feliciano
LOS MARES DE BARRO RKQ Editores
El
presente libro es un excelente ejemplo de lo que se puede lograr cuando volamos más allá de nuestro entorno y asumimos la literatura como una llave para entrar a un universo totalmente distinto al que conocemos. Su autor nos entrega, en este volumen de cuentos, una serie de historias extrañas, absurdas, insólitas y fantásticas, en las que sobresalen los temas de la soledad y la transformación. Con una bella prosa y un estilo parejo, y a veces recordándonos a Kafka o Camus, Feliciano Mejía nos habla por ejemplo, de un hombre que progresivamente se va convirtiendo en un ser subhumano, que habita en un oscuro sótano y convive con un cerdo (“Cambio”); el escape de un hombre a la sobrenatural invasión de insectos, que llegan a cubrir el cielo, para que al final descubra su propio cadáver y se sepa un fantasma (“Huida”); la reunión sostenida entre un joven, una mujer y un viejo, que hablan simultáneamente en una sala – sin verse ni escucharse, como autómatas- mientras se van convirtiendo en materia inanimada (“Cuatro”); de la transformación de un hombre en ave, producto de su encuentro con una tétrica viejecilla jorobada (“Retorno”); o de una solitaria y anciana viuda, que tiene como único acompañante, en su derruida casa, al putrefacto cadáver de su difunto esposo (“Visitas”). Aquí, la prosa y narrativa primigenia de Feliciano Mejía. Ahora, el lector tiene la palabra.
El Editor 1ra. Ed. San Marcos
Feliciano Mejía Hidalgo www.felicianomejia.com Abancay, Apurímac, Perú, 1948; de nacionalidad peruano-francesa; ex integrante de los colectivos Hora Zero y Yuyachkani; hizo estudios en Perú y Francia y constantes presentaciones con su poesía en el Perú, Centro América, Norte América, Sud América y Europa, radicando en Francia de 1982 hasta 1997. Volvió definitivamente al Perú en 1999 de dedicándose desde entonces a tiempo completo a la escritura y animación cultural.
Feliciano ha publicado: Poemas Racionales, 1971, Tiro de Gracia (9 ediciones entre 1978 a 2015, una edición en holandés), Círculo de Fuego (dos ediciones en 1981, y una edición en francés en setiembre de 2010, con traducción del poeta Athanase Vantchev de Thracy), Kantuta Negra 1991, El País de los Sueños (narrativa para niños, cinco ediciones 2006 a 2011), Kantuta Roja (2006) dos ediciones en pael y una edición limitada de colección en cartón, Yanaqa, Cuentos de mi comunidad, 2008 (32,000 fascículos de diez narraciones breves) y en edición digital por la editorial portuguesa Emooby, Círculo de fuego, su traducción al francés como Le Cercle de Feu, Rendición de Cuentas, poemas; y los cuentos de Verbena de la Orgía (2013) para las tienda virtual Amazon.
FELICIANO
LOS MARES DE BARRO
RKQ EditoreS
©Feliciano Mejía ©De la presente edición 2da Ed.: RKQ EditoreS
Lima, abril de 2017 Carátula e ilustraciones interiores: Max Ernst
A Nazim MejĂa Eduardo
DEL PAÍS DE LOS SUEÑOS A LOS MARES DE BARRO
..."porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra". Gabriel García Márquez
La literatura fantástica tiene diversas vertientes. Muchos de los cuentos infantiles, con sus animales parlanchines, con sus mágicos personajes (y no sólo me refiero a los cuentos de hadas), son un ejemplo de la riqueza lúdica de este género literario. Pero la fantasía no siempre está llena de seres sobrenaturales y encantadores poblando nuestros sueños, la fantasía también posee seres tortuosos, fantasmas o monstruos de pesadillas no necesariamente infantiles. Conociendo personalmente a Feliciano, me resulta interesante notar que dedica el libro que comento en esta oportunidad, a sus hijos. Y es que he leído otro libro de Feliciano dedicado a ellos cuando eran más pequeños: El país de los sueños. Y a través de esos cuentos fantásticos, él les transmitió algunos de sus valores como el aceptar las diferencias, luchas por lo que es propio y respetar nuestra cultura, mostrándoles de 3esa manera la riqueza y las bondades del mundo en el que les toca vivir. Ahora ellos ya son grandes y es nuevamente utilizando cuentos fantásticos que les habla de otros aspectos menos agradables del alma humana, pero que lamentablemente conviven con la bondad en el mundo. Los mares de barro se encuentran en esas tierras olvidadas por la civilización, ignoradas en los mapas. Tierras habitadas por seres que han perdido toda esperanza de progreso, y por lo mismo, no sueñan más. La triste realidad los hunde en una mediocre monotonía de la que es imposible escapar. ¿Cuántos pueblos de países eufemísticamente llamados “en vías de desarrollo” (elegante propuesta para ocultar la cruda verdad) corresponden a ésta descripción? Una vez le escuché decir a un famoso escritor de ciencia ficción que este género no habla –como muchos podrían creer – del futuro, sino de nuestro presente, metaforizándolo. Lo mismo se podría aplicar para la literatura fantástica. Si se cree que habla de cosas “inexistentes”, se cae en un grave
error. La literatura fantástica se presenta ante nosotros como el espejo defórmate de las ferias, nos podemos simplemente reír de nuestro reflejo, pero detrás de la ilusión óptica, sigue encontrándose nuestra imagen, con sus imperfecciones reales. Y es que por otro lado, muy poco se necesita para dar un salto del mundo real al fantástico. Como en el cuento “la nuit” de Guy de Maupassant, en muchas de las historias de este libro, el ambiente aparentemente anodino, de pronto cobra ante nuestros ojos una tintura de alucinación. Y es que ante la soledad humana, ante la desesperación y el desencanto, es imposible no sentirse atacado por las cosas más simples. Los habitantes de esos pueblos olvidados, transitan entre la frontera de la realidad asfixiante y lo irreal aún más aterrador por desconocido. Así en la huída, un trivial paseo por la ciudad se convierte una pesadilla, cuyo escape es solo la muerte. En este libro los personajes no tiene nombre, son solo el hombre, la mujer, el hermano, la madre, la abuela. Han perdido la identidad, devorados por el anonimato que impone el olvido. El único que escapa a este destino, es Lizandro, el personaje del último cuento: ciclo. Historia construida a base de repeticiones, que no solo sirven para ilustrar el título, sino también para mostrar la desesperación del personaje por no perder su último rasgo de humanidad: su nombre, su identidad. “Se llamaba Lizandro y era un hombre bueno… era un nombre bueno y su nombre era Lizandro… era un hombre llamado Lizandro y era joven…”. Para éste hombre al parecer en algún tipo de cárcel, aferrarse a su nombre es aferrarse a la humanidad. Por eso también marca la pared de su posible celda, para tener por lo menos una noción del paso del tiempo. Pero el olvido, la indiferencia de la sociedad, hace que poco a poco pierda la esperanza, así de hombre bueno pasa a ser un hombre amargado, colérico y finalmente malo, hasta el momento culminante en que “Era la hora indicada y su nombre ya no importaba”. Lizandro no es el único personaje aparentemente encarcelado en el libro, sin que en el texto se nos dé más explicaciones. El personaje de encuentro, visita a una mujer- el único ser que le demuestra algo de ternura- que al parecer es prisionera de su pareja. En esta historia el personaje principal vive esperando esos encuentros para los cuales debe recorrer un camino tortuoso. No sabemos nada de él, pero los pocos elementos descriptivos nos permiten vislumbrar un ser tosco, casi animalesco, en la frontera de la bestia y lo humano. ¿Pero, qué es ser humano? ¿Acaso la tierna relación de este ser con la mujer captiva no muestra humanidad? ¿Acaso la veneración y el respeto que él le profesa no son inclusive muestras de un gran corazón? ¿Acaso la verdadera bestia no es el que tiene prisionera a la mujer y que finalmente la mata? También el personaje de reyerta es prisionero, pero en este caso de su propia inmovilidad, que lo convierte en el observador pasivo de las tragedias familiares. Su silencio es tan agresor como las imágenes y sonidos de ese mundo en el cual no puede participar, no puede comunicar.
Y este cuento nos lleva a otro elemento en común a todos los textos de Los mares de barro: la incomunicación en la que viven sus personajes. No solo es que como en el caso de reyerta, el personaje no puede hablar, sino que por ejemplo en visitas una mujer se encierra en su locura, no aceptando la muerte de su esposo, dialogando con él hasta el final. En mi compañía, la abuela del personaje principal se convierte en compañera silenciosa del escritor, el único en la familia que al parecer sigue remarcando en ella. Ambos cuentos nos muestran con imágenes desgarradoras, el aislamiento al que muchas veces condenamos a los ancianos en la sociedad, no escuchando sus necesidades, haciéndolos casi invisibles a nuestros ojos, una vez más la incomunicación. Pero esta incomunicación no es solo indiferencia, es también real, tangible. Sabiendo que Feliciano ha vivido muchos años en el extranjero, me resulta muy difícil no preguntarme si quizá en algunos de estos cuentos es de esa incomunicación también de lo que se habla. Al haber yo igualmente pasado por la misma experiencia, sé las cosas que pueden pasar por nuestras cabezas, ante seres físicamente diferentes a nosotros, con otros parámetros culturales, cuyos gestos nos resultan desconocidos, hablando en un idioma del que apenas podemos comprender unas palabras. Cuando los parámetros se borran y no tenemos de qué aferrarnos para dar sentido a lo que vemos, hacemos un salto a lo fantástico, es imposible no sentirse angustiado en una situación que no comprendemos, pensamos que algo se trama contra nosotros, nos ponemos a la defensiva e imaginamos lo peor. Así pues en andas el personaje es testigo de un extraño ritual que según cómo interpretemos los indicios en el texto, podría tratarse de un entierro, o una procesión, o una ejecución. Este ritual está lleno de cánticos y voces, pero jamás se nos explica el contenido de estos cantos y oraciones. En cuatro se menciona el diálogo entre los personajes, pero no hay ninguno en el texto hasta el punto de preguntarnos si hablan el mismo idioma. En retorno un hombre vuelve con su mujer a la tierra de esta última, se encuentran con una viejecilla cuyas palabras traduce la mujer y tras ayudarla, ella y otras más se vuelven contra él y le muestra su verdadera naturaleza, de la cual no puede escapar. En efecto, durante todo el cuento el hombre manifiesta sentir un “abultamiento” en la espalada, algo que crece. Finalmente las mujeres dejan solo al hombre, que ya no es hombre, es solo un pájaro abandonado que debe resignarse a comer el maíz ofrecido. El personaje de retorno no es el único que sufre una transformación. Éste es otro rasgo de los cuentos de Feliciano: la transformación que sufren algunos de sus personajes. La abuela de mi compañía, se vuelve cada vez más niña a medida que envejece, hasta el punto que la familia la confunde con la hija de “alguna de las sirvientas” y deciden ignorarla. En cambio, el personaje sin saber cómo se transforma poco a poco en un grotesco ser que no puede valerse por sí mismo. Es difícil no pensar en “la metamorfosis” en este cuento, sin embargo a diferencia del personaje de Kafka, que sufre con su transformación, el personaje de cambio, parece encontrar un cruel placer en la tortura que viven su familia para mantenerlo, hasta el punto de exagerar algunos de sus
síntomas. Cuando uno habita en las tierras de los mares de barro, debe escoger una estrategia para sobrevivir. Algunos como en “extranjero” de Camus, escogen, la indiferencia, encerrarse en ellos mismos, otros como el personaje de cambio, escogen asumir su identidad y caer en el animalismo. Fuertes textos los de Feliciano Mejía, detrás del espejo deformante de la feria hay la imagen real del ser humano, con su egoísmo, con su abandono a los ancianos, con una sociedad que se las arregla para recordarnos quiénes somos y no dejarnos salir de nuestro esquema, si no es de su conveniencia, y finalmente con sus seres que a fuerza de ser golpeados tantas veces, deciden darse por vencidos. Si bien en los cuentos de hadas siempre hay una moral a la historia, en estos cuentos no hay moraleja, no final feliz, Feliciano solo nos muestra dónde están los mares de barro y lo que pueden hacer contra nosotros. Y es que estos cuentos son para adultos y los adultos tenemos la responsabilidad de decidir por nosotros mismos si nos hundimos o haciendo un gran esfuerzo saltamos por encima de los mares de barro.
Tanya Tynjälä
CAMBIO
Fue la noche del tres de enero cuando empezó todo. En esa época yo tenía algo de 21 años, si mal no recuerdo, y era un joven bueno y educado. Mi rostro, inocente y no mal parecido. Mi carácter, afable, sumiso, con cierta melancolía propia de mi naturaleza solitaria. Tenía dos hermanos mayores y otros dos menores: estaba ubicado en el centro de la dinastía. Mis padres eran jóvenes y alegres. Después, paulatina y perceptiblemente fueron envejeciendo y amargándose, hasta la consumición. Ahora que mi soledad es definitiva y un hecho mi terrible y cercana muerte por hambre, me sigo preguntando pero no hay respuesta. Vivíamos en un de las 20 casas del pueblo, a la salida. Casi nunca nos llegaban visitas. Todas las casas eran viejas, con la decrepitud antesala del aniquilamiento. Ahí habían nacidos mis abuelos y también mis padres. Esa era la razón para vivir en un lugar tan olvidado. En el pueblo rara vez llovía. Parecía tener un privilegio especial, ya que a dos kilómetros a la redonda las lluvias eran torrenciales y por ello la vegetación alta y lujuriosa. Mientras que La Villa era un ojo seco, un anillo de greda azafrán circundado por una corona de fronda tenebrosa. Desde los tiempos que puedo acordarme, en la población sólo hubo una estación: el verano. Un verano urticante, asfixiante; un verano eterno en donde los habitantes vivíamos abotagados y sudorosos, hechos seres atontados. La noche del tres de enero se desencadenó una fuerte lluvia sobre el lugar. Las gentes salían a las calles riendo y llorando, casi desnudas. Algunas casas se cayeron al no soportar el golpeteo continuo de las gruesas gotas de agua. Esa noche, ya avanzadas las horas, me fui a acostar a mi tarima de costumbre en el fondo del sótano, tenia fuerte opresión en el pecho y ganas tremendas de llorar; sentía nostalgia y una pena indefinida, como si
abandonara algo muy querido, sin remedio ni esperanzas de recuperación. El aire que respiraba parecía enrarecido y me era desagradable. En la penumbra de la habitación hundida en el suelo, intentaba contener la agitación que me invadía por oleadas. Trataba de permanecer en silencio, tenía frío y cuando intentaba hablar mi voz salía como un quejido y rebotando en una montura vieja y luego en una soga de cerda negra y terminaba por diluirse entre los mangos de picos y palas hace tiempo guardados entre latas viejas y pequeñas caja de madera, sobre las cuales reinaba olvidado el percudido blanco del viejo almanaque. Abría los ojos con desesperación y no podía quitar mi vista de las vigas del techo, llenas de telarañas e insectos muertos. De vez en cuando me sorprendía el crujir de las tablas: alguien caminaba en el primer piso, más no se notaba luz alguna. Sólo estaba presente en mí ser el golpeteo monótono de la lluvia extraña y aquel frío que lentamente se posesionaba de todo mi cuerpo, un frío como sangre nueva, como masa, como acuosa gelatina penetrándome por todos los poros. Al día siguiente la lluvia había cesado y el calor nuevamente reinaba, y yo no podía moverme ni articular palabra. Quise gritar: me salieron ruidos guturales. Una rata saltó de su escondrijo a mi cama y comenzó a mordisquearme la oreja derecha; mi terror más que el dolor me hizo lanzar un grito animal. La rata salió disparada. Se sintió un revuelo de pasos, apresuramiento, voces. Aparecieron mis hermanas atónitas, mirándome: botaba una baba espumosa por la boca y mis ojos blanqueados bailoteaban. Una especie de silbido salía de mi garganta, un pifiar de animal herido y ahogado en su sangre. Después de este amanecer comenzó el calvario para mi familia. Pasados unos días, podía moverme algo. Estaba en condiciones de agarrar una cuchara y alimentarme solo, pero no lo hacia. Esperaba que alguien viniera a darme de comer, y cuando lo hacían, simulaba no tener dominio de mis mandíbulas y todo alimento se caía de mi boca a la cama y a mi pecho. Otras veces fingía las convulsiones del epiléptico y sentía maléfica satisfacción cuando mis hermanos menores lloraban de miedo y pena por mí. Disfrutaba el desgarramiento de las voces y las actitudes de cualquiera que me mirara cuando me resbalaba por el borde de la cama y caía de espaldas a la tierra del piso: su lástima por mí era tan grande que sufrían lo indecible. Al poco tiempo mi pelo creció en forma grotesca y enflaquecí hasta parecer un cadáver. Con gruñidos indicaba que no quería se iluminara el sótano ni se ventilara la habitación. Cada blanco de luz me hería. El aire se hizo irrespirable y los que entraban a atenderme padecían nauseas y asfixias.
Pudiendo avisar y trasladarme con bastante dificultad de la cama hacia un lugar propicio donde haría mis necesidades yo defecaba en la misma cama y humedecía las mantas con mis orines. Los ascos de mi madre y mis hermanos al descubrir los excrementos y verse obligados a limpiarlos me hacían sentir casi feliz. Pronto vi a mi padre curvarse con prematura vejez, caminar arrastrando los pies, blanquear sus cabellos y quedar hecho un anciano sin haber pasado los cuarenta años. La cara de mi madre se puso amarilla cual si sufriera del hígado, cara amarilla brillosa y dura, que se llenó a prisa con pecas negras y castañas; las cuales le daban horrible aspecto; ya no se arreglaba las ropas ni andaba limpia; casi nunca se peinaba, y sus ojos, constantemente húmedos, se achicaron. Mis hermanos dejaron de crecer y sus rasgos delicados se volvieron toscos, llenos de granos y barba dura; y mis hermanas dejaron de ser mujeres para formar parte de un sexo intermedio entre el hombre y grotesco maniquíes. Cierto día hice me trajeran muchos baldes de agua y formé una poza en el centro del sótano. Un barrizal al cual me arrastré y en donde me embarraba el cuerpo entero. Me convertí en una especie de renacuajo que lanzaba murmullos mientras se revolvía como lombriz. Mi largo pelo grueso, embarrado, se pegaba a mis espaldas y me colgaba como algas oscuras. En una fotografía del almanaque viejo, pegado en la pared del fondo, había la imagen de un chancho blanco. Gruñí bastante y al fin me hice entender: Yo quería un cerdito igual y debían complacerme. A las pocas horas (¿día o noche?) mi padre traía bajo el brazo un pequeño chancho blanco, hermoso, semejante a uno de porcelana. Yo lo recibí con mugidos y movimientos de malagua y lo introduce bajo mis mantas. Desde esa fecha el cerdo blanco no se movió del sótano. Al poco tiempo comenzó a tomar cuerpo, creciendo en forma extraña y rápida. Solía saltar de la cama y llegase al centro del sótano, arañar el barro, hociquear, revolcarse y luego volver a la cama con todo su cuerpo blando lleno de barro fétido: lo recibía casi alegre; con dificultad lograba levantar las mantas y hacerlo pasar. Mi cuerpo caliente contra su cuerpo frío. El cerdo se tendía junto a mi como un humano. Yo sentía las cerdas repletas de esa mayonesa oscura, rugosa, frotarse a mis muslos, pecho y mejillas. Entonces el animal se dormía satisfecho. Ante la mirada aterrada de mis padres, yo me introducía entre las patas anteriores del animal y también me quedaba dormido. Pasados minutos, horas o quizás días, un resoplido me daba en la cara. Abría los ojos y lo primero que encontraba era un par de orificios, luego la jeta redonda, el hocico barbudo y los ojos, del cerdo, casi amarillos, circundados por párpados rosados. La papada de su cuello
contra la almohada semejaba un neumático con pelos. Luego me enervaba. La excitación hacia presa de mí. El cerdo se pegaba más a mi cuerpo, abría sus entrepiernas y mi sexo febril penetraba en el cerdo que me recibía en sus entrañas con espasmos y guturales ronquidos de placer. El tiempo ha pasado y yo no se desde cuando mi familia me ha abandonado en el oscuro sótano. Yo y el cerdo y la oscuridad de la habitación somos uno esperando que el hambre, la sed y la muerte nos tomen en su olvido.
REYERTAS
Afuera quizá bramara el ambiente. Quizá hubiera ruido ensordecedor en todas las avenidas. Las calles mojadas se verían como al través de un vidrio gigante recién lavado. Pareciera que el aire humedecido se colara por las rendijas de las puertas cerradas. En la casita, en el cuarto, que es su mundo, con los ojos estáticos, mirando a todo lado sin fijar su atención en ningún punto, trata de moverse. Tras su espalda, cree se extiende un manto azul, pegajoso. Se están formando rayas, cuadriculas, jugueteo de rayas en el aire pesado del cuarto. ¡No te pongas ahí!. Pero el niñito sigue bailoteando y ella, la menor, la de bucles rojizos y risa estridente, se pone a palmotear con deleite. Madre tampoco le oye; su boca se contrae, tensa, sus labios se ensalivan, hace esfuerzos para emitir sonidos e intenta ponerse de pie, pero algo le aprisiona y se queda mirando silencioso. Hermana pasa por el marco, que es un canal, a la cocina. El canal, o mejor dicho, la boca del canal es de madera; ya está delimitado. Pero no es la boca de un canal: marco de la puerta que lleva a cuartos, entre ellos al fregadero (mesita tembleque, estropajos, ollas, olor a cebollas y ajos) en cuyo fondo hay un ventanuco esparciendo luz estática y tamizada a través del vidrio polvoso, luz que llega hasta la penumbra con la suavidad de la vela a punto de apagarse. Piensa. Hace tiempo fue hermoso. ¿Qué? No importa ya. El estaba encogido en su asiento de espuma de plástico, luchando contra la opresión en la frente y ese ahogo, esas ansias de hacer algo, esperando cualquier cosa, de improviso, sin saber qué. Fue hermoso: una niña gordezuela y muda aprendió a hablar con dificultad; primero fue su nombre y luego al oír el sonido de su voz, empezó a repetirlo una y otra vez, con desesperación e insistencia, como una loca, muy alegre; yo no sé: ¿de alegría?; se puso a llorar y su mamá, la tía buena, que era demasiado vieja y arrugada para
tener una hija tan tierna, la empezó a proteger, acariciándole, sin dar crédito al prodigio, diciendo que era muy feliz. Campante y aletargada. Sí. Que era muy feliz; también se puso a llorar. El esperaba asimismo un milagro igual. Esperaba desde hace tiempo. El cuento de la niña muda era una narración hermosa, escrita para él. Para que tuviera esperanza. Esperaba y miraba taciturno. Esperaba. Madre gritaba en el fondo de su cuarto, ese cuarto repleto de ropas a medio usar y tiradas sobre cómodas y camas. Madre decía ¿ya encendiste la cocina? Su voz emergía de entre las botellitas de medicamentos del velador. Sí mamá, la hermanita, la pequeña que todavía no sabía leer. ¿La cena de tu padre? Sí, mamá, respondía rápido a los gritos. En eso su padre estaba entrando con su paso cansino y sus ojos apagados. Ya llega tu padre. Sí, mamá. Los sonidos de los platos y cubiertos sobre la mesa. Rápido. La comida caliente o fría. Hermana delgada y pequeñita. Mamá, mamá. Olor a humedad, naftalina, hongos en felpa. Crujen los flejes del catre antiguo: bronce verdión con espaldares suntuosos. El oía todo pero solamente podía hurgar con la mirada lo mortecino de ese cuarto. Lo demás, siempre imaginándolo. Madre acostada. El sigue esperando y las rayas se multiplican hasta tapar la boca del canal. Membrana transparente, alga traslúcida sobre la boca del canal. Malditas rayas. Pero el canal cobra vida. El cree. ¡Le invaden los mosquitos!. En su imaginación alocada, él cree. Esa plaga se mete en todas partes. Son como los piojos. Sí, esos piojos color de engrudo o color de castañas, que se alojan en sus axilas, en sus cabellos horquillados en melena. Hasta en sus sueños, palpitando uno por uno. Saltaban. No, rodaban y caían de su cuerpo sobre lo que era como una tela de araña donde se enredaban los piojos. Con palitos de fósforo, los encendía. Prendían como pedacitos de papel. Esos piojos. Su sueño era un llano temblante, como un pantano blanco, masa de harina de trigo, donde los piojos se zambullían. El creía, pero no era. Más, se alejaba más y más, sin voluntad, sentado. El creía. El y su mente y su cuerpo laxo e impotente, metido en su sillón y sus ropas con olor a suciedad. Creía mirar por la boca del canal lejano. Vislumbraba un pasadizo anillado y fosforescente por donde venían chisporroteando, entrecruzadas, como hilos de colores, las voces de padre que hipa a cada bocado y mira torvo, la voz de hermanita, siempre con un sonsonete, la voz de madre, esa voz aflautada, ella siempre repantigada en la cama, despeinado, gritando o farfullando, entre las ropas de cama en desorden. Las voces se apelotonaban y entraban en tromba, golpeando la quietud. El hace caso
omiso. Todos en sus sitios, alejados unos de otros, ateridos, como perdidos. Cierra los ojos. ¡Que se callen, que se callen! No le hacen caso. Que se callen, dice, pensando, sin articular palabra. Esas voces siguen, como cantos gregorianos, llenándole los oídos, algodón de sonidos taponándole la mente, esas voces, lo penetran, lo acaparan. Tiritando se arropa con la frazada, más y más desesperado. Hasta cuándo. En la penumbra él es una frazada arrugada, su cabeza emergiendo; al fondo, como escenografía borrosa, las paredes con reproducciones, la silla, la mesita, la cómoda de espejo roto. El, un manojo de ropas. Mas, los cantos gregorianos le imposibilitan para oponerse: El poder de los salmodiantes, de los monjes de negro, sotana y capuchas gruesas donde se pierde los rostros y los cuerpos, es absoluto. Los cientos de voces, roncas, bien moduladas, pastosas, le atrapan e impelen a seguir automatizado tras los pasos de las sandalias de cuero. Aún tiene la última resistencia; vuelve la cabeza y ve la salita con su luz amarillenta. Padre toma una sopa fría, tratando de olvidar el dolor de sus espaldas, madre dormita entre sus revistas y sus resoplidos, hermanito mueve los piececillos, sentado, casi feliz, en su silletica de mimbre, que le hace sentirse el rey de un mundo de sonrisas; ve el retrato del abuelo, de bigotes puntiagudos y la abuela semejante a los indúes, con su amplia pollera y sus trenzas en dos crenchas; el reno de cristal color naranja brillando sobre la repisa. ¡Imbécil! El cinturón del monje le da en pleno rostro y ya no pelea más. Le arde la cara. No piensa ni siente ni mira nada. Los monjes acrecientan sus voces. Procesión lenta y él atrás. Llegan a la gran nave elevadiza que se diluye en vértigo polvoriento. Todos llevan en sus descarnadas manos, de uñas delicadas, largas velas de marfil o de algo de color parecido; cera color grasa brillosa. Los cantos retumban en la bóveda, ensordecen, enmudecen. El, un guiñapo acurrucado, con sus brazos tiritando. ¡Le extirpan las palabras y los pensamientos!. Cantos penetrando por los poros, como liquido tibio, que adormece hasta la agonía. Las voces de los monjes llevan al clímax. Allá en lo alto se estremecen y vibran como pieles de tambores, borrosos vitrales tocoloros. En eso se abre una puerta y los cantos cesan. Mientras la puerta pesada y retaca se abre despacio, las voces se van con lentitud, desgranándose en ecos por las naves mortecinas. Luego, entra un hombre alto bamboleando solemne su sotana blanca, seguido de seis encapuchados en dos filas: a sus espaldas, el umbral grueso de piedras porosas enmarca un rectángulo de luz acuosa, amarillenta, sobre el jardín: tierra ocre seca, un moscardón negro, dalias encrespadas: la luz de la tarde como gelatina: pero más acá la penumbra está repleta de humedad y de olor a cera e incienso. Se oyen ruidos furtivos tras el gigantesco órgano de tubos plateados y también pasos menudos: un viejecillo de birrete y sayal escarlata sale con las manos juntas, sosteniendo una delgada vela encendida; la pequeña llama se cimbra a cada paso, quiere apagarse a
cada balanceo pero luego se yergue pertinaz con un pétalo dorado; ilumina un pequeño circulo frente a la cara del viejo enjuto y ve que sus labios se mueven con mueca de títere. En las caras de los cientos de monjes se forman círculos oscuros y le responden. La respuesta sale ensordecedora. Se eleva en torbellino de escarcha, choca con la cúpula central, hace vibrar los vitrales y retorna al suelo. La oscuridad se acentúa. De pronto las velas se encienden en reguero de pólvora sobre las cabezas de los monjes y comienzan a caminar en fila hasta hacer un círculo grande. Las notas graves del órgano se esparcen como hiedra sobre las altas paredes forradas con paño carmesí. En los pasillos de las naves, las pisadas acompasadas de los monjes suenan como pequeñas tablas que se golpearan rítmicamente. El monje de blanco tiene una larga barba blanca, pero no se le ve el rostro. Se ha encaminado hacia el centro del círculo y cuando llega todos se detienen. Es cuando el monje de blanco levanta su vela y repite tres veces una palabra con un raro idioma. Todos responden en gritos espaciados y callan de golpe; el silencio se hace un hilo largo ondulando dentro la suave corriente de un río transparente. El monje de blanco voltea su vela y con energía la clava en el suelo: la llama se extingue, suelta la vela y luego de un momento de indecisión, cae sin quebrarse produciendo un ruido metálico. Las centenas de monjes voltean sus velas, las apagan en el piso y las sueltan. Un reguero de barras sobre las losetas ametralla la penumbra. Todos se voltean a él y le apuntan con el dedo. Tiemblan esas manos flacas y pálidas y él ve también temblar esas bocas circulares. Más, todo se borra. Las bocas, un algo le dice, no entiende, pero…. esa boca, dientes amarillentos … esa boca … esa es de padre, al frente, en otro sillón, más oscuro a trasluz del túnel; él, sentado en su asiento muelle con sus piernas atrofiadas; padre le habla pero él se hace el que no se da cuenta. Se oyen pisadas en el otro cuarto. Las rayas del túnel son un alivio. Los mosquitos son un alivio. Ese marco de la puerta es un alivio. El hermano mayor le sorprende. Inadvertido estaba sentado junto a su padre y luchaba a suras penas contra su silencio. El no les decía nada, nunca. La pesadez agarrota sus músculos, esa atrofia que es como al hambre tortuoso a través de sus medulas. Ahora que su cuerpo está hecho una bolsa flácida de piel cerosa embutiendo sus huesos, el hermano se para y se le acerca, le habla con energía, gesticula. Más él mira como beodo los botones de la camisa, los pelos largos del hermano, ve que le apunta amenazador; el hermano le samaquea, esos labios…Habla y habla pero no sabe que él no escucha nada, sólo ve y huye. Esa voz sin coherencia le duele. Su cara gira sin voluntad hacia la luz resplandeciente, hacia el plateado mercurio en víbora de noche lunar donde el canal muestra su planicie rectangular. Huye. Se evade para estar con su amigo delgado, siempre colérico, piel de acné y voz gangosa argumentando en
forma inteligente. El amigo se difumina, se centra y surge nítido, poco a poco, en ondas. El se desnuda ritual. Las ropas caen sobre la hierba húmeda. El amigo duda. Sus manos dudan pero le imitan. A sus espaldas lejos, en lontananza vuelan aves negras, hacen líneas ovales sobre el cielo lejano y gris. Le llegan voces esforzadas. ¿Qué hablen padre y madre, cada uno por separado? Le llaman, dicen que le quieren. Sus voces se hacen cada vez más lejanas, como hundiéndose en una ciénaga, cuando su amigo, ese amigo dulce y doloroso toma asiento sobre su tapete. El viento arde sobre la piel desnuda. Más libres ya comienzan a charlar, pero ve que la noche llega imperceptiblemente. Habla más de prisa, como si de pronto se le agolparan los pensamientos y pugnaran por realizarse en la palabra; la agitación les impide controlarse. Argumentan sin mover los brazos. La oscuridad se cierne sobre sus cabezas como nubes repletos de tizne. Vibran los dos cuerpos desnudos y las palabras del amigo comienzan a perder su consistencia, dudan mientras sus rasgos se borran y la oscuridad lo traga. Él se queda hablando sólo. Su voz, como piedras, abriendo boquetes en la oscuridad. El temor a seguir indefinidamente solo le impele a seguir hablando, casi con desesperación. Ve la habitación, sueña con ella. Ve los ángulos de las paredes como a través de un tul, pero prevalece la oscuridad y todo se borra nuevamente. A poco, el montón de ropas se recorta en el suelo y, al costado, su amigo con mamas verdionas como peloticas, andrógino, se ha hecho estatua. Tenue luz le unta la piel dándole consistencia de madera pulida, tótem hierático sobre la hierba; de sus ojos destila hilos de agua por sus mejillas, cuello y pecho ahora brillantes. Su cara es una mueca quejosa mientras comienza a temblar con respiración entrecortada. ¿Eh, eh?. Aquel viento le revuelve los cabellos, su larga cabellera azulina. La luz reverbera y se hace potente. La piel del amigo se ha llenado de cierta felpa castaña, musco transparente regado por sus lágrimas. Esas lágrimas que en su ombligo hacen un lago diminuto y reluciente. Trata de hablarle pero el amigo descruza las piernas, se pone de pie, toma sus ropas bajo el brazo y camina dándole las espaldas. Deja caer las ropas y se difumina, lento, en la lejanía. El le llama a gritos pero su amigo comienza a correr, se hace pequeño, un muñequito en la planicie infinita hasta que por fin desparece. Le sigue llamando pero sus palabras ya sólo son un balbuceo monocorde. El cuerpo le duele quiere seguirle pero no puede caminar, nunca puede y hace frío. Oye un ruido sordo, otro y otro a espacios bien definidos; trata de prestar atención y el ruido crece, sube, se atraganta y luego baja de intensidad haciéndose lenitivo. Una sombra grotesca se recorta como una pantalla sobre las losetas donde padre se ha incorporado, toma su chalina y se va a la otra habitación por aquella puerta que parece un túnel. Sobre el vidrio de la mesita de centro se para una mosca, da unos pasos, se frota las patas delanteras y la cabeza ovoide le mira, fija sus cientos de ocelos sobre su
cara, se hace grande, enrolla y desenrolla el resorte de su trompa y vuelve a volar en espiral. El aire es cortado por el vuelo del insecto y ahí se da cuenta que todo parece igual, pero no. El aire es más húmedo y guardado. El hermano, sentado, estático donde estuviera padre, le mira, parece que le mira, ojos torvos y huidizos, con cólera sostenida. ¿Por qué? Hermano parece sufrir. Rabioso e impotente, le mira. Quisiera poder pararse y correr hacia las habitaciones donde madre es una forma festoneada, una gigantesca masa oscura de carne empalidecida, tendida en catre viejo. Quisiera salir del cuarto y correr a la sala y cocina y ver como todo está cubierto por una costra vieja. Pero es imposible. Está para siempre en su sitio y al frente el hermano mayor. Por que éste le sonríe, ve que mueve los brazos y todo vuelve hacer igual. De la cocina, hermanita manda titineos de cubiertos de cocina a gas de kerosene. Las aves cantan en el corral lejano. Las gallinas pensativas se ponen a cloclear. Padre, viniendo de la luz, cruza el canal el marco de la puerta, hace chasquear un palito de fósforo y enciende un cigarrillo de olor penetrante y se pone a conversar con el hermano. Madre lanza un sonido y padre y hermano siguen conversando en sordina, y hermanita sale apresurada, asustada, secándose las manos en su delantal coqueto y conversa con madre que la rile. El quisiera ponerse en pie, salir a la calle y olvidarse de todo. Regresar por un tiempo y volver a salir a caminar. Pero está por siempre estático en un asiento de espume de plástico, atacado por esa constante frigidez, cubierto con frazadas, la cabecilla apenas emergiendo, los ojos brillantes y quietos, todo él sumido en la penumbra, tratando de sentir calor en los flácidos músculos de todo su cuerpo. El cree saber que afuera hay calles repletas de ruidos de vehículos, y más lejos, largos paseos con hierbas y árboles, en donde algún día pudiera caminar o solo sentarse a mirar. Madre en su cuarto oscuro que ha quedado sola. El niñito dormido en su camita. Hermanita regresa a la cocina. Padre y hermano ya en silencio, pensativos y taciturnos. Todo igual, todo y sigue mirando, mirando.
HUIDA
Primero fue un leve murmullo, como el rumor tenue, cortado por la brisa, de un lejano río, que luego fue creciendo en un mugido ascendente, hasta sentirlo insoportable. Volteó y lo vi me llenó de pánico sin sentido. No sabía explicarme. A otro, en mi lugar, le hubiera parecido una cosa rara, algo extraño y nada más. Y una espesa sombra de nube bajas. Era un manto negro que burbujeaba, que bullía apretado a lo ancho de todo el horizonte, un manto gigante que chisporroteaba, llenando de sombra pegajosa las calles y los edificios. Sobre dicho manto grueso el cielo estaba cenizo pastoso. Quedé clavado en el sitio. Miré hacia este y peste, lejos, pero sólo vi aquel, manto avanzado con lentitud inexorable. Mi pelo, batido por el viento quedó quieto y desordenado cuando aquella brisa cesó por completo. A lo largo de toda la ancha avenida, algunos árboles requiticos parecían e empequeñecidos. Busqué donde refugiarme para salir de esta soledad. Un sitio donde meterme para conversar con alguien, de cualquier cosa que distrajera de esta aprehensión sin sentido. Una tienda donde entrar a pedir una agua, gaseosa y tomarla a pequeños sorbos, haciendo correr la vista por los andamios repletos de botellas y cajas, junto a otras personas, oyendo sus voces. Pero todo estaba cerrado solitario herméticamente, como si las gentes hubiera huido a refugiarse a los cuartos más oscuros. Un perro salió gruñendo por la boca calle contigua y cruzó la pista. La carrera del animal, rabo entre las piernas, las orejas caídas y el gruñido apagado, fueron como un detonante que hizo desaparecer mi estatismo. Corrí hacia la esquina y miré, no sabiendo que buscaba, pero no vi nada. Sólo la vía estrecha prolongándose solitaria. Volteé hacia el lugar por donde saliera el perro, y sólo vi las calles y las casas silenciosas y abandonadas. Me retiré a la esquina y regresé al centro del cruce. La palma de mi mano, se apoyará en la pared de la esquina, estaba llena de
polvillo y verdusco. Me la limpié con asco. Todas las paredes de las cosas y edificios parecían envejecer y descascararse como atacadas de súbitas tiña. El ruido redobló su gemido continuo y reventó mis oídos con chillar de sierra sin fin y ronroneo de miles de moscardones. Cerré los ojos y el ruido me pareció más intenso; apreté los dientes; mis manos, con desesperados movimientos, taparon mis oídos, pero, al sentir lo infructuoso, se crisparon en mis orejas. Cuando abrí los ojos nuevamente, lo que vi me hizo lanzar un estertor de pánico. Sobre mi cabeza, a unos veinte metros de altura, se cernía una gigante nube de moscas apretadas. Podía notar arriba el límite indeciso de los insectos y, al fondo, el cielo de color acerado. Debajo de esa techumbre bullente se desprendían, como polvillo grueso, moscas negras que pugnaban por fusionarse con ese techo crepitante. Con locos zigzagueos, las moscas chocaban o se precipitaban al suelo o a los techos de las casas, daban fuertes topetes, miles quedaban pataleando sobre el pavimento, movían las alas, agonizando, y otras miles se reincorporaban en vuelo enloquecido y chocando entre las paredes, se elevaban para fusionarse con la base de aquella nube negra y palpitante. El sentir sobre mi ropa fría y sobre mi cara aterrorizaba los primeros insectos me produjo náuseas y corrí desesperado hacia las afueras de la ciudad. Corrí tropezando con furor alucinado. Trataba de alejar los insectos a manotazos, respirando apenas para no tragar por las fosas nasales aquellos animales que, como una red de pesadilla intentaba cubrirme. Corrí estrajandome los cabellos en cuyas hebras se enredaban y rechinaban los animales. Mis piernas daban grandes zancadas y resbalones. A poco me sentí más aliviado. Al llegar a las últimas casas me pareció llegar a un espacio de luz repleto de aire puro. Miré hacia adelante, a lo lejos. Vi el horizonte terroso y al fondo el cielo gris con reverberaciones lívidas. La tierra que se extendía adelante era de una soledad asfixiante; una que otra piedra menuda, confundiéndome con el color ferruginoso del suelo, variaban la monótona. Era una llanura cubierta de una capa de tierra rojiza y fofa. Creí haber soñado. Creí haber sido preso de una pesadilla. Me toqué la cara y me sentí vivo y bien despierto. Debió ser una alucinación sin causa alguna. Y volteé. Ahí estaba esa cosa. No era falso.
Sobre las últimas casas se mecía aquel inmenso manto que cubría la ciudad. Ya no se veían las cuadras del fondo. Sólo las primeras casas en una oscuridad imprecisa de eclipse súbito. Sentí que las piernas me flaqueaban. Mis manos subieron en forma inconsciente hacia mi cara, mis dedos formaron una reja sobre mis ojos tratando de ocultar la visión y mis uñas se incrustaron en mi frente. Retrocedí unos pasos, helado el grito en mi boca ensalivada. Veía como esa capa gruesa y chisporroteante, cual tormenta la langostas, se me venía encima. Estaba acercándose con ondulaciones cadenciosas. Di vuelta y comencé a correr sin ver a donde. Los zapatos se me salieron y quedaron tirados. Atrás dejaba la ciudad cubierta totalmente por ese negro cieno viviente. Adelante, sólo llanura solitaria, aquel yermo descarnado que no veía. Sentí al aire humedecerse. Las costillas me dolían con puntadas lacerantes que no me dejaban respirar. Mis pulmones caldeados no me insuflaban suficiente aire y mi cabeza calentada, latía. Pero tenia que seguir corriendo. Atrás me abrazaba el ronroneo rabioso cada vez más cerca. Sentía que se me pagaban a la ropa. Sin detenerme, sin fijarme en nada, me quité la corbata y arrojé, uno tras otro, el saco y la camisa. Ese alivio que me atemperaba brazos y cuello me indujo a quitarme tropezando, el pantalón y las prendas interiores. Ya desnudo, noté que mis pies sangraban. Mi fina media se había convertido en una especie de argolla alrededor de mi botillo y mis deseos estaban con profundos tajos y la piel levantada a causa de las piedras filosas que parecían trozos de mineral fundido. Las había pateado sin sentir el más leve dolor. El aire humedecido se saturó de un vaho caliente y luego de fines gotas que se espolvoreaban sobre el páramo. Aquel líquido, al contacto con mi cuerpo desnudo, era un dulce alivio. Conforme corría las gotas fueron haciéndose más gruesas y, a poco, se desencadenó en franca lluvia con tupidos goterones. El cielo, plano y cenizo, se convulsionó. Atrás seguía ese rumor bullicioso, creciente, cercano de los insectos sin cesar en su persecución. Luego comenzaron a oírse, lejanos, los truenos sordos que poco a poco se acercaban. Relámpagos azulencos, tiñendo con nitidez fluorescente la lluvia y el horizonte casi invisible, cortaban por segundos el cielo con sus intrincadas raíces plateadas. Pero nada importaba sino seguir corriendo. Alejarse más y más de aquella masa descomunal de insectos, cuyo bramido era acallado por los truenos pero renacía con más fuerza. La lluvia torrencial era una delicada al contacto con mi cuerpo. Mis pasos eran indecisos, tambaleantes, hasta que me detuve sollozando, no pudiendo dar un paso más. La cabeza gacha, los brazos muertos, el
torso inclinado. Me atreví a mirar por sobre el hombre. En eso el cielo pareció estallar a mis espaldas. Se produjo un estruendo pavoroso y luego pude ver un resplandor amarillo y, bajo esa luz de segundos divisé aquella manta infinita de insectos. Simultáneamente el cielo se rasgaba en una lonja rojiza, una espada azafrán cayendo sobre aquella masa. A través del tupido velo de lluvia vi como ese meteoro caía sobre aquellos insectos, cual un candente aerolito sobre un mar de barro. Se produjo un boquete en aquella nube de moscas imbricadas y luego la oscuridad, la lluvia y aquel ronroneo con igual intensidad. Se me quebraron las rodillas y caí de espaldas. La flemosa humedad del suelo, antes polvillo, acogió mis espaldas y mis glúteos como una matriz exacta. La lluvia cesó de golpe. Los relámpagos y truenos se alejaron y un viento frío limpió de humedad aquella atmósfera tormentosa. Con el cuello en tensión y la cabeza pugnando por incorporarla, miré la avalancha de insectos a ras del suelo. Se acercaban gruñendo y apelotonándose. A mi derecha, en el horizonte lejano, sobre tenues cerros mojados se desgarraron las pesadas nubes saturadas de agua y un sol amarillento tendió sus rayos aceitosos sobre mi cuerpo estático hundido en el suelo.
La infernal masa de moscas pareció animarse y al pronto se hallaba a pocos metros de distancia. Los rayos del sol tardío tornasolaban las miríadas de moscas apretujadas con brillos microscópicos. Aquellas moscas se detuvieron como si fueran contenidas por un dique de cristal a pocos centímetros de mis pies llagadas. Bullían. Mi respiración era apresurada y algo se descompuso en mi resistencia. Abatí la cabeza. Todas las fibras de mi cuerpo temblaron. Mis ojos abiertos y llorosos miraban el profundo firmamento, ahora puro y de un celeste dulce. Mis manos, junto a mis caderas huesosas, apretaron aquel barro casi líquido y se quedaron quietas. Sólo aquel temblor menudo de mi vientre sumido revelaba mi respiración entrecortada y brusca. Mi pelo brillante se sumía en el barro. La trepidación de las moscas bajó en intensidad, pero yo no escuchaba casi nada. Mis labios entreabiertos semejando una mueca o imperceptible sonrisa helada, mis pómulos salientes, las tetillas ennegrecidas, los muslos derrotados, los pies llagados uno junto a otro; todo yo hundido en el barro frente al cielo sin nubes, parecía esperar. No puede ver cómo del lindero de
la masa de moscas emergía un insecto de mayor tamaño que los otros, y en indeciso vuelo hizo elipsis sobre mi vientre. Traía un chirriar penetrante que dominaba el crepitar de sus congéneres. Voló sobre mi pecho y dio vueltas sobre mi rostro. Ahí pude verla. Era una mosca descomunal en relación al tamaño tornal de esos insectos. Sus largas alas, ahora indivisibles, cortaban el aire con filoso siseo. En instantes quedaba inmóvil en el aire, como los moscardones; entonces la observaba con minuciosidad absurda ¿tenia un abdomen palpitante, gordo, de un verde esmeralda metálico con tonalidad oscura. Las patas, finas, colgadas, algo recogidas. Los abultados ojos rosados plateados y la trompa negra, enroscada, repleta de pelillos azabache. Luego de corto vuelo se acercó a mi frente. Sentí un leve airecillo por el batir de las alas y luego las seis patas posándose en seis poros de mi piel. Las bolas de mis ojos, blanqueadas, mojadas, miraban el palpitar de ese abdomen encima de mis cejas. Todo mi cuerpo se convulsionó como por una descarga eléctrica y mi boca se abrió más, dejando ver mis dientes y un incentivo con corona de oro. A mis pies, como si la señal hubiera sido dada, el bullir de las moscas se redobló cual si un dique invisible sufriera un boquete a la altura de mis pies y en orden, apretadas y presurosas, zumbando, se pegaron a mis dedos y cubrieron todas las llagas. Aquel mar repugnante se adhería a mi piel mojada y al pronto quedé cubierto hasta los muslos. Caminaban chillando, como una brea, en todos los recovecos de mi cuerpo. Los pelos oscuros de mis pubis y mi sexo dormido se confundieron con la negrura de las moscas que moldeaban mi perfil hasta el ombligo. Semejaban una invasión de hormigas. Tragaban saliva. Mi abdomen se inflaba hasta querer reventar y luego empequeñecía. Pronto, las moscas llegaron a mis hombros, luego al cuello, mentón y labios. Algunas ensayaron entrar dentro de mi boca, rodaron por mis dientes y prosiguieron, rodeando las fosas nasales hasta mis ojos llorosos. Los pabellones de mis orejas quedaron taponados. Cubrieron toda mi frente a excepción de un círculo alrededor de aquella descomunal mosca. Ella pifiaba haciendo rechinar sus alas. Luego prosiguieron hacia adelante, volando, en masa. Mis ojos abiertos no podían ver nada bajo ese río de patas diminutas. Aquel río siguió su infinito rodar sobre mi cuerpo desnudo. De lejos era un tumulto cubierto, frotado por un manto brillante y nervioso de moscas. Un panal de abejas negras y preocupadas. ¿Cuánto tiempo? Mi piel se hallaba adormecida, como si un grueso callo hubiera recubierto todo mi cuerpo.
A los lejos, en el insondable cielo lechoso vi un lucero guiñando su luz pálida. Me incorporé y quedé sentado. Miré a mi alrededor y sólo vi soledad y mi cuerpo desnudo, recubierto por aquel polvillo rojizo. Con dificultad me puse de pie; me dolía el cuerpo. El aire me despejó la modorra. A mi izquierda, a lo lejos, noté claridad creciente; a los pocos segundos vi emerger el sol festivo y alegre. Al frente, en lontananza, como una línea algo más gruesa sobre el horizonte reconocí la ciudad. Me encaminé hacia ella. Mi cerebro no pensaba en nada. Al poco rato encontré mis prendas interiores, secas y empolvadas; sacudiéndolas me las puse y proseguí mi andar automático. Luego una por una hallé mis demás prendas, las fui sacudiendo y cubriendo mi cuerpo con ellas. Al final encontré mis zapatos resecos, casi enterrados y me los calcé con dolorosas dificultad. Cuando llegué a las primeras casas todo parecía normal; pero, noté en los ángulos de las paredes y las veredas, en los rincones de los suelos, un polvillo negruzco que parecía cascarones de insectos, alas y patas, triturados. Por lo demás, todo era normal. El sol calentaba ya y hacía calor. Las gentes cruzaban las bocacalles y andaban por las aceras. Los automóviles rodaban y hacían sonar sus cláxones. Las voces de las personas que se me cruzaban conversando era un murmullo. Miraba con insistencia. Trataba de adivinar en los rostros de los transeúntes, en las acciones de los vendedores ambulantes, en los anuncios, en las tiendas y edificios; trataba de hallar algún indicio que evidenciara el paso de aquella plaga horrible pero nada pude conocer. Todo era normal, a no ser olor pegajoso del aire y aquellos rincones sucios. Vagué durante varias horas por la ciudad indiferente. Recorrí las calles que tantas veces transitara. Los árboles y arbustos de los parques estaban sucios con aquel polvillo negruzco. Una morbosa necesidad de explicarme aquella infernal pesadilla me hacía buscar indicios. Cuando me hallé, de nuevo en las afueras de la ciudad por donde regresara, el sol deslumbra nítido desde el cenit. Tenía sed. Miré a la lejanía. El calor hacía vibrar el aire calentado en el horizonte. Sentí hambre, pero era necesario, primero, hallar la respuesta. Sin darme cuenta desanduve, inmutable, vacío, aquel camino que hiciera al amanecer. Anduve largo tiempo, sin sentir el sudor que perlaba mi rostro calenturiento. Tenía en la cabeza torpor de corcho.
Cuando me detuve y observé aquella floración de hondos blancos, en pleno erial, me hallé al borde de la locura: entre aquellos hondos acolchados por musgos blanquecinos como algodón se hallaba un cadáver en descomposición. No llevaba ropas. Miré mis manos y me toqué el cuello y no hallé nada. En el dedo de aquel cadáver en pudrición reconocí mi delicado anillo de oro, en la muñeca izquierda mi grueso reloj automático y en el cuello, casi quebrado por los gusanos, mi cadenita con pendiente. El cadáver parecía sonreír mostrando un incisivo con corona de oro. El sol en lo alto, incandescente, giraba como una bola de carne colerada. Octubre 1965 – Noviembre 1973
CUATRO
Ella se puso de pie, alegre, sonriendo y les dijo que se sentarán. El viejo miró de sus lentes gruesos, dio un resoplido y se sentó en un sillón verde. A su frente, el hombre taciturno miró el asiento, dudó pero ella volvió a insistir y no pudo negarse. Tomó asiento frente al viejo. La pequeña araña de cristal esparcía su luz amarillenta sobre las tres personas. Ella comenzó a hablar y la luz le daba vertical, haciendo resaltar su frente amplia bajo sus cabellos cortos, las aletas gruesas de su nariz y la sombra gorda de su mentón delicado. La luz se metía entre las pilas de libros. Los estantes repletos de libros. A los costados de los asientos habían paquetes de papel, una mesa de centro con tablero de mármol, macetas con flores pálidas, más libros, una mesa alta con papeles y apuntes y dos máquinas de escribir. Una termita alada se estrelló contra uno de los focos de la araña y cayó en picada a las losetas enceradas del piso. El hombre, que atendía embebido a la mujer, que estaba pendiente de esos labios delgados y resecos, levantó automático el pie izquierdo y pisó el insecto. El chasquito sobresaltó al viejo. Se tocó el grueso anillo, carraspeo y se frotó la nariz porosa. Ella siguió. Su voz, por lo general pausada, se hacía rápida, con inflexiones agudas, tosca a ratos. Hablaba casi contenta, pero ella misma no se escuchaba. Su cuerpo largo despertaba y hablaba por ella. De pronto estallaba en carcajadas y no se daba cuenta de eso. Estaba angustiada, con esa indefinida motivación que hace a toda angustia más dolorosa. Hablaba y hablaba aturdiéndose y la voz le salía a ratos gruesa y a ratos con pitos aflautados.
El viejo movía sus voluminosas piernas, trataba de abrocharse el saco sobre el vientre prominente, decía uno que otro monosílabo, asentía con el leve movimiento de cabeza y miraba a la mujer; ojos pequeños, negros y vivaces, corto pelo lacido, cuello delgado, busto prominente, falda corta y piernas largas. En la mejilla derecha, tres lunares formaban un triángulo pequeño. Era agraciada pero tenia cierta palidez, cierto aire cansado, como un efluvio a cosa guardada que la hacía un ser neutro, como un jarrón o un mueble más. El hombre se piso de pie. Los resortes del sillón soltaron su chillido. Sus encorvados hombros, su cabeza con los pelos recortados al rape, sus manos grandes y huesosas dejaban sobre el piso una sombra amorfa. Llamó a la mujer por su nombre. La áspera voz penetró a la mujer y la hizo ponerse de pie, aturdida. La mujer seguía hablando mientras iba hacia el hombre quien la tomó por ambos brazos, acercó su rostro con lentitud alejada y ya cerca de la boca de la mujer, despacio, comenzó a morder esos labios. El viejo los miraba como si no mirara, hurgándose la nariz con un dedo. El hombre tenía los ojos abiertos y miraba los pequeños ojos de la mujer y eran como dos huecos brillantes mirándole sin parpadear. La mujer miraba esa nariz delgada que apenas separaba esos dos ojos. El hombre mordía los labios de la mujer con la indiferencia de un autómata. Ella, bajo el dolor, se crispaba y aceptaba. Luego se separaron y tomaron asiento. Con más prisa la mujer reanudó su parloteo, el hombre hacía temblar uno de sus muslos apoyando la punta del pie y jugueteando con un lápiz amarillo. El viejo se rascaba la nuca y alisaba el cabello con los dedos, balanceaba la cabeza redonda y se ajustaba los pesados lentes de carey. Alguien más vendría. Parecían esperar y los tres trataban de llegar el tiempo. Cada susurro venido de la calle sobresaltaba al grupo. El hombre dejó de mirar a la mujer y concentró su atención en la pared del frente y luego en un cuadrado, en un diploma con caracteres góticos. A veces, como si despertara, volvía sus ojos oscuros hacia la mujer y luego indolencia, hacia el viejo y terminaba mirándose en el reflejo de un espejo oculto en la penumbra de la pared a su costado. La mujer estalló en una estridente carcajada. El viejo hipo y balanceándose, trataba de hace runa mueca que semejara una risa. Los delgados labios de la mujer, en las convulsiones de las carcajadas, tomaron coloración amoratada, se hicieron más delgados y dejaron rutilar, por la humedad de la saliva, un largo filamento de platino engarzado en toda su dentadura. El aire de la habitación era casi helado y cada carcajada de esa boca emergía el aliento metálico en forma de vapor. La boca abierta, los labios tensos, los dientes cerúleos, la profundidad de la garganta con úvula roja, la lengua palpitante en la oscuridad de esa o cavidad, ese rebrillo del metal en los dientes.
Con pereza, el viejo se puso de pie. Sus grandes zapatos usados crujieron sobre el encerado. Su alto corpachón se desplazó con lentitud hacia la mujer sentada. Ella había dejado de reír y escuchaba inquieta lo que el hombre le decía, quien no dejaba de juguetear con el lápiz y seguía haciendo temblar sus piernas. El viejo alargó una de sus manos gordas y palpó uno de los senos de la mujer. Ella estaba rígida, sin respirar, los ojos muy abiertos y refulgentes. Se puso de pie. Entonces el viejo, torpemente, desabrochó la chompa y la blusa, hurgó hasta contener en su mano callosa en seno caliente de la mujer. Ella, con las manos encogidas, algo levantadas, quería defenderse a gozar del contacto pero sólo atinaba a estar inmóvil, el cuerpo engarrotado. Mientras, atrás, el hombre hablaba pausadamente balanceando una de las piernas cruzadas sobre la rodilla. El viejo palpó más la teta y entre el índice y el pulgar cogió el pezón y comenzó a apretarlo, maquinal, con presión creciente. El dolor parecía doblar a la mujer. El parloteo del hombre a espaldas del viejo era más fuerte y monótono, arrastrando las palabras. Su cara blanca, de angulosos pómulos, estaba dura mientras sus labios se movían lanzando palabras y chispas de saliva. Esa pierna seguía balanceándose. El dolor reflejado en el rostro de la mujer era ya una mueca; sentía terrible punzada que le laceraba el pecho, hasta que la presión fue disminuyendo, los dedos del viejo acariciaron la aréola y, finalmente, el viejo extrajo la mano y dio unos pasos torpes hacia la ventana. Asustada y demacrada ella se arreglaba las ropas. La palidez de su rostro se acentuaba con el brillo del sudor helado de la frente. El viejo cogió la gasa ante de la cortina y separándola, miró hacia afuera. No se veía nada. El cielo, ya oscuro, comenzó a tomar una claridad inusitada. Agitado, se alejó de la ventana y regresó a su sitio. Los tres se olvidaron de quien vendría luego. Se olvidaron de aquel a quien esperaban (quizá ya supieran que no vendría nadie por cuanto el cielo de la noche se clarificaba) pues en ese momento ocurrió aquello que nadie notó. El viejo no pudo sentarse. La mujer comenzó a hablar a la vez que el hombre, como queriendo aturdirse. El viejo también comenzó a hablar. Los tres ahora hablaban simultáneamente sin presentarse atención, peor no pudieron acallar esa melodía. Las luces de la araña se hicieron más potentes gualdando las personas y las cosas y haciendo más oscuros los rincones. La música surgió en un momento indeterminado, primero en forma imperceptible, las voces que hablaban la destrozaban, la impedían definirse y llegar, más luego, con la persistencia, venció y se impuso. El viejo, parado y agitado, intentando sentarse sin conseguirlo, las manos en los
bolsillos, hablaba con voz ronca. La mujer, sentada, la blusa ajada y mal abotonada, los ojos oscuros, bajos, las manos delgadas, nudosas pellizcándose entre ambas, hablaba, casi gritaba y a ratos accionaba pero sin levantar los ojos. El hombre, enjuto, de cabellos castaños casi dorados, que hablaba en forma reposada, como masticando y degustando el sabor de las palabras, cobró un tic en los labios y su voz pastosa, agradable, se hizo agria. La música, en un principio, pareció venir de fuera, de la oscuridad lejana, con la lentitud de lo inevitable, pero luego se notó que emergía de las paredes, de las pilas de libros y papeles, de las cosas mismas de la habitación. Era un gemido dulce, fino, que, elevándose, penetraba en las carnes. Los tres seguían hablando. Se miraban sin verse y no se comprendían. El viejo, resoplando al hablar, comenzó a sudar en forma copiosa. Las mejillas se le llenaron de esa brillosa y viscosidad que da el sudor al deslizarse por la piel caliente. La papada, bajo el mentón, palpitaba y comenzó a destilar gotas de ese sudor salado. Con dificultad sacó una de sus manos, se aflojó la brillosa cortaba y logro desabotonarse el saco. Su aspecto era desmañado, su corpachón, medio inclinado, reflejaba abatimiento y fuerza, como si sostuviera un gran peso invisible. El cuello de la camisa suelto, el saco a medio sacar resbalándose de uno de sus hombros, la camisa escapándose de sus pantalones y esa mano gorda, subiendo y bajando sin motivo. El sudor formaba ya un mapa, empapando la pechera. La música se impuso al desordenado parloteo de aquellas personas, las envolvía como el agua. Primero fue como un ulular fino, suave e imperceptible, que reptaba sobre las superficies de las cosas, cual neblina rastrera; luego, sobre ese fondo se comenzaron a destacar acordes agudos de una especie de arpa metálica, finas vibraciones como minúsculas espinas doradas, arpegios en gorgeos como estiletes, un rumor de cascada de piedras menudas. Aquella música tan pronto se hacía una capa tenue sobre las cosas y los hombres como se volvía un duro crepitar, luchando contra esas voces desordenadas e incoherentes y venciéndolas. De pronto, con impulso sorpresivo, el hombre trató de ponerse de pie y resbaló, quedando sentado en el suelo. La tensión de sus magros músculos y los muslos se reflejaba en la tirantez de sus ropas gastadas. Sus pequeños ojos negros, muy juntos, trataban de cobrar vida, pero eran unos ojos secos y duros, de mirar ido. Quedó sentado, semi erguido, hablando con mayor fuerza y rapidez. Su cuerpo delgado fibroso temblaba como si tiritara.
La mujer comenzó a reír con gruesas carcajadas, su voz completamente cambiada. El viejo la imitó sin esforzarse mientras su mano libre seguía ese subir y bajar isócrono y sin sentido. El hombre, sentado en el suelo y mirando al frente, siguió temblando y por momentos todo su cuerpo se convulsionaba produciéndole asfixia como si respirara un aire repleto de polvo fino e invisible. Luego esa música se fue apagando, como retrocediendo a su lugar de origen o como si se disolviera en brisa cenicienta sobre las cosas, hasta que por fin se apagó en aquella lejanía aparente. La habitación quedó repleta de esa trenza retumbante de las carcajadas del viejo y la mujer. Ella abría los brazos y tan pronto abrazaba algo imaginario como se ceñía asimismo sin parar de reír y sin poder evitarlo. Los ecos de la risa se prolongaban en otras habitaciones vacías. Algo se quebró dentro de la mujer y quedó muda, la boca desmesuradamente abierta los ojos pétreos, refulgentes y lacrimosos, los cabellos revueltos pareció que ese duro platino de los dientes se hubiera soltado e interpuesto entre esos dos mandíbulas impidiéndolas cerrarse y dejando secar a la garganta poco a poco. Los dientes al aire rutilaron con patina de mica la palidez del rostro se acentuó. De los ojos comenzaron a resbalar dos hilillos de lágrimas mudas y los párpados se cerraron hasta quedar en dos líneas blancas y relucientes. La lengua, en esa gruta oscura palpitaba, como en las arcadas. Los cabellos lacios se desgranaron fibra por fibra, cayendo sobre sus hombres y faldas como pajillas secas. A poco su cabeza quedó calva, mostrando la piel cerúlea y grasosa y las estrías azules de las venas. El viejo seguía riendo en cocleos roncos y lentitud beoda, pero, paulatinamente sus toces sonoras se fueron espaciando y quedó callado, con la boca entre abierta en mueca idiotizada. Todo du su cuerpo estaba humedecido por su fétido sudor. La mano pendulante fue calmándose, cual juguete se le acaba la cuerda, y quedó quieta la piel brillosa de su rostro soltó escamas y sus facciones se fueron borrando. El hombre del piso también dejó de temblar y quedó como si mirara sorprendido el charquito de entre sus piernas, formando por sus orines que habían humedecidos sus pantalones. Su cabeza de pelo cortado se escogió como una fruta al secarse y su cuello se hizo flácido. La fuerte luz amarillenta se debilitó y fue apagándose. Por un instante largo quedó como diminutos tizones colorados encerrados en las bombillas para luego desaparecer en el pulido yeso del techo. Por la cortina entre abierta entró un diáfano bloque de luz verdosa. A lo lejos, en el cielo lechoso de la noche de luna, brillaban pálidas estrellas.
Los cuerpos de las personas se endurecieron con la rigidez en los cadáveres. Estaban cubiertos por una película como por una costra de celuloide o patiña añeja. Las formas de los cuerpos se petrificaron. Se hicieron como muñecos de brea reseca. Y un viento caliente infló las cortinas, la luz helada inundó la habitación, iluminó las cosas y a esos cuerpos que se iban cubriendo con un polvo antiguo. En el horizonte las estrellas siguieron parpadeando con dulzura.
RETORNO
La tarde era un bloque estático metido en el silencio y todo parecía inmóvil. A paso lento venía por la calle de empedrado añejo. Esta vez llevaba un peplo de sayal y mi cintura estaba ceñida con una correa ancha de cuero negro. Caminaba sin mirar a nadie, como si el sueño hubierase hecho carne en mis ojos abiertos. Una calle se alargaba a mis espaldas, lejanas, hasta perderse en sus sinuosidades. Era una calle muy larga de tierra reseca, con veredas de piedras redondas, como huevos petrificados, colocadas unas al costado de otras, relucientes entre el polvo que las aprisionaban. Una calle extensa sin otras transversales que la cortaran. El tenue reflejo del vidrio de una ventana, espejo involuntario me besó el rostro, dibujándome con nitidez el mentón barbado y agudo. Pero yo estaba sumido en mis pensamientos. Las casas, en dos filas flanqueando la calle, semi derruidas, de pequeños balcones de madera apellidada y ventanas clausuradas se apoyaban unas a otras como dándose calor y extrañando a los moradores. A trechos se sucedía uno que otro caserón rodeado de árboles agostados. Otras casas eran de dos pisos con cuatro o cinco puertas gemelas herméticamente cerradas. De las paredes de adobe se desconchaban pálidas pinturas verdes, rosadas y ocres lavadas por la lluvia. Los techos de teja regaban nervaduras en las junturas de los aleros y hundimientos y manchones de musgo chamuscado. En su imbricado viejo, las tejas parecían escamas resecas de arcillas. Los zócalos bermellones humedecidos, mostraban rajaduras por donde emergían penacho de yerba.
Di un pequeño salto. Alguien había dejado un charco en la vereda. La falda de mi sayal se bamboleó con suavidad. Después volteó y alargué la mano para ayudar a mi compañera. Ella hizo un mohín, tomó viada, unió los labios con fuerza y saltó extendiendo la mano. Su vestido de gasa era una neblina alrededor de su cuerpecillo. La tomé de la mano y proseguí mi caminar lento, sin desviar la mirada de algo oculto en mis pensamientos. Mi pequeña mujer (de lejos parecía una niña no mayor de seis años) miraba distraída a cualquier lado, con deleite, sin estar quieta. Iba alegre. Su pelo rubio ondulado jugueteaba en sus hombres o descansaba, como fibras de seda, sobre su albo vestido. De vez en cuando caminaba dando saltitos y me miraba arrobada. A ratos se desprendía de mi mano, retrocedía un par de pasos, recogía algo del suelo, lo examinaba, me decía algo mostrándome el cuenco de su manecilla, pero yo no le hacía caso. Una vez más mi pequeña mujer se soltó y pasó a la otra acera. Yo no me había dado cuenta. Alguien de su misma estatura, jorobaba, la miró asustada cuando ella se acercó. Era vieja. La cara blanca llena de pecas y muy arrugada. Los ojillos siempre húmedos con los bordes de los párpados rojo irritado. Le temblaba la barbilla y parecía respirar con dificultad. Mi mujer la miró curiosa e impertinente, dio una vuelta a su alrededor, se detuvo y le tocó la blusa a cuadritos muy usada. Luego se puso a reír bajito, con nitidez y delicadeza inocente. La viejecilla emitió un ruido haciendo una mueca ligera. Ya no tenía miedo. Yo me detuve de golpe. Quedé estático sin atinar a nada. De pronto la zozobra me atenazó y me sentí abandonado. Apreté los puños para dominarme. Una de mis manos pareció acariciar la fina mano de mi compañera. Con notable esfuerzo di la vuelta y comencé de improviso a acezar. Sentí escozor bajo los omoplatos. Era como si las espaldas se me curvaran y el aire me faltara, pero, dominando un mareo, reaccioné. A unos veinte metros divisé a mi esposa junto a la viejecilla. Parecían dos pequeñas hermanas contándose fantasías. Muy a mi pesar, retorné sobre mis pasos hasta la altura de la pareja, pero no me atreví a cruzar la calle. La viejecilla se dio cuenta de inmediato pero miró a mi mujer y esperó un instante. Le golpeó levemente el hombro con el dorso de la mano huesuda y levantando el brazo tembloroso, despegó uno de los dedos agarrotados en el bollo de su pañuelo sudado y me apuntó. Mi mujer volteó y sonrió con displicencia. Me llamó agitando una de sus manecillas, pero yo no me atrevía; entonces, con pasos menudos se encaminó a mi encuentro, me
tomó de la mano y me llevó hacia la viejecilla. Yo caminaba con pasos inseguros. Ya juntos la viejecilla le explicaba a mi mujer y ella me traducía; pedía que la llevaran, que la viejecilla estaba esperando hacia muchos días a alguien para transportarla porque no podía caminar. Yo me negué de plano. No, decía moviendo la cabeza. Me negaba rotundo. Empecé a sentir mayor escozor en mis espaldas y como algo abultándoseme. Mi pequeña mujer insistía, estaba a punto de ponerse a llorar; levantaba anhelosa su rubia cabecilla que no me llegaba más arriba de la cintura y me rogaba. La viejecilla en cambio parecía serena y nos miraba alternativamente a ambos. Fue cuando se escuchó el graznido de un gallinazo. El grito se prolongó por sobre el techo cercano. No se podía ver el ave. Algo de viento comenzó a correr y mecía nuestras faldas. Y me avine, pero en mi rostro taciturno se dibujó una crispación contenida y en aumento. Los tres caminábamos en silencio; mi rubia mujer, cogida de mi faldón; yo, a grandes trancos, con la mirada fija en el frente; la viejecilla, en mis brazos, acurrucada como una momia milenaria de tantos museos. Era una procesión mientras la tarde se acentuaba imperceptible sobre la calle interminable. A nuestro paso las veletas de hojalata de los techos teñían con ruido cascado. Llegamos a una especie de plazuela desierta. Era una ligera separación de las casas paralelas. La tierra seca formaba un círculo como las aguas de un río lento alrededor de un peñón. Salimos de la vereda y nos detuvimos en el centro del terreno. Levanté la vista hacia el cielo uniforme de azul desleído y suspiré. La viejecilla seguía indiferente como petrificada. Mi mujer se hallaba pendiente de mi rostro. Estuve a punto de volverme pero en ese instante la viejecilla pataleó de improvisto y proseguimos más lentos aún, siempre en la misma dirección. Yo, a cada paso, sentía más y más un abultamiento en mis espaldas desde la nuca a los talones y un sabor amargo en el paladar. Pasadas las horas y cuando el crepúsculo se fundía en la noche, por indicación de la viejecilla nos detuvimos ante un inmenso portón de madera semi abierta. Con gruñidos, la viejecilla nos apuró y penetramos temerosos. Adentro había una veredilla de cemento resquebrajado que conducía a una puerta de gruesas placas de metal con incrustaciones de fierros trabajados en forja: herrumbrados cogollos, gruesas flores de lis estilizadas filosas puntas de lanza. A los costados dormían jardines resecos con grumos de pasto y chamico marrón, flores muertas, papeles amarillentos en picadillo y
una que otra lata de leche y despanzurrada. La casa era altísima. Un caserón con fachada estucada con yeso y pintada de plomo, repleta de molduras rectas con ángulos cortantes. Alguien de adentro abrió las pesadas puertas como si nos hubieran estado esperando; los goznes oxidados dificultaban, pero, quejumbrosas, se abrieron suficiente para dejarnos paso. La viejecilla, excitada, apuraba más y penetramos. Apenas dentro, las puertas se cerraron con prisa, el choque retumbó y todo fue oscuridad pegajosa, una oscuridad palpable en la piel. Sentí revolverse a la viejecilla en mis brazos. Mi pequeña esposa, detrás de mí, halaba de mi faldón pero yo no podía verla, no podía ver ni mis propios brazos. Noté como la viejecilla cobraba agilidad y, en nerviosismo de lagartija, se desprendía y al pronto se encendió una lucecilla. Era un hermoso candil con tubo de vidrio, colgado del techo altísimo por una larga y fina cadena. Una luz verde acuosa se extendió por el amplio recinto. Deslumbrado, comencé a reconocer las cosas paulatinamente, pero en ese instante mi pequeña esposa rompió a llorar en murmullo, hundiendo el rostro entre los pliegues de mi faldón. Al frente, bajo el candil, se notaba un arco con bajo relieves de laureles entrelazados, flores y cogollos. Bajo el arco comenzaba una escalera de mármol, luego un descanso de donde partían dos ramales a derecha e izquierda; más arriba había otro descanso y la escalera moría al pie de un vitral gigante con dibujos que no se podían percibir. Abajo, a los costados del arco, se levantaban dos pequeñas puertas de madera. El salón era amplio, demasiado amplio para aquella débil luz que no lograba iluminarlo bien. Todo se veía como por un cristal ahumado o como a través de un acuario. Los gemidos de mi pequeña mujer eran ya un murmullo monótono retumbado en la amplia habitación. Las paredes altísimas y sin ningún adorno. El cielo raso era de yeso blanco, en el centro cual resaltaba un rosetón barroco con una cara sonriente de cuya boca, en leve sonrisa, salía la cadena de donde pendía el candil. Aquella cara estaba adornada con rizos, pámpanos, hojuelas y tallos a modo de corona. Yo, tenso, parado de espaldas a la puerta principal, divisé alrededor de la habitación unas barandas chatas y atrás, en graderías de tres filas, en declive, asientos vacíos. La vieja se había quedado en el centro de la habitación, mirándome socarrona y esbozando una sonrisilla. Los brazos recogidos bajo los
pechos flácidos y ligeramente inclinada. Luego, con andar diligente se encaminó a las puertas y la abrió de dos tirones seguros. Para mí fue como una especie de mareo. Ambas puertas comenzaron a arrojar filas de mujercillas viejas idénticas a la primera. Las dos filas, en forma silenciosa y ordenada, apuradas, fueron a los asientos y tomaron sus lugares. Las innúmeras viejecillas esperaban ansiosas. Tenían los ojos pequeños y llorosos como lucecillas a punto de apagarse, los cabellos amarillentos y largos y divididos en dos crenchas por fina raya central, los cuerpos flacos, encorvados, pequeños, embutidos en blusas holgadas y amplias polleras. Todas eran idénticas a la primera viejecilla. De improviso las puertas se volvieron a abrir y después de unos segundos salieron del trasfondo negro cuatro viejecillas como las anteriores. A una señal de la primera anciana se me acercaron y trataron de separar a mi esposa. Ella se aferraba agónica a mis ropas. Su llanto se hizo un ronquido furiosa; yo trataba de resistir pero dos de ellas me atenazaban ambos brazos; eran como dos niñas esmirriadas ante un hombre maduro, pero la fuerza que tenían era terrible. Las otras dos viejas consiguieron desprender a mi pequeña rubia, la arrastraron por una de las puertas, la cual se cerró violenta, ahogando un grito largo, casi un aullido. Yo no comprendía nada. Atontado, cogido de los brazos, los músculos endurecidos, miraba a todas las graderías como beodo. Quería hablar pero sólo babeaba. Me esforzaba por caminar cuando las mujeres me soltaron. Me precipité al centro de la sala, trastrabillé y pude detenerme junto a la primera viejecilla. La miré lastimero y suplicante pero no obtuve ningún gasto por respuesta. En las graderías el mujerío empezó a golpear rítmicamente los espaldares de los asientos y daba gritos apagados, cadenciosos, de aceleración imperceptible. De pronto calló y el silencio se tornó lacerante, casi dolorosa. Entonces las dos viejecillas se me acercaron por detrás; llevaban levantadas, titilando, sendos puñales. Yo traté de hablar y me atraganté. No me entendían que mi esposa iba a tener un hijo dentro de poco. En las graderías, las vejezuelas se agitaban e incomodaban y eso azuzó a las dos mujeres armadas; la primera asintió con un leve movimiento de cabeza, mirándolas aprobatoriamente. Las dos mujeres sintieron que la hora había llegado y alegres se abalanzaron saltando a mis espaldas y con furia inusitada me desgarraron la túnica hasta media cadera. Como dos juguetes de resorte aprisionado, emergieron por las desgarraduras del grueso tejido dos inmensas alas negras muy maltrechas. Un murmullo de estupor y complacencia emergió de los cientos de gargantas de las viejecillas.
Temeroso volví los ojos por sobre el hombre y vi ese par de alas meciéndose cual péndulos a cada palpitación de mi corazón oprimido. No comprendía. Mis ojos se pusieron vitrios y mis labios pálidos temblaron incontenibles. Miraba torpe mis dos alas; luego volví la vista a la primera viejecilla y después a las graderías y en todas partes hallé manos sarmentosas agarrotadas clamando por arañarme y ojos hundidos refulgiendo llenos de cólera. Las dos mujeres, que todavía tenían los puñales en las manos, los escondieron entre los pliegues de sus polleras y me volvieron a tomar por los brazos. Yo no sentía nada. Me condujeron hacia el arco; en el primer descanso nos encaminamos por el ramal izquierdo. Yo me dejaba llevar, abatido, sin protestar y con los ojos humedecidos. Cruzamos unos pasillos con piso de madera crujiente, dejamos atrás altas puertas clausuradas con dos maderos en aspa y grandes habitaciones con olor a polvo y humedad. Con la cabeza gacha y la barba sumida en el pecho, me abandonaron ante una puertecilla desvencijada. Me quedé inmóvil. Cabizbajo sentí a la primera viejecilla y la vi borrosa por entre la película de lágrimas, lejana y desfigurada, abrió la puerta y penetré al ser empujado con suavidad. Detrás, la mujeruca cerró con lentitud, hizo chasquear el candado con una risilla parecida a la tos y se alejó, siempre riendo entre dientes. Trataba de respirar hondo pero seguía atontado. En eso vi el somier tejido con soguillas de cáñamo, a ras del suelo, lleno de plumas. Vi la silla tembleque de madera, el cabo de la vela, la dee** chorreada en el espaldar de la silla, el televisor de pantalla quemada, la pared húmeda con los colgajos descoloridos del empapelado, la bacinica desportillada, el maíz entero y semi molido en el platillo magullado de aluminio y también desparramado en el suelo de losetas carcomidas, marlos de repollos y lechugas y excrementos de ave resecos. El foquillo amarillento de la luz tenia telarañas y puntos negros por las moscas. Me senté en el suelo y tomando un puñado de maíz me puse a masticar con tristeza. No pensaba nada. Sólo sentía el áspero y seco sabor de los granos de maíz entre los dientes y el siseo del roce de las puntas de mis alas en el baldosado empolvado.
MI COMPAÑÍA
Una tarde en que estaba muy alegre y por eso podía caminar, vi lo inesperado: ella se mecía soñolienta en su mecedora de caña y mimbre, mirando el resplandor del ocaso en ese cuadrado que formaban los dos únicos abetos que crecían azulinos justo frente a la casona. El tejido a punto entre sus dedos finos era una esponja seca que hipnotizaba. Se quedó mirando al frente, transverberada. Una luz resplandeciente le cubrió todo el cuerpo cual aureola. Su cara comenzó a ajarse y su pelo a encanecer. Su pequeña figura quiso desaparecer entre el resplandor de la mecedora, hasta que finalmente quedó del tamaño de una niña de diez años. Así fue como mi dulce abuela llegó a ser lo que fue. Todos muy ocupados en acicalarnos para salir a las funciones teatrales o al hipódromo, las sirvientas a la iglesia, yo a encerrarme en mi cuarto, mamá a jugar canasta que nos olvidamos de su existencia, tanto que cuando la encontrábamos en los pasillos con la escoba que el quedaba muy grande, no la reconocíamos. Debe ser la hija de alguna de las sirvientas, pensaba, y pasaba de largo. Ella levantaba sus ojillos azulinos y brillosos y luego se agachaba, como si toda la indiferencia que los de la casa le mostrábamos no fuera sino un juego concertado a saber quien se cansaba primero. Desde aquella vez hasta su muerte (no puedo precisar si fue largo o corto el tiempo, o si aún está viva) no se quitó para nada aquel vestido de sarga gruesa con que llegó la vejez. Su vestido, sobre ese cuerpo flaco, parecía una sotana vieja. La abuela era sorprendida donde sea por periodos de catalepsia. Se quedaba parada junto a la baranda de la escalera que daba al centro de la sala, como una estatua de bronce verdión, rígida, casi sin respirar. Ahí se
las pasaba días y semanas. Las mujeres de limpieza le pasaban el plumero, le quitaban el polvo y se marchaban sin darse cuenta. Después desaparecía y no se le veía durante muchos días, hasta que aparecía jugando entre las niñas de las familias vecinas quienes la recibían como a una chiquilla más. Una vez se quedó en trance en la azotea donde se acostumbra a tender la ropa lavada; las ratas se habían comido el borde del faldón y las uñas de pies y manos. La abuela quedó irreconocible. Sin comprender que era nuestra abuela, nosotros la soportábamos con festiva paciencia; pero verla aparecer, lentamente, como espantapájaros en medio del silencio de las visitas de mi madre, las que quisquillosas se asustaban o hacían que se asustaban, colmó nuestra paciencia. Ya no la mirábamos. Con nuestras actitudes le demostrábamos que nos molestaba, y en cuanto la encontrábamos en nuestro camino, le dábamos de empujones. Ella no lloraba ni mostraba signos de queja. Esa debió ser la razón por la cual desapareció. Se perdió por espacio de un año y medio, y su recuerdo se nos borró. En mi cuarto creí ver su imagen en el espejo, pero como tengo la manía de no dejar entrar a nadie a mi habitación, sea quien fuere, incluso la luz del sol, no puede creer que alguien se hubiera atrevido a penetrar en mi recinto. Un día sin ganas de nada (no sé si en verdad si era día o noche o mañana o tarde, total, nunca en mi cuarto se saben las fechas ni las horas); sin ganas, digo, me quedé mirando y un frío me recorrió la piel, las palmas de las manos me comenzaron a arder e hice un brusco movimiento. Había comprendido y recordado de pronto todo el drama de la abuela. Mi torpeza volteó el tintero, manchó todo el papel y rodó lentamente. Yo, lelo, veía correr el pomo barbotando su tinte roja pero no me atrevía a tocarlo y, rueda de catapulta, cayó de mi ombligo hacia mis muslos y de ahí se perdió bajo el escritorio. Contrariado, me agaché y la sorpresa me dejó atónito: la abuela estaba bajo mi escritorio. El tintero le había pegado en el pómulo y rodado por su nuca hasta perderse en sus crenchas sucias. Tenia manchas rojas en la cara y cuello. No había salido de mi cuarto en todos esos últimos meses. Me daban de comer dejando los platos al pie de la puerta, junto a una ventanita a ras del suelo. Siempre sentado en mi escritorio yo estiraba las piernas y apoyaba los pies en algo blando que nunca me preocupé en averiguar que era: pobre abuela, era ella. Atacado de pena súbita arrojé la silla contra un guardarropa haciendo añicos su espejo, me arrodillé en el suelo y tomando la punta de su faldón roído, con miedo que se fuera a desmoronar, la jalé despacio y, a la luz triste, la vi bien y me puse a llorar por primera vez en mis cuarenta y tres años de vida.
Ella se hallaba acurrucada como los fetos en el líquido placentario, sus cabellos blancos, de un amarillo guardado, en alboroto y un dedo, el índice, en la boca cual biberón. Con una regla de metal quise rasparle una especie de hondo gris que le cubría toda la carne, semejante al adquirido por los panes guardados en lugares húmedos, pero no conseguí nada;: su piel había tomado esa pelusa y ya era parte de ella. Movió ambas piernas y pareció resoplar. Fue suficiente. Abrí de par en par las puertas de mi cuarto, arrojé la bacinica gradas abajo con ruido tremendo, tiré las tazas de loza y la máquina de escribir con la cual había escrito rumas y rumas de papel durante los últimos 36 años. Eso bastó. Las veinte sirvientas, vestidas de negro riguroso, se agolparon en la sala y subieron a mi refugio. Se sobrecogieron del aspecto de mi cuarto que por primera vez veían, pero cuando se percataron de la abuela, les entró pánico y salieron corriendo, atropellándose, rodando y cayéndose. Me quedé solo y sin esperanzas de ayuda. Con sumo cuidado la deposité sobre una colcha doblada en dos que extendí sobre el piso. La levanté conteniendo el aliento y cual aquellas criaturas de las islas salvajes llevan flores a sus diodes, así, ceremonial, como si llevara una ofrenda, conduje a la abuela por toda la casa. No había nadie. Cuando entramos al corredor en mí, tembló y se puso tensa cual si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo, luego, poco a poco se calmó y pareció sonreírme. No lo se, sus arrugas eran tantas. Pero sus ojos diminutos parecían hablar en su quietud; supuse tendría hambre y entré en la cocina. Ella pareció darme su aceptación. La coloqué en un mostrador de mármol apoyándola contra un repostero. Saqué jugos de manzana en conserva, papas amarillas cocidas e hice un puré. Ella me mirar hacer con curiosidad inocente que emocionaba. Con una cucharilla llena me aproximé y ella ni parpadeó. Le acerqué a los labios mustios un bocado de puré y ella siguió inmutable, entonces con otra mano le abrí la boca y deposité el puré entre sus encillas sin dientes. Su lenguilla tembló y su paladar visto a la luz florecente, se gregó saliva. Comprendí que no podía tragar bocado alguno. Entonces opté por ayudarla aún más. Con el índice comencé empujar el puré hasta donde alcanzaba mi dedo. La boca debía tenerla abierta al máximo. Cada cucharadita de puré sacaba el dedo, le cerraba la boca y con el pulgar y el índice recorría el cuello de arriba abajo; de ese modo pasaba el puré. Lo hacia como se da de comer a los cisnes enfermos. Luego, cuando hubo terminado el platillo tomé bocados de jugo y se lo pasaba a la garganta con ayuda de una cánula de cartón y así soplando con cuidado le hice tomar bastante jugo de fruta. Todo ello pareció reanimarla. Al cabo de un mes ya daba algunos pasos y a los ocho meses ya podía caminar y comer sola.
Desde entonces ya no se movió de mi cuarto y era una de sus mayores virtudes que no hablaba. Nunca supe si era muda o no hablaba porque había perdido la costumbre de hacerlo o simplemente no tenía nada que decir o no quería. Menudita, sentada en una esquina de mi escritorio como si fuera un libro más, me miraba escribir días enteros; de vez en cuando tomaba una hoja de papel en blanco y me la alcanzaba con timidez cuando llenaba la que estaba escribiendo. También iba hasta la mesa tocador y se paraba en el tablero frente al espejo y se quedaba mirando, ladeaba la cabeza y otra vez estática; durante días enteros ese era su juego. Se llegaba hasta el espejo oval, pegaba una de sus mejillas, ponía ambas manos en la pulida superficie y así estaba mirándose de reojo. A mí se me ocurría que el espejo tenía un descascaramiento de aquellos hechos por el agua; pero un día salí a la calle por primera vez. El terror de verme fuera me hizo correr sin concierto. Abatido, ya de noche, me senté en un portal. Ahora ha pasado mucho tiempo, mucho y no se como volver. Oh. Si la abuela pudiera alcanzarme un papel o un mendrugo de pan. Hace frío.
ANDAS
La noche se había espesado en las esquinas y el viento lamía las paredes. Por los cerros lejanos, metálicos resplandores dibujaban el horizonte anfractuoso. Luego, todo oscureció. Di pasos torpes y me froté los ojos tratando de orientarme. En eso vi la casa vetusta, de piedras carcomidas, ahora repleta de luz. Me llegaba un sordo rumor de voces mezclado al pifiar del viento entre los eucaliptos y el chirriar de los grillos. De día, aquella casona me había parecido un establo abandonado: tablones resecos y empolvados, el techo altísimo, con tejas salidas y colgaduras de yeso del cielo raso; en el suelo, yerbajos y verdes entre charcos; las paredes con el estuco resquebrajado y los amplios ventanales desgonzados y algunos batientes gimiendo muy de cuando en cuando. Pero ahora, a estas alturas de la madrugada aquella casona estaba repleta de vida. Las demás casas parecían estar temerosas y como apretujándose. De pronto, a mis espaldas, los perros comenzaron a gañir en forma rabiosa algunos y otros en forma lastimera. Al voltear sólo vi la negrura y las casas blanquecinas con sus puertas cerradas. El viento traí largos aullidos entrelazándose con el crujir de la tierra. Luego, como por orden tajante, los aullidos cesaron, el viento dejó de soplar, todo se hizo calma y silencio tal que podía sentir el latir de mi respiración. Maquinalmente comencé a andar con torpeza de niño. Mis zapatos resecos raspando el suelo empedrado. En una casa cercana alguien prendió un farol, se asomó a la ventana y luego, apresuradamente se volvió a meter cerrando la ventana con estrépito y esa luz se apagó en un cuarto contiguo. Fue en ese instante cuando el rumor de voces comenzó a elevarse en letanía gruesa y constante. El portón de la casona iluminada se abrió chirriando, hasta quedar completamente abierta. Una bocanada de humo blando salió en erupto y luego dos gigantes con dos cirios encendidos cada uno. Al resplendor de los velones los toscos rostros de los gigantes se veían sudorosos y concentrados. Sus amplias capas carmesís se bamboleaban al compás de sus pelos aceitosos cuidadosamente peinados. Los dos hombres descomunales se pararon frente a frente a los costados del portón. Llenaron sus pulmones y comenzaron a cantar la letanía monocorde y luego apareció un adusto viejecillo vestido de blanco, con un incensario de plata, haciendo venias. Le seguían ocho hombres bastante altos, vestidos de negro peluche cargando una urna de cristal que contenía un hombre dormido, semidesnudo. El rostro del hombre de la urna era bello, de una palidez serena. Luego salieron dos filas de mujeres todas cubiertas con mantones dorados y cirios en las manos. Tras las mujeres caminaban, en forma acompasada, veinte hombres bajitos de gruesas espaldas desnudas con aceite, cargando una gigantesca sobre la que se debatían un jinete, un brioso caballo negro y bajo los cascos un gigante
completamente desnudo. Atrás seguía un gentío desordenado de niños extrañamente altos, hombres y mujeres de delgadez insólita, todos con velas encendidas, cantando y arrojando pétalos de flores diversas y muy olorosas. Quedé perplejo. Era un sueño. De mi vista se borraron las casas que circundaban la misérrima plazuela. Sólo podía ver, lelo, la extraña marcha de cirios y voces. A cada trecho el viejecillo del incensario volteaba y, autoritario, regaba el humo blanco. El jinete de turbante y ropa militar de seda azules espoleaba su cabalgadura. El caballo coceaba, tascaba entre espumarajos el freno niquelado y trataba de zafarse de las riendas. Abajo, el gigante desnudo pugnaba por esquivar los herrados pisotones, se cubría como podía el rostro el rostro congestionado y sangrante, se revolcaba en el áspero tablón del anda produciéndose arañazos. Intentaba protegerse el vientre y los genitales. Su blanca y delicada piel estaba plagada de horribles hematomas y sus negros y ensortijados cabellos largos tenían pegotas de sangre coagulada. Lanzaba gritos roncos que se perdían entre ese canto ya ensordecedor. La procesión, con lentitud de rito, fue bordeando la plazuela y se topó conmigo. No supe que hacer. De pronto me vi en medio y de mi boca salía potente la letanía de los oficiantes. Me fui retrasando hasta quedar tras el and del jinete implacable. Me daba mucha pena el gigante bajo la cabalgadura. Comencé a llorar y seguí cantando, arrastrado por el río de voces. El gigante pisoteado se fijó en mí. Sus ojos celestes y grandes me pedían clemencia, pero una terrible coz en el pecho y un golpe en la mejilla le volvieron la atención a la lucha infructuosa y no volvió a mirarse más. Las andas y el gentío penetraron a la casona. Estaba repleta de candiles de petróleo. Al fondo, a modo de biombo que cubría toda la parte interior, se había colocado un telón blanco y en medio una mesa de metal. La urna de cristal con su hermoso hombre dormido fue colocada en dicha mesa. Los cánticos se elevaron más aún. La anda con su jinete y si gigante pisoteado fue ubicada al lado derecho. Los dos gigantes que precedieron la marcha estaban frente a la urna del durmiente; habían dejado los cirios y portaban gruesos fuetes de cuero trenzando con terminaciones en bolitas de plomo. El caballo y su jinete se quedaron quietos y jadeantes. El gigante desnudo pareció perder el conocimiento pero el vaivén de su vientre mostraba que se hallaba despierto.
Todo el gentío se arrodilló y comenzó a avanzar gimiendo y cantando. Los dos gigantes de los fuetes, a medida que pasaba la gente arrodillada, iban azotándola con furia; las mujeres y los niños caían a cada fuertazo, se revolcaban en las lajas del suelo, pero seguían siendo azotados sin misericordia. Rodaban y escapaban entre ayes y gemidos para luego pararse en fila, cantando y recuperando sus velas, seguir iluminando el martirio. Yo fui impelido a arrodillarme y pasé por el reguero de fuertes que laceraron mis espaldas. Mi canto fue un grito de dolor. Luego pasaron todas las personas. Después del último, los gigantes se miraron con ebriedad y comenzaron a castigarse entre sí, acompasadamente y con renovada furia hasta caer exagües. Después, todos callaron. Las luces comenzaron a perder su fuerza. Todos los concurrentes apagaron sus velas con las manos desnudas. Un olor a sebo y carne chamuscaba llenó el ambiente. Yo me vi solo, con mi cirio encendido en la mano. Me sentí acosado, quise apagar la vela por mis manos no me respondieron. Comencé a retroceder. Las gentes que me rodeaban cuchicheaban. Comprendían que habían acogido a un extremo y ello les llenaba de aprensión y a la vez de júbilo. Retrocedí casi corriendo. El portón comenzó a cerrarse. Yo y mi vela encendida. Cogí una de las hojas del portón pero seguía cerrándose. Metí el cuerpo entre las puertas que querían engullirme. Una manos trataron de cogerme por los hombros. Forcejeé desesperado y logré zafarme de la trampa. Corrí hacia el centro de la plazuela y el portón se cerró con apagado chasquido. Afuera, el aire había vuelto a ser respirable. El cielo negro se tiño con la palidez del amanecer. Volví a escuchar el lamento del aire entre los eucaliptos y algunos perros en el amanecer helado. Quedé parado y sudoroso en el amanecer helado. La casona vetusta estaba sumida en el silencio de siglos de abandono. El cirio de mis manos se suavizó, la vara se dobló como pingajo de jebe y se apagó. Por los cerros comenzó a aparecer el sol dorado.
VISITAS
Me arreglaba ante el espejo de mi tocador y pensaba en ti. Cepillaba mi larga cabellera que tanto te gustaba, me ponía polvos y algo de carmín diluido en las mejillas para ocultar mi palidez. Pensaba en ti y en cómo nos habíamos conocido aquella tarde bajando las gradas del avión en el que casi perdimos la vida. Tú que diste la mano al pisar el suelo y me sonreíste. Tú comenzaste a hablar de muchas cosas y yo te dije que nadie me esperaba, que venia a descansar del trabajo, de vacaciones. Al poco tiempo, en ese bar, ¿te acuerdas?, tú ya sabias todo de mi. Yo te contaba de mi primer matrimonio que fue fracaso porque yo no podía concebir. Te hablaba mirando la araña de cristal apagado del techo, las diferentes botellas de licores en los anaqueles del bar, la cara del mozo que servía, la mesa de mantel blanco y muy limpio donde se llenaban los platos típicos. Pero yo no sabía nada de ti. Quizá fue la curiosidad la que me empujó a seguir viéndote. Solo eso, no sabía decirlo. Ahora estoy a tu lado y te hablo. ¿Me escuchas? Bueno. Ya ha pasado tanto tiempo de ello. Ya estamos viejos y no esperamos nada. Tú ya no aspiras a nada. Yo si todavía algo, ¿sabes?; que te levantes de una vez y salgamos a caminar como cuando éramos jóvenes. Ya es mucho tiempo el que estas como si no me oyeras. Mañana será tu cumpleaños y debes ponerte en regla. Tu nuevo terno de espera y vendrá todos nuestros hijos. Ella siguió hablando mientras afuera, en el patio, las cosas alargaban sus sombras en forma imperceptible. La enredadera del fondo del patio llegó a volver con su sombra en maraña las sombras de los demás objetos. El calor había disminuido y el cielo se hizo opaco. Las paredes empezaron a tomar una coloración naranja. El cuarto se sumió en penumbra. El hombre en la cama con la colcha arrugada sobre su pecho inmóvil, la mujer al costado, en una silla, junto al velador lleno de frasquitos de medicinas,
enjuagatorio, vendas, vasos, hablando, mientras su dedo índice recorría el contorno de un dibujo de la colcha. Pronto se hizo la noche y los objetos dejaron su consistencia corpórea. Desde las casas vecinas algunas radios se desgañitaban en canciones inteligibles. La casa se llenó de penumbra. El silencio se hizo más notorio en contraste con el rumor de la calle. El alumbrado público se encendió y en el patio aparecieron algunos rombos de luz acuosa. Del cuarto oscuro salía la voz de la mujer en letanía, monocorde, lenta y sin modulaciones. Contigo fui a donde ibas. Nos casamos y me olvidé de todo el mundo. Mi familia no existió. Pasamos cosas hermosas y terribles. Pero tú me querías y yo a ti como a nadie en la vida. Eso era lo que nos unía y nos une. Por eso fue que nada pudo separarnos ni nada nos separa. Esa vez, hace muchos años, yo me quedé sola en el pueblo ese, mientras tu viajaste de repente. Era tu obligación, pero fue terrible. La mujer seguía hablando mirando la tenue claridad que se filtraba por la ventana de vidrios sucios. Sus ojos sin parpadear, sus manos delgadas descansando en sus muslos. A su lado el hombre estático, el pelo entrecano revuelto. La oscuridad no permitía ver sus acciones pétreas, esos ojos cerrados con naturalidad, sus brazos bajo las sábanas. La noche comenzó a cambiar fuera de la ventana. La mujer seguía hablando mientras en el patio el color se transformaba. El cuarto se hizo más la blancura de las sábanas y algunos trapos arrojados sobre una cómoda. En el patio el aire se hizo tangible, como una ligera película de plástico desleído. La voz de la mujer atravesaba las cosas, los minutos: un estilete a través del tiempo. Los objetos comenzaron a fosforecer y a despedir una sombra nítida. Supe que mi padre había muerto pero no me importó mucho; tú llenabas toda mi vida y la colmabas. Luego vinieron nuestros hijos y los vimos crecer, hacerse hombres y mujeres hermosos. Se casaron o nos dejaron por los estudios. Ahora estamos solos. Es la ley de la vida, ¿no?. Yo también dejé a mis padres. Pero mañana vendrán todos. Ellos siempre nos recuerdan y no podrán olvidarse de tu cumpleaños. Tan indefensos en otros tiempos, tan pequeñitos, pero …. Su voz hizo más tenue. Su huesosa mano, temblando, se apoyó en el hombro de su esposo y no notó la dureza del cuerpo. Afuera los ruidos se habían apagado uno por uno al paso de las horas nocturnas. Algunos bares, en la esquina, botaban su tufo alcohólico a la calle por donde los carros ya no aparecían. Las horas iban pasando y en el cielo comenzó a pintarse a una claridad lechosa. Desde el cuarto oscuro, la mujer seguía hablando y las cosas del cuarto la escuchaban con atención, se podía ver
la negrura retorcidas de unas ramas de parra en la casa vecina, en contraste con la claridad de la madrugada. ¿Qué quieres que te prepare? Haré lo que se te antoje. Bien. Yo sé tus gustos. Sé los gustos de mis hijos. Veremos. Veremos. Tú no tienes que preocuparte. Ellos vendrán. La mañana se desperezó en el patio solo. Un polvillo guardado pavonaba el piso y las cosas. El sol comenzó a pintar los rincones comenzando a transmitir su calor gradual, continuo. Una mariposa comenzó a danzar en el patio. Se paró en la rama seca de una maceta de geranio, saltó hacia el grifo sin agua, con sus punteados saltos siguió posándose y volviendo a saltar de una cabeza cascada de estatua al bajo relieve empolvado de bronce. Chocó con los vidrios de la ventana del cuarto, ascendió y su color de pétalos amarillos ascendió y se perdió por el tejado; luego todo quedó igual. La mujer hablaba. La claridad de la ventana se le pegaba en el rostro arrugado. El hombre paró el carro con suavidad. Se caló el sombrero y bajó ágilmente del auto rojo. Jaló el pestillo del enrejado blanco del jardín y se dirigió a la puerta por el caminillo de losetas opacas. Se intrigó por lo seco y olvidado de las plantas del jardín. Presionó el botón del timbre y adentro resonó las habitaciones. Nadie respondía. Volvió a presionar y sólo le respondió el eco del timbre. El hombre se hurgó en los bolsillos y extrajo unas llaves. Manipuló en la chapa y la puerta se abrió. Un año sin verlos. La sala le recibió con su mesita de centro, las fotos de la familia con caras sonrientes, los sillones antiguos. Sus pasos resonaban en la sala. ¿Mamá? ¿Papá? Nervioso recorría el pasillo y los cuartos. Llegó al patio. En la cocina todo estaba en el desorden normal que él tanto conocía. Se quedó tenso aguzando el oído. Volteó y vio el tejado una paloma blanca, esponjada, caminando acompañada de su canto de ave en celo. El sol caía con fuerza sobre sus hombros; su saco le pesaba más. Un sudor entre la camisa le mantenía incómodo. Se fijó en el cuarto del fondo del patio. No estaba cuando él se fue la última vez. Se encaminó hacia él y abrió la puerta. Un aire guardado le dio en el rostro y le cedió un hedor. Unas moscas se le pegaron en el saco y la cara. De un manotón las alejó. Trató de mirar en la penumbra del cuarto. Le llegó la voz de la mujer y la reconoció en su vestido holgado de florecillas blancas. El hombre entró venciendo las náuseas y atrajo desesperado a su madre hacia afuera. La mujer se dejó llevar sin resistencia. Se encandiló con la fuerte luz del sol. Adentro quedaba el hombre con el pelo entrecano revuelto, el cuerpo hinchado. Las moscas rodando sobre los párpados por donde se rasgaba una raya delgada dejando ver los ojos vidriosos. La boca entre abierta de
labios pálidos y dientes amarillos y secos. La boca era oscura con la oscuridad de una gruta. La custodiaban el veladorcillo con sus frascos de medicamentos, sus sábanas y la colcha con dibujos de angelotes desnudos, la lámpara apagada, y el hedor de varios días. En la sala la mujer seguía hablando y los familiares llegaban en grupos alegres.
CICLO
Sus blancas uñas apretaron el carbón y la pared siguió inmóvil. Era la una de la mañana y sus uñas hicieron una raya en la pared quieta. Tiró bruscamente el carbón y miró la sucia pared de ladrillos blancos: la primera raya y no sabía cuántas pondría. Fue a un rincón y ojeó la pared. Se llamaba Lizandro y era un hombre bueno. Vino hacia el camastro y tomó asiento abatido. Se llamaba Lizandro, nada más y estaba incómodo por los grumos del colchón despanzurrado. Era un nombre bueno y su nombre era Lizandro; era apuesto, con candor enternecedor. El camastro crujió cuando, ya de pie, pudo ver nuevamente esa primera raya como si centelleara. Era apuesto y su mentón recién rasurado resaltaba en la penumbra. Buscó a tientas e intuyó: una de la madrugada; por fin lo encontró; cogiéndolo entre esas uñas largas, fue hacia la pared. Era un hombre bueno y la pared estaba dura y estática; era un hombre llamado Lizandro y era joven. Puso la quinta raya entre crujidos y polvillo negro. Medio ladrillo con muestras como valla en el aire. Sintió frío en los pies y recién cayó en cuenta que hacía cinco días estaba descalzo. Miró sus pies negros y sus largos dedos nervudos. Puso la raya lentamente y volvió a sentarse en la tarima tembleque.
Pero era un hombre bueno y dejó de imaginar cosas. Trató de pensar pero sólo imaginaba. Además, estaba aquel olor a sudor enfriado, la lóbrega mudez recorriendo los pabellones y aquel silencio roto por el resonar de los pasos lentos de aquellos señores con llaveros, de andares precisos, caminando incansables y dándose voces consabidas a cada intervalo y sin nunca poder verles los rostros. Su índice y el pulgar pellizcaron sus labios en actitud meditativa pero dejó de hacerlo con amargura. No tenía sino una leve cicatriz en el pómulo derecho y su nombre: Lizandro. Era un hombre maduro y estaba poniendo la raya número treinta en la sucia pared.
Retornó, se tocó la cicatriz y las uñas negras le sobresaltaron. Era un hombre bueno. Esa noche salió la luna pero el hombre no pudo verla; lo sabía por los resplandores en el marco de la ventana alta. Metió las manos en los bolsillos pues le ardían por el frío, dio tres zancadas y se le acabó el terreno frente a los barrotes. Ya ni se acordaba de la entrada. Quedó mirando un punto inexistente. El silencio de esa hora, más duro. Parecía que el tránsito un día para otro era como a vida palpitante de un nuevo tiempo en lucha con los estertores de un tiempo viejo y gastado.
Miró en forma vaga sin atender a nada, con desgano desesperanzado. Se llamaba Lizandro y sus apellidos nunca los supo y ahora no le importaba. Se llamaba con gusto por ese nombre y la barba le cubría las mejillas, los labios y el mentón. Era un hombre común y corriente como cualquier otro que tuviera una profunda cicatriz en el pómulo izquierdo. Quien pudiera verle los ojos resecos y cansados, que miraban con indecible tristeza, comprendería que era un hombre bueno.
Pensaba: Ella venía y se reía te quiero mucho no me abandones esto es insoportable no me oía y dale con pero hasta cuando siquiera hasta cuándo y después se reía con esa risa que siempre me puso contento pero ahora me pondrá furioso porque yo la querré mucho oh su andar lento y sus cabellos ondulados que tanto me gustan estás bonita era tan bonita por qué ya no vendrá no podía ser sus manos me acariciaban sucias manos ya no viene ja ja ja pero debe venir sí vino nunca más vendrá. Se llamaba Lizandro y despertó sobresaltado, más al punto entendía que no estaba errado: era la hora exacta, nadie lo confirmaba, él lo sabía. Era un hombre amargado. Tomó el carbón: ochenta marcas resaltaron en la sucia pared de blancos ladrillos. Miró con desesperación la pared inconmovible y corriendo golpeó con cólera las rayas. Las miró furioso y comenzó a llorar. Era un hombre llamado Lizandro.
Recordaba: Esa vez anduve cabizbajo entre los murmullos de las gentes, no veía a nadie, me pusieron delante de un pupitre alto de madera con brillante charol, negro, y ahí estaba ese hombre gordo con lentes pequeños quien me miró con hastío, vino a mí y fuimos ante una pequeña mesa y ambos nos sentamos, sentí frío y junté las manos entre las piernas y todo yo, junto
con la silla y la mesa, nos empequeñecimos, más y más hasta formar una amalgama de murmullos, gritos y ruidos, me puse contento y ya no sentí frío, todos me miraban sobrecogidos y yo estaba agachado, la cabeza casi metida entre las piernas, haciéndome chiquito, un punto y riendo sin que nadie me mirara el rostro, pero nada era cierto, mas, para mí era verdad, sobre mis espaldas crecían los murmullos y ellos me confortaba, aunado con el calorcillo del mate caliente en el estómago en ayunas.
El hombre colérico se llamaba Lizandro. Era un hábito: se tocó la profunda cicatriz en la frente y, ante la pared, puso la raya setecientos treinta. Arrastrando los pies fue al otro extremo y recostado en la pared sucia de ladrillos negros, sintió el frío agradable en sus espaldas caldeadas y observó las marcas en aquellos rectángulos en medio del silencio; sus anchas espaldas, amoldadas a esa otra superficie descansaban a gusto. El calor era insoportable bajo ese techo demasiado cercano. Sus ojos opacos empequeñecieron más. El frío en sus espaldas le producían deleite grande El hombre malo se llamaba Lizandro y nada le importaba, sólo aquel friecillo en las espaldas y en las plantas de los pies descalzos.
En los últimos tiempos, se supo, tuvo un: compañero que sufría de cólicos y arrojaba todo lo comido. El hombre era malo y se reía de los dolores y retorcijones su compañera. Unan noche despertó de pronto y vio al otro arrojando sangre por la nariz y por la boca: Es probable que a sus pedidos de socorro nadie acudiera, pero ni siquiera lo intentó. Se llamaba Lizandro y era un hombre entrado en años. Al poco rato el otro hombre quedó pálido como la cera y apoyado sobre un hombre, acurrucado en un rincón pareció dormir. Cuando vinieron a verlos como todas las semanas, supo que había muerto pero no le importó.
Tenían tanto miedo a la muerte que la vista de un cadáver los anonadaba parecían hoscos e indiferentes a lo que hacían, y todo no era sino una costra para ocultar su profundo terror. Fruncían las narices con asco, pero era pánico. Despertó sobresaltado y crujió el desvencijado somier; los grumos de aquella que antes fuera un colchón despanzurrado ya no le molestaban. Despertó y no entendió que era el día indicado; su barba era larga y blanca, señorial, y sus cabellos le caían sobre los hombres, largos, ondulados y amarillentos, con la opacidad de los pelos blancos conservados siempre bajo sombra. Tenía la parsimonia de un patriarca. Su cara terriblemente arrugada y fea: un hombre malo y feo que se llamaba Lizandro, un anciano que pensaba mucho. Alejado del sueño, dudó al
incorporarse, los ojos desmesuradamente abiertos y hesitación de iluminado. Tomó entere sus negras uñas crecidas el carbón, levantó el brazo y ahí quedó pendulante, como avergonzado, transido el costado de súbito dolor. Paseó la vista por las cuatro paredes: ya no había ni un solo espacio para poner una raya más y cuando posó la vista en el cielo raso le sobrecogió el terror: no había ni un pequeño resquicio donde hacer una marca más. Sus fosas nasales, dilatadas al extremo, expelían chorros de aire invisible y caliente, mientras en su pecho comenzó a retumbar un extraño galopar de bestia desbocada. Quebró el mentón sobre el pecho y fue hacia la reducida tarima. Era un hombre malo y estaba decrépito, repleto de soledad. De entre sus dedos resbaló el trozo de carbón.
Nada añoraba, ni estaba triste. Tomó asiento entre resoplidos. Subió los pies con bastante dificultad y apretando los párpados, su respiración haciéndose pausada, las venas calmando su latir, como una onda sobre un lago azul, desde las profundidades de su torpor, mirando las paredes, quiso levantar la mano que había atenazado el carbón roído, sus dedos dibujaron un aspa en el aire, le asaltó un golpe de tos que no era sino una risa cascada, un eco polvoso en un cajón de cartón olvidado; y apoyó la cabeza y apretó más los párpados. Se llamaba Lizandro y su cuello era tembleque y nervudo entre los pelos lacios. Aquella su risa rebotó en los barrotes y se fue por los pasillos olvidados, como una viruta que el viento golpea. Abrió los ojos y todo fue un destello de luz blanca, las paredes dejaron de existir y sus miles de rayuelas le asaltaron como minúsculos cangrejos negros. Se llamaba Lizandro y era un hombre con la piel sudorosa y agrietada oreándose en lo helado de los minutos… su mano cayó sobre su ingle, temblando, y quedó inmóvil; y los pelillos de su nariz quedaron quietos. Era la hora indicada y su nombre ya no importaba.