La Rosa de Paper - XVI-XVII Edición

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ba a tener una clara idea de por qué era así, aunque su madre se empecinaba en negárselo. De pronto el frenesí de los soldados creció, al tiempo que los gritos llenaban el campo. Los ordenaron en filas y los hicieron permanecer firmes sobre la nieve y en silencio absoluto hasta que los portones metálicos del campo se abrieron y tres coches negros, muy limpios y relucientes, entraron a gran velocidad, para acabar parando a pocos metros de ellos de manera súbita. Las puertas de los tres coches se abrieron y empezaron a bajar soldados con abrigos de cuero negro que les gritaban órdenes por doquier. Finalmente los gritos cesaron, todo el mundo se puso firme y mantuvo un silencio sepulcral. Sólo al frío viento del norte se le oía susurrar de vez en cuando. Ludwig vio como un hombre de corta estatura bajaba del primer coche. Iba vestido con un abrigo de cuero negro y unas botas de piel que casi le llegaban a las rodillas. Tenía la piel muy blanca y el pelo muy negro, perfectamente peinado hacia un lado. Un pequeño bigote negro como la noche nacía bajo su nariz, confiriéndole a su rostro una extraña expresión que, a Ludwig, le puso la carne de gallina. Se puso la gorra, cruzó las manos donde acababa su espalda y se quedó allí quieto, junto al coche, dirigiendo sus ojos hacia todo el mundo, como si estuviera haciendo un estudio pormenorizado de la situación. Después comenzó a caminar con paso enérgico y se acercó a los prisioneros observándolos a todos con suma atención mientras, de vez en cuando, le gritaba algo a un soldado que iba inmediatamente a su derecha y que no paraba de tomar notas. Ludwig estaba tan nervioso que no se dio cuenta de cómo la cajita se le caía al suelo, hasta que ésta se abrió por el golpe, haciendo que la música saliera de ella y

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llenase el silencio de aquella fría mañana de invierno. Todo el mundo dirigió la vista hacia él, incluido el hombre menudo al que todo el mundo obedecía y al que todos parecían temer y, que en ese momento, apenas estaba a un metro suyo. Hitler miró al suelo sorprendido y vio la cajita. Después gritó varias órdenes y varios soldados empezaron un nuevo baile desenfrenado de idas y venidas. Finalmente se acercó a la cajita, la cogió y la observó con atención. –¿De quién es? –gritó. –Mía, señor –contestó Ludwig mientras comenzaba a transpirar, a pesar del frío. La cajita seguía sonando en la mano de Hitler. –¿Sabes qué música es ésta? –Es el Für Elise, de Beethoven, señor. –Exacto, veo que entiendes de música. ¿Cómo te llamas? –Ludwig señor. –Vaya, como el mismísimo Beethoven. ¿No es gracioso? –le preguntó al soldado de su derecha, que había dejado de tomar notas y permanecía con el rostro congestionado y blanco como un papel. Hitler le dio la espalda sin esperar contestación y se giró hacia Ludwig, haciéndole entrega de la cajita. El niño la cogió y la apretó con fuerza. –Comandante –gritó Hitler. El comandante del campo corrió hacia él y se le plantó delante en posición de firmes. Estaba tan tenso que por un momento dio la sensación de que se iba a partir por la mitad. –No quiero que nadie le quite a Ludwig su cajita de música. ¿Está claro? –Sí mi Führer –gritó el comandante dando un fuerte taconazo y alzando el brazo derecho. Después bajó el brazo y le vino un recuerdo a la cabeza.

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