bajo el olivo

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Fue salir del parking y quedarme frito. Siempre que íbamos a casa de los abuelos me dormía todo el viaje, pero esta vez íbamos más lejos. Después de mi primera cabezadita me entretuve mirando la fila de árboles que había al lado de la carretera. Los empecé a contar, pero me cansé en el cuarenta-y-tres. Decidí escuchar un rato la radio que tenía mi padre encendida. No entendía la mitad de las cosas de las que hablaban pero me gustaba escuchar igualmente. Me parecía raro que esa gente estuviera realmente en un sitio hablando para otra gente. Y en cambio mis padres estaban sin hablar, escuchando a esa gente hablar para otra gente. De repente, mamá bajó el volumen de la radio. Parecía que iba a decir algo importante. -¿Paramos en la siguiente gasolinera?. Mi padre no contestó, pero por cómo agarró el volante yo sabía que iba a parar. Cuando mi padre cogió la salida para el área de descanso me dieron un poco ganas de vomitar pero me callé y no dije nada. No quería salir del coche. No en las gasolineras. Me daba miedo que me dejaran ahí. Mi abuela Loli siempre decía que robaban niños en todas partes. Mi madre abrió la puerta con fuerza y salió casi de un salto. No entendía porqué nunca se

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daban besos como en las películas. Bueno, y ni las películas. José y Mari, los padres de Rodrigo, se daban besos cada mañana. Yo no recordaba la última vez que les vi darse un beso. Me gustaba imaginar que en verdad se daban muchos, pero cuando yo no los veía. Y hacían cómo si fuera un juego.

Mamá volvió con un cartón de Fortuna rojo y una bolsa de Cheetos fantasmas para mí. Le dije que ahora no quería. No le podía decir que me dolía la barriga por qué me haría bajar del coche. Me quedé la bolsa de patatas entre las piernas y seguí mirando por la ventana el resto del camino hasta la casa del pueblo de Rodrigo. Tenía muchas ganas de jugar a todo con él. A lo que quisiera. Aunque seguramente luego jugaríamos a lo que yo dijera. Me preguntaba si me aburriría de estar con él tantos días. Iba a pasar todo el agosto ahí. Mis padres tenían que ayudar a la abuela con algo de una mudanza y decían que me lo pasaría mejor entre árboles que entre cajas. Mis padres seguían sin hablar y pregunté algo que nunca les gusta que pregunte.

-¿Cuánto queda?

Sorprendentemente, no me gritaron. Papá me contestó casi en un susurro, cómo si no quisiera que le escuchase en realidad. Diez minutos dijo. O quince. No le oí muy bien. Pero no me importó. Me estaba concentrando en no soltar la pota. Pero

entonces mi padre pegó un frenazo. Y yo vomité de golpe. Noté el cinturón atravesando mi estómago. Y solté las galletas Príncipe con colacao. Y entonces mamá sí que habló. Y papá no susurró. Y esto es por tu culpa. Y qué coño haces frenando así, ¿no la has visto? ¿por qué cojones le das de desayunar si sabes que le sienta mal? Y algún grito más. Pero yo ya no estaba pendiente. Sólo estaba pendiente de la cabra blanca que cruzaba por delante de nuestro coche rojo. Iba lenta, con calma. Me miró durante un instante y juro que me guiñó un ojo. Sonreí mientras mi madre me limpiaba la boca con un pañuelo del Real Madrid de papá.

Perdí la cuenta de los días que llevaba en casa de Rodrigo a partir del segundo. Estar en ese lugar era muy raro. Cómo si el tiempo se hubiera detenido. De verdad tenía la impresión de que la vida sería así para siempre a partir de aquel verano. A veces incluso pensaba que mis padres me habían abandonado, y no me importó durante bastante tiempo. Me gustaba comer en la mesa grande del jardín. A mi me tocaba la parte en la que había la pata, pero nunca me quejé. Enrollaba mis piernas cada mañana para desayunar, comer, merendar y cenar. Lo mejor era desayunar.

La abuela Felisa nos despertaba cada mañana levantando la persiana hasta el tope con un fuerte pum. Bajábamos al jardín con legañas en los ojos que no me dejaban ver bien y comíamos un montón. Tostadas con longaniza, galletas príncipe y leche con colacao. Yo me ponía 2 cucharadas y Rodrigo 5 y media. Al sentarme le daba vueltas a la pata con mis piernas, y comía mirando a Rodrigo. Verle comer es de las cosas que más me gustaba. La luz del sol hacía cosas raras sobre su cara redonda, manchada por la sombra de las hojas del olivo. Con el primer mordisco empezaba nuestra discusión matutina sobre qué hacer durante el día.

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Y mientras discutíamos llegaba él. Siempre más tarde que nosotros. Siempre más despierto. Siempre más chulo. Siempre con la mejor ropa. Pablo era el hermano de Rodrigo. De 13 años recién cumplidos. Rubio y gilipollas. Pero guapo. Yo eso lo podía ver. Se notaba en cómo caminaba y en cómo decía: Rodrigo aparta.

A veces, si no tenía nada que hacer, se quedaba con nosotros y jugábamos. Siempre era un mandón, pero alguna vez contada era divertido. Contaba buenas historias. Y era listo.

Un día mientras desayunábamos nos dijo que le podíamos acompañar al río que estaba a 40 minutos andando de casa.

No sé si fue el “brrr” del ventilador o el olor a meado lo que me despertó aquella noche, pero lo primero que recuerdo fue abrir los ojos y sentir aguilla entre las piernas. Y luego el olor. Y luego el ventilador.

No podía moverme. Sentía la mano gorda de Rodrigo sudando, encima de mi brazo. Los dos dormíamos en la cama más pequeña del mundo, cómo novios. Bien cerquita porque cada vez éramos más grandes, sobre todo Rodrigo, y la cama era cada vez más pequeña. Empecé a girar la cabeza poco a poco hacia él para ver si dormía. Sí que dormía. Estábamos tan cerca que podía oler aún en su aliento las albóndigas jardineras de su madre. Respiraba muy fuerte, pero a la vez muy flojito. Me incorporé un poco y entonces ví una enorme mancha amarilla a la altura de mi culo. Era un charco en medio de la cara de Doraemon. Era la sábana favorita de Rodrigo. Por lo menos hasta esa noche.

Quizás pronto se secaría, pensé. Aterrado por no despertar a nadie en la habitación, deslicé mi mano para abajo y toqué con la punta de mis dedos la tela. Eso no se iba a secar pronto. Miré hacia el otro lado.

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En la cama grande estaba Lucía boca abajo, espatarrada junto a Carla. Estaba guapa incluso con la boca abierta y un ojo medio zombie. No podía levantarme para ese lado tampoco. Lucía se despertaría y entonces sería el fin. Meándome en la cama con 10 años… Si se hubiera enterado en aquél momento no habría querido saber nada más de mi por lo menos hasta el instituto.

Me deslicé como un gusano hacia los pies de la cama y caí sin hacer ruido en el suelo como un atleta olímpico. Pero entonces lo vi, a mis pies. Pablo. Con su pelo bien rubio iluminado bajo la luz de la luna que entraba por la ventana. Él también estaba guapo. ¿Cómo estaría de guapo yo durmiendo? ¿Me olería el aliento como a Rodrigo?

¿Abriría la boca como Lucía? ¿Me brillaría el pelo como a Pablo?

No pude dar ni un paso porque el rubio empezó a mover sus brazos y retorcerse en su saco de dormir. También sudaba. Hacía un calor horroroso. Me quedé quieto como un palo para no hacer ni un ruido.

-¿Dónde vas Diego?- No. Era ella. Susurraba. Su voz era suave como un algodón de azúcar de feria.¿Has tenido una pesadilla?

-No.- dije casi gritando. - Tu primo es un cerdo. Se acaba de mear en la cama. Mira ven a verlo.

Lucía soltó una carcajada y mientras se daba la vuelta empujé con todas mis fuerzas a Rodrigo y cayó de la cama. Jamás había escuchado un golpe así, me sentí un poco mal pero tenía que hacerme el enfadado.

-¿Pero qué haces Rodrigo? ¡Te has meado!- dije gritando.

Rodrigo se medio incorporó. Estaba muy dormido. Con los ojos aún cerrados se dirigió de nuevo hacia la cama.

-Yo no me he meado. - Pues tengo que hacer que te creas que sí, pensé.

-¿Pero no ves que la mancha está más hacia tu lado? - Mentí.

-Que no. Que te juro que no he sido yo.

-Ah, estás diciendo que yo me he meado.

-No.

-Si- le grité. Entonces arranqué la sábana de la cama e hice una bola enorme arrugada de sudor y meado. -Si es que eres como un niño, voy a llevarla a la galería para que tu madre la limpie.

Salí corriendo de la habitación. Llegué a la planta de abajo. Entré en la cocina, fui a la galería y dejé la sábana encima de la lavadora. Salí al patio. Atravesé todo el jardín como un rayo hasta la zona dónde tiende Mari. Pegué un buen salto bien alto y cogí unos pantalones limpios. Volví corriendo a la

galería y puse mis pantalones sucios al fondo de la lavadora y luego la sábana. Apreté. Volví a la habitación y recé cómo hacía mi abuela para que aún estuvieran a oscuras y no se dieran cuenta de que me había cambiado los pantalones.

Le dice que le gusta bajo el olivo.

Pero a ella le gusta el mayor.

Al final la consuela.

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