Latinoamérica Viva FIL 2015

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2015


Agradecemos su valioso apoyo a: Ministerio de Cultura de Brasil, Fundación Biblioteca Nacional de Brasil, Cámara Brasileña del Libro, Cámara del Libro de Colombia, Conaculta, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile, Dirección de Literatura de la UNAM, Editorial Planeta, Ministerio de Cultura y Juventud de Costa Rica, Ministerio de Cultura de Ecuador, Instituto de Cultura Puertorriqueña, Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay

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Latinoamérica Viva 2015


UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA

COMITÉ ORGANIZADOR

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla Rector general

Raúl Padilla López Presidente

Miguel Ángel Navarro Navarro Vicerrector ejecutivo

Marisol Schulz Manaut Directora General

José Alfredo Peña Ramos Secretario general

Tania Guerrero Directora de Operaciones

Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

Laura Niembro Directora de Contenidos

Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Gonzalo Celorio Asesor literario María del Socorro González Administradora general Mariño González Coordinador general de Prensa y Difusión Bertha Mejía Coordinadora general de Patrocinios Armando Montes Coordinador general de Expositores Rubén Padilla Coordinador general de Profesionales Ana Luelmo Coordinadora general de FIL Niños Dania Guzmán Coordinadora de Edición y Diseño

Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Índice

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Gabriela Alemán

(Ecuador)

6

Juan Álvarez

(Colombia)

8

Carlos Arcos Cabrera

(Ecuador)

10

Yolanda Arroyo

(Puerto Rico)

12

Guillermo Barquero

(Costa Rica)

14

Fernando Butazzoni

(Uruguay)

16

Simone Campos

(Brasil)

18

Flávio Carneiro

(Brasil)

20

Daniel Centeno Maldonado

(Venezuela)

22

André de Leones

(Brasil)

24

Rubens Figueiredo

(Brasil)

26

Margarita García Robayo

(Colombia)

28

William Grigsby Vergara

(Nicaragua)

30

Sergio Gutiérrez Negrón

(Puerto Rico)

32

Claudia Hernández

(El Salvador)

34

Andrea Jeftanovic

(Chile)

36

Raphael Montes

(Brasil)

38

Pola Oloixarac

(Argentina)

40

Leonardo Padura

(Cuba)

42

Denise Phé-Funchal

(Guatemala)

44

Antonio Prata

(Brasil)

46

Daniel Quirós

(Costa Rica)

48

María Paz Rodríguez

(Chile)

50

Warren Ulloa- Argüello

(Costa Rica)

52

Carlos Vásconez

(Ecuador)

54

Óscar Vela

(Ecuador)

56

Horacio Verzi

(Uruguay)

58

Carlos Wynter Melo

(Panamá)

60

Diego Zúñiga

(Chile)

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NOTA PARA EL LECTOR Desde sus inicios, hace ya 29 años, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha buscado ser una plataforma para las voces más diversas de la literatura escrita en español; fiel a esta vocación de la Feria como caja de resonancia fue lanzado en el año 2011, coincidiendo con la vigésima quinta edición de la FIL, Los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina; fue tal el éxito del ciclo, tanto entre el gran público como en los profesionales del libro, que a partir del año siguiente se instituyó el programa Latinoamérica Viva, que en este 2015 llega a su cuarta edición. 104 autores han desfilado por este ciclo literario en sus tres primeras ediciones; 104 voces que buscan lectores más allá de sus fronteras; 104 formas de interpretar la realidad latinoamericana; 104 susurros, 104 gritos, 104 invitaciones a sumergirse en este denso río latinoamericano. Regalar a nuestros lectores cada año, una muestra de la enorme calidad literaria que corre por nuestro continente, y que los profesionales del libro vean las opciones para enriquecer sus catálogos que tiene este raudal, es lo que alienta a esta Latinoamérica Viva, que reúne en cada sesión a escritores de distintos países, consagrados y noveles, animados con la idea de que es posible derribar las fronteras que el mercado impone a la literatura latinoamericana, con la certeza de que hay un público ávido de encontrarse con esas historias. En esta edición, 29 autores de 14 países estarán presentes en la FIL; durante seis días el público podrá viajar de la Patagonia a La Habana, de la convulsa Caracas a lo más profundo de Brasil, o del Caribe puertorriqueño al conurbado santiaguino; emocionarse con historias escritas desde la estrecha cintura de Centroamérica o desde el paralelo cero; y podrá constatar que Latinoamérica se encuentra más viva que nunca.

Laura Niembro Directora de Contenidos

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Gabriela Alemán ECUADOR, 1968

En 1993 conocí a Juan José Arreola en un pueblo, a dos horas de Málaga, llamado Mollina. La primera noche recitó trozos de obras en francés que, me dijo, eran textos que había declamado junto a Sarah Bernhard en París; al día siguiente contrató una limusina, me metió dentro, y dio órdenes al chofer de llevarnos a Ronda. No recuerdo de qué hablamos pero estaba sentada al lado del autor de La Migala, estaba sentada al lado de un inmortal, ¿de qué podía hablar? Lo escuchaba, no recuerdo qué decía. Cuando llegamos tomamos hacia la Plaza de Toros, no sé qué le dijo al cuidador pero nos abrió la puerta y nos guió al ruedo. Una vez allí se quitó la capa y me dijo que me iba a torear. Que debía hacerle de toro.

©Jimmy Mendoza

Así que Juan José Arreola me toreó en Ronda y tres años después apareció mi primer libro de cuentos, Maldito corazón. No sé si hay relación: no sé si no hubiera conocido a Arreola, si no me hubiera toreado, si alguna vez me hubiera sentado a escribir un libro pero lo conocí y, cuando lo conocí, pasé varios días escribiendo, pensando que Juan José Arreola, el autor de La Feria, el inmortal, me iba a leer. Así comenzó todo. Luego han ido apareciendo más libros − Zoom, Fuga permanente, Body Time, Poso Wells, Álbum de familia y La muerte silba un blues− pero nunca más estuve en un ruedo, ni nadie más me toreó.

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ECUADOR

FRAGMENTO DE “CONFIRMACIÓN ” Nat fue el que se me acercó cuando supervisaba la tala y desbroce del terreno para el nuevo campamento. Tenía a veinte hombres bajo mi mando y se decía por ahí que era el mejor capataz de las cuadrillas. El que, al fin del día, había cubierto la mayor cantidad de terreno. Nat era un chico observador, vio cómo trabajaba a los campesinos traídos de la sierra por helicóptero. Admiró lo que pensó era nuestro espíritu de cuerpo, le gustó la manera en que yo mantenía el control. Estuvo cinco días dando vueltas por los corredores del campamento hasta que el domingo ingresó con la excusa de esparcir la palabra del Señor antes de acercarse a mí. Traía una Biblia en español cuando debía traerla en quichua, aunque, en realidad, hubiera dado igual, él sólo hablaba inglés. Al final, acabamos tomando cervezas. Bebió demasiadas. Me contó que su esposa estaba embarazada y que quería un poco de acción y que tenía una idea pero que necesitaba a alguien como yo para llevarla a cabo.

Alemán, Gabriela. Álbum de familia. Ecuador: Cadáver Exquisito ediciones,

2012.

Me aburría, mirar la selva sólo lleva a la locura o a reflexionar sobre el sentido de la vida, y la metafísica es una rama que, a mi entender, sólo encaja bien en el culo de un elefante; fue la única razón por la que lo escuché. ― ¿Sabes por qué me obedecen? —le dije mientras armaba un cigarrillo. ―No —respondió al tiempo que dejaba la botella sobre el tablero de la mesa para prestarme atención. ―Porque el primer día que salimos a la trocha y que alguien paró, le metí un tiro en el estómago y lo dejé desangrarse el resto del día mientras los otros trabajaban —pasé mi lengua por el papel y terminé de enrollarlo. El chico se rió nervioso a mi lado y yo no agregué una sola palabra a lo ya dicho. ―No hiciste eso —me dijo luego de un momento. Fumé mi cigarrillo mientras veía cómo sopesaba sus opciones. ―No lo pudiste hacer, porque estarías en la cárcel y no hablando conmigo —dijo, intentando que su voz se mantuviera de este lado de la liviandad. ― ¿Qué alguacil me iba a detener? —comenzaba a disfrutarlo. ―Te hubieran denunciado —insistió. ― ¿Quién? —abrí otra botella—. ¿A quiénes? Comenzó a moverse incómodo en el asiento, seguía calculando. Parecía caer en cuenta, por primera vez, de dónde se estaba metiendo. Saboreé la turbulencia que atravesó su mirada. El muchacho se echó para atrás y no volvió a abrir la boca, me paré y dejé que pagara la cuenta. No me despedí. Una semana después, estaba de vuelta, proponiéndome un negocio. Cuando terminó de explicármelo, le pregunté qué ganaría si aceptaba.​

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Nombre Juan Álvarez PAÍS, AÑO 1978 COLOMBIA,

NacíBioen Neiva, capital del departamento del Huila, sur de Colombia, en 1978, tiempo de paro cívico nacional. He tenido la suerte de un par de premios literarios: Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá 2005 y Premio de Ensayo Revista Iberoamericana 2010, este último por un texto sobre el insulto y la ofensa como aparatos retóricos e instrumentos políticos en la Independencia de Colombia. He trabajado como decorador navideño de centro comercial, mesero, traductor, editor de revistas, secretario de oficina contestateléfonos, vendedor de la tecnología Urtak, escritor fantasma de libros de celebridades que escriben con el culo, y diseñador del proyecto de maestría en escritura creativa del Instituto Caro y Cuervo en Colombia.

©Daniel Lara Cardona

He publicado las novelas C. M. no récord (Alfaguara, 2011) y La ruidosa marcha de los mudos (Seix Barral, 2015). Este 2015 Planeta rescató mi libro de cuentos publicado hace diez años. Lo hizo con un título nuevo: Nunca te quise dar en la jeta, Javier (Seix Barral, 2015). En el año 2011 fui elegido como uno de Los 25 secretos mejor guardados de Latinoamérica en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

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No tengo página web personal. No tengo blog. Nunca abrí una cuenta de Facebook. Tecleo apenas con dos dedos. Nada de esto lo digo con orgullo. Lo digo apenas como constatación notarial de lo que sí tengo, que es una cuenta en Twitter: @_JuanAlvarez_


COLOMBIA

FRAGMENTO DE LA RUIDOSA MARCHA DE LOS MUDOS José María Caballero Llanos no entró en el corazón de neogranadinos ilustres por decir su mente. Tampoco por callársela. Fue más simple: su cara propia, esa que en los buenos casos le leían de saber escuchar. No tenía otra. En lo que era hablar la mandíbula se le había puesto tiesa a los ocho años, después que lo aventó al suelo una burra en uno de los cañones del camino a Choachí. Fuerte agarraba la tormenta de cordillera. Al principio centellas que parecían pintura a distancia en los picos nublados, pero luego pronto el ruido iracundo de rayos malsanos encima de sus cabezas. El animal con susto recibió mal un tirón aquí de la rienda, se encabronó y sacudió hasta las pezuñas. El niño Caballero dio a un charco hondo del que lo sacaron inconsciente y con la quijada rota atrancada en barro. Acompañaba a don Mariano, su padre, que pa ese año de 1773 le había metido ya cuatro viajes corticos en mula, porque ayuda bendita era lo que el muchacho intuía del oficio de marchar mercancías.

FICHA Álvarez, Juan. La ruidosa marcha de los mudos. España: Seix Barral, 2015.

Su primera faena fue campanero. Prenderse a la boquilla del cuerno y sonarlo a soplo grueso cuando sospechara de algo: un ladronzuelo; algún vagabundo desesperado; oficiales de recaudación con malas intenciones. Así mientras su padre se ocupaba de ir entrando en tambos y tabernas, en estancos y recovecos, camino a los alrededores de la capital, a veces ofreciendo al nororiente carga que venía del sur, a veces al cruzado, tres, cuatro, quince días, que lo más era trigo, lana, algodón, lino, cáñamo, añil, textiles de Girón, ruanas de Tunja, maderas de Guaduas y a veces cacao y azúcar, cuando conseguía llegar temprano en el mes a la villa de Honda. Esto y sacos de dos tamaños: los grandes de lona, pa meter aparatejos y libros; y los mirringos de terciopelo pa esconder piedras preciosas, joyas rehechas y alcahueterías raras ordenadas por ibéricos panzones. Cinco semanas mantuvo el niño Caballero en cama. Lo limpiaron, le cosieron los rotos y le reacomodaron a sobaje el hueso quebrado de la mandíbula abultada en la parte inferior de la oreja derecha. Ni ahí chistó palabra. Tieso namás igual que carroña a la espera de gusanos. Un médico gachupín, al que el papá le transportaba libros que le enviaban a Cartagena desde La Habana, le trató la hinchazón con potajes y el entumecimiento con rutinas de masajes para carnes y tendones. Aunque el niño parecía muerto funcionaba en sus órganos. Ruido le hacían las entrañas, y era como el hacer mismo de la vida. Pasaba papillas y sopas, hacía del baño y respiraba ligero y lejos con la regularidad de las lluvias de abril. Todo lento entre gasas y ungüentos. Pero vivo.

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Carlos Arcos Cabrera ECUADOR, 1951

Cuando era niño pasaba las vacaciones escolares en la casa de mi abuela, en el campo. No había fluido eléctrico y, por consiguiente, tampoco había televisión y menos aún juegos electrónicos. Después de cenar la abuela sacaba las cartas para jugar solitario. Terminaba el juego y apagaba las velas y la lámpara de queroseno. La oscuridad nos rodeaba, así como los sonidos de la noche. Yo no podía dormir y, para que el sueño me llegase, me contaba cuentos a mí mismo. Poco a poco, los cuentos que me contaba se iban convirtiendo en sueños y los sueños en otros tantos cuentos. No sabía que eso era hacer literatura; lo comprendí tiempo después.

©Mimo Privetera

Me demoré muchos años en publicar mi primera novela, Un asunto de familia (1997). Fue el comienzo. Luego publiqué Vientos de agosto (Editorial Planeta, 2003), que resultó ganadora del Premio Joaquín Gallegos Lara; El invitado (2007), con la que obtuve por segunda ocasión el Premio Joaquín Gallegos Lara; Memorias de Andrés Chiliquinga (Alfaguara 2013), mención de honor del Premio Jorge Icaza, y Para guardarlo en secreto (Alfaguara, Serie Roja, 2014). Para guardarlo en secreto fue una de las novelas más leídas entre el público joven ecuatoriano en 2014, y en poco tiempo ha tenido dos ediciones y muchos jóvenes han vivido las aventuras de Tommy y del gato. Los años han pasado y para dormir, me cuento un cuento que se transforma en sueño y luego, aquel sueño se convierte en cuento.

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ECUADOR

FRAGMENTO DE PARA GUARDARLO EN SECRETO La historia de este libro se inicia en junio de 1954 en Buenos Aires, República Argentina. Mi padre, cuyo nombre mantendré en reserva, al igual que el mío, fue un destacado científico argentino descendiente de inmigrantes alemanes. Trabajaba en la Escuela Neurobiológica Argentino-Germana. De su seriedad académica nadie dudaba hasta el fatídico invierno del 54, en que cometió la imprudencia de comunicar a sus colegas que había descubierto que los gatos, los gatos comunes, eran teléfonos.

Arcos Cabrera, Carlos. Para guardarlo en secreto. Quito: Alfaguara, Serie Roja, 2014.

La vida de nuestra familia, de la noche a la mañana se transformó en el centro de las burlas más despiadadas. No pasó mucho tiempo antes de que la facultad le comunicara oficialmente que prescindiría de sus servicios. La deshonra nos marcó. Declarado demente por iniciativa de mi madre y de sus ex colegas, fue internado en el Hospital Psiquiátrico. Papá desapareció de mi vida hasta que un día cualquiera nos informaron que había fallecido. […] Se acercaba la primavera del 2010, y Celia, mi hermana, me invitó a Nueva York, donde residía. Ella formaba parte del selecto grupo de músicos de la filarmónica de esa ciudad. Tocaba el cello. Al igual que yo, permanecía soltera. Mientras ella iba a los ensayos, yo salía a caminar por el parque. Una de esas mañanas, me senté a mirar dos estorninos que se disputaban un insecto, cuando escuché que alguien preguntaba: «¿Te gustan los pájaros?». Miré a mi alrededor mas nadie se encontraba cerca. Supuse que el viento había traído hasta mí el fragmento de un diálogo lejano. Continué observando la escena, cuando me sorprendió escuchar: «Los estorninos son una peste». Nuevamente observé en torno sin encontrar persona alguna. Me preocupé. Alguien intentaba burlarse de mí. Preferí marcharme. Al día siguiente volví al mismo lugar. Sobre la gruesa rama de un cerezo negro dormitaba un gato adulto, robusto, fuerte y con el pelaje con manchas oscuras, que rememoraban lejanamente la piel de los tigres de Sumatra. El animal levantó la cabeza. Había detectado mi presencia. Pude imaginar sus músculos tensarse para escapar en caso de que se sintiera amenazado. Fue entonces que cruzamos nuestras miradas y sucedió lo inimaginable: me miraba a mí mismo a través de sus ojos, al igual que en una cámara de video de las que instalan en las tiendas; a la vez que podía ver su vida, como un juego de imágenes perfectamente organizadas, que extraía de su memoria. Me descubrí con la espalda encorvada. No sólo eso, sino que escuché sus reflexiones sobre lo que él miraba, es decir, sobre mí, expresadas mediante un lenguaje extraño y comprensible, sinuoso y transparente, franco y en determinados momentos tan hiriente que sólo el ejercicio de mi voluntad de científico me mantuvo allí.

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Yolanda Arroyo PUERTO RICO, 1970

Soy octubreriana, octubrerina, octubrina, Bio octuberista. Escribo únicamente los días 29. Menstrúo cabalgada en el asteroide b612 próximo a colisionar con el planeta. Agonizo cansada de injusticias, de exclusiones, harta de las diferencias —todas ellas inventadas. Por eso escribo. Susurro la palabra desosirio en la boca de el Principito. Un susurro-denuncia, un diseño cuántico ancestral en donde los paralelos, los agujeros negros y las supernovas me dan el perfecto derecho de besar la boca de hombres y mujeres, parir criaturas con vulva desde mi vulva, y tararear canciones de Calle 13. Soy una mujer que ocupa, una negra que ocupa, una bisexual que ocupa. Soy la denunciadora interventora que troca, que transgrede, que invierte. Piel oscura, ojos brujos, pestañas enredaderas. Puertorriqueña con 29 lunares en todo el cuerpo, un mapa gitanesco en cada palma de la mano y poco aire en los pulmones, por asmática. Soy el sexo opuesto del sexo opuesto, a quien toca su mismo espejo. He sido parida en novilunio por mi unigénita de nombre austral.

©Zulma Olivera Vega

Por eso escribo. Por eso nacieron las novelas Violeta y Caparazones; los libros de cuentos Antes y después de suspirar, Animales de apariencia inofensiva y Labio pegadas; los poemarios Perseidas y Maneras de quererse.

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PUERTO RICO

FRAGMENTO DE “ FINAL DE LETICIA ” Escoges al muchacho vestido de chica. Convences a los otros para que te permitan la excepción. Entras con él a su habitación luego de explicar tus razones. Los nervios de todos logran algo de desconcierto por lo que fácilmente hacen caso a tu voluntad, que ya va sentando precedentes. Cruzas el umbral y después que estudias el cubículo, las luces de colores, las paredes algo mugrientas, te sientas al lado de la mesita de noche en donde hay colocado un libro. Lo llevas a tus manos y lees la portada: Final del juego de Julio Cortázar.

Arroyo Pizarro, Yolanda. Menorragia, cuentos. Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2015.

Leerás todas las historias que Cortázar plasma en sus páginas con sediento desafío. Para ello requerirás de varias visitas nocturnas al mismo puterío y un lapso de tiempo que se extenderá en un juego de rutinas de laburo, cobro de trabajos, adquisición de lo estrictamente necesario para no malgastar plata y poder tener el dinero que te hará regresar a Leticia durante los próximos tres meses. Le pones Leticia esa primera noche. Ambas están cagadas del miedo y preguntas qué personaje del libro le ha llamado más la atención. Ella te dice el nombre y tú la bautizas así. Pides que te lea uno de los cuentos y Leticia escoge Continuidad de los parques. Aquel bautismo marca una rutina bonita, porque a veces lees tú, a veces lee Leticia. A veces llegas con algún pedazo de papel en el que has copiado extractos de la biografía de Julio, extraídos de la biblioteca pública o municipal. Y siempre termina la velada tú maquillando a Leticia, tú colocándole una o dos pelucas, tú decidiendo si se ve mejor de rubia o de pelirroja, untando de perfume sus hombros, su cuello, las mejillas. Y luego juegan a los besos, aquellas lánguidas exploraciones de boca.

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Guillermo Barquero COSTA RICA,1979

Antes que hablar sobre la escritura, hablaría sobre la lectura, que es un placer mayor. Hace más de veinte años decidí que imbricaría mis actos, mis penurias, mis celebraciones –mi vida, en fin– con el acto de leer, que a fin de cuentas es crearse mundos imposibles merced al prodigio de la palabra escrita. Leer es convertir esas penurias en episodios de un placer exquisito, es transformar esas celebraciones pequeñas y cotidianas en otras, apoteósicas. Leer, a final de cuentas, no es otra cosa que procurarse mundos ilimitados. Pero el acto de leer, en ciertas personas predispuestas a una forma especial del drama y a la ensoñación, desemboca en la escritura. Y escribir es un leer al que se le unta una cierta forma de intensidad o de paroxismo febril.

©Guillermo Barquero

He escrito relatos, artículos de opinión, cartas de amor, novelas (de ellas, se han publicado El diluvio universal, Esqueleto de oruga y Combustión humana espontánea, reseñas, críticas, ensayos y toda suerte de textos que han llegado a publicarse en los entornos más diversos e inimaginables: revistas de música y arquitectura; publicaciones literarias y fotográficas; antologías de relatos costarricenses, centroamericanos y latinoamericanos. Esos productos de la escritura los han traducido al francés, inglés, portugués y alemán.

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Quisiera seguir hablando sobre lo que he escrito, pero preferiría detenerme acá e irme a leer, que es un acto mayor, un mundo mayor, un placer infinitamente mayor.


COSTA RICA

FRAGMENTO DE “ ÚLTIMA ERA GLACIAL ” “Islandia es un país extraño. Parece, en las lejanísimas fotos de satélite, una gran verruga blanca, una infección en medio de un mar inhabitable. Su densidad de población es bajísima; no hay ni trescientas mil personas en la gran isla a la que hay que llamar país. La tasa de alfabetismo es impresionantemente alta: casi del 99.9%. Algo impensable. Pero, como pasa con todos los lugares invadidos por el hartazgo, tiene que haber asesinos que disparan a quemarropa y dejan el cúmulo rojo de la sangre de las víctimas sobre la nieve. Imagino los enormes bloques de hielo, los niños caminando hacia la escuela y luego al colegio y más adelante a la universidad, viendo lo agreste de un paisaje de ríos congelados, una gran meseta central, millones de montañas blancas y totalmente muertas. Es un sitio inquietante, no hay duda.

Barquero, Guillermo. Metales pesados. Costa Rica: Editorial Costa Rica, 2010.

¿De qué viven en Islandia? Pues de lo más esperable en un territorio yerto rodeado de un mar que debe de ser como un gran infierno azul: de la pesca, principalmente. Es cierto que hay grandes industrias islandesas de fundición de hierro y aluminio, pero son los pescados los que mantienen en movimiento el fuelle económico de la isla. Debe de ser lo único vivo, a parte de las personas que caminan los 365 días del año embutidas en sus ropas invernales, consustanciales a su naturaleza glacial. Debo decirlo: todo esto lo aprendí a punta de malos polvos. Marcela y yo nunca fuimos amantes especialmente buenos. Sí, hay parejas de buenos amantes, y otras que, a pesar de poder amarse con locura o una profundidad inusitada, no saben hacer el amor. Nosotros pertenecemos a este segundo grupo, el de los amantes pobres, que se incomodan porque sus huesos chocan, sus músculos son incompatibles, y sus tendones se acalambran porque el cuerpo del otro, a pesar de ser flaco y espigado, pesa toneladas. Nunca aprendimos a coger. Con los años, las cosas no han hecho más que empeorar, aunque a ninguno de los dos le guste la palabra. “Empeorar” es totalmente peyorativo, indica un deterioro general del estado de cosas. Algo que estuvo bien, ahora está peor. Es decir, convencionalmente, no sirve, sus mecanismos no funcionan, o hay algo que impide la marcha normal de eso deteriorado. El caso nuestro no es así de drástico: nos queremos, nos damos besos apasionados, nos mordemos los labios. A mí me encanta su cuerpo blanco, sus senos firmes y pequeños, medio torcidos hacia abajo, como todos los senos naturales, que cuelgan levemente. Me encanta su abdomen que, a pesar de no estar marcado como el de las personas que hacen ejercicios, es plano y tiene en su centro un hermoso ombligo profundo, en el que meto a veces la lengua. Marcela tiene un cabello rizado, negrísimo. Su piel, en contraste, parece la de un fantasma, o semeja la nieve, la desolación incluso.”

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Fernando Butazzoni URUGUAY, 1953

Nací en Montevideo y lo único que sé hacer es leer y escribir. Con eso paro la olla desde hace 30 años. Empecé a publicar en 1979. Mi primer libro era un puñado de cuentos titulado Los días de nuestra sangre. Luego me animé con un ensayo sobre Lautréamont de unas 300 páginas que me publicó Seix Barral. Pero se me da bien la novela. Algunas han sido traducidas, otras llevadas al cine y algunas piadosamente olvidadas. También escribo guiones para cine, lo que me llevó a enfrentar un batiburrillo de aquellos con la película Esclavo de Dios, de 2013. Soy poco sociable, así que es improbable que alguien de ustedes me haya visto por ahí, en cocteles o mesas redondas. Es que no me agrada la vida literaria, sino la literatura. Los salones no me cuadran. Ahora vivo en Montevideo, aunque a Onetti nunca le vi ni el pelo.

©Gerardo Gancedo

En general ando por el mundo cazando historias. Estuve en las selvas de Centroamérica, en los bosques quemados del Amazonas, en el desierto de Atacama y en el farallón de Cal Orcko, a tres mil metros de altura, buscando las huellas de los últimos dinosaurios. Mi más reciente aventura fue una expedición a la Antártida, a comienzos de este año. Y que nadie se confunda con este resumen: no tengo ningún sentido del humor.

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URUGUAY

FRAGMENTO DE “RUEDA QUE TE RUEDA” El tiroteo sigue. Es entonces, en ese instante de pavor, mientras corre enloquecida por una calle de tierra en los arrabales de Peñalolén, que Natalia recibe la revelación: está embarazada. Esa epifanía ella la percibe como una especie de tela que cae despacio sobre sus ojos y los cubre por completo. No ve nada, pero puede oír todo lo que ocurre alrededor. Al principio cree que la han herido, aunque enseguida entiende que es la magnitud del descubrimiento lo que vela su mirada. Dos palabras y el mundo es otra cosa: está embarazada. Se pregunta cómo no se dio cuenta antes, cómo no asoció las señales de su cuerpo. Se pregunta por qué permitió que este momento llegara de la forma más absurda. No tiene dudas de que está embarazada. Cual un rayo se le cruza la memoria de los días y las noches en Cachagua junto a Javier. El amor está ahí, con el miedo y la esperanza y la desesperación y la vergüenza por tanta cobardía y por ceder ante ese terror que la enceguece.

Butazzoni, Fernando. Las cenizas del Cóndor. Montevideo: Planeta, 2014.

El aire comienza a llenarse de sirenas. Natalia cree por un momento que son ambulancias de socorro que vienen a ayudar, a asistir a los heridos. Ese pensamiento deja en su alma una traza amarga, porque al punto le revela la estupidez de la idea, la infinita estupidez de todo lo que le pasa. No son ambulancias sino policías, patrulleros, vehículos militares, vaya a saber cuántos llegan convocados por la sangre. Y luego, otra vez los balazos cercanos. Aunque la tela que cubre sus ojos le impide ver, ella sabe que es Iriarte el que se bate ahí atrás, en algún lugar de la cuadra, contra los militares que los persiguen. Él protege la retirada de las dos mujeres. Yolanda ahora está otra vez a su lado. ¿Cuánto tiempo ha pasado? La mujer toma su mano y vuelve a correr, casi la arrastra, jadea, no dice nada. Natalia en realidad no sabe si jadea o llora. O ambas cosas, igual que ella, que está dispuesta a correr hasta el fin del mundo con tal de no morir. Piensa en el Che y en la entrañable transparencia, en Allende y en La Moneda bajo las bombas, en los heroicos que no fueron, en los que nunca conoció, en Camilo Torres y en la canción de Viglietti; piensa que donde cayó Camilo nació una cruz, pero que eso no la ayudará a salvarse ahora, a escapar del tiroteo ya mismo, a no ser otro muerto más en ese panteón que nadie visitará, otro montón de huesos con canciones, piensa, otra entrañable transparencia, otra nada llena de poesías y leyendas. Piensa en el niño que no será, rueda que te rueda hacia la vida nueva, canta Viglietti y ella corre para no morir.

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Simone Campos BRASIL,1983

Nací en Río de Janeiro, en 1983. Aunque la actividad física me gustase, siempre he sido una carioca atípica: desde chica, amaba pasatiempos dichos antisociales, como la lectura y los juegos electrónicos. Siempre he deseado ser escritora. Después de muchas tentativas de escribir un libro, finalmente lo logré a los 17 años, con la novela No shopping (2000). A los 23 años publiqué otra novela, A feia noite/La fea noche (2006), una historia noir situada en Río de Janeiro sobre la convivencia entre un marketer político y una prostituta. Publiqué en la web la novela de ciencia ficción Penados y rebeldes (2006-2007). Gané la Beca Petrobras de Creación Literaria para escribir mi libro de cuentos Amostragem complexa/ Muestreo complejo (2009) y de nuevo para el libro-juego Owned-Um novo jogador/Um nuevo jugador (2011).

©Rodrigo Deodoro

Mi novela más reciente y tradicional es A vez de morrer/El turno de morir (2014, Companhia das Letras), en el que una joven mujer carioca comienza a frecuentar la finca de su fallecido abuelo donde se implica de maneras inesperadas con la vida local.

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Soy maestra en literatura comparada por la Universidad del Estado de Río de Janeiro e inicié ahí un doctorado sobre los juegos (desde el ajedrez hasta los electrónicos) y su conexión con la literatura. También aparezco en diversas antologías de cuentos. No tengo libros publicados fuera de Brasil, pero sí dos cuentos en español y uno en inglés. Mi proyecto siguiente es una novela gráfica de tema fantástico.


BRASIL

FRAGMENTO DE EL TURNO DE MORIR Después de la comida se había acostado en la cama del abuelo, encogida, leyendo un libro y esperando que el remedio contra el cólico hiciera efecto, cuando el viento comenzó a silbar por las rendijas, cencerreando las puertas ajustadas y helando los dedos de los pies. Ella no le dio importancia sino hasta que la primera puerta golpeó; entonces se levantó rápidamente y salió cerrando todo. Por la ventana vio pedazos preocupantes de cielo y corrió hacia el patio: allá, en medio de la sinfonía de ladridos y píos, tuvo que hacer a un lado el pelo que le cubría la cara para ver que dos focos de tempestad —dos nubes negras, una sobre cada cerro— pretendían encontrarse exactamente sobre su cabeza. Ráfagas de viento desencontradas agitaban los árboles ora al este, ora al oeste. Sujetó la puerta del frente con el pomo girado y se quedó mirando al porche, los brazos quietos, dejando que el pelo le fustigara la cara. Del lado del Valle de las Videiras la nube había ocultado la montaña hasta la falda; del otro, el horizonte bramaba rayo tras rayo. De ese lado el cielo estaba verde. Eso no podía ser bueno.

Campos, Simone. El turno de morir. Sao Paulo, Brasil: Editora Companhia das Letras, 2014.

La tempestad duró más de una hora, durante la cual hubo menos luz —a pesar de ser las cuatro de la tarde hubo un momento que se hizo noche, y las goteras del tejado desforrado resultaron ser tantas que Izabel, quien ya había desistido de recoger el agua en ollas, desistió también de contarlas— y de vez en cuando volvía un ruido horrible que, a pesar del miedo, la hacía correr a la ventana para tratar de ver qué era. Rayos cada vez más intensos, truenos casi simultáneos. A través de la vidriera ella quedaba expuesta al espectáculo en toda su intensidad; no parecía haber espacio entre las gotas de agua y tal vez la lluvia iba a caer en sábanas compactas. La espesa capa de agua que cubría el patio del frente era perforada con tanta fuerza por las gotas que Izabel lograba vislumbrar por un instante el suelo de cemento abajo. La inclinación por la que escurría el agua del patio era ya un río enfangado. La canaleta tapada escupía agua al suelo y por los aleros. Los torrentes y los goteos se aliaban en una estampida que daba la impresión de abarcar todo el espacio sonoro —y que fue desbancada por un estruendo jamás oído. ¿Qué había sido eso? Pareció un trueno, pero era demasiado fuerte, como si viniera de la tierra; temblaba la tierra, no paraba, duraba; quebrando, traqueando, fracturando; hasta, pocos minutos después, parar por fin, pero sin un batacazo final. ¿Qué diablos? (Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

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Nombre Flávio Carneiro PAÍS, AÑO BRASIL, 1962

NacíBio en la ciudad de Goiânia, muy lejos de la Costa, y a principios de los años ochenta me mudé a Río de Janeiro. Salí de mi casa tan solo con mi desfachatez y mi valentía, sin conocer a nadie allá en Río, movido nada más por el deseo de convertirme en escritor. Tenía 18 años y toda la esperanza que alcanza a caber en un corazón adolescente. Cuando dejé mi casa estaba dividido entre dos sueños: hacerme escritor o jugador profesional de futbol. Recibí una oferta para firmar un contrato con un gran equipo de São Paulo, pero la rechacé. El sueño de ser escritor venció al otro y me lancé a esa aventura que, en cierto modo, sigo viviendo hoy: la de contar historias de papel y tinta para personas que no conozco y que, por eso mismo, viven conmigo todos los días, en cada renglón que escribo.

©Raquel Godoy

Entre novelas, ensayos, colecciones de cuentos y crónicas, he publicado 16 libros. Algunos de estos libros son para niños o jóvenes. También escribí dos guiones de cine. Parte de mi obra ha sido publicada en otros países, entre ellos Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Portugal, Alemania, Colombia y México. Soy un contador de historias. Me agrada serlo. Estoy convencido de que el mundo necesita contadores de historias. De que estas nos ayudan a vivir.

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Además de escritor soy profesor de literatura en la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Y sigo jugando al futbol. De hecho, si quisieran invitarme a jugar en México, escenario de la histórica conquista de la mejor selección brasileña de todos los tiempos, aceptaría de buen grado.


BRASIL

FRAGMENTO DE FÚTBOL Y LITERATURA Entre el fútbol y la literatura hay más afinidades de las que nuestra vana filosofía puede llegar a soñar. Y si en la época de Shakespeare los ingleses ya hubieran inventado el fútbol, este ciertamente habría sido tema de uno de los sonetos del poeta. O quién sabe si habría hecho parte de alguna de sus tragedias. O de las comedias, claro está.

CarneIro, Flávio. FICHA Passe de Letra: futebol & literatura. Río de Janeiro: Rocco Editorial, 2009.

Al igual que el fútbol, la literatura también es un juego. Y, como juego, tiene sus reglas. Se puede transgredir una que otra, pero no se pueden transgredir todas. El escritor inventa dentro de ciertos límites, comenzando por los límites propios de la lengua. Eso es importante: lector y escritor necesitan establecer un acuerdo sobre las reglas. ¿Un ejemplo? Usted está leyendo una novela policiaca, buscando descubrir por su cuenta quién es el asesino y, de repente, al final del libro, el narrador revela que es Fulano, quien no tenía nada que ver con la historia. El asesino no puede llegar así no más, de la nada, no puede caer en paracaídas al final de la novela. Si eso sucede, el lector va a quedar hecho una fiera. ¿Por qué? Porque el autor hizo trampa. El lector no perdona la trampa, de eso puede usted estar seguro. Y hay algo que liga las reglas del fútbol a las reglas de la literatura. Ambas son de la misma naturaleza, por así decirlo. Están hechas para permitir la irrupción de lo imponderable. Piense en la regla del fuera de lugar. Es aparentemente simple y dice, en otras palabras, lo siguiente: cuando la bola es lanzada el jugador que la recibe tiene que tener, entre él y la línea de fondo, por lo menos dos jugadores adversarios. Las complicaciones comienzan después: si la bola viene de un saque de manos lateral, no hay fuera de lugar; si el jugador que recibe el pase está detrás de la línea horizontal de la bola, tampoco, y así por el estilo. Es una regla hecha para crear lo inesperado. Otra cosa: la mayoría de las reglas del fútbol dependen de la interpretación. Es la lectura hecha por el árbitro la que determina si un zaguero retrasó intencionalmente o no la bola al portero (quien, en el primer caso, no puede tocarla con las manos), o si el atacante tocó a propósito la bola con la mano y anotó el gol de la victoria, o si aquella carga sobre un contrario merecía tarjeta roja, amarilla o solo una advertencia verbal sin consecuencias. Resumiendo, en el fútbol como en la literatura todo depende de cómo se lea. (Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

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Daniel Centeno Maldonado BARCELONA, 1974

Soy venezolano, que ahora mismo equivale a decir que soy un nuevo nómada político y territorial. Nací en 1974 pegado a la Costa, entre palmeras, tambores y cuentos de aparecidos. También de equívocos: mi Barcelona natal no es la misma de España. Así que, a partir de detalles tan nimios como este, me he pasado buena parte de mi vida haciendo aclaratorias. Aunque mi primer libro data de 1999 (Postmodernidad en el cine), desde hace tiempo percibo que no pertenezco a ningún gremio, que mis lecturas no suelen ser ordenadas, que navego entre aguas en las que no siempre soy bien recibido.

©Andreína Mujica

Hay algo de frontera en mi ser, y eso lo atestiguan algunos de mis tientos atrapados en Periodismo a ras del boom (ULA/UANL2007), Retratos hablados (Debate-2010) u Ogros ejemplares (Lugar Común/UANL-2015). Ahora mismo vivo en El Paso, Texas, edito la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea de UTEP y Coroto con la vista puesta en Ciudad Juárez. También escribo novelas y cuentos inéditos, mientras ruego a que las imprentas de mi país vuelvan a tener papel. Soy pésimo en las redes sociales, pero me precio de tener buenos amigos en el mundo real.

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VENEZUELA

FRAGMENTO DE “ JOHN KENNEDY TOOLE: GENIO DE NEÓN ” ¿Puede el remordimiento guiar grandes empresas? De entrada, la pregunta luce una negativa por respuesta. Luego habría que pensar en algunos casos particulares que colman la galaxia histórica de los hombres. El que sigue, por lo menos, encaja a la perfección: una anciana, Thelma Ducoing Toole, espera sin cuartel en la antesala de la oficina del profesor Walker Perci. No es la primera vez que lo hace. Con una terquedad digna de una mula, la señora se sienta y pide hablar con el académico. Las excusas y negativas caen como hojas de otoño. Pero Thelma sigue y sigue y sigue… Perci está cansado, pensaba que era un experto en quitarse de encima a gente molesta, pero, como luego escribiría en su prólogo más comentado, la tenacidad de la vieja lo desarma. Es ella quien le entrega una mala copia al carbón de un manuscrito redactado hacía más de 10 años atrás por un autor sin obra. El maestro coge las cientos de páginas y pregunta de quién es: “de mi hijo ya fallecido”, dice la anciana. “¿Y por qué debo leerlo?”, interroga Perci. “Porque es una gran novela”, responde Thelma.

Centeno Maldonado, Daniel. Ogros ejemplares. Venezuela: Libros Lugar Común/ Universidad Autónoma de Nuevo León, 2015.

La señora se va, satisfecha, después de una década de tocar puertas en editoriales y universidades sin mayor éxito. Perci se siente derrotado y comienza a repasar las páginas con cierto desdén, también con la seguridad de descartar el libro a los cinco minutos de lectura. Pero pasa otra cosa: el académico no suelta el manuscrito, se embriaga de él, no puede creer la calidad de lo que está leyendo y estalla en carcajadas con cada episodio que le sucede al protagonista principal, Ignatius Reilly. Dicen que en esa época, acercarse a su oficina, era como pasar al lado de un manicomio. Al llegar al punto final, Perci contacta a la señora y le promete ser el mejor defensor de esta novela. Por él se logra la publicación en la editorial de su universidad, la Louisiana State University Press. Y es el profesor quien escribe el prólogo, quizás su trabajo más comentado, antes de lanzar al mercado un libro que al año siguiente -1981- conseguiría el primer Premio Pulitzer póstumo, como también el de la mejor novela en lengua extranjera en Francia, sin contar con el rosario de traducciones y editoriales que lloverían sobre él. Su título: La conjura de los necios. Su autor: John Kennedy Toole. Thelma va a su casa y piensa en la muerte de su hijo. Se acuerda del contenido de la carta de suicidio, que sólo ella leyó antes de destruir. Cree haber arreglado el entuerto: ya la gente conoce el genio de su niño, todos hablarán de él tal como él quería. De repente, el remordimiento baja de intensidad. Ken, como solía llamarlo antes de la tragedia, quizás ya la haya perdonado en la otra vida…

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André de Leones BRASIL, 1980

Mi nombre es André de Leones. Tengo 35 años. Soy escritor. Cuando digo “soy escritor” significa que sobrevivo por medio de actividades (lícitas) ligadas directa o indirectamente a la literatura. Soy un escritor brasileño y escribo ficción. Nací en el centro oeste de Brasil, en Goiania, y crecí en el interior, en Silvânia, un pueblito bicentenario de 20 mil habitantes, con tres colegios católicos y un clima opresivo que trato de expresar en mis escritos. Mi primer libro es Paz na terra entre os monstros, que está compuesto por ocho cuentos y la nouvelle Aneurisma. Salió en 2008. Durante los años siguientes, seguí escribiendo y publicando novelas: Como desaparecer completamente (2010) Dentes negros (2011) y Terra de casas vazias (2013).

©Roseli Vaz

Viví en varias ciudades a lo largo de la vida (Brasilia, Goiânia, Paranaguá, Jerusalén). Estudié filosofía. Actualmente vivo en San Pablo. Pero eso no importa. El autor importa poco. Si tengo suerte, las historias que escribí seguirán vivas. Si no tengo suerte, bueno, por lo menos no estaré aquí para constatar de manera fehaciente mi falta de suerte. O de talento.

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BRASIL

FRAGMENTO DE TIERRA DE CASAS VACÍAS Aureliano quería fumar. Los ojos y la boca secos, el malestar que crecía. No fumaba hacía mucho tiempo. Encender un mísero cigarrillo quizás no sería a esa altura algo tan horrendo, un crimen o algo así. Cuatro o cinco largas pitadas que le hicieran cerrar los ojos y olvidarse de todo el resto por algunos segundos. Se sentía una basura y el sueño tampoco estaba colaborando. El mundo entero con todas las cosas dentro parecían veinte veces más pesados, incluyendo el aire frío y seco que respiraba desacompasadamente, como un asmático. El cigarrillo encendido que pendía de los labios lo mantenía despierto, atento a lo que fuera, en este trabajo uno nunca sabe con qué se va a encontrar, es imposible saberlo, preverlo, todo puede salir mal en cualquier momento, basta un segundo de distracción y adiós. Sin embargo, él no se movió. Las personas y las cosas afuera y lo que él mismo estaba a punto de hacer, todo le parecía de una irrealidad siniestra. Era una sensación familiar para nada agradable y que lo hizo encarar la guantera de nuevo: bastará abrirla y alcanzar el paquete de Calvert que sabía que estaba ahí, pero. No, mierda. No. Al mirar a Isaías, notó que el compañero seguía sosteniendo el volante con las dos manos, como si estuviera indeciso entre quedarse o irse (y existiera la opción de irse). Isaías miraba el movimiento que surgía frente a ellos como dudando también que fuera palpable. Era eso, entonces. Ellos se hacían compañía en el limbo, en aquel extraño estado de suspensión en el que se habían metido, en un acuerdo silencioso de que lo mejor, por el momento, era permanecer allí, quietos, concentrados como dos nadadores antes de una final olímpica, antes del zambullón luego del cual nada sería como antes, ganaran o perdieran. Un cigarrillo, entonces, sería perfecto. ¿No? Tal vez fuera el caso de fumar antes de abrir sus respectivas puertas, antes de salir del automóvil y permitir que la irrealidad los invadiera y contaminara, en este trabajo nunca se sabe, no hay garantías, no hay red de protección, uno flota en el vacío y reza para no ser aplastado, pero. No se movió. Aureliano no extendió la mano, no abrió la guantera, no alcanzó el maldito paquete de cigarrillos. No se movió. Isaías había estacionado a pocos metros del portón de la casa en la QE26 de Guará II, al final de la calle, y la calle no tenía salida. Había otros dos patrulleros parados por allí, más cercanos a la casa, incluso había vecinos curiosos, perros y hasta niños, además de cuatro policías militares somnolientos, una constelación entera de espejismos, de figuras desordenadas que se movían pesadamente, de uniforme o pijama, afuera en la noche, de brazos cruzados o con las manos en los bolsillos, salidas de algún mal sueño. Eran las dos de la mañana y hacía mucho frío.

de Leones, André. Tierra de casas vacías. Brasil: Rocco Editorial, 2013.

(Traducción de Julia Tomasini) Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Rubens Figueiredo BRASIL, 1956

©Bel Pedrosa

Nací en 1956 en Río de Janeiro, donde siempre he vivido. Estudié en la Facultad de Letras de la Universidad Federal de Río de Janeiro, especializándome en la combinación portuguésruso. Fui profesor de portugués y literatura a nivel de escuela media, en la red estatal de enseñanza, durante 30 años. Mis clases siempre fueron en el turno de la noche, en general con alumnos jóvenes y adultos de barrios populares que intentaban retomar los estudios que habían interrumpido por la necesidad de trabajar y por otras dificultades diversas. También soy traductor de más de cien libros, tanto del inglés como del ruso. Soy autor de ocho libros (cinco novelas y tres volúmenes de cuentos). Mis libros As palavras secretas (Las palabras secretas, cuentos, Companhia das Letras, 1998) y Barco a seco (Barco encallado, novela, Companhia das Letras, 2001) recibieron el Premio Jabutí. Otro de mis libros, Passageiro do fim do dia (Pasajero del final del día, Companhia das Letras, 2010) recibió el Premio São Paulo a la mejor novela del año y el Premio Portugal Telecom al mejor libro del año. Esa novela fue publicada también en España por Rayo Verde Editorial, tanto en español como en catalán; en Francia, por Books Editeur y, en Portugal, por la editorial Clube do Autor.

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Mi traducción de la novela Resurrección, de León Tolstoi (Cosacnaify) recibió el Premio de traducción de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Y mi traducción de Guerra y paz, del mismo autor ruso (Cosacnaify), recibió los premios de traducción de la Academia Brasileña de las Letras y de la Asociación Paulista de Críticos de Arte.


BRASIL

FRAGMENTO DE PASAJERO DEL FINAL DEL DÍA Pero hasta entonces nada de lo que estaba ocurriendo podía considerarse una novedad. Hacía ya varios meses que, todos los viernes a la misma hora, Pedro se dirigía a aquella parada final y ocupaba su lugar en la cola. Ya conocía de vista a varios pasajeros. Sin esfuerzo alguno y sin la menor intención, hasta sabía ciertas cosas de algunos de ellos, y ya contaba con la irritación de uno y la resignación de otro ante la demora del autobús. A veces, sin darse cuenta, se ponía a jugar mentalmente y comprobaba lo previsibles que eran sus reacciones.

Figueiredo, Rubens. Pasajero del final del día. Brasil: Rayo Verde Editorial, 2012.

Y al hacerlo se mezclaba con aquella gente, se unía a algunos de ellos y, a través de éstos, se acercaba a todos. Aun así, pese a esta cercanía, estaba bastante claro que no podía ver a las personas de la cola como seres propiamente idénticos a él. El motivo lo ignoraba. Ni tan siquiera se esforzaba en buscarlo, puesto que para él se trataba de un sentimiento demasiado vago, casi en forma de secreto. Pese a ello, Pedro se veía obligado a reconocer que el impulso de partir todos juntos en la misma dirección y el afán de puntualidad, o por lo menos de constancia, no bastaban para fabricar una sangre común. Aquellas personas pertenecían, quizá, a una rama apartada de la familia. Más aún: debían de constituir ya una especie nueva y en evolución. Algunos individuos resistieron durante más tiempo; otros flaquearon, se quedaron atrás. Desde donde estaba, aislado por una barrera que no acertaba a ubicar, Pedro empezaba a ver en todos los allí presentes un tipo humano superior. Empezaba a pensar que él mismo, o algo en su sangre, se había quedado atrás, en algún giro equivocado a lo largo de las generaciones. Ya volvía a las andadas. He aquí un buen ejemplo de lo que tantas veces le pasaba a Pedro. Él lo sabía. De ensoñación en ensoñación, de desvío en desvío, sus pensamientos se precipitaban lejos, se desgajaban unos de otros hasta que finalmente, por lo general, acababan desvaneciéndose sin dejar el menor rastro de lo que habían sido, de lo que habían acumulado. A veces, sin embargo, allí mismo, en la cola del autobús, en medio de aquellas personas, sus ideas perdidas volvían atrás, procedentes de todas las direcciones, convergían súbitamente y Pedro, sorprendido e incluso asustado, se daba de bruces con la pregunta: «¿Por qué me permiten estar aquí? ¿Por qué no me expulsan, teniendo derecho a hacerlo?». (Traducción de Rita da Costa)

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Margarita García Robayo COLOMBIA, 1980

Nací en una ciudad calurosa que dejé, junto con los afectos que la habitaban, bastante pronto. Me curtí rápidamente en el arte del desarraigo. Mis primeros abandonos obraron como una sustancia gruesa que se derrama sobre un órgano sensible, y que, con el paso del tiempo, engorda y se endurece. Escribo, pero sobre todo miro y después traduzco. Me obsesionan las fisuras, las cicatrices, los quiebres. Sobre quiebres he construido buena parte de mis historias, pero no creo que sean historias quebradas o rotas. Creo que son historias enteras, aunque frágiles. Los títulos de mis libros son largos, quizá para compensar la brevedad que los contiene. Cuentos: Las personas normales son muy raras, Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza y Cosas peores. Novelas: Hasta que pase un huracán y Lo que no aprendí. Ninguno tiene un final feliz. Vivo en Buenos Aires, viajo con frecuencia, pero siempre vuelvo. Allí construí nuevos afectos, pocos, pero ciertos. Mi patria es mi barrio, aunque me he mudado muchas veces. Mejor: mi patria es aquello que se muda conmigo. Amo a dos hombres. Soy alérgica a los ácaros. Me gusta comer, leer y dormir, en ese orden.

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COLOMBIA

FRAGMENTO DE LO QUE NO APRENDÍ El día que murió mi papá pensé que quería escribir una novela. No se lo dije a nadie. Cada vez que me preguntaban qué estaba escribiendo yo meneaba la cabeza: nada. Entonces me lanzaban esas miradas cómplices seguidas por preguntas sobre mi infancia o mi familia tan lejana. Venir de otro lado me garantizaba la conmiseración ajena. Estar sola en una ciudad como Buenos Aires, donde la idea de familia iba de la mano del asado o los ravioles de domingos —o sea los lapsos de vida que verdaderamente importaban— me hacía una auténtica pobrecita. Quizá por eso me gustaba estar con Bruno, porque él tampoco tenía su familia en Buenos Aires, aunque daba igual porque hablaba demasiado de ella. Sobre todo de la madre. Cuando recién nos estábamos conociendo me preguntó cómo era mi madre, yo le di una descripción bastante escueta a la que él contestó con un suspiro largo y la confesión disparatada de que le habría encantado que mi madre fuera la suya.

García Robayo, Margarita. Lo que no aprendí. Argentina: Planeta, 2013.

—...es que esa madre que yo tuve, pobre mujer, tan limpita y modosa; todo lo que sabía hacer era remendarme los calzoncillos y hasta ahí le llegaba el amor. Nunca una fiesta de cumpleaños, nunca una celebración por mi existencia. —Yo odiaba los cumpleaños —le dije, pero no me escuchó. —...mi mamá no invitaba a nadie a casa por vergüenza, porque para qué exponerse al ridículo, decía. Y todo lo hablaba bajito, para que mi papá no oyera. Y se vestía insípida de pies a cabeza, como si fuera un pecado notarse. Todo en mi familia se hablaba y se pensaba en chiquito, por eso me fui, para salvarme de ser como ellos —Bruno hablaba sin parar porque lo necesitaba; aunque nadie lo oyera, él necesitaba contarlo. Había leído una entrevista a un escritor famoso que decía: hay que decir cosas necesarias. Y después, más adelante, repetía: hay que decir lo que uno necesita decir cuando necesita decirlo y el resto es bullshit. Cuando mi papá se murió me acordé de eso, que entonces me había parecido un verso lamentable. Me acordé porque yo necesité decir que era huérfana. Que hacía mucho que era huérfana, aunque hubiese pasado poco tiempo de su muerte. Debía ser de los temas menos originales de la literatura. Había tanta gente escribiendo lo mismo, amparada en esa necesidad: haciendo un coro para nadie. O para pocos, da igual. Cuando uno necesita decir algo necesita decírselo a alguien, no al mundo. Y ése es el problema de los escritores: que confundimos al mundo con alguien. Tiempo después de escribir esto, me encontré con un poema de Natalia Ginzburg que, por supuesto, lo decía tanto mejor: Yo junto estas palabras para cuatro personas. / Algunos más pueden oírlas. / ¡Oh mundo, lo siento por ti! / Tú no conoces a esas cuatro personas. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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William Grigsby Vergara NICARAGUA, 1985

Escribo por necesidad y por compulsión. Me desahogo escribiendo, quiero decir. Desde pequeño fui torpe en los números, extremadamente sensible, llorón, malcriado, introvertido y enamoradizo. No sé desde cuándo empecé a escribir, quizá a partir de los seis años, cuando me enseñaron a leer. Durante mi paso por el colegio nunca fui un estudiante destacado, sin embargo, siempre mostré alguna facilidad con las letras. En mi casa miraba muchos documentales sobre el origen del universo, me fascinaban, leía poco y miraba muchos programas científicos. Siempre he leído poco. Mis libros de cabecera son tres o cinco, los cuales releo cuando me siento muy solo. Casi nunca termino las obras que empiezo, y me considero un lector de fragmentos, no de obras completas. Sin muchas ilusiones puse un borrador en un concurso internacional de poesía cuando tenía 19 años, y me dieron una mención honorífica. Desde entonces me tomé más en serio la literatura.

©Laura Ibarra

He publicado tres libros: Versos al óleo (Poesía, 2008), Canciones para Stephanie (Poesía, 2010) y Notas de un sobreviviente (Narrativa, 2012), los cuales representan el inicio de una vocación literaria que justifica grandes momentos de aislamiento. Me interesa el humor en la literatura, también el erotismo. Si un libro no me conmueve después de la primera página, entonces lo abandono. Tal vez por eso leo poco.

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NICARAGUA FRAGMENTO DE LA MECÁNICA DEL ESPÍRITU Salí cansado de aquel edificio; me sumergí en el submundo del Metro londinense y pasé mi tiquete por la maquinita que funciona automáticamente. Cuando me senté dentro de aquel vagón escuché la grabación de esta mujer de unos cuarenta años que recita, estación por estación: Please mind de gap between the train and the platform. Lindo acento, por cierto. Llegué hasta Paddington y allí cogí otro tren que iba directo a Oxford. Aquellas máquinas eran tan rápidas como confortables y limpias. El tiquete me costó 14 libras esterlinas; casi no tenía dinero y me fui pensando que al llegar a Oxford lo primero que haría sería buscar algo para cenar y luego caer dormido en el apartamento de mis amigos colombianos. Para mi suerte logré coger un asiento al costado de la ventanilla mientras escuchaba música clásica en los auriculares. Eran las cinco de la tarde y llegué a la conclusión de que la “posmodernidad” no es más que lo clásico dentro de lo moderno; es decir, Johan Sebastián Bach en el iPod. Me quedé dormido junto a la ventana y cuando desperté, despabilado, noté a una chica delgada, nada voluptuosa, muy blanca y llena de pequitas rosadas; la cual estaba muy cerca de mí. La joven era de frente amplia, tenía labios carnosos y los ojos grandes y turquesas parecían esferas de arrecifes. Llevaba puesto un vestido muy corto y ligero que dejaba ver sus dos largas piernas y cubría con un suéter blanco sus hombros algo huesudos. Tenía su pelo naranja en moño y sostenía también un libro de Christopher Paolini. La chica iba de pie ya que el tren iba lleno; no obstante, los británicos son flemáticos y silenciosos, casi no hablan en los espacios públicos y esto le permitía a la joven concentrarse en la lectura. Pensé que el silencio boreal contrasta mucho con el temperamento emocional e intenso de los nicas. En Nicaragua, si vas en autobús, por ejemplo, tendrás reguetón, rancheras, cumbias o bachatas a todo volumen y la gente irá hablando de cualquier cosa sin importar si lees o no un libro. Esto no me parece inferior ni superior a lo que pasa en Inglaterra, simplemente me parece diferente por tratarse de dos culturas muy disímiles. Nicaragua es un pueblo especulativo donde la religión, la superstición y cualquier manifestación espiritual juegan un papel importantísimo en su actuar diario. En cambio, el inglés es más funcional, desconfiado, culto, silente, longevo, introvertido, soberbio; cree en lo que edifica, es el padre del capitalismo industrial y no renuncia a su paternidad; venera a su reina porque rescata su historia en cada ciudad; celebra la vida de sus monarcas desde los medios de comunicación masiva, etc. El nicaragüense, por su parte, es jodedor, hablantín, generoso, amable, solidario; retoza en su propio caos y no tiene rasgos neuróticos. La obsesión del inglés por las canchas de juego lo convierte en un fanático del fútbol que revienta los estadios con gritos de gol; absorbe rugby los fines de semana y toma te dulce mezclado con leche a las 4 de la tarde. Ambos, nicas e ingleses, son cafeteros, sólo que Nicaragua exporta café y Reino Unido lo importa. En otras palabras, Nicaragua y Reino Unido tienen sólo una cosa en común: su afición por el alcohol.

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Grigsby Vergara, William. La mecánica del espíritu. Nicaragua: Editorial Anamá, 2015.

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Nombre Sergio Gutiérrez Negrón PAÍS, AÑO PUERTO RICO, 1986

Desde Bioque nací, a mediados de los ochenta, viví en Caguas, Puerto Rico; un pueblo rural con 40 años de insistir en lo citadino. Entonces, un día de la primera década del siglo XXI, me fui a las más mínimas provincias estadounidenses. Primero, al sur. Luego, a la ruralía del medio oeste. Fue en esos lares que realmente entré en este proceso definitivo, pero siempre incompleto de hacerme escritor (que no es sino un interminable acto de lectura).

©Natalia Margarita Gutiérrez

Por ahí surgen mis novelas: Palacio, sobre el abandono, la añoranza y un ornitólogo; y Dicen que los dormidos, sobre el crimen, el accidente y la hermandad. Ambas exhiben los rasgos esquizofrénicos de mi vida lectoril: narraciones intermitentemente realistas sobre la cotidianidad, escritas por quien llegó a la literatura por los pasillos oblicuos de la ciencia ficción y fantasía. Tal vez en ello se resuma mi aproximación a la cosa literaria: especular sobre el presente como si no lo fuese.

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PUERTO RICO

FRAGMENTO DE DICEN QUE LOS DORMIDOS Un viernes de septiembre sales del apartamento en Villa Blanca, en chancletas y en una de tus mil polos negras, para buscar a Laurita en su trabajo, y me dejas frente al televisor, con la esperanza de que cuando regreses ya haya vencido a uno de los dieciséis bosses del juego de playstation que compraste días antes. Vas en el Lancer .8 que adquiriste en tu segunda semana de trabajo. En algún momento entre tu salida del expreso y tu entrada en la Piñero, te detiene un semáforo en rojo. Eres el primero en llegar. Estás en el carril del medio. En cuestión de segundos, dos carros ocupan los espacios vacíos. Uno es un Honda Civic, como el que viste en el dealer. El otro, un Volvo tinto como el de papi cuando éramos chiquitos. Parpadeas y tienes cientos detrás. Odias esa avenida. Subes la música del radio y miras la hora. Por el tapón, vas cinco minutos tarde. Laurita ya estará frente a la tienda esperando, molesta. Ya antes te dijo que a la hora del cierre, a la jefa le gusta salir corriendo.

Gutiérrez Negrón, Sergio. FICHA Dicen que los dormidos. Puerto Rico. Editorial ICP, 2014.

En Villa Blanca, descubro que debo hacer que el muñeco del videojuego escale una de las piernas del coloso, para darle en el punto débil y vencerlo. Justo cuando cambia la luz, en el carro que tienes a la izquierda se bajan las ventanas de al frente y atrás y se asoma un par de manos. Las ignoras, aunque te parece raro. Cuando colocas el pie en el acelerador, te das cuenta que no están vacías. Una persona a veinte carros de distancia escucha la balacera que estalla como si de año nuevo se tratase y por un momento se dice que quizás fue una ristra de petardos. El Civic desaparece, y aunque tienes dos rotos en tu costado, tres en tu brazo y uno que cruzó tu oreja izquierda y te dio en la cabeza, tu pie pisa el acelerador y emprendes contra el Volvo, quebrándole la pierna a la señora mayor que lo conduce. Detienes el tráfico por el resto de la tarde.

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Claudia Hernández EL SALVADOR, 1975

Publiqué mis primeros cuentos, con temas de guerra y posguerra, en las páginas de un periódico de distribución nacional. El editor descartaba al menos la mitad de lo que le presentaba. Me decía que los necesitaba más claros y más cortos. Quería que pudieran ser comprendidos y disfrutados hasta por la gente más sencilla del país en el que vivo. Me recordaba que tenía que tener en cuenta, además, nuestros bajos niveles de escolaridad y la poca inclinación a la lectura. El final de los cuentos rechazados no fue demasiado triste: el editor de otro suplemento cultural los tomó para un público distinto. De esas dos experiencias salieron mis primeros dos libros: Otras ciudades (Alkimia, 2001) y Mediodía de frontera (2002). Olvida uno (Índole, 2005) surgió de seguir los pasos de los migrantes tras el final de la guerra. La canción del mar (LPG, 2007), de acompañar el retorno de muchos de ellos. Causas naturales (Punto de lectura, 2013), el más reciente, ha resultado de presenciar ese momento en que la violenta historia que pensábamos terminada reinicia.

©Olga Vázquez

Ahora me muevo entre los salones de clase, el aprendizaje de otros géneros y la colaboración con gente que se esfuerza por llevar historias de nuestro país a la pantalla.

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EL SALVADOR

FRAGMENTO DE “ LA MÍA ERA UNA PUERTA FÁCIL DE ABRIR ” La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición. Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había reemplazado no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado de ese apartamento y tomado el de la derecha — que era el que anunciaban en la cartelera de la lavandería—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida (si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios). Además, la condición de la puerta me favorecía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.

Hernández, Claudia. Olvida uno. El Salvador: Editorial Índole, 2015.

No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante sin invitación: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse ahí. Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas muy simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban solo si yo lo deseaba y nunca me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando. Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, que apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera. Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables […]

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Andrea Jeftanovic CHILE, 1970

Habitante de la noche, aunque en mi pasaporte dice chilena. Lectora empedernida, escritora privada. Una vez quise probar qué se sentía estar al otro lado del espejo, y me puse a escribir. Me fascinan las historias de los otros, ser un poco esas personas que nunca seré. Mis personajes son más arriesgados que yo. Mi imaginación está llena de alternativas. En una de ellas digo que mi primer recuerdo es una banda de pájaros con motores sobrevolando mi casa. Miro la realidad por el ojo cíclope de una puerta. En otra de las alternativas digo que vengo de un país que ya no existe. Entonces leer o escribir, para saber si soy de aquí o de allá. Leer para ir en la dirección opuesta. Escribo leyendo en diagonal las noticias del periódico. Escribir para que en un punto mínimo mi biografía se cruce con la historia.

©Julia Toro

Escribo en varios registros, en narrativa, ensayo, en crónica. Hay títulos como Escenario de guerra (2000); Geografía de la lengua (2007) y un volumen de cuentos No aceptes caramelos de extraños (2012). También he escrito sobre otros, ahí están Conversaciones con Isidora Aguirre (2009) y el ensayo Hablan los hijos (2011). Además, todas las semanas me paro desde un pizarrón, desde donde doy clases, y me siento en una butaca desde donde ejerzo como crítica teatral.

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La literatura es un trabajo de orfebrería donde las costuras siempre quedan a la vista. Leer es recorrer un hilo, escribir es devanarlo. En la memoria las cosas ocurren por segunda vez. En la lectura, por tercera. Escribo ensayando una sintaxis emocional. Encumbro imágenes como cometas. El mundo tiene algo de campo minado. El lenguaje puede ser una violencia sensual. Pienso mis libros como artefactos explosivos. Me guardo las esquirlas en el bolsillo. Hay que atreverse a ser otro enunciado.


CHILE

FRAGMENTO DE “ PÁJAROS DE ACERO ” Bumbumbum, igual que en las películas. Pájaros de acero lanzando su carga de pólvora sobre el barrio. Chile kaput. Esta es mi primera imagen mental: aviones sobrevolando el barrio y mis padres con sus brazos flectados sobre la cabeza. Tengo casi tres años, ellos no han ido a trabajar y se ven inquietos; temprano en la mañana irrumpen estridentes sonidos aéreos. No vivo cerca de La Moneda, vivo a unas cuadras de Tomás Moro, donde queda la casa de Salvador Allende. En el cielo hay cinco siluetas grises de aviones y un helicóptero que se proyectan como una bandada de pájaros. Mis padres están desconcertados, lo sé porque tienen los ojos muy abiertos. Intuyo, por la automática reacción corporal, que conocen ese gesto de resguardarse de lo inefable. No comprendo el peso de los acontecimientos, pero sí percibo la urgencia en las salidas intempestivas, las llamadas telefónicas con voz cortante. El primer recuerdo es una forma de asirse al mundo. Mi padre dice que el suyo es un campo de maíz sin recoger, mientras sonaban las sirenas. Mi madre nombra un camino silueteado por líneas de ciruelas podridas que mira desde la ventana del auto en reversa. Bum bumbum.

Jeftanovic, Andrea. Destinos errantes. (inédito)

La bandada de aviones pájaros exhibe su fuselaje negro y plumas perfiladas con ribetes metálicos. Un ave con plumas manchadas de petróleo. Me siento en una lección de ornitología, observar y contar los pájaros uno a uno, una parvada encadenada por hilos de fierro que emprende y no emprende el vuelo. El zumbido de los aviones de guerra, el rotor de las aspas de los helicópteros, los vuelos casi a ras de tierra, los cascotes, el manto de polvo, las chispas de fuego y el campo de astillas. El silbido del rocket en su trayectoria diagonal desde el cielo hacia la casa Tomás Moro. Fiiiiuuuu, crash, crash. * Después de la imagen de los aviones tengo retazos de ese tiempo sin jardín infantil: las salidas y entradas de mis primas mayores en busca de víveres, el rostro preocupado de mi abuelo hundido en el sofá, mi abuela cocinando sin pausa y guardando comida en el refrigerador. En las noches todos reunidos en el sofá del salón sintonizábamos la radio con perillas hasta tomar la onda del dial que se distorsiona por el vuelo rasante de los helicópteros, y de pronto Escucha Chile, el programa emitido desde la Unión Soviética, se hacía espacio en la sala. ¿Cuántos pájaros emprenden el vuelo a Moscú? Un examen de observación, de plumas, buches, ojos alineados. A continuación debería recordar algo que no registro: mis padres viajan a Estados Unidos por dos meses y medio buscando una forma de emigrar. Me quedo con mis abuelos. Ningún intento prospera y regresan al país. Mi madre me ha relatado esos cuarenta días y cuarenta noches a modo de maldición bíblica. Imagino o sueño, ya no sé, con mis padres como dos aves serpenteando el cielo. No es amargura, es decepción. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Raphael Montes BRASIL, 1990

Nací en 1990, en Río de Janeiro. Soy abogado y escritor, tengo cuentos publicados en diversas antologías e incluso en revistas como Playboy y la prestigiosa Ellery Queen’s Mystery Magazine. A los 20 años impresioné a la crítica con Suicidas (Benvirá), una sustanciosa novela policiaca finalista del Premio Benvirá de Literatura 2010, y del Machado de Assis 2012 de la Biblioteca Nacional, además del importante Premio São Paulo de Literatura 2013. Dias Perfeitos (Días perfectos, Companhia das Letras), se publicó en abril de 2014 y vendió quince mil ejemplares en Brasil. Los derechos de traducción se han vendido a Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Francia, España, Italia, Portugal, Alemania, Turquía, Holanda, Macao, Hong Kong y Taiwán. Los dos títulos anteriores serán adaptados al cine: Suicidas, bajo la dirección de Matheus Souza; Dias Perfeitos, bajo la de Daniel Filho.

©Bel Pedrosa

En la actualidad, escribo una columna mensual en el blog de la editorial Companhia das Letras y otra en el periódico O Globo. Además, escribo guiones para cine y televisión, como la serie Espinosa (para el canal GNT) y el seriado de terror Supermax (para Rede Globo).

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BRASIL

FRAGMENTO DE DÍAS PERFECTOS El mundo estaba lleno de idiotas. Solo había que mirar alrededor: el idiota de la bata blanca, el idiota de la carpeta sujetapapeles, la idiota de la voz aguda que ahora hablaba de Gertrudes como si la conociese tanto como él. —La cápsula articular fue abierta, alzándose la capa fibrosa externa hasta la visualización de las extremidades distal y proximal de los huesos fémur y tibia.

Montes, Raphael. Dias Perfeitos. Brasil: Companhia das Letras, 2014.

Téo quiso reírse de la chica. Reírse no, carcajearse. Y si Gertrudes pudiera oír aquellas tonterías sobre ella, también soltaría una carcajada. Juntos, degustarían vinos caros, conversarían sobre temas amenos, verían películas para después discutir sobre la fotografía, el escenario y los actores como críticos de cine. Gertrudes le enseñaría a vivir. Era irritante el desprecio con que la trataban los otros alumnos. Cierto día, en ausencia del profesor, aquella chica —la misma que ahora malgastaba su estridencia con rebuscados términos médicos — se había sacado del bolsillo un esmalte rojo y, entre risitas, le había pintado las uñas al cadáver. Los compañeros se amontonaron a su alrededor enseguida; se estaban divirtiendo. Téo no era propenso a la venganza, pero tuvo ganas de escarmentar a la chica. Podría conseguir un castigo institucional, burocrático e ineficaz. Podría hacerla disfrutar de un baño en formol; ver en los ojos de esa maldita el desespero al notar cómo se le resecaba la piel. Pero lo que en realidad quería era matarla. Y, entonces, pintarle los pálidos deditos con esmalte rojo. Como es natural, no haría nada parecido. No era un asesino. No era un monstruo. De niño pasaba las noches sin dormir, las manos trémulas delante de los ojos, intentando descifrar sus propios pensamientos. Se sentía un monstruo. No le gustaba nadie, no concitaba ningún afecto por el que pudiera llegar a extrañar a alguien: simplemente vivía. Las personas aparecían y le obligaban a vivir con ellas. Peor: le forzaban a que le agradaran, a mostrar aprecio. No importaba su indiferencia siempre y cuando la escenificación pareciese verosímil, lo que hacía todo más fácil. Sonó el timbre, y el grupo quedó liberado. Era la última clase del curso. Téo salió sin despedirse de nadie. El edificio grisáceo quedaba ya atrás cuando, al mirar por encima del hombre, cayó en la cuenta de que no volvería a ver a Gertrudes. Enterrarían a su amiga junto a otros cuerpos, arrojada a una fosa común. Nunca volverían a compartir aquellos momentos. Estaba solo, otra vez. (Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl) Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Pola Oloixarac ARGENTINA, 1977

Soy argentina, escribo desde que soy niña, y todavía me siento una niña cuando escribo. La primera literatura de horror que conocí fue la Biblia, y después estudié filosofía y me encantaba Husserl, san Agustín y leía novelas como loca. Me gustan las historias de locos, de racionalidades no del todo de este mundo… eso es lo que tienen en común la filosofía, la ciencia ficción y el discurso religioso: la pasión por la alucinación, el barroco mental. Escribí la novela Las teorías salvajes, una historia de pasiones filosóficas exaltadas, que fue traducida a seis idiomas, y acabo de publicar Las constelaciones oscuras, una novela del Antropoceno sobre hackers, exploradores y virus informáticos (y de los otros). Entre esas dos novelas escribí el libreto de la ópera Hércules en el Mato Grosso, en portugués, quechua y alemán, con música de Esteban Insinger, que se representó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón de Buenos Aires, en 2014, y en Nueva York, en 2015, y fundé la revista bilingüe The Buenos Aires Review. Colaboro con artículos para diversos medios como The New York Times y Clarín, entre otros.

©Sebastián Freire

Mantengo un pacto con el universo libresco futuro: en todo lo que escriba siempre habrá gatos, en homenaje a mis gatas Gmail y Carlota Eugenia Schrödinger, y a todos los felinos del mundo.

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ARGENTINA

FRAGMENTO DE “ NIKLAS, 1882 ” En el último día de 1882 un grupo de exploradores alcanzó el mar que rodea al cráter de Famara, la masa volcánica que se eleva en el archipiélago de Juba. Como una fortaleza sobre el agua, la línea aérea del cráter ensombrecía la bahía en majestad. Los viajeros atracaron en una playa de arena negra marcada por colas de lagartos, y emprendieron el ascenso por un camino de musgos a través de riscos que se perdían en formaciones sinuosas de magma oscuro. Amarrada en la bahía, la embarcación parecía un viejo dinosaurio desprendiéndose de sus partes interiores, secundado por parásitos, que bajaban a tierra las jaulas, los instrumentos de bronce, las trampas de madera y las sogas entre los peñascos. Se internaron en la mata, húmeda y fría bajo los árboles entrelazados en lo alto; de vez en cuando el cielo se abría en un resplandor blanco.

Oloixarac, Pola. Las constelaciones oscuras. Argentina: Penguin Random House, 2015.

Caminaron durante horas hacia los valles interiores de la isla, en una expansión libre de rastros humanos. A pesar de estar sumergida en los vapores arenosos del Sahara, la isla era un hervidero de Crissia pallida, flores verdes de aspecto arácnido y núcleos de polen dorado, cuyas extraordinarias propiedades permanecerían desconocidas hasta principios del siglo XXI. La historia de estos visitantes es conocida en el sistema de creencias de la secta guanche de Mahan. Que, al caer la noche, los extranjeros se adentraron en los valles profundos de la isla, guiados por estrellas muy tenues, confundiendo la bóveda oscura del cielo con una cueva recubierta de insectos (luego jurarían que era el rostro invertido del Auriga, borroso a través de la calima). Que, por este error, Zacharias Loyd, el capitán de la expedición, dictaminó no descansar hasta tocar suelo mineral, efectivamente muerto, porque lo horrorizó que ninguno, ni él mismo, distinguiera algo anormal en el clamor que hacían esos demonios a lo largo de la cueva, que sólo se presentaron bajo su verdadera naturaleza una vez que la forma en garganta del terreno los dejó frente a una laguna interior.

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Leonardo Padura CUBA, 1955

Periodista, guionista y novelista, se ha convertido en el escritor que ha descrito a miles de personas en el mundo a la actualidad de la vida cubana. La imaginación y un lenguaje deslumbrante son las fuerzas motoras del vendaval que barre el universo literario de Padura, quien encontró su vocación de escritor cubano al leer El conde de Montecristo, a los 15 años. A partir de ahí emprendió su misión para “envolver y manipular al lector”. En el camino encontró a Mario Conde, el personaje literario que más se parece a él, con quien discute sobre las grandes y pequeñas cosas de la vida, especialmente sobre las paradojas del mundo en el que Padura decidió quedarse, anclado en el populoso barrio de Mantilla.

©Iván Giménez

Desde su casa llena de luz y ruidos, en ese lugar en donde La Habana se convierte casi en campo, ha escrito no solo las novelas de la serie Conde (Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós Hemingway, La neblina del ayer y La cola de serpiente), sino también la deslumbrante El hombre que amaba los perros, una reconstrucción de las vidas de Trotsky y Ramón Mercader que fue traducida a diez idiomas y llevada al cine, y Herejes, una novela que lo confirmó como una de las voces indispensables en la narrativa en español del mundo, vocación que ha confirmado el reciente otorgamiento del Premio Princesa de Asturias, que lo consolida como uno de los más importantes creadores de su generación.

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CUBA

FRAGMENTO DE PASADO PERFECTO Cada vez que revolvía el pasado sentía que no era nadie y no tenía nada, treinta y cuatro años y dos matrimonios deshechos, dejó a Maritza por Haydée y Haydée lo dejó por Rodolfo, y él no supo ir a buscarla, aunque seguía enamorado de ella y podía perdonárselo casi todo: tuvo miedo y fue preferible emborracharse todas las noches de una semana para al final no olvidar a aquella mujer y el hecho terrible de que había sido un magnífico cornudo y que su instinto de policía no lo alertó de un crimen que ya duraba meses antes del desenlace. Su voz enronquecía por días a causa de las dos cajetillas de cigarros que despachaba cada veinticuatro horas, y sabía que además de calvo, terminaría con un hueco en la garganta y un pañuelo de cuadros en el cuello, como un cowboy en horas de merienda, hablando tal vez con un aparatico que le daría voz de robot de acero inoxidable. Ya apenas leía y hasta se había olvidado de los días en que se juró, mirando la foto de aquel Hemingway que resultó ser el ídolo más adorado de su vida, que sería escritor y nada más que escritor y que todo lo demás eran acontecimientos válidos como experiencias vitales. Experiencias vitales. Muertos, suicidas, asesinos, contrabandistas, proxenetas, jinetes, violadores y violados, ladrones, sádicos y retorcidos de todas las especies y categorías, sexos, edades, colores, procedencias sociales y geográficas. Muchísimos hijos de puta. Y huellas, autopsias, levantamientos de terreno, plomos disparados, tijeras, cuchillos, cabillas, pelos y dientes arrancados, caras desfiguradas. Sus experiencias vitales. Y una felicitación al final de cada caso resuelto y una terrible frustración, un asco y una impotencia infinita al final de cada caso congelado sin solución. Diez años revolcándose en las cloacas de la sociedad habían terminado por condicionarle sus reacciones y perspectivas, por descubrirle sólo el lado más amargo y difícil de la vida, y hasta habían conseguido impregnarle en la piel aquel olor a podrido del que ya no se libraría jamás, y lo que era peor, que sólo sentía cuando resultaba especialmente agresivo, porque su olfato se había embotado para siempre. Todo perfecto, tan perfecto y agradable como una buena patada en los huevos.

Padura, Leonardo. Pasado perfecto. México: Tusquets Editores, 2015.

¿Qué has hecho con tu vida, Mario Conde?, se preguntó como cada día, y como cada día quiso darle marcha atrás a la máquina del tiempo y uno a uno desfacer sus propios entuertos, sus engaños y excesos, sus iras y sus odios, desnudarse de su existencia equivocada y encontrar el punto preciso donde pudiera empezar de nuevo. ¿Pero tiene sentido?, también se preguntó, ahora que hasta me estoy quedando calvo, y se dio la misma respuesta de siempre.

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NombrePhé-Funchal Denise PAÍS, AÑO GUATEMALA, 1977

Mis Bio primeros textos —a los 10 años— no tenían una intención literaria. Estaban pensados para salvarme de regaños y señalamientos de una profesora que pensaba que los relatos escuetos sobre mis vacaciones, se debían a la pereza y no a que mamá trabajaba todo el día, ensayaba por las noches y que la plata no alcanzaba para viajes. Comencé a contar los juegos con mi hermano Marcelo y lo que veía por el balcón –mamá se negaba a comprar tele- como si fueran mis vacaciones. Sólo conseguí más regaños pero fue el inicio de mi costumbre de contarme historias y de la tradición de mis compañeros de llamarme mentirosa o la de la Luna porque siempre estaba distraída. Para evitar la inquisición infantil, me refugié en la biblioteca del cole y en los libros. Seguí escribiendo pero fue hasta el año 2006, cuando conocí al escritor Rafael Menjívar Ochoa –mi máster Jedi-, que comencé a escribir con una intención literaria. Al momento he publicado las novelas Las flores (2007), Ana sonríe (2015) y La habitación de la memoria (2015), el poemario Manual del mundo paraíso (2010) y el libro de cuentos Buenas costumbres (2011). Algunos de mis poemas y cuentos han sido traducidos al inglés, italiano, portugués, francés y alemán y publicados en revistas y antologías en distintos países.

©Herbert Toaspern

Nada mal para la que vivía en la Luna, ¿no?

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FRAGMENTO DE ANA SONRÍE (…) Recordó el primer día en su estudio. (…) Ana preparaba su espacio. Ahora el perro ladra de nuevo. Ana mira su reflejo en el espejo que, tres años atrás, había colocado sobre una de las paredes para que la pequeña habitación pareciera más grande. La luz del patio vecino que entra por la ventana alumbra la canasta de mimbre, Ana se acerca y saca una a una las cosas. Telas, papeles, cuerdas delgadas, lanas, cuerdas gruesas, todas llenas de polvo que cubría los rastros de pintura de colores. Los chicos abren la puerta del patio, pero la voz de Alba que les dice chicos vamos a la tienda, los detiene. Sólo el perro sale corriendo, busca a Ana en el estudio, se queda un momento con ella mientras acomoda el banco también lleno de manchas de pintura y cubierto por el polvo. Ana le rasca la cabeza y se inclina para darle un beso en la punta de la nariz. El perro gime. Sale corriendo, atraviesa el jardín y espera inquieto a que Alba y los chicos vuelvan de la tienda, los espera ladrando.

Phé- Funchal, Denise. FICHA Ana sonríe. Guatemala: F&G Editores, 2015.

Cuando Alba mete la llave en la cerradura, la vecina asoma la cabeza a la ventana y dice algo le pasa a ese perro, lleva ya un par de minutos casi aullando, qué raro porque la señora Ana volvió hace rato. Los chicos entran corriendo, llamando a Ana, pero nada, sólo el silencio más pesado que el ladrido del perro amarillo que corre veloz a través del patio, de un lado a otro, va y vuelve y para frente a la puerta del estudio y ladra más fuerte sin mover la cola y vuelve a correr. Alba enciende los reflectores que alumbran el patio y les dice a los chicos que caminen sobre las piedras, que con este clima y la hierba crecida puede salir un sapo por ahí o una alimaña y darles un susto. Mientras se acercan al estudio, los chicos le apuestan a Alba que seguro un gato o una enorme rata se ha metido al cuarto empolvado. El perro amarillo ladra, los pasos de los chicos suenan en los charcos, sus risas llenan el jardín. Los chicos ríen imaginando a mamá subida en un banco, quizá sobre la mesa, protegiéndose del animal que la tiene encerrada en el estudio. Ríen. Ana no los escucha. El perro ladra. Frente a la entrada del oscuro estudio los tres tragan saliva antes de que Alba, nerviosa y sonriente, con un palo en la mano, se decida a empujar la puerta apenas entreabierta. El chico ríe nervioso y cierra los párpados, la chica lo imita y toma fuerte de la mano a Alba que pronto grita. El perro ladra. Ana sonríe. Los chicos no pueden hablar. El banco está tirado. Ana cuelga al centro de la habitación. Una cuerda gruesa, con manchas de distintos colores rodea su cuello.

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Antonio Prata BRASIL, 1977

Nací en São Paulo, en 1977 –por increíble coincidencia, justo el día de mi cumpleaños. Mi mamá es escritora y mi papá también, y una educación hippie muy represiva, repleta de rondas, pinturas y libros infantiles, me obligó a seguir la carrera familiar, a pesar de que mi verdadera pasión siempre ha sido la contabilidad. Escribo crónicas en la edición dominical del periódico Folha de São Paulo, además, de guiones para cine y televisión. Mi libro más reciente se titula Nu, de botas (Desnudo y con botas, Companhía Das Letras) y en él mezclo ficción y recuerdos infantiles en relatos cortos que abarcan desde mis primeras memorias, a los dos años, hasta el comienzo de la adolescencia. En televisión escribo principalmente telenovelas, y he sido parte del equipo de guionistas de Bang-Bang, Avenida Brasil y A regra do jogo (La regla del juego), actualmente al aire por la cadena de televisión Rede Globo. A principios de este año escribí el primer episodio de la serie Os Experientes (Los experimentados), dirigida por Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, El jardinero fiel y Ensayo sobre la ceguera), también para Rede Globo.

©Renato Parada

En 2013 fui seleccionado por la revista Granta como uno de los 20 mejores escritores jóvenes del Brasil.

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Además de escribir, soy el papá de Olivia, de dos años, y de Daniel, de seis meses, y voy a terapia psicológica tres veces por semana, con la esperanza de pronto conseguir frustrar las expectativas familiares, abandonar la literatura y dedicarme, al fin, a la contabilidad.


BRASIL

FRAGMENTO DE “ SHAKESPEARE EN LAS DUNAS ” En el penúltimo atardecer de las vacaciones subimos a la casa con el corazón en la boca: el mundo conspiraba contra el amor prohibido, Romeo había sido obligado a huir a Mantua, Julieta estaba prometida a Paris, ¡pero el plan de fray Lorenzo era excelente! Le daría a la muchacha un falso veneno que la haría parecer muerta. Romeo la encontraría en el mausoleo de los Capuleto en el cementerio, la despertaría de un sueño profundo, huirían lejos de Verona y serían felices para siempre. ¿No era así, a fin de cuentas, como terminaban todas las historias?

Prata, Antonio. Nu, de botas. Brasil: Editorial Companhia das Letras, 2013.

Es lo que se preguntaban mi padrastro y mi madre, una y otra vez, aquella insomne noche de verano. ¿Cómo salir del embrollo en que se habían metido? ¿Deberían de profanar a Shakespeare censurando el final, haciendo que, tal vez, la carta de Julieta le llegara a Romeo por paloma mensajera en vez de ir en el bolso de un emisario? ¿Cometerían un asqueroso anacronismo poniendo al lado de la sepultura un providencial teléfono público, cuyo timbre, justo en el momento que Romeo levantaba la daga cambiaría, deus ex machina, el rumbo de la historia? ¿O lo correcto sería seguir fieles a la trama: Shakespeare es Shakespeare, el arte está por encima de todo, no se puede esconder la verdad a los niños y, a fin de cuentas, no saldrían fortalecidos por la experiencia? Recuerden, era el comienzo de los años 80. Mayo del 68 estaba más cerca de nosotros que la ley que obligaba a instalar sillitas para bebé en el asiento posterior de los automóviles; la discusión, por tanto, sobre qué sería más dañino para los niños —si la violencia de la historia o la mentira— se adentró en la noche, amparándose en Harold Bloom y Paulo Freire, Bakhtin y Piaget, Nietzsche, Freud y sabe Dios quién más. Ya comenzaba a amanecer cuando llegaron a una conclusión. Por última vez tomamos café bajo el almendro, bajamos el sendero hasta la playa, cruzamos las dunas, armamos los parasoles. Ya hacia las tres, como de costumbre, nos sentamos alrededor de los dos, listos a escuchar el esperado final de Romeo y Julieta. No me acuerdo quíén lo contó, si mi mamá o mi padrastro. Lo que recuerdo es un frío polar en el estómago, un destello en el cielo. Mi hermana menor preguntaba, lívida y aún sin creer, “mamá, mamá, ¿qué es una daga?”, mi media hermana caminaba sin rumbo, “¡noooo! ¡Romeo! ¡Noooo! ¡Julieta!”, los adultos detrás, atarantados como vaqueros ante una estampida de ganado, “pero miren, ¡las familias hicieron las paces!”, “oigan, ¡es solo una historia, es de mentiritas! ¿Alguien quiere una paleta ahí?” “¡Muertos! ¡Muertos!”, gritábamos, rodando por las dunas, la arena pegada a la cara, cual pequeñas y trágicas croquetas amasadas en llanto por la pareja de Verona, que moría junto al último sol de aquel verano. (Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

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Daniel Quirós COSTA RICA, 1979

Nunca pensé que sería escritor. La verdad nunca supe muy bien qué iba a hacer en la vida. Era adicto a los libros desde muy joven, y como nunca me fue mal en la escuela, decidí hacer lo más lógico: convertirme en estudiante profesional. Completé un bachillerato en ciencias políticas, una maestría en estudios latinoamericanos y un doctorado en literatura que hizo a la mitad de mis amigos pensar que estaba loco. Tal vez tenían razón.

©Christine Schatz

En algún momento empecé a llevar un diario. Coleccionaba historias de mi familia, de la vida, de nada en particular. Durante mis estudios llevé un taller con una profesora muy seria, alérgica a los halagos, quien me halagó mucho uno de mis cuentos. Habrá algo aquí, pensé. En 2009 publiqué la colección de cuentos A los cuatro vientos; en 2010 la novela Verano rojo, que ganó el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría; en 2014 y 2015 las novelas Lluvia del norte y Mazunte. Las primeras dos novelas han sido traducidas al francés; la tercera será traducida el próximo año. Ahora vivo en Pennsylvania, donde trabajo como profesor y escritor, sin saber muy bien cómo llegué a hacer ninguna de estas dos cosas.

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COSTA RICA

FRAGMENTO DE LLUVIA DEL NORTE Llueve. Llueve y no puedo dormir. Es la maldición de la época. Empiezan las lluvias y va creciendo mi insomnio. Las gotas caen sobre las latas de zinc y es como si entre sus ecos se fueran escondiendo todos esos años muertos. Rostros y más rostros, sonidos dispersos, conversaciones perdidas entre las bóvedas del inconsciente. Tal vez es que los años se han ido agrandando en mi conciencia, el tiempo de repente vaciado de esa impaciencia que es la juventud, cuando todo parece estar sobre el horizonte de las cosas. Ahora la vida me ha enseñado que no hay respuestas escondidas entre los huecos del tiempo. No hay razón de ser, ni revelaciones. Solo este silencio. Esta vejez de mierda.

Quirós, Daniel. Lluvia del norte. Costa Rica: Editorial Costa Rica, 2014.

Los primeros años traté de luchar contra el insomnio. Tomaba té de manzanilla, guaro, pastillas. Nada surtía efecto. Al final siempre terminaba sobre el colchón, escuchando el viento buscar algo entre los pasillos. Recuerdo que en la capital la lluvia siempre me ayudaba a conciliar el sueño. Parecía apagar los sonidos de la calle, como si despojara las aceras de toda su suciedad. Pero aquí el eco de las gotas crece, parece magnificarse entre las llanuras y los bosques secos frente al mar. Ahora me entrego al insomnio. Abro la ventana y dejo que la luna encienda el cuarto lentamente. Luego fumo. Pienso y fumo. Veo las espirales de humo crecer en la penumbra del cuarto mientras recuerdo los años de lucha en la Revolución en Nicaragua, la vuelta a Costa Rica, los años de burocracia absurda en el INS y la mudanza a Guanacaste. A veces también leo. Busco libros entre los estantes viejos, sus páginas manchadas por las goteras que se abren en el cielorraso durante esta época. Con cada aguacero van creciendo, y tengo que ir a la cocina por palanganas que reparto entre los rincones de la casa. Luego vuelvo a la cama y sigo leyendo, mientras las gotas caen como tumbas sobre el plástico de colores. Pero hoy no puedo leer. Solo fumo; la lumbre del cigarrillo iluminando la noche intermitentemente. Ojos apagados me auscultan a través de la oscuridad, desde otro lugar del tiempo. Las gotas siguen cayendo y casi puedo ver el cuerpo sobre las orillas de aquel riachuelo sucio, cargado de deshechos e indiferencia. Lo veo y por un instante pienso haber olvidado su nombre. ¿Cómo olvida uno esas cosas? ¿Cómo se llega a olvidar? Tomo largas chupadas del cigarrillo y luego siento la palabra surgir como una revelación inútil: Antonio. Toni. Será que me estoy haciendo viejo, pienso. O será que me ha dejado de importar.

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María Paz Rodríguez CHILE, 1981

Le tengo fobia a los extraterrestres. Es ahí, creo, donde empieza mi carrera literaria y termina mi vida real. Y, a pesar de que no escriba sobre esto, porque dicen, es peligroso, escribo sobre hoteles, gatos y mujeres que escapan en aviones y en autos. Con mi primera novela, El gran hotel (Cuarto Propio, 2011), gané una Beca de Creación otorgada por el Consejo de la Cultura. También he participado en varias antologías con mis cuentos “Juan y Marta” y “El muchacho que trotó hasta fundirse con el horizonte de la Patagonia” (Voces -30, Nueva narrativa latinoamericana, 2011 y Junta de vecinas, 2012). Acabo de publicar mi segunda novela Mala Madre (Alfaguara, 2015) en Santiago de Chile, ciudad donde vivo desde siempre y espero que hasta pronto.

©Andrés Herrera Valenzuela

El resto del tiempo soy editora de Ebooks Patagonia. También colaboro mensualmente con columnas de opinión en una revista cultural donde reviso el panorama literario latinoamericano. Cuando tengo ganas de hablar —casi siempre— participo como panelista en el programa Cocaví de Radio Molécula. Me gusta más leer que escribir pero escribo más de lo que leo. Estoy trabajando en un libro llamado Los Tigres. Y, como es obvio, tengo un gato gigante que, creo, ha sido abducido varias veces.

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CHILE

FRAGMENTO DE MALA MADRE 1. El Pasado Mucho antes, subiste por la escalera de un avión y te dijiste ay, Dios, como un murmullo, ay, Dios, mientras te alejabas del pasado. En el pasillo, suspiraste a la vez que una azafata te daba la bienvenida y te pedía el ticket para indicarte dónde estaba tu asiento. En esa época eras alta, y cuando te sentaste, te incomodaron las piernas largas, que hacían palanca contra el respaldo de enfrente. Se lo dijiste a él, pero hizo como que no te escuchaba. Siempre sentiste que ese viaje lo emprendiste sola, a pesar de que te hubieras ido acompañándolo. Suspiraste nuevamente y, cuando ya llevaban casi una hora de vuelo, la azafata les ofreció algo más. Le pidieron un whisky, por favor. Él no te tomó la mano ni cuando despegó ni cuando aterrizó el avión. Y tú mirabas como volaban encima de esas nubes anaranjadas, tan parecidas a la imagen que tenías del paraíso.

Rodríguez, María Paz. Mala Madre. Chile: Alfaguara, 2015.

Su ayudante se había ido más tarde de lo que María tenía presupuestado. Tiny era así, impredecible. Después de un almuerzo largo y no muy abundante, ella y María habían estado discutiendo algunos detalles técnicos para un proyecto de arte en el que Tiny estaba trabajando. La muchacha tenía ganas de ir a Alaska a ver el sol de medianoche o el fenómeno de las noches blancas, hace tiempo que quería trabajar con el concepto de luz y de cielo en alguna de sus obras. María se limpió las comisuras de los labios, mientras la escuchaba y miró el reloj calculando el tiempo extra que su ayudante se tomaba en explicarle algo que ella ya había entendido. Tiny sabía. Conocía demasiado bien a su mentora como para no comprender que la estaba incomodando. Que la mujer tenía que salir. Pero su trabajo debía estar listo en tres meses y la profesora se lo debía. “El problema de tu trabajo tiene que ver con el montaje, Tiny. Si resuelves como trabajar con la luz, lo otro estará bien”, le dijo ella. La chica se quedó pensando en silencio al mismo tiempo que acariciaba a Carlos, el gato de María. “Si resuelves como trabajar con la luz, lo otro estará bien”, la escuchó decir mentalmente. Tomó su mochila roja y se despidió de su anfitriona, amenazándola con que vendría en la semana para cerrar el asunto. “¿Miércoles?” María le contestó que estaba bien, que por ella no había problema, pero Tiny insistió alzando el dedo índice y repitiéndole que llegaría y que ella tendría que ayudarle. María asintió con una sonrisa esperando a que la muchacha se fuera de una vez.

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Warren Ulloa-Argüello COSTA RICA, 1981

Luego del fracaso colegial pasé largas horas sin hacer nada. Para gastar el tiempo en algo provechoso, le robé a mi hermano mayor, Emmanuel, El hombre ilustrado, de Ray Brabdury, libro que me impulsó a leer vorazmente. De tanto leer, decidí escribir. Me aventuré con el cuento, porque era mi manera de contar historias, lo que a mí me gusta. Ingresé a un taller literario, donde se le fue dando forma a mi primer cuentario Finales aparentes, publicado al tiempo por Uruk Editores. Pero quería algo más extenso y me aventuré a escribir una novela; fue un homenaje a mi juventud y mis amigos que titulé Bajo la lluvia Dios no existe. Nunca pensé que una novela tributo a la juventud y a los amigos que transcurrieron por ella fuera a causar tanta polémica, tantos lectores, enemigos insospechados y sobre todo me fuera a dar, allá por 2011, el Premio Nacional de Novela Aquileo J. Echeverría.

©José Vives

Con el dinero del premio, fundé una revista digital, y en la actualidad la dirijo. En su página www.literofilia.com expongo la actualidad de la literatura centroamericana. Además, Literofilia, también tendrá en los próximos días un programa radial Literofilia radio. Y mientras pasaba todo eso, escribía mi más reciente novela, titulada Elefantes de grafito.

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COSTA RICA

FRAGMENTO DE ELEFANTES DE GRAFITO La mujer escucha un fuerte ruido fuera de su casa. Cierra la llave del agua y coloca la manguera sobre los helechos que está regando. Se asoma a la ventana y ve una patrulla estacionada al frente, luego un hombre amarra una cadena al portón de la casa, mientras el otro extremo está sujeto a su camioneta. La mujer alcanza a ver las siglas del OIJ en los chalecos de los hombres. De inmediato corre a advertirle a su hijo. Grita desesperada:

Ulloa-Argüello, Warren. Elefantes de grafito. Costa Rica: Uruk Editores, 2015.

— ¡Ariel, nos cayeron las tres letras, váyase!

Desde el segundo piso Ariel, que estaba haciéndose la barba, oye a su madre, va a su cuarto, donde se pone los zapatos, agarra el celular y una pistola y baja al primer piso. Los oficiales han arrancado el portón y están a segundos de volarse la puerta. Ariel, sin tiempo que perder, sale al patio trasero y se trepa, a como puede, al techo. Abajo ya los oficiales han entrado a la casa y le gritan a su mamá preguntando por su paradero, pero él ya no puede hacer nada por ella, debe huir. Tiene la suerte de que todas las casas son de dos pisos y muy juntas, por lo que las va brincando sin mayor contratiempo. Ariel corre quiere llegar hasta el cañón del Tiribí, un buen lugar para ocultarse durante unas horas. De pronto pisa una lámina de plástico y su pie la traspasa, lo saca rápido y continúa la huida. El resto de casas son de un piso, pero poco le importa: la adrenalina ha dotado de plasticidad a sus músculos; entonces, desde la última casa de dos pisos salta, cae al techo con un golpe seco y sigue corriendo. Cuando llega el momento de tirarse a la calle, se baja por una tapia con agilidad felina. Aguarda en un callejón y, al no ver nada extraño, respira muy fuerte y, sin más qué pensar, cruza y corre tan fuerte que siente como sus talones tocan sus nalgas. Se escabulle por una alameda, corre, corre, corre y esa sensación de que pronto lo van a alcanzar es la que lo impulsa a huir, quiere llegar hasta un play infantil ubicado al otro extremo del barrio desde el cual se llega al cañón del río Tiribí. Abre el portón. En el lugar no hay niños, los subibajas están herrumbrados, los columpios carcomidos por el óxido y del tobogán solo queda la mitad. Toma un descanso, le tiemblan las piernas, y empieza a toser muy fuerte, una tos que da paso al vómito cuantioso. Se queda jadeando, está empapado en sudor, el pecho se le expande y contrae con violencia.

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Carlos Vásconez ECUADOR, 1977

A los once años mi padre me obsequió dos libros muy distintos entre sí, La Biblia y El retorno de los brujos. “Solo lee”, sugirió. Lo desobedecí, releí. A los quince años, estimo, acabé mi primera lectura de La Biblia. A esa edad, ya había leído (estaba intercalado entre los capítulos de El retorno de los brujos) El Aleph, de Borges. Durante ese periodo dibujaba. Dibujaba las letras, y descubrí que lo primero que aprendemos es a dibujarlas. Armé una revista mensual de deportes y cultura. Copié por doquier cual obseso. Siempre oí con atención los cuentos de la gente. Sus murmullos. Quería traducirlos al papel. Luego sucedió lo mismo con los libros que leía. A mitad del Quijote imaginé a un Sancho asesino que guiaba a su señor al paredón. Es entonces cuando aprendí a leer con lentitud, a imaginar el porvenir de los personajes, darles “mis propios destinos”. Me negué a los títulos académicos, aunque me empeciné por asistir a la universidad a leer en sus jardines. De súbito se hicieron los libros, con el saber que alguien dejará, cual criminal que se inculpa y no sabe evitarlo, sus huellas en aquellas páginas. Novela, cuento. Mi primera y tercera colección de relatos publicadas fueron financiadas por mis padres. La segunda, por una novia. El violín de Ingres, La raza extinta, Los días a tu nombre, las novelas. Es curioso, mientras más he querido plagiar más me ha agradado el rostro del personaje que surgía, algo que nunca antes había visto.

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ECUADOR

FRAGMENTO DE “ JONÁS ” Se llamaba Jonás, como todo el mundo. Era rubio, rojo como una tajada de carne, con ojos saltones, zurdo. Solía hervir de mal humor. Repetía hasta el cansancio que a su vida la había dejado impulsarse como un barco sin timón, por las heladas brisas de la muerte, pero en realidad, sobre todo por las maneras que empleaba para hablar con los demás acerca de sí mismo, de cierto modo parecía un niño a quien todo futuro le resulta amarillentamente borroso, ilusorio, perdido.

Vásconez, Carlos. Lo que los ciegos ven. Perú: Editorial Cascahuesos, 2011.

Sería aproximadamente las tres de una tarde gris. El lugar, el bar Liliput, un extravagante centro de perversión que encubrían con el nombre de Centro Cultural Liliput, llamativo porque todo allí daba la impresión de empequeñecer al cliente. Era fácil darse con un mostrador enorme del cual para bajar jarros o tazas se necesitaba un tubo con pinzas al extremo, y bancas que para lograr encumbrarlas se urgía de unas escaleras que el mesero acercaba, y que no eran otra cosa que una trampa de mal gusto, pues se dependía de las mismas para bajar de aquellos montículos de madera, para dejar de consumir. Lo más notable, sin embargo, era el cantinero, un hombre enorme, con una sonrisa perpetua que acentuaba su estatura, encanecido pero dueño de una verbosidad inagotable. –Me llamo Jonás, como todo el mundo –se presentó a un hombre que daba vueltas sobre su propio eje a un cristalino cáliz rebosante de la espumosa cerveza color ébano que se destila eternamente en el norte de Alemania en barricas en sótanos oscuros, donde también amontonan las suculentas bayas del lúpulo y las aplastan y las hacen hervir y con ellas mezclan ácidos jugos y llevan el mosto al sagrado fuego. En la tiniebla se sintieron aletear manos de espíritus. El mutismo, ahora, parece lógico. Supongo que cualquier otra persona habría hecho lo mismo, es decir esperar que acabe aquella frase. Que culmine, por ejemplo, con un lo sabe. “Como todo el mundo lo sabe”, por lo menos. Pero no. Continuó como si viniera hablando desde la prehistoria. –Un amigo dice que leo a los demás hasta volverlos otros. Eran las primeras gotas de lluvia las que interrumpían la música ambiente. Cantaba y tocaba Louis Armstrong What Did I Do to Be so Black and Blue. Sin embargo, la voz de Jonás parecía provenir de ese mundo en el que se mezclaban Armstrong y su maravillosa canción, el ruido congénito del bar y la lluvia que del cielo algo quería limpiar.

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Nombre Óscar Vela PAÍS, AÑO 1968 ECUADOR,

NacíBio en Quito, Ecuador, en 1968, en una familia cuyo mayor tesoro han sido los libros, que mis padres acopiaron durante toda su vida. Pero en esa vida, que aún continúa, hubo algo más que libros y lecturas, pues en los ratos libres se dieron el tiempo para tener seis hijos y elegirme a mí como el mayor. Obligados por el crecimiento demográfico de mi hogar, desde los doce años compartí el dormitorio con dos hermanos menores. Nos acondicionaron un espacio amplio con tres camas en la biblioteca de la casa. Allí, rodeado de anaqueles y miles de volúmenes, me enganché en la literatura sin imaginar que acabaría completando aquellas estanterías con libros de mi autoría. Soy doctor en jurisprudencia y abogado desde 1993, profesión que comparto con la escritura desde el año 1999, cuando decidí contar mis propias historias.

©Pablo Rodríguez

He publicado seis novelas: El toro de la oración; La dimensión de las sombras; Irene, las voces obscenas del desvarío; Desnuda oscuridad (Alfaguara 2011, ganadora del Premio Nacional de Novela, Joaquín Gallegos Lara 2011); Yo soy el fuego (Alfaguara 2013), ganadora del Premio Internacional de Novela Jorge Icaza 2013 a la mejor obras del año; y, Todo ese ayer (Alfaguara, 2015). Desde hace cuatro años soy articulista del diario El Comercio, de Ecuador, y también escribo reseñas literarias para las revistas culturales Soho y Mundo Diners.

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ECUADOR

FRAGMENTO DE TODO ESE AYER De no ser por ciertos hechos que sólo se conocieron más adelante, el punto de partida de esta historia bien pudo haber sido el de aquella desapacible tarde de trabajo en la que Federico Gallardo notó que una espesa bruma, acompañada de una llovizna casi imperceptible, se tragaba de pronto la ciudad entera.

Vela, Óscar. FICHA Todo ese ayer. Bogotá: Alfaguara, 2015.

Sentado frente al computador, que había caído en modo de reposo y desplegaba un fondo negro atravesado por colores fugaces, asistió a un espectáculo donde las luces de occidente y el cuerpo del volcán se ocultaban detrás de la cortina helada que descendía como una plaga bíblica por los distintos ramales de la cordillera. Pocos días antes, el 30 de septiembre de 2010, tras un confuso y grave incidente político que dejó cinco muertos, muchas sospechas y demasiadas interrogantes abiertas, todo en esta ciudad y en el país entero también parecía haberse quebrado. Federico no podía saberlo entonces, pero esta historia quizás comenzó aquel día con esos extraños sucesos que, de modo tangencial, lo rozarían más adelante. Pero avancemos por ahora hasta la tarde aquella de niebla y frío, y más específicamente al momento en que el computador de Federico Gallardo revivió con un susurro tras un leve y accidental roce de su mano sobre el teclado. La campanilla que anunciaba la entrada de un nuevo mensaje de correo electrónico lo sacó de su ensoñación. Sus ojos se dirigieron de forma automática hacia la franja superior de la bandeja de entrada del programa, y, desde la pantalla iluminada, tres palabras saltaron súbitamente arropando a Federico como un manto helado, tal como le había sucedido a la ciudad momentos antes. El resoplido de un espectro del pasado acarició su cuello desnudo y ascendió por su cabeza penetrando con suavidad en cada poro. Su cuerpo se estremeció. La imagen frágil del amigo de la juventud, Sebastián Barberán, regresó en el tiempo abriéndose paso entre nebulosas: demasiado alto, flaco, desgarbado; los cabellos rubios, largos y revueltos. La mano de Federico, paralizada, apretaba el mouse sin atreverse a dirigir la flecha hasta la sugerente frase que titulaba el mensaje: Como decíamos ayer… Sebastián Barberán había desaparecido treinta y cuatro años atrás, un 2 de agosto de 1976. Los rumores y las noticias de la época, aunque contradictorios y misteriosos, coincidieron siempre en que fue detenido, torturado y asesinado por los efectivos militares de la dictadura del general Jorge Videla. Nunca se encontró su cuerpo, y, con el tiempo, la imagen de Sebastián se fue diluyendo en las lagunas más distantes de la memoria de aquellos que le conocieron. …No puedes ser tú, pensó Federico en ese momento enfocándose en aquel rostro que se abría paso entre un revoltijo de recuerdos que lo asediaban desde la distancia. Tú estás muerto –susurró–, más de treinta y cuatro años muerto… Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Horacio Verzi URUGUAY, 1946

Después de Borges, Carpentier, Monterroso, Onetti, sor Juana Inés de la Cruz, Drummond de Andrade, por mencionar solo unos pocos gigantes que saltan de golpe de la memoria, uno se pregunta si tiene sentido seguir escribiendo, sobre todo cuando el primero declaró sentirse más orgulloso de lo que había leído que de lo escrito. Desde hace un tiempo, entonces, me he armado la idea ─o quizá excusa en la impertinencia─ de que escribir debe ser un estilo de vida que uno asume con un mayor o menor grado de inconsciencia, o una manera de llenar las horas o, quizá, la soledad interior, y que en la obstinación de hacerlo, lo debe hacer─ para decirlo ahora como una vez lo señaló un buen amigo, laureado escritor─ con decencia. Al menos con decencia (hermosa palabra). Es lo que hoy, quizá tardíamente, trato de hacer. Gracias a la suerte y la benevolencia de jurados dispares, la novela El mismo invisible pecho del cielo fue 1er Premio de Narrativa del Certamen Anual Latinoamericano 1983 de Educa ; Toda la muerte mención en novela por el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay-MEC1999; Reliquia familiar, Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2004; y la novela El infinito es solo una forma de hablar, 1er Premio Anual de Literatura 2013 en Narrativa-MEC.

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URUGUAY

FRAGMENTO DE EL INFINITO ES SOLO UNA FORMA DE HABLAR Le salía un ronquido que no se sabía si era de dolor, de ahogo por tragar su propia sangre o de ciego frenesí, porque su pecho subía y bajaba con violencia. Una muchedumbre los seguía, mujeres, muchas con niños en brazos, vendedores ambulantes, soldados, vagabundos… Todos los vecinos cuyas viviendas tienen ventanas y balcones desde donde podía verse la quema, se asomaron sobre alféizares y barandillas y estiraban los brazos señalando algo en la procesión; vi algunos que reían y comentaban animadamente entre ellos, otros arrojaban una flor, otros se sostenían la cabeza con las manos y apretaban los labios. Un heraldo leyó los edictos y, antes de encadenarlo al madero, lo desnudaron, el taparrabo le resaltaba la flacura. Ya entonces estaba rígido y durante todo ese último minuto mantuvo su mirada fija en la mirada de un niño que, al mirarlo, asido de la mano de su padre o abuelo, lloraba. Debe haber sido lo último que vio. Los piqueros empaparon con aceite las ramas y troncos para que ardieran mejor, pero se levantó un humo muy espeso, la brisa ayudó y lo sofocó antes de que las llamas lo quemaran; los verdugos maldecían y se echaban la culpa entre ellos.

Verzi, Horacio. El infinito es sólo una forma de hablar. Montevideo: Editorial Yaugurú, 2011.

De pie detrás de los guardias, de las mujeres y hombres, de niños que corrían y gritaban de excitación, me di cuenta de que se había desvanecido, tal cual había calculado que ocurriría, porque atisbé su cabeza inclinándose exangüe sobre el pecho, y brilló en una lengua de fuego como un astro en un cosmos de blancura y chispas, recordé lo que había tratado de explicarme: nada en el cosmos está separado o disociado. La plaza fue despejándose de curiosos y yo me acerqué para contemplar aquella pila de cenizas y brasas; el calor alcanzó mi cara y tuve que retroceder un paso y sentí como si eso fuera su último aliento, su última palabra. ¿Él era esas cenizas que serían arrojadas al viento o a las aguas? Esas cenizas al viento ¿dirían que Dios había renunciado a toda teología del triunfo y de la gloria? Antes había sido la cruz, hoy era la hoguera. Creo que tenía razón: todo en el universo es una sola cosa, cada uno de nosotros es parte de los otros, toda cosa y todo acto está en la totalidad de las cosas y la totalidad de los actos, solo se puede ser… siendo juntos.

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Carlos Wynter Melo PANAMÁ, 1971

En Panamá existen poblados sumergidos bajo las aguas del canal; son recuerdos que ya no contemplamos. El pasado de todo del país parece haber sido inundado por el presente, como si fueran dos capas sin ninguna relación, una bajo la otra. Creo que esa es la razón por la que escribo, para reconciliar pasado y presente, lo que sentimos alguna vez con lo que siento. Nací en 1971, pero las explicaciones de quien soy responden a una memoria más lejana. Escribir es leerse, y me percaté de que la realidad no está en lo que nos rodea. La literatura es un espejo para rostros guardados. Mi primer libro, El escapista, lo colman personajes que no aceptan las imposiciones de un sistema mecánico y eficiente. Mi primera novela, Nostalgia de escuchar tu risa loca (Sudaquia), fue presentada en el año 2013. La segunda, Las impuras, 2015, fue contratada por la editorial Planeta. Y la editorial Piedra Santa sumó a su catálogo Ojos para ver una invasión, 2015, novela con la que se cierra una trilogía sobre la historia reciente de Panamá.

©Javier Narvaez

En el año 2007 fui reconocido por el Hay Festival de Londres, la Unesco y la Secretaría de Cultura de Bogotá, en la selección Bogota 39.

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Y en el año 2011 fui tenido como uno de Los 25 secretos literarios mejor guardados de Latinoamérica en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.


PANAMÁ

FRAGMENTO DE LAS IMPURAS XIII (…)A la media luz del cuarto descubriste cuerpos desnudos. Eran dos: uno era el de Hercilia y el otro era el de un hombre. Tenías siete años. Te quedaste quieta, no respirabas. No sabías lo que estaba sucediendo. Te pareció un juego, una lucha en la que se escondían y se buscaban bajo la sábana. Viste fugazmente el pene del hombre y te pareció un animal o una fruta. —¿Qué están haciendo? —preguntaste. Los cuerpos se estremecieron. Hercilia te miró. Nunca antes habías visto al hombre. —Hola, corazón. ¿Qué haces aquí? —Quiero que juguemos a las muñecas. ¿Recuerdas que te lo pedí? —Claro, cielo, pero ahora estoy con el señor, ayudándolo. —¿Qué hacen? Hercilia lo pensó un segundo. —Buscamos algo que se le perdió entre las sábanas. —¿Desnudos? Hercilia no tardó en ripostar: —Es que puede haberse enredado en la ropa y por eso nos la quitamos. —Quiero ayudarles —dijiste y, sin que nadie pudiera detenerte, te subiste a la cama. —¡No, cielo! —dijo Hercilia, pero era tarde: ya estabas sobre ellos. —¿Qué buscan? Era la primera vez que Hercilia estaba desnuda frente a ti. Te pareció que los pezones no eran de su cuerpo, que eran pequeñas estrellas de mar. Y te fijaste en el abundante vello púbico, al que esperabas encontrarle ojos o boca. —Buscamos un gato pequeño; una mascota que el señor trajo de un lugar lejano, niña. Lo trajo de París. Hercilia estuvo a punto de reírse de su propia ocurrencia. Fue como si alguien más la hubiera dicho (el ingenio fue un dios en su garganta). El desconocido también escondió la risa. Tú los miraste suspicazmente. —Si es un gato pequeño, podría estar en cualquier parte. Si es muy pequeño, podría haberse metido aquí. Y enredaste tu mano en los rizos púbicos de Hercilia. —¡Niña, quita la mano! —Ya buscamos ahí y no encontramos nada —dijo, burlón, el desconocido. —Busca debajo de la cama, corazón —indicó Hercilia, aún agitada. Solo entonces te bajaste al piso y, un minuto después, cuando ellos te aseguraron que podían ocuparse solos del problema, saliste de la habitación. Hoy sigue fascinándote que un gato pequeño y exótico, venido de París, pueda hallar escondite en el pubis de las mujeres. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

Wynter Melo, Carlos. Las impuras. Editorial Planeta, 2015.

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Diego Zúñiga CHILE, 1987

Nací hace 28 años en Iquique, una ciudad que queda al norte de Chile, entre el mar y el desierto, muy cerca de Perú, el país que tuvo, durante el siglo XX, los mejores poetas del continente, sin duda. Podría ser un dato irrelevante el lugar donde uno nace, pero, aunque ya no vivo ahí desde hace más de quince años, prácticamente todo lo que he escrito tiene que ver con esa ciudad, con ese paisaje. Mientras estudiaba periodismo, publiqué en 2009 una novela que se llama Camanchaca y que tuvo más vidas de las que pude imaginar. Después, me quedé un par de años en silencio, me puse a trabajar como periodista y creé una editorial con unos amigos que tiene el nombre de Montacerdos, en honor a la impresionante novela del peruano Cronwell Jara —que todos, todos, deberían leer—. En Montacerdos publicamos, sobre todo, libros de cuentos de escritores latinoamericanos jóvenes, los que recomiendo fervorosamente, por supuesto. Finalmente, en 2014 publiqué dos libros: Soy de Católica, una crónica autobiográfica dedicada al equipo de futbol del cual soy hincha; y meses después apareció Racimo, mi segunda novela.

©Roberto Candia

Hoy, termino de escribir y reescribir unos cuentos que aparecerán en 2016. Son cuentos en los que dejo atrás, creo, el paisaje del norte y empiezo a tantear otros terrenos. Vamos a ver qué resulta de eso.

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CHILE

FRAGMENTO DE RACIMO La historia es así: se perdieron hace unos años, cuatro, cinco, tal vez seis. Salieron de sus casas una mañana rumbo al liceo y no volvieron más. Eran niñas, tenían entre nueve y quince años, todas iban a un mismo liceo —el Pedro Prado—, todas llevaban su uniforme, sus jumpers, sus zapatos negros, sus corbatas rojas, sus camisas blancas, sus mochilas llenas de cuadernos. Algunas se conocían entre sí. Las unía el liceo y, en la mayoría de los casos, una población —La Negra— en la que nacieron y crecieron, a un costado de Alto Hospicio, cerca de los cerros, en ese lugar donde solo hay tierra y más allá algunos basurales clandestinos que usa la Municipalidad de Iquique. Tenían tres o cuatro años cuando vieron pavimentar algunas de las calles, y las casas de madera se fueron transformando en casas de adobe. Crecieron en un lugar que apareció, años antes de que nacieran, de un día para otro, a fines de los 80, en medio del desierto.

Zúñiga, Diego. Racimo. Chile: Penguin Random House, 2014.

Una toma de cientos de personas que no tenían dónde vivir y que de pronto armaban, con más ganas que otra cosa, una ciudad: unos palos de madera y la voluntad de cambiar sus vidas, que no iban hacia ningún lado allá abajo, en Iquique. Las niñas vieron cómo sus padres trabajaban todo el día en lo que fuera para llegar en la noche, solamente, a dormir. No hablaban con ellos, no había tiempo ni ánimo. Eso lo entendieron desde muy chicas. La infancia se acabó muy rápido, pero no alegaron nunca, no correspondía. Luego vino el liceo y se dieron cuenta, muchas de ellas, de que la vida era eso y nada más. Que tal vez estudiando algo las cosas podían cambiar, pero no. Iban porque había que ir. Caminaban hasta la pasarela que cruza la carretera y une las dos partes de Alto Hospicio, y esperaban a que llegara la micro que las dejaba en la puerta del liceo. Aprendieron, con los años, que si se quedaban dormidas y salían atrasadas de sus casas, entonces podían hacer dedo en la carretera o subirse a alguno de los colectivos piratas que las llevaban por cien pesos. Aprendieron, también, más rápido que nadie a des-confiar: de sus compañeros, de sus hermanos, de sus padres, de sus madres, del vecino que las miraba mucho y del hijo del vecino que a veces las invitaba a salir. Por eso nadie entiende nada, por qué un día salieron de sus casas, temprano, y no volvieron más. Nadie las vio. Nadie sabe nada, pero entonces apareció Ximena ahí, cuando veníamos de vuelta, a un lado de la carretera, y empezó esto.

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Histórico de escritores participantes en el programa literario Latinoamérica Viva (2012 al 2014) Almada, Selva (Argentina) Álvarez, Sergio (Colombia) Álvarez, Juan (Colombia) Amengual, Claudia (Uruguay) Ampuero, María Fernanda (Ecuador) Andruetto, María Teresa (Argentina) Barquero, Guillermo (Costa Rica) Barrera, Alberto (Venezuela) Barreto, Igor (Venezuela) Benavides, Jorge Eduardo (Perú) Berti, Eduardo (Argentina) Bisama, Álvaro (Chile) Blanco, Rodrigo (Venezuela) Brizuela, Leopoldo (Argentina) Cáceres, Jorge Luis (Ecuador) Carvalho, Bernardo (Brasil) Centeno, Israel (Venezuela) Chaves, José Ricardo (Costa Rica) Chávez, Miguel Antonio (Ecuador) Coehlo, Oliverio (Argentina) Collyer, Jaime (Chile) Consiglio, Jorge (Argentina) Contreras, Fernando (Costa Rica) Correa, Juan David (Colombia) Cortés, Carlos (Costa Rica) Cueto, Alonso (Perú) Delgado Aparaín, Mario (Uruguay) Díaz Eterovic, Ramón (Chile) Díaz Oliva, Antonio (Chile) Eguez, Iván (Ecuador) Fernández, Nona (Chile) Fernández Moreno, Inés (Argentina) Ferroni, Marcelo (Brasil) Fraia, Emilio (Brasil) Freire, Marcelino (Brasil) Fresán, Rodrigo (Argentina) Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Histórico de escritores participantes en el programa literario Latinoamérica Viva (2012 al 2014) Fuks, Julián (Brasil) Gamboa, Jeremías (Perú) Garland, Inés (Argentina) Geisler, Luisa (Brasil) González, Tomás (Colombia) Guerra, Wendy (Cuba) Gutiérrez Plaza, Arturo (Venezuela) Halfon, Eduardo (Guatemala) Hatoum, Milton (Brasil) Herra, Rafael Ángel (Costa Rica) Hasbún, Rodrigo (Bolivia) Hidalgo, Daniel (Chile) Iparraguirre, Alexis (Perú) Jeftanovic, Andrea (Chile) Juárez Polanco, Ulises (Nicaragua) Lacerda, Rodrigo (Brasil) Lalo, Eduardo (Puerto Rico) Lisias, Ricardo (Brasil) Maia, Ana Paula (Brasil) Martínez, Guillermo (Argentina) Martins, Altair (Brasil) Méndez, Juan Carlos (Venezuela) Meruane, Lina (Chile) Montero, Mayra (Puerto Rico) Mosquera, Javier (Guatemala) Nazarian, Santiago (Brasil) Negrón, Luis (Puerto Rico) Neyra, Ezio (Perú) Núñez, Vanessa (El Salvador) Olguín, Sergio (Argentina) Olivar, Norberto José (Venezuela) Padura, Leonardo (Cuba) Pantin, Yolanda (Venezuela) Passos, José Luiz (Brasil) Paz Soldán, Edmundo (Bolivia)

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Histórico de escritores participantes en el programa literario Latinoamérica Viva (2012 al 2014) Pimentel, Jerónimo (Perú) Piñeiro, Claudia (Argentina) Poblete, Nicolás (Chile) Raggio, Salvador Luis (Perú) Rimsky, Cynthia (Chile) Rivero, Giovanna (Bolivia) Rodrigues, Sérgio (Brasil) Ronsino, Hernán (Argentina) Rosero, Evelio (Colombia) Ruffato, Luiz (Brasil) Saavedra, Carola (Brasil) Saccomanno, Guillermo (Argentina) Salazar, Claudia (Perú) Samper, Daniel (Colombia) Sánchez R., Eduardo (Venezuela) Sandoval, Carlos (Venezuela) Santos Febres, Mayra (Puerto Rico) Santullo, Laura (Uruguay) Silvestre, Edney (Brasil) Solano, Andrés Felipe (Colombia) Stigger, Verônica (Brasil) Thays, Iván (Perú) Toro, Pablo (Chile) Torres, Miguel (Colombia) Umpi, Dani (Uruguay) Valencia, Leonardo (Ecuador) Wilson, Mike (Chile) Wynter, Carlos O. (Panamá) Yushimito, Carlos (Perú) Zappi, Lucrecia (Brasil)

Para mayor información consulte: http://issuu.com/filguadalajara/docs/fil_latinoamerica_2014

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Este catálogo está impreso sobre papel Bond, papel que disminuye el impacto ambiental y cuenta con una certificación internacional. LATINOAMÉRICA VIVA se terminó de imprimir en noviembre de 2015 en los talleres de Coloristas y Asociados, Calzada de los Héroes 315, León, Guanajuato, México. Tiraje; 1,000 ejemplares Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la FIL Guadalajara




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