Morillejo y sus gentes

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MORILLEJO Y SUS GENTES Hace más de medio siglo que paso esto en Morillejo. Un día de febrero, por la nieve que cayó durante la noche, el pueblo parecía una tarjeta postal salida del norte del planeta, un blanco sobrenatural abrigaba cada casa, cubría cada calle, cada camino, cada monte. Yo estaba ahí, presente, y nadie lo sabía, incluso mi madre no lo sabía, porque mi hermana me escondía. Las dos, esperábamos, tranquilitas, ver la luz por primera vez.

¡Nací ese día de nieve, y como mi existencia sorprendió a mis padres, Ángeles y Dionisio, el nombre que me pusieron fue una evidencia: Blanquita! Hace poco, me han contado que mi padre quería ponerme el nombre de Blanca Nieves, pero el cura dijo con autoridad: “¡No se puede, porque ese nombre es de cuento!” Por fin en la Iglesia me puso María de las Nieves, y en el registro civil el nombre de una de las abuelas como lo quería la tradición en la familia. ¡Blanquita…..Blanqui! Fue el nombre con el que cohabité toda mi vida, mis padres así me llamaban, dejando Amparo en los documentos. ¡Dos nombres! … Para complicarme la vida, pensé muchas veces. En realidad, Amparo, el nombre de mi abuela materna, me ata a mis raíces, dando fuerza a la frase que acompañó toda mi infancia: “¡Somos de Morillejo!”. Mi abuela Amparo, mujer de Florentino, tenía el pelo hecho de plata y estaba vestía toda de negro, hasta las zapatillas. Con ese color uniforme, parecía echa de una pieza única, salida entera de la madera. Mi abuela no tenía edad, o sí, siempre la misma. El tiempo no se movía sobre ella. Me impresionaba cuando estaba en su casita, cuando la veía barrer con su escoba de bruja, echando agua para que no se levantase el polvo. Me impresionaba cuando con un candil subía por la noche a las habitaciones. Me impresionaba, cuando llamaba las gallinas para darles de comer. Me impresionaba cuando, sentada en su silla de muñeca, cuidaba el puchero de judías en la lumbre. …Mi abuela Amparo, me parecía disfrazada y con esas posturas, la imaginaba salida de un libro de cuentos. Sin duda

por eso

los cuentos para niños y

para mayores en las novelas me

encantan, y fácilmente se mezclan y se confunden con la realidad.

Al final de su vida, repetía mucho y con orgullo que de joven, había recorrido todo Madrid, cuando había carros con caballos. Nombraba calles y avenidas testigos de sus paseos. Se murió con 99 años. Me contó mi abuela Amparo que su madre, Pascuala, era comadrona y que venían a buscarla de lejos. Conocía todas las plantas del monte. En esos tiempos, las comadronas eran los médicos “anónimos” que, además de ayudar a dar la luz, también sabían curar algunas enfermedades. Mi bisabuela, Pascuala, ayudó a mi padre a coger el camino hacia el mundo. Sin duda por esa bisabuela Pascuala, una de sus tataranietas se dedica a medicina, y uno de sus tataranietos lleva su nombre: Pascal. 1

la


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