Destinação Brasil 2014

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No contestó mi llamada posterior, no participó en el pequeño lanzamiento organizado por la editorial, en el cual le firmé libros a dos primas, seis amigos y una tía solterona de Santos que tomó el autobús expresamente para verme. Mi hermano conversaba con todos y mecía a su hijita en los brazos; mi editor no conocía a nadie, era invisible cual florero de portería. Mamá tuvo que salir temprano, iba a dormir con mi abuelo en el hospital, donde él aún esperaba, luego de más de un mes, la programación de su cirugía. Acabé la noche un poco borracho, empanzado, con mis amigos en un bar cercano en el que servían generosas porciones de corazones de pollo. Cuando mencioné a Julia, demostraron un interés tibio: en nuestro mundo ella era una anécdota. Mi abuelo fue operado la primera semana de diciembre. Los médicos tuvieron que cortar treinta por ciento del intestino y suponían que el cáncer se extendería. Un día llegué temprano a visitarlo. Mi mamá había bajado a la cafetería y él estaba solo en el cuarto. Como la encargada de la limpieza refregaba el piso de fórmica entre las camas, tuve que esperar unos segundos en el corredor, observándolo por la puerta abierta. Se había vuelto flaco como un costal vacío, hundido tras la barandilla de protección, los ojos cerrados, respiraba por la boca. Estaba despierto, yo sabía, pero no me había notado. Siempre que me veía abría una sonrisa amplia, como si aún fuera niño, y reía fuerte, procuraba disfrazar los dolores. Pero allí estaba solo, y su piel era apenas un papel reseco, con manchas quemadas en la cabeza y el puño muy flaco, salido de las sábanas, apretado con esparadrapos y una sonda. Las orejas y la nariz, enormes. Los médicos estaban sorprendidos por su resistencia. En esa noche tenebrosa llamé a Julia y le dejé un recado. El estudio parecía grande sin ella. Yo miraba los tupperware sucios y pensaba en mi libro. No había recibido siquiera una reseña y mi editor parecía cansarse de mis telefonemas diarios. Ella no devolvió la llamada ese día y pensé que jamás lo haría. Cuando finalmente apareció, a mediados de enero, muchas cosas habían sucedido y yo me sentía aniquilado. Oír su voz era como un premio inmerecido, e inmediatamente acepté cuando ella propuso el viaje. No tenía cómo saber, en aquel momento, que ella me llevaba a un crimen, a una entrevista con muertos, a batirme en un duelo.

Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl

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