Todo loque pasó


A veces sucede, que dos lugares se mezclan. Una vez, yo y un par de amigas quisimos ir a una fiesta en un pueblo que parecía una ciudad, o una ciudad que parecía un pueblo, nunca me quedó del todo claro. Antes de lanzarnos a un desconocido abismo de descontrol y desenfreno, nos dimos cuenta que no podíamos caer con las manos totalmente vacías. Estaba claro que nuestra presencia no iba a ser suficiente, no alcanzaba solo con nuestras caras bonitas. Como pudimos nos organizamos y mientras algunas de las chicas ya iban enfilando para el baile, le dije a mi mejor amiga Claudia, que no se preocupe, que yo me encargaba del escabio (y de las otras cosas que hicieran falta) porque al fin de cuentas esas calles no eran tan desconocidas para mi, una chica criada en un pueblito de la pampa húmeda profunda. Arranqué mi caminata por ese lugar que creía conocer, decidida a encontrar lo que andaba buscando: algo tan poco pretencioso como un almacén, un super, un polirrubros, un kiosko de mala muerte. Finalmente, luego de caminar por algunas callecitas lo suficientemente angostas como para quitarte el aliento y otras tan anchas como la mismísima avenida nueve de julio, lo encontré: “Supermercado La Linda. 25 años a su servicio.”
No me pregunten, pero hasta el día de hoy, no sé qué fue lo que pasó cuando atravesé las puertas de aquel negocio. Excede los límites de la lógica. O por lo menos de la mía. Entré confiada. Pensé en las gargantas secas de mis amigas y me dije: “esto tiene que ser un trámite”. Si bien todo estaba en su lugar y nada salía fuera de lo común, me asaltó una sensación incómoda. Completamente desorientada, caminé entre góndolas abarrotadas. Estimulada y confundida frente a tantas cosas que nunca nadie necesitó: alimento de aves, desodorantes para el interior del auto, polvos instantáneos, sustancias comestibles que se asemejaban al plástico y escobillones de dudosa procedencia.
Aquel supermercado no podía ser tan grande, por momentos tenía la sensación de que las estanterías se extendían como dos paralelas infinitas que nunca llegan a tocarse, realmente no podía ver donde terminaban. Estaba atrapada en un laberinto sin centro.
Con cada paso que daba trataba de convencerme "solo es una jugarreta de mi mente, algún estupefaciente que no ha bajado todavía".
Pese a mis esfuerzos seguía sin encontrar lo que había ido a buscar: un trago, el que sea. A esa altura ya no importaba si era ginebra, o un Toro Viejo. Solo quería salir y cumplir con La Claudia. Me estaba dando por vencida cuando desafiando aún más mi capacidad de asombro, escuché como un señor pelado descorchaba una botella. Me acerqué temerosa, recordando claramente las enseñanzas de mi otra amiga, La Tarro de Talco: “los pelados son todos mala leche”.
La chispa de que no todo estaba perdido se había hecho presente y yo, por supuesto, no quería desperdiciarla.
Aunque ese tipo me daba mala espina, ignoré el consejo de La Tarro de Talco y con lo que creí que sería mi voz mas dulce y zalamera, le pregunté dónde la había conseguido. No hubo ninguna respuesta, solo tensión y desconcierto. El pelado me miró. Sus ojos eran como el vidrio de la botella que sostenía, su brillo inerte me erizó los pelos de todo el cuerpo. Sin sacarme los ojos de encima, se tomó la botella entera. Puede escuchar en mi cabeza la risa socarrona de la Tarro. Al final, las amigas siempre tienen razón.

“amiga perdón. nosabés todoloque mepasó”
Sentía cómo a medida que los minutos pasaban el ambiente se tornaba cada vez mas raro, más denso. Sobrevolaba sobre mí un mal augurio. El presentimiento del colapso. ¿Dónde estaba? ¿Dónde me había metido?
Pensé que ya nada más podía pasar hasta que nuevamente me vi sorprendida por las triquiñuelas de este supermercado siniestro.
En el extremo opuesto de donde me encontraba lamentándome por las botellas que aun no tenía, vi como las pesadas puertas blancas le abrieron paso a tres sujetos. Su caminar pausado y confiado llamó poderosamente mi atención. Me quedé en el molde. Quería tener una mejor vista de aquellos extraños. Compartían un lenguaje corporal. Se hablaban en silencio. Dejaron de moverse y mientras sacaban de entre su ropa lo que parecían ser armas, gritaron al unísono: ESTÁN ROBADOS. ¿Qué era este sueño febril que me envolvía? ¿Qué mas podría pasar?!
Quienes siempre acatamos la ley nos tiramos al piso, un poco por cobardes y otro poco para facilitar las cosas. Mi posición solo me permitía ver como sus zapatos danzaban mientras yacíamos desparramados por el suelo.
Miedo no tuve, pero si una tremenda intriga por saber qué era lo que realmente estaba sucediendo...
Después de unos largos minutos silenciosos supuse que el hecho se había consumado pero nunca pude saber a qué se habían referido con eso de que estábamos robados ya que podía sentir la billetera en el bolsillo de atrás de mi pantalón y la vibración de mi teléfono en el de adelante (seguro era la Claudia llamándome para ver por donde andaba)
Me paré de un salto, quería atender a mi amiga y contarle que estaba atrapada en un absurdo, que ya iba para allá, pero no llegué a hacerlo.
Evidentemente ese no era el día indicado para hacer compras así que decidí irme igual que como había llegado. Sin alcohol y con una cara ya no tan bonita. Los finales felices solo existen en Hollywood y una vez que los “ladrones” atravesaron las puertas de metal blanco y vidrio una horda de policías abrió fuego. Pude ver la muerte en una calle de barro. Tres cuerpos. Barro y sangre (ya no sabía qué decir o qué pensar. Tenía la realidad metida adentro sin lubricante) Perdida en el supermercado. Conmocionada en el supermercado. En mi cabeza sonó The Clash. Me acerqué a una chica y con mis manos temblorosas agarré su cara y balbuceé algunas palabras de ánimo (creo que más que para ella fueron para mí)
Con la poca cordura que me quedaba logré salir de ese supermercado maligno. Me encontré perdida en una ciudad que ahora parecía un pueblo.
Intenté retomar mi objetivo primario, la fiesta, el olvido, el fulgor. Las calles ya no eran conocidas. Me negaba a creer que mi destino era un laberinto infranqueable.
Inútil era preguntar por direcciones o alguna referencia, ni siquiera podía comprender aquello que me decía la gente. Sus bocas se abrían y se cerraban sin emitir sonido alguno.
Mi desesperación crecía, me ahogaba.
Algo me incomodaba, era como un eco, casi como un aullido de ultratumba. Tardé en darme cuenta que ese pitido insoportable provenía de mi bolsillo.
Metí la mano, y agarré mi teléfono; además de las llamadas perdidas había un mensaje de mi amiga
Claudia: “forra me dejaste sola”.
Lo único que quería era contestarle lo más rápido que se pudiese pero sentí que me faltaban más dedos: “amiga, perdón. no sabes todo lo que me pasó”.

