Los mares de barro

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torso inclinado. Me atreví a mirar por sobre el hombre. En eso el cielo pareció estallar a mis espaldas. Se produjo un estruendo pavoroso y luego pude ver un resplandor amarillo y, bajo esa luz de segundos divisé aquella manta infinita de insectos. Simultáneamente el cielo se rasgaba en una lonja rojiza, una espada azafrán cayendo sobre aquella masa. A través del tupido velo de lluvia vi como ese meteoro caía sobre aquellos insectos, cual un candente aerolito sobre un mar de barro. Se produjo un boquete en aquella nube de moscas imbricadas y luego la oscuridad, la lluvia y aquel ronroneo con igual intensidad. Se me quebraron las rodillas y caí de espaldas. La flemosa humedad del suelo, antes polvillo, acogió mis espaldas y mis glúteos como una matriz exacta. La lluvia cesó de golpe. Los relámpagos y truenos se alejaron y un viento frío limpió de humedad aquella atmósfera tormentosa. Con el cuello en tensión y la cabeza pugnando por incorporarla, miré la avalancha de insectos a ras del suelo. Se acercaban gruñendo y apelotonándose. A mi derecha, en el horizonte lejano, sobre tenues cerros mojados se desgarraron las pesadas nubes saturadas de agua y un sol amarillento tendió sus rayos aceitosos sobre mi cuerpo estático hundido en el suelo.

La infernal masa de moscas pareció animarse y al pronto se hallaba a pocos metros de distancia. Los rayos del sol tardío tornasolaban las miríadas de moscas apretujadas con brillos microscópicos. Aquellas moscas se detuvieron como si fueran contenidas por un dique de cristal a pocos centímetros de mis pies llagadas. Bullían. Mi respiración era apresurada y algo se descompuso en mi resistencia. Abatí la cabeza. Todas las fibras de mi cuerpo temblaron. Mis ojos abiertos y llorosos miraban el profundo firmamento, ahora puro y de un celeste dulce. Mis manos, junto a mis caderas huesosas, apretaron aquel barro casi líquido y se quedaron quietas. Sólo aquel temblor menudo de mi vientre sumido revelaba mi respiración entrecortada y brusca. Mi pelo brillante se sumía en el barro. La trepidación de las moscas bajó en intensidad, pero yo no escuchaba casi nada. Mis labios entreabiertos semejando una mueca o imperceptible sonrisa helada, mis pómulos salientes, las tetillas ennegrecidas, los muslos derrotados, los pies llagados uno junto a otro; todo yo hundido en el barro frente al cielo sin nubes, parecía esperar. No puede ver cómo del lindero de


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