Ochenteros

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UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA

COMITÉ ORGANIZADOR

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla Rector General

Raúl Padilla López Presidente

Miguel Ángel Navarro Navarro Vicerrector ejecutivo José Alfredo Peña Ramos Secretario general Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Marisol Schulz Manaut Directora General Tania Guerrero Directora de Operaciones Laura Niembro Directora de Contenidos Gonzalo Celorio Asesor literario María del Socorro González Coordinadora general de Administración Mariño González Coordinador general de Prensa y Difusión Bertha Mejía Coordinadora general de Patrocinios Armando Montes Coordinador general de Expositores Rubén Padilla Coordinador general de Profesionales Ana Luelmo Coordinadora general de FIL Niños

Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara

Dania Guzmán Coordinadora de Edición y Diseño Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL


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Pedro J. Acuña · México Carlos Manuel Álvarez · Cuba Ave Barrera · México Carol Bensimon · Brasil Liliana Colanzi · Bolivia Camila Fabbri · Argentina Joel Flores · México Paulina Flores · Chile Carlos Fonseca · Costa Rica / Puerto Rico Arnoldo Gálvez · Guatemala Enza García Arreaza · Venezuela Damián González Bertolino · Uruguay Camila Gutiérrez · Chile Mauro Libertella · Argentina José Adiak Montoya · Nicaragua Francisco Ovando · Chile Marcela Ribadeneira · Ecuador Carol Rodrigues · Brasil Óscar Guillermo Solano · México Jennifer Thorndike · Perú

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Agradecemos su valioso apoyo a: Juan Álvarez, Claudia Amengual, María Fernanda Ampuero, Daniela Ascencio, Ivana Arruda, Rodrigo Blanco, Luis Alberto Bravo, Andrés Burgos, Daniel Centeno Maldonado, Martha Cerda, Miguel Antonio Chávez, Alberto Chimal, Carlos Cortes, Melina Flores, Andrea de Fuego, Boris Faingola, Fernanda García Lao, Mariño González, Mercedes Guhl, Ulises Juárez Polanco, Diego Muñoz, Araceli López, Roberto Martínez Bachrich, Nacho Padilla, Marina Perezagua, María Eugenia Ramos, Hernán Ronsino, Giovanna Rivero, Claudia Salazar Jiménez, Gerardo Valle, Carlos Wynter, Lucrecia Zappi, Ministerio de Cultura de Brasil, Fundación Biblioteca Nacional de Brasil, Cámara de Libro Brasileña y Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile. Proyecto editorial y curaduría: Laura Niembro Cuidado de la edición, logistica y operación: Melina Flores Hernández Diseño editorial: Paulina Maciel y Javier Ojeda Diseño web: Leonardo Ureña y Noé Dávila Traducción Español- inglés: Jennifer Nielsen


NOTA AL LECTOR La FIL nació en 1987, en la misma década que el grupo de escritores que ahora presentamos, marcada por el mismo contexto histórico, compartiendo la estética de ese tiempo, mirando a través de la misma persiana americana. No les pondremos etiquetas, ni nietos del boom, ni del post-boom, ni discípulos del crack, simplemente diremos que son jóvenes que experimentan, que se atreven, que están atentos a la dramática realidad de sus países, hijos del neoliberalismo, para quienes la violencia y el narco ya no son personajes, sino parte de su contexto de vida. Para elegir a este grupo de 20 escritores nacidos en los ochenta que proponemos como plumas a tomar en cuenta en la nueva literatura latinoamericana, recurrimos al trabajo en red, consultamos a amigos periodistas, escritores, editores, libreros, “lectores de a pie” en una veintena de países, luego nos pusimos a leer junto con ellos y a descubrir el rico universo que nos develaba el listado de nombres desconocidos. Provenientes de trece países, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Guatemala, México, Nicaragua, Perú, Uruguay y Venezuela, con un amplio abanico de propuestas estéticas; diez mujeres, diez hombres, ya que ahora mejor que antes, ellas se han sabido abrir espacio; ponemos a consideración del amable lector esta selección. Como toda lista ésta es imperfecta, hay nombres que faltan aquí sin duda, prueba de la riqueza de creación que actualmente hay en nuestro continente. Especial reconocimiento merece Melina Flores, quien adoptó este proyecto con un cariño y profesionalismo fuera de serie; cientos de correos electrónicos escritos, cientos de páginas leídas no hicieron mella en su entusiasmo. Qué mejor manera de celebrar los primeros 30 años de vida de esta feria, que la apuesta por los nuevos valores literarios de nuestro continente, con la firme convicción de que la FIL seguirá siendo la vitrina para la literatura de América Latina. Laura Niembro Directora de Contenidos


“Sólo escribo cuando tengo algo que decir. No me moriría si no vuelvo a escribir, pero me gusta y quisiera hacerlo toda la vida”

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Pedro J. Acuña México, 1986 Nací el 23 de julio de 1986. Tres meses antes, el reactor 4 de Chernóbil explotó. Greenpeace estima que 270 mil casos de cáncer en el mundo serán atribuibles a este accidente. Como la mayoría de mi generación, moriré por causa de algún tumor. Me pregunto si el mío estará entre los radiactivos. Mi madre se alivió de mí en una ciudad del norte, Chihuahua, pero sólo estuve seis meses ahí (lo sigo poniendo en las fichas porque es verdad y porque me hace sentir más interesante). En realidad, crecí en Toluca hasta los 18. Estudié desde los seis en la misma escuela católica; sólo dos personas y yo nos llevamos una constancia tipo C “Trece años”; no supe cómo sentirme cuando pasé al podio a recoger ese papel y nos agradecieron a mí y a mis padres por la fidelidad a la institución: le había rogado a mis padres que me dejaran estudiar en una prepa pública. Después emigré al DF a estudiar filosofía en la UNAM y me dejé el cabello largo. Necio, pero ya con incipiente calvicie, estudié la maestría en filosofía en la misma universidad. Nunca he ejercido la filosofía (si es que se ejerce), pero seguramente buscaré hacer un doctorado en la misma disciplina. Empecé a escribir a los trece y me aventuré con algunos cuentos durante la preparatoria; no conservo ningún material de esa época. Por mi nostalgia crónica, creo que es lo mejor que he escrito en mi vida. Durante la licenciatura me dediqué exclusivamente a leer filosofía (aunque no tanta y tampoco creo haber entendido demasiado). Empecé a escribir en serio en 2010, cuando frecuenté un taller de escritura creativa. Estuve en la generación 2012-2014 de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el área de narrativa, y fui becario del Fonca Jóvenes Creadores 2014, en el área de cuento. Mi primer libro se llama Metástasis McFly (Tierra Adentro, 2015) y gané el Premio Juan José Arreola 2016 con mi segundo libro, La compañía de las liendres. Durante año y medio, tuve una columna sobre cine en la revista Tierra Adentro, Cine ex machina. He publicado cuentos en Registro.mx, Este país, F.I.L.M.E. Magazine, Icónica y Cuadrivio. Soy parte de Kinotecnia cineclub.

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Fragmento de “Los asesinatos de octubre” Acuña, Pedro. La compañía de las liendres México: Editorial Universitaria, 2016

La cuenta oficial eran quince víctimas. Según el archivo de Gómez, iban más de treinta. El Ciudadano Universal no respondía muy bien al patrón de Ressler: metódico pero no predecible, el acomodo humorístico de los cuerpos era un esquema más que una marca personal. Algunos periódicos mostraban pudor y recortaban las fotografías de manera que no se notara. Gómez pugnó para que en el nuestro el encuadre se respetara siempre. Llevábamos semanas de portadas desternillantes y terribles. En un mes, vendimos más que los cinco años anteriores juntos. El teléfono de mi escritorio sonó. —¿Viste las fotos? —dijo Elba. —Sí. Eran las dos de la mañana. Me había dejado las pruebas en el cuarto oscuro desde las diez de la noche. —¿Ya lo sentiste? —preguntó. —¿Qué? —No sé. Tengo una sensación extraña cuando veo las fotos. Me da miedo ese cabrón. —Estás cansada nada más. Colgó. El cadáver, otro hombre caucásico, portaba su hígado hecho tiras como mutton chops. Sonreía y entrecerraba los ojos, cuencas vacías y negras. Mi café tenía ceniza. Me di cuenta hasta el tercer trago. Ver un riñón humano bajo la lluvia no es para estómagos ligeros. El asesino fue puntilloso. Mientras Elba disparaba, traté de seguir la descripción del perito. “Individuo masculino, treinta y cinco aproximadamente. En posición genocubital, trauma craneal severo. La base de la espalda muestra dos lesiones ovoides profundas. Epidermis, dermis, grasa y músculo, retirados quirúrgicamente en esas dos lesiones. Un riñón ausente. El otro, externo. Con dos elementos de bonetería. Simulan ojos. Tiene una sonrisa dibujada con algún material de color amarillo; posiblemente marcador. No mames”. Me pareció necesario anotar la última parte. El séptimo que nos tocaba en tres semanas. Regresamos a la camioneta. Decidí apagar la onda corta y prender el fm. Necesitábamos silenciar el mundo un rato. Elba condujo con decencia. Nos atoramos en un inexplicable tráfico de media noche. Sonó un vals en el radio; se oía que la grabación era mala y vieja. Había más ruido que violines. Elba habló. —¿Nunca quisiste ser astronauta? —Todos los niños quieren eso. ¿Tú no? —Tenía planeado estudiar ingeniería y luego irme a la Roscosmos, la NASA soviética. Pero mi papá no me dejó, así que me conformé con estudiar periodismo. Ahí me gustó la foto y me di cuenta de que era buena. Mi gran fotorreportaje iba a ser sobre Laika, el primer ser vivo fuera del planeta. Bueno, de 8

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éste por lo menos. Laika era callejera, un ingeniero de la RKA la encontró recién nacida junto a sus hermanos en el frío de Leningrado. La llamó Kudryavka; Laika es el nombre de la raza. El ingeniero la entrenó durante meses para ser el primer cosmonauta de la historia. A los pocos días se dieron cuenta de que nunca ladraba: creyeron que era muda. Los soviéticos planearon desde el principio que el Sputnik II no regresaría a la Tierra. Orbitaría y sería un ataúd espacial, un eco de información sobre los efectos de la microgravedad en un organismo vivo. El lanzamiento fue un 3 de noviembre. Una semana antes, el ingeniero llevó a Kudryavka a su casa. Le dio de comer estofado de papas y dejó que durmiera en la cama de sus hijos. La mujer le enseñó a dar la pata y le puso un apodo: Kurchavvy, “Rizadita”. Kudryavka murió por sobrecalentamiento minutos después de romper la atmósfera; u orbitó viva durante semanas, depende de quién cuente. Dicen que movió la cola cuando la subieron a la cabina del Sputnik II y ladró una vez, un ladrido corto y fuerte; luego se quedó quieta, con la vista fija en los controles. —¿Para qué me cuentas esto? —Con Gómez a veces platicaba de cosas así. Tal vez me siento como Kurchavvy: condenada a orbitar. Tal vez todos somos una perrita que morirá quemada en una cabina de uno por uno. Lo único que nos queda es una semana de cariño antes de lo inevitable. Llegamos a mi departamento. Cuando abría la puerta del edificio, Elba gritó. —Hoy es 27 de octubre. Era el aniversario de la primera víctima del Ciudadano Universal y de la llegada de Laika a un hogar. Otro asesinato: el cuerpo estaba acomodado como si hiciera yoga, boca arriba y con la espalda arqueada; sólo que éste no tenía genitales y su cabeza quedó en el cuarto contiguo. Siempre pensé que la muerte era roja, que la sangre robaba el foco. O eso parece cuando uno ve fotografías comunes de asesinados. Pero las de Elba eran distintas; tienen una especie de intención oculta en sus encuadres y sus composiciones: son descuidadas, cortan los objetos como si fuera un trabajo de aficionado y no respeta las líneas naturales del entorno, pero eso hace que se muestren otras cosas. Una de las fotos del cadáver yogui lo toma en picado a unos 45 grados; se aprecia el corte horizontal del cuello y las distintas capas: hueso, músculo, tendones y grasa. Grasa amarilla. Al morir, la piel humana pierde flexibilidad, se pega al cuerpo como si quisiera mantener la vida asfixiándola. Por eso, los cadáveres siempre parecen a punto de reventar. La piel se vuelve traslúcida y la grasa se asoma sin timidez desde el interior. La sangre se seca, pasa del rojo al negro y se pierde en el fondo. El amarillo nunca desaparece, se abrillanta con el tiempo. Eso es la muerte: un lago de cuerpos amarillos. Ochenteros 9 O ch e n ter os


Teclea con dos dedos. Una vez leyó un verso tremendo que le puso los pies sobre la tierra: “¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?”

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Carlos Manuel Álvarez Cuba, 1989 En diciembre de 1989, mientras el mundo celebraba la caída del Muro, yo nací en una isla comunista. Cumplo años el mismo día que Jesús, pero soy ateo. Me fui a vivir a La Habana cuando no tenía ganas de ir, y salí de ella cuando tenía ganas de quedarme. Escribí muchos poemas inéditos que merecidamente no fueron a parar a ningún lugar, y sobre esa montaña de estiércol estoy parado. Después de apuntarme infinitas veces a la ruleta rusa de los premios literarios, la persistencia, más que la suerte o el talento, me permitió ganar un concurso para narradores jóvenes y en 2014, dos años después de haberlo escrito, presenté en la Feria del Libro de La Habana (FILH), de la mano de la editora Abril, un cuadernos de siete relatos, La tarde de los sucesos definitivos, que luego lo publicó en Uruguay la editorial Criatura, y que es un libro que habla sobre todo de la derrota, del arte de perder, creo, y que aún, por suerte, no desprecio ni rechazo. Recibió críticas del tipo que alegran la vida: mejor debut, etcétera. He publicado crónicas y artículos en revistas y periódicos en los que siempre quise publicar: The New York Times, El Malpensante, Gatopardo. En 2015 obtuve el Premio Iberoamericano de Crónicas Nuevas Plumas. Escribo todos los días, hago muy pocas otras cosas que no sea escribir, y mientras más escribo, menos místico me parece. Es apenas el duro trabajo de un obrero. Las preguntas sobre por qué escribir vienen solo cuando uno no escribe, y esas preguntas no me las hago, las escribo. Me entro a trompadas con el sujeto que soy cuando el sujeto que soy tiende a compadecerse. Las únicas ciudades que me han gustado son Nueva York, solo durante la primera media hora que la recorrí, y una Habana, repleta de amigos ya dispersos, que no parece haber ocurrido, que nunca podría haber ocurrido ya. Soy tragicómicamente cubano. Intento ser algo más, o algo menos, que el retrato siempre incómodo de las autobiografías. Me caigo bien.

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Fragmento de “Disgrace”

Álvarez, Carlos Manuel. La tarde de los sucesos definitivos Uruguay: Criatura Editora, 2014

Desde las cuatro y media de la tarde, bajo los árboles tupidos de la Plaza de Armas, y entre los libros empolvados y los stands particulares que rodean la manzana, Juan Orlando Pérez espera por Hamlet Hidalgo. Ha llegado a la cita con media hora de antelación. Lleva un pantalón claro de mezclilla, zapatos deportivos, un pulóver blanco y su mochila negra colgada de un solo hombro. Se entretiene recorriendo los puntos de venta y luego toma asiento en uno de los bancos que hacen esquina y desde el cual se divisa una parte de la bahía. Las calles estrechas y adoquinadas de La Habana Vieja siempre le han provocado una extraña sensación de nostalgia, incluso cuando era joven, vivía en Cuba y tenía, como se dice, la vida por delante, aunque hay veces que la vida no está por delante sino por el costado, y en ocasiones, cuando te asesta un mazazo terrible, la vida avanza por detrás, con la capucha de un monje medieval encima y con las armas de un psicópata en la mano. Juan Orlando es muy blanco. Es alto y narizón y se ha quedado calvo. No sabemos por qué suda tanto. No sabemos si suda tanto porque los últimos años en Europa lo han vuelto un inglés hormonal o si en la ciudad hace más calor que de costumbre o si siempre ha sudado tan a chorros. Sabemos que sus modales son impecables. Sabemos que antes de marcharse a Londres ya sus modales eran impecables y que muy probablemente esa falta de presteza de los cubanos haya sido la razón principal que llevó a que Juan Orlando Pérez rentara un apartamento en la zona del Southgate y se quedara definitivamente en aquel país frío y legendario. Ha decidido regresar este verano porque Inglaterra se ha vuelto un hervidero. Revueltas en las calles, amotinamientos, autos incendiados. Aun así, las zonas céntricas de Londres no se detienen, siguen igual. No le queda familia en Cuba. Sus padres fallecieron, no tuvo hermanos, tampoco hijos. Camina hacia el centro de la plaza. Desde ahí domina la bocacalle de O’Reilly. Cuando Hamlet Hidalgo aparece, ya sabe que es él. Nunca lo ha visto, pero esos cabellos sucios y esa barba rala y deformada se adaptan a la voz y a la actitud del muchacho con el que veinticuatro horas antes estuvo conversando. Al fin nos conocemos, dice Juan Orlando cuando Hamlet se acerca (pues por alguna razón Hamlet también sabe que Juan Orlando es Juan Orlando) y ambos se abrazan o hacen como que se abrazan. Hamlet lo mira asombrado. Lo mira durante un par de minutos que pesan como horas. Bueno, y qué, ¿nos sentamos en algún lado? Sí, sí, donde digas. Juan Orlando no dice nada; sencillamente salen caminando como si no les hiciera falta un sitio, aunque más bien como si la primera cafetería que salte a la vista les parezca la idónea. A los cinco minutos llegan al hotel Las Ruinas y ocupan una mesa de cuatro en el portal. Juan Orlando pide una malteada y le pregunta a Hamlet qué va a tomar. Hamlet le dice que no tiene dinero. Juan Orlando sonríe. Yo pago, muchacho, descuida. Otra malteada entonces, por favor. Un mendigo se acerca. Hamlet no los soporta. Nunca le ha dado a ninguno ni un centavo y no cree que vaya a dárselo alguna vez. 12

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Es más, le gusta despreciarlos, le gusta echarlos a un lado y decirles que se pongan a trabajar, que él sabe que pueden trabajar, aun cuando hay muchos pordioseros dispersos por La Habana que evidentemente no pueden trabajar ni en las labores más elementales porque les falta un brazo o un pie y hay a quienes incluso les faltan los dos brazos y un pie o ya, de plano, todos los miembros. Algunos son veteranos de Angola o se hacen pasar por veteranos de Angola. Puede que hayan sufrido el accidente en alguna pesquería o en algún suceso casero, pero siempre es mejor ser un veterano de guerra que víctima del azar. Juan Orlando, sin embargo, le regala unos menudos al mendigo. Acto que a Hamlet no deja de causarle sorpresa. Hamlet hubiera querido las monedas para él. Sirven las malteadas y el muchacho se queda mirando cómo la espuma baja y el líquido sube y cómo ese contraste tan perfecto poco a poco se va perdiendo ante su vista. Recomiéndame algo, le proponen de golpe. ¿Algo de qué? Una puesta, una película, algún autor cubano que leer. Ángel Escobar, dice Hamlet. No, Ángel Escobar ya lo he leído. Otro, recomiéndame otro. ¿No le gusta Ángel Escobar? Sí, me parece magnífico Escobar, pero háblame de otro. No, no conozco a más nadie. ¿No te viene otro escritor a la mente? No es que no me venga, no conozco a ningún otro, no me va a venir ningún otro escritor cubano a la cabeza porque no lo conozco. Solo conversemos, muchacho, como por teléfono, no es tan difícil. Hablemos de Escobar entonces, me encantaría hablar con usted de Escobar, o de nosotros, me encantaría hablar de Cementerios, esa crónica que escribió hace unos años, pero no de los escritores cubanos, por favor. ¿Te desagradan los escritores cubanos? Como norma, sí. ¿Y quién se escapa de la norma? Escobar, por ejemplo. ¿Usted sabe que Escobar está vivo?, pregunta Hamlet. No, yo tengo entendido que se suicidó. No, no se suicidó, yo lo conozco. ¿De dónde? De aquí, de La Habana, todas las semanas lo visito. ¿Y qué hace? Es librero. Juan Orlando lo desmiente. Sí, es librero, en Calzada y K. No conozco esa librería. Quizás no existía cuando usted vivía aquí, no sabría decirle, yo llevo cuatro años en La Habana, no más. Pero el Escobar que yo conozco se lanzó de una ventana. Bueno, no sé cuál es el Escobar que usted conoce, pero Ángel Escobar, negro poeta de grandes mostachos y alrededor de cincuenta años, es librero en Calzada y K y yo lo visito asiduamente. En Calzada y K queda la beca. Exacto, frente a la beca vive Escobar. Juan Orlando se acomoda la mochila entre las piernas y se seca el sudor de la frente con un pañuelo que ha sacado del bolsillo. El calor es terrible, se queja. ¿En Londres hace calor? No, calor no, pero tampoco hay aire, el aire no corre. Hay una plaga inextinguible de turistas. Hay turistas colgando de cada farol de Westminster, de cada árbol de Hyde Park. La BBC de fondo, dando malas noticias. Eso es lo que hay en Londres, pero no calor y mucho menos aire.

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Escritora y traficante de mezcal. Ama la naturaleza, las palabras y las historias

ŠGuillermo Guerrero 14

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Ave Barrera México, 1980 Nací en junio del ochenta, en la bella Guadalajara. Mi madre es de Sinaloa y mi padre de Chihuahua, así que salí norteña y bronca, como el Piporro. Mi pobre madre nunca pudo hacer de mí una mujer refinada, pero le hizo la lucha. Me siento honrada de tener mucha abuela: doña Carmen fue maestra rural en la sierra Tarahumara, y mi nana, Natalia, cocina con una sazón digna de los dioses del valle del Yaqui. Mi mamá quería que siguiera su dechado y que estudiara medicina, pero nomás por contreras me inscribí en letras, por supuesto, en la UdeG. Cuando terminé me fui a vivir a Oaxaca. Allá me enamoré del mezcal, de las montañas y de las nubes. Se me aplacó un poquito el acento y lo broncuda. Me dio por hacer libros, aunque luego caí en la cuenta de que lo que quería era escribirlos. He sido una muchacha muy afortunada: me dieron un Fonca y un premio gordo con la primera novela a la que le puse Puertas demasiado pequeñas, he encontrado amistades muy valiosas que se convirtieron en mi familia, me dieron chance de estudiar una maestría en la UNAM, he tenido oportunidad de viajar y de conocer personas de las que he aprendido mucho. Tengo una pata loca que me mueve a hacer libros, proyectos y toda clase de desfiguros literarios, como el libro de artista 21000 Princesas que hice en coautoría con mi hermana del alma, Lola Hörner, donde reescribimos los cuentos de hadas tradicionales en forma de nota roja para denunciar los feminicidios que están asolando el país. He escrito varios libros infantiles: una novela que se llama Una noche en el laberinto, publicada por Edebé con ilustraciones de Carlos Vélez; Nezahualcóyotl, coyote hambriento con ilustraciones de Estelí Meza; Tláloc, Piedra de agua con ilustraciones de Richard Zela; la serie de guías Así era Monte Albán, Así era Tulum y Así era Teotihuacán (los dos últimos en prensa) ilustrados por Amanda Mijangos. Como les digo, he sido una muchacha con suerte.

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Fragmento de Puertas demasiado pequeñas

Barrera, Ave. Puertas demasiado pequeñas México: Editorial Laguna Libros, Universidad Veracruzana, 2016

Horacio prendió la mecha de un cirio del grosor de un tronco y con la flama se dibujaron las dimensiones del recinto: una caja larga, como de veinte metros de profundidad por seis de altura y seis de ancho. Empotrado sobre la pared del fondo había un retablo estofado, de talla relativamente simple. Horacio prendió dos cirios más. Las flamas iluminaron lo suficiente para distinguir con toda claridad el portento que tenía frente a mis ojos: La Morisca. La tabla estaba encajada como a metro y medio del piso. Me fui acercando a ella, cada vez más asombrado de la belleza de su composición, hasta quedar con la cara casi pegada a la superficie. Era imponente. Dos metros de ancho por tres de alto. Los colores iluminados por la luz de los cirios cobraban un peso y una profundidad que me oprimían el pecho. Sentí como si fuera la primera vez que veía una verdadera pintura, como si nunca antes hubiera observado algo así de bello. Habían pasado tantos años desde que trabajaba con mi maestro, que me había olvidado de la sensación de estar frente a frente con una obra tan antigua, sin luces de museo, sin una línea que me impidiera aproximarme y tocar las craqueladuras, oler la vejez de los materiales, adivinar las pinceladas debajo de las veladuras y la pátina. Era como traspasar la impostura de la sacralidad para entrar en el cuadro y apropiarme de él, de todo el genio que había detrás de la imagen y que funcionaba como un mecanismo de precisión; el engranaje de un reloj que llevara cientos de años oculto, sin detenerse. —Joven, no mire demasiado esa tela, pues caería en la desesperación —dijo Horacio, haciéndome volver del embeleso. —¿Eh? —Así le dice un personaje de Balzac a un muchacho que miraba una pieza, precisamente de Mabuse. El Adán, ¿lo conoces? Negué confundido, no sabía si me hablaba de un libro o de un cuadro o de qué. —Claro que como tú tienes que copiarlo no te queda más remedio que caer en la desesperación —dijo, y se rio. Horacio se había sentado en un tosco mueble de madera, parecido a los que usaban los monjes de la Edad Media para copiar manuscritos—. Durero decía que Gossaert Mabuse no era más que un simple artesano con buenas intenciones —dijo Horacio subiendo los pies a la tabla de escritura—. Engreído. Nunca entendieron que su verdadero genio consistía en crear el error, la mancha incidental, capaz de provocar mucho mayor inquietud que el torpe naturalismo de los pintores flamencos o los jueguitos de símbolos ocultos y tarugadas por el estilo que tanto le comieron el seso al mismo Durero. Pero como te decía, solo es atribuida. No hay ninguna firma o prueba fehaciente de que el autor haya sido Mabuse, además de lo inconfundible del trazo y que coinciden los tiempos, las referencias geográficas… Pero la verdad es que pudo haber sido cualquier otro pintor de la época. 16

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Me alejé un poco para apreciar el conjunto. Horacio se quedó en silencio y volví a caer en el estupor del cuadro. En el primer plano estaba la mujer, vestida con un ropón azul de abundantes drapeados, salteado de piedras brillantes como constelaciones de estrellas, los vuelos rematados en filigrana de oro. A diferencia de la mayoría de los cuadros del Renacimiento, los rasgos de La Morisca se alejaban mucho del ideal europeo: tez bronceada, cejas abundantes, ojos grandes y ligeramente rasgados, labios gruesos y cabello oscuro. Sentada de tres cuartos, la mujer miraba de frente al espectador sosteniendo entre las manos, sobre el punto áureo del cuadro, una esfera perlada, opaca, que parecía no tener peso. Detrás de la mujer se hallaban las ruinas de una construcción clásica, columnas y capiteles invadidos por la maleza. En un tercer plano detrás de las ruinas estaba el paisaje, iluminado por el sol que se filtraba entre las copas de los árboles. De pronto sentí una respiración clavada en mi nuca que aspiraba con fuerza y di un salto para alejarme de Horacio. —¿Y quién era La Morisca? —pregunté nervioso. —¿Te refieres a la mujer? —dijo esbozando una sonrisita cínica—. Por lo que sé, no es una persona en especial. Debe ser algo así como la representación simbólica de un concepto, como la escultura de la Justicia. Claro que no es la justicia, ni la libertad ni nada de eso, es mucho más complicado. Yo nunca entendí de qué se trataba todo ese asunto. Papá me daba algunas explicaciones vagas, pero recuerdo poco. El nombre de la pintura tampoco está documentado. Desde que me acuerdo, papá la llamaba así, pero es solo un modo de referirnos a ella… Ahora que si quieres averiguarlo, basta con que te pongas a estudiar todo esto —señaló la enorme estantería detrás de él donde se guardaban cantidad de pergaminos enrollados y volúmenes encuadernados en piel, detrás de una cerrada malla metálica—, solo necesitas saber húngaro, alemán antiguo, latín, griego… Yo estaba cada vez más intrigado, aunque las preguntas no acababan de tomar forma en mi cabeza. Fui a sentarme en un banco largo, pegado contra el muro, y me preguntaba qué contendrían todos esos papeles viejos, qué relación tendrían con La Morisca. Volví a mirar el cuadro desde ese ángulo. Iba a ser un trabajo colosal, nunca antes había intentado hacer algo así. —Vamos, tienes mucho tiempo para mirarla todo lo que quieras. Te dejo la llave. Cierra siempre cuando salgas, no debe entrar nadie más, ¿entendido? Afuera, en la terraza, el sol se colaba entre las guías de buganvilla y pasiflora.

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Personas inadecuadas, desplazamientos, música, impulso de vida, pensar demasiado, lugares extraùos. Siempre es acerca de todo eso ŠEduardo Martins 18

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Carol Bensimon Brasil, 1982 Nací en 1982 en Porto Alegre, sur de Brasil, de una madre que había llegado de Alejandría, Egipto, con toda su familia, en 1957 (judíos sefarditas) y de un padre descendiente de portugueses, viviendo desde hace dos generaciones en Sudamérica. Soy hija única y, desde que puedo recordar, tuve ganas de ser escritora. Mi formación como ficcionista pasa obligatoriamente por juegos solitarios con Lego, Playmobil y naves espaciales. Publiqué mi primer libro mientras cursaba la maestría en Escritura Creativa en la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul, en 2008. Pó de parede (Polvo de pared) es un tríptico de historias centradas en personajes femeninos y elementos arquitectónicos: una casa modernista, un condominio de lujo en construcción, un hotel decadente en la sierra. En 2009 publiqué la novela Sinuca embaixo d’água (Un billar bajo el agua), una historia contada por múltiples narradores, todos relacionados por el accidente de carro que le quitó la vida a Antônia, el personaje ausente. Todos nós adorávamos caubóis (Todos adorábamos a los cowboys), mi novela más reciente, es una narrativa de carretera protagonizada por dos jóvenes mujeres que viven una relación ambigua. La trama se desarrolla sobre todo en pequeñas ciudades de Rio Grande do Sul y en el amplio paisaje casi despoblado de ese que es el estado más septentrional de Brasil. En los últimos años todos mis libros fueron traducidos al español: Polvo de pared fue publicado en Argentina por Dakota Editora; las novelas Un billar bajo el agua y Todos adorábamos a los cowboys fueron publicados en España por Continta Me Tienes. We all loved cowboys también será publicado en los Estados Unidos. Publico eventualmente cuentos en antologías y escribo para el periódico Zero Hora. Estoy trabajando en un libro que cuenta una historia que sucede al norte de California. En 2012 la revista inglesa Granta me incluyó en su lista de mejores jóvenes escritores brasileños.

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Fragmento de Todos adorábamos a los cowboys Bensimon, Carol. Todos adorábamos a los cowboys Brasil: Editorial Continta me Tienes, 2015

Lo que hicimos fue tomar la BR-116, pasando sobre puentes con publicidad de ciudades que no teníamos la mínima intención de visitar, o que hablaban sobre la vuelta de Cristo y la cuenta atrás para el fin del mundo. Dejamos atrás las carreteras secundarias cuyo inicio marca la autopista, y que después se acaban perdiendo en un polígono industrial y en algunas chozas perdidas alrededor de un arroyo, donde los perros callejeros caminan despacio y casi nunca ladran, y seguimos hasta que la recta se convirtió en una curva. Yo conducía. Julia tenía los pies sobre el salpicadero. Apenas podía mirarla. Cuando no se sabía la letra de las canciones, tarareaba. «Te has cambiado el pelo», dije mirando de reojo su equillo. Julia contestó: «Cora, hace ya unos dos años». Nos reímos mientras subíamos la sierra. Eso fue al principio de nuestro viaje. Mi coche había estado parado bastante tiempo en el garaje de casa de mi madre, rodeado de un montón de trastos, bajo una funda plateada impermeable, como un gran secreto que no puedes esconder, o como un niño que intenta desaparecer poniéndose las manos frente a los ojos. Al principio mi madre se moría por deshacerse de él. «Es mal negocio tener un coche parado todo ese tiempo», decía, aunque no entendiese ni mucho ni poco de negocios, y menos todavía de librarse de las cosas. Vivía en una casa que ya me parecía grande cuando éramos tres. Si abrías determinados armarios de esa casa, podías presenciar la evolución de la indumentaria femenina desde mediados de los años 60. Bonitos abrigos, lindos vestidos en los que mi madre ya no cabía. En cuanto al coche, fui directa, le dije: «Tal vez vuelva». Podía sentir su respiración atravesando el océano y casi naufragando antes de encontrar de nuevo tierra firme. Tal vez fuera un error darle esperanzas a una madre solitaria, sobre todo teniendo en cuenta que, en aquel momento, yo ni siquiera consideraba la posibilidad de un retorno. Nunca más hablamos sobre el coche. Tres años después yo estaba de vuelta, y me encontré un garaje más lleno que nunca. Apenas podía ver las losas color teja del suelo. Había cajas de todos los tamaños, bolsas llenas de papeles, rodillos quitapelusas, un calentador eléctrico, una bicicleta pequeña, una neverita a la que le faltaba una pata. Tenía la impresión de que podía escribir «lávame» en el aire con la punta de mi dedo índice. Empujé las puertas plegables de madera y dejé que la luz entrase. Durante algún tiempo me quedé mirando la calle. Ya no era la misma calle. Quiero decir, era la misma calle, pero en lugar de las casas de mis amigos de la infancia –¿dónde estarían ahora?– había un edificio. Me asustaba pensar que las preferencias estéticas de alguien pudieran estar resumidas en aquel mastodonte blanco de diecisiete pisos, que destacaba en la manzana como una mujer desnuda en una congregación de monjas, o como una monja en el I Encuentro Brasileño de Practicantes de Poliamor. 20

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Entré de nuevo en el garaje. Quité la funda impermeable del coche. Estaba realmente limpio. Un extraño cuerpo azul metálico en medio de aquella confusión llena de polvo. La batería, o lo que quiera que fuese, había dejado de funcionar. Aunque el coche no pudiese salir de allí en aquel momento, ajusté el respaldo del asiento y me senté dentro. Por poco no puse mis manos sobre el volante. Los coches no me apasionaban. Nunca escribiría la palabra «coche» en un formulario que intentase mapear mis áreas de interés. Si me preguntas cuál es el modelo de aquel coche que acaba de pasar nunca te lo sabría decir. Era desplazarme lo que me atraía, el desplazamiento como un fin. Yo pensaba en cómo esto es evidente cuando tienes tu primer contacto con un coche, hasta que poco a poco todo cambia, y este alcanza, por así decirlo, su plena funcionalidad, su razón de existir: llevarte del punto A al punto B de la forma más rápida y cómoda posible. A los 18 años, por el contrario, cuando conduces tu primer coche, con tu carné de conducir en una funda de plástico y aquella foto ridícula con ese corte de pelo del que te vas a arrepentir después, lo único que quieres es rodar por las carreteras vacías de la madrugada sin llegar nunca a un punto B. O mejor, tu punto B es un álbum que escuchas de principio a fin, tu punto B es un lago al que miras mientras fumas, con todos los amigos que has podido meter en el asiento de atrás. Lo raro es que conservar esas costumbres pasada su fecha de caducidad hace que estas parezcan, a ojos de los demás, un mero rasgo de excentricidad de alguien que no supo crecer. Ese era el tipo de cosas que podían irritarme. Mientras pensaba en ellas, mi madre entró en el garaje. Por el espejo retrovisor, vi cómo pasaba sus dedos por las cajas llenas de polvo, con la cabeza baja, dando la impresión de que leía lo que pudiese estar escrito allí, como si hasta aquel instante hubiese ignorado el contenido de esas cajas o ni siquiera supiese por qué estaban apiladas en su garaje. Salí del coche y esperé a que se acercara. Ella me regaló una de sus sonrisas fuera de contexto. «¿No arranca?». Era bastante común que las malas noticias saliesen de la boca de mi madre acompañadas por una sonrisa. No era maldad, al contrario, lo hacía para compensar. — Creo que sería un milagro si arrancase — dije. Estábamos de acuerdo en que no podía ser nada grave, un mecánico podría resolverlo girando una llave inglesa. Seguimos allí de pie. Miré a mi alrededor. Era curioso que no me acordase de aquella bicicleta. Yo era la única niña que había vivido en esa casa. — ¿Julia va a viajar contigo? — Aham. — Pensé que os habíais peleado. Era una bicicleta con ruedines, y había una bocina en el manillar. — Pensé que ya no os hablabais. Os peleasteis una vez, ¿no? —Sí. Pero ya estamos bien.

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“Solo me quieren los animales”

©Aimara Barrea 22

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Liliana Colanzi Bolivia, 1981 Nací en Santa Cruz, Bolivia, en 1981. Mi padre es un inmigrante italiano, mi madre es boliviana. Empecé a escribir a los ocho años y publiqué mi primer cuento a los 17, el mismo año que conseguí mi primer trabajo como periodista. Tengo dos libros de cuentos publicados, Vacaciones permanentes (2010) y Nuestro mundo muerto (2016), y una antología, La ola (2014). Nuestro mundo muerto, será publicado en México con Almadía en octubre de este año y está siendo traducido al inglés y francés. Este libro es, en parte, sobre el delirio y la irrupción de lo sobrenatural, sobre los cuerpos animales, sobre el zumbido de fondo que son las voces de los indígenas en nuestra historia colonial. Tardé seis años en terminarlo. Algunas personas dicen escribir cuentos en los descansos entre una novela y otra, o a manera de “soltar la mano”. A mí no me sucede. Cada uno de los cuentos me toma varios meses de asimilar experiencias difíciles. Tengo familiares que aseguran poder comunicarse con seres de otros mundos. Uno de ellos cuenta que lo abdujeron los extraterrestres en su infancia cuando paseaba al lado del río, otro ha visto naves espaciales descender en la selva amazónica (esa escena inspiró “Meteorito”, uno de los cuentos de Nuestro mundo muerto). Yo nunca he tenido contacto con platos voladores, pero concibo la escritura como un portal hacia lo desconocido. Cuando una escribe convoca ciertas energías, y eso que está en el aire por lo general acude a tu llamado. Así que hay que tener coraje para recibir aquello que se conjura. Hay que ser paciente, porque descubrir su verdadera forma puede tomar meses o años, y el camino que conduce a ese resultado final está hecho de pura oscuridad. He escrito en medios como Letras Libres, El País y The White Review. Me interesan los monstruos, la fe. El año pasado gané el premio de literatura Aura Estrada, que se otorga cada dos años a escritoras menores de 35 años que viven en México o Estados Unidos y escriben en castellano. Estoy terminando un doctorado en literatura comparada en Ithaca, Nueva York. Vivo al lado de un cementerio en una ciudad donde nieva casi todo el año. Creo en los fantamas.

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Fragmento de “Chaco”

Colanzi, Liliana. Nuestro mundo muerto México: Almadía, 2016

Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera. ¿Sabés qué pasa con los mentirosos?, decía. Yo quería olvidarme del abuelo mirando por la ventana a los suchas que daban vueltas en el inmundo cielo del pueblo. O le subía el volumen a la tele. La señal llegaba con interferencia, una explosión de puntitos. A veces eso era todo lo que veíamos en la tele: puntitos. ¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo, esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar. El abuelo se pasaba todo el día en la silla, bebiendo y discutiendo con su propia borrachera. A la noche mamá y yo lo recogíamos y lo arrastrábamos a su cuarto: el viejo estaba tan perdido que no nos reconocía. De joven fue violinista y lo buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese, le decía espantado a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde el interior del vidrio. Otras veces murmuraba cosas en la lengua de los indios. ¿Qué dice el abuelo?, le pregunté a mamá, que pasaba echando veneno matarratas en las esquinas de la casa. De-de-já a-a-al ab-uelo en paz, me dijo ella, l-l-la curiosidad e-e-s la ba-ba del diablo. Pero una vez el colla Vargas contó delante de todo el mundo que en su juventud el abuelo había colaborado con la gente del gobierno que expulsó a los matacos de sus tierras. En ese lugar un cazador de taitetuses encontró petróleo mientras cavaba un pozo para enterrar a su perro, picado por la víbora. Los emisarios del gobierno sacaron a los matacos a balazos, incendiaron sus casas y construyeron la planta petrolera Viborita. Gracias a ese yacimiento se hizo la carretera que pasaba a un costado del pueblo. El colla Vargas dijo que varios avivados aprovecharon el desalojo para violar a las matacas. Algunas eran rubias y de ojos celestes, hijas de los misioneros suecos, dijo el colla Vargas, más lindas que las mujeres nuestras eran esas salvajes. A mi abuelo no le pagaron la plata que le prometieron por echar a los matacos, y que necesitaba para saldar una deuda. Perdió todo. Se hizo malo, borracho. Es lo que dicen. En el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel, estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un inhalador. Los aguarareta lloraban del otro lado de la carretera, por eso al pueblo le decían Aguarajasë. El río se enojaba cada año y subía bramando de mosquitos. Lejos, lejos, estaba el mundo. 24

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A mi madre la embarazó un vendedor de ollas Tramontina que pasaba por el pueblo y del que nadie supo más. Dieciocho años después la gente todavía seguía comentando cómo la Tartamuda, de puro enamorada, había hablado sin equivocarse ni una vez mientras estuvo el vendedor de ollas. Una vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande. El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba? ¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba. Quería que el mataco se fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. Un día agarré una piedra grande y se la arrojé con todas mis fuerzas desde la otra orilla de la carretera. ¡Toc!, le pegó de lleno en el cráneo. El mataco no se movió, pero un charco rojo empezó a viborear en el asfalto. ¡Cómo soplaba el sur por esos días! El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros, inquietos, escuchábamos en la oscuridad. No le conté a nadie lo que pasó. Al día siguiente llegaron dos policías y se llevaron al mataco dentro de una bolsa negra. No hicieron muchas preguntas, era nomás un indio. Nadie lo reclamaba. Los vi tirar la bolsa con el muerto a la carrocería de la camioneta mientras hacían chistes. Recogí la piedra, manchada con la sangre del mataco, la llevé a la casa y la guardé en el fondo del cajón, junto a mis calzoncillos. Poco después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la hurina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te has alojado en mí?, le hablé. Yo soy el Ayayay, el Vengador, Aquel que Pone y Quita, el Mata Mata, la Rabia que Estalla, habló el mataco, y también quiso saber: ¿quién sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en adelante somos una sola voluntad, dije.

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“Desde mi insomnio agudo en la infancia, hasta la primera vez que escapé de un incendio. Sobre eso escribo” ©Juan Renau 26

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Camila Fabbri Argentina, 1989 Me nombraron Camila Fabbri cuando nací, hace 26 años atrás, en una clínica en Buenos Aires, Argentina. Escribo cuentos y dirijo teatro. A mis nueve años empecé a ahorrar plata que me regalaban en mis cumpleaños para asistir a la Feria del Libro Infantil que se lleva a cabo todos los años. Esos objetos eran míos, los había deseado todo el año, y los alineaba por colores en una repisa al costado de mi cama. A mis 19 años escribí mi primera obra de teatro, Brick, que fue seleccionada en un concurso de dramaturgia municipal para su posterior montaje. Como en ese momento tomaba clases de actuación y notaba que podía pasar horas viendo a mis compañeros actuar sin necesidad de poner el cuerpo, me animé a dirigir mi propio texto. Entendí que el teatro y la escritura iban unidos para mí. A mis 22 años dirigí mi segunda obra: Mi primer Hiroshima, partiendo de un cuento en el que una aviadora le temía más a un romance que a los aviones en plena batalla. Hoy estoy trabajando como directora en el tercer montaje de la obra teatral Condición de buenos nadadores, tomando una historia de mi primer libro de cuentos, publicado en diciembre del año 2015, por la editorial argentina Notanpuan. Mi libro se llama Los accidentes, y reúne cuentos en los que todo personaje padeció el temor de pensar en la catástrofe. El pensamiento es la fatalidad, es la idea del accidente la que los engloba a todos ellos. De algún modo, estos trabajos siguen siendo una forma de ahorro a futuro; al igual que cuando tenía nueve años y notaba la conmoción al desplegar una torre de libros nuevos, recién impresos, sobre mi repisa.

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Fragmento de “Nacimiento” Fabbri, Camila. Los accidentes Argentina: Notanpüan, 2015

Nacimiento 1. Cada vez que una persona me dirige la palabra le es imposible no detenerse en mi cicatriz fina, con forma de corvina. Instantáneamente después, me preguntan por Pedro. 2. Lo conocí cuando era muy chica. Teníamos veintipocos. Charlábamos bajo el rayo de sol de una plaza. No pasó mucho tiempo, Pedro largó unos cuantos chistes y ahí me mostró su hazaña. Me contó que llevaba una capa imaginaria para protegerse de algunas cosas. Entre rubores, me dijo que yo podía ser una de esas cosas. Capa invisible, pero eficiente. Sin nada más que su cuerpo de hombre, no recién nacido pero casi, se tiró de una columna que había en una escuela de educación primaria, cercana a la plaza. La altura no era de temer, pero la caída podía dar pies rotos. Se arrojó el hombre. Boca abajo, el pelo rubio embarullado sobre la nuca. Pasó el tiempo, que fue poco. Yo lo espiaba desde arriba. Se me volaba el pelo con el viento que provocaba la multitud en la plaza. “Pedro” le decía yo, “Oh Pedro”. Parecía que alguien me había puesto ahí, las piernitas tiesas. Pedrinho, ¿estás bien? ¿No te habrás muerto, no?” El tapado violeta se me corre, no deja nada al descubierto porque soy joven y como joven que soy, me visto viejo. Porque todo me tapa, porque me avergüenzo fácil, y mi madre coopera con el ocultamiento. Si estuvieras muriendo, ahí abajo, ¿no sería interesante, incluso apasionado, que pudieras verme las rodillas? Pero no. Tapado eterno. Así de rubio como era cuando lo conocí, estaba vivo. El piso de la plaza brillaba de sangre. La primera sangre que vi de Pedro. La de las fosas nasales. Se dio vuelta y me dedicó una mirada. Después llegó la sonrisa. Siempre venía una sonrisa cuando instantes antes había líquido. Así de unidos los tópicos. La sangre y la alegría formaban en Pedro un unicato. En ese primer momento me asusté un poco. Quise pensar en qué me estaba metiendo con ese chico. La mayoría de mis amigos me aconsejaba estático, es decir, dejaban en mí la decisión de entrar allí –en la relación anómala– o de escapar hacia un rumbo más estable. Y con él, pura pereza la mía, pero con él ya había una comunidad. Pedro ya quería tenerme. Había hecho en mí una elección. Me sumo como perro a tu jauría, Pedro, y vamos. No pasó mucho tiempo hasta que empezamos a divertirnos. No voy a mentir. Fue un tiempo en que dejé de viajar al campo para visitar a mi familia. Ellos tenían ocupaciones más reales. Las ocupaciones se les hacían visibles, y como a mí ya no me ponían encima los ojos, era más propensa al olvido. Dejé de usar el tapado violeta. Quedaba en casa haciéndoles compañía a los progenitores en lo melancólico. 28

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Un día tenía miedo. Me desperté así. Se me había calado la voz de mi mamá en el pecho. Cuando hablaba, la oía. Mi voz era la de ella, estaba opacada por su tono. En mi pecho se batallaban personalidades. Sabía que yo era yo y que ese era Pedro, pero no podía oírme. Retomamos el tema de las capas. Pensar en la capa como superhéroes de la ciudad nueva. Me agarró de la mano y corrimos. En la calle un colectivo verde. No recuerdo la cifra. Corrimos fuerte. Nos agachamos. El colectivo pasó por delante nuestro y en un envión, nos tiramos. Lo primero que pasó fue que nos raspamos grave las espaldas. Las nucas. Nuestros pelos fueron a parar debajo de una de las ruedas de adelante. Hicimos ruido. También el transporte. Lo que más oí fue el ruido de nuestras pieles quebrando. Los gritos de alguna persona. Era día de semana. Lo segundo que pasó fue que la mano de Pedro me dejó de agarrar. Eso no me gustó nada. Con la fuerza de envión era lógico que algo de eso pasara. Lo tercero que pasó fue que no morimos. Ese fue nuestro primer intento. Un éxito. Después de tirarme debajo del colectivo verde, dejé de oírla a mi mamá. Estaba curada. Había tardes en que nos tirábamos debajo de autos civiles. Las espaldas siempre rotas. No quiero hablar del después, cuando hacíamos reposo para curarnos. El después casi no existía. Duraba poco, y al instante después, estábamos otra vez accionando. Estar de novia para mí era eso: el estado de alerta. Lo que hacíamos también era morder los cordones de la calle. Había que ver cómo se nos ponían las encías, de rosadito a rojo intenso. Como el ejercicio de la uña de una mujer adulta sobre el cachete de un nenito. Mordíamos la acera y después nos besábamos. El contacto era cálido y húmedo. Placer teníamos. Cuerpo todavía. También teníamos unión. En la ventana de la cocina se asomaba un gato. Nuestras sangres, medio rosas, brillaban. Después, de noche, ya nada brillaba. Todo se quedaba quieto. Arriba de autos en movimiento nos tiramos unas diez veces. Inocentes nunca hubo. En un romance nunca hay. Nos gustaba la limpieza. Sobre todo, cómo se veían nuestros rostros lavados después de los golpes. Se nos veía la vida así, se nos veían los años. Pedro llenaba de jabón la loza de la bañadera. Nos metíamos con el agua que hervía. Sentíamos cómo quemaba la piel joven debajo de la ducha. Una vez Pedro resbaló y dio entera la mandíbula en la esquina de la bañadera. Las botellas de shampoo y crema de enjuage le dieron de lleno en la cabeza. Yo lo miré. Me seguí quemando. Fueron unos quince minutos que duró su dolor. Después se despertó y nos besamos. Estaba mareado. Se perdió mucha agua. Lo premié con un empujón y se volvió a caer. Me llevó consigo. A mí me faltaba cabello. A él, dientes. Ochenteros 29 O ch e n ter os


“El escritor es un testigo. Escribe para dejar vestigio de su existencia y para honrar a cada uno de sus muertos y desaparecidos” ©Guillermo Díaz 30

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Joel Flores México, 1984 Nací en Zacatecas en 1984, en una mancha geográfica hecha por el Bajío y el semidesierto. Desde pequeño mis padres, en su búsqueda de mejores oportunidades, me enseñaron a viajar con apenas una maleta y una vida inconclusa en la espalda. He residido en Guadalajara como hijo de un militar y una madre ganosa de hacer una familia; he residido en Ciudad Juárez como hijo de un obrero de maquila y una estilista en ciernes. He residido en Aguascalientes como el damnificado de un divorcio y el adoptado por sus tíos durante unas vacaciones de verano. La escritura y las becas literarias me llevaron a vivir a mis veintipocos años en Ciudad de México, encandilado por la idea de que para ser escritor hay que estar en el centro, pero esa falacia duró unos meses y volví a Zacatecas a retomar mis estudios universitarios. En 2008 mi libro de cuentos, El amor nos dio cocodrilos, me abrió las puertas de la residencia internacional para jóvenes artistas Fundación Antonio Gala, afincada en Andalucía. Nueve meses después regresé a Zacatecas para trabajar como corrector de estilo y editor en un periódico local y los continuos rechazos editoriales me hicieron decidir, debo confesarlo, renunciar a la literatura y empezar en el periodismo. Pero el amor y la utopía compartida de hacer una familia me trajeron a Tijuana y en 2012, mi otro libro de cuentos, Rojo semidesierto, fue reconocido por el certamen internacional Sor Juana Inés de la Cruz. El premio económico me dio la oportunidad de echar raíces en la frontera, dedicarme de lleno a la escritura e impartir cursos de creación literaria. Mi primera novela, Nunca más su nombre (que será publicada por Ediciones Era), ganó en 2014 el premio Juan Rulfo INBA. Actualmente, aparte de vivir en la esquina del mundo, escribo como si estuviera construyendo una casa, y voy en el tercer piso, o mejor dicho, en la parte final de un proyecto llamado Trilogía del semidesierto, el cual lo integran hasta ahora Rojo semidesierto y Nunca más su nombre y una novela inédita más. Esta trilogía enuncia los daños provocados por el crimen organizado en México, desde la mirada de los jóvenes nacidos en la década de los 80. Mi página de autor es www.bunker84.com

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Fragmento de Nunca más su nombre Flores, Joel. Nunca más su nombre México: Ediciones Era*

Eres un pinche marica La primera mañana en el hospital desperté desconcertado. Creí que mi padre había muerto. La enfermera lo auscultaba como si me dijera su familiar se ha ido. Pero no me dijo nada. Era temprano. La resolana rebotaba sobre el ventanal opaco y el azulejo sucio. Me tallé los párpados. La mujer revisó la sonda pleural. Y recordé las palabras de Paula al despedirnos en el aeropuerto. Si no amas a alguien que está a punto de morir, jamás vas a sentirte culpable porque muera. Y cuando amas mucho a alguien y está a punto de morir, cuestionas si llegaste a hacer algo mal que haya robado un día de su vida. Cierta discusión, desobediencia, cualquier episodio con el que te pasaste por el arco del triunfo la confianza, amistad y amor de la persona te duele, te amarga. Y tratas de enmendar los errores como jamás imaginaste. En su duelo, Paula creyó que de su padre sólo quedaban los recuerdos y el mensaje de voz del celular. Solía encerrarse en el baño a oír: estás hablando al teléfono del doctor Sanjuán. Si eres mi esposa o mis hijos, llegaré a casa temprano; si eres algún amigo, nos vemos pronto; si eres de trabajo, estaré en el consultorio. Se llenaba de fuerza y respondía perdóname, papá, por no haber estado más tiempo juntos, por lo de aquel día y otros tantos en los que no merecía ser tu hija. Que eso pudiera pasarme me aterraba. La enfermera recorrió la sábana, aseguró la sonda del vientre del militar, lo acomodó de lado y despegó las tiras del pañal. El hedor penetró la habitación. Me le acerqué a la mujer y le pedí señora, déjeme hacerlo. La mirada de mi padre estaba perdida en el techo, con su cabeza ladeada escurría saliva de su boca y balbuceaba algo. Observé sus cicatrices inofensivas que otrora me llegó a presumir cuando me obligaba a bañarnos juntos. Ésta me la hice en la sierra cuando quemamos un plantío. Ésta cuando me lancé por primera vez de un avión y no planeé en la llegada. Ésta al pelear con un cabo del batallón. Ésta cuando arreglaba el motor de la Ford y se zafaron los tornillos de la caja de velocidades. En medio de esas piernas macizas que habían caminado más que cualquier otro del regimiento, se asomaba su pene desangelado, torpe, sin cobijo ni consuelo. Recordé cuando me decía eres inútil hasta en tu propia higiene. Por eso te da escozor, por eso te rascas y te rascas. Y debajo de la regadera me explicaba cómo un hombre debe lavarse el miembro. Juntaba el jabón con el estropajo, los frotaba hasta hacer espuma y se tallaba como si limpiara su arma del ejército. Yo veía su miembro circuncidado, imponente y lo comparaba con el mío que se escondía. Esa vez le pregunté ¿por qué el tuyo es así y tiene ese color? Porque es el de un hombre de verdad. No el de un marica. 32

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Entonces deseaba ser como mi padre: no sólo tener sus piernas que habían caminado tanto, ni sus músculos fibrosos que cargaban las cajas de dulces; quería tener un miembro como el suyo. Y por las noches solía pedirlo con mis rezos. Y me esforzaba más en cada tarea que entregaba en el colegio para que Dios, como decían las monjas, fuera bondadoso y me compensara. Pero ni la fe, ni la disciplina, ni las explicaciones de papá enderezaron mi prepucio. Tras mi nacimiento, no me circuncidaron el pene como a mi hermano. Una capa amarilla se me juntaba en el glande y me irritaba. En casa me escondía en lugares secretos para rascarme sin que nadie me viera. No quería que el viejo me descubriera con la mano debajo de los pantalones y gritara ándale marica, se te está pudriendo por marrano. En el colegio no me aguantaba la comezón y pedía permiso para ir al baño. Allí tardaba enjuagándome en el lavabo. Cuando no me dejaban salir, llegué a desobedecer a las monjas porque podía más el escozor que sus regaños, hasta que la madre directora amenazó con expulsarme. Fue tanto mi apuro en tener un pene sano, que me lastimé con el estropajo y jabón mientras me tallaba. Y caí en manos del médico. Debe seguir unos ejercicios de limpieza, encomendó el especialista en la consulta. Sólo tiene que jalar el prepucio hacia atrás, antes de orinar, limpiarlo bien y dejarlo así hasta que vuelva a usarlo. En eso jaló mi piel y desencapuchó el glande: sentí como si hubiera desvelado todos mis secretos para avergonzarme. Con estos ejercicios el prepucio se irá acomodando y la capa amarilla irá desapareciendo. Seguí a pie juntillas sus recomendaciones y empecé a obedecer más a mi padre. Si él pedía a mi hermano levanta esa caja de dulces y acomódala dentro de la Ford, me apresuraba a decir ya lo hago yo, pero en el trayecto terminaba derrengado por el peso. Si ordenaba necesito una llave inglesa, yo corría a la caja de herramientas, elegía la que pensaba indicada y, al entregársela, erraba en mi elección. Mis desatinos no sólo sucedían frente a la imagen de la autoridad, sino también con mi prepucio: agravé mi problema una mañana en el colegio, al salirme de clases para ir al baño y al seguir mal las instrucciones del médico. Por la tarde, en casa, revisé mi miembro y el prepucio formó un anillo que puso morada la punta. Con temor a que mi padre se enterara, se lo enseñé a Luis y me dijo ya se te echó a perder, güey. Y salió corriendo a decirle a mi mamá. Ella me pidió déjame ver, criatura, Ave María Purísima. Y fue a buscar a su marido. Mi padre lo vio y dijo ya valiste madre, ahora sí te van a buscar la rajada los doctores. En el hospital me programaron para operación. El médico explicó no se apure, es parafimosis: el prepucio se tensó porque duró mucho tiempo retirado de la punta y creó un anillo que impide la circulación de la sangre. Lo operaremos hoy.

*La novela será publicada en 2017. O ch e n ter os

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Los personajes de sus relatos sobreviven, incluso, a su pesar

ŠPaloma Palomino 34

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Paulina Flores Chile, 1988 Capricornio y Dragón. Hasta los 18 viví en mi querida Juanita Aguirre, población de la comuna de Conchalí, zona norte de Santiago. Durante la adolescencia escuché los CD de Los Prisioneros, Depeche Mode, Fiskales ad Hok, y no leí mucho. En 2008 entré a estudiar literatura. En esa época conocí a un grupo de amigos que querían ser escritores. Decidí unírmeles y escribir mis primeros cuentos, luego de ver la rigurosidad, el romanticismo y la obstinación que dedicaban al oficio literario. A los 20 años creía que los únicos autores que valía la pena leer era a los que estaban muertos, y las bandas que más escuché en Window Media Player fueron Radiohead, The Smith y The Beatles. Tras licenciarme vi series como The wire y Mad men. Por sobre todo me dediqué a -como dice Don Draper- “golpear mi cabeza contra el muro”, esto es, puse todo mi empeño en escribir relatos, aunque sin muchos resultados. En 2014 gané el Premio Roberto Bolaño con el relato “Qué vergüenza”. Bajo ese mismo título fue que publiqué mi primer libro de cuentos en 2015. Hace tres años que trabajo como profesora en un colegio 2x1. En la actualidad, me encanta la literatura contemporánea y en mi biblioteca hay un espacio especial, casi un altar, para los libros de escritoras. Por mi YouTube suena Kanye West, Lana del Rey y Anti, de Rihanna. Creo en la fuerza de clase y género. Toda la vida he tenido problemas para dormir.

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Fragmento de “Telcahuano” Flores, Pauilina. Qué vergüenza Chile: Editorial Hueders, 2015

Fragmento de “Talcahuano” Vivíamos en una de las poblaciones más pobres de una de las ciudades más feas del país: la Santa Julia, en Talcahuano. Un puerto que a nadie le gustaba por su cielo encapotado, en donde todo tomaba un tono gris por el hollín de las industrias y con fama de hediondo por la pesca. Pero a nosotros no nos molestaba vivir en un lugar que la gente considerara feo, todo lo contrario, al menos yo me sentía extrañamente orgulloso. Todos nosotros: Pancho, Julio, Marquito Carrasco y yo, nos sentíamos fuertes y complacidos. Disfrutábamos con sentarnos a la entrada de la casa de los Carrasco y contemplar las casuchas que descendían cerro abajo y el mar que ceñía la cintura de la península, y hacer planes y comer sandías. Fue a lo que nos dedicamos todo el verano de 1997. Comimos sandías cada día de esas vacaciones. Pancho y Marquito las consiguieron con un camionero al que le hicieron dedo en Concepción. Durante el trayecto, el hombre dijo que hacía mucho que no lo hacían reír tanto y que podían quedarse lo que quisieran. Esa tarde cargamos entre todos las catorce sandías hasta la casa de los Carrasco. Y cuando terminamos, nos sentamos al pie de la escalera, sobreponiendo medialunas de sandías a nuestros rostros, para lucir unas sonrisas descaradas ante el paraje ruinoso que teníamos por hogar. Nos veo claramente, exhibiendo nuestra felicidad con muecas pulposas de sandía. Riéndonos frente a los rostros cansados y afligidos de nuestros vecinos. En especial en esa época, cuando por la crisis de la industria pesquera nadie tenía trabajo y los cesantes solían deambular por las calles con una expresión de servidumbre y derrota, como si se tratara de un batallón de soldados vencidos. En realidad, mi padre era el único militar vencido. Tras quince años en la marina, lo dieron de baja. Pero aunque ocurrió en el peor momento posible, no fue por la crisis que no consiguió trabajo. En cierta forma, fue él quien lo decidió. No quería empezar de nuevo. Antes de que comenzaran las vacaciones, hubo una especie de pelea entre mis padres. Digo especie porque, como era lo común entre ellos, no hubo discusión directa ni siquiera un cruce de palabras. Otro recuerdo claro en mi memoria. La familia —mis padres, mis dos hermanas y yo— sentada en torno a la mesa de la cocina. Una fuente de pan duro en el centro y un té aguado para cada uno. Desde hace días que la comida escasea en la casa. Mi madre dice que ha calentado el pan para ablandarlo un poco. Nadie le sigue la conversación. El pan se quemó, y ahora, además de duro, está negro como el carbón. Tomamos el té en silencio. De pronto, mi madre se levanta, agarra una de las marraquetas y la lanza contra la pared gritando. Veo la rabia en el movimiento de su brazo, como si en vez de pan duro tirase una piedra. Y el golpe en el suelo de madera suena como una piedra. Mis hermanas y yo miramos el pan en el suelo. Mi madre se sienta como si nada, pero al tomar la taza de té le tiemblan las manos. 36

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Apenas bebe un trago y vuelve a pararse, esta vez va a su pieza. La escuchamos sollozar. Mis hermanas la siguen en el acto y, sentadas junto a ella en el borde de la cama —puedo verlo desde donde estoy—, se abrazan. Mi padre, que ha mantenido la mirada en el té durante toda la escena, sigue sin tomarlo y sin decir nada. Y yo me limito a tomar el mío con él en la cocina. Me quedo junto a mi padre y no con mi madre y mis hermanas, aunque no porque esté de su parte. Yo no estoy de parte de nadie. Por entonces participaba de los problemas familiares tanto como si viera una película. Una cuya historia desafortunada no podía afectarme más allá de los segundos en que la contemplaba y que podía dejar atrás con facilidad. No me preocupaba el silencio de mi padre ni su rostro vacío al observar el té. Era feliz manteniéndome al margen. Estaba seguro de que podía arreglármelas por mi cuenta, con mis amigos.

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Narrador obsesionado con los protagonistas obsesivos. Fanåtico del absurdo, de las ideas fijas y de los conceptos llevados al límite ŠAtalya Ben-Haim 38

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Carlos Fonseca Costa Rica / Puerto Rico, 1987 Nací en San José, Costa Rica, el 19 de febrero de 1987, producto de esa feliz confusión lingüística que tan a menudo nos hace confundir Costa Rica con Puerto Rico. Mitad puertorriqueño, mitad costarricense, a veces intento convencerme de que escribo intentando descubrir en la literatura una tercera patria a medio camino entre la nación del padre y la patria de la madre, entre el puerto y la costa. Tal vez confundido por la doble nacionalidad, tal vez intentando escapar de los rigores de la identidad fija, desde muy pequeño no paro de moverme: he vivido en Costa Rica, en Puerto Rico, en California y Nueva York, en Israel y en Inglaterra, lugar donde actualmente resido. De lunes a viernes tomo el tren que lleva de Londres a Cambridge, y una vez en la universidad me dedico a lo único que sé hacer a medias: leer libros y enseñarlos. Allí, en medio de aulas tan antiguas que dan miedo, enseño la obra de Borges y de Darío, de Piglia y de Lispector, de Cabrera Infante y de Eltit. Quise ser muchísimas cosas antes de apostar por las letras: cardiólogo, tenista, arquitecto, astronauta, ingeniero y futbolista. Alguna vez, incluso, juré que cuando fuese grande sería un matemático desquiciado, como los que aparecerían en las películas. De esa pasión juvenil sólo quedó –al cabo del tiempo– una novela titulada Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015), en cuyas páginas queda retratada la vida de alguien que sí llegó a ser un genio desaforado: el gran Alexander Grothendieck. Todo esto para decir que a veces la literatura lo exime a uno de vivir las vidas que imagina. O mejor aún: que a veces la literatura sirve para vivir las vidas que quedaron esbozadas a medias. Tal vez, sin embargo, la literatura sirva para algo más sencillo: para exhumar obsesiones. Tal vez por eso, cada vez que me siento a escribir, intento desenterrar obsesiones e intentar entenderlas. La novela moderna, a fin de cuentas, es un teatro repleto de obsesivos: desde Don Quijote hasta el Capitán Ahab, la novela busca el lugar donde la idea fija se confunde con su opuesto: el absurdo. Me interesa, en este sentido, explorar la extraña lógica que esconde el arte de las obsesiones.

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Fragmento de Coronel Lágrimas Fonseca, Carlos. Coronel Lágrimas España: Anagrama, 2015

En medio de un alucinante invierno francés, el coronel abre un día la puerta y se encuentra de frente el rostro de una mujer ya mayor, arrugas en el rostro y sobre los ojos, rasgándolos con carácter, las patas de gallina. Y él, que siempre sufrió de esa extraña enfermedad de aún más extraño nombre – prosopagnosia – que lo incapacitaba para el reconocimiento, que jugaba a volverle anónimos los rostros, él, que siempre tuvo problemas reconociendo la realidad sin abstraerla, se paró frente a ella, miró las arrugas ya visibles, pensó en esa extraña amalgama de formas que se concentraba sobre los ojos y se imaginó trazando la ecuación de su locura. El rostro de su madre le salió al paso, reconocible y avejentado, hablando un idioma que hacía años él había olvidado. Y así, un día su madre toca la puerta como si nunca hubiese estado ausente, lo saluda efusivamente y se sienta en el sofá a descansar de su insomnio de guerra. Su hijo, ya para ese entonces un pequeño coronel en formación, un matemático en plena ebullición de genio, rodeado de marionetas con rostros dispares, mira desconcertado a esa mujer de pelo encrespado y mirada profunda que ahora comienza a hablar en una lengua que en un pasado juró olvidar, en esa lengua de nanas que de repente lo regresa a los campos minados de un paisaje vasco. Chana Abramov se levanta de su insomnio de guerra con una especie de afasia que la regresa a su infancia. Amanece un día hablando solamente ruso. Él, que siempre se creyó sin herencia, de repente se encuentra con esa madre sentada en plena sala, hablando un idioma que él había olvidado a fuerza de convicción, dispuesta a reinsertarse en ese siglo cuyo principal evento, una guerra en la que los suyos fueron los principales perseguidos, nunca vivió, encerrada como estaba en un sanatorio español. La mira una y otra vez hasta que el rostro se vuelve terriblemente reconocible, silueta de una memoria de infancia, y se limita a dibujar, sobre una pizarra negra, el primero de los garabatos que a través de los años irá modificando inconscientemente hasta terminar con esa especie de alambre de púas cuya ecuación persigue. Dibuja ese garabato y se sienta a continuar su labor matemática, hasta que un día llega y en medio de ese hogar que tenía ya algo de laboratorio simbólico, rodeado como estaba por pizarras negras repletas de las más diversas e ilegibles ecuaciones, se encuentra a su madre que observa la televisión. Imaginemos la sorpresa y la ansiedad de este coronel sin guerra en el momento de descubrir a su madre, aquella que creyó haber perdido, en plena sala con ese extraño aparato prendido, mirando un documental sobre ese mayo francés cuya existencia él se dedicó a obviar. De repente la imagen lo asalta con el poder que luego asignaría a las postales: su madre rodeada por pizarras negras, viendo un documental sobre el mayo francés, con las imágenes de los franceses, estudiantes y obreros, protestando en plena calle, los murales repletos de frases que hasta entonces siempre le parecieron tontas o ingenuas, la policía en su intento por disolver las multitudes. Su madre, que ni siquiera hablaba francés, con la mirada juvenil de actriz en reposo, 40

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mirando ese torrente de imágenes que ahora caían sobre la pantalla en la más refrescante de las cascadas visuales. Ya no las calles francesas sino carteles de las huelgas americanas, los policías en California arrestando a un grupo de estudiantes vestidos con insignias hippies. Más lejos aún, ya no el mayo francés, sino un octubre mexicano vestido de esperanza olímpica sobre el cual los policías se abalanzaban en ataque a un grupo en protesta: la Masacre de Tlatelolco en plena pantalla. Ya no las pizarras repletas de símbolos sino esa especie de locura histórica que se negaba a traducirse a una sencilla ecuación. Debe haber sido entonces, mirando el rostro de su madre que súbitamente retomaba el aura juvenil de sus años de actriz, cuando el coronel decidió escoger su guerra. Tal vez fue entonces, con las imágenes de la violencia mexicana inundando la paz de su hogar, cuando se entregó al proyecto que al cabo de dos meses habría de posicionarlo en Vietnam, junto a un grupo de activistas hippies en una fotografía que parece esconderse detrás de los vericuetos de otra pasión de guerrilla. Para ese entonces no había ni ecuación ni culpa, mucho menos la ecuación de la culpa. Sólo su madre, que había vuelto justo cuando ya todo parecía caer en orden. Su madre, que regresaba dispuesta a retomar los años perdidos pintando el mismo volcán. Tantos años protegiéndose de la realidad mediante sucesivas capas simbólicas para que de repente la realidad le estallase de frente con la fuerza del gesto más sencillo: el gesto manual con el que su madre prendía el televisor todos los días y de repente lo rodeaba de noticias que le venían de todas partes, que parecían rodear su soledad numérica hasta invariablemente distraerlo, todas noticias de guerra que sin embargo parecían perderse sobre un mapa que nunca imaginó hasta verlo trazado sobre ese televisor que lo regresaba al nomadismo de su ya olvidada infancia. El coronel nunca tomó conciencia de su periplo hasta verse reflejado en los circuitos de una guerra invisible que parecía ser la suya sin serla.

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“Escribo para vivir vidas posibles y dialogar con vivos y muertos. Escribo sobre barquitos de papel en la cresta de un tsunami” ©Sandra Sebastian 42

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Arnoldo Gálvez Suárez Guatemala , 1982 Escritor de ficción, y a veces de no ficción. Nací en Guatemala en 1982. El año de Blade Runner. El año de The Wall. El año en que el general Ríos Montt, nuestro dictador carnicero por antonomasia, se sentó en la silla presidencial. En la adolescencia borroneaba poemas, como hacen los adolescentes para curarse de la tristeza o del aburrimiento. A lo mejor la escritura no es más que un gesto adolescente, y si seguimos escribiendo quizá sea porque nunca nos llegó la adultez; porque nunca superamos la rebeldía, el malestar; porque creemos, como los adolescentes, que si le damos cancha a la imaginación, las cosas pueden ser de otro modo. Durante mi primer año de universidad (estudiaba comunicación, la carrera predilecta de quienes no sabíamos qué diablos hacer con nuestras vidas), leí casi al mismo tiempo el Pedro Páramo, de Rulfo, y las Crónicas marcianas, de Bradbury. No había llegado a la mitad del segundo cuando terminé mi primer cuento. No sé qué tengan en común Rulfo y Bradbury, Juan Preciado y el capitán John Black, a lo mejor mucho más de lo que en principio aparentan. Lo que sí sé es que sembraron en mí el deseo definitivo de leer y de escribir ficciones, y desde entonces, hermosos santos laicos, les pongo sus veladoras. Poco después me puse a trabajar. Trabajé tomando fotos. Trabajé en la televisión. Trabajé en un programa del gobierno que atendía a las víctimas de un huracán. Y de las muchas cosas que aprendí en esos primeros años, que me marcaron la conciencia como marcan los vaqueros a las reses, es que nuestra vida no transcurre sino en la intersección donde se encuentran lo individual y lo colectivo, el presente y la historia, y desde allí escribo, debajo de ese semáforo en amarillo intermitente. He publicado el libro de cuentos La palabra cementerio (2013), y las novelas Los jueces (Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo en 2008) y Puente adentro (Premio BAM Letras en 2015). La primera es el relato de un barrio y de un grupo de vecinos que, de espaldas a la ley, deciden juzgar y castigar a un violador. La segunda es la historia de un padre y un hijo separados por un crimen y veinte años de silencio. O ch e n ter os

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Fragmento de Puente adentro Gálvez Suárez, Arnoldo. Puente adentro Guatemala: FyG Editores, 2015

Leo narra episodios de su vida. Episodios nocturnos, casi siempre ambiguos, en donde tipos rudos irrumpen en la oscura noche del Valle de San Fernando ostentando toda suerte de cicatrices, mujeres de piel pálida y pezones negros separan sus muslos en un motel ruinoso en las afueras de El Paso, un hombre herido en el vientre se derrumba junto al dispensador de gasolina de una vieja estación de servicio en Tulsa. Con su voz como surgida de las profundidades de un pozo, esa misma voz que luego imita a la de Mick Jagger, con calma y rigor y solemnidad, como un médico que diagnostica cáncer terminal diez veces en un día, Leo nos habla de una prostituta adolescente que se le escapó de los dedos y desapareció corriendo carretera adentro. Se la tragó la noche, dice y luego nos ilustra: porque la carretera es el esófago de la noche. O nos habla de un líder del sindicato de estibadores del puerto de Nueva York que se abalanzó sobre él empuñando un cuchillo de carnicero. ¿Y qué hiciste Leo? ¿Cómo te defendiste? Pero Leo nunca responde a nuestras preguntas. En cambio salta de una historia a otra. Salta, por ejemplo, de la historia de un misionero mexicano que tatuaba adolescentes pobres en la frontera de San Isidro (los adolescentes pedían calaveras, incomprensibles símbolos góticos, revólveres ensangrentados, y el misionero les decía que cerraran los ojos y en cambio les tatuaba crucifijos, leyendas bíblicas, rosarios) a la historia de un rastro en Hanford, California, en donde además de matar a las reses a balazos, una muchacha salvadoreña les chupaba la verga a los capataces para que no la denunciaran con la migra. ***

Había muerto el conquistador, el adelantado, el rubio Tonatiuh, el hombre-sol torturador de indios detrás de cuyos talones se abren zanjas en la tierra, se producen masacres y traiciones. ¿Lo mataron los hombres? No. ¿Lo mataron en venganza los hijos de sus víctimas? Tampoco. Murió en combate, eso sí, pero no asediado por las lanzas de los chichimecas sino arrollado por el caballo de uno de sus propios hombres, un soldado imbécil que no sabía cabalgar. El profesor de historia piensa y luego dice: Fíjense cómo interviene la suerte, y en el mismo instante se avergüenza de lo dicho, incluso de lo pensado. ¿Qué dirían sus materialistas colegas si lo escucharan? ¿Qué dirían en el departamento de Historia? Algunas semanas después Doña Beatriz de la Cueva recibió la noticia de la muerte de su marido. Enviudó, la pobre, la desdichada, la sinventura, apenas un año después de haber sustituido a su hermana como mujer del Adelantado. Entonces se encerró a llorar. Los criados de la casona de piedra escuchaban su llanto día y noche, sus gimoteos infantiles cuando caía el sol, sus alaridos al amanecer. Y mientras ella lloraba, afuera, detrás de los poderosos muros de su casa, comenzó a llover ***

Piensa: qué fácil es producir un ser humano, casi tan fácil como matarlo. Si no fuera porque hace un año a su esposa le removieron la matriz en el hospital del seguro social, ese escupitajo blanco, autómata, zombi, nacido de la frustración o del aburrimiento o del miedo, que anoche le dejó ir adentro, habría bastado 44

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para engendrar un nuevo hijo. Con todo lo que la existencia de un solo ser humano implica, ¿no debería la naturaleza exigir un protocolo mayor, un procedimiento más imbricado para producirlo? Piensa: qué iba a saber la naturaleza, para ella éramos solo una especie más luchando por la supervivencia. Cómo podía la naturaleza anticipar que esos monos que comenzaban a bajar de los árboles acabarían convertidos en esto. Piensa: o quizá el que sea tan fácil que un ser humano aparezca sobre la tierra, quizá el hecho de que la naturaleza exija tan poco para propiciar su existencia, y quizá también el hecho de que sea tan fácil morir, desaparecer, dejar de respirar, no sea más que un recordatorio de nuestra futilidad. Bien visto, todos los argumentos que hemos esgrimido en favor de nuestra permanencia, como individuos y como especie, solo existen en el fantasioso interior de las paredes cóncavas de nuestras cabezas. ¿O acaso nos ven las moscas, las larvas, las jirafas, nuestras propias esclavizadas mascotas, y exclaman: oh el hombre, oh la civilización, oh la cultura, oh la tecnología? Piensa: cómo puedo yo, este cobarde, vacilante cuerpo lleno de dudas y de miedo, encabezar la evolución, ser el último eslabón ¿de qué cadena de accidentes y despropósitos? ***

Habla primero de un sótano, de una habitación de paredes crudas que hay en ese sótano. Separados por una mesa, el Capitán está sentado delante de un hombre o, más bien, de la silueta de un hombre cuyo rostro se ilumina (se ilumina el bigote blanco, los anteojos) cada vez que se acerca el cigarrillo a la boca para chuparlo con ansiedad. Son largos los silencios entre una frase y la siguiente. Las palabras salen de la boca del hombre de bigote blanco al mismo tiempo que el humo. Su manera de hablar es confusa. Apenas conoce el español. Se nota que se esfuerza por darse a entender. Se nota que tal esfuerzo lo incomoda, lo pone de mal humor, y cada tanto voltea hacia otro hombre, otra silueta, parada detrás de él, que sí habla español y cuyo acento es familiar, para pedirle que le traduzca, por ejemplo, la palabra infiltration. Infiltración, responde el que está de pie. ¿Just like that?, dice el de bigote blanco. ¿Y de qué habla el hombre de bigote blanco? Habla del Comunismo Internacional. Que el Comunismo Internacional esto, que el Comunismo Internacional lo otro, pero el Capitán, que entonces todavía no es Capitán sino Subteniente y que recién acaba de recibir el curso Kaibil, no le presta atención. Ante su incapacidad de seguirle el hilo, decide ponerse a pensar en otra cosa. Son solo palabras sueltas lo que escucha, frases, expresiones, nombres que ha escuchado hasta el cansancio: subversión, libro rojo, perro soviético, Fidel Castro, rata bolchevique, terrorismo. ¡El terror, dice el hombre soltando una bola de humo, es el arma! El terror es el arma, repite el que está de pie. No, rectifica el del bigote blanco, el terror no es el arma. El terror es el balón sobrevolando las ciento veinte yardas del… ¿cómo se dice the football field?

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Exiliada en Netflix y HBO, prefiere escribir con sus remordimientos a la mano. Su obra pretende construir un catรกlogo de distancias y monstruos sutiles

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Enza García Arreaza Venezuela, 1987 Nací en Puerto la Cruz, Venezuela, en 1987, año del conejo y de Joseph Brodsky. No he superado que me robaran mi telescopio a los doce años. Fui muy infeliz durante la educación básica porque no era bonita y quería libros, cosas que al parecer enfadaban a todo el mundo. Entre ingerir demasiado alprazolam y ganar un concurso de cuentos en España (VII Premio Literario Cuento contigo, Casa de América, 2004) logré que mis viejos me dejaran en paz: estudié lo que quise (Filosofía, UCV), obtuve otras distinciones (V Concurso para Autores Inéditos, Monte Ávila Editores, 2007; III Premio Nacional Universitario de Literatura, 2009), publiqué tres libros de cuentos (Cállate poco a poco, MAE, 2008; El bosque de los abedules, Equinoccio, 2010; Plegarias para un zorro, (bid&co, 2012) y uno de poesía e ilustraciones El animal intacto (Isla de Libros, 2015). Me he dedicado a escribir reportajes sobre la vida en mi país y a comparecer en antologías de diversas índoles. A través de Skype dicto un taller personalizado de «escritura creativa», aunque nunca me he sentido a gusto con esa expresión. Mi próximo libro tiene por título El genio del tiempo, pero uno siempre está a tiempo de cambiar de parecer. En mi blog alojado en Tumblr, ¡No limpies la ceniza!, hablo sobre libros, películas, recuerdos de infancia y decepciones políticas. Odio encontrarme en la necesidad de cobrarle la plata a mis editores, pero suele ser necesario tomar la iniciativa porque es de usanza cotidiana que todo el mundo espere que trabajes gratuitamente. Mi gato se llama Orhan (Pamuk) y es un gato feliz. Con la llegada de mi tercera década he dejado de esperar que la gente me quiera porque escribo, lo cual, sin duda, ha sido liberador. De modo que si sigo escribiendo es para convencerme a mí misma de que no es tan malo estar solo. También trabajo para ganarle al país, que a menudo amenaza con matarnos. Pueden encontrarme como @enzagarcia en Instagram y Twitter.

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Fragmento de “Vistiendo a Matías” García Arreaza, Enza. Plegarias para un zorro Venezuela: bid&co editor, 2012

Los ratones nacen blancos y ciegos; luego el Señor los convierte en una plaga que nos quita la dignidad, se cagan por todas partes, se comen los bordes de los libros y los restos de pan. Por eso el tiempo de Dios es perfecto, pero es difícil entenderlo cuando la víctima es carne de nuestra carne. Estoy en la puerta de mi casa pensando en estas cosas, mientras los vecinos pasan y discuten sobre un viernes que nos sumió en la alta penuria. Dicen que Luis Herrera es inocente, que los chocolaticos canadienses tienen la culpa de haberle tapado el sistema cerebro-excrementicio. Pero ahora creo, y eso que soy un viejo ecuánime, que a veces el tiempo de Dios no es más que la máscara anciana y tribal de un locutor de las tinieblas: mi señora ya no es aquella carajita y ahora ha enloquecido. Muy pronto uno se acostumbra a sentir pena por las mujeres inmediatas: la madre mártir que vela por el destino o las hermanas mustias que alguien no quiso quedarse. Incluso podemos compadecernos de las hembras que uno mismo se merendó sin ponerse ceremonioso en las tardes calurosas. Entonces las mujeres se convierten en fantasmas iracundos, devoradoras de cunas y sus confortables adyacencias, abrelatas, basiliscos, quemarropa premeditada. Lo que no sabemos a ciencia cierta es si también es culpa nuestra que Dios no haya escuchado los ruegos de una nación. Pero con mi mujer era diferente; yo sentía mío como nada su cuerpo y sus circunstancias, y aquí eran dos las estocadas unánimes: una sangraba por fuera con precisión escandalosa, la otra se dedicaba a llover por dentro. Aquello era demasiado para una criatura doméstica porque sangre y lluvia siempre son amenazas para la guarida. En general, esta mañana en sepia no es para confiarse: las cosas quieren verse más antiguas de lo que son en realidad, y eso es como cuando algo diferente logra ponerse en el lugar de nuestro buen Señor. Miren que si el paganismo fuera todavía una cosa seria no tendríamos reparo ni templanza, y un viernes negro o morado sería lo menos alarmante. Desde de que nos dieron la noticia supe que nuestros puertos serían arrasados. Los de ella, en realidad. No acostumbro asentarme cerca del agua. Aunque el mar no es agua en el sentido estricto: no es agua lo que no quita la sed. Yo llegué tarde a su vida, mientras que un zorro se tragó la estrella para que este niño llegara más tarde que el resto de las cosas. Ella también había dejado de ser una niña y yo, por puro cansancio, me había acostumbrado al mar. Su cuerpo no aguantaría semejante clamor. La vida de las mariposas es tan breve. Pero era imposible deshacer el mandado. Cuando nos enteramos del embarazo era tarde. Hubiésemos tenido que sacarlo por pedacitos y él o ella no hubiera podido gritar. Ha de ser terrible, me lo digo esta mañana en sepia mientras me preparo para lo inevitable: te arrancan un pie, la pierna, las vísceras, y no puedes decir nada al respecto, ni siquiera sabes que te están dando santa muerte. Por eso decidimos jugar la partida contra todo pronóstico. 48

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Conocí a su madre hace treinta años en Caicara de Maturín, un 28 de diciembre durante las Fiestas del Mono. Venía de hacer un mal despacho con los ganaderos del lugar y también venía de enterrar a mi padre. Estaba cansado y quería olvidar lo inconmensurables que son los designios del Señor; necesitaba echarme unos palos de aguardiente, jugar una partida de truco o poner a una carajita a berrear en un cuarto mortecino y perderme en la acidez de sus membranas: jurar que la vida seguiría como siempre. Pero cuando llegué a la plaza me quedé tieso ante la aparición. Era una niña que todavía conservaba la pureza de nuestras pequeñas ciudades, pero debí saber que nada bueno vendría de una mujer conocida el Día de los Inocentes. Estaba en el centro del desfile. Me explico: un hombre se disfraza de mono y baila acalorado, mientras la gente se arremolina imitando la cola del animal. Ella estaba ahí, y al caer embestida por la fuerza del jolgorio, no pude evitar rescatarla. Solo era un juego que quería jugar. Pero no pude contenerme. Se trataba de una niña con el pelo largo y un vestido que exhibía sus hombros: de madre canaria, y con la correspondiente dosis indígena que la dotaba de una menudencia apetecible. La policía del Estado nos vigilaba pero todos queríamos celebrar el fin de año tranquilamente, acaso considerar que el tiempo de Dios era perfecto con solo creer, a pesar de que por una falla de origen, la mitad de las cosas que creíamos nunca urdían del todo la realidad. Yo era un hombre fuerte y podía ofrecerle cuanto pidiera: tenía una casa donde la luz entraba como potra hereje. Tenía para comprarle vestidos y zapatos. Podía educarla, ponerle la mantilla de las damas que nunca han jugado en el charco después de la garúa. Eran tiempos difíciles. El padre de Amalia era enemigo de Estrada. Eso no tenía claroscuros: al hombre se lo llevaron una noche y lo mandaron a Guasina. Amalia era la más joven. Ahora sus hermanas han muerto y ella está sola, llorando en una esquina del cuarto mientras las criadas la consuelan. Pasaron demasiadas noches antes de que pudiera darme un heredero: rituales indebidos, pócimas y oraciones, aunque no había por qué engañarse. El tiempo de Dios es perfecto en esa esfera de agua dibujada en la palma de Su mano; pero nuestro tiempo, frente al llanto de una mujer o la imagen de nuestro árbol preferido solo es un plagio de la realeza perdida. Estrada El Chacal se llevó al padre que pudo evitarlo. Tal vez no. Yo tenía tierras y podía comprarle vestidos. Yo era fuerte. ¿Cómo iban a negármela? Pude ser patrón de cualquier mujer de Caicara: parirme un hijo hubiera sido un privilegio. Pero Amalia se me metió por dentro y me llevó al mar. No confíes en la hembra del mar, dijo mi padre alguna vez. Él había perdido la cabeza por las mujeres que se iban a refrescar en la bahía de Pozuelos, y de niño, una vez en Ballycastle, durante la peor temporada de pesca, había perdido la razón bajo las mesas de una pulpería: las mujeres del lugar reposaban la timidez veraniega con níveas faldas y hedores que se enclavarían en su espíritu para siempre. Eran mujeres bruñidas con tetas generosas y rendijas acarameladas. Se les podía chupar y apretar a gusto: buenas bestias domesticadas, solo gemían como animales iracundos si lo pedías con un por favor. Ochenteros 49 O ch e n ter os


¿Con qué nos va a salir este narrador? Aunque posee una voz muy personal, de un libro a otro parece abandonar una crisálida y volar como un animal inesperado ©Agustín García 50

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Damián González Bertolino Uruguay, 1980 Nací en 1980, en un barrio del balneario Punta del Este. Esto ocurrió en el único barrio pobre del lugar, así que me la paso desmintiendo que soy millonario. Esa es una de tantas extrañezas en mi vida. Desde muy niño sentí una pasión especial por las palabras, así, sueltas, revoloteando en las frases ajenas como si fueran historias en sí mismas. De ahí a escribir y leer hubo poco trecho, sobre todo porque el asma que padecí desde niño me confinó en aquellos largos inviernos entre bosques de pinos y eucaliptos. Y ya por esas épocas pensaba que mi destino estaba en publicar libros. Pero nunca fui un ratón de biblioteca. Mi infancia y adolescencia fueron una sucesión de mutuas palizas con mis vecinos, partidos de futbol callejeros, conversaciones con delincuentes, paseos solitarios entre los árboles o la playa, crisis interminables de asma y lecturas furtivas cuando mis padres me obligaban a hacer las tareas. Además, como del otro lado de la calle había un club de golf, también frecuenté el mundo de los ricos trabajando desde pequeño como recolector de pelotitas, cuidacoches y, ocasionalmente, caddie. Fue yendo y viniendo por esa calle que me llené de historias de uno y otro lado de la vida. En 2009 gané con mi primer libro de relatos, El increíble Springer, uno de los certámenes de narrativa más importantes de Uruguay. Tuve la suerte de que a los lectores también les gustara y mi vida comenzó a cambiar, tal como se lo imaginó aquel niño que fui. A ese libro le siguieron dos novelas: El fondo (2013) y Los trabajos del amor (2015). Además, tengo en preparación otros libros, entre ellos un par de novelas y una serie de memorias bajo el título Los pasatiempos melancólicos, cuya primera entrega, que espero terminar pronto, se llama El origen de las palabras. Vivo en la casa de siempre, aunque mis padres y mis hermanos se han mudado, casi todos al extranjero. Entre semana trabajo como profesor de literatura para muchachos de 16 años y los sábados, sin falta, juego al futbol en un equipo amateur como delantero. Mis fracasos goleadores hacen que cada sábado a la noche, con la autoestima en ruinas, me hunda en la literatura como si se tratara de un sueño.

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Fragmento de El increíble Springer

González Bertolino, Damián. El increíble Springer Uruguay: Estuario Editora, 2014

Ferreira... El tema era con él. Era nuevo en la escuela. El padre había llegado de Montevideo y había colocado un puesto de alquiler de bicicletas con taller mecánico en uno de los caminos que salían a Maldonado. El primer verano hizo bastante dinero y se compró una moto BMW de segunda mano en la que iba a buscar a su hijo a la salida de la escuela. Al principio aquello era todo un acontecimiento. Muchos no regresaban a sus casas hasta que a Ferreira no lo iba a levantar el padre. Del lado del puerto se escuchaba una serie de explosiones concertadas y entonces veíamos al hombre trepando el repecho en la moto. Era una cosa extraña, un montón de carne que se desparramaba a ambos lados del tanque, unas antiparras gigantescas sobre una pañoleta interminable que rodeaba el cuello y casi toda la cara del hombre. Apenas escuchaba el ruido del motor, su hijo se alejaba del portón en donde se quedaba apoyado sin hablar con nadie y cruzaba la vereda observando un poco hacia arriba, como si las miradas de los demás se le fueran a pegar en las mejillas y él tuviera que dejar la cabeza así de empinada para que pudieran resbalar y caerse a la calle antes de que él se subiera. En el encuentro del padre y el hijo se producía un fenómeno más extraño aun. El hombre sacudía los brazos y se enderezaba en el asiento como si aquello fuera una ceremonia. Eran dos seres idénticos. Quizás el hijo fuera un poco menos gordo en proporción, pero sus ojos verdes y ensombrecidos parecían haber sido fabricados en el mismo taller clandestino que los de su padre. En cierto modo, cuando el hombre adoptaba esa pose ceremoniosa en el punto en que su hijo se acomodaba en la parte trasera, parecía que estuviera recuperando una parte de sí mismo que había dejado prestada en la escuela vaya uno a saber por qué motivos. Con los días, muchos se sintieron intrigados por Ferreira y se hicieron sus amigos; otros, sin embargo, entre los que estábamos Springer y yo, no teníamos ningún sentimiento por él que no fuera el asco. Se decían muchas cosas sobre Ferreira y su hijo. Unos decían que el hombre había salido hacía poco tiempo de una cárcel en Montevideo por haber asesinado a su mujer después de encontrarla en la cama con otro tipo. Pero para otros la mujer había sido obligada a suicidarse. Lo cierto era que el niño casi no se había criado con él, y que de un tiempo a esa parte, hasta que su padre regresó a la vida pública, había sido cuidado en un hogar especial. Eso quizás explicaba por qué aparecieron de la nada un verano y trataron, sobre todo el padre, de hacerse conocidos en la zona: tal vez una forma de que todos se concentraran en el presente. Si alguien le pedía un favor a Ferreira, aunque fuera de madrugada y bajo una tormenta espantosa, allá iba él con la misma tranquilidad que tenía en la mañana al levantarse de la cama. Cuando le agradecían el favor, sonreía entornando los ojos, como si todo se tratara de una broma que en ese instante se dispusiera a explicar. Eso era una cosa que a muchos no les gustaba, directamente. 52

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Ferreira, el hijo, era un año más grande que nosotros, y estaba en sexto. Mientras yo me recuperaba de la infección en mi cama, le hizo la vida imposible a Gastón en cada recreo, día tras día. Gastón nunca podría haberse defendido. Me imagino a Ferreira tensando sus músculos para aprontarse a pelear, y a Gastón encogiéndose de hombros como si pudiera esconder su cabeza allí y desaparecer del todo. Cada vez, para librarlo de una paliza, Ferreira le exigía algo de plata, cualquier moneda que llevara en el pantalón. Hasta que una tarde Gastón se dio cuenta de que no tenía nada y Ferreira no le creyó. Los amigos de Ferreria, en realidad cuatro o cinco desgraciados que querían un día remoto ser llevados en la BMW, hicieron un círculo dejando en el centro a su líder y a mi amigo. Fue una trompada sola, quizás más suave de lo que Ferreira habría podido darla, pero suficiente para que Gastón cayera de espaldas y se cortara además el cuero cabelludo. Al parecer, al otro día Springer y su mujer creyeron la versión de la maestra. Gastón corría por el patio, tropezó con Ferreira y cayó. Y Gastón no se animó a contradecir eso. Pero yo le conté a mi padre lo que de verdad había pasado. Primero se rió y sacudió la cabeza con el mismo gesto de siempre que tenía para las cosas que a él no le parecían del todo importantes o peligrosas. -Lo que tienen que hacer -dijo después -es agarrar al gordito ese y llevarlo a un monte... donde no haya nadie, nadie... Ahí no se va a hacer más el guapo porque no va a tener quien lo mire. Te le plantás de frente y le vas de hombre a hombre, uno contra uno... Seguro que se caga todo. Esas palabras me pusieron eufórico. En la escuela, el lunes siguiente, luego de que la maestra y mis compañeros me dieran la bienvenida, y mientras hacíamos un ejercicio, arranqué una hoja del cuaderno sin hacer ruido y anoté con letras grandes: HACETE EL MACHO CONMIGO AHORA, GORDO CAGÓN. TE ESPERO EN EL BALDÍO LA PASTORA. Cuando llegó la hora del recreo llamé a una compañera que era hermana de uno de los amigos de Ferreira y le entregué el papel. -Decile que se lo dé al gordo... La niña corrió y a los dos o tres minutos volvió con otro papel, que decía: BAS ABER PUTO. Lo juro. Y así fueron las cosas. Un par de horas después salíamos de la escuela y caminábamos hasta el baldío de La Pastora, muy cerca de la cancha de fútbol. De un lado estábamos solamente Gastón y yo. Del otro lado estaban Ferreira, el hermano de mi compañera y tres más. Había otros niños y niñas, pero estaban parados a la distancia, como si no se decidieran a seguir de largo, avisar a algún mayor o meterse en el lío.

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“Cantar al amor ya no bastará” (Eros Ramazzotti)

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Camila Gutiérrez Chile, 1985 Ya no sé si alguien se acuerda de esto, pero hace como cien años atrás -cuando todavía ni existía Facebook- había algo que se llama Fotolog. Yo tuve uno. Lo abrí porque andaba enamorada de la ex de mi ex, y necesitaba que supiera que yo existía con la misma presencia que ella tenía en mí. En Fotolog partí escribiendo relatos autobiográficos sobre mi infanciaadolescencia en una familia súper evangélica y estricta, en la que estaba obligada a entender el mundo tal como me lo imponían: lectura literal de la Biblia, un millón de prohibiciones y una sola forma de hacer las cosas bien. Empezar a escribir, entonces, se volvió en una forma de separarme de la obligación, de poder nombrar por primera vez el mundo a mi manera, de vengarme un poco. De pronto -y uso la frase de pronto porque fue así de inesperado- una directora de cine me ofreció ser la coguionista de una película basada en esos textos que eran mi vida. Joven y alocada se estrenó en Sundance, en 2012, y ganó el premio a mejor guión. Un año después publiqué bajo el sello Random House un libro autobiográfico con el mismo nombre. Tal como me pasó con la película, un montón de gente empezó a escribirme para contarme que se sentían identificados con esa historia de asfixia adolescente por la religión. Irma Palma, una socióloga chilena que creció en una familia como la mía, dice que cuando era chica y se miraba al espejo lo que veía era a una niña evangélica. Mucho tiempo me sentí igual. Primero viendo a una niña evangélica y luego a una no-tan-niña ex evangélica. Pero en esos días de pospelícula y libro, empecé a sentirme otra. Ya no sabía qué veía en el espejo ni quería escribir por venganza, y tampoco por liberación. En vez de interesarme por el fracaso de las relaciones impuestas (las familiares) empecé a interesarme por el desmoronamiento de las relaciones que yo misma había escogido, las de pareja. Así llegué a mi segundo libro, No te ama, también publicado por Random House. Igual que Joven y alocada, fue un libro éxito de ventas en Chile. A diferencia de él, esta vez sus lectores se reconocían mucho menos. Y ese proceso me dio una alegría rara: yo misma quería poder desconocerme. Ahora escribo un tercer libro, posapocalíptico, menos directamente autobiográfico, pero en el que el Evangelio y el amor -sobre todo el amor- siguen siendo cruciales.

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Fragmento de No te ama Gutiérrez, Camila. No te ama Chile: Plaza & Janés, 2015

El amor quita tiempo. Sin ella voy a ser mejor persona. Voy a aprender inglés y voy a ver series. Voy a aprender a tejer y a patinar en cuatro rueditas. Voy a estar sola un rato. No voy a ir donde Bolivia altiro; hay que sufrir por Vietnam primero. La última vez que tengo alguna determinación es a los siete años. Me gusta jugar al Pueblo de Hormigas. El Pueblo no tiene colegio, universidades, policía o bomberos. Solo hay un cementerio y un hospital. Yo aplasto a las hormigas preocupándome de no matarlas. Si no se curan en el hospital, van al cementerio. Me pongo contenta cuando se mejoran, pero no me conmuevo cuando se mueren. Son días buenos. Nos vamos de vacaciones al campo. Mis papás, mi hermana y yo. En la casa hay un estante con libros. Entre los libros, el de los Récords Guinnes. Y ahí, Charles Osborne, un gringo que tuvo hipo sesenta y ocho años. La primera vez que le dio, fue al levantar un chancho para sacrificarlo. Vuelvo del campo y sigo hiriendo hormigas. No sé cuántas semanas después pasa lo que tiene que pasar. Me da hipo. Pienso que es por jugar al Pueblo. Y que lo tendré por sesenta y ocho años. Le digo al Señor quítame el hipo y nunca más dañaré a ni una sola hormiga. También aguanto la respiración y tomo agua al revés. El hipo se me pasa cuando dejo de pensar en él. Entonces vienen los tiempos terribles, la vida sin hormigas, el esfuerzo inmenso por no salir al patio a jugar y quedarme dibujando en mi pieza. Son trece días. Primero tímida, vuelvo al Pueblo. Luego, chillando de contenta. Ahora trece días son la eternidad. No puedo persistir si no hay pánico. Empiezo a dormir con Bolivia apenas después de terminar con Vietnam. Toco el timbre, mochila puesta. Primero, aparece un falso siamés con los cocos de gato más enormes y negros que he visto. Luego, Bolivia con una honda intentando achuntarle al falso siamés que esquiva las piedras como si nada. Bolivia mira mi mochila y le da risa. Tomamos vino, culiamos en el piso, al lado de la estufa a parafina, y el falso siamés rasguña la puerta. Así pasan los días. En una guerrita. Bolivia toma la honda, se esconde, tira la piedra, y no es que tenga mala puntería. El gato es topoderoso. Yo me resigno. Creo que es sábado. O hay sensación de sábado, de tiempo por delante. Llueve más que la chucha y un arbolito del patio tiembla. El falso siamés está trepando, bambolea sus cocos universales. Pero Bolivia no va a aparecer con su honda a tirarle una piedra. Llora en el living. Lo escucho desde acá. Respira profundo, se traga el llanto y llama a sus papás por Skype, viven en Paraguay, voy a imaginármelos, y también a su casa y al barrio, y tal vez a Asunción entera, pero la voz de Bolivia me interrumpe. 56

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Les dice: Terminé con Ella, o ya no estoy más con Ella, o se acabaron las cosas con Ella. Su mamá contesta: Ai, hijo. De Ella quedan hartas cosas en la casa de Bolivia. Calzones, un abrigo con chiporro, unos aros jipis, una foto suya puesta con un imán con forma de durazno en el refrigerador. Tiene la guata plana, los muslos grandes, el pelo casi negro y es bajita igual que yo; con los dientes un poco chuecos, igual que yo. Creo que es linda. Bolivia corta la llamada y vuelve a llorar. Los días pasan así. Él recuperándose de Ella. Yo pensando en Vietnam. O pensando: fueron buenos los días en que le puse el gorro a Vietnam con Bolivia. No es que fuesen buenos como las cosas de verdad buenas (levantarte temprano/no querer ir a trabajar/descubrir que es feriado), pero fueron mejores. Al menos podía portarme miserable y la vida funcionaba. Los dos me querían y yo los quería. Me gustaba que Vietnam fuese grande y que Bolivia, miniatura. Que él hablara un montón y ella muy poquito. Que Vietnam tuviese una idea ortodoxa de lo que debe ser el desayuno y que él comiera pan con huevo y palta, mezclados, pebre y mayonesa, y hasta lentejas. Que los dos bailaran mal. Que a los dos les gustara tanto el ají. Me gustaba no escoger. Culiar con ella (que no ronca) en la noche. Culiar, en el día, con él. Pero era una felicidad intraspasable. Vietnam me ahorcaría con furia oriental si hubiese sabido. Una felicidad insostenible. Le habría dolido, a ella. Me habría dolido a mí que me lo hiciera. Repito la frase. Me habría dolido a mí que me lo hiciera. La pienso un poco mejor: lo que de verdad me dolería es que Bolivia me mintiera un día. Esto debe ser el fin. Vietnam ya no me da ni celos. Y eso que yo soy monstruosa. Son raros, estos días. Aunque mejores que tener hipo durante sesenta y ocho años. Bolivia llora, el falso siamés trae palomas al living y yo ya no puedo ni pajearme. En eso sí soy fiel. Tengo que masturbarme pensando en Vietnam, aunque ya no estemos juntas. Me pongo boca abajo, pero la imagen me interrumpe: ella haciéndose un té, ella poniendo un individual en la mesa del comedor, ella comiendo sola; y yo, entonces, acá, bien triste y caliente.

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A sus treinta y tres aĂąos, ya escribiĂł dos autobiografĂ­as y va por la tercera. Su vida y sus libros ya son una sola cosa

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Mauro Libertella Argentina, 1983 Nací en México en 1983 porque mis padres estaban exiliados y cuando cumplí un año volvimos a Buenos Aires, donde viví toda mi vida. Mi educación formal aconteció en colegios privados de la Argentina de los años noventa, lo que me ofreció una perspectiva en plano americano de un país que se transformaba para siempre. Quise ser abogado porque mi abuelo lo era y porque me gustaba la idea de llevar siempre papeles encima y parecer apurado, pero cuando entré a la Universidad de Derecho no tuve el deseo ni la predisposición para seguir por ese camino. Me pasé a Filosofía y volví a fracasar. Finalmente probé mi vocación en la carrera de Letras y ahora sí: me convertí, felizmente, en licenciado. Paralelamente empecé a escribir para algunos periódicos y revistas argentinas, cultivando eso que hemos acordado en llamar “periodismo narrativo” y que no es más que escribir sobre las cosas que nos gustan –libros, películas, discos. En agosto del año 2006 murió mi padre y pensé entonces que quería escribir algo sobre eso, sobre todo eso: su muerte, nuestra relación, él, yo. Lo hice recién cuatro años después y el resultado es mi primer libro, que se titula Mi libro enterrado. Se publicó en 2013 y, como dijo alguien alguna vez, es posible que en las lineas del primer libro esté todo lo que vamos a escribir después, durante toda la vida. Quién sabe. Dos años después publiqué un segundo libro, El invierno con mi generación, que es una novela sobre los años de formación de un grupo de amigos, de mis amigos del colegio, de los 16 a los 23 años en la Buenos Aires del cambio de siglo. Son dos libros que se pueden leer como “autobiográficos”, pero me gusta pensar que son en realidad relatos sobre temas mas grandes, mucho mas grandes que mi propia experiencia: el duelo y la amistad, por ejemplo; o la herencia y la educación cultural. Uso algunas anécdotas de mi propia vida porque las conozco bien y he pensado en ellas y porque escribiéndolas las vuelvo a pensar, las invierto, las clausuro. En 2015 publiqué también un libro de conversaciones con 18 narradores y narradoras de América Latina. Es un mapa que no se ve: el de un continente que comparte una misma lengua y que está escribiendo una literatura fuerte y clara. Eso es, por ahora, lo que puedo decir. O ch e n ter os

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Fragmento de Mi libro enterrado Libertella, Mauro. Mi libro enterrado Argentina: Mansalva, 2014

Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un instante al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas. Con mi tío y mi hermana le dábamos de tomar un líquido medicinal, hecho para suplir las proteínas de lo que hacía días ya no podía comer. La escena era terrible, porque el deterioro físico se imponía con toda su visualidad; estaba muy flaco, postrado, y tenía la mirada perdida. Y sin embargo, lo recuerdo todo con levedad y ternura, sin estridencias. Tomaba tragos cortos de un vaso de vidrio que nosotros inclinábamos en su boca: era un autómata en su último gesto de supervivencia. Tomá un poco más, tomá un poco más, le pedíamos nosotros, obstinados, repitiéndolo como una plegaria. El último trago le cortó al fin la respiración, que era ya un hilo tenue y frágil. Así lo vi morir, con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos cerrados. Supongo que fue una linda forma de morir, entre sus libros y en su propia casa, donde en sus últimos años ya había estado muriéndose de a poco. ***

La enfermedad que lo terminó de matar actuó con velocidad. Había pasado un mes y medio, dos meses desde la primera internación hasta ese mediodía de octubre. Me acuerdo llegando al hospital, una mañana de invierno, y perdiéndome por los pasillos hasta dar con la sala de guardia. Le habían asignado la última cama, contra la ventana, y él esperaba sentado, vestido, mirando a la calle, con el bolso a sus pies. Esa mañana se había despertado con dolores, armó el bolso y se fue en colectivo al hospital. Me llamó desde un teléfono público cuando le sugirieron, con palabras poco exactas pero enfáticas, que se tendría que quedar unos días para estudiar bien lo que pasaba. Cuando lo vi desde lejos, al fondo de ese gran salón con camas, me pareció un inmigrante que llegaba con su bolso de la vieja Europa. Había algo anacrónico en su ropa y su cara había envejecido con una rapidez llamativa. Era un hombre fuerte, autosuficiente, pero era también un hombre solo en una cama mirando por una ventana. Nos abrazamos, charlamos un rato, y se impuso como siempre un clima signado por el humor y los juegos retóricos. No sabía lo que tenía, no le habían dicho nada. Con la excusa de alguna llamada, lo dejé un rato recostado y me fui a buscar un médico. Por el modo en el que uno de ellos me saludó cuando le dije que era el hijo del paciente de la última cama, sospeché que las cosas andaban mal. Era joven, alto, de barba vagamente salvaje y semblante curtido por las horas tenebrosas de la trasnoche hospitalaria; se notaba que estaba nervioso. Habló muy rápido, una o dos veces me tocó el hombro 60

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y no fue demasiado sutil. Me dijo que no sabían “a ciencia cierta” cuál era el cuadro, que sería muy apresurado de su parte esgrimir algún diagnóstico sin estar respaldado por garantías o certezas, pero que tenía agua en los pulmones y que eso casi siempre es un signo de cáncer. Sobrevino un silencio horrible, densísimo, y cuando yo me estaba empezando a derrumbar y el joven doctor tenía que sacarme a flote, dijo las cosas como eran: “no hicimos las pruebas, pero ya te puedo decir que está avanzado”. ¿Cómo volver después de eso a la cama de mi padre y reincorporarme a la lógica del buen humor? Fui al baño, descargué un llanto en ráfagas cortas, me lavé la cara y atravesé de nuevo el largo pasillo hasta donde él me esperaba. Me preguntó qué había hecho y le devolví una respuesta esquiva, probablemente inverosímil. Cuando lo noté cansado le dije que durmiera un poco, que ahí lo iban a cuidar, y aproveché para irme. Quizás se dio cuenta de que yo ya sabía lo que tenía y prefirió no increparme por cortesía. No lo sé. Lo cierto es que salí a la calle embotado, me subí a un colectivo y me senté en el asiento del fondo. Me lo imaginé a él durmiendo en una de esas camas perdidas del hospital, y en ese momento me di cuenta de que mi viejo se iba a morir. ***

Por momentos todavía siento que el apellido no me pertenece. Me veo a veces como un extranjero, un usurpador en esas diez letras latinas. Alguna vez él dijo: “Etimológicamente, Libertella quiere decir libro para la tierra. Ese es el libro que riego todos los días”. Cuando alguien me dice “che, Libertella”, me parece que le están hablando a mi viejo o, más precisamente, que me están hablando de él. Si bien no es un apellido excéntrico, tampoco es común. Para mí, el sonido del apellido está cristalizado en la vida social de mi padre, y me cuesta despegarlo de ahí. Él siempre jugó con la idea de indagar con seriedad en el origen genealógico de la familia, pero se terminaba quedando en algo que lo seducía más: los juegos de palabras, el nombre como palabra pura. En ese sentido, el linaje fue siempre para él una construcción, una pura invención. Decía que cuando murió su abuelo, leyó que en la necrológica del diario figuraba con dos nombres, uno entre corchetes: “Aquilio [Egidio] Libertella”. Para ese chico de nueve años, la ambigüedad fue explosiva. Trató de investigar la naturaleza de ese corchete, pero fracasó. Creo que entendió, entonces, que ese vacío en la identidad de la genealogía era una habilitación para especular literariamente con el origen. Le gustaba decir que en algún momento jugó con la idea neobarroca de la ausencia de origen. Es el concepto borgeano de que la ausencia de tradición nos habilita a todo en vez de coartarnos. Quizás con esas teorías un poco alocadas mi padre me estaba diciendo que él jugaba con el apellido a su modo, pero que no fosilizaba los resultados de ese juego. Desde su muerte, entonces, el apellido Libertella vuelve a cero. Yo tendré que encontrar el modo de inventarle de nuevo un origen, un relato, para así regar todos los días, a mi modo, el libro para la tierra.

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“Mi literatura está hecha de emociones humanas, es lo que siempre nos va a competer como especie”

©Daniel Mordzinski 62

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José Adiak Montoya Nicaragua, 1987 Nací en Managua, Nicaragua, en 1987, durante la época más cruda de la guerra de contrarrevolución que desgastaba al país, y cobraba la vida de miles de jóvenes. Del conflicto armado no tengo recuerdos, mi infancia se desarrolló en los años noventa cuando el bloqueo de Estados Unidos y la guerra misma habían cesado. Aprendí a leer y escribir a los seis años de edad, y todavía me dedico a ello. De mi infancia, más que a mis profesores, recuerdo las aventuras de Gulliver y a Robinson Crusoe, pronto quise imitar esos libros y empecé a escribir mis propias historias, así llegué a las puertas de la literatura. También quise escribir poesía, pero tuve que abandonar la odisea por falta de talento para los versos, aunque cometí la irresponsabilidad de publicar más poemas de los que debía. Me dedico de lleno a la ficción. Durante la adolescencia fui parte del grupo Literatosis, revista y colectivo ahora extinto, que representó una especie de parteaguas y germen inicial, junto con otros grupos, de la que sería llamada Generación del 2000 o Generación del Desasosiego, en Nicaragua. Además de colaboraciones en diferentes diarios y revistas he publicado dos novelas, El sótano del ángel (Océano, 2013), novela que (tengo el honor) se estudia en las universidades de mi país, y cuenta la historia de un excéntrico homicida enamorado y su obsesión por secuestrar un ángel. Un rojo aullido en el bosque (Anamá, 2015), que es una versión en clave contemporánea de un cuento medieval europeo, y un libro de cuentos, Eclipse (Instituto Nicaragüense de Cultura, 2007). He tenido la fortuna de ganar un par de premios, que me han llevado a hacer residencias literarias en México y Francia. El próximo año, una década después de mi primer libro de relatos, se publicará una nueva colección de mis cuentos. Actualmente escribo una novela que tiene más páginas de las que debería, prometo resolverlo.

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Fragmento de “La onda herida de la ciudad” Montoya, José Adiak. En el tiempo de las cenizas. Inédito

Qué infame azar es que no existan presagios para la magnitud de este acontecimiento, quisiera no hablar más, lavar todas estas heridas ahora, aunque estén abiertas, que ninguna noche ha sido más infierno que esta, ninguna otra. Y todo era paz hace minutos. Todo era un inmenso villancico de armonía, no importaba el calor que ha venido azotando el país, no, no importaba. Ahora te estoy viendo ¿sabés?, con la ligereza de tus movimientos, como caminando en una danza leve con tu camisa a rayas que tanto te gusta… que tanto te gustaba, esa que ahora mismo sólo es largos jirones de ropa inservible. Fue bueno salir a las calles hoy a respirar esta gran emoción navideña, a confundirse entre los desconocidos que atestaban las avenidas del comercio. Altas horas y aún seguían los niños cruzando las calles, persiguiendo una pelota desperdigada que segundos antes se había convertido en un gol prodigioso. Todo tiene olor a compras. Ya tus dedos no aguantaban cargar más las bolsas, el plástico y el peso te estaban cortando los dedos y vi tu cara de angustia, casi suplicando volvamos a casa que la ciudad está hecha una locura, que están celebrando aún el fin del año escolar, que las discotecas están reventando, vamos a casa que quiero acostarme y ver el techo, todo lo que quiero es ver el techo sobre mí, sentir la confortable seguridad de mis almohadas, el día ha sido largo. Volvamos pues, caminemos. Y caminamos. Llevábamos lo suficiente para la cena de Nochebuena, caminamos entre la multitud y fue allí cuando lo vimos, aquel cielo macabro teñido de rojo, nubes de sangre diluidas en agua, un cuadro de escalofrío que nadie parecía notar en medio de las enormes risas de paz. Todo el mundo reía. Había una bocanada ardiente escapándose por los poros de la tierra, un calor que nos abrazó y nos aturdió, pero todo era lucecitas minúsculas, la ciudad completa llena de luces brillantes que alumbraron el camino hasta la puerta. Pusiste las bolsas en el suelo y te costó trabajo encontrar las llaves en el bolsillo caprichoso que siempre parecía guardar miles de secretos. La casa estaba quieta, como la habíamos dejado, todo en su orden estático, todo en su lugar inmóvil, todo en orden, todo quieto muy quieto. Fue allí que escuchamos crujir el mundo, una sacudida fuerte que se unió a los bailes de celebración. Vi la mirada de terror en tus ojos y corrimos fuera de la casa, ya varios vecinos estaban en la calle, en ropa interior, descamisados, preocupados. ¿Lo sintieron? ¡Qué fuerte! ¡Qué susto! Intercambiamos palabras con todos ellos, nos tranquilizamos, pensamos positivo, ¿Qué hacer?

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Cuando volvimos a entrar y vimos todas las cosas ligeramente movidas de su sitio, como avivadas por la sacudida, tal vez nos asustamos más, ¿Qué hacer?, tender unas camas improvisadas en la sala y nos entregamos al sueño. Vos mirabas el techo tal vez, cómo saber lo que hacías en la oscuridad, querías ver el techo cerca de vos, tener la seguridad. No recuerdo más. Fue todo un relámpago repentino y a la vez un siglo perpetuo. Todo se movía. Todo era una feroz sacudida, una fuerza descomunal destruyéndolo todo. Y en un segundo dejó de temblar. La cuidad ya no estaba allí. La muerte se paseaba libre por las calles destruidas con su eco de carcajada invencible. Busqué tu mano en ese instante, no encontré nada, solo escombros, sabor a cemento pulverizado en mi boca áspera y mis ojos ciegos y aturdidos. Intenté llamarte con la garganta reseca y el cuerpo aprisionado pero sólo me contestaron los gritos fantasmagóricos y dantescos de los otros heridos, las voces moribundas que venían desde el otro lado de la ciudad. Solo vos eras silencio. Managua, que segundos antes brillaba radiante como árbol de Navidad, se quedó en una penumbra intensa, segundos después las ruinas frescas de la capital se iluminaron infernales en medio de los incendios. Lo que más recuerdo son los gritos. Gritos por todos lados, más fuertes que el estrépito del metal doblándose y rasgando contra el concreto. Todo lo recuerdo, hasta los miles de fantasmas vagando sin rumbo y desorientados porque las calles ya no existían. Todo lo recuerdo, menos a vos. Luché por zafar uno de mis brazos de mi prisión que eran las paredes derrumbadas de nuestra casa, sentía el calor del fuego vertiginoso y fulminante acercarse desde alguna parte, veloz, como burlándose de lo que aún quedaba en pie. Cuando tuve mi brazo libre lo extendí para buscarte, torpemente palpando el suelo convulsionado de vidrios y escombros, sentí un charco viscoso, tibio y abundante entre mis dedos, te llamé de nuevo y el silencio inquieto de la muerte me contestó, comprendí que era tu sangre, en medio de la oscuridad pude adivinarla oscura y silenciosa. La ciudad ya no era la misma, pasada la media noche, con una sacudida delirante, por el momento, Managua había exorcizado a sus demonios.

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Le gusta imaginar el apocalipsis y lo que sucede después. Su final imaginario favorito es el de su propio país, Chile ©Francisca Gonzáles y Carolina Ovando 66

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Francisco Ovando Chile, 1989 Nací el 31 de octubre, en el último año de los 80. De chico fantaseaba mucho, pero no fue hasta los diecinueve que pude hacerlo con más dedicación. Por entonces vivía en el sofá de unos amigos en Villa Frei, que también escribían, que también tenían trabajos mal pagados, con los que nos dábamos ánimos. Nos corregíamos los textos, nos compartíamos lecturas, nos recordábamos lo que nos parecía importante – la constancia –, y por la mañana tomábamos desayuno mirando hacia el barrio por un cuarto piso e imaginando el fin del mundo; robots gigantes, aliens montados sobre criaturas cromadas, pestes imparables que se esparcían por el aire, espíritus violentos que tomaban posesión de nuestros vecinos. He sido ayudante de pastelero, copero, garzón; trabajé editando narrativa emergente en Chile, redacté textos publicitarios, participé de y guié un par de talleres de relatos y novelas. Terminé una licenciatura en literatura hispánica en la Universidad de Chile y actualmente estudio el MFA de escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Publiqué recientemente Acerca de Suárez (Editorial Pez Espiral, 2016), una fantasía postapocalíptica situada en el desierto. Allí ensayo el escenario del fin del flujo eléctrico; a partir de eso surge una breve tragedia de equivocaciones y peleas de poder. Antes publiqué Casa volada (Editorial Cuneta, 2013), texto que contó con la suerte de obtener los premios de novela Roberto Bolaño y José Nuez Martín. Hoy espero que recrudezca el invierno y caiga la nieve en el norte. He comenzado a escribir una historia en el frío, sin demasiada claridad. En ella hay una fosa que nunca deja de crecer, una mujer cuyo nombre comienza con E y una piedra negra que altera la realidad mientras más tiempo pasas cerca de ella. Sé que hay un tren y al final de todo una trampa.

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Fragmento de Acerca de Suárez Ovando, Francisco. Acerca de Suárez Chile: Editorial Pez Espiral, 2016

JONÁS I Se le acaba el tiempo. De atrás de la casucha saca el trineo de arena que le heredó su padre y ahí acomoda al hijo, al séptimo Jonás, sobre el generador a bencina. No responde, está ido. Quizás duerme. Pesadillas, piensa, porque el crío se compunge sobre la dureza del generador. Le toca la frente: fiebre. El padre se esmera. Sabe que el camino es duro, que la arena se levanta con el viento y entra en la boca, en los pliegues del cuerpo. Sobre el bulto del trineo pone frazadas, improvisa un techito con el cuero de un cabrito de monte. Piensa que alcanzará a llegar. De aquí al pueblo que tiene posta, junto a la carretera, no más que un día. Al salir ve la luz roja deslizarse por la arena. Ve oro y sobre todo fuego. Es el sol y su ángulo, las dunas, el cristal molido que se mezcla con los granos en esta parte del desierto. El reflejo pareciera encender el espejismo y subir para desvanecerse. Piensa que él también podría desaparecer así, en el aire, si no llega pronto. Que ese sería su castigo. Pero reacciona, se consuela: ya será de noche y avanzar será más fácil, menos cansador. Se ata el trineo al pecho y a las caderas con las huinchas gruesas que ocupa para asegurarse a las torres de alta tensión y parte. El trineo se desliza sobre la arenilla y suelta un sonido seseante, persistente, que en algún punto, más adelante, confundirá con el espíritu de su hijo abandonando este mundo. A su izquierda el sol se pone. No puede mirarlo directamente: lo encandila, le deja sobre los ojos esas manchas de neón flotando a la vista. Teme tropezar, que la caída voltee el trineo y que entonces el generador le aplaste al crío. Para evitarlo mira al otro lado, a la derecha, y lo que ve ya lo ha visto antes: sus perfiles, la sombra que arroja la luz de filo casi horizontal a esa hora que se pone. Parece un gigante esmirriado, torpe por lo grande. Lo piensa porque se le hunden los pies en la arena y al sacarlos tiene que levantar las rodillas más que lo habitual. Lleva carga y anda lento. Su otro yo, oscuro, se mueve como un líquido espeso. Lo hace con demasiada facilidad, piensa, porque lo que lleva su sombra atrás no es un trineo de arena si no una montaña, una roca enorme. Sobre ellos, los gigantes de petróleo de la derecha, se tiende la sombra de los enormes cables de cobre. Tres líneas que zanjan la duna. Y cada tanto que avanza, la sombra de una torre eléctrica, larga como una cancha de fútbol, que le ofrece cierto descanso. Son los pilares de este mundo, se dice a sí mismo, como se lo había dicho su padre cuando era pequeño. 68

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Alguna vez él lo había arrastrado por esas dunas, sobre el trineo de arena, y le había enseñado las sombras con alegría para decirle: es la luz la que revela el verdadero porte de un hombre. Y él se paraba en el trineo, tratando de mantener el equilibrio, y su sombra crecía, se desproporcionaba, se alargaba, y sentía un calor dentro que lo hacía pensar que jamás crecería, que jamás tendría un hijo, que su padre nunca se cansaría de arrastrar ese trineo. Por un momento un rayo se le cuela en el ojo, y él se detiene, se refriega. En ese lapsus de ceguera el sol termina de caer, las sombras a la derecha se estiran, se hacen lanza, línea y da la idea de que en la extensión terminan colándose entre la arena. Cuando vuelve a ver, delante de sí tiene un desierto otro, purpúreo, que se apaga. Pega la oreja al trineo, escucha la respiración del hijo y sigue. * Cuando este, el sexto Jonás, aún era hijo, su padre lo levantó antes de que se viera el sol tras la duna. Le dio de comer el molido de quínoa y leche agria que se servían al despertar y le explicó: Esta pica que ves aquí es mi pica y esta de acá es mi hacha. No es el hacha ni la pica que usarás cuando me vaya. Cada Jonás antes que yo y cada Jonás que venga ha tenido y tendrá su propia pica, su propia hacha. Tu abuelo tuvo su pica y su hacha y lo enterramos junto a ellas. Con el hacha hicimos el mango de la pica, y con la pica sacamos el carbón en la cueva que está al sur de la casa. Hoy tendrás tu propia pica y tu propia hacha, y con ellas iremos a buscar carbón y madera y esa tarea será tuya, hasta que el Jonás que venga, tu hijo, tenga su propia hacha y su propia pica y la tarea sea de él. Dicho esto, su padre corrió los platos de la mesa y sobre ella dejó un saco vacío, o que parecía vacío, desinflado. Traía algo pequeño y pesado, y al dar vuelta el contenido sobre la mesa, Jonás hijo quedó frente al cabezal de su hacha y al de su pica. Dos trozos de metal que su padre había traído del caserío del embalse, como había hecho su abuelo, y el largo bucle de hombres también llamados Jonás que lo antecedieron. No relucían, como pensaba él que relucirían – como la luz eléctrica – sino los cubría una pátina opaca y negra, veteada como el mineral. Su padre las puso en sus manos: las piezas frías lo tiraban, tenían gravedad. Eso jamás se romperá.

Ochenteros 69 O ch e n ter os


Escribir le estresa, pero es lo Ăşnico que hace decentemente

ŠMauricio Ribadeneira 70

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Marcela Ribadeneira Ecuador, 1982 Soy periodista, pero nunca estudié esa carrera. Después de pasar una temporada en Israel y los territorios palestinos, y de compartir hostal con un equipo de la BBC y una gata recién parida, decidí visitar la Escuela de Comunicación de una universidad quiteña, pero hice check out antes de tener el carné estudiantil. Fui entonces a estudiar dirección cinematográfica a Roma; me había convencido de que la imagen en movimiento era el mejor vehículo narrativo. Al volver a Ecuador trabajé muy poco en cine. Entre otras cosas reseñé películas para la revista Vanguardia y fui editora de Gatopardo Ecuador. Aunque mis estadías por esos panales de cubículos fueron muy educativas, me confirmaron como freelancer incurable. Ahora colaboro con medios como The Guardian (UK), SoHo Ecuador, Ronda (España) y el Gkillcity (Ecuador). También doy talleres de apreciación de cine y tengo una pequeña agencia de contenidos. Mi primer libro de relatos, Matrioskas (Cadáver exquisito; Ecuador, 2014), fue un coqueteo con la narrativa breve, un ejercicio de exploración de personajes que están “al borde de”. Algunas versiones de esos cuentos constan en las antologías GPS (Sed de belleza; Cuba, 2013), Ecuador Cuenta (Del Centro Editores; España, 2014), Ficción mínima II (Palabralab; Ecuador, 2013) y Microquito I (Ecuador, 2010), así como en revistas literarias de México, Argentina, Ecuador y Estados Unidos. En marzo del 2016, Suburbano Ediciones publicó mi ebook de relatos Borrador final. Algo de mi trabajo en periodismo narrativo se encuentra en la antología La invención de la realidad (La Caracola; Ecuador, 2014) y en Ciudades visibles, 21 crónicas latinoamericanas (RM; México, Barcelona, 2016), libro publicado en el marco de Hábitat III y patrocinado por la FNPI. No he dejado de lado las imágenes, aunque ahora me concentro en su estatismo y no en su movimiento. El collage digital me permite robar impunemente la genialidad de otros; y narrar, por supuesto. Algunas de estas obras están en las plataformas Cultura Colectiva (México), Arte Contemporáneo Ecuador y Suburbano (Miami). Una muestra de mi última serie será incluida en la Guía de Arte Contemporáneo del Ecuador (Editorial Turbina). Ahora lo importante: quiero vivir de cuidar gatos. O ch e n ter os

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Fragmento de Borrador final

Ribadeneira, Marcela. Borrador final Estados Unidos: Suburbano Ediciones, 2016

La historia de Irene Dunbar es triste porque nunca pudo ser contada. Pero es especialmente triste porque tenía todos los elementos para ser una buena historia. No sería ambiciosa, sino muy simple. O quizás justamente esa simpleza que debía tener (al ser contada) era algo inalcanzable, una pretensión exagerada. Una ambición miope. La historia de Irene Dunbar es triste porque su autor no pudo contarla. Yo, Antonio Corde, no pude contarla, lo que hace que, ahora, esta historia se trate más de mí que de Irene. La traición más terrible que se le puede hacer a un personaje es obligarle a que cuente más de quien lo creó que de sí mismo. Es traspasarle las manías, los defectos y, peor aún, las virtudes propias. Es prostituir la ficción, desvirtuarla, contaminarla, atrofiarla. Por eso, para salvar a Irene —ya que inevitablemente estará en esta historia— debo sacarle el alma. Será solo una palabra, una cáscara, el stand in de un personaje que ya nunca fue, una lápida sin muerto. El apellido de Irene es un préstamo que me hicieron las páginas de Catch 22 de Joseph Heller. Leía o acaba de leer ese libro cuando se me ocurrió la idea. No sé por qué elegí a Dunbar, había tantos otros nombres que sonaban mejor. “Dunbar” me parecía —pero no me he dado cuenta sino ahora— un apellido aséptico, sin textura, desaborizado. Cuando Amelia leyó el primer borrador de la historia de Irene, me preguntó por qué elegí un nombre tan estúpido. “Suena a Dumbo”, dijo. Y “Dumbo”, para mí, siempre sonó a tambor. Pero Amelia no entendería que, a pesar de su envoltura fonética (y sí, reconozco que cualquier nombre que se asemeje al sonido que hace un tambor, tiene el potencial de sonar estúpido), el Dunbar de Heller podía decir cosas como “You’re inches away from death every time you go on a mission. How much older can you be at your age?” Cualquier frase con buena métrica adquiere un aire de profecía o de gran revelación cuando es dicha dentro del canvas de la ficción, pero ese no es el punto. No, Amelia no me entiende. Mejor dicho, Amelia no entiende. Dejó de hacerlo y tardé en darme cuenta de ello. En cambio, Amelia nunca lo notó. Aún piensa que es la única persona en el mundo que me conoce, que me comprende, que sabe, además, de qué va mi mundo, y que algún día —cuando los festivales, las ruedas de prensa, las grabaciones en el extranjero y los afterparties, me cansen o se acaben— la extrañaré. Piensa que, entonces, extrañaré su extensa sabiduría y le pediré que me deje volver. Volver con Amelia sería volver al pasado, sería repisar el manuscrito de una historia que ya está escrita, cuyas posibilidades han sido agotadas (no como la de Irene Dunbar, que mantiene todos sus potenciales escenarios intactos). A Amelia le gusta ser mi amor perdido. Le gusta convencerse a sí misma, y mucho más le gusta cuando siente que convence a los demás, de que es my one and only. Le gusta interpretar el papel de viuda de un vivo. Le gusta prepararse y preparar el loft de San Juan que antes compartíamos para cuando la espiral de decadencia, drogas y algo de fama me vomite (lo sé, soy un cliché). Que aquí está ella, le dice a quien le escuche. “Antonio es mi esposo. Pero todavía no lo sabe”. Amelia no sabe que solo fue una one­night stand que no supe cómo terminar. Quizás esa misma incapacidad que reporto en mis relaciones se traduce al plano creativo. 72

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Cada día, mi ingenio conquista al mundo una docena de veces, lo agarra del pescuezo, lo aprieta en su puño hasta que sus misterios empiezan a chorrear y esa pasta divina —divina porque está cargada de respuestas y, más aún, porque contiene mil preguntas— es de lo que están hechas la docena de ideas que se me ocurren cada día. Pero mi cerebro es un lienzo resbaloso. Y pocas logran quedarse pegadas en él. Mis relaciones personales son como esas ideas que se me ocurren a diario: no logran empalmarse con mis engranajes cerebrales. Y si sobreviven a los anticuerpos de mi indiferencia, quedan reducidas a parásitos que terminan por chuparme la vida. O eso elijo creer. La historia de Irene Dunbar es una de las pocas ideas que mi cerebro no ha dejado que se desvanezca. Está en ese limbo donde almaceno las mejores cosas que nunca hice, las cosas que cambiaron el mundo que nunca pisaré y que nunca se materializará, pero que tampoco dejará de existir como posibilidad y que perdura como fluctuación cuántica inexplorada. Antes de que Irene terminara de tomar forma en mi cabeza, llegaron sus dientes. Una mañana, de repente —como empiezan muchos cuentos para niños, y La metamorfosis de Kafka—, Irene despertó con los dientes negros. Mientras ella despertaba, yo elaboraba ese despertar desde la cafetería de Cinecittá, donde funcionaba la escuela de cine en la que estudiaba escritura de guión. Los extras y protagonistas de la serie Roma comían sus panini, envueltos en túnicas y con las pantorrillas abrazadas por unas toscas sandalias de gladiador. Ella despertaba y yo hacía que se incorporara lentamente, primero después de un sueño húmedo que involucraba a Pietro (compañero mío —y un tipo muy idiota— en la vida real) y luego, después de una pesadilla. Lugares comunes, me daba cuenta. La hacía, entonces, despertar sin haber soñado o, más bien, sin dar detalles de cómo había pasado su noche. Mientras un gladiador diseccionaba su panino con una daga de utilería para entretener a un grupo de esclavas, Irene llegó al baño y se colocó frente al espejo. Todo esto yo lo escribía en unas servilletas. Las servilletas tenían manchas de chocolate (yo comía un cornetto relleno mientras veía la autopsia del panino) y me preparaba para que Irene conociera su nueva y escalofriante sonrisa. Su reacción sería de terror. Pero no del tipo de terror que experimentan los seres desvalidos. No sería un terror ruidoso, que deformara sus facciones o exprimiera notas desafinadas de sus cuerdas vocales. Sería un terror que le tensara el pulso y la lanzara a la acción. A una serie de acciones, cada una más radical, y que solo consiguieran replicar el fracaso de la primera. Quizás a Irene le pasaron cosas terribles antes, quizás una cosa más no la descolocaría. O quizás podría sentirse devastada e, incluso, podría pensar que su mundo se hubiera acabado, pero su carácter no se prestaría para manifestaciones vistosas de abatimiento. Así se rindiera, así decidiera que no quiere vivir más, su manera de hacer check out sería continuar con sus actividades de todos los días. O ch e n ter os

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Autora obcecada por historias raras guiadas por el sonido y por la visibilidad de las palabras

ŠTomås Franco 74

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Carol Rodrigues Brasil, 1985 He nacido en Río de Janeiro en 1985, y muy temprano me trasladé junto con mi familia al interior del estado de San Pablo, después Leeds (Inglaterra), Brasilia y otras ciudades más. Mi padre y madre eran entonces jóvenes becarios. Nos quedamos por más tiempo en São José dos Campos, una ciudad del interior, donde he tenido una adolescencia un tanto aburrida y quizá por eso leía mucho. He estudiado imagen y sonido en la Universidade Federal de São Carlos, y el cine ha sido una gran inspiración para mi escritura. Hice maestría en estudios internacionales de performance, en las universidades de Ámsterdam y Warwick, dentro del programa de becas de estudio Erasmus Mundus. Mi investigación se centró en la performatividad de género en la resistencia política latinoamericana, principalmente dentro del movimiento zapatista y en el trabajo de la performer Regina José Galindo (Guatemala). Hoy vivo en San Pablo, donde soy productora en el Núcleo de Audiovisual y Literatura del Itaú Cultural, imparto clases de escritura en el Curso Libre de Preparación del Escritor en la Casa das Rosas, y sigo escribiendo. Mi primer libro Sem vista para o mar (Edith, 2014) ganó en el año pasado los premios Jabuti y Clarice Lispector (Fundação Biblioteca Nacional) en la categoría Cuentos. Mi segundo libro, Os maus modos, fue realizado con apoyo de Proac (Secretaría de Cultura del Estado de San Pablo) y será lanzado muy en breve. En junio y julio de este año participé de una residencia artística en el Instituto Sacatar (Itaparica- Bahía), donde empecé mi tercer libro y primera novela Míngua de Maré. Mis cuentos fueron publicados en las revistas Words Without Borders, Parênteses, Vacatussa, Revista Pessoa, Revista E (SESC), Livre Opinião, Jornal Opção, Antesala das Letras. Este año participé como autora invitada en el Festival Rota das Letras, en Macao.

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Fragmento del cuento Donde se acaba el mapa Rodrigues, Carol. Sem Vista Para o Mar Brasil: Edith, 2014

Él no existía y de pronto existe. Hace cinco días lo amenazaron. Se la juraron. Mañana todavía oscura, gorra, short Adidas, dos rayas, la camiseta de la escuela manchada con comida, carne a la olla, fue a dedo de Tupi Paulista a São João de Pau D’Alho. Y en barco hasta Pauliceia. Y más dedo hasta Olaría. Bajó el río que parece mar, puerto a puerto el Río Paraná Porto X Guana Itaporã. El río se hizo estrecho en Rosana y pequeñito hasta Porto Rico que es donde se acaba el Mapa Rutero del Estado de São Paulo. Era lo que tenía este chico bigote apenas cuando salió del portón de la escuela, directo a la ruta, la mañana, esa, que se la juraron, cinco días. En Porto Rico los ojos con agua mareado tantas horas, el cuerpo pesando en los brazos del río. Pero era lindo las islitas la playa arena clara los caserones en la orilla, cómo hablaban los que estaban ahí, recibiendo, señalando, él oyó que el río era demasiada agua casi el mar. Salió del barco. Son cien reales. Todo eso. El billete triste lo saca del bolsillo ancho a rayas. Miró al cielo. Otro día. En la panadería más de esquina más angostita pidió un cortado y pan a la chapa. Solo hay pan de leche, está bien. Pueden ser dos, pueden ser tres, tengo hambre ¿tiene queso? ¿Tiene jamón? Todo en la chapa, está bien. El chapero chapea todo mira desde arriba, desde el delantal ¿qué hacés acá? ¿no tenés clases? Vas con camiseta de la escuela ¿de dónde sos? Vine de río arriba del puerto de Olaría. Vine para ver extranjeros, para ver turistas ¿dónde los puedo encontrar? Aparecen más tarde, en la playa. Pero los turistas vienen de São Paulo, Porto Alegre, Curitiba, carioca no hay, del Nordeste nadie. Y extranjero extranjero sólo alguno perdido que cree que está llegando a Argentina. Cuando les digo que todavía les falta todo un estado gordo, un Mato Grosso do Sul para llegar a Paraguay y recién ahí Argentina me preguntan dónde está el aeropuerto más cercano y yo les digo ¿acá? No hay. Hay estación de ómnibus que en dos días lo deja. Me da pena sacarlos de esas novelitas de cabeza de turista pero hay tanto hippie que aparece por acá, no sabés, nunca viste algo así. ¿Y a qué fiestas va el que viene de afuera? ¿Fiesta de rico o de pobre andás buscando? El chico, short a rayas, ni le hace falta responder, lo tiene escrito en el hombro, el cuello agujereado, la camiseta manchada con comida, está escrito escuela pública, está escrito la camiseta es vieja, está escrito no hace falta ni hablar. El chapero asiente, comprende y lo manda a la prainha, hay alcohol al final del día, hay jóvenes, hay chicas. 76

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Si viniste para ver rubias, de Paraná, mejor bajar más, acá lo que más hay son indias como vos. El chico frena su trago de café con leche. Que ya vio chicas, en una de esas, chicas ya ni quiera. La mañana va pasando así. El chico huyó de la casa por el río, quiere dormir. Se lo dice al chapero que es el panadero que es el dueño que es buena gente y que le ofrece un sofá ahí atrás. Duerme, la tarde cae, se baña se peina, un verbo casi intransitivo, que no querría usar mucho, segundo día, el uniforme de la Escola Estadual Leônidas Ramos Oliveira. El panadero es atento y se da cuenta, busca una camiseta nueva, una bermuda sin rayas, zapato no tiene para prestar. Pero tiene un perfumito para atraer chicas, a ellas les gusta. El chico se pone en la muñeca en el cuello una gotita. Andá, nene, andá a vivir. Después volvé a dormir, y a devolver la ropa, tengo poca. Está bien, dice el chico, gracias don Néstor, ¿es Néstor? Es Néstor, sí, vaya nomás diablo, vaya a divertirse Que me voy a leer el diario, mentira, me voy a jugar al bicho1, no se lo digas a nadie, pero va a salir anaconda. El chico sonríe de nuevo se mira, estás lindo, y si es hoy quién sabe, en una de esas, sí. Porque cuando fue la otra vez fue en el muro atrás de la Escola Estadual Leônidas Ramos Oliveira, con uniforme, los chicos de verdad jugaban al fútbol. Fue con otro chico de mentira, era rubio, era de afuera, era lindo besarlo y sentir en el labio carnoso los pocos pelos del bigote, un muchacho, la mano en el pantalón, tenía pantalones, con el calor se transpiraba todo, la espalda, los muslos, el poco bigote. Pero los agarraron, alguien vio contó al padre a la madre a la hermana comprometida que se iba a casar, y entonces los chicos de verdad que jugaban al fútbol se la juraron. El chico que era de afuera se volvió afuera. No era bueno un chico culto besando inculto en el culo del mundo dijo el padre. Y desde ese beso el chico vio que era sólo chicos de afuera que podía besar. O por lo menos los chicos de afuera besaban más, parecía. Y si fuera para afuera besaría más chicos, parecía. O por lo menos no lo golpearían, bofetada del padre no iba a haber más, lo habían amenazado los chicos de verdad. Quien huye de cerca del río baja el río hay más hacia dónde. Bajó el río en dirección a la ciudad más lejana para el dinero que llevaba y para el mapa rutero que había encontrado. Y Porto Rico era rico había turistas, gente de afuera gente linda, algún hombre lindo que besa hombres seguro que sí. (Traducción de Julia Tomasini)

1 El jogo dow bicho es un tipo de lotería popular en Brasil en el que se apuesta por números y animales. Es ilegal hasta el día de hoy. (N de la T) O ch e n ter os

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“Pretendo historias que resistan ser leídas más de una vez, que vayan más allá de la anécdota o la sorpresa. Relatos polivalentes, con algún hueco que pueda llenar el lector” ©Jesús ©Pendiente Carrillo 78

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Óscar Guillermo Solano México, 1983 Me llamo Óscar Guillermo Solano García, nací en Guadalajara y soy escritor. Comprendí cómo funciona el alfabeto trazando las letras de mi nombre en la tierra del patio. La primera palabra que escribí conscientemente fue «oso». Mi hermano mayor puso los libros a mi alcance cuando construyó un librero. Recuerdo cuando llegaron las tablas de la carpintería, cuando las clavó, cuando las barnizó, también el olor de la noche en que esperamos a que el barniz secara. Al día siguiente acomodó en las repisas todos los libros que había en la casa. No sé dónde estuvieron antes. La mayoría eran textos escolares, de entre ellos me aficioné a uno de geografía y a otro de gramática, pero como eran publicaciones de los ochentas, mientras memorizaba los países y sus capitales muchos de ellos estaban transformándose; algo similar me pasó con la gramática, pues un día en la escuela la maestra me informó que la Ch y la Ll ya no eran letras. Como puntilla, por esas fechas cambió la moneda. Creo que sentí lo que sentiré en la vejez, en todo caso, sé que descubrí la nostalgia. En el librero también había obras literarias. Estaban en el entrepaño más alto y no tenían dibujos. Quizá por eso las admiraba más y me conformaba con ver sus cubiertas. Dos pertenecían a mi papá: la Biblia y Pedro Páramo, ni más ni menos. En mi respeto e irrespeto infantil leía fragmentos de la primera como cuentos y de la segunda como cosa sagrada. Todavía suelo caer en esa confusión impía. Aún era chico cuando leí Demian, de Hermann Hesse, no lo entendí por completo pero me fascinó, y me propuse escribir para tener libros con mi nombre. Desde entonces muchas cosas han pasado pero el afán ha permanecido. Estudié Ciencias Políticas y después Letras Hispánicas, ambas en la Universidad de Guadalajara. En 2005 publiqué mi primer cuento, que por una confusión se intituló “Los días y los años”; en 2008 “¡Digan Whisky!”, que me llevó a Escocia; en 2010 “La última”, que me hizo conocer Xalapa; en 2015 el primer libro sólo mío y con el que visité el Sur de Jalisco: Los echamos de menos. Todos esos textos fueron premiados y me han permitido empezar a consolar al niño que se sintió mal por Yugoslavia, las monedas de 500 pesos y temió y teme que la Ñ sea expulsada del diccionario. O ch e n ter os

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Fragmento de “Tengo un asuntillo en Cumando” Solano, Óscar Guillermo. Los echamos de menos México: Editorial Universitaria, 2015

Cuando Yuri desapareció se llevó mi auto; no lo robó, yo se lo presté. Se me acercó sin hacer ruido, como espiando en los apartamentos que en ese momento trazaba sobre el restirador y me dijo que necesitaba un coche porque tenía un «asuntillo» en Cumando. Por la manera en que habló entendí que el asuntillo era importante y privado: no podía negarme, no debía hacer preguntas. Quise encontrar otra forma de ayudar, le ofrecí llevarla, pagar los taxis, pero me rechazó con cortesía, dio media vuelta y se alejó. Su silueta temblaba, en el estampado floral de su vestido comenzó el otoño; las luces del pasillo crearon un umbral, un espacio místico que amenazaba con engullirla y hacia el que ella se dirigió; así es como la recuerdo, así aparece en mi mente cada vez que alguien menciona su desaparición. La alcancé y le di las llaves. Tráelo mañana, le dije. Me contestó que así lo haría, y aunque habló sin seguridad ni sonrisa me sentí satisfecho: con Yuri manejando mi auto, con un motivo para verla al día siguiente, estaba salvado por esa noche. Fui yo quien abordó un taxi, para ir a casa, y más tarde otro para regresar al estudio. Con el tiempo comencé a utilizar la motocicleta, después tuve que comprar un auto nuevo. El asunto se complicó porque cuando Aina me vio llegar en un coche de alquiler me preguntó qué había pasado con el mío y tuve que inventar un problema mecánico. Sostuve la mentira por 72 horas, hasta que fue oficial que Yuri había desaparecido. Las preguntas de la policía fueron breves y fáciles de contestar. ¿A qué hora? ¿De qué hablaron? ¿Adónde fue? Las de Aina fueron mucho más complejas, ¿Por qué te pidió el coche? ¿Por qué a ti y no a otro? ¿Por qué me mentiste? El interrogatorio tuvo lugar bajo las luces indirectas de la sala, en medio de una nube de humo que emanaba de dos tazas de chocolate espeso. —A veces las cosas se hacen sin razón —le he dicho— No sé por qué me pidió el auto, yo se lo presté porque se lo prestaría a cualquier amigo, ¿entiendes? No te mencioné nada porque me lo devolvería al día siguiente. Ella no desaparecería. Aina no me cree. Parte del hecho de que mentí y después indaga en todas las posibles razones por las que una persona desearía torcer la realidad; una y otra vez desemboca en la misma pregunta: ¿Por qué me mentiste? Alude a la sinceridad, a la confianza. Yo insisto en que Yuri me devolvería el auto, no te enterarías, digo, y eso incluso a mí me suena brutal. —No es por el coche —dice. —Una persona desapareció, una amiga... —hablo con firmeza, queriendo que note lo imprudente de sus reclamos. 80

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Vuelve a decir que le mentí, vuelvo a contestar que fue sin querer, que a veces la gente hace cosas sin pensar, que no hay una razón detrás de cada acto ni una infamia detrás de cada mentira. Pero algo flota entre el humo del chocolate, algo que me punza la conciencia, que atiza su magín. Ninguno lo dice pero se trata de Yuri y yo, de lo que nos une, de ese hilo que ahora es más fino pero que ya no es invisible. Y debo reconocer —debería reconocerlo— que Yuri me pidió el auto porque no se lo negaría, y no le dije nada a Aina porque no puedo pronunciar el nombre de Yuri sin turbarme. —Tú siempre te has entendido con ella. —No. —En mi voz hay desconsuelo, así lo siento, así lo ha de notar Aina. Que a pesar de ello siga sin creerme, de una manera abstracta me consuela. Algo parecido me pasa cada vez que la policía me cita para declarar, cada vez que el interrogador busca a Yuri indagando en mi pasado. Me llena de emoción ese expediente donde su nombre y mi nombre están lado a lado, conectados por una línea firme de tinta renegrida. —¿Ustedes tenían una relación cercana?, ya sabe a lo que me refiero. No concibo relación más estrecha que la que se tiene con la persona que ha determinado tus pequeñas decisiones secretas; por otra parte, sé que el interrogador me está hablando de una relación carnal. Decir sí y decir no es hablar con la verdad, pero si digo que sí puedo entorpecer la investigación. —No —contesto. El interrogador tampoco me cree. Si me creyera dejaría de llamarme para esas cada vez más largas entrevistas que siempre terminan con la misma pregunta, con la misma suposición. A veces creo que tienen una hipótesis que dejaría todo en su lugar si la confirmara con una respuesta afirmativa (ella se acostumbró al amor informal que usted le daba y aprovechó el margen de su relación extramatrimonial para liarse con otra persona, usted no lo soportó y la ha asesinado, ocultó su cadáver como hubiera querido ocultar su cuerpo, y guarda el secreto de su paradero como hubiera querido guardarla a ella en vida, en un rincón, en casa y con la pata quebrada; o tal vez se siguen viendo, se encuentran cada semana en el hotel suburbano donde ella aguarda por la muerte de la señora Aina y el correspondiente pago del seguro, por el olvido que les permita empezar de nuevo, ahí se abrazan, hacen el amor. ¿No es así?). Yo, por mi parte, debo devanarme los sesos, el corazón y otras vísceras. ¿Dónde estás, Yuri? ¿Por qué somos tan ajenos que no tengo ni puta idea de dónde chingados estás? Despierto a medianoche, estoy alterado y tengo una erección. Bajo al baño y mientras orino trato de revivir el sueño. De golpe, recuerdo que ella ha desaparecido. Entonces la vuelvo ver de espaldas, avanzando hacia esa luz que cada vez me borra más detalles. Subo al dormitorio, abro mi lado del armario, cojo la chaqueta de cuero y la ajusto a mi cuerpo mientras bajo a la cochera, ahí tomo el casco y las llaves de la motocicleta que arrastro hasta el portón del fraccionamiento. Monto la motocicleta, tomo con precaución la rampa de salida hacia las calles desiertas de la zona, llego a la vía periférica, me dirijo hacia la carretera a Tecuani y en la primera desviación acelero hacia Cumando, acelero y acelero, acelero y pienso... O ch e n ter os

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“Leo y escribo. Quiero que mi literatura sea intensa y muestre lo que nos cuesta aceptar�

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Jennifer Thorndike Perú, 1983 Nací en Lima, Perú, en el año 1983, un 23 de octubre que hubo temblor, como es usual en ese mes y ciudad. Comencé a escribir cuando tenía catorce años, por eso quise estudiar literatura o periodismo, pero no pude convencer a mis padres. En los años noventa, Perú había pasado por una fuerte crisis económica y preferían que estudiara alguna carrera que fuera considerada más lucrativa. Terminé ingresando a psicología. A pesar de mi interés por la medicina y la psiquiatría, las visitas al anfiteatro anatómico me obligaron a dejarla y pedí mi traslado a comunicaciones. Me gradué con honores, pero con la bronca de no haber estudiado lo que quería. Un profesor me dijo que estaba seguro que dejaría la carrera por la escritura. Tuvo razón. Mi revancha llegó en 2012, cuando ingresé a la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, a estudiar un doctorado en estudios hispánicos. Ahí aprendí a enseñar e investigar, actividades que me apasionan tanto como la escritura y la lectura. En un año termino mi tesis y seré PhD. Publiqué mi primer libro de cuentos Cromosoma Z, en 2007. Era bastante joven, tenía 23 años y unas ganas incontrolables de ver ese libro en mis manos. Me tomó cinco años más publicar mi novela (ella) que tuvo una segunda edición en 2014. Ambas se agotaron muy rápido. Gracias a (ella) pasé de las editoriales independientes a publicar mi segunda novela Esa muerte existe, este año en la editorial Penguin Random House, en su sello Literatura Random House. En esta novela se entrelazan mi antigua obsesión por entender la mente humana y su comportamiento, ya sin las visitas al anfiteatro, así como también mis estudios de posgrado en teoría política y estructuras sociales. Gracias a Michel Foucault por esto. También publiqué el libro de cuentos Antifaces, en 2015, y algunos de estos relatos fueron traducidos al inglés, portugués y francés. Como dato extra, me gustan los juegos de video como Silent Hills y Resident Evil, colecciono Stormtroopers y leo sin parar todo el tiempo. Quizá se podría decir que soy gamer, friki y nerd, pero ante todo siempre voy a ser escritora.

O ch e n ter os

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Fragmento de Esa muerte existe Thorndike, Jennifer. Esa muerte existe Perú: Literatura Random House, 2016

Final Colabore, escucho que dice alguien. Y grito con todas mis fuerzas, grito porque me desespero, porque no pueden pedirme que colabore con mi propia muerte, porque no quiero morir. Grito hasta que siento una mano que me tapa la boca con fuerza. Colabore, repite la voz, pero yo no colaboro y tenso los músculos, luego intento mover los brazos para golpear. Pero los oficiales me levantan en peso, levantan mis cincuenta kilos con facilidad, levantan ese cuerpo que se retuerce y lo depositan en la camilla. Y los otros oficiales lo atan sin perder tiempo, cruzan las amarras sobre las piernas, el abdomen y la cabeza, y cuando no puedo moverme, cuando me sacudo y ellos comprueban que mi agitación es inútil, me quitan las esposas, separan mis manos y las atan una a cada lado. Dejan mis brazos estirados para exponer las venas donde los técnicos clavarán las agujas, dos vías para asegurarse que la ejecución se realice sin contratiempos si el primer intento falla. Entonces reparo en la luz verde que me ilumina desde el techo, una luz que me ciega y me obliga a cerrar los ojos para no ver a los técnicos que ya se acercan con las agujas preparadas para su inserción. Cierro los ojos y siento los dedos palpando mis antebrazos e intentando encontrar la vena más adecuada, vena gruesa y azulada en la que siento un pinchazo, dos pinchazos, y de pronto las agujas están dentro. Abro los ojos y las veo. Entro en pánico. Cierro los ojos otra vez. Todo está en orden, dice uno de los técnicos. Ya se puede empezar, asegura el otro. Sé que han verificado que el catéter no esté obstruido, que las sustancias son las apropiadas y que la cantidad que aplicarán es la adecuada para matarme lo más rápido posible. Pero en ese momento recuerdo que hay muchas posibilidades de que la ejecución sea dolorosa y el miedo se incrementa. Quizá no me quedaré dormida aunque declaren que estoy inconsciente y sentiré un dolor insoportable acompañado de la sensación de asfixia. Intentaré levantarme de la camilla desesperada para tomar bocanadas de aire, bocanadas inútiles, porque mi diafragma estará paralizado. No podré respirar, me faltará el aire como le faltó a Lucía, y se reproducirán en mí los sonidos que escuché cuando tenía mis manos alrededor de su cuello. Tengo miedo porque iré perdiendo poco a poco cada uno de mis reflejos y estaré consciente, muy consciente de estar muriendo hasta que la tercera sustancia detenga mi corazón, tras varios minutos de terror. Entonces me salen lágrimas de los ojos, lágrimas que se incrementan cuando el director del Corredor de la Muerte repite que todo está en orden y se acerca al vidrio del Cuarto de los Testigos para abrir las cortinas negras y exponer mi cuerpo atado y sometido a la camilla con la cara empapada en lágrimas, los brazos amoratados y las piernas temblando sin control. 84

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Entonces el director del Corredor de la Muerte abre una carpeta y lee la sentencia. ¿Es usted Sofía?, me pregunta cuando finaliza. Sí, respondo. ¿Entiende usted la sentencia a la que acabo de dar lectura?, continúa. Sí, respondo. ¿Entiende usted que tiene derecho a dar sus últimas palabras?, ¿hará uso de ese derecho? Sí, respondo. Entonces el director del Corredor de la Muerte me acerca el micrófono y yo intento levantar la cabeza para ver a Adriana, para saber si ha venido a verme aunque yo no pueda oírla. Pero no puedo levantar la cabeza porque está atada a la camilla, no puedo y me angustio y le pregunto al director si mi abogada ha venido, y él da una respuesta afirmativa. Pero yo no le creo. Necesito levantar la cabeza unos segundos para verificarlo. Y entonces desespero porque no puedo moverme y también porque el director me apura para que comience a hablar. Tienes que hablar ahora, dice, está todo listo. Pero yo quiero ver a Adriana y no puedo levantar la cabeza, no puedo moverme, pero decido hacer uso de mi voz, que es lo único que todavía poseo, uso mi voz y mis últimas palabras para encontrarla. ¿Adriana, estás ahí?, pregunto. ¿Estás ahí?, repito. Pero no obtengo respuesta, nadie se acerca al vidrio, nadie pone sus dedos en el cristal para que yo los vea ni estira su mano para demostrar su presencia. Nadie se despide y yo siento miedo. No quiero sufrir, pero lo hago porque ella no responde, porque no puedo ver su cara, porque no sé si está triste, tampoco si vino a verme morir o prefirió no comprobar su fracaso. Porque renunció a acercarse a mi cadáver y a hacerse responsable de él. Porque finalmente nunca fue nada más que una abogada que pretendió hacer despegar su carrera utilizándome y perdió su gran oportunidad. Perdió como yo pierdo ahora mis últimas palabras, las desperdicio, y en lugar de pedirle perdón a Lucía, pregunto estúpidamente si Adriana está ahí. Lo repito varias veces, hasta que el director del Corredor de la Muerte me interrumpe y pregunta si tengo algo más que decir. Pero yo no le hago caso y sigo preguntando: ¿Adriana, estás ahí? Pregunto sin parar, perdiendo la poca cordura que me queda y sintiendo miedo, miedo a la muerte, miedo a lo que vendrá. Solo quiero ver a Adriana por última vez. Y sigo preguntando por ella, no me detengo a pesar de que se ha acabado mi tiempo, y el director del Corredor de la Muerte decide dar la orden de ejecución para dormirme y apagar esa voz que perturba a los testigos y al capellán, que esperan una muerte pacífica y sin contratiempos, una muerte silenciosa que no los haga sentir culpables. Y entonces da la orden y unos segundos después me siento adormecida. Y mis ojos se cierran sin ver a Adriana. Mis ojos se cierran y mi voz se apaga.

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Pedro J. Acuña Mexico, 1986

“I only write when I have something to say. I would not die if I never wrote again, but I like it and I would like to do it for the rest of my life” I was born on July 23, 1986. The fourth reactor at Chernobyl had exploded three months earlier. Greenpeace estimates that 270 thousand cases of cancer around the world will be attributed to this accident. Like most of the people from my generation, I will die as a result of some kind of tumor. I wonder if mine will be the radioactive type. My mother gave birth to me in the Northern city of Chihuahua, but I was only there for six months (I still include this in my biography because it is true and makes me feel more interesting). In reality, I grew up in Toluca until the age of 18. I studied at the same Catholic school from the age of 6; only two other people and I got the “thirteen year” certificate; I did not know how to feel when I went up to the podium to receive it, and my parents and I were thanked for our loyalty to the institution. I had begged my parents to let me study at a public high school. I then emigrated to Mexico City to study Philosophy at UNAM and I let my hair grow long. Headstrong, but now beginning to go bald, I studied a master’s in philosophy at the same university. I had never practiced philosophy (if it is something that can be practiced), but I am sure I will look to study a doctorate in the same discipline. 88

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I began to write at the age of thirteen and had a go at writing some short stories during high school; I have not kept any material from this period. Due to my chronic nostalgia, I believe it was the best writing I have ever done. During my degree, I only read philosophy (although not that much of it and I think I understood very little). I began to write seriously in 2010, when I started attending a creative writing workshop. I was in the 2012-2014 class of the Mexican Literature Foundation, in the narrative area, and I got a scholarship for the Young Creators FONCA Grant 2014, in the short stories area. My first book is called Metástasis McFly (Tierra Adentro, 2015) and I won the Juan José Arreola Award in 2016 with my second book, La compañía de las liendres. For a year and a half, I had a column about film in the Tierra Adentro, Cine ex machina magazine.I have published short stories in Registro.mx, Este país, F.I.L.M.E. Magazine, Icónica y Cuadrivio. I am part of the Kinotecnia Cineclub.


Carlos Manuel Ă lvarez Cuba, 1989

Type with two fingers. Once he read a tremendous verse that put his feet firmly on the ground: “Who is not called Carlos or some other thing?� In December 1989, while the world celebrated the fall of the Wall, I was born on a communist island. I have the same birthday as Jesus, but I am an atheist. I went to live in Havana when I did not want to go, and I left the city when I wanted to stay. I wrote many unpublished poems that, deservedly, did not end up anywhere, and it is on that mountain of manure that I am standing. After taking aim at the Russian roulette of literary awards infinite times, it was persistence, more than luck or talent, that allowed me to win a competition for young narrators. In 2014, two years after writing it, I presented a collection of seven short stories, La tarde de los sucesos definitivos, in the Havana Book Fair (FILH), alongside the publisher Abril, which was later published in Uruguay by the publisher Criatura. It is a book that talks about defeat, the art of losing, and which, fortunately, I do not despise or reject yet. It received the types of critiques that brighten up your life, such as best debut, etc.

Questions about the reasons for writing are only asked when one does not write, and I do not ask myself those questions, I write them down. I beat up the person I am, when the person I am tends to take pity on himself. The only cities that I have liked are New York, only during the first half an hour that I walked around it, and a Havana, full of friends that are now scattered, that does not seem to have happened, that could never have happened yet. I am tragicomically Cuban. I try to be someone more, or someone less, than the ever awkward depiction in the autobiographies. I like myself.

I have published features and articles in magazines and newspapers that I have always wanted to publish in: The New York Times, El Malpensante, Gatopardo. In 2015, I won the Ibero-American Nuevas Plumas Columnist Award. I write every day, and do very little else apart from writing, and the more I write, the less mystical it seems. It is scarcely the hard work of a laborer.

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Ave Barrera Mexico, 1980

Writer and mezcal trafficker. She loves nature, words and stories

I was born in June in 1980 in the beautiful city of Guadalajara. My mother is from Sinaloa and my father is from Chihuahua, so I came out Northern and rough, like El Piporro. My poor mother was never able to make me into a refined lady, but she put up a good fight. I feel privileged to have both of my grandmothers: Doña Carmen was a teacher in the rural area of Sierra Taraumara, and my nana Natalia cooks with a flavor worthy of the gods of the Yaqui Valley. My mom wanted me to follow her example and study medicine, but just to be controversial, I studied Literature, of course, at the UdeG (Universidad de Guadalajara). When I graduated, I went to live in Oaxaca. I fell in love with the mezcal, mountains and clouds there. My accent and roughness died down a little bit. I started to make books, but later I realized that what I wanted to do was write them. I have been a very lucky woman: I was awarded a FONCA and an important award for the first novel that I called Puertas demasiado pequeñas; I have

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cherished friendships that have become my family; I was given the chance to study a master’s degree at the UNAM, and I have had the opportunity to travel and meet people from whom I have learned a lot. My restlessness moves me to create books, projects and all types of literary distortions, such as the artist’s book, 21000 Princesas, that I co-wrote with my soul sister, Lola Hörner, in which we rewrote traditional fairy tales in the “nota roja” style (similar to yellow journalism), to bring attention to the murders of women that are destroying the country. I have written various children’s books: a novel called Una noche en el laberinto, published by Edebé with illustrations by Carlos Vélez, Nezahualcóyotl, coyote hambriento with illustrations by Estelí Meza, Tláloc, Piedra de agua with illustrations by Richard Zela, the series of guides Así era Monte Albán, Así era Tulum y Así era Teotihuacán (the latter two were published) illustrated by Amanda Mijangos. As I told you, I have always been a fortunate woman.


Carol Bensimon Brazil, 1982

Inadequate people, displacement, music, living on impulse, thinking too much, strange places. It is always about all of that

I was born in 1982 in Porto Alegre in Southern Brazil, to a mother that had arrived from Alexandria, Egypt in 1957 along with her whole family (Sephardic Jews), and to a father of Portuguese descent, whose family had lived in South America for two generations. I am an only child, and I have wanted to be a writer since I can remember. My solitary games playing with Legos, Playmobil and spaceships out of necessity shaped me as a fiction writer.

I occasionally publish short stories in anthologies and I write for the newspaper Zero Hora. I am working on a book that takes place in Northern California. In 2012, the English magazine, Granta, included me in their list of best young Brazilian writers.

My first book, Pó de parede (2008), is made up of three short stories centered around female characters and architectural components: a modernist house, a luxury condominium under construction and a decadent hotel in the mountains. In 2009 I published the novel, Sinuca embaixo d’água, a story with multiple narrators, all connected by a car accident. Todos nós adorávamos caubóis, my most recent novel, is a road narrative about the ambiguous relationship between the two young female protagonists.

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Liliana Colanzi Bolivia, 1981

“Only animals love me”

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I was born in Santa Cruz, Bolivia in 1981. My father is an Italian immigrant and my mother is Bolivian. I started writing when I was eight years old and published my first story at seventeen, the same year that I secured my first job as a journalist. I have two published short story collections, Permanent Vacation from 2010 and Our Dead World from 2016, as well as an anthology, The Wave published in 2014. Our Dead World will be published in Mexico by Almadía in October of this year and is being translated into English and French. This book is partly about what is conjured up and comes into play with the supernatural, about animal bodies, about the buzzing in the background that contains the indigenous voices of our colonial history. It took me six years to finish. Some people say that writing stories is a way to stimulate your creativity in the rest periods between writing novels. This is not what happens to me. Each of my stories involves months of assimilating difficult experiences.

rainforest. This telling is what inspired Meteorite, a story from Our Dead World. I have never had contact with flying saucers, but for me, writing is a portal to the unknown. When you write, certain energies are summoned and this energy that surrounds you generally answers your call. So you need to have the courage to receive these invoked intensities. You have to be patient, because discovering their true form could take months or years, and the way to this end result is paved in pure darkness.

I have family members who maintain that they are able to communicate with beings from other worlds. One tells of a childhood abduction by aliens that happened while passing by the banks of a river; another has seen space ships land in the Amazonian

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I have written for Letras Libres, El País and The White Review. I am interested in both monsters and faith. Last year I won the Aura Estrada literary prize which is awarded every two years to writers under 35 years old who live in Mexico or the United States and who write in Spanish. I am finishing a doctorate in comparative literature in Ithaca, New York. I live beside a cemetery in a city where it snows almost all year. I believe in ghosts.


Camila Fabbri Argentina, 1989

“From my acute insomnia as a child, to the first time I escaped a fire. That is what I write about”

I was given the name Camila Fabbri when I was born 26 years ago in a clinic in Buenos Aires, Argentina. I write short stories and work as a theater director. When I was nine years old, I started saving the money I was given for my birthday so that I could attend the Children’s Book Fair that takes place every year. Those objects were mine, I had longed for them all year, and I lined them up in color order on a shelf next to my bed. At 19 years old, I wrote my first play, Brick, that was selected for a municipal playwright contest, to be turned into a production afterwards. As I was taking acting classes at the time, and I realized I could watch my classmates acting for hours without getting involved myself, I felt encouraged to direct my own text. I understood that theater and writing were intertwined for me.

I am currently working as a director on the third production of the play, Condición de buenos nadadores, based on a story from my first book of short stories, published in December 2015 by the Argentinian publishing house Notanpuan. My book is called Los accidentes, and I compiled short stories in which all the characters are scared just thinking about catastrophe. The thought is fatality; it is the idea of the accident that encompasses all of them. In some way, these jobs are still a way to save for the future; in the same way as when I was nine years old and I felt excited to spread out a pile new books, freshly printed, on my shelf.

At 22 years old, I directed my second play: Mi primer Hiroshima, that came from a short story in which an aviator was more scared of a romance than of the planes in full battle mode.

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Joel Flores Mexico, 1984

“The writer is a witness. He writes to leave a trace of his existence and to honor each of his deceased and disappeared souls” I was born in Zacatecas in 1984, in a geographical spot created by El Bajío and the semi-desert. In their search for better opportunities, my parents taught me since I was a little boy to travel with only a suitcase and an unfinished life on my back. I have lived in Guadalajara as the son of a military officer and a mother anxious to make a family; I have lived in Ciudad Juárez as the son of a factory worker and a budding stylist. I have lived in Aguascalientes as the victim of a divorce and the adopted son of uncles and aunts during summer vacations. Writing and literary scholarships led me to Mexico City in my early twenties, excited by the idea that in order to be a writer, one must live in the center, but this fallacy lasted a few months and I returned to Zacatecas to continue with my university studies. In 2008, my book of short stories, El amor nos dio cocodrilos, opened the door to the Antonio Gala Foundation, an international residency for young artists in Andalusia. Nine months later, I went back to Zacatecas to work as a copy editor and editor at a local newspaper, and

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the constant rejections from publishers made me decide, I must confess, to quit literature and go into journalism. However, love and the shared utopia of starting a family took me to Tijuana, and in 2012, my other book of short stories, Rojo semidesierto, won the Sor Juana Inés de la Cruz International Award. The financial award gave me the opportunity to put down roots on the border, work full-time on my writing and to teach creative writing classes. My first novel, Nunca más su nombre (which will be published by Ediciones Era), won the Juan Rulfo INBA award in 2014. Today, besides living in the corner of the world, I write as if I am building a house and I am working on the third floor, or better said, in the final part of a project called the Semi-Desert Trilogy, made up so far of Rojo semidesierto and Nunca más su nombre and one more unpublished novel. This trilogy outlines the damage caused by organized crime in Mexico, from the perspective of young adults born in the 1980s. My author’s page is: www.bunker84.com


Paulina Flores Chile, 1988

The characters in her stories survive, even in spite of themselves

Capricorn and Dragon. I lived in my beloved Juanita Aguirre until I was 18 years old, a town in the Conchalí commune in northern Santiago. During my adolescence, I listened to the albums of Los Prisioneros, Depeche Mode, Fiskales and Hok, and did not read very often. In 2008, I began studying literature. During that time, I made a group of friends that wanted to be writers. I decided to join them and write my first short stories, after seeing their discipline, romanticism and tenacity that they dedicated to the literary profession. At 20 years of age, I thought that the only authors worth reading were those that were dead and the bands I listened to most in Windows Media Player were Radiohead, The Smiths and The Beatles. After I graduated, I watched series like The Wire and Mad Men. Above all, I spent my time—as Don Draper says—“banging my head against the wall”, which means, I put all my efforts into writing short stories, but achieved little results. In 2014, I won the Roberto Bolaño award with the short story “Qué vergüenza”. I published my first book of short stories

in 2015 with the same title. I have been a teacher for a “2x1” school for the last three years. Nowadays, I love contemporary literature and in my library, there is a special place, almost like an altar, for the books by female authors. My YouTube plays Kanye West, Lana del Rey and Anti by Rihanna. I believe in the strength of class and gender. I have had problems sleeping my whole life.

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Carlos Fonseca Costa Rica / Puerto Rico, 1986

Narrator obsessed with obsessive protagonists. Fanatic of the absurd, of fixed ideas and concepts stretched to their limits I was born in San José, Costa Rica on February 19, 1987, a product of that happy linguistic confusion that every now and then makes us confuse Costa Rica with Puerto Rico. Half Puerto Rican, half Costa Rican, I sometimes try to convince myself that I write to discover a third homeland in literature, halfway between the fatherland and motherland, between the port and the coast.

childhood passion, the only thing left, as time went by, was a novel titled Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015), whose pages tell the story of the life of someone that did become a mad genius: the great Alexander Grothendieck. All this is a way to say that literature sometimes is an excuse we use for living the life we imagine. Or better still, sometimes literature is used to live the life that we sketched halfway.

Perhaps confused by the double nationality, perhaps trying to escape from the rigor of a fixed identity, I have not stopped moving since I was little: I have lived in Costa Rica, Puerto Rico, California and New York, Israel and England, where I currently reside. From Monday to Friday, I take the train from London to Cambridge, and at the university, I do the only thing I know how to do half decently: read books and teach them. There, in the middle of classrooms that are so old they are scary, I teach the works of Borges, Darío, Piglia and Lispector, of Cabrera Infante and Eltit.

Perhaps, however, literature is used for something simpler: to dig up obsessions. Maybe this is why, each time I sit down to write, I try to unearth obsessions and try to understand them. The modern novel, at the end of the day, is a theater full of obsessives. From Don Quijote to Captain Ahab, the novel looks for somewhere where a fixed idea is confused with its opposite: the absurd. In this sense, I am interested in exploring the strange logic that hides the art of obsessions.

I wanted to be so many things before I opted for literature: cardiologist, tennis player, architect, astronaut, engineer and soccer player. Once, I even swore that I would be a crazy mathematician when I was older, like the ones from the movies. From that 96

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Arnoldo Gálvez Suárez Guatemala, 1982

“I write to live possible lives and to converse with the living and the dead. I write on little paper boats on the crest of a tsunami” Fiction, and sometimes non-fiction, writer. I was born in Guatemala in 1982. The year of Blade Runner. The year of The Wall. The year in which General Ríos Montt, our “butcher” dictator par excellence sat in the presidential seat. As a teenager, I used to scribble down poems, like teenagers do to feel better when they are sad or bored. Writing is perhaps no more than an expression of adolescence, and if we keep writing, it is maybe because we never reached adulthood; because we never got past the rebellious phase, the unrest; because we believe, in the same way as teenagers, that if we give our imagination a chance, things could turn out differently. During my first year at university (I studied communication, a favorite for those of us who do not know what the hell to do with our lives), I read, almost at the same time, Pedro Páramo, by Rulfo, and the The Martian Chronicles, by Bradbury. I had not even got halfway through the second one when I finished my first short story. I do not know what Rulfo and Bradbury, Juan Preciado and the captain John Black, have in common, maybe it is a lot more than it seems. What I do know is that they sowed my definitive desire

to read and write fiction, and since then, I have lit candles for these beautiful secular saints. I started working soon afterwards. I worked taking photographs. I worked in television. I worked on a government program that dealt with victims from a hurricane. And from the many things I learned in those first years, what became marked on my conscious in the way cowboys mark their cattle, is that our life does not pass by, but instead we are at the intersection where the individual and collective come together, the present and the past, and it is from there that I write, under the blinking yellow traffic light. I have published the book of short stories, La palabra cementerio (2013), and the novels Los jueces (Mario Monteforte Toledo Central American Award for the Novel in 2008) and Puente adentro (BAM Literary Award in 2015). The first is the tale of a neighborhood and a group of neighbors that turn a blind eye to the law and decide to judge and punish a rapist. The second is the story of a father and child separated by a crime and twenty years of silence.

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Enza García Arreaza Venezuela, 1987

Exiled to Netflix and HBO, Enza García Arreaza prefers to write with her remorse close to her chest.Her work seeks to build a catalog of distances and subtle monsters I was born in Puerto la Cruz, Venezuela in 1987, year of the rabbit and of Joseph Brodsky. I am still not over my telescope being stolen when I was twelve years old. I was very unhappy during my elementary education because I was not pretty and I liked books, things that seemed to annoy everyone else. Between taking too much Xanax and winning a short story contest in Spain (VII Cuento Contigo Literary Award, Casa de América, 2004), I managed to get my parents to leave me alone. I studied what I wanted (Philosophy, UCV); I won other distinctions (V Contest for Unpublished Authors, Monte Ávila Editores, 2007; III National University Award for Literature, 2009); I published three short story books Cállate poco a poco (MAE, 2008); El bosque de los abedules (Equinoccio, 2010); Plegarias para un zorro, (bid&co, 2012), and a poetry and illustration book El animal intacto, (Isla de Libros, 2015). I have worked writing reports about life in my country and have appeared in diverse types of anthologies. I give a personalized “creative writing” workshop via Skype, although I have never felt comfortable with that name. My next book is called El genio del tiempo, but one is always in time to change their mind.

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On my Tumblr blog, ¡No limpies la ceniza! I talk about books, movies, childhood memories and political disappointments. I hate needing to charge my editors, but it is often necessary to take the initiative because it is usually the old-fashioned way that everyone expects you to work for free. My cat is called Orhan (Pamuk) and he is a happy cat. As I enter my third decade of life, I have stopped expecting people to love me because I write, which has, undoubtedly, been liberating. In such a way that if I continue writing, it is to convince myself that it is not so bad to be alone. I also work to improve the country, which sometimes threatens to kill us. You can find me as @enzagarcia on Instagram and Twitter.


Damián González Bertolino Uruguay, 1980

What is this narrator going to bring us? Although he has a very personal voice, from one book to another, he seems to abandon a chrysalis and fly off like a surprised animal I was born in 1980, in a district of the resort of Punta del Este. It happened to be the only poor neighborhood in the area, so I am always clarifying the fact that I am not a millionaire. This is one of the many peculiarities in my life. Since I was very young, I felt a special passion for words—loose and fluttering in unconnected phrases as if they were stories in themselves. It was a while before I began to write and read, mostly because I suffered from asthma as a young boy and it confined me to long winters among pine and eucalyptus forests. It was during these periods that I began to believe my destiny was to publish books. But I was never a bookworm. My childhood and adolescence were a series of friendly fights with my neighbors, soccer games in the street, conversations with delinquents, solitary walks among the trees or on the beach, endless crises of asthma and reading in secret when my parents forced me to do homework. There was a golf club on the other side of the street, so I also frequented the world of the rich, working to pick the golf balls when I was a young boy, looking after the cars, and occasionally as a caddy. It was going up and down that street that filled me with stories from all different walks of life. In 2009, I won one of the most important narrative contests in

Uruguay with my first book of short stories, El increíble Springer. Fortunately, the readers also liked it and my life began to change, just as I had imagined as a child. Two more novels followed that book: El fondo (2013) and Los trabajos del amor (2015). I am also preparing other books, including a few novels and a series of memoirs titled, Los pasatiempos melancólicos, the first installment of which I hope to finish soon, called El origen de las palabras. I live in the same house I have always lived in, although my parents and my siblings have moved, mostly abroad. During the week, I am a professor of literature for sixteen-year-olds and on Saturdays, I always play soccer in an amateur team as a forward. Every Saturday night, with my self-esteem in ruins from my goal failures, I bury myself in literature as if I were in a dream.

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Camila GutiĂŠrrez Chile, 1985

“Singing about love will no longer suffice� (Eros Ramazzotti)

I do not know if anyone remembers this, but about one hundred years ago, when Facebook did not exist yet, there was something called Fotolog. I had one. I opened it because I was in love with the ex of my ex, and I needed her to know that I existed in the same way that she existed for me. In Fotolog, I started writing autobiographical stories about my childhood and adolescence in a very evangelical and strict family, in which I was obliged to understand the world as they told me to: literal reading of the Bible, a million prohibitions and only one way of doing things correctly. Starting to write, therefore, became a way to separate myself from obligation, and to proclaim the world my way for the first time, to get a little bit of revenge. Suddenly, and I use the phrase suddenly because it was unexpected, a film director offered me the position of co-scriptwriter for a movie based on those texts that were my life. Joven y alocada premiered in Sundance in 2012, and won the award for best script. One year later, I published an autobiographical book with the same name under the Random House label. Just like with the movie, a lot of people started to write to me to tell me that they identified with my story of suffocation as a teenager because of religion.

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Irma Palma, a Chilean sociologist that grew up in a family like mine, says that when she was young and looked in the mirror, she saw an evangelical girl looking back at her. I felt the same way for a long time. Looking at an evangelical girl at first, and then later an ex-evangelical not so little girl. In the days that followed the movie and the book, I started to feel like someone else. I did not know what I saw in the mirror anymore, nor did I want to write because of revenge, or because of liberation. Instead of being interested in the failure of relationships imposed on me (with family members), I started to become interested in the breakdown of relationships that I had chosen myself, those with a partner. That is how my second book, No te ama, came about, also published by Random House. Just like Joven y alocada, it had a lot of success with sales in Chile. Although unlike the first book, the readers identified much less with this one. This process gave me a strange sense of happiness: I wanted to be able to forget myself. I am now writing my third book, post-apocalyptic, not as directly autobiographical, but in which the Gospel and love, mostly love, are still crucial.


Mauro Libertella Argentina, 1983

At thirty-three years’ old, he had already written two autobiographies and is now writing a third. His life and his books have now become one I was born in Mexico City in 1983 because my parents were exiled, and when I turned one, we returned to Buenos Aires, where I have lived all my life. I was educated in private schools in Argentina in the 1990’s, which gave me an American perspective of a country that was transforming forever. I wanted to be an attorney because my grandfather was, and I liked the idea of always carrying papers with me and being in a hurry, but when I began Law School, I did not have the desire or predisposition to follow that path. I switched to philosophy and I failed once again. I finally found my calling with a Literature degree, and this time, I happily became a graduate. At the same time, I started to write for some Argentinian newspapers and magazines, cultivating what we have agreed to call “narrative journalism,” which is simply writing about things we like: books, movies, albums. In August 2006, my father passed away and I thought about writing something about it, about all of it: his death, our relationship, him, me. I did do this, four years later, and the result was my first book, titled Mi libro enterrado. It was published in 2013, and as someone once said, it is possible to find

everything you will go on to write about for the rest of your life in the lines of your first book. Who knows. Two years later, I published a second book, El invierno con mi generación, which is a novel about the years during which a group of friends is formed, my friends from school, between the ages of 16 and 23 in Buenos Aires at the turn of the century. They are two books that can be read as “autobiographical,” but I like to think that, in reality, they are stories about larger topics, much larger than my own experience: grief and friendship, for example; or cultural inheritance and education. I use some anecdotes of my own life because I know them well and I have thought about them, and because by writing them, I think about them again, I invest in them and I give them closure. In 2015, I also published a book of conversations with 18 narrators and narrators from Latin America. It is a map that is not seen: a map of a continent that shares the same language and one that is writing literature that is loud and clear. That is all I can say, for now.

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José Adiak Montoya Nicaragua, 1987

“My literature is made up of human emotions, which will always be our responsibility as a species”

I was born in Managua, Nicaragua in 1987, during the most difficult period of the Contra War that wore down the country and took the lives of thousands of young people. I do not have any memories of the armed conflict, I grew up in the 90’s when the United States blockade and the war itself had ceased. I learned to read and write when I was six years old and that is what I am still doing. From my childhood, I remember more about the adventures of Gulliver and Robinson Crusoe than about my teachers, and I soon wanted to imitate these books, so I started writing my own stories. That is how I got into literature. I also wanted to write poetry, but I had to abandon that odyssey due to lack of talent for verse, although I was irresponsible enough to publish more poems than I should have done. I work only on fiction now. During my teenage years, I was part of the group Literatosis, a magazine and group that is now extinct, which represented a type of initial divide and cause, together with other groups, which would be called Generation of the year 2000, or Generation of Misgivings in Nicaragua.

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As well as collaborations in different newspapers and magazines, I have published two novels, El sótano del ángel (Océano, 2013), a book that (I am honored to say) is studied in the universities of my country, and that tells the story of an eccentric murderer who is in love and obsessed with kidnapping an angel. Un rojo aullido en el bosque (Anamá, 2015) is a contemporary version of a medieval European tale, and a book of short stories, Eclipse (Nicaraguan Institute of Culture, 2007). I have been fortunate enough to win a few awards, that have led me to do literary residences in Mexico and France. Next year, a decade after my first book of short stories, my new collection of short stories will be published. I am currently writing a novel that has more pages than it should; I promise to resolve this.


Francisco Ovando Chile, 1989

He likes to image the apocalypse and what happens afterwards. His favorite imaginary ending is of his own country, Chile

I was born on October 31, in the last year of the 1980s. As a child, I daydreamed a lot, but it was not until the age of nineteen that I was able to do it with more dedication. At that time, I was living on a sofa of some friends in Villa Frei, who also wrote and who also had badly paid jobs that cheered us up. We proofread each other’s texts, we shared our readings and we reminded each other about what was important to us: perseverance. In the mornings, we ate breakfast looking out at the neighborhood from the fourth floor and imagining the end of the world: robots, giants, aliens on the backs of chrome creatures, unstoppable pests that spread through the air, and violent spirits that possessed our neighbors. I have been an assistant to a pastry chef, a dishwasher, a waiter; I have worked editing emerging narrative in Chile, I have written advertising texts, and I have participated in and led a few short story and novel workshops. I earned my degree in Hispanic literature from the Universidad de Chile and I am currently studying an MFA in creative writing at New York University.

I recently published Acerca de Suárez (Editorial Pez Espiral, 2016), a post-apocalyptic fantasy situated in a desert. Here, I write about the end of electric flux, which leads to a brief tragedy of errors and power struggles. Prior to that, I published Casa volada (Editorial Cuneta, 2013), a text that had the fortune of winning the Roberto Bolaño and José Nuez Martín Novel Awards. Today, I hope that winter intensifies and snow falls in the north. I have started writing a story in the cold, without too much clarity. There is a pit that never stops growing, a woman whose name begins with an ‘E’, and a black stone that alters reality while time passes by close to it. I know that there is a train and in the end, it is all a trap.

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Marcela Ribadeneira Ecuador, 1982

Writing is stressful for her, but it is the only thing she does respectably

I consume two cups of coffee a day, and three deadlines a week. I am a journalist, but I did not study it at university. I visited the Faculty of Communications of some university in Quito, but I “checked out” before they gave me the student I.D. card. I told myself that film was my thing, talking so much about writing was horrifying, so I went to study filmmaking in Rome, where the silence around writing was no less. But it allowed me to accept that reality shouts, with words and images, and that there is no way to quiet it; maybe we can only try to narrate it. When I returned to Ecuador, I had various office jobs in journalism, as a film critic in the magazine Vanguardia, and editor of Gatopardo Ecuador. My stints in those cubicle cells, although educational, were fleeting and they confirmed me as the incurable freelancer that I am. I now collaborate with publications such as The Guardian (UK), SoHo Ecuador, Ronda (Spain) and the website Gkillcity (Ecuador). My first book of short stories, Matrioskas (Cadáver exquisito, 2014), was a flirtation with short narrative. Various versions of those short stories appear in the anthologies GPS (Sed de belleza, 2013), Ecuador Cuenta (Del Centro Editores, 2014), Ficción mínima 104

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II (Palabralab, 2013), as well as in literary magazines in Mexico, Argentina, Ecuador and United States. In March 2016, Suburbano Ediciones published my e-book of short stories, Borrador final. Some of my work in narrative journalism can be found in the anthology, La invención de la realidad (La Caracola, 2014), and in 2016, the Foundation for New Ibero-American Journalism included me among journalists whose work would be published in a book about Latin American cities in the framework of Habitat III. I have not forgotten about images completely, although now I concentrate on their statism and not their movement. The digital collage allows me to steal the brilliance of others without any consequences and contaminate it with a little bit of me. And narrate, of course. Some of these works can be seen on the platforms of Cultura Colectiva (Mexico), Arte Contemporáneo Ecuador and Suburbano (Miami). A sample of my last series will be included in the Guide to Contemporary Art of Ecuador (Editorial Turbina). Now the important part: I want to earn a living looking after cats. And, if it pays well, writing too.


Carol Rodrigues Brazil, 1985

An author mentally blinded by strange stories guided by the sound and visibility of the words

I was born in Rio de Janeiro in 1985, and at an early age, I moved inland with my family to the state of São Paulo, then to Leeds (England), Brasilia and a few other cities. My father and mother were young apprentices at the time. We stayed the longest in São José dos Campos, an inland city, where my adolescence was a little boring, and maybe that is why I read so much. I studied sound and image at Universidade Federal de São Carlos, and film has been a great inspiration for my writing. I studied a master’s degree in international performance studies at the Universities of Amsterdam and Warwick, through the scholarship study program Erasmus Mundus. My research focused on gender performativity in Latin American political resistance, particularly within the Zapatista Movement (Mexico), and the work of the performer Regina José Galindo (Guatemala). I currently live in São Paolo, where I am a producer in the Audiovisual and Literature Center of Itaú Cultural. I give writing classes in the Free Writer Preparation Course at the Casa das Rosas, and I continue to write.

My first book, Sem vista para o mar (Edith, 2014), won the Jabuti and Clarice Lispector awards last year (National Library Foundation) in the short story category. My second book, Os maus modos, was written with the support of Proac (Ministry of Culture of the State of São Paolo) and will be released shortly. In June and July of this year, I did an artist residency at Instituto Sacatar (Itaparica- Bahía), where I began my third book and first novel Míngua de Maré. My stories were published in the magazines Words Without Borders, Parênteses, Vacatussa, Revista Pessoa, Revista E (SESC), Livre Opinião, Jornal Opção, and Antesala das Letras. This year, I participated as a guest author in the Rota das Letras Literary Festival in Macau.

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Óscar Guillermo Solano Mexico, 1983

“I try to write stories that resist being read more than once, that go beyond anecdotes or surprise. Tales with more than one purpose, with some type of gap that the reader can fill” My name is Oscar Guillermo Solano García, I was born in Guadalajara and I am a writer. I learned how the alphabet worked by tracing the letters of my name in the soil of the patio. The first word I consciously wrote was “bear”. My older brother put books within my reach when he built a bookshelf. I remember when the planks arrived from the carpenter’s shop, when he hammered nails into them, when he varnished them, and the smell of the night while we waited for the varnish to dry. The next day, he arranged all the books in the house on the shelves. I do not know where they had been kept previously. Most were school textbooks, and I became interested in one about geography and one about grammar, but since they were publications from the 1980s, while I was memorizing the countries, many of their capitals were being transformed. Something similar happened to me with the grammar book, as one day at school my teacher told me that the ‘Ch’ and the ‘Ll’ were no longer letters. The final straw came when currency changed around that time. I think I felt then what I will feel in old age, in any case, I know I discovered nostalgia. There were also literary works on the bookshelf. 106

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They were on the top shelf and did not have illustrations. Perhaps this is why I admired them more and I was okay with just looking at their covers. Two belonged to my father: The Bible and Pedro Páramo, they were the only ones. With my childish respect and disrespect, I read fragments of the former as tales and the latter as a sacred object. I often still fall into this impious confusion. I was still young when I read Demian, by Hermann Hesse; I did not understand it fully but it fascinated me, and I resolved to write books that had my name on them. Since then, many things have happened but the ambition has remained. In 2005, I published my first short story, which due to a misunderstanding was given the title “Los días y los años”. In 2008, I wrote “¡Digan Whisky!”, which took me to Scotland; in 2010 “La última”, which allowed me to visit Xalapa. In 2015 I published the first book which was solely mine and which I took to Southern Jalisco: Los echamos de menos. All of these texts were granted awards and have allowed me to start consoling the boy that once felt bad for Yugoslavia, the 500 peso coins, and that feared, and still fears, that the ‘Ñ’ will be expelled from the dictionary.


Jennifer Thorndike Peru, 1983

“I read and I write. I want my literature to be intense and show people what we find difficult to accept�

I was born on October 23, 2983 in Lima, Peru; there was an earthquake that same day, as is common for that month and city. I began to write when I was fourteen years old, which is why I wanted to study literature or journalism, but I was not able to convince my parents. In the nineties, Peru was going through a severe economic crisis and they wanted me to study a degree that was considered more lucrative. I ended up studying psychology. Despite my interest in medicine and psychiatry, the visits to the anatomy dissection hall forced me to leave and I asked to be transferred to communications. I graduated with honors, but with the annoyance of not having studied what I wanted. A professor told me that he was sure I would give up that career for writing. He was right. My revenge came in 2012, when I began a doctorate in Hispanic studies at the University of Pennsylvania in Philadelphia. There I learned to teach and carry out research, activities that I felt as passionate about as I did about writing and reading. I will finish my thesis in a year and will have a PhD.

Both sold out quickly. Thanks to (ella), I went from independent publishing houses to publishing my second novel Esa muerte existe, with Penguin Random House, this year under their Random House Literature imprint. In this novel, my old obsession with understanding the human mind and behavior, now without the visits to the dissection hall, is intertwined with my postgraduate studies in political theory and social structures. Thank you to Michel Foucault for this. I also published the book of short stories, Antifaces, in 2015, and some of those stories were translated to English, Portuguese and French. As an extra piece of information, I like videogames such as Silent Hills and Resident Evil, I collect Stormtroopers and I read constantly. One could say I am a gamer, a geek and a nerd, but will always be a writer above anything else.

I published my first book of short stories, Cromosoma Z, in 2007. I was quite young, 23 years old, and I was extremely excited to see the book in my hands. It took me five more years to publish my novel (ella) that had a second edition in 2014. O ch e n ter os

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Este catálogo fue impreso sobre papeles que disminuyen el impacto ambiental y cuentan con una certificación internacional. OCHENTEROS se terminó de imprimir en noviembre de 2016 en los talleres de Equilátero Montemorelos 129, Col. Loma Bonita, Zapopan, Jalisco Tiraje; 1,000 ejemplares Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la FIL Guadalajara




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