. Ya sé que no te importa. Esa parte de la historia que no cuenta a Quiquito. Te

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llueve por la noche. O mejor, que trata de endulzarle, si eso es posible. Caminas todo el día y vas en busca de tu ser.

La narración es almibarada cuando cada noche relata que las enfermedades son como los adoquines en la Universidad cuando el Cautivo saluda a Los Estudiantes, la caída hacia el centro de Sierpes, el cansancio de los costaleros, hasta las cejas de kilos –«¡ole ahí la gente buena!, vamos a echarle casta, ¡corazón!»–, lo mismo, Quiquito, y que mamá estaba malita –porque él no supo explicar ni aunque hubiese querido, las secuelas de un ictus: espasticidad le sonó a técnica pictórica de los impresionistas holandeses, apraxia le sugirió un procedimiento discursivo de la Escuela de Oratoria de Atenas; tampoco entendió labilidad emocional. Sólo comprendió déficit motor–, pero iba a recuperarse, iba a ponerse buena, Quiquito.

En tus labios brilla una sonrisa que penetra en lo más hondo de mi ser. Davor fuma y rememora que odió los eufemismos en aquella época. Ya sé que no te importa. Porque reajuste de personal, apropiación indebida, bar de alterne, daños colaterales, incursiones aéreas, cese de la convivencia, dar de vientre, tercera edad, tercer mundo o el fatal desenlace no eran más que lírica barata para disfrazar los despidos, el robo, los prostíbulos, las víctimas civiles, los bombardeos, los divorcios, cagar, la vejez, los países subdesarrollados o la muerte. Tú tienes que seguir, tú debes conseguir que nada te ate aquí. La música le sigue conmoviendo. En tu mente ya lo pone, todo tal como ha de ser. Una etapa jodida. Sigue luchando y podrás lograr al fin tu ser.

Le dan asco los eufemismos pero edulcora la realidad para Quiquito cada noche –¡mi niño, coño!–, que su hermano

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se marchaba a estudiar, que no pasaba nada y Davor esconde lo que él sintió como una puñalada de su hijo mayor pese a la defensa de la madre –«en realidad, me recuerda tanto a ti...»–.

Y ya casi amanece. Fin de su historia. Hoy. Lo nuevo. Volver a casa. Sus interrogantes: desconectar, llamar, cuidar; Mercedes, Jorge, Quiquito. La historia por escribir a partir de ahora. Siempre acompañado por la música. Ya no siento que me ahoga la nostalgia y me encuentro cansado de llorar. Pomada para sus pensamientos. Ahora siento que llegó el día. ¿Acaso puede experimentarlo? Que tengo ganas de vivir. Es lo correcto. Y florecer como un hombre nuevo. Davor arroja la colilla. Sin miedo a las tragedias por venir. Acaricia el nacimiento de sus patillas a lo Marco Van Basten. Regalarle a la vida todo el fuego de tus ojos. Ve su mirada en el retrovisor. Y tus ansias de vivir.

Davor arranca. Cruzar el puente del Cachorro y girar a la derecha. Después de un breve silencio, salta una nueva canción. Rezaré, ante ti, porque eres madre universal. Recorrer la calle Arjona. Y ahora y siempre, Amargura, te rezaré. Davor agarra con fuerza el volante. Tu Merced, es mi Estrella, Patrocinio del mío existir, et tu Regla, eres norte, del mío sur. Semáforo en rojo en el Paseo Colón. Yo ti amo, ti amo tanto. Él abre la guantera. Esperanza del Amor. Mercedes, su Merche. Macarena, de Triana, eres tú. Ella en blanco y negro entre sus dedos. Eres tú. Mirando a la cámara. Y entonces se pasa el dorso de la mano por los ojos, después lo seca en su camisa y sabe lo que hará, la historia que narrará.

Les dirá a sus hijos cada noche que morir es como regresar al templo, el Cautivo deshaciendo la avenida de los

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Teatinos, luces de cirios y candelabros en la entrada –«la izquierda alante y la derecha atrás»–, el barrio arropando a la Hermandad, tristes por el final de otra estación de penitencia más, pero felices en secreto porque el año que viene volverá a salir, Jorge, Quiquito, saldrá de nuevo. Así es la vida, les dirá, igualita, que siempre sigue adelante pese a las cosas que terminan.

Yo ti amo, ti amo tanto tanto. Giro indirecto en el Costurero de la Reina. Madre de lo universal. La música resuena en la cabeza de Davor. Sevillano. Casi hace vibrar su flequillo en forma de palmeras cuando gira a la derecha para enfilar la avenida de la Borbolla. Siento tanto amor por ti. Felipe II es casi como haber llegado a casa. Amor per te. Derecha e izquierda final –siempre lo zurdo, dentro y fuera de los pasos–, calle Bogotá y Pedro Salinas, porque ellos nunca quisieron dejar el barrio. Siempre desearon estar cerca.

Los pasos le conducen al portal. Ya el sol va asomando. Sabe lo que ha de hacer. Cabal, justo, adecuado, apropiado, acertado. El dolor por los adjetivos. La crueldad de la certeza: es lo correcto. Desconectarla, llamar a Jorge, cuidar siempre de Quiquito. Hacerlo juntos, vivirlo juntos: será un triunfo del amor.

En el ascensor, Davor –el trovador del zanco izquierdo–recuerda su poema favorito, aquel con el que Mercedes –qué reina del Tiro de Línea– trataba de explicarle el amor que ellos habían forjado –«¡Ah soledad del mundo bajo los pies girando, ciegamente buscando su destino de besos! Yo sé quien ama y vive, quien

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muere y gira y vuela. Sé que lunas se extinguen, renacen, viven, lloran. Sé que dos cuerpos aman, dos almas se confunden», cuando su rendida admiración por los poetas del veintisiete–. Davor lo susurra en voz baja. Qué maravilla.

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3º PREMIO:

Gabriel Díaz Cuesta

“La muerta”

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LA MUERTA

Por Gabriel Díaz Cuesta

La persiana metálica corrió de lado a lado desplegando su enrejillado romboidal de aluminio. Manolo había necesitado tirar de ella una sola vez para cerrar las fauces del bar con una pericia perfeccionada durante años. Los últimos clientes, noctámbulos sin ganas de volver a una cama vacía, se habían ido marchando hasta dejarnos solos a Narváez y a mí, dos vampiros de la noche a los que Manolo hacía años que no consideraba clientes, sino una especie de figurantes sin los que el bar lucía desamueblado. Mientras apurábamos el resto aguado de nuestras copas, Manolo fue recogiendo los vasos de tubo que quedaban en las mesas, algunos con el vidrio aún entibiado por las manos de los parroquianos, y colocando los taburetes en su lugar, un acto fútil por otra parte ya que algunas cosas, al igual que algunas personas, no tienen un lugar. Ahora ya podemos fumar, ¿verdad, Lolito? dijo Narváez a la vez que sus manos formaban una esfera para proteger la llama del fósforo que ya había prendido.

La persiana está cerrada, esto ya no es un local público, puedes machacártela si se te antoja respondió Manolo mientras apagaba la música y empezaba a barrer el suelo a la vez que tarareaba una copla entre dientes. ¿Eso que tarareas es Suspiros de España? le pregunté

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Premio:

intentando congraciarme con su carácter seco. Manolo era medio gallego medio andaluz, pero el sadismo del que a veces hace gala la genética parecía que lo había agraciado solo con lo peor de cada lado.

Sí. ¿Te gusta la copla, chaval? Es muy raro que alguien de tu edad conozca el nombre de alguna, ni siquiera de una tan famosa.

A mi abuela le gustaba, y concretamente esa fue la banda sonora de una serie que solíamos ver en mi casa cuando era pequeño, Pepa y Pepe.

¿Pepa y Pepe? ¿Eso qué coño es? Manolo agitaba la cabeza de lado a lado mientras volvía a concentrarse en barrer. En una esquina abrió un cajetín y accionó varios interruptores que apagaron varias de las luces del bar dejando solo la iluminación imprescindible. El local ahora parecía desmaquillado, mucho más viejo y mustio. Entretanto, Narváez se había levantado y merodeaba del otro lado del mostrador, cosa que a Manolo no le hacía especial gracia. Le gustaba husmear como un sabueso curioso entre los cientos de botellas de la vitrina a la vez que iba empañando el cristal con una mezcla de vaho y humo de tabaco. Narváez siempre me decía que estaba seguro de que la mitad de las botellas estaban caducadas porque la clientela del bar era de sota, caballo y rey.

¿Lolito, esto de aquí es pisco? Narváez había pegado el ojo a un rincón sombrío de la vitrina como si espiase por un ojo de llave.

Sí, es pisco. Y salte ya de ahí o acabaré por sacarte a

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escobazos.

Yo siempre disfrutaba con las discusiones medio fingidas de Narváez y Manolo. El camarero gruñón y el pícaro malandrín, un clásico. Incluso las veces que había conseguido enfadar de verdad al dueño, Narváez soltaba alguna frase histriónica que conseguía desinflar el enfado y tornarlo en una media sonrisa.

Ey, Cubero, el pisco era de Perú, ¿no?

Sí, de Perú o de Chile, ni ellos se ponen de acuerdo respondí a Narváez mirándolo desconfiado. En la pregunta había notado un tono ladino que afloraba siempre que tramaba algo. Era casi imperceptible para la gente, pero yo notaba sus dobleces de sofisticado embaucador.

¿No has contado nunca a Manolo lo que te pasó en Perú? Lo de la muerta del taxi Narváez hablaba como si declamara un guion escrito, una obra de teatro ensayada mil veces. Manolo paró en seco la barrida y me miró seducido por el morbo. En sus ojos, habitualmente inexpresivos, el interés era algo desconocido. Se me acercó como si quisiese hablarme de tú a tú, sin necesidad de alzar la voz, algo que normalmente no parecía importarle lo más mínimo.

¿Una muerta, chaval? ¿Cómo fue eso?

No hagas caso a Narváez, realmente no…, no… Perdido en titubeos intenté escudarme tras un último trago a la copa a la que aún me aferraba, pero solo recibí en mis labios la caricia gélida de los hielos.

Bueno, bueno, Cubero, no estropees la historia desvelando las cosas de antemano. Yo creo que si Manolo

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quiere oír el cuento lo mejor es que nos invite a un pisco, que se siente con nosotros y se la cuentas.

Eureka, ahí estaba el plan de Narváez, desvelado por fin. Lo peor es que me había hecho cómplice, partícipe y casi director de la estratagema sin haberme consultado. Todo por una copa gratis, y para colmo de pisco, licor que no soporto. Manolo se apresuró a colocar un taburete frente a mí mientras pronunciaba exactamente las palabras que Narváez quería oír. ¡Trae el pisco y unos vasos!

Narváez obedeció triunfante. Le cosquilleaba el orgullo el salirse con la suya. Se sentó junto a nosotros y llenó tres vasitos de pisco, el suyo más lentamente, hasta el borde, con la pericia de conseguir que la superficie se abombase ligeramente llegando a expandir la capacidad del recipiente. Cuando se trataba de beber gratis, Narváez era capaz de vencer las leyes de la física.

A ver, chaval. ¿Cómo fue esa historia de Perú? La voz de Manolo sonaba curiosa. Era la primera vez que lo veíamos sentado desde que lo conocíamos y eso parecía metamorfosearlo por completo, tanto que hubiésemos jurado que acababa de desabotonarse un corsé de hosquedad que llevaba años apretándole el gesto. Antes de empezar a hablar miré a Narváez un instante. No sé muy bien qué quería decirle con esa mirada, pero necesitaba confrontar sus ojos antes de empezar a contar la historia. Narváez exhaló una bocanada de humo que nubló por completo mi campo de visión a la vez que me animaba a comenzar.

Dale, Cubero. No te hagas de rogar. Sé que te

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encanta contar esa historia. Te la he oído mil veces.

Está bien, está bien. Fue la primera vez que visité Perú. Me pasé un mes de mochilero durmiendo en los sitios más baratos, muchas noches incluso dormí al raso en una hamaca que colgaba allá donde veía dos árboles separados a la distancia adecuada di un trago y el ardor del pisco me arrasó la garganta obligándome a proseguir trabajosamente . Quería salirme de los circuitos turísticos habituales, mezclarme con la gente común, la típica idea del viajero romántico que todos tenemos con veinte años. Un día tomé un taxi colectivo para un trayecto entre dos pueblitos del Valle Sagrado, no lejos de Cuzco.

Espera, Cubero, para el carro me interrumpió Narváez . Seguramente Lolito no sabe lo que es un taxi colectivo, así que mejor dale una explicacioncita aclaratoria, que no todos tenemos tanto mundo como tú.

El muy pícaro había aprovechado la interrupción para rellenarse su vaso de pisco sin que Manolo se coscase. Tenía una gran habilidad para desviar la atención con su voz de encantador de serpientes. Manolo me miraba asintiendo, esperando la explicación. El ligero vaivén de su cabeza sugería que estuviese sumido en algún tipo de hipnosis, como si la triquiñuela de Narváez hubiese conseguido engancharlo hasta manejarlo como un títere.

Un taxi colectivo es un taxi, normalmente sin licencia, que hace trayectos más o menos concretos en los que transporta a gente que no se conoce de nada entre sí por un precio que cada uno negocia de antemano directamente con el

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taxista. Una mezcla de taxi, autobús y trampa para que te estafen.

¿Ves? Ahora ya queda clarísimo. Qué bien te explicas, Cubero. Narváez hablaba entre risillas ahogadas que le iban sacando el humo por la nariz y la boca a borbotones. Manolo había tomado el vaso de pisco entre sus manos como si fuese un cáliz sagrado. Le bastó una mirada a Narváez a la vez que alargaba la mano para que este entendiese que le estaba pidiendo un cigarrillo. Narváez metió la mano en el bolsillo de su cazadora de cuero negra sacando una cajetilla de tabaco negro que dejó sobre la mesa y de la que Manolo se sirvió mientras yo proseguía el relato.

El trayecto entre los dos pueblos atravesaba una zona de altiplanos con carreteras llenas de baches y precipicios abismales sin quitamiedos. El taxista conducía demasiado deprisa. Era un tipo con gafas de pasta pasadas de moda y muy bajito, tanto que daba la impresión de no llegar con los pies a los pedales del coche. Yo iba sentado detrás, y delante, de copiloto, iba un tipo con la piel cobriza y rasgos que parecían casi mongoles. Los dos iban hablando de política. Yo iba pendiente del paisaje desértico y casi no les prestaba atención. Se fueron calentando y calentando en la discusión. Solo recuerdo que hablaban sobre Fujimori.

¿El chino? Manolo hablaba con la cara extasiada de los niños que van a ver el espectáculo de un mago. Sostenía el cigarrillo en el borde de los labios e iba dando caladas que retenía durante un rato antes de dejarlas marchar muy

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lentamente.

Japonés corrigió Narváez.

Era japonés, pero en Perú lo conocían como el Chino. El caso es que estábamos en una planicie inmensa. La carretera era una recta que se clavaba en un horizonte que parecía no llegar nunca. Por supuesto no había ni rastro de viviendas ni poblados alrededor, posiblemente era así en muchos kilómetros a la redonda, y tampoco recuerdo habernos cruzado con ningún otro coche en todo el trayecto. Y ahí, sin comerlo ni beberlo, sin saber de dónde, se cruza una mujer. Bueno, que era una mujer lo supimos luego, porque en aquel momento fue solo un bulto que surgió como una sombra y que el taxi embistió con un golpe que lo frenó en seco.

¡Hostia puta! ¿La atropellasteis? Manolo había levantado el trasero del taburete y se mantenía casi en cuclillas de la emoción.

¿Que si la atropellaron? ¡La pusieron en órbita, Lolito! Dile, dile, Cubero Narváez reía satisfecho, como un domador cuya fiera ha hecho el truco esperado. Cogió la botella y rellenó su vaso y el de Manolo, esta vez sin molestarse en disimular. La atropellamos. La mujer salió despedida y cayó en medio de la carretera unos metros más adelante como un saco de arena. No se movía, ni ella ni nosotros. El taxista y el que parecía mongol empezaron a lanzar maldiciones y a hablar a gritos. Yo no entendía ni palabra, pero se notaba a la legua que estaban enfadados, no asustados ni preocupados. A todo esto, yo no despegaba la mirada de la señora tirada sobre el asfalto

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polvoriento con la esperanza de que se moviese. A esa distancia bien podía tratarse de una señora como de un hatillo de telas y lanas. Finalmente, el taxista dijo: «Voy a bajarme a ver, pero si está muerta cavamos un hoyo tras aquellas rocas, la enterramos, yo les dejo a ustedes en Ollantaytambo y ni nos conocemos, ni ustedes han estado aquí, ni yo existo».

¡Qué hijoputa el taxista! ¡No jodas que la matasteis! Manolo vibraba absorbido por la historia. Entre el tabaco negro y el pisco ya saboreaba en la garganta el aire metálico cargado de polvo de aquella carretera. Una perla de sudor le asomaba en la frente, brillante. Antes de responder a Manolo dejé unos segundos de silencio, un cortafuegos dramático. Por entre la reja de la puerta entraba ya el frío de la madrugada, una corriente que refrescaba el ambiente sombrío del interior y que hacía girar el humo del tabaco que ascendía en círculos hacía la lámpara que nos iluminaba, dejándonos a los tres en el ojo de un huracán brumoso. Narváez se sirvió lo que quedaba en la botella de pisco. Dejó que las últimas gotas cayesen con calma al modo de un alambique. Solo cuando la última gota se diluyó en el vaso arranqué a hablar de nuevo. No estaba muerta. ¡Qué iba a estar muerta! Justo cuando el taxista se bajó a mirar, la señora se incorporó tambaleándose como un tentetieso y se acercó al taxi dando tumbos y sacudiéndose el polvo de la falda y el jersey de lana que vestía. De milagro solo estaba magullada. Acabamos llevándola en el taxi hasta el siguiente pueblo para que la vieran en la casa de socorro dije evitando mirar a Narváez. ¿Pero entonces dónde está la muerta de la historia?

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Manolo se puso de pie y abría los brazos con aspavientos desconcertados que revolvieron las sendas de humo que flotaban a nuestro alrededor.

No hay ninguna muerta, Manolo. No debiste hacer caso del titular engañoso de Narváez. Le gusta exagerarlo todo, ya lo conoces.

La cara de Manolo cambió, confirmando mi teoría de que cuando se ponía de pie volvía a escena su carácter ceñudo. Escupió lo poco que quedaba del cigarrillo con desprecio y todo lo que dijo antes de que nos marchásemos fue: Anda, iros ya los dos a tomar por culo con el cuento de la muerta. Me hacéis perder el tiempo y tengo que terminar de recoger.

Segundos después, Narváez y yo salíamos a la intemperie de la madrugada caminando la avenida desierta de vuelta a casa. Detrás de la silueta de los edificios oscuros, de los árboles, de cualquier objeto, empezaba a nacer una aureola blanquecina que anunciaba la inminente irrupción del alba. Caminábamos rápido, a contrarreloj, con la intención de estar entre las sábanas antes de que despuntase el día, como buenos vampiros. Solo después de un rato de caminata Narváez rompió el silencio.

¿Por qué le mentiste a Lolito?

¿Qué más te da? Ya te habías terminado la botella de pisco.

Narváez apretaba las manos dentro de los bolsillos de la cazadora. A pesar del alcohol que llevaba en el cuerpo casi le castañeaban los dientes de frío al hablar.

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No lo hice solo por beber. Me gusta escuchar esa historia. Te he imaginado muchas veces en ese sitio tan árido que describes cavando un hoyo y arrastrando el cuerpo hasta el fondo con el taxista y el mongol.

No era mongol, solo lo parecía. Qué más da si era mongol. Lo importante es que en un recoveco del altiplano de Cuzco, detrás de unas rocas, hay un esqueleto, porque eso es lo que quedará ya en ese hoyo, un esqueleto de una pobre señora que enterrasteis por no meteros en líos con la policía corrupta. Si pudiera peregrinaría un día hasta ese sitio, como si fuera a la tumba de un santo. Es una historia de puta madre, deberías contarla más. Cállate ya. Has bebido demasiado pisco. Sí, además estaba caducado desde hacía cuatro años. Lo miré en la etiqueta. Nos aguantamos la mirada de vampiros un segundo antes de estallar en una carcajada. Me subí el cuello de la americana y Narváez hundió todo lo que pudo sus manos en los bolsillos buscando refugio de la brisa, que a ratos era helada. Aceleramos el paso surcando la noche fría y árida, huyendo del amanecer.

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José Pedro García Parejo

“Tienes que ver Million Dollar Baby”

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TIENES QUE VER MILLION DOLLAR BABY

En la película Million Dollar Baby el chico para todo del gimnasio, el viejo Eddie Morgan Freeman , dice algo más o menos así: «Lo único que Maggie sabía con certeza es que era basura blanca». Maggie Hilary Swank es una chica dispuesta a manejar los puños y a abrirse camino en el mundo del boxeo con la ayuda de un veterano entrenador en decadencia Clint Eastwood que termina tratándola como a una hija, pese a sus reticencias iniciales. Cuando la chica está comiéndose el mundo, victoria tras victoria, una rival de lo más ruin lanza un golpe a traición, por la espalda, tras la campana de fin de round y la derriba para terminar con el cuello roto en la banqueta de su esquina del ring. A partir de ahí, Maggie pasa el resto de la película en una cama de hospital con su cuerpo paralizado de cuello hacia abajo y el tema principal deja de ser una historia de superación de una mujer vulnerable para ser el suicidio asistido (y la eutanasia) como dilema moral.

Mi verdadero nombre es Diana, he visto la película media docena de veces y me quedo con la historia de superación personal. Evito enredarme con dilemas morales. No vivo en Estados Unidos, pero no quiero terminar siendo basura blanca. Tampoco poseo ni actitud ni aptitud para el boxeo. Pero he buscado una salida.

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Aclárame antes que nada, por favor, unas dudas. ¿Existe alguien que le haga ascos a conducir un Mercedes descapotable por la Costa Azul, a abrir una botella de buen cava en un yate fondeado en aguas de Ibiza o a pulsar un botón para que una pantalla gigante surja del suelo de la sala de estar de tu casa? ¿Hay alguien feliz durmiendo en un cuchitril de cuarenta metros cuadrados o comparando los precios de los cereales en el súper?

Yo, no. Un día trabajaba haciendo pizzas y al día siguiente ya tenía el plan.

Ahora soy una extorsionadora, una chantajista, una cabrona profesional. Probablemente tú también te has fijado. Yo, desde luego, sí.

Hombres y mujeres que leen y contestan mensajes en sus teléfonos móviles, resguardados en sus coches, como conejos desconfiados en sus madrigueras, acuciados por el temor que nace de lo clandestino. Se muerden los labios, se autorretratan con guiños y lenguas burlonas. Miradas constantes a los retrovisores. Si es de noche las luces de las pantallas iluminan rostros, como hogueras de aquelarres, brillantes de avidez y de deseo.

Dos individuos que aparcan sus coches en algún rincón de la periferia de la ciudad, a kilómetros de sus domicilios. Procuran estacionarlos en lugares solitarios: alguna avenida poco transitada, algún aparcamiento de un parque o de un

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supermercado fuera de horario comercial, un polígono industrial libre de yonquis y de prostitutas, las cercanías de una urbanización en construcción. Son presas fáciles para los ladrones, pero optan por correr el riesgo. Descienden de sus automóviles y comienzan a charlar. Susurros en los oídos, carcajadas aisladas, un roce de manos. En un momento dado los dos se introducen en uno de los coches o, en un momento dado, se marchan, abandonando allí el vehículo del otro. Como ruido de fondo, el rugido de la gran ciudad parece advertirles de la osadía. Un cielo rojizo aparece una vez que el sol se ha puesto y entra en juego la contaminación lumínica. Al cabo de un par de horas aparecerán unos faros barriendo la calzada. Alguna rata asustada cruza la calle. Regresan para recoger el otro automóvil y marchar cada uno al hogar familiar donde les espera el entrañable trajín de cada día. Proliferación de hoteles con aparcamientos discretos. Una voz sensual suele anunciarlos en la radio. Jacuzzis, máquinas de condones y espejos de techo. ¿No te has percatado? El cargo de la tarjeta de crédito refleja estación de servicio. Parejas agarradas por la cintura enfilan los pasillos enmoquetados. Actúan con la confianza que proporciona el saberse en un lugar al que todos acuden con el mismo objetivo. Los somieres rechinan componiendo un vals de ansia y las duchas apresuradas eliminan los posibles remordimientos. Fíjate en el automóvil. El constante protagonismo del vehículo privado. Es el refugio del mundo moderno, el oasis de intimidad de los soldados de la producción en masa. Sin coche

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propio es más difícil la aventura. Es la herramienta perfecta para conseguir el malabarismo, para crear la ilusión ante tu entorno más cercano, el aliado de la mentira. Ahora sonríes en el cumpleaños del hijo de tus vecinos, haciendo fotos mientras soplan las velas; unos minutos después, fabricas la excusa, tu pareja cae en la telaraña o aparenta que cae, nunca se sabe , y en nada llegas al hotel acordado con el ruido de papel de regalo rasgado aún en la cabeza.

Maratonianos paseadores de perros. Prendas de Decathlon. Una mano, la correa; otra mano, el teléfono móvil. El perro en cuestión espera impaciente a que lancen la pelotita. Su dueño suelta una cascada de palabras de amor y el perro lloriquea, ¡la pelotita, la pelotita! Este tipo de paseador de perro huye la compañía de otros paseadores. Habla y habla, mira a su alrededor, mira a su perro. También empina las orejas ante la alerta. El día que los perros confiesen se acabará este tipo de paseador.

O personas que anuncian en casa que tienen que doblar turno en el curro. O cenas ineludibles con clientes. O congresos profesionales en el otro extremo del país. Sueltan la información en la cena, frente a la pareja, los hijos y la presentadora del telediario. La frase es una bolita que bota un par de veces en la mesa, cae al suelo para rodar metro y medio y escabullirse bajo el sofá. La frase de marras parece tan natural que nadie se percata de la trascendencia que contiene para los cimientos de la familia. Decir: «Tenemos inventario en la oficina y nos tenemos que quedar hasta la noche», cuando la

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realidad es: «Mi compañera Isabel y yo vamos a pasar la tarde en un hotel de Navalcarnero practicando algunas posturas sexuales».

Pero también hay perfiles falsos en plataformas de contactos. Soy divertido y nada pasivo. Soy simpática y sé muy bien lo que quiero. Un enorme buffet libre de apetecibles frutas tropicales, chucherías y pasteles. El sueño de los insaciables y de los insatisfechos. Una continua bacanal al alcance de unos clics. No te descubro nada nuevo, ¿verdad? Existen miles de infieles pululando por las calles. Ya sabes que la monogamia es un frágil disfraz de papel y la poligamia puede abrirte la puerta de un juzgado. Millones de impulsos sexuales caminando por la faz de la tierra, y, de momento, a la mayoría se nos sigue revolviendo el estómago cuando sorprendemos a nuestras parejas encamadas con otras personas. Esa es la base de mi negocio. Para casi todos son más convenientes, rentables y excitantes los orgasmos clandestinos. ¿Por qué disgustar a nuestros cónyuges? La sinceridad está sobrevalorada. Penes erectos y vaginas húmedas al pensar en otros con los que no se comparte cama e hipoteca. Litros de esperma derramado sobre o dentro de personas que no aparecen en el contrato matrimonial o en el contrato afectivo de un noviazgo. Miles de mujeres deseando ser penetradas o succionadas por miembros viriles, bocas o artefactos pertenecientes a o manejados por individuos ajenos al cálido hogar. Cuando finalizaba mi jornada laboral en la pizzería caminaba hacia casa y me preguntaba por

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el tanto por ciento de personas que estaba fornicando en ese justo momento tras las paredes de las viviendas que dejaba atrás, y, lo que es aún más interesante, qué tanto por ciento estaba fornicando al cobijo de una mentira. Siempre me salía un resultado elevado en ambos casos. Imaginaba una enorme representación teatral donde todos hacían cosas con sus bocas y sus manos a la par que retorcían sus cuerpos, y yo como única y exclusiva espectadora de ese trajín orgiástico. Yo he decidido hacer algo con ellos. He decidido hacer algo por mí. He decidido vivir de ellos. He decidido que sean ellos los que me paguen la casa, la comida, el vestido y el lujo. Me he convertido en Diana la Cazadora.

Todo lo anterior, una reflexión fabricada entre pepperoni, salsa barbacoa y champiñones laminados. Hay una escena preciosa y penosa. El entrenador y Maggie se detienen en una gasolinera. Regresan de visitar a la familia de ella. Maggie ha comprado una casa para su madre y esta le reprocha que el estado va a eliminarle por ello las pagas sociales. También le suelta que siente vergüenza de que se dedique al boxeo profesional. Su madre es una gorda blanca que vive en una caravana. Maggie entiende entonces que su familia la componen un hatajo de imbéciles paletos. En la gasolinera ella permanece en el interior del coche rumiando su decepción. Ella es una tipa dura y no puede permitirse llorar. Sin embargo, el entrenador limpia el parabrisas mientras llena el depósito. El agua resbala.

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Mi novio me puso los cuernos con su monitora de spinning. Lloré por la decepción y también por el tópico. Desapareció de mi vida, dejando atrás una previsión de matrimonio, dúplex, churumbeles y gatito de angora. Pasado un tiempo inesperadamente breve cesó mi llanto, aunque aún sentía una quemazón causada por la vulgaridad de la que había sido víctima. El chico simpático y guapete que se siente atraído por la maciza monitora del gimnasio, ¡qué previsible!

Decidí convertirme en Maggie. Una tía con coraza, dejar que los sentimientos resbalaran por el parabrisas. Fuera dilemas morales, fuera escrúpulos. No me ha guiado el despecho, mi ex novio hizo uso de su libertad individual. Me abrió los ojos, su infidelidad permitió que cayera un resplandor sobre las convenciones que hasta el momento habían dominado mi vida. Llegué a la conclusión de que con una actitud maquiavélica me iría mejor.

Y con un plan perfectamente amasado, todo mucho mejor.

Mis objetivos. Personas buenas, de trayectorias intachables, modelos de padre y de madre. Como tú. El que siempre cede el asiento al ancianito en el vagón de metro o la que nunca cruza la calle con el semáforo en rojo. Busco bellos ejemplares de seres humanos que han sucumbido a la tentación, que no han podido esquivar el desliz, que han calculado mal la gestión del placer. Ellos jamás me partirán la cara con mi propuesta. Se ruborizarán, empalidecerán, sus narices se hincharán, las glándulas lacrimales funcionarán a destajo,

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pequeños terremotos en sus labios, alguna arcada, la voz quebrada, palabras fisuradas, frases inconexas. Pero nunca me amenazarán. En pocos segundos visualizarán el edificio de sus vidas apuntalado, a punto de venirse abajo; sentirán caer algunos cascotes, grietas que reptan por las paredes, polvo que se desprende de alguna esquina. Les despliego la culpa frente a ellos, coloco un mantel sobre la mesa y le explico el menú, y me suplican que lo recoja todo y me lo lleve bien lejos. Y eso es lo que hago yo. Por un módico precio. Entre tres mil y seis mil euros, según me pida el cuerpo. Y nunca recibo una amenaza de esos ciudadanos comprometidos que toda sociedad quiere contener. Además, recibo la satisfacción de que siempre me tendrán presente, seré un pequeño demonio viviendo en sus mentes con el triunfo que eso significa para mí. Yo, por otro lado, también decoro mis paredes con sus cabezas disecadas, ¿qué esperabas? Lo peor que puede ocurrir es que corran a sus casas a confesar los pecados y a rogar perdón cristiano, y se venga abajo mi negocio. Pero esto apenas ocurre porque casi ningún culpable cree en el perdón. Descarto futbolistas, grandes constructores, periodistas, políticos y folclóricas. Lo que quiero decir es que entre mis presas no hay personas poderosas, bien posicionadas, seguras de sí misma, casi sin escrúpulos, tan parecidas a mí. Suponen un peligro. Con dos llamadas te están echando paladas de tierra encima en una zanja de la sierra; con un chasquear de dedos, la cara como un mapa topográfico.

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La Niña de Brenes medalla de oro de su ayuntamiento, felizmente casada, cuatro vástagos me tumbó sobre el suelo de su camerino y acarició mi yugular con las púas de su peineta para advertirme de lo que sucedería si contaba lo que hacía con su peluquero italiano tras las actuaciones en ferias de Andalucía oriental.

Los primos del extremo derecho brasileño Adelmar da Silva técnicamente muy bueno en el mundo de la noche, también varios hijos mulatos con un precioso pelo rizado llamaron al timbre de mi casa y preferí saltar por una ventana al ver los motivos de sus tatuajes por la mirilla.

La concejala de un pueblo de costa me envió una corona de crisantemos con una tarjeta en ruso. Promociones inmobiliarias, prostíbulos, italiano aspirante a modelo en un pisito de Madrid. Lo normal.

Como en todo oficio, la experiencia es un grado.

Mi primer trabajo. Stefan Zweig. Su obra, Miedo. Qué jodido es el azar. Tocaba ese libro en el club de lectura. Ahí sentí el chispazo de la oportunidad, un estremecimiento, un zarandeo en el hombro. Es mi cualidad innata: olisquear el aire como la loba que soy y detectar el objetivo. Observé que Máximo apenas intervenía, degusté cierta incomodidad. Se secaba el sudor de las manos en el pantalón. No tenía nada que perder si lo seguía un poco durante algunos días. La protagonista de Miedo es una mujer casada, miembro de la conservadora burguesía de una ciudad austrohúngara de principios del siglo XX, es decir, estricta moralidad a raudales.

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Ella tiene un amante, siente que actúa mal pero no puede esquivar las pasiones, hasta que un día una desconocida la chantajea y la amenaza con contárselo todo a su marido. A partir de ahí ella se zambulle en una espiral de angustia y locura. Espié a Máximo en la sucursal bancaria donde trabajaba, en sus partidos de pádel semanales y en sus visitas también semanales a casa de sus octogenarios padres. Una repugnante y correcta persona. Ya me iba a dar por vencida cuando decidí ir a la salida del colegio de sus dos hijos. Entonces, ¡eureka! Observé que Máximo tenía la costumbre de conversar siempre con la misma madre antes del toque del timbre y observé que siempre adoptaba la misma postura: se acercaba al coche de ella, apoyaba su brazo en la puerta del piloto e introducía un poco su cabeza. Noté que sus respectivos espacios vitales eran invadidos mutuamente; noté la cercanía densa del coqueteo. A partir de ahí sólo tuve que esperar y la ocasión se presentó en casa de ella, mientras los niños hacían patinaje en la actividad extraescolar semanal. Máximo, tres mil pavos; su amante, otros tres mil. No entiendo cómo no me han otorgado ya cualquiera de esos premios de emprendimiento que están tan de moda.

¿Dónde os encuentro? ¿Cuáles son mis caladeros, mis cotos de caza? Entradas y salidas de colegios, por ejemplo, son propicias para iniciar relaciones. Treintañeros, cuarentones, treintañeras, cuarentonas. Mucho trabajo, mucha responsabilidad, muchas tareas domésticas, mucho hastío por la vida adulta. Poco tiempo para el desfogue. Las puertas de los

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colegios son sus discotecas de los veinte años. Decenas de hombre y mujeres de la misma generación se muestran los unos a los otros. Los padres de hoy no son nuestros padres. Tatuajes, sesiones de crossfit, cortes de pelo a la moda, aumentos de pecho, blanqueamientos dentales. Madres y padres molones que adoptan un aire juvenil. Los observo a una distancia prudente y se me hace la boca agua. Aparentan que son extrovertidos, dinámicos, siguiendo los consejos de los nuevos gurús de las relaciones sociales. En el fondo lo que desean es seguir estando en el mercado. En pocos minutos todos se miran, se revisan, se evalúan, se miden las posibilidades, y siempre hay quien da el paso y piensa que porque varíe la dieta un poco no se acabará el mundo.

Pero también clubes de lectura, gimnasios, clases de tenis, grupos de yoga, sedes de partidos políticos y sindicatos, bandas de música, peñas culturales, orfeones, escuadrones de limpieza de playas, ONGs, autoescuelas o la grada de un partido de fútbol alevín. En definitiva, todo aquel punto de reunión del mundo adulto. A veces, decido trasladarme a otra ciudad, en busca de carne fresca, nuevos ámbitos, costumbres novedosas, climas diferentes que provocan cambios de escenarios. Voy perfeccionando mis técnicas ante nuevos retos.

La obesa madre de Maggie y toda su familia parásita irrumpen en el hospital. Llevan camisetas de Mickey Mouse porque han aprovechado la visita a Florida para visitar Disneyland —con el dinero de Maggie—. Llegan con un abogado y unos papeles que Maggie debe firmar. Expulsan de

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mala manera al padre-entrenador de la habitación y tratan de convencerla de que todo el dinero ganado por Maggie con sus puños debe quedarse en la familia. Maggie calla y calla, hasta que los manda a tomar por culo. La panda de imbéciles sale en tropel del hospital jurando en arameo y a Maggie casi no le quedan lágrimas. Su padre-entrenador medita mirando por la ventana de la habitación.

Querido, al final estás solo en la vida, tú debes sacarte las castañas del fuego. Tus actos, tu responsabilidad. Los que piensas que te quieren a lo mejor no te quieren tanto. A lo mejor no mereces que te quieran. Maggie lo supo con un cuerpo lleno de escaras y recibiendo alimento por un tubo. Yo lo supe el día que mi novio me dijo lo siento con cara de gilipollas.

Soy Diana la Cazadora, una belleza salvaje con las puntas de flecha más afiladas que nunca hayas visto. Acecho al que se folla a la chica de la limpieza y a la que se tira a su fisioterapeuta. A la pija que seduce a su director de tesis y al encargado del restaurante que se enamora de todas las camareras. Aceché durante un tiempo a mi ex, y, ¡bingo!, no tardó en realizar actos impuros a escondidas. La infidelidad tiene bastante de adicción. Le saqué cinco mil porque me dijo que amaba a su conejita de spinning. Tengo su cabeza disecada en un lugar predilecto de mi casa.

En momentos de sequía, cuando la intuición y la inspiración parece que me niegan sus dones, no tengo más remedio que tirar de encantos para forzar situaciones. Compro

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sujetadores nuevos, uso dotes de actriz y provoco a mi objetivo. No me gusta esta alternativa. Opto por ella cuando me apetece cambiar de coche y sufro una travesía en el desierto. Supone doblar los esfuerzos, supone engañar al prójimo. Aunque he de confesar que es muy satisfactorio comprobar cómo tu pequeño roedor, ese que te vas a zampar, va caminando poco a poco sobre arenas cada vez más movedizas, y cuando se hunde hasta el cuello ahí salgo yo para explicarle que soy un mal sueño. Ponen ojos de cervatillo desvalido y, en ocasiones, se atreven a pronunciar la palabra amor. Entonces decido elevar mis beneficios.

¿Me gustaría que te vieras la cara ahora mismo? Al menos, no has vomitado. Es sorprendente que aún sigas aquí y no hayas huido regalándome un portazo. Seguro que ya estás revisando mentalmente tu cuenta corriente. ¿Cuánto dinero puedes entregarme sin que se resientan tus facturas mensuales? Si acudes a la policía tu esposa recibirá un suculento correo electrónico. Me dijiste que la próxima semana es el cumpleaños de tu hijo mayor. Habéis montado una fiesta por todo lo alto, ¿verdad? Una de esas que los papis y mamis organizáis para que nadie diga que no lo dais todo por vuestros hijos. Animadores y photocall. Sería una pena anularla por un conflicto familiar. Os lloverían las críticas en vuestra urbanización de piscina comunitaria. ¿Dirás en casa que durante un tiempo habrá que apretarse el cinturón? Sí, soy un verdadero demonio, un demonio que quiere volar pronto hacia un resort de Cuba.

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Durante el día, mojitos en la playa de aguas cristalinas; de noche, enormes pollas color azabache.

Resulta que Frankie Dunn, el entrenador de Maggie, tiene una hija que no quiere saber nada de él. No ha podido experimentar durante gran parte de su vida eso que se llama amor. Su capacidad de amar se ha encontrado atrofiada durante años, pero Maggie ha aparecido para activarla. Hay muchas escenas en la habitación del hospital, casi siempre en penumbra. La luz, por tanto, es leve y ellos hablan con parsimonia. Él lee libros en voz alta. El espectador duda qué tipo de amor ha nacido entre ellos. En mi opinión, el más puro y el más difícil de hallar. Es un amor surgido de la culpabilidad que atormenta al entrenador cree que el culpable de toda la situación eso es él— y del miedo —miedo a permanecer como un vegetal el resto de su vida— de ella. Es un amor desesperado entre dos personas desamparadas. Finalmente, ella realiza la petición y él accede. Nos damos cuenta que cada conversación en el hospital ha sido una despedida.

Fíjate que tu tiempo ya se acaba y espero una respuesta. Con el sí podrás continuar con tu vida actual, disfrutarás más de la belleza de ciertas escenas hogareñas visualiza a tu familia alrededor de una chimenea, con las mejillas encendidas, mientras fuera cae la nieve, ¿no es maravilloso? , y apuesto que en un futuro mantendrás tu lengua alejada de otras bocas. Con el no irrumpiré en tu morada y anunciaré la presencia de un traidor entre esas cuatro paredes. Es raro que no te echen a patadas cuando muestre estas fotografías. No sabes lo que es la

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cara de un niño cuando se le explica que su papá o su mamá chupa piel forastera.

Elige: amor ¡ja! o despedida. Cuatro mil euros y cerramos esta transacción. Sin ese dinero en mis manos te ayudaré en tu suicidio asistido. ¿O acaso esperas que de esta desgracia nazca un amor puro hacia ti en tu familia? Haz la prueba. Comprueba si vivimos en una película de Hollywood. Presenciaré encantada el espectáculo con mi paquete de palomitas y esperaré ansiosa el sonido de tus huesos quebrándose uno tras otro.

Porque somos frágiles como la masa fina. Por cierto, querido, tienes que ver Million Dollar Baby. Fin.

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Miguel Hermoso Alonso

“El cura”

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EL CURA

Por Miguel Hermoso Alonso Casi todos saben, en esta pequeña y fría ciudad, de quién es este Lancia Delta ―a las cuatro ruedas‖, que en este momento nos traslada a toda velocidad.

El automóvil ahora acelera hacía el puente elevado del polígono industrial, a las afueras de lo que es casi un pueblo. No puede decirse que a la empresa le haya ido mal, según hemos repasado antes de llegar. Han pasado muchas cosas a estas alturas de los primeros años del siglo. Al parecer, sus ingresos, duplicados en pocos años, hacen que Patricio, hijo de un viejo y tradicional autónomo, ahora sea considerado como un gran emprendedor. No obstante, algunos conocen de qué pie cojea.

Rodero nos ha contado, en la previa del viaje, que son más de una las extremidades. Que hablando de patas de las que cojear, Patricio es un auténtico ciempiés. Agravado esto, además, por sus poco discretos excesos en locales de copas y alterne. En ellos se mueve como pez en el agua, entre el alcohol y la pornografía, siendo esta última repartida entre cierto personal de la empresa, algunas veces con él mismo como protagonista.

Todo acompañado, al decir de Rodero, de un largo etcétera de insensateces inversoras, de las que hacen ―alguna

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gente de dinero fácil‖, cuando, según nuestro jefe, les ha venido de sopetón y no precisamente por su buena cabeza.

Patricio, en este momento, parece estar empeñado en ponérselos de corbata a Rodero. Asustado cuasi monje de la orden de la modernidad y la civilidad informática, Rodero ha venido acompañado por Tomás y yo mismo, Joaquín, miembros de su equipo nacional. Se trata de una misión informática, que forma parte de una nueva implantación redentora de todo lo que molesta a la coordinadora central.

Tomás, lleva ya rato intentando diluir nuestra tensión, nuestro miedo como pasajeros del Lancia, desde el centro del asiento trasero, que comparte con Rodero y conmigo.

Mirad los dibujos que me dejó mi hija María sobre la mesilla de noche. ¿Este muñeco de dos cabezas? ¿Serán dos gatos? ¿Qué pensáis? —nos pregunta.

Nuestro jefe, Rodero, no busca hoy ningún reconocimiento, porque dice que no vale para nada, que la mayoría de los delegados de la organización son de la misma ralea que este de hoy, o peor. Sus manos sobre el reposacabezas reflejan un único deseo de volver a Madrid entero. Su abnegación hoy está siendo puesta a prueba.

Entre tanto sobre el papel blanco que lleva Tomás, un demonio sin patas corteja a una niña de comunión, mientras que un pirata, con un merengue por espada, intenta salvarla desde el otro lado de la hojita.

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¡Uy! Como se nota que este Lancia tiene tracción en cuatro puntos dice Rodero acojonado, mientras se encoje su corbata como la tela de un acordeón, al coger el coche una curva muy cerrada.

Una terrible raya negra separaba en el papel a un héroe de su futura princesa, y es que parece que son dos escenas diferentes. Bajo ellos se extiende amenazante un abismo blanco que parece ciertamente profundo, y del que Tomás dice que solo es un bache.

Rápidamente, acostumbrado a dar soluciones ágiles, Fray Rodero, intenta de forma muy evidente sacar un tema de conversación que interese al chaval, y conseguir que este, aunque fuera solo por seguirla, se distraiga y aminore la marcha.

—Esta noche después de las pruebas de implantación, nos llevarás a cenar ¿no?, ¿cómo está el ambiente por aquí? Pues Rodero ¿qué te puedo decir? Con la rasca que hace en este jodido villorrio, en esta época del año, y a esas horas, como no te vayas de putas después de cenar, a ver que hacemos le contesta Patricio, mientras acelera con fuerza en la última recta que bordea el polígono.

Rodero nos ha dicho antes de llegar, que cuida de su déficit en el presupuesto de gastos como si de una úlcera se tratara. Y que teme que esta lleve heridas sangrantes con nombres tan sugerentes como ―Copas la Casita Verde‖ o ―El descanso de Paca‖. Lugares estos, entre otros muchos, en los que no habría tenido más remedio que invitar a los delegados que los frecuentan.

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Según comenta, como esta implantación nacional continúe por ese camino, a su reputación le va a seguir creciendo más que como una úlcera, más bien como un tumor. Un tumor cada vez mayor. Más aún, teniendo en cuenta que aún quedan casi dos tercios de las capitales de provincia por visitar.

Aquí, hay como una mano con un tatuaje, o quizás puede ser un árbol con raíces y ramas, ¿no? ¿y esto de aquí ¿será el Mago Merlín? dice Tomás mostrándonos otro papel. Igual no nos da ni tiempo a irnos de putas acierta a responderle a Patricio nuestro jefe, mientras parece relajarse un poco por estar llegando ya al final del polígono.

Antes de aterrizar, en intimidad, Rodero nos ha confiado en el avión que el tema de los gastos, va a ser un bulto de esos de los malos. De los que, en cualquier reunión importante de consejeros, algún cabrón resentido por no poder colocar a su sobrino o a su hijo en el proceso, le va a sacar a la luz. Y cualquiera después hace olvidar semejante sambenito.

Como el de ―Cura‖, mote que no acaba de comprender muy bien. Pues, según él, a pesar de todos sus esfuerzos por tener una imagen moderna de técnico y ejecutivo cualificado, ha pesado más la simpleza superficial de estos empresarios salvajes. Ha contado más su barba, su calva, sus anteojos, o quizás, sobre todo, dice, el rumor del origen de sus estudios en un colegio jesuita.

—Todo ello unido, visto a la manera zafia y vulgar de estos delegados nos ha confesado antes de llegar.

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De cuales quieran sean nuestras meditaciones, nos saca ahora la imagen de un camión acercándose de frente a toda pastilla que Patricio no esquiva hasta que, en el último momento, da un volantazo y vuelve al carril de la derecha.

En otro papel blanco de María, que se revela con el aire de la ventanilla, un profesor sigue enseñando cómo son las curvas triangulares en una pizarra. En el revés, una princesa ha sido representada sentada en el trono junto a un príncipe muerto o quizás dormido.

Aún le tiemblan las piernas a Rodero, cuando llegamos a pie a las puertas de la nave. Experimentamos la agradable sensación de volver a recuperar la seguridad de la gravilla bajo las suelas de la entrada. Habrá que buscarse un pretexto en cada uno de los días de la estancia en este lugar, para no regresar al hotel con el tal Patricio.

Al abrir la puerta Antonio, el padre del piloto, nos saluda abriendo los brazos con un gesto irónico. El viejo ha sido negrero toda su vida. En África y fuera de ella. Cuesta ponerse en la perspectiva adecuada frente a don Antonio.

Antes de verlo como un anciano de aspecto respetable, que parece que se resiste a dejar de trabajar. Se le debería a imaginar allí, en la Guinea Española, tal como nos lo contó su hermano Juan en una cena de la Central.

A las afueras de Bata, la capital más importante en el continente, habría llegado buscando oportunidades, negocios

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de ventaja, después de varios pinchazos, y de la apresurada salida de la península, comentando a la familia, para despistar, que se marchaba a la legión.

Según nos relataba Juan, aun se acordará de él Abdul, si vive. Y, si es así, sin forzar mucho la memoria desde luego. Negro alto y espigado, bien tostado. Y al que la piel sudorosa le solía resaltar especialmente en los brazos, donde no le cubría los restos de la a camiseta de baloncesto del Barcelona que don Antonio le había traído de España.

El jefe se la había regalado como un símbolo de distinción, de confianza, frente al resto de la cuadrilla de trabajadores. Era esta una de sus típicas estrategias. Le gustaba mantenerlos divididos con pequeños detalles y prebendas.

Pronto captaba, en cualquier equipo, a alguien que mostraba mayor voluntad o habilidad que los demás. Y en lugar de dejar que estas cualidades se diluyeran aumentando la media de trabajo y calidad del grupo, don Antonio lo apartaba y lo sometía a largas charlas.

Estas solían afectar al recién llegado en su relación con los demás, y terminaban por desequilibrar el bloque y la marcha del trabajo. A don Antonio no le importaba tanto esto, como su insaciable placer por el control y la intriga, que no se calmaba hasta que le llegaba el próximo juguete humano.

El supuesto hombre de negocios peninsular, tenía a su cargo lo que en realidad formaba un grupo de trabajo de guineanos y españoles desesperados, en manos de un duro capataz para todo, como don Antonio.

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Porque el peninsular, siempre estaba al quite de cualquier trabajo o nuevo negocio. Ya fuera en los muelles para cargar bultos, en los huertos, en las obras de saneamiento y de caminos, o, si llegaba el caso, para darle por encargo, un susto a alguien. Nunca le importaba enfangarse con su cuadrilla en temas poco claros si llegaba la ocasión, según su hermano.

En todas esas tareas se apoyaba en la lealtad feroz de hombres como aquel negro, que destacaba por su altura, su corpulencia y también por su inocencia, del resto. Es lo que a Abdul le había permitido estar más tiempo como favorito. Muestra de ello era su vestimenta, que, aparte de la camiseta, consistía habitualmente en unas calzonas negras y unas zapatillas hechas con trozos de goma, unidos al pie con tiras de piel que le había dado don Antonio. Semejante calzado le proporcionaba un aspecto de mayor resistencia y movilidad frente a sus compañeros guineanos medio descalzos.

Ven, Abdul, ven para acá le llamaba desde la puerta del chamizo.

Di usté, don Antonio.

Mira, acércate corriendo a Mongomo, vuelves y me dices si está lloviendo. Y no vuelvas tarde, que ya sabes qué si sales ahora y te das prisa, puedes llegar antes de anochecer.

Sí, don Antonio.

Cuando Abdul se volvía y comenzaba su carrera, el peninsular, sudoroso y recostado sobre juncos, no podía normalmente contener la sonrisa de satisfacción, ante la escena repetida, una y cien veces por pura diversión.

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―Buenos tiempos para Antonio‖, nos decía Juan, su hermano, en la cena.

Luego, en los ―madriles‖, acabarían llamando "el viejo brujo‖, o simplemente el "viejo", por sus constantes maquinaciones con el personal, al que se jactaba de controlar, no si continuos enfrentamientos con los comités de empresa y representantes sindicales, ya en tiempos de la Transición. La pugna llegaba incluso fuera de la empresa que tocara en cada momento. El deseo de salirse con la suya no tenía límites para alguien como don Antonio.

Tiempos revueltos en los que en la calle era frecuentes las intervenciones de los grupos organizados de reaccionarios antes las reformas. Conocidos eran por algunos en las empresas, los rumores sobre el apoyo del viejo a ciertos altercados y ataques contra gabinetes de abogados. No obstante, de esto último Juan no pudo a asegurarnos nada.

Hombre Luis Rodero, ya nos tocaba disfrutar de tu trabajo. Que nos tenéis olvidados macho nos dice ahora don Antonio.

Tú sabes que nos es cosa mía se excusa el recién llegado Rodero.

Aquí te están esperando Pepe y Raúl, y veo que traes refuerzos. Ya los conozco, Tomás y Joaquín ¿no? Joder me habéis traído casi todo el equipo. Como se nota que en Madrid es famoso nuestro cochinillo. A ver si entre comida y comida,

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poneis esto de una puta vez en pie aguijonea otra vez el viejo, con una sonrisa en la boca.

Vaya salida a puerta gayola que me ha hecho usted, señor delegado devuelve Rodero, intentando recoger trapo.

Vamos, vamos pa’ dentro, que aquí fuera hace un frio del carajo y luego me vais a decir que os duelen las manos de teclear en la nave insiste don Antonio en provocar cordialmente.

En el coche tres monigotes de María, pequeños y en fila dialogan sobre la inmensidad blanca. Uno quiere a hablar con el que está más lejos, otro, el del medio, le presenta un papel. El garabato más alejado quiere salirse de la hoja.

La nave ya no es lo que era hace unos meses. Casi todo el trabajo se quiere sustituir por el discurrir de unas cintas trasportadoras controladas por ordenador. Gran parte del espacio lo ocupan ahora esos caminos móviles de goma desparramados por todas partes y franqueados, cada poco, por equipos informáticos sin los que no son nada.

Don Antonio se lamenta de algunos puntos débiles, que consisten en que las jodidas máquinas aún no saben leer los albaranes de la mercancía hechos a mano, o que no pueden comprobar que a alguno de los paquetes se les salga las tripas, por poner solo dos ejemplos de la molesta interferencia de lo real en el ―gran plan‖ de la central.

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Mientras el delegado le enseña las nuevas instalaciones desde el centro de la nave, Rodero experimenta como en una especie de éxtasis. Le suele ocurrirle justo cuando le invade el miedo a no cumplir expectativas.

Y es que nos ha dicho Rodero, antes de llegar, que, al fin y al cabo, todo no deja de ser una jodida conversión. Una transformación de parte de lo real, de parte de la Creación, en papelitos y bits. Esos que llenan casillas imaginarias, desde que él y nosotros empezamos a trabajar en lenguajes como RPG, FORTRAN o COBOL. Y que, como en toda conversión, hace falta ―cantidades ingentes de fe‖.

Fe en los dictados de la empresa, fe en las virtudes de la mecanización, fe en la bondad de la modernización para los empleados, fe en los distribuidores, en los operadores, en lo programadores, en los analistas, y en que todo va a salir bien. En que todo acabe teniendo un sentido.

También en que el dibujo de la niña de Tomás sean dos gatos. Siempre daría más coherencia a la obra ha comentado Rodero antes de entrar en la nave, ante la sorpresa de Tomás y mía.

Ahora Rodero mira hacia la puerta de la nave y ve como Patricio está en ―boxes‖, limpiando su Lancia Delta a las cuatro ruedas, y ―colegueando‖ con el personal de nave, seguramente antes de volver a montarse en su bólido y emplearse nuevamente a fondo en ponerle el corazón en el puño a algún pasajero más, o en asustar a alguna vieja.

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Entonces Rodero cierra los ojos y mira al cielo de la nave, mientras susurra casi hablando para sí.

Hay que pensar, tenemos que buscar una excusa para cada día. Esconderse como sea para no volver con el niñato al hotel. Si al final todo es cuestión de fe, habrá que guardar un poco para nosotros ¿no?

Y cerrar los ojos y rezar para llegar al viernes le dice el ―padawan‖ Tomás, mirando el suelo.

Una serpiente gris recta, ahí, en el papel arrugado de un periódico, en el sucio suelo de la nave. Una serpiente entre mil palabras negras de un artículo de prensa. Casi nadie ha leído todavía que es la foto de un canal averiado del polígono que se desbordará pasados unos días.

Ahora solo sirve para que Rodero, el cura, desde arriba, mientras la pisa, sin poder llegar a leer bien el artículo, parezca que piensa por un momento, en que podría estar en otro sitio. En un lugar limpio, al aire libre, con ríos, como el que seguramente quizás quiera creer que está viendo en la hoja del suelo.

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Juan José Lara Peñaranda

“No toqués nada”

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NO TOQUÉS NADA

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Entablamos conversación (por así decir) en un tugurio de Buenos Aires. Yo buscaba refugio de una tormenta impetuosa y él bebía en una soledad que se presentía densa.

Y bien dijo como continuando un diálogo que había quedado interrumpido , ¿qué le trae a Buenos Aires?

Asumí que había percibido mi condición foránea en mi acento al dirigirme al camarero e incluso en la indumentaria. Aún me pregunto por qué opté por la sinceridad en una circunstancia en la que lo coherente habría sido ofrecer alguna respuesta baladí. No conocemos las auténticas razones por las que hacemos lo que hacemos. Se trata de un pensamiento perturbador sobre el que prefiero no profundizar.

Quería pasear por las mismas calles que pisó Borges confesé, y sus ojos se incendiaron súbitamente de un asombro admirado.

¿Ha venido desde la vieja España por Borges? replicó imbuido de una curiosidad indisimulada. De nuevo, asumí que mi acento revelaba mi origen de manera más que aproximada; si aquel hombre estaba familiarizado con los acentos de mi país, a esas alturas

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probablemente podría indicar de qué lugar exacto de la Península provenía.

Un paseo de quince horas de avión le contesté en una gracia que no se dignó reírme.

Me conminó a que abandonáramos la barra y nos trasladáramos a una mesa (señaló con la mirada al camarero, sugiriendo que podría husmear en la conversación). Aproveché el breve trayecto desde la barra a la mesa para analizar a mi inopinado contertulio. Arrastraba los pies y se movía con torpeza. Rezongaba en baja voz y su mirada transmitía desdén, si no franco desprecio. Un viejo gruñón, en definitiva. Ropa arrugada y envejecida, cabello ralo y asilvestrado, dentadura macilenta. Nada en él presagiaba un amante de la literatura, un espíritu capaz de conmoverse con los exóticos universos de su compatriota.

Una vez acomodados en la mesa más esquinada, me animó a que me explayara sobre el ya adelantado motivo de mi visita a la ciudad. Se le inyectó la mirada de un fulgor maravillado cuando supo que había dejado mujer e hijos en España, privándoles del padre de familia en las vacaciones estivales, para recorrer la ciudad con la libertad del vagabundo. «La libertad del vagabundo», repitió esbozando algo parecido a una sonrisa aprobatoria. Arquitecto, le expliqué, disponía de una situación económica holgada. Mi afición por Borges, como por la misma escritura, se remontaba a la adolescencia, a la niñez incluso. Había ganado algún certamen menor, le relaté; mi gran obra, confiaba entonces y así lo manifesté, había de

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llegar aún. Tal vez llegué a pensar que hollar las mismas calles que el gran maestro me brindaría una inspiración definitiva.

Ya ve admití cuán desquiciada osadía, pensar que por transitar estas calles me sería concedida una inspiración de mayor orden.

No, no susurró con afable condescendencia , nada irracional.

A mi llegada a la ciudad le relaté, no sé por qué, con total confianza me precipité hacia el Café Tortoni, en pos del lugar frecuentado por él y otras plumas insignes. Sin embargo, fue solo en La Biela donde sentí su presencia de manera casi alucinatoria. Me senté a la mesa que frecuentaba junto con el gran Bioy Casares, y ahí, en ese rincón de la elegante Recoleta aguardé un golpe certero de inspiración. Una inspiración que me llevara, no a un incontestado Olimpo literario, pero al menos al premio de algún certamen de relato. No pido más. No sabe cuánta ilusión me haría.

Si bien mi referencia al Tortoni (hervidero de turistas hoy) lo dejó frío, mi mención de La Biela prendió una llama de emoción en sus ojos seniles. Se interesó por mis escritos y me sentí tentado a referirle algunas de las historias más burdamente plagiarias de nuestro ciego venerado que, a modo de ejercicio, había compuesto en mi juventud. Preferí, sin embargo, confiarle la serie de relatos que en aquel momento tramaba, una serie ubicada en el Antiguo Egipto: faraones y pirámides y arenas del desierto.

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La vida de aquella civilización compartí mi sentir se nos aparece ahora como atravesada de misterio incluso en su más grosera cotidianidad. Como si nada hubiera hecho esa gente, lavarse el pelo o calzarse unas sandalias, sin acompañarse de sortilegios milenarios y mágicos ritualismos. Tal vez no sea mala idea explotar esa atracción.

La idea le pareció promisoria y se interesó por el tipo de investigación histórica que había precedido a la redacción. Mi investigación, confesé, carecía de originalidad y de sistematicidad; se circunscribía a un par de manuales ortodoxos: aquellos que me brindaba la biblioteca de mi barrio. Sacudió la cabeza en ostentoso gesto de contrariedad. Marchó al lugar que ocupaba en la barra cuando llegué y no volvió a dirigirme la palabra o la mirada siquiera. Lo miré alejarse de la mesa y darme la espalda; no merecía la pena invertir más tiempo en aquel viejo estrafalario.

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Deambulé por las calles de la ciudad que combina su esplendor y su penuria con equilibrio tal que no logra suscitar ni arrobo ni lástima; un gigante alicaído que luce con orgullo los vestigios de una época lozana. Tal vez no sobre aquí un breve inciso sobre los lugares mencionados, pensando sobre todo en aquellos que han cometido la imprudencia de no visitar aún la ciudad que se remansa junto al Río de la Plata. El Café Tortoni es una

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exquisitez de formas modernistas con presencia ubicua de la madera, radicado en la misma Avenida de Mayo. Las tertulias del Café fueron frecuentadas no solo por nuestro ciego, sino por otras personalidades de similar relumbre, tanto en el manejo de la pluma como de otras disciplinas: Ortega y Gasset, García Lorca o, se dice, el mismo Einstein. El Café Tortoni se ha convertido en un avispero de turistas que conforman engorrosas colas a la espera de una mesa vacía. La Biela es otra cosa. En el barrio más elegante de la ciudad, la Recoleta, vecino al suntuoso cementerio, de paredes punteadas con fotografías en blanco y negro de automovilistas de época, no se encuentra tan saturado. Dos esculturas de fiel realismo ubican a Bioy Casares y a nuestro Borges en la mesa que con pertinaz asiduidad ocupaban. Mi acompañante circunstancial mostraba buen criterio con su displicencia hacia el Tortoni y su buena disposición hacia La Biela. Yo, sea dicho en honor a la verdad, había probado un excelente café irlandés en el Tortoni, hecho del que ya no pude dar testimonio ante mi acompañante, dado lo precipitado de su marcha. Esa precipitación hacía aún más sorpresivo lo que había de suceder aquella misma noche.

Cuando aquella noche el teléfono sobresaltó mi lectura («el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran»), no podría haber conjeturado que era su voz la que hallaría al otro lado: «Anote mi dirección», dijo con tono circunspecto y procedió a detallar una calle de nombre eterno.

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No recuerdo haberle dado el nombre de mi hotel le espeté. Venga de inmediato dijo, y ante mis reticencias balbuceantes, añadió : puedo ayudarle. Y colgó.

¿A qué podía ayudarme? Permanecí unos minutos en la soledad del cuarto preguntándome qué pretendía aquel botarate. Sin embargo, intuí que habría de arrepentirme si no me aventuraba a aquella cita peculiar. Se trataría, cuando menos, de una anécdota que relatar en el futuro sobre mi solitaria y errabunda estancia en Buenos Aires. Pedí un taxi en recepción. Tomé algunas precauciones, como no llevar conmigo las tarjetas de crédito. «Esta zona es fea», me dijo el taxista, y percibí su duda acerca de si aceptar el encargo. Finalmente, partió. Nos adentramos en un suburbio de edificios especialmente decrépitos y callejas particularmente penumbrosas. Charcos de agua sucia y solares propicios para las ratas conformaban el escenario. Tras unas cuantas vueltas nerviosas, el taxi me dejó en un portal tan miserable como el resto. Subí por una escalera de peldaños angostos y paredes desconchadas cuajadas de humedades. Encontré la puerta abierta y un interior de lujo inverosímil en mitad de aquella podredumbre. Lámparas suntuosas colgaban de los techos altos de mampostería, exquisitas réplicas impresionistas adornaban las amplias paredes, la madera maciza del parqué amortiguaba la pisada como en grácil levitación. La decoración abigarrada se componía de miniaturas procedentes de viajes envidiables: un moai chileno, un tranvía de San Francisco, la giralda sevillana,

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un pedazo del Muro de Berlín, puertas torii japonesas. «El señor lo aguarda», dijo un mayordomo vestido a la manera antigua mientras me conducía al salón, donde lo hallé vestido de traje, sentado a la mesa. En baldas azarosamente (o respondiendo a un orden que no pude dilucidar) distribuidas por la casa, se replicaban los dos mismos volúmenes: Jorge Luis Borges. Obras Completas I; Jorge Luis Borges, Obras Completas, II. Nuestras miradas se encontraron. Sorbió de su mate, indicó que tomara el que su mayordomo me servía. Le expliqué que no era de mi agrado, que lo encontraba excesivamente amargo. «Beba», me dijo con tono imperativo pero carente de acritud. Sorbí. No toqués nada me dijo , mirá, escuchá, pero no toqués nada. Sentí sus palabras desde el otro lado del desmayo. Una bruma opaca veló la vista.

Gentes extrañas me rodean. Un sol lacerante nos castiga en mitad de un camino polvoriento. Hablan lengua extraña. Me ofrecen agua que bebo de cántaros, el barro la mantiene fresca y la siento caer, alegre, garganta abajo. Visten, yo visto también, una suerte de túnica blanca, lino tal vez, que, aunque de agradecer ante el calor angustioso, me parece impúdica. Me aúpan a un carro desvencijado, dos asnos remolones los empujan, y me trasladan al poblado. Las gentes se arremolinan y, poco a poco, su idioma comienza a hacérseme inteligible. Aquellas palabras rocosas, extravagantes, remotas, comienzan a

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sonarme naturales, espontáneas. Me preguntan de dónde vengo. Me acomodan en un jergón, en una casa pequeña a la que el adobe protege del ardor canicular. Me ofrecen agua y me acercan una bandeja de dátiles, higos, uva. Me preguntan si vengo de Menfis, de Heliópolis, de Guiza, o tal vez de más allá: ¿de Coptos, de Tebas, de Edfu? ¿Dónde estoy?, pregunto, y la respuesta suena contundente: Alejandría. ¡Alejandría! «Alejandría invadida por los romanos», grita un niño al que mandan callar.

Les explico entonces las palabras de su lengua acuden sin esfuerzo a mi boca que, sin familia, marché de comerciante a Nubia; a mi regreso, unos bandidos me despojaron de todo mi equipaje y me abandonaron, malherido, en la cuneta. ¿Bandidos?, se pasman, se escandalizan, se ofuscan; estas gentes no están habituadas a la bellaquería. Siento un pueril orgullo por mi pronta reacción; me siento como Gregorio Samsa, el protagonista de La Metamorfosis, quien, tras levantarse y constatar que se había convertido en un insecto, se levanta con tranquilidad a desayunar.

El dueño de la casa me ofrece su humilde morada; necesito reponerme, me insiste. En efecto, caigo rendido: ha sido un viaje de cinco mil años. Al levantar, han preparado estofado de carne de vaca; lo agradezco efusivamente, pues me consta que lo reservan para ocasiones especiales. A la mesa, el matrimonio anfitrión y diversos niños que me miran con curiosidad. Hay pan. Bebemos algo muy parecido a la cerveza. Siento que bien podría estar comiendo en cualquier lugar del

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Mediterráneo del que ahora nos separan un puñado de milenios. Invento una vida de comerciante en Nubia. Les hablo del oro y de cuarzo, imagino templos, describo ríos que nunca he visto. Acabada la comida, acabada la sobremesa, en la que sigue corriendo la cerveza, una duda flota en el aire sin que lleguen a formularla: ¿qué haré? De momento, me ofrezco para dar clase a los niños. Les brindaré, les digo, una educación propia de la corte. Ríen. Supongo que más por pena que por fe, y por no deshacerse de mí de manera abrupta, me dejan hacer. Aquellos niños, al fin y al cabo, nada tienen que hacer en todo el día más que esperar a crecer lo suficiente como para enviarlos a fatigosos trabajos. Despliego mis conocimientos ante mis alumnos. Lo cuento todo, no sé contenerme: ¿cómo fingir que se sabe menos de lo que sabe? No toqués nada, me había dicho el viejo loco que me había conducido hasta aquí. ¿Y cómo se hace para vivir sin tocar nada? ¿No es mi mera presencia una manera de tocarlo todo? ¿No bastará mi mera presencia para cambiar la vida entera de esas gentes y con ella el curso entero de la humanidad? Me prometo a mí mismo no hacerme notar, pasar inadvertido, pero llegan los niños y me tiran de la lengua y les vuelvo a hablar de polinomios y vectores, de la inercia y de átomos y de moléculas y del sistema nervioso. No toqués nada, me repito, pero no sé callar, no sé hacer que sé menos de lo que sé, que ignoro lo que en verdad sé. Hablar de todo aquello es una manera estrepitosa de tocarlo todo.

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Pronto había corrido la voz por todo el pueblo acerca de mis conocimientos. Pronto me traían los vecinos a sus niños para que les enseñara matemáticas, astronomía, latín. Alquilé una habitación en una casa vecina donde recibía cada vez más alumnos. Aquellos padres, como los padres de los niños de ahora, no querían que sus hijos acabaran picando piedra en una cantera, levantando los templos del faraón, cultivando las vides. Me traen a sus hijos para que los haga escribas, médicos, sacerdotes, arquitectos.

Me solazo contemplando. Me basta contemplar. Sus casas, sus maneras, sus fiestas; su vida, en definitiva. Pero continúo excediéndome en mis clases, enseño ecuaciones y describo el universo y la gravedad y la causa de las mareas, me adentro en la química. Me permito filosofar con los más mayores. No supe callar y pronto se corrió la voz de que un mago, un brujo, un orate había llegado de no se sabía dónde. Y así fue que un día recibí la visita de dos funcionarios gubernamentales. Me interrogaron a fondo. De dónde venía, me preguntaron, de dónde venía todo aquello que andaba contando. Habían sometido mis lecciones a la consideración de los más sabios del Imperio y, confesaron, quedaron maravillados. Los sabios habían dictaminado que mis lecciones tenían visos de verosimilitud; de un saber muy adelantado a nuestro tiempo y lugar. Me escudé en la amnesia; los canallas que me atracaron me habían golpeado en la cabeza y solo retenía aquellos conocimientos abstractos, pero poco recordaba de mí, de mi vida. No me creyeron. Me ordenaron que los

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acompañara. Me hicieron subir a una suerte de carroza tirada por dos bueyes rubicundos. Las gentes, curiosas, se agolpan. Los emisarios les mandan a gritos que dejen paso. Avanzamos por caminos empedrados, por sendas de polvo. Me parece percibir efluvios marinos. Es todo tan onírico. Nos abrazan arenas de desierto y, por momentos, fértiles valles. Templos de todos los tamaños salpican el paisaje. No puedo creer que todo esto, que ni tan siquiera es verosímil, sea real. Y así fue como llegué a la corte. Fui confinado en una amplia estancia de un palacio grandioso. Bien alimentado y ropa limpia, pero confinado, al fin y al cabo. Un centinela me vigilaba, se me permitía pasear por un patio interior durante cierto tiempo al día: era un preso recluido en prisión de lujo. Me hostigaron para que desvelara mi identidad y tanto insistí en que nada recordaba que llegaron a sentir la tentación de creerme. Vinieron entonces hombres provectos, los sabios del Imperio, especialistas en las diversas disciplinas. Me conminaron a que les explicara lo que andaba contando a los infantes. Hablé al matemático de ecuaciones y logaritmos; al cabo de unas reuniones nos sumergimos en las sinuosidades de la trigonometría. Me asombraron sus conocimientos, que en ciertos puntos aventajaban a los míos; pero sabía que, por fuerza, habían de causarle gran admiración las geometrías no euclídeas, a las que pronto recurrí para ganarme su respeto. Analicé con el sacerdote el argumento ontológico de la existencia de Dios y, para mi sorpresa, debatió

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sin asomo de fanatismo. A lo largo de varios encuentros repasamos la metafísica aristotélica, que nos llevó a discutir las vías de Santo Tomás y aventurarnos por reflexiones cartesianas. Llegado fue el momento en que no sabían qué pensar de mí: si nigromante, si heraldo de una divinidad desconocida, si agente de desconocido imperio ultradesarrollado que más pronto que tarde había de amenazar la existencia de Egipto. Cuando aquellos emisarios se presentaron con grave rostro, pensé que sería el patíbulo mi siguiente destino. Me conminaron a asearme y me prestaron nueva y pulcra vestimenta. A la tarde, me anunciaron, habría de acompañarlos. Me condujeron por largos pasillos y espaciosas estancias, paredes de coloridos grabados, primorosos muebles de madera y remates de oro y marfil, jardines con estanques de agua clara, cofres de ébano, artesanía de bronce puro. Me hicieron sentar en un banco de madera de cedro forrado de cuero y patas de toro. Frente a mí, una puerta que me pareció de oro macizo, flanqueada por dos hileras de soldados que, sable en una mano y escudo en otra, me vigilaban sin dirigirme la mirada. La puerta se abre, los soldados, como un mar que se parte en dos, dibujaron un pasillo, un hombre tonsurado me indica que entre: Cleopatra Séptima Thea Filopátor dice, extendiendo el brazo de manera reverencial de la estirpe ptolemaica, única reina y faraona de Egipto. Y allí estaba. Cleopatra. Reina, faraona de Egipto. Se asienta, majestuosa y bella, en un trono que combina oro y plata, profusamente ornamentado: predominan figuras

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animales. El aposento, de generosa amplitud, se mantiene fresco; un puñado de personas realizan tareas varias que no me da tiempo a identificar. Me habla con voz firme pero afable. Me está hablando Cleopatra, me dice mi propia voz interior. Domina el arte de hablar con calidez pero con autoridad; una majestuosidad cercana. Me encargaré, me anuncia, de aleccionarla a ella. Ella será mi único alumno. Viviré en palacio y estaré a su completa disposición. A mí nada me faltará, será mi vida la de un cortesano. No toqués nada, me había advertido el loco bonaerense: ¿no estaba llamada mi presencia junto a la bella de Oriente a interferir en el corazón mismo de la historia? ¿No era compartir mis conocimientos con la faraona de Egipto la más grosera forma de tocarlo todo? ¿Y qué podía ya hacer?

Le repetí, durante horas y días, todo aquello que había expuesto antes los infantes del poblado. A la mujer fascinante le fascinaba aprender. Abría los ojos almendrados y mostraba una admiración sincera hacia los logros del intelecto humano. Me tiraba de la lengua, me incitaba a narrarle cosas que yo no debía narrarle. No toqués nada, me repetía, y pensaba en mi mujer y en mis hijos: ¿qué sería de ellos si por mi culpa daba la historia un golpe de timón? Pero aquella mujer sabía que yo sabía más de lo que decía, de lo que quería decir, de lo que debía decir. Pero aquella mujer sabía inducir, tentar, seducir. ¡Quién en la historia entera de la humanidad ha sabido como ella! No fui presa fácil, pero qué importa ya: fui presa vencida. Se tejió una cálida confianza entre nosotros a fuerza de

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horas donde le hablé de galaxias y de homínidos y de civilizaciones extintas. También de cómo habría de ser recordada aquella civilización que tan viva aparecía a nuestros ojos y de la que en no tanto tiempo no quedarían sino ruinas y elucubraciones. Le recité poemas y le descubrí teorías a las que quedaban milenios para ver la luz. Pero ella me inquiría con indisimulada insistencia por los romanos y no le saciaban mis respuestas. Intuía que yo podía facilitarle información valiosa, que yo disponía, de alguna misteriosa manera, de acceso a eventos aún no acaecidos. Ignoro si me suponía algún tipo de poder clarividente o sospechaba alguna circunstancia más peculiar. Podría haber amenazado con cortarme el cuello si no le revelaba mis secretos. Cuán fácil habría sido plantar ante mí uno de sus innúmeros escoltas blandiendo un espadón. Pero no. Aquella mujer, criada en una corte donde los propios hermanos se masacraban sin miramiento, había de utilizar más refinados mecanismos. El mecanismo infalible de su incontestable poder de seducción. Cuando Cleopatra me hizo pasar a las estancias donde tomaba sus célebres baños en leche de burra, cuando me mostró su cuerpo de elegantes ondulacones, cuando las lenguas se encontraron y cuando los cuerpos se reunieron, hablé, todo lo hablé. Le conté que llegarían los romanos, llegarían a su misma puerta, le conté que su hermano, que Ptolomeo, serviría a César la cabeza de Pompeyo, lo cual lo irritaría. Su hermano, podía estar tranquila, sería muerto por los romanos junto al Nilo.

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Mucho se ha hablado acerca de la belleza de Cleopatra. Quiero detenerme en este punto. No diré que Cleopatra no fuera bella juicio, en todo caso, sumamente subjetivo , pero sí diré que no era el suyo un rostro delicado y como esculpido por mano hábil. No, no era su rostro un primor que atrae las miradas de manera hipnótica. Hipnóticos eran en ella los modales y la dicción al hablar y la fama que la nimbaba. Sí era su cuerpo una porcelana perfecta, pero su rostro adolecía de ciertas tachas que poco tardaban en convertirse, a ojos del hombre engatusado, en graciosas peculiaridades. La nariz incómoda, los ojos desorbitados, la cara en exceso alargada, el cabello indócil; todo se convertía a ojos del hombre víctima de su embrujo en atractivo añadido. No toqués nada, resonaba en mi cabeza la admonición, y yo tocaba a Cleopatra. ¿Qué repercusión podría tener aquello? ¿Qué reverberaciones en el futuro? Era mi deber empujar a Cleopatra a hacer aquello que ya había hecho una vez. Salvaguardar así mi mundo, con mi familia y mi misma identidad. ¿Qué sería de mi mujer, de mis hijos, de mí mismo si todo se removía? Cleopatra debía caminar sobre sus propios pasos: preñarse de César, yacer con Marco Antonio. La historia debía seguir su curso, el curso que ya había seguido una vez. ¡Pero no! No podía permitirlo. ¡No podía! Le mentí. Le dije que en los días futuros de los que yo procedía, César la aniquilaba. Que aprovechaba el ardor de la alcoba para hundir el puñal en su vientre. Después, le dije, Roma se extendía sin impedimento alguno por el gran Egipto y más allá. Me inventé un futuro

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donde el mundo entero caía a pies de César. Inventé todo lo que hube de inventar para disuadirla de entregarse a César, para retenerla junto a mí. Mentí y mentí y mentí. Para mantenerla junto a mí. Para seguir regocijándome en su compañía y compartir sus baños en leche. Para que César no me la arrebatara.

Y César llegó. Llegó a Alejandría triunfante y soberbio. Y Ptolomeo le entregó la cabeza de su rival, cortada de tajo certero. Y vio entonces Cleopatra que yo había dicho verdad. Creyó creí que creía que todo sucedería tal y como yo había vaticinado. César la apoyaría en la contienda contra su hermano para después acabar con la vida de ambos y marchar victorioso hacia nuevas conquistas. Hacia la conquista del continente todo, del mundo entero. Y, sin embargo, el destino siempre se impone. El destino: lo inevitable. En vano se luchará contra aquello que está llamado a suceder. Cleopatra y Julio César se deseaban y nada se interpone entre dos deseos que se encuentran. Entre dos cuerpos que mutuamente se ansían. Había querido cambiar el destino, sin importarme las consecuencias, dispuesto a sumir en la oscuridad de la noexistencia a mi familia y a todo lo que una vez conocí y estimé. Nada me importaba. Deseaba a aquella mujer. Cleopatra. Cleopatra. Me mantuvo preso en mi propia alcoba, que volvió a ser custodiada por soldados de la corte noche y día. Yo representaba la voz de la conciencia, que la advertía del abismo al que se entregaba entregándose al César. Ignoraba, claro, que

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yo mentía. Que el abismo no era sino una de las más célebres historias de amor y pasión que sobre la tierra han sucedido. Al cabo de varios meses, apareció en mi aposento, donde por orden suya me hallaba cautivo. Me sentía inerme ante su belleza enigmática.

¡Con un carcamal! le espeté en pueril berrinche , ¡mírate, en la flor de la juventud con un quincuagenario! Cleopatra tenía apenas veinte años y César rebasaba los cincuenta. No hallé otro argumento que arrojarle. Cuán patético puede ser un hombre despechado. Mis palabras no le dolían; la fuerza que la llevó a entregarse al César era mayor que el daño que le pudiera ocasionar cualquier ofensa, mayor que el temor a cualquier desgracia. ¿O tal vez sospechaba que yo le mentía? Descorrió levemente su túnica y, piel de intensa palidez, me mostró un vientre ligeramente abotargado. La visión me escoció en algún lugar sensible del alma.

Ptolomeo XV Filópator Filómetor César dijo, y se la sentía orgullosa.

¡Cesarión! espeté con todo el desprecio del que era capaz , os podéis ahorrar esa retahíla: lo llamarán Cesarión, para su escarnio y el tuyo.

Me dirigió una mirada entre la soberbia y la displicencia. En ese instante presentí que mi destino se había sellado. César no debería saber nunca de mi existencia. Cleopatra no permitiría que el César sacara provecho de mis conocimientos ni se dejara guiar por mis admoniciones.

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Cleopatra, lo barrunté con claridad, me mandaría ejecutar de inmediato. ¿Y qué sucedería? No toqués nada, me advirtió el viejo loco que me había traído hasta aquí; yo lo había tocado todo y, sin embargo, sería como si nada hubiera tocado. Con mi muerte, y Cleopatra transitando la misma senda que estaba ya escrita, ponía a salvo a mi familia y a mi mundo. Sería el mío un sacrificio – forzado, la verdad sea dicha – por la existencia de todo aquello que yo deseaba que existiera. Sí, existiría mi mujer y existirían sus hijos, hijos de otro hombre, pero hijos de su vientre. Ese fue mi consuelo durante aquellas horas de angustia: era mi ejecución una pieza necesaria para que la historia siguiera el curso ya trazado. ¿Pero cómo saber si no lo había trastocado ya todo hasta tal punto de que haría desaparecer a mi mujer y tantas cosas con ella? ¿Existirían mis padres y mis hermanos? ¿Mi calle, mi barrio, mi ciudad? ¡¿Cómo saberlo?!

Al día siguiente de aquella última ocasión en que vi a Cleopatra, caía la tarde, inundaba la estancia una luz bermeja de atardecer ardiente en el desierto, entró el guardián. Espada en mano. Me tendió un cojín y me indicó que acomodara la cabeza. Sentí el tacto arrullador de la seda sobre la mejilla y de inmediato el corte seco en el cuello. 3

No toqués nada, dice el hombre desde el atril y el estruendo del aplauso en el salón me saca del sopor. Las miradas se dirigen a

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mí. El hombre, trajeado y de un pelo blanco níveo, me conmina a que lo acompañe sobre el escenario. Subo. Me entrega una estatuilla y yo pergeño una reverencia ridícula, como si fuera un cantante de ópera. El hombre de pelo blanco regresa al atril y explica que el relato ganador, No toqués nada, cuenta entre sus principales méritos con una trama que hace pasar lo inverosímil por posible o, al menos, por admisible, y una vivacidad insólita en el dibujo de la vida cotidiana y cortesana de una civilización tan lejana a nosotros como el Antiguo Egipto. Me invita a dirigir unas palabras al público. Doy las gracias por el premio. Y añado que el relato no es sino una historia verídica, una historia que, no sin cierta angustia, viví no hace mucho. Por el salón se expande una risotada generosa.

La lengua en la que hablamos no es exactamente mi lengua (la lengua que dejé antes de marchar a Buenos Aires, quiero decir). Tampoco es completamente otra. Algo de vocabulario, ciertos giros y construcciones gramaticales han variado. Me voy acomodando a ella poco a poco. Así sucede con todo. Tampoco mi ciudad, siendo la misma, es idéntica a la ciudad que llegó a ser. Coinciden algunas construcciones, otras no; los negocios son todos nuevos para mí. Donde había una inmobiliaria se levanta ahora un lavadero de coches. Donde acudía al centro de salud aparece un restaurante asiático. El lugar donde compraba la prensa ha sido usurpado por una tienda de telefonía móvil. Voy descubriendo la ciudad que ocupa el lugar de la que fue mi ciudad. Tampoco mi mujer ni mis hijos son mi mujer y mis hijos. Se asemejan mucho, pero

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me sorprende un nuevo color de ojos, un rostro más aniñado, un carácter más fuerte en uno y más condescendiente en otro. Todo es un poco igual y todo es un poco distinto. Me resulta fascinante ir descubriendo las brechas que se han abierto entre el mundo en que viví y al que ahora he regresado, como intersticios sutiles pero llamativos. Tengo un hermano menos y una hermana más. Mi padre nunca trabajó en los astilleros, sino que regentó un restaurante de cierto renombre. (En casa, eso no cambió, siempre cocinaba mamá). En nada hay transformaciones cataclísmicas, pero las alteraciones son suficientes para hacerme sentir perdido en mi propia ciudad, con mi propia familia, en mi propio mundo. Como un precoz enfermo de Alzhéimer, que, a cada paso, se sorprende de cómo son las cosas que siempre han sido así.

La historia, pienso, no sufrió cambio drástico alguno: Cleopatra fue de César y parió su hijo. El torrente de la historia, pues, siguió el curso prefigurado. Poca repercusión tuvo mi presencia. Alguna tuvo, sin embargo. Los niños a los que enseñé, mis conversaciones con las gentes, mis clases a la reina y faraona. Todo ello ha afectado de alguna manera el decurso de los acontecimientos. ¿Cómo ha podido una clase de geometría alterar el color de los ojos de mi hijo, el carácter de mi esposa, la configuración de una ciudad del sureste español, la política china? Hubo un tiempo, lo confieso, en que la pregunta me obsesionaba y fueron muchas las horas que dediqué a reflexionar sobre ello: ¿qué vericuetos habrán conducido desde cualquiera de las cosas que dije o hice en

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aquellos días hasta todas estas alteraciones? A ninguna conclusión llegué. El tema me supera. Intuyo una concatenación de eventos tan laberíntica y sarmentosa que llego a marearme. Tal vez no se trate de una limitación intelectual mía, intento consolarme, sino que nos hallamos ante una cuestión que trasciende la capacidad cognitiva del ser humano. No lo sé. Y ya poco importa; me he acostumbrado a mi ciudad, un poco antigua y un poco nueva; a mi familia, la de siempre a la vez que otra familia; a este mundo, en el que, al fin y al cabo, no hay menos sufrimiento del que había en aquel otro mundo. ¿Puedo afirmar que aquella ciudad, aquella familia y aquel mundo existieron realmente? ¿En qué sentido? ¿Dónde? ¿Cuándo? Estas preguntas, que tanto me atormentaron, me superan; y lo más importante: ya no me interesan. Qué importa. Hay algo que me congratula. Borges —sí, argentino y ciego también escribió en este mundo. Pero no escribió algunos de sus relatos mientras que sí escribió otros que, en aquel otro mundo, nunca parió su pluma. Así pues, he disfrutado de nuevas creaciones del gran maestro. Tal vez haya merecido todo la pena.

Mi esposa me felicita por mi primer premio literario. Uno de los más afamados premios nacionales de narrativa breve. La cuantía, me dice melosa, no da para un viaje a Buenos Aires, pero ella se encargará de poner la diferencia. Quiere que conozca de verdad la ciudad de mi Borges. Sonrío con una de esas sonrisas huecas que se dibujan cuando uno no sabe qué decir.

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Sé añade bromista que no nos sacrificarías por Cleopatra.

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RaúlMartínCalatayud “Chibiabos”

“No toqués na

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CHIBIABOS

Por Raúl Martín Calatayud

George Collier contaba las balas que quedaban en el revólver, impacientes, y las copas de whisky que aún podría rellenar en el vaso, mientras el último cigarrillo moría entre sus labios. «Supongo que hasta aquí hemos llegado», sentencia de muchos convertida ya en usual aforismo para él. Los postreros minutos de aliento no albergaban nada excepcional, nada heroico.

Las tablas que apuntalaban la puerta seguían vibrando con insistencia, pronto se desencajarían. El rumor que atravesaba las maderas era la única música de su inminente cortejo fúnebre. El alcohol hacía de ella un soniquete casi agradable. Le molestaba más la barba, que no dejaba de picarle. Contaba los segundos que le sobraban entre trago y trago, y hacía girar el tambor mareando las tres balas insertas. Así ya serían cuatro en total. Un madero de la ventana se descoyunta, dando paso a un halo de luz que abraza el sillón en que se hallaba recostado, hiriendo sus nubladas pupilas. Veloces nubes lo hacen parpadear. No. No eran tal. Acomoda su sombrero para cubrir la vista de la incómoda claridad, y vuelve a llenar la copa.

Las partículas de polvo se desvelan en su entorno danzando en espirales mugrientas sobre su ser. Ahora las sentía,

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las respiraba. Los golpes en la puerta no cesan. Él sonríe: «Malnacidos». Baja el revólver, le pesa la mano, le incordia. Baja la pierna derecha de la mesa, también le incomoda. La espuela de su bota emite un ruido quedo y seco sobre la tarima. Consigue discernir a lo lejos, en el exterior, el sonido del reloj avisando del mediodía. Al menos esa hora imaginaba. Durante su vida no acostumbraba a contar mentalmente los tañidos; sólo había necesitado escuchar el inicial, el segundo exacto en el que los hombres entraban bajo el gobierno absoluto del sol, y de sus leyes.

El cigarrillo pendía ya consumido de su boca. «Mierda». No esperaría a terminar la botella; no le agradaba beber sin fumar, y emplazarse ante las puertas de la muerte no iba a cambiarle esa costumbre. Un último vistazo al color mate de las balas antes de hacerlas desaparecer. «Una para el primero que entre, otra para mí... y la tercera para el cabrón del Altísimo.»

Repasaba mentalmente su vida entre las brumas de la consciencia mientras se levantaba y desempolvaba su chaleco con la mano libre, dejada ya de lado la botella. Carraspea, lanza la colilla hacia la puerta y se alisa, a duras penas, el cabello sobre sus orejas con el brazo armado: «Hay que estar presentable para la Parca». Escupe con desgana y amartilla con suavidad el arma. «No vayas a flaquear ahora, George».

Seguían quebrándose las fisuras de la puerta. Unos dedos ansiosos escudriñan la estancia, manchando de sangre reseca las aberturas que se ampliaban a cada acometida. El último toque de la hora se consumía. Los cadenciosos

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lamentos, enrabietados, volvían a reinar. Era el momento. Camina hacia la salida: la entrada hacia otro lugar, otra frontera más allá del Oeste, una de la que no iba a volver. Levanta el revólver y lo apunta fijo en la puerta: «El primero caerá conmigo». Un disparo.

No es el suyo. Mira el cañón del arma. No humea. Otro más. Más cercano. Amaina el número de dedos alojados en el umbral. Desvía la mirada hacia la apertura de la ventana y la hace acompañar de sus pasos, hasta conseguir ver en aquella luminosidad reinante del día qué diantres estaría sucediendo, pero no dejaba de mantener apuntado el revólver en la entrada. Allá fuera alguien se alejaba a caballo de la zona, disparando su escopeta, y hacía vacilar a su montura para no ser perdido de vista por sus perseguidores. Tenía un porte erguido y estilizado; casi sensual. «Claro, una mujer». Aunque sus ropas disentían de ello y montaba con una gran destreza nunca vista antes por él en una damisela. Otro disparo, y seguía alejándose más.

Los golpes decrecían, pero no cesaban, las tablas continuaban cayendo al suelo, ahora no había dedos, sino brazos, que centraban toda la atención de su cañón. Se preguntaba si esa mujer y quien o quienes la acompañasen sabrían que él se encontraba dentro de aquella caseta apuntalada, y, en tal caso, cuáles podrían ser sus intenciones una vez lo rescatasen de aquella tumba asediada, si es que acaso querían rescatarle. El peligro le ofrecía distintas faces y había que lidiar con sus asechanzas.

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Una oleada de disparos hace ceder la furia de los brazos ansiosos por entrar, hasta que no queda ninguno a la vista. Quedaba claro que eran más, y que su objetivo, en efecto, era él; pero todavía no estaba seguro de si el inminente cruce de palabras precedería a un cruce de balas. En ese caso sólo dispondría de tres argumentos; eso sí, rápidos y agudos. Durante el barrido se habían distinguido, al menos, cuatro armas en acción, sin contar a cuantos fuera que, manteniéndose al margen, no hubiesen apretado sus gatillos. En todo caso, ahora que se veía libre de las frías garras de las sombras de ultratumba, no quería correr más riesgos de los necesarios; de modo que patea con fuerza la mesa y se escuda tras ella, reposando su brazo sobre la curva que describía el mueble. Se le presentaba una oportunidad de salvar el cuello, y no iba a desaprovecharla. Resultaba que, de nuevo, volvía a apreciar su vida.

Aumenta el silencio, nuevo dueño de la estancia. Hacía horas que no se le presentaba. Podía escuchar incluso un pitido tenue en sus oídos. El sonido de su respiración impaciente. Su debilidad.

Pasos firmes que resuenan desde la parte derecha de la fachada se detienen tras la puerta, y un pesado puntapié termina desencajándola del quicio, haciéndola caer tras haber resistido tantos embates. Una figura alta, enfundada en un abrigo largo que se mecía al viento reseco de la tarde, se oscurece a contraluz ante él. La silueta de su brazo izquierdo se hacía

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asimétrica, al observar un Winchester empuñado que casi besa el suelo.

―¿Es esa manera de recibir a quien te ha puesto a salvo, chico? ―pregunta con su rifle apuntado hacia mí mientras alzo levemente la cabeza para ver mejor su rostro.

―Eso depende de si realmente estoy o no a salvo, anciano. ―Me arrepiento enseguida de la última palabra. «No tientes a la suerte. Sólo tienes tres balas inclinando la balanza a tu favor».

―¿Es que acaso me ves cara de criminal? ―Un paso adelante descubre sus facciones redondeadas y cubiertas de una espesa barba castaña, salpicada de canas, sus pequeños pero penetrantes ojos, que a penas escapaban de unas pobladas cejas de la misma tonalidad, y su dentadura salpicada de piezas de oro transformada en una mueca sonriente.

―No sé si eres un criminal o no. La ley estos días es tan sólo... papel mojado.

―Te equivocas: la Ley de Dios ―eleva la voz― siempre permanece vigente; y, créeme, quien no se atiene a ella puede preparar su cuello a la horca. Atiéndeme, chico, podemos seguir cloqueando como dos mujerzuelas mientras la muerte nos alcanza, o podemos salir de aquí cogidos de la mano, tomarnos un té con pastas y susurrarnos secretitos al oído hasta mojarnos las orejas.

A pesar de sus teatrales palabras, sí tenía razón respecto a una cosa: no podía uno permitirse perder el tiempo en lugares

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como éste sin contar con la protección de un gran muro, un cerrojo aún mayor si cabe y un cinturón de balas que rodease pecho y espalda; así que tras varios segundos (sin duda valiosos) de vacilación, escojo salir de aquel lugar, si bien no solo, mal acompañado.

―Está bien. Bajemos armas. Os acompañaré.

―Discúlpame, chico, si no estoy en disposición de dejar de apuntarte a la sesera. Es una manía que he ido cogiendo con gente como tú desde que el mundo se fue al carajo―. De modo que ahí nos encontrábamos ambos; cada uno situado en un extremo del local, aferrados a nuestras armas como al pecho de la mujer amada, degustando uno el orgullo del otro, midiendo quién de los dos meaba más lejos. Cada vez que decía ―chico‖ sentía una punzada de ira en el costado. Otra presencia aparece en el umbral.

―Coronel, se están reagrupando. ¿Nos lo vamos a llevar o no? ―echa una ojeada―. ¿Pero se puede saber qué demonios hacéis? Eh, hijo, ¿así tratas a quien te salva el trasero?

―Eso mismo le estaba comentando amablemente yo― asiente el viejo… coronel, al parecer.

―Me trae sin cuidado; como si sois monaguillos enviados por el predicador. ―En realidad me era bastante evidente que iba a salir de ahí con ellos, pero un pistolero debía primero hacerse respetar. Además, crecían, uno tras otro, interrogantes de todo tipo según avanzaba aquel lanzamiento mutuo de palabras que difícilmente podría llamarse ―conversación‖. Primero los más acuciantes―. ¿Cómo sabíais

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que estaba aquí? ¿Qué queréis de mí? ―El ―quiénes sois‖ lo reservaba para otro momento, a causa de los problemas que nos ocasionaba la escasez de tiempo; aunque la pregunta más importante de todas sin duda sería la de si sabían quién era yo realmente, cuestión que no podía permitirme vocalizar.

―¿Te has fijado en esos modales, Espantapájaros?

―Deberíamos dejarlo aquí, clavar la puerta y encerrarlo con uno de esos rodadores dentro, sinceramente. ―El otro tipo, a quien se le podía ya imponer algo parecido a un nombre, articulaba su idea con furia y gesticulaba como si estuviera mordiendo.

―El caso es que no tenemos tiempo, chico, como bien sabemos los presentes, ¡y se me está acabando la jodida paciencia!

Comprendida la difícil tesitura en que me encontraba frente a aquellos desconocidos y en cuanto a la posición física en que mi cuerpo luchaba por mantenerse, en tanto la pierna se me agarrota sin pretender cambiar mi peso a la otra para no hacer ningún movimiento en falso, por leve que sea, justo entonces otro miembro de aquella tropa asoma por el lateral. A este ritmo acabaría siendo asediado de nuevo, aunque esta vez por vivos, lo que a todas luces podría ser peor.

―Dolores ya no puede alejarlos más, Coronel, va a tener que volverse para acá. ¿Es este? ―Eso último al menos es lo que creo haber oído, ya que lo ha compartido en petit comité.

―¿Pero cuántos sois vosotros?

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Antes de poder responder nada, los secuaces del viejo giran sobre sí con rapidez al oír un disparo que, si mis embotados sentidos no me engañan, procederían desde uno de los tejados cercanos. Desenfundan sus pistolas, sin haberles dado siquiera un corto reposo, pero yo no muevo un músculo, pues sé que no tiene que ver conmigo.

―Ya van llegando. ―Y, acto seguido, desaparecen de la vista, dejando un rastro de tiros en su ausencia. Ahora, de nuevo, estamos solos el Coronel y yo, y me empieza a dominar la sensación de vomitera en la garganta.

―Tendrás que fiarte de nosotros si quieres sobrevivir.

―Sobrevivir por lo menos hoy, ¿no? ―El sudor comienza a escocer en mis ojos.

―Por lo menos… ahora mismo; no adelantemos acontecimientos, chico. ―Acompaña otra sonrisa, esta vez burlona, mientras persigue con su arma mi ascenso tortuoso hasta conseguir ponerme en pie, y enfundar claudicante el revólver.

―Lo ves, no había porqué hacerse de rogar. ―Pensaba que me había calado. El cañón largo continúa cogiendo altura de miras hasta rebasarme, resultando así algo menos amenazador.

En la calle el sol atiza con ganas, el fuerte viento arenoso arroja a la cara ese hedor que se había hecho característico desde que un anodino día de marzo los primeros dedos fríos y secos escarbasen hasta entrar de regreso en el mundo que habían abandonado. Todo ese cúmulo de sensaciones quedan anuladas

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mientras mi mente se concentra en que el vómito que arrojo en el porche no manche mis botas.

―¿Está borracho? ―oigo la áspera voz de Espantapájaros a mi lado.

―Más vale que sea eso, porque si se trata de un blandengue de poco estómago sólo nos servirá para lamernos las botas ―le responde el otro acompañante; pensaba que iba a terminar la frase con una palabra distinta.

Tironeado por el Coronel, tras superar la ceguera que el salto al mediodía impone a mi visión, comienzo a distinguir formas de sombras, ventanas de puertas, los porches de las casas y la calle mayor, los vivos de los muertos. La mujer del caballo regresa sobre su recorrido anterior sin dejar de disparar vuelta sobre su espalda. La montura esquiva a veces, otras aplasta, los cuerpos que se reparten por el camino, como llovidos azarosamente. Nos rebasa a toda velocidad dejándonos envueltos en una nube de polvo y humo. Los demás descargan su munición a cada flanco sobre los lastimeros, en cráneos, torsos y piernas, y consiguen abrir un paso franco por el que se me lleva a empujones. En una de las azoteas veo un rifle de mira telescópica que, oscilante, reparte plomo a voluntad. Sin embargo, a cada momento que seguimos encallados aumentan los rostros vacíos en torno nuestro, las mandíbulas caídas o desencajadas, los pasos vacilantes. ―¿De dónde diablos salen tantos? ¡Pensaba que Dolores los había alejado! ―El pistolero de mi siniestra, Espantapájaros, desenfunda un segundo revólver de

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empuñadura nacarada, destelleante, y dispara a ritmo acompasado. Bam, bam…bam, bam…

―Dale las gracias a nuestro indeciso amigo ―el Coronel continúa agarrándome; me conduce entre las hileras discontinuas de cuerpos―. Acortaremos por el burdel. Flaco, avisa al Bato. ―Éste enfunda, extrae algo del bolsillo y lo alza sobre su cabeza. Con él emite una serie de destellos cortos y largos. El tirador de la azotea realiza un gesto afirmativo y a su vez envía luces reflectantes hacia otro punto que no puede observarse desde aquí. La marabunta se cierne lenta pero inexorable sobre nosotros, siempre impertinente... y hambrienta.

―Son demasiados... ―el instinto dirige el cañón de mi revólver, pero detengo el disparo― voy corto de balas, dadme un arma.

―Tu mejor arma es que que no te separes de nosotros, vaquero. Deja que los mayores se encarguen ―me responde descortés ese tal Flaco, quien con su envidiable carabina llena de plomo a todo el que se nos acerca.

Chocamos contra las puertas de entrada y entramos en tropel. El murmullo de voces monótonas se atenúa mientras atravesamos el destartalado negocio, dejado a su merced desde hacía bastante tiempo, tal vez desde aquel funesto primer día; también se notaba que ya había sido saqueado, seguramente en repetidas ocasiones. Espantapájaros aprovecha el recorrido para investigar detrás del mostrador. No había suerte. Chasquea la lengua. El Coronel abre la puerta del final de un puntapié,

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como suelo ver metódico en él, y se encuentra de plano con la madame del lugar (a juzgar por su atuendo), quien le recibe con los brazos y mandíbulas abiertos. No es rival para el Winchester del viejo, que la empuja para poder crearse un ángulo que le permita abrir un hueco en su cabeza. No obstante, no repara en una meretriz del negocio que esperaba agazapada en la esquina a que le diesen la espalda. Por suerte para el Coronel yo sí me he fijado en ella, y el instinto de nuevo me fuerza a levantar el revólver y, esta vez sí, apretar el gatillo, pero no con suficiente antelación para apuntar bien a la frente antes de que se me abalance como solo hubiese experimentado en sueños. Evito el peligro que ocultan sus labios asiéndome a ella para desequilibrarla, en una especie de baile improvisado cuyo final termina con ella estampada en la pared. Los secuaces llegan para rematarla, o, en todo caso, rerematarla. La lástima es que he perdido a uno de mis únicos tres amigos.

Tras ellos veo cómo comienzan a entrar clientes que anhelan nuestras vísceras con relativa facilidad, salvo algún golpeteo ocasional de la mecedora puerta en sus caras. A su encuentro descienden las escaleras trastabillando otras tantas señoritas deseosas de dar un bocado a cuantos de los aquí hallados todavía respiramos. Para detener su avance, les arrojamos la pianola del local, que se desliza sobre sus ruedines entonando, por su propia, cuenta la melodía de ―Oh!, Susanna‖. Llegados a la salida trasera averiguamos que ésta no es posible: al abrir la puerta nos damos de bruces con una horda que bloquea cualquier escapatoria, aunque nos arriesgásemos a

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abrirnos paso con todo el arsenal disponible. Retrocedemos avasallados por la oleada de brazos extendidos que apuntan hacia nosotros. Esa ola impacta contra las paredes, que resuenan anunciando la inminente irrupción en el lugar.

Nos detenemos un momento para coger aire. Nos miramos unos a otros, pero me doy cuenta de que sus miradas no se ven tan desesperadas como la que debo estar dibujando yo, sabiéndome de nuevo rodeado.

―Cambiamos el plan, señores.

―¿La azotea? ―responden Flaco y Espantapájaros casi al unísono.

―La azotea. Como en Redville. ―No aguarda a comentarios o réplicas a su afirmación, y vuelve a guiar nuestra marcha, en este momento de vuelta al salón principal; aun así aquellas le persiguen, lanzadas por Espantapájaros, al tiempo que subimos apresuradamente las escaleras hasta el segundo piso. Nos zafamos de unas cuantas manos decrépitas que tratan de darnos alcance.

―¿Recuerdas que así perdimos a Carlitos? ―No hay respuesta. Sólo miradas de soslayo afiladas como navajas de barbero. Retira el sombrero de su cabeza un instante―. Aquel día muchos murieron...

―Yo llevo conmigo mi dinamita. Podríamos despejar el camino de podridos ―arguye el bajito y esmirriado, Flaco.

―¿Lo dices en serio? ¿Y lo de la Colina de las Viudas? ―responde agitado Espantapájaros.

―¡Qué! ¡Mi dinamita es segura y certera!

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―¡Flaco, la llamaron así después de tu paso por allí!

―Nada de dinamita, y nada de discusiones ―zanja la disputa el Coronel con voz ronca y asertiva, ante lo cual ambos se encogen de hombros, obedientes.

Enfilamos el corredor del piso superior, salimos desde el ventanal de una de las habitaciones y ponemos los pies en el tejado del porche, por el cual nos movemos con cuidado de no resbalar y caer entre las multitudes que campan a sus anchas en el poblado. Me asombra ver cómo han aparecido tantos en este lugar de mala muerte; no entiendo cómo he permitido que me cerquen en él. Persiguen la guinda de un pastel prometido, que, por lo visto, avisa de su encanto como una señal de humo en mitad de la pradera. Tal vez me huelan a millas de aquí, cada día más presurosos, con un salvajismo creciente que les lanza a una persecución sin cuartel, pues no les afectan el cansancio, el sueño, la sed... solamente el hambre, que les aguijonea si cabe más hacia su codiciada presa. Sepultando estos pensamientos me obligo a avanzar hasta el tejado próximo. Mis sentidos han ido volviendo a la normalidad con la carrera, lo que me permite saltar de un tejado a otro sin complicaciones, y sin sufrir ningún resbalón. No tengo claro cuál es el plan en el que estamos metidos, y creo que preguntar en estos instantes no ayudaría a escabullirnos de nuestros lentos pero implacables perseguidores. El tipo de la azotea aparece erguido en el reborde y nos hace señas que indican que algo nos espera donde termina el tejado del último porche. Un individuo salido de la nada galopa asiendo con

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pericia una montura a cada lado mientras el experto tirador, El Bato recuerdo que era su nombre, apunta con su alargado rifle y cubre la carrera de su compañero, abatiendo a los lastimeros que más se le acercan o que le salen al paso. Aventuro que el plan es saltar a esos caballos desde el porche como payasos de rodeo.

―¡Cuidaos las partes, señores! ―oigo gritar al Coronel justo antes de verlo desaparecer, a él y a su negra gabardina, que ondea feroz con la caída. Justo tras él voy yo. Me detengo un instante para calibrar la altura de la caída hasta el jamelgo; era de esperar que debía compartir montura, y por descontado me tocaba la grupa. Este sería el momento idóneo para rezar una corta plegaria, si no fuera porque Dios nos había olvidado, o peor, condenado. El zumbido cercano de una bala destinada desde las alturas hasta un cráneo que amenazaba con aproximarse demasiado consigue darme ese empujón que mis piernas necesitaban para saltar.

El dolor intenso que me afloja la cintura y hace bailar a mis muslos me saca definitivamente de cualquier sopor que el cansancio y la bebida todavía me infundiesen. Tras de mí Espantapájaros se agarra el sombrero, maldice y salta al otro caballo. Un escueto gritito acompaña a su caída. El enjuto de ojos saltones no disfruta de la misma suerte y rebota en los cuartos traseros, dando con los suyos contra el duro suelo. ―¡Cubrid a Flaco! ¡Vienen más diablos! ―El Bato opta por no continuar esperando y ya se desprende hacia el porche.

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Una ráfaga de disparos despeja los alrededores del desvalido Flaco, que se esfuerza por levantar sus doloridas posaderas y camina a duras penas con movimientos que le hacen parecer uno más de ellos. Se sacude el polvo con rabia, quizá recriminándose su falta de puntería o de agilidad, o de ambas a la vez, estira el brazo y coge firme el de Espantapájaros, que le ayuda a subir al caballo contra el que se había estrellado.

He de admitir que tengo sentimientos encontrados. Tratando de mantenerme aferrado con las piernas al animal y con las manos al abrigo del viejo ya no me preocupa tanto acabar siendo devorado como cuál va a ser ahora la siguiente parada, y qué me deparará la elección de haber confiado en una especie de banda de cuatreros suicidas cuyo único objeto de búsqueda en este páramo de vivos, hormiguero de muertos, soy yo.

La mujer se une a nuestra huida. Ondean sus negros cabellos rizados, brillan sus grandes ojos con el sol de la tarde, y brillan de igual manera los cañones acanalados de su escopeta calibre 10, que muestra, como medallas, cuantiosas manchas de sangre. Su mirada no es amigable; hostil, cuanto menos. Flaco, a su vez, se revuelve incómodo sobre sus nalgas y madice entre la polvareda que se arremolina bajo los cascos que ya se mueven a la carrera. Espantapájaros descubre una faz divertida, pasado ya el peligro. El joven jinete desconocido que nos ha servido las monturas se sonríe a si mismo tras el espectáculo ofrecido. La expresión del viejo no puedo verla, pero deduzco

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que a través de la melena grisácea que oculta su nuca no habrá variado un ápice su ceño fruncido.

―¡Vienen los búfalos enfermos! ―vocea la muchacha mientras hace un rodeo y revienta molleras renqueantes a nuestras espaldas. En efecto, enfrascados en esa necesidad imperiosa de conservar el tipo a salvo de mordeduras y desgarrones, no habíamos reparado atención en la gran nube parduzca levantada que asoma ya por la entrada de la avenida principal, mensajera de una manada de aquellas bestias infectas que avanzan a un trote sostenido, fuera de si, derribando todo a su paso.

―Saldremos por la estación. ¡Bato! ¡Date brío, bonito, que nos esperan en Fort Hope! ―La idea del Coronel se me antoja acertada al ser esa nuestra salida más cercana. Pero, maldita sea, ha dicho Fort Hope... eso significa que sabe lo de la Reserva, la traición, la matanza... la orden del Jefe Colmillo Roto. Eso definitivamente no es bueno. Bien, las fugas de una en una.

La vanguardia de búfalos irrumpe en el extremo opuesto del poblado haciendo saltar miembros desmigajados por la acometida. Arrasan dando tumbos entre ellos y contra cualquier cosa que se les planta enfrente: porches, bebederos, carretas... más la banda y un servidor buscamos con ahínco poner pies en polvorosa. A El Bato no le queda otra opción que voltear la cuerda y lazar un poste cercano como si fuera a domarlo para descolgarse de él, con tan mala suerte que termina cayendo entre una turba de quijadas abiertas y ojos

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inyectados en sangre, de la cual trata de zafarse vaciando el cargador del rifle, del revólver y de la Derringer guardada en una de sus botas, aunque el camino que logra abrirse le aleja de nosotros. Sin más remedio tomamos la senda hacia la estación sorteando cuerpos desalmados de holgados brazos, volando unos cuantos sombreros en la carrera, con la esperanza vista en la expresión de los demás de toparse con su perdido amigo, en tanto el estruendo de la devastación se aproxima a nuestras espaldas. Mi Colt persevera enfundado.

El desvío en forma de curva impuesta por un establo repleto de empalizadas, que en su día habrían suministrado una defensa vana a cuantos se hubieron atrincherado tras ellas, nos obliga a dar una rodeo en dirección al banco, por donde alcanzamos a ver a El Bato entrar renqueante, cubierto de mugre y sangre. Dolores aprieta las espuelas para virar cortante en un intento desesperado de sacarle las castañas del fuego al mexicano. Mi viejo conductor no se arredra y emprende el galope a su zaga, perdida tras un salto desde su montura a través de una ventana.

―Voy a por ella. Mantente al margen. Que no se te merienden. ―Un fuerte empujón en la puerta seguido de ráfagas y estallidos de su rifle. Yo hago caso omiso, por descontado, aprovechando que los otros han quedado atrás, y entro tras él recorriendo pasillos nutridos de cuerpos hasta llegar a la cámara de la caja fuerte, donde el anciano y la mujer disparan sin cuartel a antiguos empleados y clientes demandantes de su nueva moneda, la carne, y, en este caso, la

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de su compadre, quien más allá de los barrotes pugna por abrirse paso a machetazos. Los dos finalmente se quedan sin munición.

―¡Maldita sea mi estampa! ¿Es que estás sordo, chico? Demonios... ¡Cúbreme, voy a abrir la puerta! ―A falta de otras armas cojo algunos lingotes dispersos bajo la gran apertura de la puerta y los lanzo certeramente contra las cabezas pútridas, que ceden como mantequilla ante sus impactos.

―¿Me tomas el pelo? ¿Lingotes? ―otra vez esa mirada de calibre 40.

―Lo que tenía a mano, ¡caray! ―Juntos apresamos la pechera del mexicano y cerramos la puerta de hierro frente a las nuevas hordas curiosas por el escándalo montado. Dolores lo recoge sobre su hombro, dejando a su espalda una media sonrisa con la que se podría escribir mi obituario.

Fuera nos espera el coro de bandoleros restantes apuntando desde sus monturas a los lastimeros que más aproximan sus huesudos dedos, cuando un estruendo nos hace girar la vista hacia el establo, que no ha logrado soportar la acometida de la manada maldita en un festival de sangre espesa y destrucción. Más cabezas huecas se ven atraídas por semejante algarabía, hecho que aprovechamos para continuar por la dirección opuesta que conduce al paso de la estación.

El viento sopla desatado y obliga a subir las bandanas. La rojiza tierra seca cubre nuestras frentes. El olor a muerto comienza a hacerse insoportable. Pero por encima de todo ello se impone en mis oídos un sonido familiar: un traqueteo

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vertiginoso empujando el aire más allá de la ladera que encierra a este lugar con sus escarpados acantilados y lomas convertidas en canteras que prometían más de lo que albergaban. La señal más clara la ofrece el humo que se dispersa en negras volutas. Nada más y nada menos que un tren; quizá una probable vía de escape de este entuerto.

La resuelta maquinaria ya se muestra impetuosa, viajando a gran velocidad. Su aparición detiene por momentos nuestro galope; expectantes, cada uno de los miembros de mi improvisada comitiva atienden a este extraño suceso de hierro, carbón y acero que no se detiene ante los búfalos, arrollados sin misericordia con una violencia que hiela la sangre. Terrible visión. Y, sin embargo, por mucho que a cualquier fulano le costase admitirlo como cierto y sin exageración si se le contase a la vera de una hoguera, aquella estampa no es la más espantosa que contemplan nuestros cuarteados rostros.

El tren arrastra numerosos vagones pardos que desfilan preñados de los mismos seres inhumanos deseosos de recibirnos, hasta el extremo de despeñarse por las ventanas y caer bajo la trituradora de las pesadas ruedas que arañan con chispeante saña los raíles. Algunos tienen la suerte de empotrarse contra el firme, tras lo cual se levantan a pesar de sus extremidades rotas y se balancean cubiertos de polvo buscando su ágape. Pero tal es la cantidad de los primeros cuyos huesos van a parar a las vías que el ímpetu mismo de la locomotora no lo soporta y descarrila frente al edificio de la estación, el cual acaba estallando en pedazos envuelto en

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explosiones de la caldera, en el barrido imparable de las moles del ferrocarril, que no deja madera en pie, y en decenas de esos seres volando a su alrededor.

Transcurridos unos instantes eternos desde la colisión logro avistar, atravesando la humareda nacida del accidente, a esa figura que me ha estado persiguiendo con más insistencia que los propios cadáveres andantes: aquel piel roja emplumado que viste sobre su desnudo torso una capa hecha de piel de lobo; empapado, como si acabara de salir a flote de entre las corrientes de un río profundo, su cara teñida de oscuros pigmentos y en su siniestra empuñado un largo cayado del que se sujeta balanceando una ristra de huesos y cráneos humanos. Una visión fugaz al igual que las últimas jornadas de este viaje exasperante hacia ninguna parte. Tras su desaparición caminan otras tantas decenas de cuerpos en movimiento, inmunes al choque, al calor abrasador, a la muerte. Las monturas revolotean, así como sus indecisos jinetes, rodeados y sin opción de volver atrás. Sólo uno mantiene su firme convicción, la mano sujetando con fuerza las riendas, la vista en las llamas. ―¡Hya! ―por poco el brío del caballo me despide hacia el firme. Directos al fuego espero, confío y deseo con fervor que el Coronel haya encontrado una ruta donde nadie más ha podido. El espanto inicial se atenúa al observar a toda la banda galopando desbridada frente al infierno que espera más adelante; sin miedo, sin reservas, dispuestos a todo. Ojalá yo hubiese encontrado aliados así en mi desdichada vida.

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―¡Cuidado con los rodadores en llamas! ―Espantapájaros mantiene el equilibrio en el galope disparando a dos manos contra las antorchas humanas sin errar un solo tiro, y gracias a él conseguimos cruzar el incendio que campa sobre las vías, sintiendo su quemazón en la piel, pero sabiéndonos libres de aquel sumidero convertido en trampa mortal de una región ya maldita. No obstante, uno de ellos queda atrás, presa de la trampa abrasadora que los no muertos transportan sobre si mismos, y que atemoriza a su appaloosa hasta el punto de derribarle. Es aquel desconocido sin nombre, que como tal sucumbe a los dientes flamígeros que desgarran su carne a la vez que la calcinan, ahogados sus gritos en el crepitar de las fogatas y el lamento asesino que termina encerrándole. La banda sólo puede actuar quitándose los sombreros respetuosamente, apretándolos con rabia contenida. Sé que esta muerte me la reprocharán. Un clavo más para mi ataúd. En fin; todos juntos, mis nuevos mejores amigos y un servidor, que ahora vuelve a notar el regusto a vómito y el dolor de huevos, abandonamos finalmente llevados por el viento de Poniente el pueblo de Riverford, destruido, incendiado y sin habitantes que respiren hollando sus lares.

Decido que hasta aquí hemos llegado.

Me deslizo raudo dejándome caer tras la montura y espero, dando unos pocos pasos, a que el resto gire sobre si al darse cuenta. Me coloco el sombrero para que el sol que declina no me estorbe. Escupo al suelo, me aliso cuanto puedo la chaqueta y me ciño bien el cinturón. Veo cómo detienen en

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seco su marcha. Respiro profundamente el calor que expulsa la tierra, el humo disipado por el viento de la estación en llamas a mis espaldas, la carne pútrida quemada, la desesperación del mundo, la propia.

―¿Se puede saber qué haces, chico? ―el Coronel es el único que no acaricia su arma.

―Ambos lo sabemos, viejo. Esto que tenemos no va a ir más allá ―mis ojos entrecerrados se encuentran con los suyos, y recorren al mismo tiempo las miradas desafiantes de los demás. Intuyo en ellas una cierta altivez. Hace tiempo que emitieron su juicio, sin saber en verdad nada.

―Mira, pollo ―baja grácil de su montura levantando densa polvareda con el resonar de sus pesadas botas―: ya sólo por haberte rescatado de un destino aciago esta conversa no debería tener lugar. Pero si insistes como un cabezota, podría preguntarte si acaso sabes cómo solucionar todo este percal, y si estás dispuesto a cargar con tus responsabilidades, que no son pocas ni livianas. Y no creas que sólo me refiero a la última muerte que mancha tus sucias manos. Porque, según tengo entendido, has estado eludiendo ya mucho tiempo tu obligación de resarcir al mundo.

―Lo que tengo claro, viejo, es que, como sea que deba acabar este problema, no será en Fort Hope. ―descubro el revólver tras el guardapolvos hecho jirones, ansiando rozarlo con los dedos. Aún no, George. Controla tu respiración; él te subestima, pero su compañía no.

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―Verás, chico ―se detiene especialmente en esa palabra―, se me ha pedido que te lleve hasta allí vivito y coleando; pero, ¿sabes qué? A veces suceden imprevistos, y me da que esa petición era más bien... como decirlo... una sugerencia. Así que puedo llevarte de paquete en mi querido Mustang de aquí ―se vuelve hacia el caballo y palmea su lomo―, o arrastrarte atado él, y que luego ese indio decida qué hacer con lo que quede de ti ―todos aprietan las manos en las empuñaduras de sus armas mientras él deambula despreocupado a unos pocos pasos de mí―. Podemos batirnos, muchacho, y puedes, tal vez, acertarme por un casual con una de esas pocas balas que te quedan... aún así no saldrás de aquí con vida.

El tenso silencio que reina sólo es cortado por los balbuceos y quejidos de un grupo de lastimeros cercanos, además del chisporroteo lejano de las llamaradas que ya devoran los edificios aledaños a la estación de ferrocarril. Las miradas se entrecruzan, se tantean y esquivan entre sí, inquietas por saber quién dará el primer paso, quién abrirá fuego primero, quién descubrirá sus cartas. El viento vuelve a soplar fuerte, trayendo consigo ese hedor ya acostumbrado. El sol ya moribundo me otorga una ventaja que no debo malgastar. Una parte positiva de mi maldición.

―No tardes mucho en pensarte las cos[...] ―las balas vuelan acompasadas con la danza que el cañón baila rápido al son del gatillo. Todas, las cinco, impactan con mejor y peor suerte. Las que no han sido certeras, y han hecho caer en seco a

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mis efímeros compañeros, muerden con saña las entrañas de sus objetivos: Dolores y Espantapájaros. Ambos derribados de sus monturas se retuercen buscando a tientas las armas que han soltado de sus manos sorprendidas por el plomo recibido. En sus caras adivinaría que la sorpresa ha sido lo más doloroso. Recojo el Winchester de las manos aún calientes del Coronel, compruebo si está cargado, camino decidido esquivando a los otros caídos. No muestro piedad. Ya no existe. Desapareció cuando lo que debía estar muerto volvió a la vida. Aquí acaba todo para ellos... y ya veremos cuándo acabará para mí.

George sostiene las riendas del Mustang volteando en torno para asegurarse de que nadie vuelva a levantarse, al menos en ese mismo momento; lo que pasara luego ya no le incumbía. Observa la huella de incredulidad del pobre Espantapájaros dibujada en su rostro muerto, desencajado. No es para menos. No sabría decir qué le habría sorprendido más, si su destreza a la hora de disparar, o que pareciese haberse sacado de la manga proyectiles suficientes para todos. Y así era, porque, enfrascados en detener a las hordas de señoritas y clientes del burdel una bala relucía sobre el mostrador del local; perdido de su vista en la huida por los tejados otra más reposaba su color ocre sobre el alféizar por el que se escabullía, y la tercera, que se había hecho de rogar, le esperaba escondida entre los lingotes de oro desperdigados por el suelo del banco. Cada una era una sentencia de muerte a su favor, si bien las contemplaba más como un seguro de vida, sin mala fe; «pero a veces nos vemos

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abocados al caos, y la corriente de nuevo y extraño mundo anda ya muy revuelta.» Además, por una vez la fortuna había estado de su lado mediante la desgracia del Sin Nombre, para quien no le quedaba ninguna nota de despido.

Comprueba los huecos del tambor huérfano. Afortunadamente puede agenciarse ahora el Winchester y un par más de revólveres, junto a varias bandoleras cuyo peso le auguraba cierta suficiencia para aguantar unos cuantos encontronazos sin necesidad de volver a atrincherarse. No hay tiempo de entierros, y por muy deleznables que considerase sus actos, George sabe bien que hay destinos peores que el cadalso. Ase determinado las riendas, enfunda su arma salvadora después de darle un sentido gesto de agradecimiento, y se aleja ya camino de un horizonte sangrante en un día de otoño del Segundo Año del Abandono del Señor, bajo el dominio de los muertos vivientes.

«Mierda, George; nunca debiste mearte en aquel ídolo del cementerio. En unos dos años ya todo. el Oeste está plagado de ellos...»

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“Ibrahĩm el eunuco” “No toqués na

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CarmenPanaderoDelgado

IBRAHĨM, EL EUNUCO

Que Alá, el Muy Alto, el Único, guíe mi mano. Aunque yo, Sãriq, naciera hija de un Califa de alÁndalus y de su favorita, la sultana Ibtissãme nombre que significa ―Sonrisa‖ , corría el año 1011 d.C. y no pude venir al mundo en peor momento, cuando ya mi padre había muerto asesinado por sus adversarios políticos, y nuestra ciudad, Córdoba, era sometida a implacable asedio por los beréberes, por lo que sus moradores nos veíamos privados hasta de lo más necesario. Sumidos en la peor de las hecatombes, los esclavos Ibrahĩm y Muzaina procuraban sacarnos de apuros, remediar mis necesidades de neonata y suplir la ausencia en que la depresión había hundido a mi madre. Muzaina, nuestra esclava, me acogió en su regazo, mientras con un gesto de su mentón señalaba los indicios de leche en la túnica de Ibtissãme:

Alá cuida de nosotros, ya que al menos tienes leche. Tendrás que alimentar a tu hija; no hay otro remedio aconsejó la esclava a su señora, que languidecía en el lecho. Ibrahĩm, el buen eunuco que silencioso y solícito no se apartaba de ellas un solo instante, miró escandalizado a Muzaina y soltó el laúd, del que era un exquisito intérprete .

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Por Carmen Panadero Delgado

¿Cuándo se había visto a una sultana amamantando? ¡Para eso habían estado siempre las amas de cría!

¡No me mires así, alma de cántaro, que bien sé lo que me digo! exclamó la esclava con resolución . Los tiempos de las nodrizas quedaron atrás, junto a aquellos dulces días de placidez y opulencia. ¿Acaso no has reparado en que nos tienen asediados? Aún se logran encontrar algunas provisiones en los zocos, pero ya no sirve la moneda y solo podemos valernos del trueque. Por ello hemos de alegrarnos de que la Gran Señora Ibtissãme tenga leche porque, de este modo, al menos de la niña no habremos de preocuparnos.

Ibrahĩm, el eunuco, había cumplido ya sus veintiocho años; era alto y fuerte, de piel morena con cierto lustre cetrino, cabello negro, corto y crespo, mirada firme y atrayente, boca de marcado dibujo en la que a veces se insinuaba un breve y casi imperceptible gesto de arrogancia. Como su castración se llevara a cabo pasada la pubertad, no mostraba voz, figura ni ademanes afeminados, antes bien, lucía porte muy viril, y quien ignorara esa particularidad suya podía tomarlo por hombre cabal. De hecho, mujeres había en el serrallo que ante él se tapaban, por si acaso. Pero no; Ibrahĩm, a sus quince años bien cumplidos, fue sometido en el puerto de Pechina a una operación de emasculación total. Pese a ello, no devino en persona resentida, como con frecuencia acaece en estos casos, sino que pareció asumir con realismo su situación, aunque tal vez no pueda llegar a hablarse de conformidad. Por lo demás,

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solo Alá Altísimo conoce los entresijos de las almas. Cuando mi padre buscaba un eunuco en el mercado de esclavos de Pechina, en tiempos en que yo solo existía aún en la mente de Alá, el traficante judío, que ignoraba que estaba hablando con un príncipe omeya, se jactó:

Bien puedo enorgullecerme de poseer un eunuco que, si en Córdoba supieran de su existencia, los propios califas omeyas me envidiarían.

El vendedor se lo mostró y ordenó a Ibrahĩm que tocase algo en su instrumento. Mi padre, cautivado por los sensibles sonidos que el esclavo arrancaba al laúd, pensó para sus adentros:

Este eunuco deslumbraría a cualquiera de los músicos de mi casa y, a fe mía, haría las delicias de quien todo lo merece, mi bella y joven esposa Ibtissãme.

Como el eunuco mirara a la esclava que le hablaba de lactancias sin salir de su pasmo, prosiguió Muzaina:

Y ahora debes salir por calles y zocos. Lleva contigo un carrito de los que hay en las ruzafas del Alcázar para usos de jardinería y trae cuantos víveres y existencias logres adquirir. Abastécete, además, de semillas y plantas de legumbres y hortalizas, a fin de que podamos sembrar. ¡Ah!, y no olvides los avíos que son menester para una recién nacida.

El infeliz Ibrahĩm la miraba como si le estuviera hablando en ignota lengua.

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¿Avíos de recién nacida? ¿Qué son? indagó él con extrañeza.

La esclava lo miró con los brazos en jarras y, al punto, se encrespó haciendo intención de tomar su manto: ¿He de ser siempre yo quien procure remedio? Iré, pues. Verdad es que nadie te rasca la espalda como tus propias uñas. Pero, entonces, tú habrás de ocuparte en aleccionar a Ibtissãme sobre cómo se pone a una niña al pecho y se la amamanta.

El eunuco, atónito, recapacitó y determinó al instante hacerse cargo de la primera encomienda y salir a agenciar lo que encontrar pudiera.

Ya se disponía a partir cuando le habló Muzaina al oído: —Aprovecha el mandado para averiguar qué nuevas corren por ahí, porque aquí no conocemos más que lo que los nuevos mandamases quieran que conozcamos, Alá los maldiga. Despabila bien ojos y oídos. ¡Que no se te escape ni una hilacha!

Muzaina significa ―Lluvia‖, nombre que a la joven sierva le cuadraba a la perfección, y mucho mejor aún la hubiera definido si fuera acompañado del adjetivo ―torrencial‖; ella era, pese a su extrema juventud, nuestra más imprescindible y avezada esclava. Aunque procedía de origen cristiano, el califa, mi padre, la había comprado a un judío, experto tratante en el mercado de esclavos de Lucena, el mejor provisto de todo al-Ándalus. Cuando la adquirió, ella contaba poco más de

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quince años de su edad y, aunque en tiempos del asedio no alcanzara aún los veinte, se había convertido en ese tiempo en una mujer eficaz y resuelta, que igual solucionaba asistiendo en un parto que amortajando un cadáver. Solía mostrarse alegre, vivaracha, ocurrente y refranera. Sin ser bella, sus rasgos eran regulares y armoniosos; sus ojos, obscuros y muy redondos, dejaban traslucir tras su cálida mirada una somera chispa de ironía, y la dulzura de su gesto venía a desmentir la autoridad y osadía que pretendía dar a su voz. Recogía su negro, largo y espeso cabello en el interior de una red tan negra como él, rematada por cofia de volante, que despejaba su tersa frente. La nariz era breve y respingona, la boca pequeña y reidora. Mordía con frecuencia su labio inferior, como queriendo hacer ver que a duras penas podía contenerse, que siempre tenía algo que reprimir; ella, que rara vez callaba y era incapaz de reprimirse. Su figura menuda, pura fibra y nervio, a todo atendía y todo lo abarcaba; llegaría a presidir mi infancia sin tregua ni desmayo.

Cuando Ibrahĩm volvió de su búsqueda de abastos, venía sudando, cansado y maltrecho. Reparó entonces la joven esclava en las heridas y golpes que el eunuco traía en cara y manos, y gritó, sobresaltada:

¡Bendito sea Alá! ¿Qué te han hecho?

Ya ves. Pero no te inquietes, mujer, que son arañazos de poco alcance. Fuerza es que el que castra la colmena se exponga a los aguijones de las abejas.

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Al punto, acudió solícita Muzaina con un pequeño pomo y aplicó su contenido sobre los rasguños de Ibrahĩm con sumo cuidado. El eunuco le hurtó la mirada para que no reparara en sus ojos anegados, pero no pudo ocultarle el rubor de su piel. Tomó luego él en sus manos el laúd y, acariciando sus cuerdas, le arrancó la más hermosa moaxaja, a través de cuyas notas su alma lloraba.

Ma sha Allãh, ―Lo que Dios quiera‖.

Corrieron los meses y pasaron los años. Mi pequeña persona había ido creciendo bajo la atenta mirada de mi madre y los cuidados de Ibrahĩm y Muzaina. En el harem aún pesaba la ausencia de tantas de sus mujeres y de sus niños, muertos durante la feroz entrada de los beréberes en la ciudad, cuando estos decidieron poner punto final a su largo y cruel asedio y asaltaron las murallas; aunque ya se respiraba paz y aromaban de nuevo en los pebeteros sus tradicionales perfumes de áloe, algalia y ámbar negro, conmovía aún el silencio del abogue y la cítara.

Pero pronto nuestros verdugos cayeron en desgracia y, cuando fueron vencidos por el pueblo y expulsados de Córdoba, hubo gran fiesta en el antiguo harem omeya. Nuestro eunuco lo celebró, exultante; tomó en sus brazos a Muzaina y entre grandes risas la hizo girar, lo que provocó en la esclava gran turbación.

Pocos días después de aquellos sucesos, la misma jornada en que cumplí los diez años de mi edad, salía yo al

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anochecer hacia el jardín buscando algo de alivio en el sofocante estío cordobés, cuando oí una voz que decía, alterada: ¡No me es menester permiso de nadie para ir al zoco, para ver a mis amigas o para platicar con los artesanos y mercaderes! ¿Te enteras? Esclava soy, aunque únicamente de Ibtissãme. Por lo demás, soy adulta y carezco de esposo. No tienes, pues, derecho a pedirme explicaciones.

Era Muzaina, que tan desencajada iba que se cruzó conmigo sin percatarse. ¿A quién se dirigía con tan sentidas palabras y que pudiera tener sobre ella tal ascendiente como para desasosegarla de ese modo? Crucé la puerta por donde la esclava acababa de entrar, y ni un alma había en las proximidades; solo al final de la galería porticada vislumbré, entre los floridos maceteros, las recias espaldas de nuestro eunuco Ibrahĩm, que se encaminaba a su aposento.

¿Podía ser el eunuco causa del malestar de Muzaina? ¿Por qué, si siempre se habían dejado ver bien avenidos y hasta amigables? Verdad es que la esclava siempre había pecado de ser algo mandona, pero a quienes bien la conocíamos nos constaba que toda la fuerza se le iba por la boca y que era de tierno corazón. El temple de Ibrahĩm, por otra parte, le había ayudado a bandearse en su trato con Muzaina y en toda ocasión se mostraba como su camarada y el que con mayor regocijo celebraba sus dichos y ocurrencias.

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Absorta iba por el jardín cavilando sobre el enojo de Muzaina, cuando me di de bruces con una esclava de otra gran señora del harem, oculta tras los rosales.

¡¿Qué haces aquí?! pregunté, irritada . ¡Me has asustado!

Atiende… Todo tiene explicación trató de aplacarme, conciliadora, haciendo ademán con las manos de que bajara más la voz . Hay un hombre en vuestro sector del harem.

¿Un hombre? ¡Yo no he visto a ningún hombre! le respondí, airada.

¿Quieres escucharme? exclamó como si estuviera a punto de perder la paciencia . Se hallaba allí, junto al jazmín, y estaba sentado en el banco con una de vuestras esclavas.

Creo que has visto a los sirvientes Ibrahĩm y Muzaina. Pero Ibrahĩm es eunuco. Acabo de cruzarme con ellos al pasar por ahí, y nadie más había le aclaré.

¿Eunuco…? Te aseguro que no es el proceder de un eunuco el que yo he entrevisto desde mi escondite insistió sin advertir que mi enojo crecía por momentos.

¿Qué insinúas de Ibrahĩm? Muzaina ha pasado un mal día, y debía de estarla consolando. Ellos son casi como parientes.

¿Sí? Pues la consolaba como consuelan los hombres —replicó, burlona.

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¡Tú qué sabrás! No vuelvas a porfiar en esto. En vez de curiosear en vidas ajenas, que más inútil es que candil al sol, más valdría que respetaras las normas del harem y que no entraras en un sector ajeno repetí lo que tanto oía decir a los mayores.

Le di luego la espalda y corrí hacia la galería. Cuando me supe a resguardo de su mirada, rompí en acongojados sollozos. Había pretendido hacerme desconfiar de la lealtad de Ibrahĩm hacia mi madre, hacia mí y hacia el harem en pleno. Había tratado de sembrar sospechas hacia el eunuco que había sido para mí el padre que no conocí. Poco a poco me fui serenando y regresé a nuestros aposentos.

No quise hablar de este asunto delante de Muzaina y aguardé a que se retirase. Luego, a solas con Ibtissãme indagué, simulando una más de las pláticas entre madre e hija.

Madre, ¿verdad que Ibrahĩm no parece un eunuco como los demás? pregunté con fingido desinterés.

Bueno, puede acaecer que, como tú lo quieres, no lo ves como a los demás eunucos, aunque, créeme, lo es aseguró ella, mirándome sorprendida.

Pero yo he advertido que a veces hay mujeres que se cubren ante él; aquí mismo, en nuestro harem.

Hija, hay eunucos que pueden no parecerlo; sucede cuando han sido castrados después de la pubertad. En los primeros días de nuestra vida en este Alcázar, cuando tú aún no habías nacido, vinieron a nosotros algunas de las grandes señoras del gineceo, viudas y familiares de los anteriores califas,

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para hacernos saber los recelos que Ibrahĩm despertaba entre buena parte de la población femenina con la que convivíamos. Tu padre, Alá lo tenga en el Paraíso, aseguró, incluso jurando por el Único y por su Profeta, que lo adquirió como eunuco y pagó el alto precio que como tal le exigían. Mostró para convencerlas los documentos de su compra, su identificación legal con los sellos requeridos y la firma del médico que garantizaba su castración. Mas, como se percatara mi esposo de que no había logrado disipar sus dudas, sugirió que, para tranquilidad de las damas, Ibrahĩm se sometiera a un nuevo examen, realizado por un médico elegido por ellas y que les mereciera total confianza. Así se hizo, y acabaron de momento todas las suspicacias: se demostró que nuestro querido Ibrahĩm está castrado. Totalmente, hija. ¿Por qué me has preguntado eso? ¿Acaso tú también te sientes incómoda ante él?

¡No, madre, no! Nunca me sentiré así ante Ibrahĩm; y aunque no fuera eunuco. Él me cuida siempre como a su niña.

Un día gélido de finales del invierno siguiente, me quedé dormida después de la cena en un diván cercano a la bienhechora lumbre del hogar. Cuando Ibtissãme y Muzaina lo advirtieron, recurrieron a Ibrahĩm para que me llevara hasta el lecho, ya que a mis diez años era el único con fuerzas bastantes para cargar con mi peso. Él me depositó con gran cuidado sobre la cama y me abrigó con paternal solicitud. Salieron luego

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sin percatarse de que, al cambiarme, me había acabado por despertar.

Aprovecharé que está aquí Ibrahĩm y que la princesa duerme para hablaros oí decir a mi madre al otro lado de la puerta.

Percibí el silencio expectante del eunuco y la esclava; luego, el ruido de las sillas arrastradas hasta el calor del hogar.

¡Sentaos! Sabéis que esta mañana he recibido la visita de algunas damas del harem prosiguió Ibtissãme . Insinúan que entre vosotros puede existir una relación nada conveniente. Aseguran que se os ha visto en actitudes inaceptables entre un eunuco y una esclava del serrallo. No es que yo me escandalice hasta el punto que lo hacen estas mojigatas, pero, creedme, hubiera preferido saberlo por vosotros y no por bocas extrañas, tal vez malintencionadas.

Se hizo una densa pausa.

Mi señora, cierto es que amo a Muzaina como varón desde hace muchos años comenzó a explicarse Ibrahĩm con voz serena . A fe mía que nunca dejé de ser un hombre, solo me arrebataron la posibilidad de hacer uso externo de mi naturaleza. No puedo culminar mi amor en lo físico, pero nada hay que me impida sentirlo. Logré mantener mi pasión oculta durante largos años; sabía que solo sinsabores podrían acarrearle a ella mis sentimientos y que lo mejor que podía hacer por mi amada era permanecer alejado de su corazón. Impuse férreo mandato sobre mis ojos, sobre mis manos, sobre mi boca, y me obligué, en ejercicios que no debía

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descuidar ni un solo día, a aceptar mi condición y a negarme el derecho que otros hombres tienen a soñar. Alá, bendito sea, a quien nada se le oculta, sabe que no fue fácil, pero fue llevadero mientras no supe que ella también me amaba. El día que intuí esto, mi señora arduo será de entender por personas que carecen de una tacha como la mía sentí la mayor de las dichas, unida al más acerbo dolor. Yo no escogí el defecto y la merma para mi vida, me fue impuesto. Muzaina sí ha elegido aferrarse a la renuncia y a la resignación. Gloria al Todopoderoso, que cuando quiere una cosa solo ha de decir: ―¡Sea!‖, y es. Permanecieron callados unos instantes; luego oí la voz de mi madre, aunque no me llegaban todas sus palabras porque debía de estar más alejada de mi puerta. Alcancé a oír algo sobre un ―amor truncado‖, o algo así. Y luego escuché la voz de Muzaina con total claridad:

―Amor cojo‖… Eso he acertado yo a oír, al cruzar la puerta del Alcázar camino del zoco, en hablillas y cuchicheos de los soldados de la guardia. Como no son eunucos hicieron insinuaciones indecentes. Fingí no haber oído. ¡Amor cojo! ¡Como si no hubiera harto número de amores ―cojos‖! Nuestros pechos rebosan sentimientos y, sin embargo, hemos de carecer de unión física; pero ¿y los que pueden copularse, pero no se aman, no cojean acaso? ¿Y no actúa hoy día de este modo la mayoría de los desposados? ¿No casan los padres a sus hijos con quien les conviene y sin que entre ellos medie el

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amor? ¿No son amores ―cojos‖ esos… o tal vez ni siquiera son amores?

Mujer, debiste poner tus ojos en un hombre cabal opinó Ibrahĩm con inmensa pesadumbre.

¡No digas eso, por Alá! ¡Eres el hombre más digno de ser amado que conozco! exclamó Muzaina con pasión, y yo, desde mi lecho y en silencio, le di la razón; prosiguió luego la esclava : Me siento orgullosa cuando salgo contigo por las calles. Eres un hombre hermoso, Ibrahĩm, fuerte y atrayente. Cuando vamos juntos por el mercado o por cualquier otro lugar donde nadie nos conoce, he captado la mirada de envidia de otras mujeres por tu causa.

¡Malhaya mi enemiga fortuna! ¿Y de qué sirve ser espada mellada en vaina acicalada? —se lamentó él, abatido. —¡No hables así, me duele! —reprendió Muzaina, llorando.

Imaginé que mi madre no habría podido contener las lágrimas, porque yo en la intimidad de mi lecho lloraba calladamente.

Y lo peor es que continuó la esclava , como él cree que no puedo estar satisfecha, desconfía de mí. Cada día que pasa está más receloso y llega a afearme por todo lo que no he cometido.

No reprendas a un amigo por un simple fallo, que la luna que brilla en la noche también mengua le rogó él con voz cariñosa, haciendo uso de un conocido refrán andalusí.

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¿Qué podemos hacer? preguntó Muzaina a mi madre, esperanzada.

Confiar en que Alá no desampare a los suyos. No todo ha de ser fatalidad en sus eternos decretos manifestó Ibtissãme, tratando de insuflarles algo de aliento . Ojalá, al igual que yo, os hubieran oído hablar esos malsines, porque solo las palabras que salen del corazón van derechas al corazón ajeno.

Pasaron varios meses y llegó un verano más. Una tarde sofocante y borrascosa de finales del mes de junio, Muzaina irrumpió en nuestros aposentos, jadeante y descompuesta, y cerró la puerta tras de sí dando un portazo. Mi madre y yo la miramos, perplejas; traía el rostro bañado en llanto y respiraba con enorme agitación. Saltó Ibtissãme de su asiento y salió a su encuentro con gran inquietud.

¡Muzaina! ¡No me asustes! ¿Qué te sucede? indagó mi madre, alarmada.

¡Los mal nacidos, que han resuelto arruinar su vida y, de paso, la mía! gritó, llorando tanto que era difícil entenderla.

Le acercó Ibtissãme un vaso de fresca agua de limón, la hizo sentar y le habló con mesuradas y afectuosas palabras. Cuando la vio algo más sosegada, insistió:

¿Qué acaece, Muzaina?

Los soldados que hacen las guardias en las puertas del Alcázar, sobre todo un tal Ahmed, martirizan a Ibrahĩm un día y otro. Siempre andan haciéndole agravio y dándole a

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entender que se ofrecen generosamente a llegar en su nombre a donde él no alcance a llegar. Y, pese a ser eunuco, es demasiado hombre para tolerar tanta afrenta sin darle cabal respuesta. ¡Temo que hasta pueda matar a alguno de ellos! No dramatices, mujer. Ibrahĩm siempre ha mostrado gran dominio de sí mismo trató de aplacarla mi madre.

Pero ahora… es diferente aseguró ella, al tiempo que enjugaba su llanto . Ese Ahmed, que bien probado tiene ser vil chusma, ¡Alá lo maldiga!, ha llegado al extremo de insinuar que yo busco en él lo que Ibrahĩm no me puede ofrecer. Hoy, regresábamos del zoco con nuestras mercaderías cuando el infame le ha mascullado al pasar: ―Para mi ventura eres eunuco, Alá es grande, porque en una vaina no caben dos espadas‖ —. Ibrahĩm, fuera de sí, se abalanzó sobre él, dispuesto a matar o morir. Mis lágrimas y las palabras certeras de un arrayaz de la guardia lograron que guardara la almarada, cuya punta ya arañaba la garganta del maldito. A Ahmed le ha caído una semana de arresto; pero, por desdicha, el mal ya está hecho. Mi amado, humillado y resentido, se perdió como un loco en lo más fragoso del parque y no he logrado alcanzarlo. No quiere verme ni oírme. Creo que ya me odia tanto como a ese canalla.

¡No digas desatinos! Ibrahĩm está dolido, pero es persona sensata. Se siente ofendido porque te han injuriado a ti, sin embargo, segura estoy de que él sabe que todo eso son

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trápalas y comentos la consolaba Ibtissãme acariciándole las manos.

Aproveché que ambas andaban enfrascadas para correr a los jardines, dispuesta a encontrar a mi eunuco costara lo que costara. El bochorno que habíamos soportado a lo largo de la jornada quería romper al fin en tormenta. Vientos huracanados alzaban el albero en remolinos de polvo; hojas y pajas danzaban en juguetones torbellinos, mientras densas nubes negras encapotaban el cielo sobre las cimas de los cipreses, y en ráfagas traía el viento aromas de tierras mojadas. Me dirigí a lo más espeso del parque, por donde Muzaina lo vio transponer. Debía de haberse procurado el rincón más recatado para llorar su humillación.

Después de larga rebusca, al fin lo hallé dentro de un macizo de adelfas, hecho un ovillo y gimiendo con inmenso desconsuelo. Penetré entre los arbustos y me senté en tierra, a su lado. Guardé silencio y lo dejé llorar, limitándome a tomar su mano diestra entre las mías. No sé cuánto tiempo permanecimos allí, pero fue mucho. Enormes goterones comenzaron a caer sobre nosotros, aunque él no parecía percatarse. La lluvia se vertió al fin torrencial sobre Córdoba y sacó lustre a las empolvadas hojas de las adelfas que nos circundaban. Aquellas aguas parecieron serle propicias, pues, finalmente, alzó los ojos y me miró. Vi un poso de dolor muy hondo en ellos, y lo abracé.

—Te enfriarás —dijo, lacónico.

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Sin premura alguna fuimos retornando hacia el serrallo, al tiempo que nuestros cabellos y vestidos se embebían. Un trueno fragoroso me estremeció cuando ya alcanzábamos la galería porticada.

Aquella noche, la pertinaz tormenta me despertó varias veces, arredrada por truenos y relámpagos. Mas, como suele suceder tras la tempestad, amaneció un día esplendoroso, de aire transparente y limpios aromas. Cuando Muzaina descorrió las cortinas de mi aposento y la luz inundó la estancia, advertí que las profundas ojeras de la esclava pregonaban lo poco que había logrado dormir aquella noche. Me desperecé y le referí mis terrores nocturnos a causa del temporal y los malos sueños.

—Sí, te creo —afirmó—. Al parecer, todos hemos pasado mala noche. En mi caso, a todo eso hay que agregar que tengo mucha pena que rumiar. Como también ha debido de sucederle a Ibrahĩm; con toda certeza que no habrá conseguido conciliar el sueño hasta llegado el día. Ahora iré a llamar a su puerta.

Trencé mi cabello con esmero y ultimaba ya mi aseo y atavío cuando un grito pavoroso sobrecogió a los moradores del harem. Era Muzaina que, tras golpear la puerta del aposento de Ibrahĩm, extrañada por su tardanza, abrió y se topó con el cuerpo yerto del eunuco, que pendía de una viga de la estancia. Llegado aquel día en que decretó Alá el descanso de su angustia, se alzó un doloroso lamento en el sector occidental del serrallo y enorme conmoción vino a alterar nuestra rutinaria

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vida. Después de su entierro en el cementerio de Umm Salãma, oí que Ibtissãme, que ni un instante se apartaba de Muzaina, apostillaba sobre algo que dijo la esclava:

Sí, tienes mucha razón, siempre fue muy hombre. Tanto que, como es común en todos ellos, se equivocó al identificar amor con posesión.

En cuanto a mí, me sentí huérfana y aún le lloro. Era digno de mejor fortuna que la que Alá había escrito para él en la indeleble tabla de los hados.

FIN

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AlejandroRodríguezAlday “Mirada felina”

“No toqués na

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MIRADA FELINA

Los primeros recuerdos de los que tengo constancia datan de cuando apenas empezaba a dar mis primeros pasos, poco tiempo antes de que el destino decidiera darme una oportunidad, cambiando mi más que probable cruda existencia por una vida de plenitud, regida en todo momento por el respeto y el cariño mutuo.

Por aquel entonces mi realidad era demasiado limitada, sin ser consciente de quién era ni, por supuesto, a qué especie pertenecía, pues solamente distinguía el calor del confortable cuerpo de madre, sus delicados cuidados y, cómo no, la cercana presencia de mis movidos hermanos, quienes, cuando no dormían, luchaban de igual modo que hacía yo por conquistar la tetilla más productora de rica leche materna. Un nuevo mundo se me presentó cuando pude empezar a abrir los ojos y, abrumado por las formas y los colores (dentro de las limitaciones que un ser como yo alberga en ese sentido), inicié mis primeros escarceos fuera de la madriguera familiar. Nuestra madriguera: tan solo un pedazo de tierra moldeable y hierbajos secos, cubierta por unas tablas carcomidas que nos hacían a la vez de techo protector, resguardándonos así del frío y la lluvia. Aquel lugar me generó un primer sentimiento que me llegó mucho antes que el del cariño, el miedo o la tristeza, pues allí respiraba seguridad, lo que me llevó a concebir ese rincón

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como propio, tanto que nada ni nadie podía invadirlo sin mi consentimiento.

Todo lo que me rodeaba era un misterio por descubrir y yo era un alma inquieta, así que cierto día me decidí en salir a explorar. Unos cuantos pasos y ya me creía extraviado; sin embargo, echando la vista atrás, me cercioré de que ahí estaba madre, con semblante de preocupación y atenta a lo que estaba haciendo, pero, en definitiva, dándome su total consentimiento. Agradecí su gesto, pues necesitaba ser libre, averiguar qué significaban aquellos gritos que provenían de más allá de la valla que delimitaba el terreno en el que estaba ubicada nuestra querida madriguera.

¡Dame la pelota! ¡Ahora me toca a mí!

¡De eso nada! ¡Te me has colado dos veces!

No entendía nada de lo que aquellas dos crías humanas se transmitían el uno al otro; no obstante, aunque el tono de sus voces no parecía de lo más amigable, me decidí a ir a saludarlas. Madre nos había advertido que nada de contacto con humanos, son seres crueles y despiadados, pero en ese momento a mí no me lo pareció, en realidad parecían estar divirtiéndose, jugando con una cosa redonda que no paraban de botar contra el suelo. Sin pensármelo dos veces me dispuse a cruzar la calle y, nada más hacerlo, un estridente sonido me dejó atenazado. Asustado, advertí cómo una enorme masa de metal andante se me abalanzaba por uno de mis costados.

¡Ey! ¿Qué es eso?

Es un gatito, ¿no lo ves? dijo uno de los cachorros humanos recogiéndome del suelo.

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Estaba muy asustado, hecho un ovillo justo en frente de aquella masa rugiente, pero el contacto de aquel ser que caminaba sobre dos patas era tranquilizador y agradable. Cuando el monstruo pasó de largo por fin, los dos cachorros me dejaron en el suelo y empezaron a jugar conmigo, cosa que agradecí, pues ya estaba un tanto cansado de pasar el rato correteando con mis hermanos y aquella nueva experiencia me estaba resultando mucho más excitante.

Papi, papi, hay un gatito muy simpático, ¿nos lo podemos quedar?

El cachorro que me había recogido del suelo frente a la masa de hierro se había separado dejándome solo con el otro. Al parecer, pretendía comunicarse con un humano adulto sin demasiado éxito. Este último, sentado frente a una losa de cuatro patas, conversaba álgidamente con otro adulto y no parecía hacer demasiado caso al cachorro, que a su vez se desgañitaba por llamar su atención.

Seguro que tiene dueño. Exhaló una bocanada ¿de humo?

Ha salido del solar de ahí enfrente. Seguro que es un gato callejero. ¿Nos lo podemos quedar? Porfi, venga...

Que sí, pesado: si consigues meterlo en el coche, nos lo quedamos le contestó este sin mirarlo, justo antes de llevarse a la boca un recipiente de cristal repleto de un líquido color oscuro.

Dicho y hecho. Sin darme cuenta, me vi dentro de uno de esos gigantes andantes. No llegaba a comprender el motivo por el cual me dejaban encerrado ahí dentro.

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¿En serio?

Dijiste que si conseguíamos meterlo en el coche, nos lo podíamos quedar.

Pensaba que no se iba a dejar coger. ¡Madre mía! Más gatos en casa no, por favor, ¡qué horror!

Jamás llegué a pensar que ya nunca más volvería a ver a madre, ni tampoco a mis hermanos, aunque ciertamente no me importaba demasiado en esos momentos, el vaivén de aquel cacharro me estaba mareando y solamente pude agradecer que el rugido que manaba de su interior cesara, lo que venía a significar que se acababa mi tortura. Habíamos dejado antes a uno de los dos cachorros, quedando el humano adulto que iba en la parte delantera y el otro cachorro llevándome en su regazo, en la parte trasera.

Salimos por fin de la caja mareante y cruzamos una puerta doble. Tras esta, una antesala que con el tiempo supe que los humanos llamaban jardín. Subimos por unas escaleras de piedra situadas en un lateral, que daban a un segundo plano en el que se levantaba la madriguera humana, mucho más grande e imponente que la mía. Nunca olvidaré ese momento, cuando mi mirada felina se cruzó con la del ser más importante que iba a conocer durante el largo camino que apenas estaba iniciando. Algo se despertó en mi interior, algo que no sabría describir pero que me marcó de por vida y me unió a él para siempre. Ahí estaba, en pie, sin ser cachorro, pero tampoco adulto, seguramente equiparable a esa edad en la que mis primos lejanos los leones empiezan a lucir melena.

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Hermanito, mira qué bonito, tiene los ojos azules y es muy simpático. Nos lo hemos encontrado el primo y yo cerca del bar. Papá nos ha dicho que, si lo lográbamos meter en el coche, nos lo podríamos quedar. Y aquí está. No hizo falta el habla, la conexión fluyó entre ambos y en sus brazos supe que había encontrado a mi semejante, alguien con quien compartir gustosamente el resto de mi vida. Fue un maravilloso inicio, sí, aunque no todo resultó idílico en adelante. Me iba a tener que acostumbrar a mi nueva realidad, rodeado de muchos otros gatos que venían desde el campillo colindante a comer a la madriguera humana, accediendo al jardín por un agujero en la valla de metal, siempre y sin excepción cuando los dos perros que cohabitaban en la madriguera humana no anduvieran sueltos. No hubo problema conmigo, mi encuentro con ellos fue de lo más fortuito, esa misma tarde en la que llegué cuando, habiendo sido liberados, aparecieron trotando desde la parte trasera de la madriguera. Todos mis semejantes desaparecieron apresuradamente, pero yo no lo hice, así que, nada más verme, vinieron hacia mí parándose en seco al comprobar que no echaba a correr como los demás. Se quedaron mirándome sin saber qué hacer, como sorprendidos de que no reaccionara de igual modo que el resto, hasta que, quizás cansados de mi pasividad, decidieron ignorarme. Mira. Parece que nuestro nuevo polizón no tiene miedo de los perros.

No entendía nada de lo que acababa de decir mi nuevo amigo; eso sí, denotaba cierta alegría y satisfacción en su

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semblante, algo que me llenó de orgullo. Me las prometía muy felices, pero, en cambio, el primer contratiempo no se hizo esperar. Nada más oscurecer, me disponía a entrar al interior de la madriguera y sucedió que el humano adulto me echó con cierta premura, cerrándome la puerta en las narices. No comprendía por qué y resultó una enorme decepción que no fuera aceptado. Ahí me acordé de madre y de mis hermanos, echándolos en falta al verme solo en medio de la oscuridad de la noche cerrada. ¡Papi! ¡Tete! ¡Venid a ver esto!

Me despertaron los gritos del cachorro humano que me recogió de la calle. Estaba desperezándome tumbado sobre el vientre del más grande de los dos perros que habitaban en la madriguera. —No me lo puedo creer —dijo mi nuevo amigo saliendo al jardín. Me recogió del suelo y me acomodó en sus brazos . Este gato es especial, lo supe nada más verlo le dijo al humano adulto que venía tras él . Te llamarás… Minu añadió dirigiéndose a mí, sin dejar de mirarme amigablemente.

Otra vez en ascuas, ni idea de lo que me estaba diciendo, pero aquel breve sonido se grabó en mi cabeza a fuego: Minu. Aprendí al poco tiempo que era la forma que tenían los humanos para hacerme saber que se referían a mí, de igual modo que los demás gatos, perros o cosas también tenían su propia palabra, aunque la que hacía referencia a mi amigo era demasiado larga y complicada para aprendérmela.

Así fue pasando el tiempo. Crecí en compañía de aquella agradable familia de humanos perpetuada por tres únicos

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machos solitarios, con cada día que pasaba suponiendo un nuevo aprendizaje, de los entresijos de la vida gatuna y también de la de mis nuevos compañeros. Según Cicatrices, el más viejo y sabio de los gatos que venían asiduamente a comer a la madriguera, se trataba de un clan formado por un padre y sus dos hijos. Me pareció extraño, yo no había conocido a mi padre. Al parecer, suele ser algo normal en lo que a mi especie se refiere. Es más, incluso acabamos perdiendo contacto con nuestros hermanos y con nuestra madre al alcanzar la madurez. En cambio, los humanos sí que suelen convivir siempre en familia, algo que, en mi opinión, resulta mucho más gratificante.

¿Por qué no hay una hembra acompañando a los humanos? —le pregunté a Cicatrices mientras degustábamos nuestra ración diaria de pienso.

No lo sé, mestizo, no todas las familias de humanos permanecen juntas. Hay veces que el amor de los adultos se acaba, como creo que es el caso de esta, y otras veces es la muerte la que los separa… Cicatrices solía llamarme mestizo porque decía que venía de una raza de gatos con pedigrí, unos que comparten la peculiaridad de tener ojos celestes y un mismo color de pelaje. Aseguraba que, si mi madre era atigrada, con total seguridad mi padre debía de ser siamés, por lo que, en parte, por mis venas corría algo de sangre azul.

¿Qué es la muerte? —le pregunté, intrigado y sin dejar de tragar, pues sabía que, si no acababa rápido, algún otro vendría a rapiñar.

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Cicatrices no contestó a mi pregunta, ya no estaba a mi lado cuando levanté la cabeza; en cambio, distinguí un enorme gato negro aproximándose por la retaguardia. Aprendí aquella tarde lo que era el dolor, pues recibí mi primera paliza. De nada me sirvió acercarme a él de forma amigable, aun así obtuve un duro correctivo. Solo las caricias de mi amigo, que vino en mi ayuda ahuyentando a mi agresor, lograron apaciguar la frustración e impotencia que sentía.

A parte de algún contratiempo como ese, todo marchaba bien. Cercano al año, mis lazos de amistad con mi amigo se iban afianzando y ya nada tenía sentido si no estaba a su lado. Pasábamos las horas muertas él sentado mirando la caja mágica y yo sobre su falda, ya que durante el día su padre y jefe de nuestra manada me permitía acceder al interior de la madriguera, pudiendo disfrutar de ese modo el uno del otro, él con mi simple presencia y yo con sus gratificantes caricias y mimos. Hasta que cierto día me sentí muy mal, noté un fuerte dolor de estómago y decidí refugiarme en uno de los cajones del armario al verlo abierto, acomodándome entre gustosas sábanas con aroma a flores silvestres. Mala elección, pues un doloroso retorcijón me traicionó, no pudiendo evitar que me hiciera mis necesidades encima. Iba tan suelto que el resultado fue nefasto. Me llevé un buen coscorrón, el padre de mi amigo la emprendió conmigo, ganándome una buena reprimenda mientras me devolvía con muy malos modales al jardín.

—¡No lo quiero en casa! ¿Me habéis oído? ¡Deshaceos de él cuanto antes!

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Mis conocimientos acerca del lenguaje humano no eran todavía concluyentes, pero no había que ser un experto para entender que algo se había roto aquella tarde. Intuía apenados tanto a mi amigo como a Piki, su hermano pequeño, desde esa misma tarde como en los días venideros. Al poco tiempo de este suceso vino de visita una hembra adulta. Al parecer, debía de haber buena sintonía entre los cuatro, ya que comieron todos juntos y no pararon de reírse largo rato. Los humanos tienen una cualidad que no tenemos los gatos: la risa. Es un sentimiento que expresan cuando están contentos. A diferencia de ellos, nosotros lo transmitimos con un ronroneo continuado. Aunque, a la par, creo que es lo mismo.

Mami, te ha cogido cariño se dirigió a la invitada el cachorro humano.

Siempre me ha gustado interactuar con lo desconocido y aquella tarde no fue menos: al poco que tuve la oportunidad ya me había plantado en su regazo, disfrutando de las atenciones que esta me estaba prestando.

La verdad es que es muy cariñoso…

Te lo regalo intervino el padre de los cachorros humanos.

Pues… no sé, la verdad...

¿Pero tú no decías que te daban miedo los gatos? dijo mi amigo, e intuí cierta adversidad en sus palabras. No podía llegar a imaginar lo que se estaba cociendo en aquella conversación aparentemente inofensiva, pero, ciertamente, aquella fue mi última tarde en la madriguera de los tres humanos, ya que, cuando se despidieron, me metieron en

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uno de esos cacharros de metal y me llevaron al que iba a convertirse en mi muevo hogar, la madriguera de la conocida de mi amigo, María.

No se parecía en nada a las madrigueras donde había estado antes, esta era más pequeña dado que no tenía jardín ni nada por el estilo, solo un reducido y elevado habitáculo dotado de barrotes, el único rincón en el que podía tener contacto directo con el exterior. De inicio no me gustó nada el cambio, perdí el contacto con los demás gatos, también con Balú y con Ally, los dos perros de mi amigo, a los que había acabado apreciando casi sin darme cuenta, y podría asegurar que era un sentimiento recíproco, por lo menos con el macho grandote, más extrovertido. Me tuve que acostumbrar al cambio. La mayoría del tiempo únicamente tenía contacto con esa hembra humana. En verdad, me trataba muy bien y me dejaba rondar a mis anchas por todas las estancias de la madriguera. Y no solo eso, además me compró un collar e incluso permitía que durmiera plácidamente a sus pies, sobre el gustoso lecho en el que lo hacía ella y que no me había sido permitido profanar en la madriguera de los tres humanos varones. Aun así, me sentía muy triste, por lo que dejé de comer al creer que nunca más volvería a coincidir con mi antigua manada. Añoraba al cachorro humano, tan jovial y juguetón conmigo; incluso al adulto, quien, siendo el más severo, siempre se había mostrado cordial y afectuoso conmigo; pero por encima de todo, me entristecía el pensar que mi querido amigo podía haber desaparecido de mi vida para siempre. Sin embargo, por suerte no fue así, cierta tarde apareció

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fundiéndose en un cálido abrazo conmigo, la mayor y más grata sorpresa que me llevé en mucho tiempo.

Debía de haber algún tipo de relación entre esa mujer y los tres humanos varones. Iban y venían de vez en cuando, y pronto descubrí que allí cada uno de los dos cachorros tenía su propia parte de la madriguera para él solo, de igual modo que sucedía en la del humano adulto. Me conformaba con eso, con ver a mi amigo a veces. Y cuando eso sucedía era muy probable que se quedara a pasar la noche. Entonces yo aprovechaba para dedicarme a él, durmiendo en su cubil, donde siempre era bien recibido.

Los días desfilaban sin que apenas me diera cuenta; los gatos nos pasamos la mayoría del tiempo dormitando y eso favorece aún más esa sensación, algo que no me importaba en absoluto, era bien feliz así. Mi relación con María resultaba cordial, pero la que coexistía entre ella y mi amigo no lo era tanto, cosa que me preocupaba en demasía. Tenían momentos de tranquilidad, algunos afectuosos, e incluso compartían confidencias y risas; sin embargo, todo se torcía cuando ella sacaba la botella y se ponía a beber con cierta ansia. Solía hacerlo a escondidas. Si mi amigo no se enteraba, se quedaba dormida y no pasaba nada; pero si este la pillaba con las manos en la masa, por seguro que había bronca. Discusiones acaloradas y subidas de tono, algo que me ponía los nervios de punta, sobre todo cuando ella actuaba de manera agresiva e incluso llegaba a levantar la mano a mi amigo. Nada que no tuviera solución, al final aprendí a convivir con esas

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desavenencias, que tampoco eran tan frecuentes al no convivir todo el tiempo mi amigo con nosotros. Cierto día vinieron a mi madriguera un gran número de cachorros humanos en fase de madurez. Yo me sentía importante, ya que al principio fui el centro de todas las miradas y atenciones, aunque no pasó demasiado tiempo hasta que se sentaron todos bien juntitos dejando la estancia en penumbra, bien atentos a esa caja mágica que emite sonidos e imágenes que parecen reales. Recuerdo que me centré en lo que estaba pasando ahí dentro, una joven humana atada en uno de esos lechos gustosos no paraba de gritar y vomitar en tanto retorcía su pescuezo, por lo que entendí que se había pasado purgándose con las hierbas de su jardín, o incluso que acababa de bajarse de uno de esos cacharros andantes de metal que tanto marean. En fin, un aburrimiento, así que me centré en mi amigo, y lo cierto era que se estaba comportando un tanto extraño. De entre todos los presentes, no paraba de echar miraditas furtivas a una de las hembras que tenía cercana, mientras todo el mundo se tapaba la cara con cojines o mantas. Él se reía y hablaba en un tono que me pareció chulesco, dándome toda la sensación de que intentaba hacerse el interesante, aunque a mí no me engañaba, Cicatrices me había explicado el arte del cortejo, cuando un macho pretende conquistar a una hembra de su especie. Si fuera preciso, lucharía contra otros rivales para conseguirla, y aunque no tuvo que llegar a ese punto, o al menos en mi presencia, la acabó introduciendo de forma solemne en nuestra manada, ya que a partir de ese día empezó a ser frecuente que viniera a verme

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con ella, hasta llegar la fecha en que no era posible vernos sin que estuviera presente. De inicio me molestó, ¿quién se creía que era esa humana que había llegado para usurpar mi sitio? Intentaba hacerle ver a mi amigo que no estaba de acuerdo con la irrupción, que debía haber consultado primero conmigo, pero creo que aquella era una batalla que nunca iba a poder ganar y, en definitiva, tampoco me acabó resultando tan malo formar ese nuevo grupo de cuatro. Lo positivo fue que mi amigo se acabó instalando en la madriguera y así nos pudimos ver todos los días, una nueva circunstancia que me hizo realmente feliz.

Una mañana como tantas otras, alguien tuvo un descuido y se dejó la puerta de salida de la madriguera abierta. Yo era joven e inquieto, así que no me lo pensé y eché a correr. No resultó una buena experiencia, fuera todo era un peligro constante, ruidos, máquinas de metal andantes por doquier, perros no tan amigables como Balú o Ally, etcétera… Pasé mucho miedo, fueron dos noches a la intemperie, hasta que alguien me debió de reconocer y me recogió para devolverme a mi querida madriguera. El reencuentro fue lo mejor que me había sucedido hasta ese momento y no podría asegurar quién de los dos estaba más emocionado al volver a vernos.

No lo vuelvas a hacer. Creí que no te volvería a ver nunca más me dijo mi amigo con lágrimas en los ojos . A partir de ahora, ¡siempre juntos!

Está claro que algo hice mal, pues, a los pocos días de eso, la líder humana me llevó a ver al hombre de la bata verde, ¡ese que te pega unos pinchazos que no veas! Como no podía

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ser de otro modo, me pinchó y acto seguido me entró sueño. Cuando desperté, algo en mi cuerpo había cambiado: ya no tenía las dos bolitas que me colgaban debajo del rabo, pero no es que me importara demasiado, la verdad, pues aparentemente no las necesitaba para nada. Eso sí, lo sucedido acabó siendo motivo de discusión entre María y mi amigo.

¡Pero ¿qué le has hecho a Minu?! gritaba este . ¡Deberías haberme consultado antes de hacer algo así!

Un gato castrado no hace la ronda. No podemos permitir que se vuelva a escapar. Ya verás como con el tiempo me lo agradecerás.

La cosa quedó ahí, pero el tiempo no se para nunca y cierto día mi amigo llegó llorando desconsoladamente. No lograba entender qué le estaba sucediendo y por mucho que me esforzaba no conseguía tranquilizarlo, ni yo ni María. A los pocos días fui comprendiendo: debía de tener algo que ver con que su hembra humana había desaparecido de nuestras vidas. Sí, sí que era eso, una triste situación que desencadenó una época verdaderamente angustiosa. Mi amigo ya no era el mismo y se pasaba el rato encerrado en su cubil viendo las horas muertas pasar. Yo me veía impotente, quería que volviera a ser el de antes, pero poco podía hacer por él más que acompañarlo en su dolor, ofreciéndole todo mi amor, un amor que era incondicional.

Por suerte, de forma lenta se fue recuperando; no del todo, pero empezaba a parecerse al humano que un día conocí. Cuando ya estaba todo bien, cierta tarde me llevé una grata sorpresa, sucedió algo que no esperaba: regresó a la madriguera

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de la mano de su apreciada hembra, la misma a la que le habíamos perdido la pista tiempo atrás. Me alegré mucho de que aquello sucediera, la había echado mucho en falta y, no solo eso, sabía que su presencia haría feliz a mi amigo. Todo volvía a la normalidad, recuperé a mi manada y al ser que tanto amaba. Sin embargo, cuando parece que todo va bien, algo siempre se acaba torciendo, una máxima que tuve que asumir en base a mi propia experiencia. La vida de María era un tanto caótica, alternaba semanas de subidón con otras de bajón y, al poco de que nos reencontráramos los tres, encadenó un tiempo donde no dejaba la botella de lado ni un solo día. Las peleas se hicieron constantes y cada vez más subidas de tono, hasta que, coincidiendo con la llegada del calor, mi amigo y su compañera desaparecieron unos días. No fue un periodo muy prolongado, pero a mí se me hizo eterno, ya que el trato de María había cambiado muy a peor. Extrañamente ya no era cariñosa conmigo, parecía que le molestaba mi presencia e incluso se olvidaba de darme de comer o ponerme agua. Por suerte, mi amigo llegó al rescate cuando creía que iba a desfallecer de sed, y debió de suceder que no le gustó nada verme en esas condiciones, pues esa misma tarde discutieron de lo lindo, como nunca los había visto antes. Tras la riña, volví a quedarme solo con ella, que siguió a lo suyo, botella tras botella, mientras hablaba sola y hacía aspavientos con las manos. Me acerqué a su lado, conciliador, pero, lejos de lo esperado, la emprendió conmigo, persiguiéndome por la casa con el palo de la escoba en mano. Cuando regresó mi amigo, María sostenía en su mano el palo quebrado por la mitad, así

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que este me llamó angustiado, pero yo estaba tan asustado que ni siquiera me atrevía a salir de mi escondite, tras el sitio de sentarse a ver la caja mágica. Una nueva pelea entre ambos, gritos y amenazas, hasta que decidí dar la cara. Entonces él me cogió en brazos, aliviado al verme de una pieza. Sin más, salimos por la puerta, dejando atrás la madriguera de María, para no regresar ya nunca.

Vuelta al pasado. De forma inesperada, me vi nuevamente en la madriguera del papá de mi amigo. Otra vez mi antigua manada, comandada por los tres humanos varones y seguida por los dos perros negros de pelo largo, además de la ristra de gatos que venían del campillo colindante a comer. No podía ser más feliz. He de decir que no guardaba rencor a María, ya que había pasado muy buenos momentos con ella y al final uno se ha de quedar con eso, con los buenos recuerdos. De todos modos, he de confesar que volver a mis orígenes supuso algo extraordinario. Adoraba a ese trío humano, cada uno con su carácter y peculiaridades; en conclusión, un pedazo de mundo donde se respiraba cordialidad, mucho más de lo que un ser como yo podía demandar.

Pero no todo iba a ser igual que antes, algo había cambiado. Para empezar, Lolo, el jefe del clan humano, ya me permitía acceder a la casa por las noches y dormir junto al lecho de mi amigo, algo que agradecí y que me hacía sentir especial respecto a los demás gatos, que ni siquiera se atrevían a entrar dentro del cubil humano. Me entristecía ver cómo algunos de mis semejantes habían desaparecido, incluido Cicatrices, a quien echaba mucho en falta; en cambio, otros nuevos habían

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llegado para reclamar su parte del botín diario. El que sí seguía rondando por esos lares era el enorme gato negro, ese al que hubiera deseado perder de vista de una vez por todas, pero se resistía a desaparecer como habían hecho tantos otros. Me la seguía teniendo jurada y cada vez que me pillaba sin mi amigo cerca me daba un buen revolcón. Con un agravante: tras perder mis dos bolitas traseras había empezado a engordar y, en consecuencia, a ser un tanto más lento y torpe. Aquellas escaramuzas propiciaron que una de mis orejas perdiera su esplendor, una herida infectada fue la causa de que se me quedara ladeada y hecha un triste muñón. No supuso ningún problema grave, más que una nueva visita al señor de la bata verde; en cambio, acabó siendo un gracioso rasgo ciertamente característico de mi persona.

Aquella no fue la última vez que visité al tocanarices de los pinchazos, tuve que regresar más adelante, primero por un fuerte dolor en un costado:

Ha tenido suerte, el balín se ha alojado en la parte final de las costillas, no será grave, con el tiempo cicatrizará y el cuerpo lo reabsorberá como algo suyo.

¿Cómo puede haber desalmados en este mundo que disparen contra un ser tan bondadoso y bueno? le dijo mi amigo mientras me metía en el transportín.

La segunda vez fue mucho peor. Resultó que, intentando escapar del matón de pelo negro, me distancié demasiado de la madriguera y, cuando me di cuenta, no sabía dónde estaba. Seguramente, intentando regresar acabé alejándome, y las consecuencias de ese incidente resultaron

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nefastas. Vagué demasiado tiempo sin rumbo fijo, aguantando las inclemencias del tiempo y sin comida, día tras día y noche tras noche, hasta que llegó un momento que apenas podía moverme. Cuando estaba a punto de desfallecer, cierta tarde escuché un susurro lejano. O mi mermado estado físico y mental me estaba jugando una mala pasada o aquel familiar sonido era la voz de mí… ¿amigo?

¡Minuuuuuuuuuuu! ¡Minuuuuuuuu! gritaba con desesperación . ¿¡Dónde estás!?

Saqué fuerzas de flaqueza maullando a la desesperada y ¡resultó! Mi amigo se apresuró a venir donde me encontraba y me recogió de entre unos arbustos en los que me había escondido. Sensiblemente emocionado, empezó a besarme, y en ese justo instante lo supe: estaba a salvo.

—No tengo buenas noticias —dijo el señor de la bata verde con rostro serio . Ha pasado más de un mes sin comida, solamente alimentándose de su propia grasa, y por ello tiene bastante afectado el hígado. Es muy probable que no salga de esta.

Yo no entendía nada. El idioma humano es intuitivo en según qué contexto, pero también es amplio y complicado de descifrar para un gato. Lo que sí entendía era que aquello que intentaba trasmitir aquel torturador de verde no había caído nada bien a mi amigo, el cual me miraba con rostro triste, dejando escapar alguna que otra lágrima de sus ojos. Quise animarlo, correr a consolarlo, pero me encontraba fatal, sin fuerzas, probablemente porque me había quedado en el pellejo,

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así que pensé que solamente era cuestión de volver a engordar, a partir de ahí ya vendrían tiempos mejores.

No me equivocaba, sucedió justo lo que vaticiné. Pasado un largo periodo, me sentía recuperado del todo y había vuelto a lucir michelines. No fue sencillo, recuerdo que había perdido el apetito, pero gracias al cariño de todos y en mayor medida a la paciencia del papá de mi amigo, quien se pasó las horas muertas conmigo metiéndome trocitos de jugoso jamón en la boca, obligándome así a comer.

Y resultó que, sin previo aviso, volví a cambiar de madriguera. Me trasladé a una nueva un tanto limitada, cuatro paredes que englobaban la estancia principal, la estancia donde los humanos preparan la comida y la estancia donde duermen, todo en uno. El único espacio un tanto más privado era donde van a asearse y hacer sus necesidades. Creamos así una nueva manada de tres: mi querido amigo, su ya altamente estimada compañera y yo.

Todo era rutinario, por las mañanas me dejaban solo, decían algo de ir a trabajar que no sabía bien lo que significaba, hasta que por las tardes regresaban y pasábamos las horas juntos, sentados viendo la caja mágica conmigo en sus regazos, deleitándome con sus tiernas caricias y arrumacos. Estaba deseando sentirlos llegar y los recibía siempre con admiración. No es que lo pasara mal solo, pues disponía de un jardín casi tan grande como todo el interior de la madriguera, en donde disfrutaba acechando pájaros que no conseguía atrapar nunca. Lo más bonito era percibir lo mucho que se querían mis compañeros, aunque temía que ella volviera a desaparecer algún

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día de nuestras vidas como ya pasó en el pasado, cosa que afortunadamente no llegó a suceder nunca.

Como cosa curiosa, apuntar que una clara muestra humana del afecto se transmite a través de los besos. Ellos se los dan en la cara o incluso en la boca cuando el amor es apabullante, tal y como era el caso. Yo, en cambio, los daba con mi áspera lengua, en cualquier parte del cuerpo que les pillara a mano, ya que no era para nada selectivo en ese aspecto.

Siguió pasando el tiempo, ese «ser» sobrenatural tan incontrolable e inquieto como lo eran mis hermanos de cubil. Como en la mayoría de lo que me sucedía, no fui consciente de que me quedaba todavía un último y definitivo traslado. Sucedió cierto día que llegamos a una nueva madriguera, mucho más grande que la anterior, ¡pero sin jardín! He de decir que de inicio no me gustó demasiado el cambio, pero me hice rápido al lugar, pues coleccionaba distintas y variopintas situaciones durante mi vida y, llegados a ese punto, ya solo anhelaba que continuáramos juntos los tres, lo demás era secundario y prescindible.

Un nuevo periodo de madurez, el más tranquilo de toda mi existencia, aunque no por ello el menos enriquecedor. La sintonía entre el clan crecía a diario, aunque con alguna reprimenda de por medio, como cuando me afilé las uñas en el sitio cómodo de echarse a gandulear frente a la caja mágica. Mi amigo se había deshecho del viejo y había traído uno nuevo y mullido, fabricado en una tela demasiado tentadora para mí. Me llevé un par de azotes, y bien que los merecía, pero aprendí la lección y nunca más me atreví siquiera a fantasear con la idea,

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pues todo lo que hiciera enfadar a mis compañeros no me complacía.

Cada vez menos activo, disfrutaba contemplando la caja mágica con mi amigo por las tardes, después de comer, cuando veíamos juntos imágenes de diferentes seres del reino animal, criaturas que jamás hubiera imaginado que existiesen y que me llamaban la atención al verlas ahí correr, volar o comunicarse entre ellas en un sinfín de idiomas extraños. Por las noches seguía teniendo mi lugar, a los pies del lecho gustoso, habiendo aprendido que en ocasiones, cuando mis compañeros se despojaban de la ropa de sueño, convenía desaparecer y regresar con la cosa más calmada. Por alguna extraña razón, cuando eso sucedía, se volvían molestos e impredecibles, empezaban a retorcerse uno sobre el otro balbuceando y gimiendo. En más de una ocasión que había intentado resistir en el frente, me había llevado una molesta patada o pisotón. Sin previo aviso, un nuevo contratiempo: algo le estaba sucediendo a mi amigo, pues de un tiempo en adelante estornudaba mucho cuando estaba ante mi presencia. Le lloraban los ojos y no paraba de rascarse. ¿Acaso estaba triste y yo no podía hacer nada para ayudarlo?

Ya te vale, Minu, resulta que ahora me he vuelto alérgico a ti, lo que me faltaba después de tantos años conviviendo con gatos… me dijo, muy serio . La alergóloga me ha dicho que o me deshago de ti, que eso sería lo ideal, o tengo que empezar a pincharme una vez por semana durante todo un año. ¿Adivinas cuál ha sido mi decisión?

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continuó diciéndome en un tono mucho más cariñoso.

No sabía qué estaba tratando de decirme, pero lo cierto fue que al poco tiempo mejoró de aquellas dolencias. Ya no se quejaba y tampoco estornudaba, por lo que pude dejar de preocuparme.

También de vez en cuando solía irme de visita a la madriguera en la que seguían viviendo Lolo y su cachorro pequeño, Piki. Esto sucedía casi siempre cuando llegaba la época de calor. Tenía que pasar el mal trago de viajar en el cacharro de metal, cosa que nunca me gustó y que con la edad toleraba cada vez menos. Algunas veces el mundo se volvía inestable y acababa vomitando, de igual modo que la chica del pescuezo retorcido, pero, por suerte para mí, el trayecto era corto y la recompensa resultaba grande, así que solía valer la pena sufrir un poco en ese aspecto. Allí me trataban muy bien y me reencontraba con mis viejos camaradas, Balú, Ally y los demás gatos (incluido el matón negro, que no había manera de deshacerme de él). Regresando de uno de esos cortos periodos estivales empecé a encontrarme mal y dejé de comer, rememorando tiempos pretéritos que bien procuraba olvidar. Me tocó ir a saludar al señor de la bata verde y… ¡pinchazo que te crio otra vez! Me entraban unas ganas locas de revolverme y pegarle un arañazo en todo el brazo a ese torturador, pero no lo hacía y aguantaba estoicamente todas las diabluras que me propinaba, ya que estaba seguro de que aquella sería una actitud que mi amigo no iba a tolerar.

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Durante mi carrera como veterinario he tratado con muchos gatos, pero, la verdad, ninguno tan noble y paciente como el vuestro.

Fueron sus últimas palabras antes de despedirnos. ¡No veía el momento de desaparecer de su madriguera para no volver nunca más!

Y tuve que volver, solamente una última vez más. Pasó que a partir de esa fecha empecé a encontrarme cada vez peor, una sensación parecida a cuando me perdí tanto tiempo y se me cerró el estómago. Algo me estaba sucediendo, a cada día que pasaba la cosa iba a peor y, para mi desesperación, percibía claramente la marca de la tristeza en los rostros de mi amigo y su amada compañera. Algo le estaba sucediendo a ella, algo nuevo y fuera de lo normal, aunque mi intuición me decía que no tenía por qué ser malo, todo lo contrario. En tanto su barriga iba creciendo, yo me iba consumiendo, cada vez más, y, por mucho que mi amigo se esforzara en hacerme tragar un líquido pastoso y nauseabundo cada mañana, no llegaba a encontrarme mejor.

Llegó mi última noche con mis queridos compañeros. Yo no tenía consciencia de ello, pero la tristeza generalizada se hacía evidente, más aún con la llegada de la puesta de sol. Apagaron la caja mágica y se fueron a la cama. Como de costumbre, yo siempre los seguía con esmero para reclamar mi trozo de lecho gustoso, aunque en esos últimos días me costaba incluso ponerme en pie, así que el corto trayecto hasta el cubil humano se me hizo eterno. Aun así, tuve fuerzas para pegar el salto y acomodarme a los pies de estos. Pero no pude conciliar

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el sueño gran parte de la noche, en cierto modo porque me dolía todo y también porque mi amigo no paraba de dar vueltas, pues parecía desvelado e inquieto. Por la mañana se levantó y se aseó como siempre hacía. Yo fui tras él y me puso de comer, pero no tenía hambre. Aquella no fue una despedida corriente, me cogió entre sus brazos y me estrechó con delicadeza sin parar de llorar durante un buen rato. Yo me dejé hacer, complacido. Nunca te olvidaré. Tú y yo, ¡siempre juntos! Tras esto, me dejó en el sitio cómodo de echarse a gandulear y se marchó, cerrando la puerta tras él. Un rato más tarde se despertó mi ya inseparable amiga, muy triste también. Tuvimos nuestro momento íntimo, entrañable, y entonces me quedé solo en nuestra madriguera. Pasé el rato dormitando, soportando el dolor, hasta que de forma inesperada sentí de nuevo el ronco sonido de la cerradura de la puerta, extrañamente a una hora fuera de lo habitual. Era Lolo, había venido a verme y pasó un rato conmigo, acariciándome con ternura hasta que se marchó llevándome con él. Creía iba a acercarme a su madriguera para reencontrarme una vez más con mis antiguos camaradas, pero no fue así, el fatídico día de mi última visita al señor de la bata verde había llegado.

Entramos en la estancia de los pinchazos. Lolo me acompañó en todo momento para no dejarme solo ante el peligro, cosa que agradecí. Como no podía ser de otro modo, hubo una última punzada, aunque, a diferencia de las anteriores, me resultó mucho más placentera. El dolor fue desapareciendo en la misma medida que una paz interior se iba

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apoderando de todo mi cuerpo, tanto fue así que me venció el sueño y acabé cerrando los párpados.

Fueron casi once años junto a mi fiel amigo, el mismo tiempo que hace ya que nos separamos, pero… no hay un solo momento que no lo recuerde. Debe de ser que él tampoco me ha olvidado, pues mi foto sigue presente en la estantería del salón y en el fondo de pantalla de su portátil, además de que cada 8 de noviembre enciende una vela en mi honor, coincidiendo con ese mismo día en que partí al lugar donde hoy me encuentro. Aquí se respira tranquilidad, reina la armonía y no hay distinción entre humanos y animales. Nada más llegar, me reencontré con algunas caras conocidas. Cicatrices vino a saludarme con los demás gatos desaparecidos. También coincidí con Balú y Ally, que llegaron al poco de hacerlo yo. Al igual que María y aquel gato negro que me había hecho la vida imposible. No obstante, en esta infinita «madriguera» todo es diferente, por lo que nos hemos perdonado y hemos dejado atrás el rencor. Lo bueno de este lugar es que se me han revelado muchos de los misterios que no podía llegar a comprender ahí abajo, pues ya entiendo de coches, de camas, de sofás, de veterinarios y, por supuesto, de todo lo referente al complejo mundo de los humanos. De vez en cuando voy siguiendo los progresos de mi amigo, los suyos y los de su compañera, de cómo han formado una maravillosa familia con dos retoños, niña y niño, a quienes, por supuesto, me hubiera encantado conocer en vida.

Para despedirme, solamente quisiera añadir una cosa más: el paso del tiempo es diferente aquí arriba. No hay noche

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ni día y no existen las prisas, cosa de agradecer. Aun así, sigo echando en falta la compañía del que durante largos años fue mi dueño. Sin embargo, no puedo más que seguir esperándolo, paciente, deseando por encima de todo que acabe culminando una feliz estancia en el mundo terrenal junto a sus seres queridos, hasta que llegue el momento en que el destino decida volver a unirnos para siempre.

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Marta Trillo García

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“El tiempo imaginado”

Por Marta Trillo García Nunca te he llevado flores. Hay una floristería justo en la entrada, y aunque en el camino de ida siempre pienso en comprar un ramo, e incluso me distraigo imaginándome con uno de calas blancas, no soy capaz. No sé por qué. O quizás sí, y es simplemente una puerta que pesa demasiado y no quiero abrirla. Aun así, siempre crecen flores en la hierba, y aunque no son tan bonitas, quiero creer que son suficientes. Me gusta pensar que con tres margaritas perladas de lluvia bastará.

La última vez que estuve acompañada fue aquel día. No te llevé nada, pero cogí tres rosas, y una de ellas está en el salón, seca pero intacta incluso después de una mudanza. Yo sólo tenía dieciséis años y ni siquiera me atreví a acercarme. Ahora es una losa de piedra, como tantas otras que la rodean, que sigue teniendo la apariencia de lo que innegablemente es, pero su realidad es menos cruda. Aquel día supe que quería estar allí, pero a la vez tuve que reprimir el impulso de salir corriendo y no mirar atrás hasta estar de vuelta en mi casa. Cuando llegué al aparcamiento, y desde una distancia prudente vi cómo sacaban el ataúd, sentí cómo se me resquebrajaba el corazón. No fue una fractura limpia, sin sangre, sin chasquidos, un pinchazo y ya pasó. No. Ojalá. Fue casi sin darme cuenta, pero para cuando reparé en el dolor sordo que me inundaba el pecho ya era demasiado tarde. Reverberaba como si fuera una cámara de

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EL TIEMPO IMAGINADO

eco, reproduciéndose al rebotar en cada esquina, convirtiéndose en un disco estropeado que ya no se parecía en nada a la canción original. Mi corazón se rompió como si fuera un cristal después de recibir un impacto. Se rajó poco a poco, como un espejo caído en desgracia, hasta que las grietas fueron tan profundas que estalló en mil pedazos. Y cuando un espejo se rompe, aunque se pueda recomponer, siempre le faltará algo: el brillo, la inocencia, la perfección que lucía cuando nada lo había rozado. El reflejo que te devuelve, el recuerdo de lo que un día fuiste, también está roto, sin remedio. Los fragmentos del cristal, afilados como un puñal, desgarran el interior de la piel de manera que sangras hacia dentro, en silencio, sin que nadie se entere.

Leí en mi libro favorito que no hace falta comprender algo para sentirlo, y que para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas. Y es verdad. Yo aquel día no lo entendí, no estaba preparada para alcanzar a comprender por qué me dolía tanto el corazón, por qué me dio la sensación de que se me había abierto un hueco en el pecho por el que se me escapaba el aire, por qué sentí cómo se me vaciaba el alma. Ni siquiera habría sabido ponerle nombre a todo lo que sentía, y aunque hoy sí, temo que haya matices que se hayan perdido sin que me hubiera dado tiempo a nombrarlos. La tormenta no tardó en amainar, el verano llegó a su fin, las hojas de los árboles cambiaron de color, pero seguía doliéndome todo, y antes de que pudiera entender por mí misma, la realidad se me adelantó y me negó una explicación.

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Desde entonces, pasaron tres años hasta que me atreví a volver. No fueron escasas las ocasiones en las que recorrí el camino en sueños, y con la nitidez propia de los días que nos marcan la memoria y el alma, jamás olvidé la ruta que debía seguir, a pesar de que nadie me la explicó nunca. Una tarde de principios de septiembre, al amparo de un cielo nublado y gris, salí a tu encuentro. Aunque de alguna manera, ya sabía que no estarías allí. Pero es que no sabía a dónde ir, dónde buscarte. Ni siquiera hoy lo sé, y creo que estaré condenada a seguir buscándote el resto de mi vida. Podría haber hecho el camino con los ojos cerrados. Me sorprendió que hubiera tanto silencio, y no sé por qué, ya que imagino que aquel día nadie habría alzado la voz por encima de un susurro. A mí no me salían las palabras, no sabía de dónde sacarlas. Y tres años después, tampoco supe qué decir, aunque no pasó nada porque no había nadie para escucharme.

Cuando enfilé el camino de piedra, cercado de mausoleos y panteones, creí que estaba caminando a través de un sueño. Supe dónde girar, más abajo a la izquierda, y me acordé del árbol que estaba al lado, en mi imaginación grande y frondoso como un roble milenario. Se me ocurrió pensar que me alegraba de que te diera sombra y que al estar en una esquina me resultaría más fácil encontrarte cuando quisiera volver. Como cuando nos íbamos de viaje y acordábamos un sitio al que regresar si nos perdíamos. Eso fue antes, aquella primera vez, antes de volver y ver que no era más que una piedra, fría y lisa como un témpano de hielo, con tu nombre escrito en un idioma que no entendía del todo. Ahora sé que,

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aunque esté allí, te hablo y no me respondes, ni siquiera soy capaz de imaginar que estamos teniendo una conversación como en las películas, porque no te encuentro por ninguna parte. Aun cuando pensaba que era imposible, al darme cuenta de que mis palabras caían en el vacío y solamente el viento silbaba por toda respuesta, sentí cómo se me abría una nueva herida. Imagino que es algo parecido a caminar durante semanas, atravesando campos, pueblos, ciudades, carreteras, y llegar a Santiago y que la catedral esté en obras, o que haya tanta gente que no puedas entrar. He venido hasta aquí para nada. Aquí no hay nada. ¿Dónde estás?

A veces se me ocurre pensar que, si hubiera estado ahí, si hubiera visto como el ataúd se hundía en la tierra fría para después desaparecer como si de un truco de magia se tratara, no sería capaz de cargar con el peso del recuerdo. No lo querría. Hay recuerdos que pesan tanto que no sé cómo he conseguido cargar con ellos, ni sé cómo retomar el camino con ellos a la espalda. Aun así, aun sabiendo todo lo que duele, no soy capaz de ser de otra forma: todo lo que hago es para ti. No sé si es una manera de compensar, de intentar que no duela tanto, de saber sentir todo ese dolor, de anestesiarme, justificarme, que no me pese la culpa, el corazón, el cuerpo, de intentar devolverte algo, o de ver si todavía puedes darme algo más, aunque realmente no puedas, y olvidar que no puedes, aunque sólo sea un momento. Pero no puedo dejar de hablarte, de escribirte, porque siento que te estás perdiendo tantas cosas que me da miedo olvidarme de algo y que no lo sepas. Aquel día escribí en una hoja de papel arrancado que te iba a sonreír

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por si me estabas viendo. Y lo hice. Con todo, lo único que me preocupaba, lo único que quería, era que pudieras seguir viéndome, escuchándome, aunque no me hables ni me abraces, sólo quería que de alguna manera siguieras ahí. Que siguieras existiendo. Pero cada vez te siento más lejos. Y no quiero que te alejes más.

Algo es anacrónico cuando sabes que no pertenece al tiempo en el que lo encuentras. Un reloj digital en una fotografía ensombrecida por el peso de los siglos, el nombre de una reina desubicada en el inabarcable abismo de la historia, un actor de una serie medieval hablando por teléfono. El choque entre el pasado y el presente, que alguna vez fue futuro, en un tiempo fabricado, que no tiene posibilidad real de existir, creado por accidente. La sombra de un fantasma en la esquina donde el subconsciente y la realidad se entrecruzan, donde todavía no has abandonado el sueño, pero tampoco estás despierta, ahí donde crees que puedes alcanzar la mano y encontrar calor. Y entonces te despiertas y lo sabes, está tan claro como el agua, claro que no puede ser real. Es un anacronismo. Una persona que no puede estar ahí porque nunca llegó a envejecer tanto, porque nunca me ha conocido así, con este pelo, esta ropa, esta cara, estos ojos. Nunca hemos existido en el mismo tiempo, y nunca lo haremos.

Pero estoy bien, de verdad. Aunque no lo parezca. Aunque haya días en los que me desespero porque empiezo a olvidar, porque cada vez me resulta más difícil retener en mi memoria recuerdos tangibles, que todavía pueda oler o tocar, que todavía pueda sentir de la misma manera que en el

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momento en el que estaban ocurriendo. De vez en cuando, me invento recuerdos para llenar los huecos en blanco, que seis años después ya ocupan un libro entero. A veces conjuro tu imagen y tu voz de la nada para que me acompañen cuando te necesito. Me parece escucharte y todo, pero nunca es algo tan real como en las películas, que parece que tu cuerpo está ahí y hasta puedo sentir cómo me coges la mano. Simplemente te veo en gestos y palabras, en las cosas que se quedaron suspendidas en el aire cuando te fuiste y que voy rescatando a medida que pasa el tiempo. Siempre pasa cuando pienso que te he perdido para siempre, que ya no queda nada tuyo que sea incorpóreo, imágenes que no se rescaten a través de fotografías porque éstas son incapaces de ir más allá que de la instantánea. Y es entonces cuando alguien me sonríe y se parece a como lo hacías tú, cuando veo a una actriz que tiene tu cara, pero no del todo y sé que sigues existiendo, que todavía estás aquí, en algún lugar, aunque no te pueda ver.

Y eso sí que es un anacronismo. Ver a una mujer con su familia, que no conozco de nada, pero que tiene algún gesto tuyo. ¿Cómo puede ser? Estuvo todo el vuelo sentada a mi lado, y no podía parar de mirarla porque pensaba que de alguna manera iba a reconocerte en ella, cuando era imposible. Pero se parecía tanto a ti que por un momento me confundí. Y noté de nuevo un pinchazo en el corazón, pero ya estoy acostumbrada. Es en momentos así cuando algo se me remueve por dentro y los trozos de cristal se agarran a mis entrañas y amenazan con perforarme el pecho. Nunca pasa nada, nadie lo ve. A veces hasta me siento rara por sentirlo tanto, porque de verdad que

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siento que no retengo lo suficiente de ti como para que tu recuerdo me siga doliendo tanto como el primer día. En mi mente es una película dentro de una película, un montaje que pretende encapsular la esencia de una relación, una amistad, una persona, pero que pasa por encima del espectador porque éste no tiene el contexto para comprender su enormidad o su intensidad. Veo a dos personas queriéndose, pero no entiendo por qué lo hacen. Rescato un recuerdo en el que me cuentas la historia de Rebeca, de principio a fin, poniendo voz de ultratumba en el momento del barco, pero no entiendo por qué sólo recuerdo viñetas. ¿Dónde está el contexto? ¿Dónde estaba la cafetería, en qué parte de París, estaba lloviendo, nevando, hacía sol, era de noche? Entonces, ante el silencio, ante las preguntas que no sé dónde consultar, es cuando me invento cosas para que los vacíos no me griten tanto. Y la historia que surge de la realidad imaginada, de un tiempo que puede que no existiera, adquiere la forma de una película en un cine que la reproduce en bucle, amparado por el frío del invierno y el calor de lo que nos resulta familiar. En el París de mi memoria hay una cafetería oscura, de cortinas de terciopelo granate y ventanales salpicados de lluvia. No sé qué es real y qué es imaginado, pero debió existir un lugar parecido en algún tiempo, porque soy capaz de vernos sentados alrededor de una mesa alta, escuchándote. Fue a través de esa cafetería cuando entré en Manderley por primera vez, aunque entonces no era más que un dibujo a mano alzada que surgió de la nada a raíz de tus palabras. No fue hasta varios años después, con las primeras líneas de una novela casi

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olvidada, que rescaté su imagen de lo más profundo de mi memoria, intacta como el recuerdo de un viaje lejano. Más allá de una carretera que atravesaba la campiña inglesa como un río en busca del mar, más allá de un bosque oscuro e interminable, más allá de una verja oxidada por el tiempo y los vientos de salitre, se alzaba la mansión, que se cernía sobre mí como una suerte de amenaza. Y más allá de sus ostentosas habitaciones, candelabros, sedas, y alas de la casa en penumbra, repletas de fantasmas, el mar. Un mar revuelto, cercado de rocas rasgando el cielo encolerizado, y la lluvia agujereando las olas como si fueran balas, atrapado para siempre en una noche de pesadilla. En mi cabeza se reproduce como una película, y entre los fotogramas te veo a ti.

Me pareció que era tu voz la que narraba la historia, como tantos años atrás, cuando ni siquiera me importó que me desvelaras el final porque sólo quería escucharte. Tiempo después, cuando me encontré envuelta en la oscuridad de los laberínticos pasillos de Manderley, con el latido de mi corazón retumbando en mis oídos como un cortejo fúnebre, quise contártelo, pero ya no estabas.

Me di la vuelta, y me sorprendí a mí misma cuando me encontré en mi habitación, cuya oscuridad sólo partía la luz débil de la lámpara en la mesilla. Pude jurar que en mis huesos todavía sentía el frío de Manderley, de la seda sin usar, los candelabros apagados, las paredes de piedra, revestidas de fantasmas y pesadillas. En mis oídos todavía rugía el viento, cargado de sal y de culpa. Y pude jurar que yo había estado allí, que hubo un tiempo en el que yo me quedé atrapada en el

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laberinto de sus entrañas, y que me habría quedado allí de no ser por tu voz, que me guio hacia la salida. Allí estábamos nosotras, de pie frente a las llamas, y si me preguntan diré que sí, que fui yo la que prendió fuego a aquella mansión que se mecía en el aire a lo largo de un vertiginoso acantilado, aventurándose peligrosamente al vacío. Y aun viendo cómo las llamas reducían a Manderley a cenizas, cómo sus fantasmas escapaban de entre los escombros y ponían rumbo al horizonte, no quise despertar. Porque en aquel sueño, en aquel tiempo imaginado, aquella realidad de mentira, miré a un lado y tú estabas ahí. Los cristales de mi corazón se habían habituado a su nuevo hogar. Me duele, pero no me importa. Lo único que quiero es quedarme contigo un poquito más.

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FIN
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X Concurso de Relatos para Adultos

“Alberto Fernández Ballesteros”

Siendo Presidente del Jurado: Dr. José Carlos Carmona Sarmiento, Profesor del Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, escritor galardonado, con libros publicados en las editoriales Planeta y Alfaguara.

Y miembros del Jurado: José Luis Ordóñez Fernández, escritor y dramaturgo galardonado, profesor del Master en Creación Literaria de la Universidad de Sevilla.

José Iglesias Blandón, periodista y escritor, Postgrado en creación literaria y escritura creativa. Ganador del

―III Concurso de Cuentos Alberto Fernández Ballesteros‖

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